Entre el norte y el abismo

Luis Rubio

Pocos momentos en la historia de un país son tan definitorios como el actual para México. Las últimas semanas nos han orillado al punto de quiebre: avanzamos hacia delante o nos quedamos rezagados en el pasado. En este tiempo, hemos podido observar a un país que se encuentra en dos mundos de manera simultánea: por un lado, un México que cambia y se transforma, que se queja y a la vez intenta encontrar un nuevo rumbo. Pero, por otro lado, también es patente la existencia de lo opuesto, un México paralizado y que pretende paralizarlo todo. Se trata de dos Méxicos: el que ve para adelante y el que se aferra al pasado. La manera en que se resuelva o concluya el conflicto petrolero, así sea menos definitiva de lo que pudiera ser deseable, va a determinar hacia dónde vamos.

De que el país se encuentra dividido no cabe la menor duda. Sin embargo, un factor de optimismo que el actual conflicto petrolero ha podido develar es que esa división atraviesa a todos los sectores, partidos y regiones del país. Por más que haya grupos de interés dedicados a amarrar navajas entre los contendientes en esta disputa particular, el hecho es que todas las entidades y corporaciones del país enfrentan divisiones en su interior. Los propios priístas, que han hecho gala de unidad en el congreso, muestran una fractura abismal frente al llamado Pemexgate. Aunque muchos priístas se aferran a un pasado que les resulta idílico, muchos otros reconocen que el país ya cambió y que es tiempo de comenzar a ver hacia adelante.

Esta es precisamente la disyuntiva. Si uno se pone en los zapatos de los intereses que por décadas se beneficiaron de manera grosera y desmedida de la llamada institucionalidad de que tanto presumían los priístas, es natural que no quieran ceder ni un ápice y que aprovechen cada resquicio, en este caso un conflicto laboral, para buscar proteger los privilegios y abusos que los han caracterizado por décadas. La gran pregunta es si están verdaderamente decididos y dispuestos a arriesgar el bienestar de la población en general lanzándose a una huelga cuyas dimensiones y consecuencias nadie, a ciencia cierta, puede imaginar.

El que juega con fuego, como dice el dicho, corre el riesgo de quemarse. Esto es lo que ha hecho que a un sinnúmero de priístas les haya ganado la sensatez y se hayan convertido en los principales aliados ya no del gobierno, sino de la responsabilidad y de la prudencia. En todo caso, de la estabilidad y la paz social. A final de cuentas, el país vive rezagos enormes en todos los frentes y parece enfrentar una incapacidad estructural de resolver sus problemas. Una huelga petrolera no haría sino exacerbar los ánimos y llevaría a una secuencia de eventos que ningún político puede anticipar con certeza. Lo que sí es seguro es que la suma de parálisis gubernamental con un conflicto político abierto nos pondría en las puertas del mundo pobre del sur, cuando llevamos una década avanzando, a veces con titubeos y regañadientes, hacia la integración plena con los países ricos del norte. El conflicto petrolero nos coloca, una vez más, al borde del precipicio.

El conflicto petrolero entraña dos realidades contrastantes. Por un lado, pone en evidencia que el país adolece de los mecanismos institucionales idóneos para tomar decisiones y actuar en consecuencia. En ausencia de la capacidad de imposición por parte de la presidencia de antaño, el país tiene que lidiar con un sistema político que cuenta con contrapesos, pero no con capacidad de acción. Esto lleva a que sea imposible llevar a cabo reformas y a que los políticos se vanaglorien más de lo que han logrado impedir que de lo que han logrado avanzar. El problema es que el perjuicio lo paga una población empobrecida y cuya necesidad y anhelo es la de que la dejen vivir en paz, que le quiten tantos obstáculos y que se creen condiciones para que pueda prosperar. El legado priísta más pernicioso y perverso es precisamente ese: el de los amarres, los intereses creados y las estructuras anquilosadas que le impiden al mexicano común y corriente salir adelante. Contra lo que piensan los sindicalistas petroleros y muchos de sus apoyos priístas, el costo de sus prebendas, además de sus berrinches, lo pagan millones de mexicanos indefensos.

Otra realidad que ha sido puesta en evidencia por el Pemexgate pero que ha estado presente a lo largo del sexenio, es que hay todo un sector de la política mexicana que ha quedado congelado en el tiempo. Subsiste una enorme red de organizaciones, agrupaciones, sindicatos, guerrillas y mafias que crecieron en torno y al amparo del PRI, sobre todo después de 1968, y que viven y se nutren de la ilegalidad. El trágico fin del movimiento estudiantil del 68 trajo por consecuencia una reticencia casi absoluta de los gobiernos posteriores a recurrir a la fuerza pública para mantener el control político y la paz social. Hasta ese momento, el gobierno ofrecía dulces y satisfactores a todos los que se sumaban al sistema, pero el garrote a los que se le oponían. A partir de ese momento, el gobierno cambió de táctica: habiendo sufrido y sobrevivido un desafío a su existencia misma, a su legitimidad más profunda, el gobierno se abocó a incorporar y premiar a las organizaciones que surgían y que eran una fuente importante de apoyo o, en su defecto, una amenaza a la estabilidad, pero ya no hizo nada por disciplinarlas e institucionalizarlas. Con que no retaran al gobierno era suficiente. Que el costo fuese la delincuencia de unos o los privilegios y canonjías de otros era lo de menos. Lo crucial era que no retaran al gobierno. Ahí tiene su origen tanto el chantaje como la impunidad que caracteriza a sindicatos como el petrolero.

Treinta años después, todos sabemos que el costo de no retar al gobierno acabó siendo la destrucción de la legitimidad del PRI y del sistema político tradicional, pero también la existencia de todas esas mafias gangsteriles que medran del sistema, cobran del erario y ponen en jaque el desarrollo del país. Sus maneras de operar cambian según la naturaleza de la organización, pero su característica común es la ilegalidad y/o el abuso. Un agudo observador de la realidad priísta observaba hace no mucho tiempo que los mítines de campaña de ese partido habían cambiado dramáticamente de naturaleza a lo largo de los años; mientras que en los sesenta y setenta las mantas y pancartas mostraban el apoyo o la presencia de las organizaciones priístas tradicionales (como la CTM, la CNC y la CNOP), las mismas mantas en los noventa mostraban la adhesión de grupos que ya nada tenían que ver con esas corporaciones formales, sino con organizaciones de invasores de tierras y taxistas tolerados, comerciantes informales y grupos que simpatizaban con narcotraficantes y guerrilleros. El punto es que el viejo sistema se transformó a lo largo de los setenta y ochenta hasta arrojar ya no la disciplina y control que eran su marca histórica, sino la antítesis de la institucionalidad y la propensión permanente al conflicto y la violencia.

El conflicto petrolero se inscribe en este contexto. Bien planteado o no, el gobierno decidió que tenía que agarrar al toro por los cuernos y pintar una raya definitiva. Se trata de la primera vez en esta administración que el gobierno se unifica y adopta una postura común. Grupos de lo más diverso de la sociedad mexicana han salido a manifestarse con toda claridad respecto al riesgo de una huelga, pero también de la necesidad imperiosa de acabar de romper con el pasado y comenzar a ver hacia adelante. Nadie que aspire a construir un mundo mejor puede en su sano juicio dudar que eso es lo que está en juego en este conflicto. De perder el gobierno el juego de las vencidas de los últimos días, todos los intereses retrógrados del país saldrían a la calle a demandar nuevos satisfactores. El riesgo es grande.

La transición política había sido, hasta este momento, sumamente tersa. Todo caminaba como si no existieran conflictos ni diferencias. Ciertamente, el desencuentro entre el ejecutivo y el legislativo era motivo de seria preocupación, pero hasta este momento no había habido amenazas serias a la estabilidad económica o política del país. Esa tersura había sido resultado de tres circunstancias fundamentales: primero, que el PRI entregó el poder sin discusión y sus integrantes en el congreso se habían comportado de manera institucional; segundo, que existen mecanismos de resolución de disputas, sobre todo a través de la Suprema Corte de Justicia, que han resultado funcionales y que han permitido resolver las diferencias de manera institucional: y, finalmente, la tercera razón es que el gobierno no había emprendido iniciativa alguna en materia de limpieza, ataque a la corrupción o desmantelamiento del aparato corporativista del pasado. Una vez que comenzó a hacerlo, sobre todo en el caso de Pemex, se abrió la caja de Pandora.

Lo cierto es que el conflicto que hoy vivimos era perfectamente anticipable. Era evidente que, tarde o temprano, el gobierno tendría que emprender una acción directa contra todo ese mundo de privilegios y cotos de caza que caracterizaron al viejo sistema, pero que siguen viviendo como si nada hubiera cambiado. Es posible, como muchos piensan, que fue imprudente lanzar esta iniciativa en el caso de Pemex, en el que los riesgos son elevados. El hecho es que el gobierno ya no tenía muchas opciones cuando decidió actuar: la sucesión de circunstancias desde que se hizo público el llamado Pemexgate lo había convertido en un asunto que el gobierno difícilmente podía eludir, a menos de que aceptara hacerse partícipe de la corrupción.

El gobierno tiene que ganar esta disputa porque de lo contrario el país acabaría condenado a una situación como la que vive Bangladesh: atorado en el pasado y sin capacidad de moverse hacia ninguna parte. Lo que está de por medio es si el país va a acercarse al norte desarrollado o si triunfarán las fuerzas reaccionarias que se empeñan en condenarnos a sucumbir y quedar atrapados en la dinámica populista, autoritaria y de crisis permanente que caracteriza a muchas naciones al sur del continente: entre el norte y el abismo.

 

Los dilemas del PRI

Luis Rubio

Los priístas aparentan la unidad y entereza de quienes conocen el poder, pero detrás de la fachada todo mundo sabe, ellos incluidos, que enfrentan dilemas fundamentales. Algunos de sus próceres más visibles niegan al gobierno y rechazan cualquier posibilidad de transacción y entendimiento, arguyendo que cualquier cosa que beneficie al gobierno de Vicente Fox les perjudica a ellos. Todo sugiere, sin embargo, que la mayoría de los priístas reconoce, aun en contra de sus deseos, que su capacidad de retornar al poder depende más de lo que haga el partido, o al menos sus bancadas en el Congreso, que de lo que deje de hacer; que su futuro está más ligado a su reconstrucción interna que a sus atrofiados cálculos políticos de corto plazo en la lucha de trincheras en que se ha convertido la política mexicana. El caso del llamado Pemexgate hace evidentes estos dilemas, aunque muchos de los priístas más prominentes pretendan lo contrario.

La historia todos la sabemos o, al menos, podemos intuir: el PRI perdió las elecciones del 2000, pero sigue comportándose como si nada hubiera cambiado. Esta situación responde a dos dinámicas paralelas, aunque claramente distintas, que han llevado a los priístas a conclusiones que bien podrían conducirlos a derrotas futuras. Una dinámica tiene que ver con la sensación de traición que perciben muchos de ellos: después de todo lo que hicieron por México y los mexicanos, cómo es que el electorado pudo haberles fallado, cómo es que llevaron a la reacción al poder; en otras palabras, ¡qué se creen los mexicanos que son! Aunque quizá cruda, y en algunos casos un tanto injusta, esta caracterización sin duda refleja las actitudes de muchos priístas que veían al gobierno y al poder como algo suyo, un bien privado al que sólo ellos podían tener acceso. Es evidente que para este grupo el ajuste es por demás complicado.

La otra dinámica que caracteriza a los priístas es una de confrontación interna. Aunque siempre presente, ésta se agudizó en los ochenta y todavía no acaba de resolverse. La disputa se agravó con el viraje en el manejo de la política económica que inició Miguel de la Madrid a mitad de los ochenta y que, por primera vez, dio cabida a los altos círculos del poder a personas cuya credencial de acceso no era el liderazgo de grupos o intereses, la jefatura de regiones o la habilidad para manipular a la población o al voto, sino sus habilidades técnicas para administrar la economía y, en general, las partes más complejas, en términos técnicos, de la administración pública. El advenimiento de los llamados tecnócratas cambió la lógica del sistema político tradicional toda vez que sometió muchas decisiones de gobierno que antes hubiesen seguido una lógica estrictamente política, a consideraciones económicas más fundamentales.

Hoy en día, dos décadas después, es fácil criticar a los tecnócratas, sobre todo porque muchos de los proyectos que encabezaron resultaron menos exitosos de lo que se suponía o mucho más costosos de lo que debieron haber sido. Sin embargo, uno tiene que entender el contexto en el que surgieron: al inicio de los ochenta, el país se encontraba virtualmente en bancarrota, los precios crecían a tal velocidad que había temores bien fundados de hiperinflación, el desempleo crecía de manera incontenible y la economía sufría una brutal recesión. Luego de doce años (1970-1982) de locuras financieras y de un agrio conflicto político que culminó con la expropiación de los bancos, el país requería una administración profesional, restablecer la tranquilidad económica y atenuar los conflictos políticos que esos años de turbulencia habían ocasionado.

Lo peor de la crisis de 1982 es que los priístas tradicionales, esos que habían causado la debacle y que ahora defienden a los involucrados en el Pemexgate, nunca reconocieron responsabilidad alguna. Desde su perspectiva, la crisis había sido provocada, como siempre, por factores externos, todos ellos independientes de su modo de actuar. De esta forma, aunque esa crisis evidenció la inviabilidad del modelo priísta de gobierno y administración económica, muy pocos priístas tuvieron la capacidad de comprender el fenómeno o la visión para enfrentarlo. Desde esta perspectiva, el advenimiento de los tecnócratas ciertamente no fue bienvenido en el PRI tradicional, muchos de cuyos miembros rompieron con el partido y eventualmente llevaron a la creación del PRD.

Este conflicto aún pervive. Los priístas tradicionales, o históricos como ahora les gusta llamarse, culpan a los tecnócratas de la derrota del 2000 y creen fervientemente que ésta se gestó dentro del gobierno y no en la sociedad mexicana en general. Para muchos priístas el origen del problema yace en la tecnocracia y en las políticas que ésta emprendió. Ciertamente algunas de sus políticas y decisiones fueron costosísimas para el país. Pero no cabe duda que una mayoría abrumadora de los votantes prefirió a un partido distinto al PRI en el 2000 menos por la política económica que por la naturaleza e historial de ese partido. La mitología que guía los rencores de muchos priístas puede dejarlos con la conciencia tranquila (yo no fui, fueron los tecnócratas), pero eso no les resuelve su problema. El Pemexgate demuestra que de nada les sirve una estrategia de confrontación, y mucho menos una de avestruz.

Los resultados electorales más recientes a nivel estatal han contribuido a apaciguar a los priístas, toda vez que han tendido a confirmar sus prejuicios más arraigados. Ciertamente, el PRI ha ganado la mayoría de las justas electorales a nivel estatal y local en los últimos meses; sin embargo, uno debe preguntarse si esas victorias reflejan el sentir nacional (perdónenos priístas, no sabíamos lo que hacíamos) o, más bien, la realidad local. Cualquiera que sea la conclusión a la que lleguen, ésta va a determinar la naturaleza de la estrategia que adopten. Claramente, la mayoría de los priístas piensa que la población está reconsiderando su error del 2000 y está volviendo al guacal. Eso los ha envalentonado ahora que están confrontando agresivamente al gobierno.

Sea como fuere, los priístas enfrentan tres dilemas fundamentales: ante todo, tienen que resolver su problema de esencia: ¿ser un partido o intentar reconstruir el viejo sistema? En segundo lugar, los priístas no han logrado definir su relación con el gobierno del presidente Fox: cooperar u obstaculizar, avanzar una agenda o negar la realidad cotidiana. Finalmente, el tercer dilema que enfrentan, y con mucho el más importante, es intentar encabezar un movimiento de transformación nacional o quedarse relegados a los archivos de la historia nacional. Es evidente que muy pocos priístas reconocen la existencia de este tipo de dilemas; sin embargo, los dilemas, están ahí, a la vista de todos y de la manera cómo los enfrenten dependerá su futuro político. Negar la realidad, de una manera pasiva o militante, no les va a ayudar a ganar las elecciones. Mientras que los panistas y aun los perredistas, como todas las organizaciones humanas, enfrentan dilemas propios, ninguno encara desafíos tan fundamentales, de esencia, como los del PRI.

El dilema entre convertirse en un partido o intentar recrear lo que ya se murió no debería requerir mucha discusión, ni toda la tinta que se le sigue dedicando al tema, pero es obvio que hay muchos priístas (y no pocos perredistas) que siguen creyendo que es posible restaurar el viejo sistema: el de la era dorada de los cincuenta en que nada se movía sin la autorización del partido, años en que la economía funcionaba como relojito y la población era irrelevante en los importantes asuntos de Estado que los priístas resolvían como si fuesen personales. Muchos priístas siguen añorando ese pasado, aunque le cambiarían algunos detalles, sobre todo la capacidad de imposición del jefe máximo. No reconocen que, como en una bóveda, en el momento que se quita la piedra de toque, todo el edificio se viene abajo. El hecho es que el PRI -en su carácter de sistema de control y participación, gestión y negociación entre intereses- se desintegró el mismo dos de julio cuando perdió la presidencia. Independientemente de que el PRI algún día recupere la presidencia, el viejo sistema ya no es posible y mientras más tarden los priístas en abandonar esa fantasía, menor su capacidad de recuperar el poder.

El sueño de recobrar lo perdido mantiene a los priístas en un trance permanente: cómo relacionarse con el primer gobierno no priísta. Algunos consideran que cualquier cooperación, así sea ventajosa para el PRI, implica asistencia al enemigo, cuando no traición a la patria. Esa actitud, esa incapacidad de adecuarse al siglo XXI, ha sido en buena medida el origen del fracaso que caracteriza la relación ejecutivo-legislativo. Evidentemente, hay otros factores que interceden en esa problemática, incluyendo a más de un kamikaze del lado gubernamental, pero el problema de los priístas es más serio de lo que creen: su esmero por obstaculizarlo todo tiene el efecto de distanciarlos todavía más del electorado. En lugar de políticos avezados en conseguir el mejor arreglo para sus bases, siguen ignorando la necesidad de ampliar su base electoral, sin lo cual les será imposible ganar. Defender a líderes sindicales corruptos no es una manera inteligente de intentar recuperar el poder.

Los priístas gozan de criticar y evidenciar la inexperiencia e infortunios de la administración Fox. Esa “estrategia”, sin embargo, no puede tener mayor beneficio que el de afianzar sus bases permanentes, su voto duro, al estilo perredista, cerrando con ello cualquier posibilidad de atraer los votantes adicionales que serían cruciales para triunfar. ¿No sería más efectivo adoptar una estrategia exactamente opuesta: la de convertirse en el paladín del cambio y encabezar las reformas que el país requiere y que, con toda conciencia y alevosía, muchos priístas hoy rechazan? La gran ironía es que son los priístas, que siempre enaltecieron la llamada “institucionalidad”, quienes hoy actúan como esquiroles. ¿No será tiempo de que comiencen a pensar cómo recuperar el poder y actúen en consecuencia?

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Gobernar y consensar

Luis Rubio

Si bien la realidad política del país cambió de manera abrupta y definitiva con la derrota del PRI en el 2000, la política mexicana ha evolucionado hacia un híbrido que no es ni democrático ni autoritario, pero que ha acabado por someter las decisiones públicas a la voluntad del machete, la violencia y al absurdo afán de crear consensos imposibles. La ironía de nuestra realidad actual es que los viejos mecanismos de control autoritario han desaparecido, en tanto que no han surgido o consolidado aquéllos que normalmente se asocian con la vida democrática. Lo que cuenta es el poder puro, la fuerza.

En cierta forma, todo en el país conspira en contra de la construcción de un régimen político moderno y funcional. Los viejos gobiernos priístas, los de antaño, gobernaban con mano dura y no se tocaban el corazón para reprimir manifestantes o para encarcelar enemigos políticos. La ley se ajustaba a las necesidades del momento; los diputados y senadores alzaban el dedo siempre que se les solicitaba; los medios colaboraban sin chistar; las policías cometían atropello y medio, controlaban a los delincuentes y administraban la criminalidad y la población prefería voltear la cara antes de acabar siendo víctima de una vendetta. La economía crecía y todo parecía funcionar razonablemente bien. Los políticos -obviamente los priístas, pues el resto era, para fines de las decisiones que importaban, meramente decorativos- no tenían ni el menor incentivo para alterar sus formas o dudar de sus modos.

Las cosas comenzaron a cambiar en los sesenta y setenta, cuando los parámetros políticos y económicos se alteraron de manera definitiva. El movimiento estudiantil del 68 y, sobre todo, la manera violenta en que éste fue concluido, tuvo el paradójico efecto no sólo de deslegitimar el uso de la fuerza pública, sino de atemorizar a los propios políticos. Desde entonces, con algunas excepciones notables (como la llamada guerra sucia en los setenta), los gobiernos priístas temieron al uso de la fuerza pública y de ser acusados de represores. De esta manera, la dureza de los gobiernos de los sesenta y setenta acabó por provocar la debilidad creciente de los gobiernos priístas posteriores.

Lo paradójico y extraordinariamente peligroso del momento actual es que ese mito priísta que equiparaba el uso de la fuerza pública con represión, permeó al primer gobierno post-priísta, quien ya lo ha hecho suyo. Es evidente que en la medida en que las policías del país no sean totalmente reentrenadas y modernizadas, el uso de la fuerza pública para hacer cumplir la ley una de las funciones fundamentales de cualquier gobierno– será problemático y seguirá siendo justificable que el gobierno se muestre reticente en hacer uso de ese recurso. Sin embargo, esa reticencia tendría que estar acompañada de la convicción de que el uso de la fuerza es algo legítimo en un gobierno democrático. Al día de hoy, el gobierno rechaza el uso de la fuerza para hacer valer el orden, acepta que los machetes sean un medio legítimo para avanzar los intereses de diversos sectores de la sociedad y no ha hecho nada para ejercer una autoridad que legítimamente emanó de una elección indisputada, circunstancia que lo hace, o debería hacerlo, radicalmente distinto a sus predecesores.

Pero el problema, y la mitología, no se limitan al gobierno actual. El secuestro de un funcionario federal hace algunas semanas, por ejemplo, llevó a los tres principales partidos políticos a declarar que era imperativo atender las demandas de los secuestradores. La extorsión, ya sea en la forma de secuestros o machetes, se ha convertido en una nueva manera de hacer política. Ante la amenaza de violencia o inestabilidad, los políticos se olvidan, si es que acaso lo reconocen, que lo imperativo es construir las instituciones y formas de hacer política propias de la democracia y no las de ceder ante la menor amenaza o provocación. En la medida en que los políticos todavía gozan de alguna legitimidad porque sus similares argentinos, por citar un ejemplo extremo, ya la perdieron de manera definitiva- su responsabilidad fundamental reside en darle forma a una estructura institucional que empate con la nueva realidad política.

La paradoja del momento es, de esta manera, extraordinaria. Una porción abrumadora de la población mexicana incluyendo a muchos de los que no votaron por Vicente Fox- aplaudió el resultado electoral del año 2000, pero después de esto ni ciudadanos ni políticos se han preocupado por llevar a cabo los cambios que esa victoria requiere no sólo para hacer posible que el gobierno funcione con efectividad, sino también para evitar la violencia y la ingobernabilidad que a nadie convienen. En este contexto, se torna evidente el contraste entre nuestra realidad y la de otros países, como España y Chile, que lograron transiciones muy exitosas. En aquellos países, los gobiernos del antiguo régimen acabaron siendo mucho más conscientes de su responsabilidad que las últimas administraciones priístas, toda vez que, contra su mejor interés inmediato, crearon las instituciones que habrían de servir al menos de fundamento para la estabilidad e interacción políticas posteriores. En su afán por prolongar su reino, los priístas rechazaron todo avance institucional y prolongaron al máximo posible sus prebendas. El tiempo dirá si su estrategia de entonces, a la que se suma su actitud de rechazo a todo cuanto, en su pequeñez y puerilidad, podría ayudar al gobierno actual, les permite retornar al poder, pero el costo de su falta de visión de antaño y de hoy es ya desmesurado para el país.

Una explicación del comportamiento de políticos y partidos es que todos ellos se apegan a lo que les beneficia de manera directa y en el corto plazo. Esto es, los políticos, como todos los seres humanos, actúan de manera egoísta de acuerdo a los incentivos que tienen frente a sí. En la actualidad, todos esos incentivos les llevan a minar, estorbar y dificultar la evolución política del país. No importa el tema de que se trate, todos encuentran buenas razones para oponerse a la adopción de reglas de convivencia y, en general, a la institucionalización de la vida política. El tema de la llamada reforma del Estado, de suyo abstracto e indefinido, está empantanado por la búsqueda de ventajas de corto plazo que cada instituto político quiere para sí. Las iniciativas de ley más controvertidas están igualmente atoradas no porque sus méritos sean muchos o pocos, sino porque los partidos calculan cuál sería el beneficio o el perjuicio para el gobierno de la aprobación o rechazo de la misma. El punto es que prácticamente ningún político obtiene beneficio alguno por avanzar hacia la institucionalización política del país. Lo que es peor, la historia reciente les incentiva a todo lo contrario: a bloquear carreteras y organizar manifestaciones de macheteros, secuestrar políticos y amenazar con la violencia y la ingobernabilidad. Muchos políticos mexicanos se han vuelto funcionarios, diputados o alcaldes de día, y delincuentes políticos de noche. El país no puede avanzar de esta manera.

Lo que se requiere es un sistema político que empate el mejor interés de los políticos con el mejor interés del país. Un esquema de esa naturaleza haría que legisladores y políticos, funcionarios y peticionarios, encontraran pocos beneficios de actuar fuera del marco legal y castigos creíbles en caso de hacerlo. En la actualidad ocurre lo opuesto, no porque los políticos tengan mala fe o sean todos incompetentes, sino porque el sistema funciona al revés: premia la violencia y cede ante la extorsión. El mejor interés partidista y legislativo en la actualidad es negar la legitimidad del contrincante, ignorar a los votantes y a la población en general y cerrar los ojos ante la realidad. Nada les induce a pensar en el futuro.

Bajo esta lógica, no es casualidad que todo mundo apueste contra el gobierno. Es cierto que la sana competencia electoral conlleva una buena dosis de antagonismo y de cálculo sobre cómo restarle beneficios al contrincante a la vez que se maximizan los propios. Sin embargo, en el país hemos llevado esta lógica a extremos patológicos en donde el objetivo no es la convivencia sino la destrucción mutua. La pregunta es si hay algo que se pueda hacer al respecto o si, una vez embarcados en la lógica de la oposición a ultranza, tendremos que llegar a una crisis para poder reiniciar el proceso político desde el principio.

En este momento todos los partidos y políticos se encuentran haciendo su mejor esfuerzo para minar el futuro del país. De manera consciente o no, casi todo en la política mexicana conspira en contra de la estabilidad política y económica. A nadie parece importar el que el fracaso de unos constituya el fracaso de todos. En esto nadie se queda atrás, como ilustra el caso de los medios, que critican al presidente cuando, en un acto de pragmatismo poco común, reúne al PRI y al PAN para intentar lograr lo que es normal, natural y hasta elemental en una democracia: construir una mayoría legislativa.

La gran pregunta es cómo darle la vuelta a la situación actual. En ausencia del dictador capaz de imponer su voluntad, los políticos que hoy conspiran en contra de la estabilidad son los únicos con posibilidad de construir ese fundamento. En la vida democrática son las mayorías, y no los consensos, lo que hacen funcionar a un país. Pero cuando todavía no se alcanza la democracia, es imperativo lograr el consenso una vez, al menos una, para que sea posible que todos se sumen a un mismo proyecto. Hay que recordar que fue un consenso de inicio lo que hizo posible que el IFE se convirtiera en una entidad con credibilidad y autoridad. Exactamente lo mismo tiene que hacerse para adoptar el conjunto de reglas que hagan posible una convivencia política en la que el mejor interés de los políticos en lo individual corresponda al mejor interés del país. En lugar de desperdiciar el tiempo y el capital político en consensos absurdos e imposibles, lo urgente es construir ese consenso clave, para luego entrar de lleno en la lógica de las mayorías. El modelo del IFE sigue siendo el bueno.

 

Viejos y nuevos mitos

Luis Rubio

La ley y la costumbre establecen que el Informe anual de gobierno sirve para que el presidente explique la situación del país y dé un mensaje político. Algo de eso ocurrió el pasado domingo, pero la primera sesión ordinaria del Congreso también ofreció una ventana al estado que guarda la calidad de la vida legislativa en el país. Lo que se pudo observar es que hay avances muy importantes en el frente de convivencia y civilidad políticas, pero no así en los conceptos e ideas que animan a muchos de nuestros supuestos representantes. Más allá de las dificultades intrínsecas que enfrenta un proceso de transición y ajuste político tan complejo (y sin mapa) como el que nos ha tocado presenciar, la vida política mexicana está saturada de mitos que son tan dañinos que impiden al país prosperar. ¿Será posible desterrarlos en aras de nuestro desarrollo?

El segundo Informe del Presidente Fox evolucionó de manera casi normal. Luego de que por años estos actos, que antes solían llamarse solemnes, se caracterizaran más por el ruido, gritos e interpelaciones que por el mensaje o la información que vertían, el Informe de la semana pasada fue notable por el comportamiento razonablemente responsable de todos los involucrados. Desde luego que hubo algo de ruido, insultos y algunas pancartas, además de la retirada del contingente perredista luego del discurso presidencial; sin embargo, fue evidente el esfuerzo que todos los involucrados realizaron para darle seriedad a una sesión que hoy sirve para medir la temperatura de la civilidad política.

A pesar de los desplantes que tuvieron lugar, a nadie le puede quedar la menor duda de que los legisladores reconocen ya que el ruido, los desmanes y la incivilidad política tienen un costo frente a los electores. Mientras que hace un año los miembros del congreso se sentían propietarios de la sesión, hoy reconocen que la población los está observando. De hecho, en su primer Informe, cuando el presidente osó dirigirse a la población en lugar de limitarse expresamente a atender a su contraparte, el legislativo, la presidenta del congreso lo fustigó de manera severa. Esta vez fue notable el hecho de que, en sus discursos previos al arribo del ejecutivo, todos los partidos se dirigieron a la población en general. De esta manera, aunque la ceremonia tiene un palpable olor a naftalina y las formas son tan acartonadas que parecen haber sido diseñadas en algún soviet, los mexicanos podemos atestiguar que hay avances políticos importantes. En política, decía Jesús Reyes Heroles, la forma es fondo: los pequeños cambios de forma observados en el Informe, muestran un mar de cambios en el fondo.

Pero hay otra vertiente del Informe que no sólo no ha cambiado, sino que parece fortalecerse, si no es que retroceder. En sus aplausos y gritos, reclamos y gestos, los diputados y senadores mostraron una y otra vez su distancia, en ocasiones alarmante, respecto a la realidad. Aunque lo normal en la política democrática de cualquier país es atacar al contendiente, en ocasiones recurriendo al populismo más abominable, el Informe mostró a un congreso convencido de que la magia es posible, que la panacea existe y que cada uno de los partidos ahí representados tiene capacidades excepcionales para hacerla realidad. Más allá de la retórica partidista, la mitología política mexicana parece ubicua y nada sugiere que vaya a cambiar.

Tres temas planteados por el presidente merecieron el abucheo de los presentes en San Lázaro: los salarios reales, los recortes presupuestales y la soberanía. En los tres temas, muchos miembros del congreso fustigaron al presidente cuando escucharon algo contrario a lo que deseaban escuchar o tenían la certeza de que faltaba a la verdad (o, al menos a los prejuicios del legislador). Independientemente de que pueda haber perspectivas distintas o explicaciones diversas, todas ellas válidas, sobre cualquier tema, una característica que sin duda domina el debate legislativo es la ignorancia respecto a temas y variables fundamentales. Lo preocupante del asunto es que mientras no tengamos un entendimiento compartido sobre algunos de estos temas será imposible avanzar, independientemente de quién se encuentre en el poder.

En el debate sobre los salarios reales se confunden tres temas radicalmente distintos. El primero tiene que ver con el poder adquisitivo de los salarios; el segundo con el hecho de que hoy en el país existe una gran dispersión salarial y, en particular, que cada vez menos mexicanos perciben un salario mínimo. Finalmente, el tercer tema se refiere a lo fundamental: cómo elevar el ingreso de la población. En el debate político se mezclan estos temas de tal manera que es imposible dilucidar lo importante de lo banal y, sobre todo, encontrar soluciones realistas a los problemas del país. Nadie puede dudar que sería deseable observar un aumento en el ingreso promedio de la población; ciertamente, la mayoría de los mexicanos vive en condiciones paupérrimas. Sin embargo, la solución no reside simplemente en aumentar los salarios o transferencias, pues eso se traduciría de inmediato en inflación. De igual forma, cuando los diputados cuestionan con gritos y abucheos la afirmación presidencial de que los salarios reales se han elevado, en realidad están mostrando que sus deseos predominan por encima del análisis y la realidad. En la medida en que muchas negociaciones salariales como la del magisterio, el IMSS y la VW- se han traducido en incrementos muy por encima de la inflación, sobre todo ahora que ésta viene de bajada, los salarios reales efectivamente se han elevado. De hecho, los salarios reales en el sector manufacturero se han elevado tanto que ya hay muchas empresas que están contemplando cancelar sus operaciones o, en todo caso, realizar nuevas inversiones en otras latitudes, particularmente en China. Se trata de un problema por demás serio que amerita meditación, en lugar de abucheos, por parte de los señores legisladores.

Pero el punto medular es que no existe un consenso sobre los factores que podrían hacer posible la elevación del ingreso promedio de los mexicanos. Aunque un gobierno pueda elevar los salarios de sus empleados en un momento dado como ha ocurrido recientemente en diversas paraestatales-, la situación financiera de la federación es tan precaria que una acción en ese sentido pronto acabaría llevándonos a una crisis más. Mientras que en el pasado el gobierno tenía amplia latitud fiscal, hoy el presupuesto es por demás inflexible: una proporción abrumadoramente mayoritaria de los recursos de los que dispone el gobierno federal se transfieren a los estados (sin que medie ningún mecanismo de rendición de cuentas) o a pagar el servicio de la deuda. El margen de maniobra es casi inexistente. En este sentido, los reclamos que legisladores y partidos hacen al ejecutivo por los recortes presupuestales son, a final de cuentas, auto incriminatorias: hoy en día la federación tiene las manos atadas porque el propio legislativo ha dispuesto que transfiera enormes recursos a otros niveles de gobierno y por la falta de una reforma fiscal que eleve el ingreso y haga posible la consecución cabal de los objetivos del presupuesto. El punto es que, efectivamente, el país se está encaminando hacia un problema fiscal de largo plazo sin que los legisladores al menos lo reconozcan. Esa fue, precisamente, la actitud de los legisladores y gobernantes argentinos a lo largo de la década de los noventa, con consecuencias palpables, en forma violenta, para todos.

La gran pregunta que los mexicanos tenemos que hacernos y, confiadamente, algún día llegar a contestar al unísono, es cómo elevar el ingreso de la población. Aunque todo mundo tiene opiniones sobre la materia, los economistas hace tiempo que llegaron a una explicación que quizá no convenza a todos, pero que no por ello deja de ser absolutamente indispensable. Los ingresos reales, dicen los economistas, están directamente vinculados a la productividad. Es decir, los ingresos pueden elevarse más allá del aumento general de precios siempre y cuando se dé un aumento al menos igual en el número de bienes o servicios que se producen con cada peso invertido. En la medida en que se produce cada vez más con menos, los salarios se van elevando en términos reales. No hay magia al respecto ni necesidad de panacea alguna. La explicación de porqué países como Singapur o Corea se hicieron ricos justamente cuando nosotros nos empeñábamos en elevar el gasto público deficitario (las décadas de los setenta y ochenta), es precisamente porque en esas sociedades se dedicaron a elevar la productividad. La pregunta importante para la economía del país es cómo elevar la productividad; todo el resto es demagogia.

La productividad depende de tres factores fundamentales: la educación, la inversión y la infraestructura (física y legal). La educación es crucial, pues permite que una persona aprenda nuevas maneras de hacer las cosas, mejore los procesos existentes y se desarrolle en forma conjunta con el proceso productivo. Mientras que en Singapur y Corea los gobiernos vieron a la educación como la esencia del desarrollo, aquí nos perdemos en las luchas sindicales y las reivindicaciones históricas. Los resultados están a la vista: la educación que recibe la mayoría de mexicanos es de pésima calidad, además de ser inadecuada para el mercado de trabajo. La infraestructura, tanto física como legal, es un segundo componente vital de la productividad. Infraestructura que provea servicios de bajo costo y alta calidad se traduce en mayor eficiencia y, por lo tanto, mayor productividad. En México, sin embargo, consumidores y empresarios tenemos que lidiar con una infraestructura insuficiente y de mala calidad, con monopolios en sectores fundamentales para la competitividad, con altos costos en las comunicaciones, con delincuencia incontenible y una permanente inseguridad pública y legal.

Nadie debería sorprenderse del hecho de que la inversión productiva esté disminuyendo. Lo que no parece disminuir nunca son los mitos, pero ese es otro asunto.

 

Dos años

Luis Rubio

El día de hoy concluye, en términos políticos, el segundo año de gobierno del presidente Fox, un periodo caracterizado por dos fuertes tensiones que no han logrado conciliarse ni resolverse. La primera fuente de tensión surge de las expectativas que produjo un cambio promisorio, aunque indefinido, pero ciertamente inalcanzable en el corto plazo; por otra parte se encuentra la tensión que producen los desquicios provocados por una nueva realidad política que no encuentra correspondencia en las instituciones encargadas de hacer posible el desarrollo del país. Al término de estos dos años (la tercera parte crítica del primer gobierno posterior a la era priísta), el país se encuentra en una grave tesitura: aunque hay un gobierno que, contra todo pronóstico, ha logrado avanzar en algunos frentes, sigue sin contar con claridad de rumbo. A dos años de las elecciones que cambiaron a México, el gobierno se encuentra ante el reto de imprimir un sentido de dirección a su gestión para efectivamente sentar las bases de un nuevo camino para el desarrollo del país; de lo contrario, corre el riesgo de acabar muy mal.

Se trata de un reto difícil y complejo porque nadie puede anticipar que le depara el futuro al presidente Fox. Al gobierno actual le ha tocado actuar en un contexto mundial inédito por su complejidad. De la misma manera, en el ámbito interno, el cambio difícilmente pudo haber sido más profundo, aunque a muchos en ocasiones les parezca inexistente. El solo hecho de que el presidente ya no pueda imponer sus preferencias sobre el congreso constituye una transformación radical del sistema político mexicano. No menos importantes y trascendentes son los conflictos ajenos con los que el presidente tiene que lidiar cotidianamente, como las disputas internas en el PRI  que, irremediablemente, tienen un enorme impacto sobre la relación entre los poderes públicos y sobre su propia gestión. Se trata de un gobierno que opera en circunstancias internas y externas muy nuevas, pero sin la experiencia y habilidad que éstas exigen. La pregunta es si sabrá cómo salir de la esquina en que se encuentra acorralado.

Nadie puede dudar de que al nuevo gobierno le tocó bailar, como reza el dicho, con la más fea. En particular, hay tres circunstancias nuevas, en buena medida inéditas, que han determinado su realidad.  Primero, los atentados terroristas contra Estados Unidos el año pasado retrasaron la recuperación de la economía norteamericana, haciendo mucho más difícil, en esta era de globalización, la reactivación de la actividad económica nacional; a diferencia de otros episodios recesivos en el pasado, éste tiene su origen en el exterior. En segundo lugar, la crisis corporativa que afecta a innumerables empresas extranjeras ha tenido un fuerte impacto tanto en la inversión en general como en la inversión hacia el país. Además, no hay duda que el gobierno y el congreso han fallado en avanzar reformas clave, sobre todo en materia fiscal, que nos permitirían acelerar la reactivación económica, pero tampoco puede haber duda de que aun en las mejores condiciones, el peso de la realidad externa nos haría de todas maneras padecer la situación recesiva actual. En tercer lugar, es imposible cerrar los ojos ante lo que sucede en el sur del continente, donde, con la sola excepción de Chile, todos los países parecen empeñados en infringir el mayor daño posible a sus poblaciones a través de malas decisiones y un incontenible populismo.

Si las circunstancias han sido particularmente difíciles, no menos importantes han sido las deficiencias que han caracterizado al propio gobierno, que han acabado por echar por la borda intenciones por demás encomiables. El gobierno del presidente Fox vino acompañado del deseo de imprimirle una ética al servicio público; de esta manera, como gente buena y razonable, muchos miembros del gabinete han intentado cambiar la manera de hacer las cosas en el en su actuar cotidiano. El tiempo dirá si esa nueva manera de funcionar transforma al servicio público; sin embargo, lo que ha sido más visible y está teniendo repercusiones en este momento es la profunda incapacidad del gobierno de comprender la complejidad de la vida pública y política e incluso la naturaleza de sus interlocutores en el otro lado de la mesa, así como los intereses que se han colado en el corazón de la estructura del nuevo gobierno. Ciertamente, la corrupción que no se acaba con las buenas intenciones.

Junto a su idealismo, el nuevo gobierno hizo suyos un sinfín de mitos que ahora le están costando mucho al gobierno y al país, sobre todo el de una presidencia excesivamente fuerte y la urgencia de profundizar el federalismo.  La realidad es que una vez cercenada la vinculación entre el PRI y la presidencia, lo notable no es la fortaleza de esa institución, sino su extrema debilidad. Por su parte, la mayor descentralización fiscal, no sólo ha debilitado las finanzas públicas y creado riesgos de crisis que antes eran menores, sino que ha provocado una nueva realidad: gobiernos estatales ricos, pero sin ninguna obligación de rendir cuentas, frente a una federación pobre a la que todo mundo exige más.

Por encima de todo, el gobierno ha adolecido de la falta de rumbo. Claramente, el presidente tiene una visión muy desarrollada del México que quisiera contribuir a construir, pero no existe una conexión directa entre el objetivo –la visión-  y la vida cotidiana. Es decir, no existe un proyecto claramente articulado y un eje que coordine a todos los componentes de la administración. Si bien lograr una coordinación efectiva es difícil en cualquier gobierno, la naturaleza de la coalición que formó el hoy presidente Fox para poder ganar la presidencia se tradujo, al menos parcialmente, en un gobierno disperso, compuesto por individuos con intereses y objetivos difíciles de conciliar entre sí y, en ausencia de un eje rector y de una capacidad para disciplinar a cada uno de ellos, el resultado ha sido por demás pobre. Baste observar el ocaso del nuevo aeropuerto –un buen ejemplo de la incapacidad para actuar y resolver conflictos, así como para identificar responsables- para llegar a la inevitable conclusión de que el gobierno requiere de una transformación casi tan grande como la del propio país.

Más allá de las difíciles circunstancias internacionales y de la descoordinación interna, quizá el tema que más escabroso para la nueva administración ha sido el de su relación con el PRI. El resultado que arrojó la elección del 2000 creó un contexto político sumamente complejo, toda vez que los votantes no le concedieron al partido del presidente una mayoría legislativa. De esta manera, el nuevo gobierno pronto se halló ante la pregunta de cómo relacionarse con el PRI, su tradicional contrincante político, pero también una pieza necesaria para la aprobación de sus iniciativas en el congreso. A la fecha, el gobierno ha sido incapaz de definirse en esta materia, acabando en el peor de los mundos: por una parte no se ha decidido a romper con el PRI, pero sus titubeos tampoco han ayudado a que juntos avancen su agenda legislativa. Aunque los problemas internos del PRI son enormes, las vicisitudes del propio gobierno han servido de pantalla para ocultarlos, para beneficio del propio partido. De la misma forma, el gobierno todavía no toma una decisión sobre cómo manejar el pasado o en qué medida adoptar una política agresiva al respecto. A poco menos de un año de la próxima elección federal, estos dilemas siguen impidiéndole definirse más allá del hecho, nada pequeño, de haber derrotado al PRI.

El momento político actual, en particular el simbolismo de haber concluido la etapa en que tradicionalmente se sientan las bases de todo gobierno, deja al presidente Fox ante un panorama de oportunidades y posibilidades que tendrá que ir asumiendo en los próximos meses. Independientemente de que el Senado no cambie, es evidente que las elecciones del próximo año van a ser cruciales tanto para el PRI como para el PAN, pero sobre todo para el presidente Fox. Mucho de lo que se haga o deje de hacerse dependerá de los meses próximos y del resultado que arroje la contienda electoral.

Lo que nadie puede anticipar con certeza es cómo va a terminar el sexenio. Existe la tentación de confiar en que el hecho de haber derrotado al PRI constituye una garantía de trascendencia que hace irrelevante la urgencia de cualquier cambio a la realidad actual. El problema es que se trata de una apuesta por demás riesgosa, sobre todo porque no ocurre en un vacío, sino en el contexto de toda una región que parece orientarse inexorablemente hacia el cadalso. Cualquiera que observe lo que ocurre en el sur del continente, desde Colombia hasta Argentina, pasando por Venezuela, Perú y Brasil, no puede más que concluir que existe una vocación casi irrefrenable por la autodestrucción. Uno a uno, prácticamente todos esos países han evidenciado una total incapacidad de enfrentar sus problemas, tomar las decisiones urgentes y crear las condiciones necesarias para salir adelante. En algunos casos, como en Argentina, los políticos son reacios a modificar sus patrones de comportamiento fiscal en aras de retornar a la estabilidad; en otros, como en Venezuela, el caudillismo retornó sin contrapesos. Brasil y Perú muestran una tendencia al deterioro sin que nada parezca capaz de detenerlo, en tanto que Colombia se consume en la violencia, el narcotráfico y las guerrillas.

La realidad mexicana es ciertamente distinta a la de nuestros vecinos en el sur, pero la incapacidad de tomar decisiones y la ausencia de rumbo, un tanto culpa de la estructura institucional que ya no funciona y otro tanto del gobierno que no se organiza, amenaza con hacernos sucumbir. Hoy es un día clave para el país porque el presidente tiene la oportunidad, quizá la última, de dar el golpe de timón que prometió pero nunca logró consumar luego de su histórico triunfo en julio del 2000. Lo imperativo es restaurar la esperanza que el hoy presidente Fox generó entre los mexicanos, pero esta vez de la mano de una estrategia idónea para hacerla realidad.

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Electricidad: ¿para cuándo?

Luis Rubio

Imposible minimizar el problema energético del país. Si uno sigue las tendencias actuales, en unos cuantos años la falta de inversión en el sector nos va a alcanzar. En esto no hay grandes disputas: hasta los perredistas más recalcitrantes reconocen la existencia del problema. Las diferencias comienzan con las propuestas de solución, sobre todo en un tema muy específico: la función del gobierno en el desarrollo eléctrico y, en general, del país. Tarde o temprano, las propuestas acaban anegadas en el tema de soberanía. Al margen de las preferencias de carácter político o ideológico, todos los involucrados en la controversia eléctrica saben bien que el problema no es de soberanía sino de intereses. Por ello quizá fuera más productivo comenzar por reconocer la otra vertiente del problema eléctrico: la presupuestal.

La dimensión presupuestal del desafío eléctrico está en el corazón de todo el debate. Si el gobierno tuviese acceso infinito a recursos, el debate eléctrico tendría características muy distintas a las actuales, pues se discutirían temas de eficiencia, calidad del fluido y productividad en materia eléctrica, más que de abasto suficiente para cubrir la demanda que el crecimiento económico naturalmente va generando. Pero la realidad es que el gobierno no tiene recursos infinitos sino presiones crecientes sobre su presupuesto. De hecho, el gobierno no tiene recursos ni para mantener la operación cotidiana del aparato gubernamental o burocrático; de otra manera no se explicarían los recortes frecuentes al gasto. Por ello, lo que proponen quienes se oponen a cualquier cambio en el régimen legal que regula al sector eléctrico no es solución, pues parte de la premisa de que existen los recursos públicos suficientes para poner al día al sector o, en todo caso, que se puede pasar la factura a la población, cobrándole tarifas sensiblemente superiores a las del resto del mundo y a las que pagan empresas de otros países que compiten directamente con las nuestras.

Desde esta perspectiva, la negativa a discutir con seriedad las opciones potenciales para enfrentar el problema eléctrico entraña graves consecuencias para el desarrollo del país. Lo más peculiar es que los legisladores (y partidos) que sostienen una oposición a ultranza a la modificación del régimen eléctrico (y que dan por hecho que no hay limitaciones de recursos) son exactamente los mismos que hace unos meses rechazaron una reforma fiscal que hubiera al menos relajado la presión sobre las cuentas fiscales. De esta manera, los legisladores que manifiestan una oposición a ultranza a toda reforma no sólo han ido orillando al gobierno mexicano a un potencial precipicio fiscal, sino que demandan que éste gaste más. Como ninguno de esos legisladores es tonto o incompetente, lo obvio es que hay otros intereses detrás de semejante serie de contradicciones.

El problema energético tiene dos dimensiones.  Por un lado se encuentra el hecho de que no se está invirtiendo lo necesario para asegurar que no haya apagones en unos cuantos años y esto tiene un costo que rebasa la frontera del tema energético. Sin inversiones masivas, la economía mexicana no va a poder crecer lo suficiente como para asegurar un desarrollo económico estable, condición sine qua non para la creación de empleos y la elevación de los niveles de vida. Este tema no es trivial. En los últimos años se suspendieron diversos proyectos de inversión que, por la magnitud de sus necesidades de fluido eléctrico, como es el caso de la producción de acero, requerían de una certidumbre absoluta respecto a la disponibilidad de la energía; al no existir esa certidumbre optaron por buscar otros destinos. Si a la ausencia de certidumbre en esta materia se suman los riesgos que inversionistas y empresarios nacionales y extranjeros perciben, después de la patética decisión de suspender el proyecto del nuevo aeropuerto, el problema económico y, por lo tanto, social del país puede salir de control.

La otra dimensión del problema eléctrico es esencialmente presupuestal. Históricamente, el gobierno realizó o garantizó todas las inversiones en materia eléctrica. Hace años, las inversiones las realizaba el gobierno de manera directa a través de la Comisión Federal de Electricidad; más recientemente, en la medida en que los avances tecnológicos permitieron reducir la escala de las inversiones requeridas, la CFE avaló diversas inversiones en generación de electricidad (a través de lo llamados Pidiregas) y se constituyó en el principal consumidor de la electricidad generada por empresas privadas. En uno u otro caso –inversiones directas o garantías gubernamentales-, el gobierno siguió aportando los recursos o comprometiendo su crédito para asegurar el abasto. El esquema funcionó por varios años pero ahora enfrenta dos limitantes económicas y otra legal. Los impedimentos son muy simples: por un lado, el gobierno no cuenta con los recursos para invertir y sus pasivos contingentes son muy elevados (pues incluyen, por ejemplo, los propios Pidiregas así como el pago de pensiones ya comprometidas por el IMSS y el ISSSTE, pero sin que jamás se hayan constituido las reservas correspondientes); por el otro, los propios inversionistas encuentran tan obtuso y complejo el mecanismo de inversión que actualmente existe que son cada vez más renuentes a proseguir por esa vía. De cualquier forma, sea cual fuere la preferencia de los inversionistas, la reciente decisión de la Suprema Corte de Justicia en esta materia hace imposible, para todo fin práctico, continuar con los esquemas de los últimos años.

Más allá de las características y disquisiciones de carácter regulatorio, económico o práctico que caracterizan al sector eléctrico, se encuentra el complejo y controvertido tema filosófico y político del desarrollo económico, sobre todo en lo referente al papel que debe tener el gobierno en esa materia. Muchas personas de buena fe parten del principio de que existen sectores y actividades que deben estar firmemente sujetos al control gubernamental y el eléctrico, como el petrolero, son dos por demás obvios en nuestro país. Desde esa misma perspectiva filosófica, la pregunta relevante es qué quiere decir control: ¿el control implica que todo lo relativo al sector debe ser llevado a cabo por el gobierno? o ¿se trata exclusivamente del control estratégico, es decir, de las decisiones de inversión, de la asignación de contratos, de la supervisión de los actores e inversionistas y de la resolución de disputas? El tema es fundamental, pues si de lo que se trata es de un monopolio integral, entramos de lleno al problema presupuestal antes mencionado, por no hablar del de corrupción que ha estado asociado históricamente con ese control. Uno es indistinguible del otro.

Nadie en su sano juicio puede suponer que un sistema eléctrico puede funcionar sin la existencia de una autoridad regulatoria fuertemente arropada para cumplir su cometido. Esa entidad y autoridad reguladora debe estar debidamente constituida y sus criterios de acción cuidadosamente analizados, a fin de que ejerza su autoridad eficazmente y evite caer en las faltas y aberraciones que se ven con frecuencia en sectores como el bancario y de telecomunicaciones, o en el eléctrico en otras latitudes. En este sentido, quienes se oponen de entrada y sin la menor pretensión de análisis objetivo a cualquier esquema de liberalización o son unos irresponsables, o su verdadero propósito es proteger a intereses políticos y sindicales que se esconden detrás del statu quo.

Mucho más importante que los intereses particulares de los legisladores es el tema de si el gobierno debe subsidiar la generación de electricidad (o, en otros términos, alimentar la corrupción que existe en el sector), en lugar de privilegiar las actividades y sectores en los que nadie o muy pocos están interesados en participar o que, como en la educación pública, la salud, la seguridad pública y la lucha contra la pobreza, son (o deberían ser) la esencia de la actividad gubernamental. La verdadera pregunta que debemos hacernos los mexicanos es si el gobierno está ahí para preservar los grupos e intereses del viejo sistema político, algunos de los cuales se escudan detrás del monólogo legislativo en materia eléctrica, o si debe concentrar sus esfuerzos y gasto en los asuntos de esencia. Hasta ahora, la respuesta ha sido un tajante sí para lo primero y un igualmente definitivo no para lo segundo.

Al día de hoy existen tres iniciativas de ley en esta materia. Ninguna de ellas responde al desafío eléctrico de manera integral y no parece que los partidos políticos estén dispuestos a llegar a los acuerdos necesarios para asegurar el abasto futuro. Las iniciativas del PRI y del PRD parten del principio de que es imperativo echar para atrás las pocas reformas de los últimos años, aunque una de ellas haría lo necesario por restablecer la legalidad a las inversiones que ya se hicieron, luego del fallo de la Corte. Por su parte, la iniciativa del ejecutivo, aunque liberalizadora en su contenido general, es significativa por los rubros que no toca (como el gas, insumo central para la generación eléctrica en la actualidad, así como por la excesivamente modesta competencia que propone para el sector) y, sobre todo, porque constituye una propuesta inviable en el contexto político imperante. Más importante, es una iniciativa que de aprobarse, no resolvería el problema de fondo. Sin un esquema que garantice la fortaleza e independencia de la entidad reguladora, todo el planteamiento es estéril.

El debate legislativo, que seguramente será un diálogo de sordos, se va a concentrar en el único tema que no está de por medio: la soberanía. El meollo del asunto eléctrico reside en la certidumbre del abasto futuro y en la independencia y fortaleza de la entidad gubernamental que se dedique a asegurar la suficiencia de las inversiones y la integridad de los inversionistas. El día en que esos temas hayan sido resueltos, los legisladores podrán estar seguros de que no provocaron ni apagones ni la quiebra virtual del gobierno. Todo el resto es pirotecnia retórica.

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¿Ahora hacia dónde?

Luis Rubio

En uno de sus más famosos, y reveladores, exabruptos, José Stalin, a la sazón el dictador más famoso del mundo, despreció la autoridad moral del Papa Pio XII con la pregunta “¿cuántas divisiones comanda?” Para aquellos que apreciamos el poder de una idea, y que vemos más allá del materialismo vulgar intrínseco en esa expresión, nada parece ser más dulce e inspirador que el poder atestiguar la manera en que la democracia -o, al menos, su posibilidad- ha llevado al basurero de la historia a personajes como el propio Stalin y sus sucesores. La Rusia de hoy enfrenta los problemas inherentes a una democracia incipiente e inmadura y sin referente histórico o práctico que pueda servir de guía para su trasformación cabal en una sociedad democrática y productiva. Las democracias no se construyen de la noche a la mañana y el devenir de Rusia, a lo largo de la última década, muestra las vicisitudes que produce la herencia autoritaria del pasado y la ausencia de una estructura económica fuerte y saludable. En esas circunstancias, cada paso que se da tiene enormes implicaciones –buenas o malas- para el futuro. Algo similar se puede decir del México de hoy.

La democracia mexicana es algo nuevo y, sin embargo, parece experimentar muchas de las vicisitudes y problemas de las viejas democracias, a la vez que parece incapaz de ofrecer soluciones a los problemas cotidianos de la población. Se trata de una nación que comienza a experimentar la política competitiva ya no sólo en las urnas –donde hay buenas experiencias en las últimas dos décadas-, sino también en la actividad gubernamental del día a día. La incapacidad de los políticos –y de los poderes públicos- de ponerse de acuerdo habla por sí misma, pero los problemas son mucho más amplios y profundos.

El cambio político que ha venido acompañando tanto el nacimiento de la democracia como el fin del corporativismo, no se ha traducido en el desarrollo de instituciones que permitan dirimir diferencias, resolver conflictos y encontrar medios de convivencia satisfactorios para las partes en disputa. Más bien, la nueva forma de convivencia política parece ser la del desacato, la resolución de conflictos a través de la violencia y otros medios no institucionales, así como la organización de frentes políticos que aprovechan conflictos locales para avanzar agendas nacionales. Se trata de afrontas directas a la democracia, a la estabilidad y a la paz social.

Los conflictos no son nuevos. De hecho, las disputas por la tierra son ancestrales y se han manifestado de diversos modos a lo largo del tiempo. En su etapa más autoritaria, los conflictos simplemente no se resolvían o se perpetuaban, por décadas, en los tribunales agrarios; con frecuencia éstos se manifestaban de manera violenta, como lo registran las matanzas en Chiapas, Oaxaca, Tejupilco y otras localidades. Lo nuevo no son las disputas, en este caso por la tierra, sino en que éstas estén adquiriendo dimensiones nacionales. La nueva realidad política ha abierto espacios para que cualquier decisión que se perciba como un agravio, se torne en una disputa de naturaleza épica en la que todos los interesados en modificar el orden establecido se reúnen y organizan para sacarle provecho y convertirla en un casus belli.

Chiapas fue quizá el primero de los conflictos que siguió este patrón. Si bien en la problemática chiapaneca existe un referente directo en la posesión de tierras, el conflicto iniciado en 1994 trascendió con mucho el ámbito local. El conflicto interno de la UNAM y la toma de la institución en 1999, siguió un esquema similar. Algo semejante ocurrió en Atenco, sitio en el que se habría de construir el nuevo aeropuerto de la ciudad de México. En todos y cada uno de estos casos, el fenómeno local se transformó en un conflicto nacional en el que prácticamente no había soluciones posibles, mucho menos soluciones negociadas, en tanto que la negociación implicaba que el gobierno cediera de antemano ante el chantaje y la extorsión. Por diversas razones, el caso de Chiapas nunca se resolvió de manera directa, aunque las elecciones del 2000 fueron suficiente para desalentar el financiamiento desde el exterior que lo mantenía vivo, lo que para todo fin práctico bajo su perfil hasta casi desaparecerlo. El caso de la UNAM se resolvió con una acción gubernamental que, de no haber sido tan tardía, habría establecido un nuevo patrón de respeto a la legalidad y el orden establecido. El caso de Atenco acabó abriendo una nueva caja de Pandora, con consecuencias potencialmente catastróficas.

El desenlace de la disputa en torno al proyecto del nuevo aeropuerto en Texcoco tiene tres componentes cruciales. Primero que nada se encuentra la total incapacidad del gobierno –federal y del estado de México- para prevenir una situación totalmente anticipable. En segundo lugar, revela la existencia de actores políticos decididos a tomar el poder por la vía legal o por cualquiera otra; es decir, reconocen y respetan la democracia cuando les favorece, y la desacreditan cuando los ciudadanos con su voto parecen no comprender la trascendencia de la causa que anima su proceder. Finalmente Atenco evidenció la inexistencia de vías de interacción política que permitan la resolución de disputas dentro de un marco institucional al que todos los involucrados se ciñan y respeten, y a cuya resolución (o fallo si se trata del poder judicial) se sometan. La manera en que se dio fin a la disputa sugiere que habrá muchas más en los próximos meses y años.

La incompetencia del gobierno fue patente en tantos frentes que es imposible ignorarla. Una vez tomada la decisión respecto a la localización del nuevo aeropuerto, los gobiernos federal y del estado de México se sentaron en sus laureles. En lugar de indemnizar de inmediato y de manera generosa a los propietarios de las tierras, nadie hizo nada.  La Contraloría definió un valor de la tierra que nada tenía que ver con las expectativas que naturalmente generaría la instalación de un aeropuerto: todos hablaban de riqueza ilimitada, pero a los propietarios de las tierras, la mayoría de los cuales estaba en al mejor disposición de vender, se les pagaría algo ridículo por el metro cuadrado. La experiencia internacional en esta materia es tan abundante que resulta increíble que nadie en el gobierno federal o estatal la tomara en cuenta. En los sesenta, cuando se construyó un enorme número de aeropuertos, los únicos países que evitaron conflictos por la tierra fueron Estados Unidos y Francia. Estados Unidos porque tienen resuelto el problema de los derechos de propiedad y Francia porque el gobierno optó por pagar de manera tan generosa que acalló con anticipación todo reclamo. No fue ese el caso de Malpensa en Milán o Narita en Tokio, en donde las disputas se prolongaron por décadas.

Quizá lo peor del desempeño gubernamental en los meses que siguieron al anuncio del proyecto fue que nadie defendió el proyecto, nadie intentó convencer de las bondades del mismo y nadie lo hizo suyo. En lugar de sumar, se dedicaron a observar; en vez de convencer, dejaron que el proyecto se hundiera en un mar de conflictos que dejan a la ciudad sin aeropuerto y a los habitantes de la zona sin oportunidades de progreso futuro. El punto es que el gobierno cedió el terreno a su oposición y jamás intentó liderar un esquema de cambio y transformación. Si esa va a ser la tónica de su actuar, es evidente que pocos serán los proyectos que pueda avanzar.

Mucho más preocupante es la persistencia de actores que si bien profesan su respeto por la democracia, en la realidad la aprovechan como medio para llegar al poder, pues siguen prestos y dispuestos a enarbolar cualquier bandera radical si eso sirve a su proyecto estratégico. Por supuesto que no es inusual que se intente explotar un conflicto político para sacar ventaja del mismo, pero el recurso a la extorsión, el secuestro y la tolerancia de manifestaciones armadas en medio de la ciudad de México son muestra fehaciente de un proyecto político que no concibe a la ley, o a un gobierno legítimamente electo, como limitantes.

Detrás de éste y otros conflictos es palpable la debilidad de nuestras instituciones. Todos los actores en este drama, desde los campesinos más modestos hasta los funcionarios federales más consolidados se encontraron en algún momento sin instrumentos institucionales que ofrecieran una salida al conflicto. La impunidad de los actores fue flagrante. Nadie fue responsable de nada: ni del fallido proyecto, ni del sinnúmero de delitos que en el camino se cometieron. La ley no existe y las instituciones brillan por su ausencia. Quizá lo peor de todo es que entre los legisladores más vociferantes no parece haber muchos dispuestos a reconocer los riesgos que estas circunstancias entrañan para el futuro, independientemente de quién esté en el gobierno.

El desenlace abre la caja de Pandora porque pinta a un gobierno desesperado, incapaz de convencer o hacer efectiva su legitimidad. No sólo permitió que las disputas alcanzaran niveles de violencia extremos, sino que, al ceder de manera impulsiva, creó un incentivo por demás perverso: permitió que se le tomara la medida. De hoy en adelante quien quiera avanzar su causa sabe que el gobierno federal tolerará cualquier incidente, permitirá cualquier disputa y cederá ante la menor provocación. El riesgo es que el país acabe infestado de conflictos que nadie pueda parar. El riesgo para el presidente es inconmensurable, razón por la cual tiene que ser revertido.

Ninguna decisión es definitiva en la historia; sin embargo, el gobierno el presidente Fox ha creado una trampa por demás peligrosa. A menos de que corrija el rumbo, los incentivos que ha ido creando en el camino pueden acabar con la administración y, retomando el símil ruso, con la viabilidad de la democracia mexicana. Por poderosa que sea la idea de la democracia, su éxito requiere de la existencia de instituciones fuertes y consolidadas, algo de lo que nuestro país adolece en la actualidad. Sólo con ellas será posible convertir a la elección del 2000 en referencia obligada para todos los actores políticos. Sin eso, la democracia no dejará de ser más que una idea, por demás vulnerable.

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Súbditos y ciudadanos

Luis Rubio

Nadie puede negar que, a lo largo de los últimos años, el país ha experimentado cambios dramáticos, en todos los órdenes. Pero un ámbito en el que el cambio ha sido sumamente pequeño y limitado es quizá el más importante de todos: el de los ciudadanos. Los mexicanos, tradicionalmente vistos y tratados como súbditos, han alcanzado derechos nada despreciables, como el voto, pero no tienen capacidad de hacer valer otros derechos que le son inherentes en todas las democracias serias. El tema es más profundo y relevante de lo aparente, pues de la existencia de una ciudadanía sólida y comprometida depende la viabilidad política del país en el mediano plazo e, incluso, la capacidad de crecimiento de la economía. Se trata de un punto neurálgico y de un momento crítico en la consolidación política del país.

La ciudadanía consiste en un equilibrio precario entre derechos y obligaciones. No hay uno sin el otro. No se puede ser ciudadano si no se aceptan las obligaciones que esa identidad entraña, y no se pueden reclamar derechos si no se reconoce el intercambio natural y lógico de éstos por responsabilidades. El hecho de que muchos mexicanos demanden beneficios pero no estén dispuestos a responsabilizarse de sus actos, es una muestra fehaciente de la ausencia de esa vivencia ciudadana. Sobran ejemplos de lo anterior: desde los “universitarios” que queman la puerta de la rectoría y esperan que sus actos queden impunes, hasta el señor que “renta” un espacio de estacionamiento en la vía pública como si se tratara de una conquista bien ganada, sin saltarnos a quienes con éxito extorsionan al gobierno, como en el caso del nuevo aeropuerto. Los reclamos para que el gobierno provea de servicios, como electricidad y agua, de manera gratuita o mediante un cobro simbólico, es otra manifestación del mismo problema. Pero el más común e ilustrativo de todos es el que se demande al gobierno todo tipo de satisfactores, pero sin asumir la contraparte de lo anterior, el pago de impuestos. Es decir, un buen número de mexicanos sigue percibiéndose a sí mismo como súbdito y derechohabiente, no como ciudadano. El reto, entonces, es avanzar y darle plena vigencia a la ciudadanía.

A pesar de lo anterior, no son desdeñables los avances que se han registrado en materia de ciudadanía. La libertad de expresión, con todo y el libertinaje de que en ocasiones ha venido acompañada,  el acceso a los medios de comunicación, elecciones cada vez más competidas y el voto mismo, no son avances pequeños ni irrelevantes. Pero, por importantes que sean, no serán suficientes en tanto que los derechos y las obligaciones sigan siendo parciales, discrecionales e independientes unos de los otros. Para que emerja una ciudadanía plena será necesario que también los derechos y las obligaciones sean plenos, transparentes y simultáneos. Nada menos que eso será suficiente.

Pero quizá el meollo del asunto tiene menos que ver con el hecho  de que exista una disparidad entre derechos y obligaciones o, peor, que de facto no se acepte ni se reconozca el vínculo necesario e inevitable entre unos y otros, que con la dificultad política para consolidar la ciudadanía en el país. En otras palabras, no es obvio de qué o de quién dependa el avance de la ciudadanía. Es evidente que ningún gobernante o político  va a ceder espacios, poder o facultades por el mero prurito de construir una democracia. Baste recordar algunas de las más obvias y violentas etapas de la historia mundial, comenzando por la Revolución Francesa, para atestiguar que la construcción de una ciudadanía en forma no necesariamente ocurre en forma natural, evolutiva o negociada. Así como ha habido transiciones verdaderamente tersas –como en España, Portugal o la entonces Checoeslovaquia- también las ha habido violentas, disruptivas e inconclusas.

El común denominador de la mayor parte de las naciones en que la democracia y la ciudadanía han echado raíces, sobre todo en el último siglo, es el acuerdo entre las partes. Los españoles, a pesar de sus diferencias -en ocasiones abismales por la historia de la guerra civil de los años treinta- no sólo acordaron respetarse, sino que partieron de la premisa de que no había actores ilegítimos ni unos eran más respetables que otros. Una vez aceptado ese principio fundamental, fue posible sentar las bases de un acuerdo político que, poco a poco, se fue traduciendo en libertades civiles, así como en el ejercicio cabal de los derechos y obligaciones ciudadanos.

Nuestra historia hizo imposible avanzar en torno a un pacto político. Por años, sucesivos gobiernos se abocaron a llevar a cabo reformas, sobre todo en materia económica, cuyo objetivo explícito era el de hacer posible un crecimiento sostenido de la economía en el largo plazo. Desafortunadamente, las reformas económicas, por necesarias y legítimas que sin duda fueron, vinieron acompañadas de un objetivo ulterior, éste de carácter político. Los gobiernos emanados del PRI a partir de 1982 reconocieron la urgencia, la necesidad imperiosa de reformar a la economía, pero su objetivo subsidiario fue el  asegurar la permanencia del sistema político. Es decir, a pesar de que muchos funcionarios gubernamentales, incluidos algunos de los hoy expresidentes, reconocían el vínculo inevitable entre reformas económicas y políticas, sus acciones revelaban su deseo y expectativa de lograr simultáneamente las dos  cosas: el crecimiento económico y el control político.

Mucho del desaseo de los procesos políticos que vivimos en la actualidad tiene que ver con ese “pecado de origen”. Aunque hubo reformas importantes en materia política, comenzando por la electoral, todas esas se hicieron a regañadientes y contra la voluntad mayoritaria de los priístas que veían en ese proceso un camino directo al infierno. De esta manera, en lugar de negociar un proceso de cambio pactado a largo plazo, el país ha vivido una guerra política interminable en la que cada uno de los partidos políticos percibe todo en términos de un juego de suma cero: una ganancia para mí implica necesariamente la derrota de mi contendiente, y viceversa. La guerra de trincheras ha sido improductiva, desgastante y contraproducente. La inseguridad pública y jurídica que caracterizan al país son sin duda subproductos de la incapacidad de las fuerzas políticas de ver hacia adelante.

Pero el hecho de que tres sucesivas administraciones hubieran hecho todo lo posible, dentro de su limitada visión, para consolidar una base de crecimiento económico sin perder el poder, no se tradujo en una parálisis total en el ámbito político, como sí ha ocurrido en algunas naciones asiáticas. En realidad, el problema político en México responde a la manera en que los cambios políticos fueron realizados: éstos fueron arbitrarios, parciales y limitados. Se cambiaba tanto como fuese indispensable y nada más. Aun así, sería imposible explicar el triunfo de Vicente Fox en el 2000 de no ser por lo que sí se alcanzó a transformar. Esto es, a pesar de la falta de planeación y previsión, se sentaron las bases de procesos electorales limpios y creíbles, de una prensa más libre y, en general, de medios menos sujetos al control gubernamental, lo que en conjunto hizo posible el reto frontal que montó el hoy presidente. Otra manera de ver lo mismo es observando el caso de Cuba. El gobierno cubano ha sido perfectamente claro en cuanto a que cualquier cambio, por pequeño que sea, puede implicar una rendija tan grande como la que acabó con la URSS o con el monopolio del PRI en el poder.

Si uno mira hacia atrás, los cambios en la relación entre gobernantes y gobernados han sido enormes; pero resulta curioso observar la naturaleza extremadamente parcial y sesgada de muchos de ellos. Un ejemplo dice más que mil palabras. Gracias al TLC norteamericano, los inversionistas, sobre todo los extranjeros (o quienes estén domiciliados fuera de México) gozan de protección contra expropiaciones o acciones arbitrarias del gobierno. Sin embargo, ningún ciudadano mexicano goza de garantías equivalentes. El gobierno llegó al punto de reconocer que sin garantías creíbles y confiables, ningún inversionista estaría dispuesto a invertir en el país y, con ello, a contribuir a la creación de riqueza y empleos, objetivos centrales de las reformas económicas de las últimas dos décadas. Esto llevó a que el gobierno aceptara en el tratado límites reales y efectivos a su actuar. El problema es que los mexicanos comunes y corrientes no gozamos de los mismos derechos y garantías.

Puesto en otros términos, en los últimos años se han venido resolviendo algunos problemas centrales del desarrollo del país, como el de la seguridad jurídica de los inversionistas, pero prácticamente no se ha avanzado ni una coma en materia de derechos ciudadanos. El problema de los inversionistas se resolvió cuando el gobierno comprendió que sin esas garantías la inversión simplemente no se materializaría. Lo que hoy tiene que reconocerse es que el crecimiento económico sostenido en el largo plazo tampoco se podrá alcanzar en la medida en que no exista una ciudadanía consolidada y comprometida.

Hoy vivimos una gran paradoja: un gobierno electo y legítimo de entrada pero cada vez menos popular por la percepción de que es ineficiente e ineficaz. Parte de la paradoja se debe al propio gobierno, que ha sido incapaz de plantear un gran pacto ciudadano y, de hecho, a que no ha logrado avanzar una sola iniciativa de peso, como demuestra su reciente decisión de relación al aeropuerto del D.F. Así, en lugar de plantear la reforma fiscal como un tema de impuestos y recaudación, el gobierno pudo haberla planteado como un intercambio de derechos por obligaciones. Sin embargo, la paradoja también responde a que las diversas fuerzas políticas no se sienten respetadas ni le otorgan legitimidad a sus contrincantes. La antropofagia, más que el respeto, sigue siendo la Némesis de la ciudadanía. La gran pregunta es si será posible lograr un gran ejercicio de liderazgo que modifique sensiblemente estas tendencias tan ominosas.

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La complejidad de la integración

Luis Rubio

La creciente interacción que se observa entre las economías de México y Estados Unidos ha alterado muchas de las estructuras industriales que existían en el país, ha transformado percepciones en torno a la ecología y ha socavado creencias fuertemente arraigadas. Ejemplo de lo anterior lo ofrece el espectacular crecimiento de empresas exportadoras y todo de lo que esto viene acompañando, como el incremento en los niveles de productividad, eficiencia y calidad, así como la generación de empleos mejor pagados y más permanentes. Pero, como sabemos, no todo es miel sobre hojuelas. En el país persisten rezagos en los más diversos ámbitos y es previsible que el futuro cercano, la interacción entre las dos economías venga acompañada de acomodos y desencuentros mucho más agudos y complejos de los hasta hoy experimentados, además de los nuevos, impuestos por las medidas de seguridad que afectarán a las exportaciones.

Toda integración es traumática. Eso simplemente no tiene remedio. Cuando se fusionan dos empresas, o cuando una es adquirida por otra, el proceso de integración resulta extraordinariamente difícil. Para empezar, al sumarse las plantas y personal de las dos empresas se inicia un proceso de racionalización en el que se busca elevar los niveles de eficiencia, reducir gastos y maximizar la capacidad de producción, distribución y ventas. Esto que suena muy bonito en abstracto entraña decisiones muy difíciles en la práctica: decisiones en las que se tiene que determinar qué plantas se quedan y qué otras se cierran, qué personas encabezan qué esfuerzos, cuántos empleados son transferidos a otras localidades y cuántos son despedidos, cómo se integran los sistemas de cómputo y de control y, en general, qué cambios se van a operar en la administración de la nueva entidad. Pero, a pesar de la complejidad que en sí entraña la integración de los procesos productivos, muchas veces los mayores traumas ocurren cuando las empresas se han desarrollado en culturas distintas, con liderazgos fuertemente arraigados y con criterios de decisión incompatibles entre sí. Si esto suele ocurrir en el microcosmos de una empresa, es evidente que la problemática es mucho mayor cuando se suman dos o más economías.

A lo largo de las últimas décadas, muchos países del mundo han avanzado hacia la integración en bloques económicos regionales. La motivación inicial ha variado en cada caso, pero la lógica económica es generalmente la misma: multiplicar el tamaño del mercado y elevar las economías de escala de la producción. Aunque la integración entraña una mayor competencia para todos los productores de bienes o servicios en cada uno de los países que se integran, los beneficios suelen ser tan grandes que acaban no sólo compensando los costos de esa mayor competencia, sino también generando las condiciones para que todos los participantes salgan ganando. Sin duda el ejemplo más patente de lo anterior es la Unión Europea, que lleva 50 años avanzando en su proceso de integración. El éxito de ese primer experimento alentó a diversas naciones alrededor del mundo a imitar el ejemplo o a desarrollar modelos alternativos de integración. Algunos tienen por objetivo final la unión política, como es el caso de los propios europeos, en tanto que otros persiguen objetivos más modestos que van desde la mera reducción de barreras arancelarias y a la inversión, hasta la plena integración económica, pero sin ninguna aspiración adicional. La variedad de ejemplos habla por sí misma: Australia y Nueva Zelanda, el sudeste asiático (ASEAN), el Mercosur, APEC y el TLC norteamericano. La lógica y origen del ímpetu hacia la integración varía en cada caso, pero no así la dinámica y complejidad que se deriva del proceso mismo de integración.

No hay proceso de integración fácil, de eso no cabe la menor duda. Si bien la lógica que impulsa una integración, en cualquiera de sus modalidades, es transparente, la dinámica del proceso es con frecuencia traumática. Empresas -y empresarios- pueden llevar décadas siendo muy exitosas en la fabricación de determinado producto o en la venta de un cierto servicio y, sin embargo, la apertura de su economía a la competencia del exterior las obliga casi siempre a realizar ajustes, en ocasiones tan severos como el del cierre de la empresa. En la mayoría de los casos, la integración es menos onerosa, pero eso no le resta complejidad. Como hemos podido atestiguar en México, la integración económica sigue causando estragos a diestra y siniestra. En buena medida esto se explica por la diferencia tan grande en niveles de eficiencia y productividad (que se hacen patentes en las diferencias de niveles de riqueza) entre nuestra economía y la de nuestros dos vecinos y socios en el TLC. No obstante lo anterior, el que un sinnúmero de empresas mexicanas se haya podido ajustar a la competencia del exterior a partir del ingreso de México al GATT muestra que, a pesar del choque inicial, la integración es factible.

Pero lo que sigue va a ser al menos igual de complejo y traumático. La integración, en este caso a través de un tratado de liberalización comercial y de inversión, implica la adopción de reglas del juego y estándares de producción y calidad que no eran comunes en el país antes del inicio de este proceso. ¿Cuántas empresas, por citar un ejemplo evidente, habían oído hablar de los estándares de calidad y protección ecológica conocidos como ISO 9000 e ISO 14000, respectivamente? El hecho de que centenas de empresas, oficinas gubernamentales y plantas hayan sido certificadas por la eficiencia y confiabilidad de sus procesos indica que una buena parte de la economía mexicana ha entendido las reglas del juego del mundo internacional. Pero, hasta ahora, la abrumadora mayoría de las empresas que ha adoptado esos estándares lo ha hecho por iniciativa propia, por la visión de sus empresarios o por su gran capacidad de respuesta. Es decir, se trata de personas que han sabido responder ante el reto de la competencia o ante la oportunidad de ampliar y desarrollar mucho más rápido sus mercados. Ya sea como mecanismo defensivo o como actitud visionaria, las empresas que se han adaptado lo han hecho porque han tenido el liderazgo listo y dispuesto para enfrentar el enorme reto de la integración. Nuestro problema es que en los próximos años el resto de la economía mexicana se va a ver presionado por las mismas fuerzas y, dada la experiencia de los últimos años, no es obvio que ahí exista esa misma capacidad de liderazgo.

La hoy llamada Unión Europea nació como  resultado de un acuerdo en materia de carbón y acero a mediados del siglo pasado. Sin embargo, con el tiempo, cobró forma la idea de una integración cabal bajo el liderazgo de las dos economías que dominaban la región: Francia y Alemania. Por años, los europeos se han dedicado a crear reglas virtualmente para todo y todos los integrantes las han ido haciendo suyas, a fin de homologar sus procesos productivos, los estándares de calidad y las normas de seguridad. De esta manera, cada uno de los nuevos integrantes ha tenido que adoptar, de golpe y porrazo, toda la normatividad y estructura regulatoria de la U.E. para poder formar parte del exclusivo club. Dos casos son particularmente sugerentes. Uno, el de Austria, muestra un proceso deliberado de adaptación gradual: aun antes de solicitar su admisión a la UE, los austriacos se dedicaron a homologar su legislación, haciendo sumamente fácil el proceso una vez concluidas las negociaciones. El caso de Estonia también es significativo, pero por razones diferentes. Este país liberalizó su economía en forma cabal, prácticamente eliminando todas las regulaciones y obstáculos a la propiedad y a la producción. Sin embargo, ahora que está contemplando sumarse a la UE, Estonia tiene que comenzar a re-regular toda su economía, un proceso un tanto paradójico, pero inevitable si desea lograr ese objetivo.

Nuestro caso cae a la mitad de los dos ejemplos anteriores. La integración de la economía mexicana con la de E.U.A. y Canadá ha implicado la adopción de nuevas reglas del juego, de nuevos criterios de producción, calidad, seguridad y protección ambiental. En algunos casos eso ha obligado a la homologación de nuestras regulaciones, pero en otros ha implicado transformar no sólo la legislación, sino también las concepciones que han dominado el panorama económico por años. Algunas empresas llevan ya una década o más en ese proceso y, sin duda, el resto de la planta productiva tendrá que hacer lo propio en el futuro mediato. La noción de que siempre podremos valernos de soluciones ad-hoc, de parches o de procesos autónomos, como los que caracterizan a buena parte de las empresas chicas o medianas, tendrá que desaparecer y, con ello, toda una manera de pensar.

Las consecuencias de la integración para la economía y las empresas mexicanas van a ser enormes. Cualquiera que observe los reportes anuales de las empresas mexicanas más exitosas, va a encontrar que los criterios de producción actuales tienen poco o nada que ver con la manera en que se producía en el país años atrás. Ahora, esos criterios están en sintonía con los estándares de calidad, eficiencia, salud financiera y demás que caracterizan al mundo internacional. De una manera u otra, el resto de las empresas mexicanas, desde el changarro de la esquina hasta la empresa que ha sufrido los embates de la competencia del exterior sin mayor éxito, tendrá que adaptarse. Sin duda, muchas empresas fracasarán en el camino, por lo que es crucial el desarrollo de políticas gubernamentales -a nivel tanto federal como estatal- diseñadas no para salvar lo insalvable, sino para facilitar la constitución de nuevas empresas y la transferencia de activos de unas a otras. Lo crucial no es mantener la planta productiva como está, sino avanzar hacia la construcción y consolidación de una economía moderna y competitiva a partir de la transformación de lo que existe en la actualidad. Además, en esta época crítica, sólo así se logrará compensar los mayores costos de producción y exportación que entrañarán las crecientes medidas de seguridad con que tienen que lidiar las empresas.

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Consumidores y ciudadanos

Luis Rubio

A nadie le importan los consumidores en el país. Tanto en el ámbito económico como en el político, el consumidor brilla por su ausencia, aunque, por supuesto, existe una infinidad de anuncios y llamadas para atraer su interés en los más diversos rubros. Los partidos le procuran en busca de votos y los comerciantes lo enamoran para que gaste sus pesos adquiriendo sus productos o servicios. Sin embargo, nadie parece interesarse por el bienestar del consumidor, con su satisfacción por lo adquirido o la calidad del producto vendido. En la arena política, la realidad no es muy distinta. Los consumidores, en su faceta de votantes, son convocados y persuadidos para después ser dejados en el olvido. La simple imagen de un votante que haga algún señalamiento después de emitir su voto, es insultante, anatema. México no será un país democrático si el consumidor sigue, como hasta ahora: fuera del centro de la vida nacional.

La palabra democracia invade la retórica política en el país. Los políticos hacen referencia al vocablo como si se tratara de una realidad consumada. Las evidencias indican, sin embargo, que la democracia mexicana, con todo y los enormes avances en materia electoral, sigue siendo enclenque. Peor aún, a pesar de los enormes cambios políticos que el país comenzó a experimentar a partir de la derrota del PRI en 2000, la retórica sobre la democracia no ha cambiado en la sustancia. Algo debe andar mal en Teziutlán o en Tingüindín cuando todo en la política mexicana ha experimentado una gran revolución pero ésta no ha arribado al ciudadano (o consumidor) común y corriente.

La esencia de la democracia reside en el punto de convergencia. Cuando el centro de la vida política o económica de una sociedad está ocupado por el consumidor y votante, el país es indiscutiblemente democrático. Cuando esto no es así, la democracia es, en el mejor de los casos, enclenque. No cabe la menor duda que México cae en esta segunda categoría. Para empezar, el consumidor no tiene derechos frente a los monopolios que lo atosigan. Algo semejante ocurre con el votante: su faena democrática comienza y concluye en el momento de emitir el sufragio. Toda inconformidad del ciudadano o consumidor se lee como un atrevimiento, el equivalente a conculcar los derechos inalienables del monopolio respectivo.

Por absurdo que pueda parecer, la democracia mexicana se revela como una pirámide invertida donde lo que es no es como parece. En México, la primera y última palabra la tienen los monopolios, mientras el resto tiene que apechugar. Claro que, como suele argumentarse, el ciudadano puede optar por otro servicio, pero se olvida que esto es cierto siempre y cuando exista una alternativa real, lo cual es poco frecuente en sectores como el eléctrico o el telefónico, en las gasolinas o en la industria de la televisión. En el campo político, el ciudadano es fundamental y su acción, al momento de votar, entraña una gran trascendencia, pues con su sufragio ahora sí forma gobiernos. Pero más allá de ese primer acto, el resto de la vida pública mexicana se asemeja más a una caja negra que a un proceso democrático.

Hablamos de democracia en lo político y de mercados en lo económico, los dos puntos neurálgicos de la actividad ciudadana, pero esa democracia está más bien acotada y limitada. Muchos ven esa limitación como algo positivo, sobre todo porque dudan de la sabiduría de una población que, por sus bajos niveles educativos y sus magros niveles de ingreso, no puede escoger de una manera adecuada. De ser válida esta premisa, lo que procedería sería atacar el problema de la educación y la distribución del ingreso en el país por ejemplo, con el combate de los monopolios y de cacicazgos como el del sindicato de maestros, en lugar de preservar el monopolio del poder en manos de políticos que a nadie le rinden cuentas.

La forma en como funciona hoy el poder legislativo es ilustrativa del estado general que guarda la democracia mexicana. Para comenzar, el ciudadano atiende el llamado de las urnas y acude a depositar su voto el día de la elección. La gran fiesta ciudadana tiene lugar y concluye con la elección de los diputados y senadores. Todo va bien hasta ese momento. Sin embargo, antes de la apertura de trabajos de la nueva legislatura, el peso relativo del residente de un determinado distrito ya fue diluido. Más allá de la nula importancia que el legislador prototípico otorga al ciudadano que le dio la curul, los diputados y senadores de representación proporcional, con idénticos derechos al resto de sus pares, ya pulverizaron la esencia del poder legislativo, que es la de representar a la población. Sin incentivo alguno para procurar al votante, los legisladores acaban defendiendo los intereses de sus coordinadores parlamentarios o los de su partido, cuando no los suyos.

Una vez en funciones, el poder legislativo prolonga su sesgo antidemocrático. La práctica legislativa de los últimos meses ha sido un buen ejemplo de otro fenómeno igualmente sintomático: si bien hay 500 diputados y 128 senadores, los últimos periodos ordinarios de sesiones han puesto en evidencia que muchas veces un grupo francamente minoritario, entre ocho y diez legisladores, puede descarrilar toda una iniciativa simplemente alzando la voz, como ocurrió con varios de los miembros del contingente oaxaqueño durante la discusión de la reforma fiscal.

Nadie, en su sano juicio, podría pronunciarse por el silencio de los diputados y senadores, ya sea en forma individual o colectiva, así como tampoco es ilegítimo que algunos legisladores en lo individual o como grupo articulen las estrategias de su preferencia para mostrar intereses, visiones o ideas. El problema radica en la capacidad de un grupo francamente minoritario para cohibir y acorralar al resto, lo que revela un problema fundamental de la democracia mexicana. Se trata, nada más y nada menos, de la ausencia de representatividad del poder legislativo mexicano.

Lo normal alrededor de cualquier iniciativa de ley es la controversia y el disentimiento. Unos prefieren que se apruebe un dictamen, en tanto que otros se oponen a él y la mayoría, normalmente, opta por determinados ajustes para satisfacer sus visiones del mundo o intereses. Los legisladores pueden tener sus propias convicciones pero, en una democracia, están obligados a defender, o al menos considerar, las prioridades de los electores. Cuando un pequeño grupo logra imponer su interés sobre el conjunto, entonces la legislatura no está cumpliendo con el papel que le corresponde en una democracia. Refleja, a final de cuentas, que los únicos principios que valen son los del grupo vociferante.

De existir una estructura democrática, una que atienda las preferencias e intereses del votante y consumidor, el resto de los legisladores tendría que oponerse al interés grupal y sectario, marginándolo al lugar que le corresponde. En el caso de iniciativas sobre las que existe un fuerte sentimiento popular, la mayoría de los legisladores tendría que actuar en su defensa, en oposición a la minoría cuya preferencia avanza en sentido contrario. Se trataría, en otras palabras, de un duelo de representaciones. Como esa representatividad no existe en la actualidad, suele ganar la minoría. ¡Valiente democracia!

Hubo una época en que los legisladores de representación proporcional fueron una necesidad imperiosa, porque existía un sistema político dominado por una presidencia apoyada en un partido hegemónico que impedía tuvieran presencia y representación enormes segmentos de la sociedad mexicana. La representación proporcional, que comenzó con los diputados de partido, nació justamente para abrir espacios de representación a la sociedad mexicana. Hoy, sin embargo, ese contingente de 200 diputados y 64 senadores, ha terminado por ser absolutamente disfuncional pues distorsiona lo que es la esencia de la representatividad.

El dilema no es sustituir un sistema político autocrático por otro de representación tan directa que cause los excesos y vicios opuestos. Es necesario que exista una cierta distancia entre el legislador y el ciudadano, pues de otra forma el sistema enfrentaría una parálisis permanente. Para ello es que se inventó el concepto de los pesos y contrapesos: para garantizar la representatividad y, al mismo tiempo, asegurar la capacidad de liderazgo. Tenemos que recomenzar por el principio.

Los cambios que requiere la democracia mexicana son vastos en impacto, pero muy sencillos en dirección. Si algún día se llega a reconocer lo obvio, que el sistema político debe girar en torno al ciudadano y no al gobierno o los partidos, entonces podrá garantizarse un flujo cuyo origen procedería del votante, del consumidor. Por encima de cualquier otro imperativo, la clave de la democracia anida en la capacidad de decisión del ciudadano. Hoy, esta decisión se limita al voto y a la adquisición de bienes o servicios. En el pasado, el ciudadano ni siquiera podía reclamar después de haber hecho una compra o ejercer su derecho a voto; en el presente, se queja amargamente, pero el efecto de su queja es el mismo que antes: sigue siendo nulo.

Visto en una perspectiva más amplia, es perfectamente factible que la mayoría de nuestros problemas, tanto políticos como económicos, se puedan explicar por la ausencia de derechos, por el hecho incuestionable de que contamos con una economía y un sistema político administrados desde arriba. Las condiciones cambiarán cuando el consumidor sea el centro de atención. Es tiempo de que los partidos se aboquen al consumidor y articulen una plataforma política diseñada expresamente para defenderlo y velar por sus intereses, en todos los ámbitos. ¿Quién será el macho que se aventará al ruedo primero?