Instituciones y burocracias

Luis Rubio

México, otrora el país de las instituciones fuertes, es ahora el lugar de las instituciones débiles. Instituciones que parecían inamovibles, como el presidencialismo, han acabado en el ocaso. Otras, como el PRI, han pasado a una etapa incierta de competencia política. Ninguno de estos cambios es negativo por sí mismo, en tanto que pueden acabar sentando las bases para una transformación del país, como ha ocurrido en otras latitudes. Sin embargo, es inevitable que este proceso de debilitamiento institucional genere incertidumbre y falta de credibilidad. Para atenuarlos, sucesivas administraciones han recurrido a la credibilidad de personas e instituciones no gubernamentales, dentro y fuera del país. Como recurso de emergencia, este procedimiento ha resultado extraordinariamente benéfico para llevar adelante la compleja transición que nos ha tocado vivir. Pero la función pública requiere de políticos y funcionarios profesionales, no de personajes advenedizos, cada cual con una agenda personal. En otras palabras, apelar a la celebridad de una persona no es un mecanismo que pueda o deba funcionar de manera permanente.

En la actualidad enfrentamos dos situaciones, cada una con una dinámica propia y diferenciada, que pueden acabar entorpeciendo el desarrollo político del país. Una tiene que ver con el recurso a las instituciones mal llamadas ciudadanas o autónomas que se han constituido en los últimos tiempos para resolver problemas concretos, atajar ausencias de credibilidad gubernamental y asegurar algún grado de independencia respecto al gobierno y los partidos. Es el caso de las comisiones de derechos humanos, los institutos electorales, el Instituto de Acceso a la Información, el Instituto para la Protección del Ahorro Bancario, la Comisión de Competencia Económica y otras semejantes. La otra situación tiene que ver con el advenimiento de personas ajenas a la función pública, en particular los empresarios que ocupan hoy elevados puestos de la administración. Ambas circunstancias han llevado al país a evadir lo que era urgente: fortalecer las instituciones y procedimientos burocráticos, que no pueden depender de personas en lo individual, sino de procesos bien establecidos que la sociedad pueda identificar como suyos por su confiabilidad y permanencia. Nada de ello existe en la actualidad.

El problema de la debilidad institucional es muy simple de definir. Luego de décadas de vivir en un entorno institucional que, independientemente de sus imperfecciones, resultaba funcional para el desarrollo general del país, las crisis políticas y económicas de los setenta en adelante acabaron por minar y destruir lo que hoy pomposamente se ha dado por llamar el viejo régimen del que aquellas instituciones eran cimiente. Instituciones que por décadas habían gozado de algún grado de credibilidad y confiabilidad (como el PRI y el presidencialismo) se fueron erosionando, al grado de acabar convirtiéndose en enemigos públicos. En el pasado, dichas instituciones funcionaban, al menos en parte, por el enorme poder de coerción que ejercían, causa que explica, al menos parcialmente, su descrédito actual. Al perder la ciudadanía el respeto (o miedo) por esas instituciones, todo el andamiaje de operación política implícito en esa estructura institucional se vino al suelo. Las disputas electorales que comenzaron a finales de los ochenta son vivo testimonio de esta realidad.

Ante la imposibilidad de resolver de una manera estructurada y permanente el problema de la decadencia del sistema político tradicional, los gobiernos de los ochenta y noventa recurrieron a métodos creativos que, si bien no podían resolver el problema de fondo, permitieron salvar un escollo tras otro. Cuando se presentó una crisis de la llamada procuración de justicia, por ejemplo, el gobierno inventó la Comisión Nacional de Derechos Humanos. La idea no era particularmente novedosa y su creación por parte de un gobierno al que debía auditar un tanto peculiar, pero sin duda representó una respuesta oportuna y valiosa a la indefensión de la ciudadanía en ese ámbito.

Algo semejante ocurrió en el marco de las disputas electorales que caracterizaron la primera mitad de los noventa y que acabaron por dar forma a una entidad profesional, creíble y sólida, el IFE, cuya responsabilidad sería la organización, supervisión y control de los procesos electorales. Años más tarde se creó también el IPAB, como respuesta a una crisis, en este caso la del rescate bancario; y más recientemente se instituyó una entidad dedicada a procurar la transparencia y garantizar en acceso a la información gubernamental, el IFAI. A pesar de diversas vicisitudes, cada una de estas entidades ha contribuido a dar confiabilidad a algunos de los procesos políticos y a conferir algo de solidez y transparencia a la función pública.

Pero a pesar del éxito relativo, existen costos asociados con este experimento. Para comenzar, la característica común de todas estas instituciones es el hecho de que no son administradas por funcionarios públicos, sino por personajes reconocidos en la academia, el periodismo, las organizaciones no gubernamentales o el mundo empresarial. La mayoría de los integrantes de los consejos de estas entidades -sobre todo aquellas que tienen responsabilidades operativas y resolutivas y cuyos integrantes son empleados de tiempo completo (que son todos, con excepción de las comisiones de derechos humanos)-, han sido personas probas y excepcionalmente competentes para desarrollar su cometido. A diferencia de los funcionarios públicos a quienes reemplazaron, su independencia garantiza credibilidad y, más allá de las obligaciones directamente vinculadas a sus funciones, su responsabilidad se extiende no sólo a su fuente de empleo sino al riesgo de descrédito público precisamente por su origen no burocrático. El problema es que muchas decisiones públicas exigen, además de independencia y responsabilidad, un compromiso con la institución que, casi por definición, personas ajenas a la función pública no pueden ofrecer.

Es decir, por más que el desempeño de estas entidades haya sido ejemplar, el servicio público no siempre es compatible con la personalidad y veleidades de personas públicas y, por lo tanto, no puede ser ejercido fácilmente por personas ajenas a la función pública. Esta afirmación no constituye crítica alguna a personas o entidades, sino a nuestra propensión a crear entidades paralelas a la burocracia en lugar de reformar, modernizar e institucionalizar la función pública. Estas entidades suplantaron las carencias de la burocracia a lo largo de una década de cambios sin precedente en la historia del país. Pero, a pesar de su éxito, su mera existencia contribuye no al progreso y profesionalización de las burocracias gubernamentales, sino a su anquilosamiento e, incluso, a la precariedad e inacción características de la forma actual de tomar decisiones. Así, en lugar de ayudar a sedimentar las bases de un país moderno, la burocracia se está rezagando cada vez más.

Ahora que comienza el proceso de reemplazo de los consejeros ciudadanos del IFE, es un momento ideal para repensar la naturaleza de estas instituciones. Dada la existencia de infinidad de conflictos y disputas subyacentes (y en esto el tema electoral sigue siendo por demás álgido), sería temerario abandonar la estructura que le dio tanta certidumbre a los procesos electorales en los últimos años. Pero lo anterior no implica cerrar espacios para instrumentar cambios parciales que pudiesen comenzar una transición en esas instituciones.

Por una parte, es inexcusable que todos los consejeros ciudadanos comiencen y concluyan sus funciones el mismo día, lo que abre un espacio intolerable de incertidumbre; lo razonable sería una pertenencia escalonada a ese consejo, a fin de que una persona vaya cambiando cada año o cada dos. Por otra parte, podría nombrarse un consejo que sume tres criterios centrales: experiencia, credibilidad propia y función pública. En el nombramiento de los nuevos consejeros del IFE, así como en futuras transiciones en otras entidades similares, podría nombrarse a un grupo con distintas personas que satisfaga cada uno de estos criterios.

Algo muy distinto, pero no menos relevante, es el caso de la toma de decisiones en los más altos niveles de la administración pública cuando sus responsables no son funcionarios públicos o políticos. La excepcional presencia de empresarios y profesionistas en el gabinete del presidente Fox, pone de manifiesto los límites de la participación de personajes que, más allá de su éxito en otros ámbitos, no tienen las características idóneas para la conducción de los asuntos públicos. En el país existe la creencia mítica que exige a un secretario de Estado ser un experto en los temas asociados con el perfil de su secretaría. Este mito surge de una historia de crisis y catástrofes, muchas de ellas producto de la inexperiencia e ignorancia de los funcionarios responsables.

Sin embargo, también aquí, el problema se explica por la ausencia de una burocracia moderna que garantice, de manera apolítica y apartidista, el ejercicio responsable y confiable de la función pública. Todos los países modernos y ricos cuentan con un servicio civil profesional que trabaja con el gobierno en turno, cualquiera que sea su filiación partidista. En esos casos, existen burócratas profesionales que responden a secretarios políticos; los primeros son responsables de la operación cotidiana de sus entidades, en tanto que los segundos toman las decisiones cualitativas. Por ejemplo, los profesionales se aseguran que la educación o las cuentas fiscales funcionen de manera efectiva, en tanto los políticos deciden los contenidos de los programas educativos o los objetivos del gasto. La presencia de empresarios y profesionistas ajenos a la función pública no hace sino confundir y profundizar la mediocridad de un sistema de gobierno inadecuado para un país que aspira a la modernidad y al desarrollo. Es tiempo de decidir si queremos el desarrollo o nos conformamos con la mediocridad.

 

Estancamiento enteramente voluntario

Luis Rubio

La economía del país se encuentra estancada y el clima político generado por ello es una mezcla extraña de resignación y militancia. Resignación respecto a lo que para algunos es simplemente un designio divino y militancia para otros que, sin el menor análisis o evidencia, han concluido que la causa es el modelo económico. En la economía, como en muchos otros ámbitos, las explicaciones reales tienden a ser mucho más racionales y mundanas que las comúnmente ofrecidas, en tanto que los ataques al modelo son mera retórica que esconde el rechazo que grupos poderosos manifiestan a la implantación de medidas que darían solución a los problemas económicos actuales, pero atentarían contra su ideología y, más importante, negocios personales o sectarios. El estancamiento de la economía no es algo misterioso; es el resultado de la falta de acción gubernamental pero, sobre todo, legislativa.

La economía se ha estancado por tres razones principales: primero, el motor que la hizo funcionar en los años pasados, la economía norteamericana, perdió dinamismo desde el 2000 y, aunque ha comenzado a resurgir, su impacto sobre nuestra actividad productiva ha menguado; segundo, la economía mexicana ha perdido competitividad de manera aterradora; y, tercero, no existen motores internos de crecimiento que pudieran substituir la función desempeñada con anterioridad por la economía estadounidense. No hay nada de esotérico en todo esto y sí, en cambio, mucho de preocupante: mientras no se modifiquen las causas que han llevado al estancamiento, el futuro no será promisorio.

Los críticos del modelo económico no actúan con ingenuidad, saben muy bien lo que hacen. Su crítica no es tanto al modelo, como a la suma de los intereses que se han visto afectados por los cambios sufridos en la estructura económica a lo largo de las últimas dos décadas. Sus argumentos revelan una nostalgia por aquellos tiempos cuando los políticos y la burocracia tenían capacidad de decidir por toda la población lo que, pensaban, era mejor para ésta. Es decir, detrás de la crítica al modelo económico se esconde un rechazo ideológico y filosófico a la noción de que son los votantes y los consumidores los que deben decidir qué es lo que más les conviene; en contrapartida, protegen a los beneficiarios del viejo sistema político, como los monopolios (públicos y privados) y los sindicatos que llevan décadas de depredar a costa de toda la población. Por ejemplo, si la luz eléctrica cuesta más en México que en naciones con que competimos, alguien se está beneficiando de la diferencia: es decir, o bien la CFE es sumamente ineficiente (que no lo es tanto) o el sindicato obtiene canonjías por las que pagamos todos los consumidores.

El cambio de modelo económico ocurrió al final de los ochenta, más por falta de opciones que por un verdadero animo de transformar al país. Si uno recuerda, el viraje tuvo lugar a lo largo de los ochenta y fue producto de la ausencia de alternativas: el primer intento del gobierno del entonces presidente Miguel de la Madrid fue el de administrar la crisis de deuda y restaurar el equilibrio en las finanzas públicas, pero sin abrir la economía ni transformar el sistema productivo. Estos cambios, hechos a regañadientes y de manera incompleta, se dieron como producto del ensayo y el error. En otras palabras, a diferencia de lo que pregonan los críticos sobre la dramática transformación ideológica de los ochenta, dicho cambio fue producto de un contexto cambiante al que el gobierno se adecuó poco a poco y sin mayor convicción. Hubo sin duda una sustitución del modelo existente, pero nunca se consolidó la economía liberal que los críticos denuncian como la causa de todos los males.

La diferencia principal entre el viejo modelo y el actual reside en la liberalización de las importaciones. El primero supuso que la economía mexicana podía ser exitosa por sí misma, sin necesidad de interactuar con el resto del mundo. La economía funcionó así entre tres y cuatro décadas posteriores a la segunda guerra mundial, en buena medida porque la población era suficientemente pequeña para que la producción, por ejemplo, de bienes agrícolas, fuera suficiente para satisfacer la demanda interna y exportar. Dos factores hicieron, en el curso de los setenta, inviable aquel modelo. Una fue el crecimiento demográfico que superó la capacidad de la economía, sobre todo del sector agrícola, para satisfacer la necesidad de divisas requeridas para importar materias primas y otros insumos necesarios para la actividad productiva. Por ejemplo, a finales de los sesenta el país dejó de ser un exportador de maíz, para convertirse en un importador. A partir de ese momento, la industria, que había sido históricamente deficitaria en divisas, dejó de contar con esta fuente confiable de divisas para sufragar las importaciones que requería.

La otra razón por la que este modelo dejó de ser viable se explica por las transformaciones en el resto del mundo. Obligados por el embargo petrolero árabe, los japoneses, que no contaban con este recurso, debieron absorber un costo súbitamente más elevado de la energía, sin perder competitividad en sus mercados de exportación. La respuesta japonesa a esta situación acabó por transformar la estructura de la industria mundial: hasta entonces, las fábricas prototípicas de automóviles, productos electrónicos y otros similares producían el total del producto bajo un mismo techo. La respuesta japonesa al reto de la competitividad consistió en especializar fábricas en partes y componentes. Es decir, en lugar de fabricar un vehículo completo en una sola planta, destinaron distintas plantas para producir exclusivamente cajas de velocidades, motores o ensamble. Cada una de ellas produciría cientos de miles o millones de partes y componentes al año, logrando reducir tanto los costos por cada unidad producida, como los errores en la producción de cada unidad, elevando la productividad de una manera prodigiosa. El resultado final fue que, en el ocaso de los setenta, la industria mundial experimentó una mutación radical, toda ella motivada por lo que los japoneses habían logrado.

Debido a nuestras peculiaridades políticas, en los setenta los mexicanos vivimos alejados de la realidad internacional. Era la época en que novedosos gobiernos populistas sentían que podían con todo y que no habría costos como resultado del uso dispendioso de la deuda externa y del petróleo recién descubierto. Todo esto llevó a que México ni siquiera percibiera los cambios en el resto del mundo. Cuando, sumergidos en la crisis, la cruda realidad nos obligó a despertar tras la quiebra del gobierno en 1982, el país ya no tenía a donde regresar. Los gobiernos tan criticados de los ochenta y noventa buscaron formas de incorporar al país a la nueva realidad económica internacional. Sus esfuerzos, algunos más intensos que en otros, motivaron un cambio de políticas que, a la larga, no fueron suficientes para constituir una plataforma saludable de crecimiento a largo plazo.

Los últimos años exhiben las insuficiencias de nuestra estructura económica. Esas insuficiencias no son nuevas, pero permanecieron un tanto ocultas por el efecto de una elevada inversión al inicio de los noventa, un rápido crecimiento en la productividad de la industria mexicana (lo que la hizo extremadamente competitiva) y un intercambio comercial ventajoso con la economía norteamericana, que se convirtió en un motor excepcional de nuestro crecimiento a través de la demanda de exportaciones. Ahora que cada uno de esos elementos se ha erosionado, por distintas razones, la realidad de la estructura económica del país se hace evidente. La pregunta es qué se puede hacer al respecto.

La economía está estancada porque existen muchos impedimentos al crecimiento y porque no existe un motor que la impulse. Los impedimentos son nuevos y viejos y se manifiestan de diversas maneras: por ejemplo, burocratismos, regulaciones inútiles, mecanismos de protección a actividades y sectores particulares que tienen el efecto de elevarle el costo a todos los demás. Aunque hubo muchas reformas en los años pasados, los obstáculos persisten; ésta es una de las manifestaciones de un cambio estructural inconcluso que sólo tocó partes de la economía (sobre todo la manufactura), pero no los servicios (desde la energía hasta las comunicaciones). No es casual que la producción en China sea más barata: ahí se han ido desmontando, uno a uno, los obstáculos al crecimiento y a la inversión de una manera decidida y sistemática. En México ha pasado justo lo contrario: en lugar de disminuir, las regulaciones y obstáculos se multiplican.

Pero quizá el mayor de todos los impedimentos al crecimiento sea la ausencia de un verdadero motor que impulse a toda la economía. En los años setenta, por ilustrar un caso evidente, ese impulso provino del súbito crecimiento de la industria petrolera en el país. Antes, en los cincuenta y sesenta, ese papel lo jugó la inversión pública en infraestructura. Hoy en día, ni el petróleo ni la inversión pública pueden satisfacer esa función. Para comenzar, en ambos casos se requeriría de financiamiento público, frenado por la ausencia de una reforma fiscal que resuelva, de una vez por todas, el desempate entre el ingreso fiscal y los pasivos, incluyendo los pasivos contingentes (como las pensiones de los empleados públicos y los PIDIREGAS). En segundo lugar, el gasto público se ha fragmentado al distribuirse entre los estados y municipios, lo que reduce su impacto, sobre todo porque los estados tienden a gastar mucho más de lo que invierten, y el gasto tiene un impacto muy limitado sobre el crecimiento de la economía.

Más importante que todo, el poder legislativo, en su afán por proteger a intereses corporativos y satisfacer sus añoranzas ideológicas, condena al país a la miseria. Existe un vínculo directo entre la falta de crecimiento y la falta de reformas, sobre todo la fiscal y la energética. Los diputados y senadores pueden festinar su defensa del statu quo, pero, al hacerlo deben estar conscientes que condenan al país al estancamiento económico y a la población a la pobreza. Valiente manera de defender los intereses del país.

 

Hacia el 2006

Luis Rubio

Los tres principales partidos políticos quieren ganar la presidencia en el 2006 y los tres creen que pueden ganarla. Al mismo tiempo, las tres instituciones políticas coinciden en la necesidad de emprender un proceso de cambio y transformación que haga posible la recuperación del crecimiento económico y, con ello, fortalecer la oportunidad de ganar la más alta investidura del país. Lo que nadie parece tener claro es hacia dónde emprender ese proceso de cambio, cuál debería ser su dinámica y, sobre todo, sus características específicas. Este afán de cambio podría hacerle mucho bien a México y los mexicanos, pero también podría dar al traste a todo lo que se ha avanzado en las últimas décadas. Por eso la clave es reconocer las debilidades del presente y comprometerse a fondo con los cambios que urgen y que podrían tener el efecto de reactivar la economía casi de inmediato.

La urgencia de emprender cambios parece dictada por varios factores: primero, los electores demandan cambios y los políticos saben que, luego de tres años de parálisis, algo debe hacerse para recuperar el favor del electorado. Segundo, las condiciones actuales dejan mucho que desear: la economía lleva tres años sin crecimiento y los motores que la impulsaron en los noventa han dejado de ser efectivos, al menos por ahora. Tercero, los gobiernos de Lula en Brasil y Kirshner en Argentina se han presentado con un discurso atractivo de cambio que hace parecer a los políticos mexicanos como retrógradas y reaccionarios. La suma de estos factores ha creado un impulso en el nuevo congreso que podría ser imparable.

Todo parecería indicar que la dinámica de cambio ha cobrado forma y todo avanzará sin dificultades. El problema es que cada partido tiene lecturas distintas sobre lo que está mal, cada uno tiene objetivos contrastantes e, incluso, algunos buscan impedir en la arena política que otros avancen sus proyectos. Además, lo que le conviene a un partido en lo particular no necesariamente es lo que conviene a México en su conjunto. En la medida en que se correspondan estas dos dinámicas lo que le conviene a cada partido y lo que le conviene a México- el proceso de cambio marchará hacia adelante. Pero eso dependerá de que exista un liderazgo visionario y echado para adelante que avance una agenda y la defienda de manera integral.

La gran interrogante para el México de hoy es cómo presentarle al ciudadano un proyecto integral de cambio y transformación que sea electoralmente viable. Lo fácil, como demostraron los políticos más tradicionales y reaccionarios en las campañas recientes, es prometer el regreso a un pasado idílico (como si tal cosa hubiera existido alguna vez), seguir privilegiando a un sindicalismo paraestatal oneroso y destructivo y dejar que la población se rasque con sus propias uñas. Esa propensión es producto, en buena medida, del vacío de liderazgo imperante en el país y de la falta de responsabilidad de los políticos, desde cuya posición venden milagros sin pagar costo alguno.

Las recientes campañas electorales se distinguieron por la ausencia de conceptos, proyectos y propuestas. Sus efectos los sentimos hoy: no hay mandato alguno ni definiciones para seguir adelante. En otras palabras, el nuevo congreso no tiene una definición clara de lo que los electores quisieran que se lograra, lo que arroja un vacío filosófico. Al mismo tiempo, la verdad sea dicha, hay enormes ventajas en el hecho de que no haya un mandato claro: dado lo primitivo de las propuestas partidistas, la ausencia de reconocimiento de las restricciones reales que enfrenta la economía y la naturaleza de la globalización (que, nos guste o no, es una realidad inevitable) y, sobre todo, la distancia tan enorme que separa a los legisladores de la vida cotidiana de la población, es mejor que no haya un mandato imposible o indeseable de lograrse. De haberlo, probablemente sería retrógrada, reaccionario y onerosísimo para el futuro del país. En este sentido, el vacío abre un espacio para la discusión seria de los temas nacionales que exigen y requieren cambios; la mala noticia es que los políticos no sienten obligación con nada más allá de sus intereses inmediatos.

En ausencia de definiciones, los miembros del nuevo congreso tendrán que trabajar para arribar a definiciones precisas. Mientras que las campañas permitieron evadir esa responsabilidad, las tareas legislativas reclamarán el avance de proyectos específicos. A diferencia de lo ocurrido en campaña, los partidos no podrán navegar más en la indefinición. Así, mientras que los nuevos legisladores están de acuerdo en no repetir las faenas de sus antecesores, no es claro que su activismo será el que México requiere. Lo urgente es que los partidos comiencen a ponerse de acuerdo en los temas clave para evitar que grupos minoritarios de cualquiera de ellos bloqueen las iniciativas, como ha sucedido en el pasado. En todos los partidos existen núcleos renuentes a cualquier cambio: algunos por purismo ideológico, otros porque viven de solapar y proteger intereses especiales. La única posibilidad de éxito del próximo congreso reside precisamente en el aislamiento de esos núcleos frente a la convicción de seguir adelante que aparentemente anima a la mayoría.

Probablemente algunas reformas, así sean marginales, podrán avanzar. La presión sobre los legisladores para que resuelvan problemas concretos y específicos, como el del ingreso fiscal y el de la disponibilidad de fluido eléctrico, es tan enorme que tal vez algo caminará. Sin embargo, mientras es claro que habrá acción legislativa, no sabemos cómo será la calidad de esa acción. Los legisladores pueden proceder con la única lógica de quitarse el problema de encima o pueden tratar de avanzar la agenda de una manera convincente. En el caso eléctrico, por ejemplo, de nada sirve que se apruebe una nueva iniciativa de ley si se limita la inversión privada al 49% del capital. Como hemos podido constatar con una ley semejante en el sector petroquímico, ningún inversionista arriesgará su dinero si no controla el proyecto. Los legisladores tienen que responder ante el electorado con un pleno reconocimiento tanto de sus necesidades como de la naturaleza humana.

Algo similar ocurre en el ámbito fiscal: todos los partidos parecen coincidir en la necesidad de aumentar la recaudación, si bien cada uno tiene preferencias distintas sobre cómo lograrla. Pero quizá más ominoso que el tema de la recaudación es el mito de que los gobiernos estatales deben tener el control del gasto. Como en una familia, lo razonable y responsable es que quien gasta sea el que recauda y viceversa, el que recauda gaste. Esto permite asegurar dos cosas: un equilibrio entre gastos e ingresos y, más importante, la exigencia de cuentas al que ejerce el gasto por parte de quien paga impuestos. Lo que la Conago y muchos legisladores- proponen es que el gobierno federal recaude, en tanto que los gobernadores ejerzan el presupuesto, sin que nadie pueda, en términos prácticos, exigirles que rindan cuentas. En otras palabras, el problema no reside en que los gobernadores gasten, sino en su responsabilidad en el ejercicio de ese gasto. Esta sutileza no debe escapársele a los nuevos legisladores.

El verdadero problema de fondo es que el sistema político sigue siendo disfuncional. Los partidos y los legisladores viven en un mundo distante del votante y, salvo por su propio interés o responsabilidad personal, no sienten obligación de atender sus necesidades y reclamos. Seguimos viviendo los resquicios de un sistema político presidencialista, sin que existan ya los mecanismos y las razones que lo hacían funcionar. El sistema sigue dependiendo de que un individuo ejerza un liderazgo efectivo, ante cuya ausencia todo se paraliza. Por supuesto que lo ideal sería que existiera ese liderazgo, que el presidente ejerciera una fuerte promoción de sus iniciativas, que las defendiera abiertamente y sin pena y que avanzara un proyecto integral de reformas fundado en una sensación de urgencia que hoy se ha desvanecido. Pero esto debe existir junto a una estructura institucional que pueda funcionar independientemente de la personalidad o características del jefe del ejecutivo.

Más allá de las iniciativas y reformas que se logren impulsar en la próxima legislatura, el país necesita una reforma institucional que haga funcional a nuestro sistema de gobierno. Existe un sinnúmero de propuestas e ideas sobre el contenido de lo que, pomposamente, se ha dado por llamar la reforma del Estado; sin embargo, cada uno de esos proyectos parece más una carta a Santa Claus, cuando no una mera enumeración de las preferencias e intereses de un partido o de un individuo, que el producto de un análisis serio de la realidad del país y sus necesidades. La parálisis legislativa, y la propensión a ignorar al ciudadano en el proceso, surgen de la ausencia de incentivos para la cooperación y la vinculación ciudadano-gobernante. Lo crucial de la reforma institucional es que se cree un mecanismo efectivo para la toma de decisiones. En este sentido, no se requiere cualquier reforma, sino una que asegure la funcionalidad del congreso y el ejecutivo para que, en conjunto, promuevan el crecimiento y desarrollo de la economía. La responsabilidad de esta legislatura es por ello inmensa.

La elección presidencial del 2006 ha concentrado el pensar y el actuar de los políticos y sus partidos. Por un lado, todos creen tener en sus manos una solución mágica para los problemas del país; por el otro, todos se deleitan en criticar lo existente. Obviamente, el presente no es una situación deseable: nadie quiere una economía estancada que produce diferencias regionales extremas. Pero la solución a nuestros problemas no reside en cambiar el modelo, sino en crear las condiciones para que la economía prospere: se trata de dos cosas distintas. Hay una creencia infundada en que son muchas las reformas hechas y que éstas no han traído los resultados esperados. Lo cierto es que las reformas han sido mediocres y que para funcionar tienen que profundizarse. La pregunta es qué partido será capaz de desarrollar una estrategia convincente para el electorado. Lo demás es distraerse del tema.

 

México rechaza la inversión

Luis Rubio

Las empresas multinacionales, sobre todo las menos grandes, no entienden a los políticos mexicanos. Por una parte, reciben un mensaje claro y sin cortapisas: la prioridad número uno del país es el crecimiento económico. Por la otra, no ven acción alguna que contribuya a atraer su inversión. Tratándose de empresas propiedad de extranjeros (típicamente europeos, asiáticos o norteamericanos), su lealtad no es a un país en abstracto sino a las oportunidades que éste puede ofrecer. Por ello sus decisiones constituyen una medida por demás objetiva de la realidad económica y del entorno político y regulatorio que caracteriza al país.

Las empresas multinacionales reconocen en México dos cualidades excepcionales. La primera es su cercanía con el mercado más grande del mundo y esa realidad geográfica constituye una atracción sin paralelo en el planeta. Nosotros podemos estar muy orgullosos de contar con la red más grande de tratados de libre comercio, pero ello refleja menos nuestras capacidades que el interés de otros por acercarse al mercado estadounidense a través del TLC norteamericano. En otras palabras, nuestra principal fuente de atracción no son las condiciones que podemos ofrecer, que en realidad son muy pocas, sino el acceso, que alguna vez fue excepcional y privilegiado, al mercado estadounidense. La segunda cualidad que esas empresas coreanas y francesas, canadienses y japonesas, reconocen en México es el potencial del mercado mexicano. Lamentablemente, ese mercado no ha prosperado mayor cosa en los últimos años y, en la medida en que la economía norteamericana siga cabizbaja, el atractivo que podemos representar para la inversión del exterior es por demás magro.

Irónicamente, las cifras de inversión extranjera captada por el país no reflejan este desencanto. De acuerdo a las estadísticas, la inversión extranjera ha crecido aproximadamente de diez a doce mil millones de dólares por año a lo largo de la última década, cifra que duplica los montos en el rubro antes de la negociación del TLC. A juzgar por las cifras crudas, parecería evidente que no tenemos un problema con la inversión extranjera y que, en todo caso, cualquier dificultad se explica sobre todo por la recesión internacional. Desafortunadamente, esa conclusión no es la única posible y sólo sirve para tranquilizar a los burócratas, pero no  al resto de los mexicanos.

Si uno analiza la evolución de la inversión extranjera en el país, lo que resulta impactante es el que en la actualidad la abrumadora mayoría de ella se dirige a la adquisición de empresas ya existentes, siendo que en el pasado ésta se orientaba a la creación de nuevas fuentes de riqueza y empleo. Esto no es malo en sí mismo, pues las empresas adquiridas tienden a modernizarse y elevar su productividad con gran velocidad, lo que se traduce en más producción, exportaciones, empleos, etcétera. Pero la nueva tendencia sí refleja claramente un cambio en la importancia que tiene el mercado mexicano para esas empresas.

Antes, las multinacionales veían a México como una base de operaciones para exportar al mercado norteamericano y como un espacio de producción para el mercado mexicano. Esa estrategia requería grandes inversiones, con una escala suficiente para poder ser competitivas a nivel global. Así nacieron muchas de las grandes plantas automotrices asentadas en estados como Jalisco, Guanajuato, Coahuila y Sonora, entre otros; lo mismo fue el caso para las industrias química y petroquímica en la zona del Golfo de México.

Aunque muchos desprecian a las maquiladoras como si fueran algo inmoral, muchas de las plantas industriales más grandes, complejas y modernas que existen en el país se crearon bajo ese régimen legal, independientemente de que ahora son indistinguibles del resto, excepto porque tienden a ser mucho más eficientes y productivas que las demás. Toda esa inversión del exterior es responsable de por lo menos la mitad de las exportaciones manufactureras de los últimos años, exportaciones que constituyeron el principal motor de crecimiento de la economía en general. Nada que pueda despreciarse.

Pero la realidad actual es sensiblemente distinta. Hoy la mayoría de las nuevas inversiones se orienta a la adquisición de empresas existentes con el objeto de participar en el mercado mexicano o aprovechar oportunidades más limitadas de exportación. La suma de una menor competitividad de la economía mexicana con la falta de nuevas oportunidades de inversión, ha hecho que los inversionistas del exterior se contenten con permanecer en un mercado que, por su tamaño y localización, no pueden ignorar, pero al que no le ven un particular atractivo para establecer una base de operaciones dirigida al mercado norteamericano. Otras naciones, particularmente China, han comprendido esa lógica y se han convertido en un formidable competidor por esa inversión.

Lo cierto es que lo que observan los inversionistas del exterior no es distinto a lo que perciben los empresarios mexicanos. La diferencia reside en que para estos últimos el país es una prioridad fundamental en sus preferencias de inversión, pero no cabe la menor duda de que ambos están conscientes de los mismos problemas, como hace poco lo señaló el presidente de uno de los consorcios industriales más importantes de Monterrey. El país se ha estancado, la productividad ha disminuido, los costos se han elevado y el atractivo para invertir disminuye casi de manera inversa a la verborrea que producen los políticos y burócratas respecto al crecimiento de la economía. Todos hablan de crecimiento y de atraer la inversión, pero nadie hace nada para que ésta se haga realidad.

La economía mexicana se ha estancado no porque la economía norteamericana se encuentre en recesión ni por el manejo de la macroeconomía (sin el cual estaríamos sumidos en un caos económico como tantos otros en el pasado), sino por la ausencia de oportunidades de inversión y de regulaciones que alienten la inversión y la competencia en la economía. A ello se suman las enormes barreras que limitan la inversión en sectores como el de las comunicaciones, la energía, la electricidad, la petroquímica, entre otros. El país quiere crecimiento pero no alienta la inversión que lo podría hacer posible.

Los obstáculos que existen a la competitividad en el país son muchos y de muy variada naturaleza. Algunos responden estrictamente a nuestra legendaria mitología histórica, en tanto que otros reflejan aquellos intereses particulares que se verían perjudicados si se eliminaran esos obstáculos. Muchos de esos mitos protegen a esos intereses de una manera tan efectiva que los hace intocables. Por ejemplo, aunque hay buenas razones políticas e históricas para el régimen legal que gobierna a las industrias eléctrica y petrolera, la mitología que los circunda impide reconocer los cambios tecnológicos que han tenido lugar (y que hacen posibles y rentables inversiones relativamente pequeñas en generación y distribución de electricidad), mientras protegen los intereses de sindicatos que no hacen sino expoliar a costa del conjunto de la población. En muchas ocasiones, la soberanía se ha convertido en un mito y, por lo tanto, en un obstáculo al desarrollo del país. Como excusa para no realizar los cambios en el régimen legal, los arranques patrióticos son por demás pobres y, sin embargo, algunos partidos le han sacado un kilometraje de verdad impresionante en este terreno, para no hablar de los auténticos intereses que se esconden detrás.

Las quejas y preocupaciones de los empresarios y de las empresas multinacionales no hacen sino precisar la gravedad de nuestra situación. La economía mexicana ha logrado mantenerse estable, pero no ha crecido de manera significativa en varios años. Al inicio de los noventa, la inversión creció de manera sensible gracias a dos elementos: uno, la privatización de empresas paraestatales que de manera directa atrajo flujos de inversión a sectores tan variados como la banca, las comunicaciones, los fertilizantes, el acero y demás; y dos, la expectativa de que las reformas que se iniciaron al final de los ochenta se profundizarían y harían cada vez más competitiva a la economía mexicana. En los primeros años de los noventa, algunas empresas multinacionales enfilaron todas sus baterías hacia el país y crearon una base exportadora excepcionalmente productiva y exitosa; esas mismas empresas siguen manteniendo aquellas plantas en el país, pero buena parte de sus nuevas inversiones se está localizando en China.

Parte de la explicación de este cambio tiene que ver con la propia economía china y con el dinamismo de la región asiática. Pero muchas de las inversiones que hoy se localizan en China, sobre todo de empresas estadounidenses orientadas al mercado norteamericano, igual podrían haberse localizado en México. Que no ocurra así debería ser materia de enorme preocupación, pues constituye una evidencia contundente de que algo en el país no está funcionando.

Si de verdad queremos resolver el problema de crecimiento de la economía mexicana tenemos que comenzar por ser honestos sobre nuestras propias condiciones. El problema no reside en la competencia china pues, al igual que en México hace unos años, su principal atractivo consiste en el bajo costo de su mano de obra y la promesa de acceso al mercado más poblado del mundo, sino en el hecho de que seguimos compitiendo en función del bajo costo de la mano de obra y de una promesa al futuro. Para impulsar el desarrollo del país, debemos comenzar por concentrarnos en los temas de fondo, que también son, con la mayor de las frecuencias, los temas y sectores de la economía copados  por intereses protegidos y mitos que les acompañan, como la educación, la infraestructura, la energía eléctrica, la fortaleza fiscal del gobierno y la competitividad en general. El país progresará sólo en la medida en que enfrente sus problemas de manera directa y no con pura y vetusta retórica; de lo contrario, renunciemos de una vez por todas a la búsqueda de un pretendido desarrollo que nunca llega.

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A qué le tiras cuando sueñas mexicano…

Luis Rubio

Justo cuando parecía que las estrellas comenzaban a alinearse a favor del proyecto de reformas promovido por el Ejecutivo, los ayatolas del PAN, si no es que el gobierno en pleno, optaron por abrir una nueva caja de Pandora. Sin decir “agua va” o, en el peor de los casos, ajenos a la más elemental cortesía con sus aliados del PRI en el proyecto reformista, a quienes no se tomaron la molestia de informar, los líderes panistas en el congreso decidieron convocar a un juicio de procedencia en contra de un senador del PRI, presuntamente involucrado en el llamado Pemexgate, con el objeto de retirarle el fuero de que goza en su calidad de legislador y proceder penalmente contra él. Voceros del gobierno y del PAN han argumentado que la necesidad de avanzar las reformas  urgentes para el país no puede estar por encima de la impunidad. En términos éticos, el planteamiento es impecable, pero si la historia reciente sirve de guía, lo más probable es que el proceso judicial no prospere y, en cambio, que el proyecto de reformas quede varado, una vez más.

El gobierno del presidente Vicente Fox no acaba de decidirse entre las dos corrientes por las que ha oscilado en sus primeros tres años en la presidencia. Desde el principio, el gobierno se ha caracterizado por una confrontación abierta entre quienes consideran que es imperativo romper con el pasado, evidenciar la corrupción de entonces y lanzar una línea de acción gubernamental radicalmente distinta que no sólo marque una diferencia, sino construya un fundamento distinto para el futuro; y los que argumentan de manera sistemática que las elecciones del 2000 no le dieron al gobierno un mandato definitivo de cambio y que su única alternativa es negociar con el partido (o los partidos) que le pueden dar la certidumbre de avanzar su agenda de cambio. Aunque ambas corrientes coinciden en que el éxito del gobierno depende su capacidad para marcar las diferencias, la segunda se distingue por su pragmatismo: lo importante es cómo salir adelante. Para los primeros, este planteamiento es absurdo: cómo es posible, afirman, que se pretenda avanzar una agenda de cambio con quienes no quieren cambiar, es decir, con quienes crearon y se benefician del statu quo. Como se ve, las posturas éticas y pragmáticas de cada una son contrastantes.

Después de tres años de gobierno y varios cambios de gabinete, esta disputa sigue en el mismo lugar. Los pragmáticos del gobierno no han logrado impulsar su agenda y los moralistas han hecho mucho ruido, sin conseguir que al menos algún personaje del pasado pague por corrupción. Un poco por falta de astucia política y jurídica y otro tanto porque, a final de cuentas, existe un marco legal que confiere recursos a los inculpados (y que, aunque sin duda inadecuado, no deja de ser el punto de referencia para cualquier acción judicial), la agenda de cambio y lucha contra la impunidad sigue estancada, al igual que la agenda de reforma económica y, por qué no decirlo, al igual que el país en su totalidad. El gobierno del cambio se está convirtiendo en el gobierno del estancamiento y la parálisis.

El fenómeno que nos ha tocado vivir en estos años es digno de preocupación. Los votantes dieron su veredicto en julio pasado cuando, más que cualquier otra cosa, reprobaron al gobierno por su incompetencia. No es que los votantes hayan premiado al PRI o castigado al PAN (los números no justifican esas lecturas), sino que juzgaron al gobierno ya no como “el gobierno del cambio”, sino como el gobierno a secas. Como toda gestión, la del presidente Fox está siendo juzgada por su calidad  y el resultado es, a todas luces, evidente.

Pero antes de que otros partidos, los precandidatos y los enemigos del proyecto de reformas comiencen a salivar con los desatinos del gobierno actual, es fundamental comprender la precariedad de nuestra realidad. En la economía, ámbito que, es obvio, tiene el mayor impacto sobre el sentir popular, el estancamiento comienza a adquirir patrones de permanencia. Es decir, hay cada vez más señales que revelan una economía estancada, que carece de los medios más elementales para salir de su letargo. Aunque la economía mexicana se diferencie de las de sur del continente por el control que se ejerce sobre las variables macroeconómicas, resulta evidente que esto es una condición necesaria, pero no suficiente, para lograr una recuperación sistemática y duradera del crecimiento. El verdadero problema reside en que la economía mexicana ha dejado de ser competitiva frente al resto del mundo.

El indicador más apremiante de nuestra situación es la caída sistemática de la productividad en el país desde hace algunos años. Esta tendencia refleja problemas por todos conocidos como los relativos a la baja calidad e insuficiencia de la infraestructura, la inexistencia de mano de obra calificada y la falta de avance en el terreno tecnológico. Estos factores detienen el progreso de la economía e impiden que el país avance, genere riqueza y cree empleos. Una anécdota ilustra mejor lo anterior: hace unos días, el mayor empleador privado del país, una empresa llamada Delphi, en el sector de autopartes, amenazó con parar su expansión en el país si no se mejora sensiblemente la calidad de la infraestructura, sobre todo en la región fronteriza, y se modernizan y agilizan los procedimientos burocráticos para la exportación e importación. La pérdida de un cuarto de millón de empleos en la industria maquiladora es también sugerente. La decisión de muchos inversionistas (mexicanos y extranjeros) de no instalarse en el país ante la potencial escasez de fluido eléctrico, constituye otra pieza de un rompecabezas que pinta un futuro nada halagüeño para el desarrollo del país.

Cada uno de estos temas puede tener una explicación, pero el conjunto crea un panorama de incertidumbre que no sólo no sirve para resolver las dificultades que apremian, sino que además atenta contra la viabilidad misma de la economía. El problema no es uno de recursos, sino uno de esencia. Hace treinta años, el futuro económico de un país se determinaba a partir de decisiones internas, sin relación alguna con el resto del mundo. Hoy en día, el éxito de un país se mide por lo que hacen o dejan de hacer los demás. China, por ejemplo, gana terreno no porque pague salarios más bajos (aunque esto sea cierto en algunos sectores), sino porque ha modernizado su estructura productiva, creado una infraestructura moderna y competitiva y transformado su sistema educativo. El éxito chino es resultado de una estrategia consciente, no es producto de la casualidad. De la misma forma que nuestro rezago actual es resultado de la incompetencia del gobierno (presente y pasados) y de la negligencia de los legisladores. El estancamiento es producto de una combinación perversa de malas acciones e inacción.

Es a la luz de esta realidad viva y fundamental para la gente que debe evaluarse la súbita decisión de avanzar en el tema del Pemexgate. Por supuesto que el gobierno no puede condonar la impunidad o hacerse de la vista gorda frente a los procesos y tiempos judiciales, pero la política es, ante todo, el manejo de los tiempos. No hay nadie en el mundo político actual –tanto quienes apoyan como los que se oponen a las reformas-, que no reconozca que el actual periodo de sesiones podría ser la única ventana de oportunidad para avanzar la agenda de reformas antes de que se inicie de lleno el proceso preelectoral, primero con los relevos en once gubernaturas hasta el fin del sexenio y después con la lucha por la presidencia. Más aún, la coordinadora del PRI en la Cámara de Diputados se juega su futuro político en su alianza con el gobierno en materia de reformas, como mostró su excepcional discurso el pasado primero de septiembre.  Siendo así los tiempos políticos, la pregunta pertinente es por qué romper cualquier posibilidad de avanzar la ambiciosa agenda legislativa y destruir la única alianza que a la fecha ha logrado construir el gobierno en el poder legislativo, si lo mismo se podía avanzar en seis meses, luego del final del actual periodo legislativo.

Al igual que lo ocurrido en el inicio del affaire Pemexgate, el gobierno actúa sin claridad de rumbo, sin conciencia de los tiempos políticos y sin estrategia. En aquella ocasión, el proceso político se detonó luego de una filtración que no fue debidamente administrada e hizo público algo para lo que no existía, al menos en ese momento, el debido sustento jurídico. Hace un año, el gobierno se jugó su credibilidad en el enfrentamiento con los líderes petroleros, supuestamente responsables del Pemexgate, y entonces logró salir a flote más por las circunstancias que por su capacidad o habilidad política, legislativa o judicial. Podría ser razonable atribuir aquellas desavenencias al desconocimiento e inexperiencia. Sin embargo, cuando vuelve a incurrir en los mismos errores, ya no es posible sostener la misma afirmación; en esta ocasión resulta evidente que o bien el gobierno no tiene claridad de propósito o  el presidente no controla a su equipo, o ambas. El hecho incontrovertible es que el gobierno tiene una propensión ilimitada para disparase solo en el pie.

Más allá de los errores e inhabilidad gubernamental para aprender, el otro lado de esta comedia no es menos pírrico. Como era de esperarse, los priístas han reaccionado ante la afrenta panista con todo el aplomo de un partido que se siente seguro de su futuro. Lo que no es seguro es que la defensa a ultranza de un miembro “distinguido” del sindicato más corrupto y denostado por la población tenga sentido político. Además de vergonzosa, la estrategia priísta no es menos paradójica que la del PAN.

Si lo que estuviera de por medio fuese meramente la credibilidad o trascendencia del gobierno actual, el problema sería en buena medida digno del anecdotario político y nada más. Pero la realidad es que se trata de un asunto fundamental para el desarrollo del país y, más inmediatamente, para la sobrevivencia de millones de mexicanos que, a causa de la parálisis de los políticos, no encuentran empleo o posibilidades de mejoría. Su mejor alternativa acaba siendo la preferida por el gobierno actual, el empleo informal (que es, por cierto, ilegal), o la migración hacia el norte, por la que han optado muchos mexicanos. Triste país uno que depende de tantos  políticos incompetentes.

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País sin rumbo

Luis Rubio

Quizá no haya calamidad mayor para el país que la ausencia de un sentido de dirección. Si bien algunos componentes de la vida pública, como la economía, cuentan con estrategias que la orientan, existe un profundo desacuerdo sobre la bondad de esas estrategias e, incluso, sobre si éstas son las adecuadas. El discurso político está plagado de llamados a generar un consenso en torno al futuro; incluso, algunos legisladores van más allá, convocando a la construcción de instituciones que permitan arribar a tal consenso, como si eso fuese competencia de una élite privilegiada. El problema de México no reside en la ausencia de consensos, algo que, además de difícil, si no es que imposible de lograrse, tiende a representar los intereses de quienes elaboran sus términos y no los de la sociedad en su conjunto. En vez de consensos, los mexicanos deberíamos abocarnos a definir instituciones y reglas del juego que permitan a todos participar en la construcción del futuro, en lugar de seguir perdiendo el tiempo en utopías inalcanzables.

Pocos países en el mundo gozan de la existencia de un consenso respecto a las metas que la sociedad tiene que alcanzar en el curso de su devenir histórico. Es posible que algunas naciones étnicamente uniformes y/o con pocas disparidades socioeconómicas, como podrían ser Finlandia, Singapur o Noruega, sean capaces de articular grandes acuerdos nacionales que orientan tanto el actuar de sus gobiernos como de la sociedad en general. Pero para todo el resto del mundo, la noción misma de un consenso es absurda en parte, quizá, por indeseable pero, en cualquier caso, por imposible. Las sociedades exitosas no cuentan con grandes acuerdos societales que pretenden abarcarlo todo, sino con algo mucho más trascendental: con acuerdos sobre las reglas que habrán de guiar las decisiones y, de hecho, el modo de actuar tanto de los ciudadanos como de los gobernantes. Si queremos llegar a sentar las bases de un país sólido, funcional, democrático y rico, tendremos que avanzar en torno al desarrollo de un conjunto de reglas a las que toda la población se ciña y que el gobierno es responsable de hacer cumplir. Eso es lo que caracteriza a las naciones exitosas.

La adopción de reglas del juego claras, específicas y asociadas a un mecanismo que las haga cumplir, no sólo resolvería nuestra permanente incapacidad para conferirle certidumbre a la ciudadanía, en cualquier ámbito de su actividad, respecto a sus derechos y obligaciones, sino que también crearía un sentido de dirección para el desarrollo del país. A México le urge un consenso no en torno al objetivo del desarrollo, algo imposible de alcanzarse, sino en torno a las reglas del juego que harían posible la consecución de tal objetivo. Es decir, se trata de la necesidad de un acuerdo en torno al punto de partida y no al de llegada; en otras palabras, de una reforma a las instituciones del país a fin de que sea posible que la población tome decisiones dentro de un marco en el que los medios y los procedimientos gozan de legitimidad, abriendo con ello oportunidades que ningún consenso puede siquiera pretender originar. Puesto en otros términos, el concepto, un tanto pomposo, de “reforma del Estado” debería consistir menos en la adopción de grandiosos objetivos y más en la definición de las reglas del juego para el funcionamiento de la sociedad, la economía y la política. El tema es los medios, no los objetivos.

Desafortunadamente, poco en el debate político actual se refiere al cómo del desarrollo. Los políticos y los partidos, siguiendo una larga tradición histórica, siguen pensando en términos del mundo ideal que les gustaría construir, en vez de abocarse a temas más prácticos y mundanos como los relativos a la forma en que éstos podrían ser alcanzados. Cada uno de los partidos políticos ofrece una visión de futuro. Se trata de planteamientos ambiciosos de lo que debería ser el país. Su visión anima el discurso de sus líderes, candidatos y representantes populares. Con frecuencia, esa visión suele estar en permanente contradicción con la del resto de los partidos y, mucho más grave, parte de la descalificación de las demás. El futuro no se plantea como un espacio en el que toda la ciudadanía tiene un lugar, sino uno en el que sólo sus huestes tienen cabida. Todos los demás están excluidos. Su visión acaba siendo una utopía privada.

En las naciones más exitosas y civilizadas, el discurso político, la ideología y la visión de cada partido contrasta fuertemente con la de los demás. Estas diferencias permiten a los partidos plantear sus posiciones, atraer votantes e imprimir su propio rumbo al desarrollo cuando se encuentran en el gobierno. Pero no niegan a las demás fuerzas políticas su derecho a abrazar una visión distinta. Más importante, todos los partidos, independientemente de su ideología o retórica, se someten a las reglas del juego que, implícita o explícitamente, se encuentran consagradas en el marco legal. De esta manera, aunque los Laboristas en el Reino Unido tienen una visión que contrasta con la de los Conservadores, ambos partidos aceptan la legitimidad del otro. Antes que Laboristas o Conservadores, son ciudadanos que viven sometidos a reglas (medios) que determinan el espacio y los límites de su actuar. Lo mismo ocurre en el resto del mundo civilizado: igual en España que en Alemania, Japón y Estados Unidos. La pregunta es cómo podríamos nosotros avanzar en esa dirección.

Si uno sigue los debates legislativos en torno a los temas espinosos de la agenda pública, lo que resalta es una lucha permanente entre visiones titánicas que, independientemente de su viabilidad o, más  importante, de si son deseables o no, tienden a ser igualmente excluyentes. Pero el problema no reside en los individuos que enarbolan causas políticas o partidistas. La conjunción de políticos compitiendo por el avance de su proyecto e interés puede ser el ingrediente necesario para hacer posible la conformación de reglas para la toma de decisiones. Es decir, reglas que incentivan a los gobernantes a actuar en favor de sus representados, que impiden el crecimiento de gobiernos tiránicos y que limitan el daño que sus decisiones le pueden causar a una nación. Un proceso de competencia política y conflicto entre políticos y partidos puede ser, de hecho, debe ser, el ingrediente para un gran acuerdo político sobre el marco de acción y decisión para el país.

Madison, el gran arquitecto de la democracia norteamericana, partió del principio de que los hombres, comenzando por los políticos, no son ángeles ni personas virtuosas y que por ello es necesario un gobierno. Si la virtud fuese la característica preponderante en la interacción humana, el gobierno sería innecesario. De esta manera, en lugar de esperar a que individuos excepcionales se dediquen a las labores públicas de manera intachable, Madison prefiere que se creen instituciones que obliguen a los individuos a comportarse de una manera tal que su mejor interés personal coincida con el del interés nacional. Madison, partía así del reconocimiento de que los hombres son egoístas por naturaleza y que la mejor manera de gobernar a una nación es alineando los intereses de esos individuos egoístas con el del conjunto del país.

El debate nacional lleva años perdido en la búsqueda de individuos virtuosos. Ciertamente nadie en la política mexicana supone que sus pares son virtuosos, pero la expectativa discursiva parece siempre abrigar la esperanza de que habrá un salvador. Por décadas, un presidente tras otro iniciaba su periodo prometiendo el Nirvana y, en la mayoría de los casos, dejaba al país en el ocaso. Terminada la era priísta, la atención y esperanza de la población se cifró en “el cambio”, una fórmula mediática que habría de resolver todos los problemas de un plumazo. Bastaba un voto útil para que todo cambiara.

Y todo cambió, excepto la realidad cotidiana de la población. El cambio político que comenzó hace tres años ha transformado la naturaleza de la política nacional, modificando los patrones de comportamiento de los partidos y políticos y, al mismo tiempo, regresado al país a la era de la incertidumbre sobre todo: desde el futuro de la economía hasta el cumplimiento de las leyes. Una y otra vez, ejecutivo y legislativo han chocado porque no existe un marco que les obligue a colaborar o, en todo caso, que empate los objetivos de unos y otros con los del país. Esto no implica que exista deshonestidad entre ellos, sino que su actuar no tiene por efecto el avanzar el desarrollo del país que es, a final de cuentas, su principal responsabilidad.

El país requiere, de hecho, exige, un consenso. Pero ese consenso no debe (ni puede) ser sobre los objetivos. El consenso debe ser sobre los medios que harían posible la construcción de ese futuro. Medios como las elecciones, que permiten decidir quién nos va a gobernar y cuyo resultado debería ser no sólo acatado por todos, sino respetado como la voluntad del país. Medios como las resoluciones judiciales, cuyo efecto debería ser exactamente el mismo. Las reglas que hacen funcionar a una sociedad tienen que ver con todo ello: con la elección de gobernantes y con la resolución de disputas; con la definición de la política económica y con las salvaguardas que deben gozar los ciudadanos para proteger sus derechos; con los derechos elementales y con la protección de las minorías; con la permanencia de las leyes y la existencia de mecanismos de protección contra la arbitrariedad política o burocrática. En suma, las reglas que hacen posible la convivencia en una sociedad y factible que la población, cualquiera que sea su ámbito de actividad, se dedique a construir en lugar de lidiar con una incertidumbre permanente, y con todo lo que ello implica.

Nuestro gran tema hoy no es el de acordar sobre el futuro, sino resolver sobre cómo vamos a llegar ahí. Los temas que el ejecutivo y los legisladores debieran estar atendiendo y negociando, son los relativos al diseño y construcción de las instituciones que harían posible la certidumbre y el desarrollo en el largo plazo. El marco institucional actual no cumple ese cometido. A tres años del inicio de esta nueva aventura política, es imperativo avanzar hacia adelante comenzando por ver el cómo, antes de intentar determinar el qué.

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El desconcierto del estancamiento

Luis Rubio

La paradoja del estancamiento que caracteriza al país es que éste lo invade todo: la economía, la política, el gobierno, el legislativo, pero sobre todo la mente de quienes tienen el poder y la responsabilidad de decidir hacia dónde dirigirnos. Ese estancamiento choca directamente con una realidad tangible: la solución a nuestros problemas es clara; la capacidad del sistema político mexicano de actuar en consecuencia no lo es. Los problemas y dilemas que enfrentamos son por demás evidentes y las acciones que son necesarias para resolverlos también. El verdadero problema es que nadie parece dispuesto a dar el paso: la combinación de intereses particulares, ceguera ideológica, indecisión, incompetencia y desidia han acabado por paralizar al país y le están negando oportunidades de desarrollo a toda la población.

El diagnóstico fácil es decir que la población está agobiada por los cambios y que lo único que quiere es el retorno a la normalidad. Este examen es no sólo falaz, sino que esconde el verdadero origen y centro neurálgico de la problemática que enfrentamos. Ciertamente, la población muestra desasosiego, enojo por la falta de oportunidades y cansancio por cambios que no parecen producir un horizonte de desarrollo razonable y asequible. Pero esa sensación de impotencia y hasta desesperación no es casual sino el resultado de la incompetencia de los gobernantes para resolver los problemas del país. La población no es quien experimenta fatiga respecto a las reformas que hacen falta; son los políticos quienes han optado por renunciar a su responsabilidad de actuar para que el país salga adelante.

Aunque las décadas de los setenta y ochenta son idealizadas por muchos políticos, en realidad representan un periodo en el cual se destruyó la estabilidad de la economía, se minó la salud del sistema financiero y se inauguró una era de virtual hiperinflación, con todos sus nefastos efectos sobre la estabilidad familiar y la tranquilidad de la población. El país no se encontraba en buenas condiciones cuando se iniciaron las reformas a la economía; más bien, las reformas fueron la respuesta de sucesivos gobiernos a la incapacidad de la economía para reencontrar su rumbo luego de la crisis de endeudamiento de 1976 y 1982. En este sentido, no hay a dónde regresar: nuestra única alternativa es actuar para eliminar, de una vez por todas, las causas que atrofian al sistema político y avanzar hacia la construcción de un basamento sostenible para el desarrollo de la economía en el largo plazo.

Los temas específicos de la agenda económica no están en disputa. Lo que se discute es la dirección de la economía y del país en general. Es decir, no hay acuerdo sobre el camino que debe seguir el país y eso explica por qué no es posible alcanzar acuerdos en los temas concretos, aunque éstos sean por demás evidentes. Para algunos partidos y políticos, la opción es retornar a los años cincuenta y sesenta, cuando todo parecía funcionar sin mayor conflicto; para otros, el modelo son los setenta, cuando la burocracia hizo de las suyas, sin control democrático o contrapeso alguno. Muchos otros sueñan con un desarrollo autónomo (whatever that means), en tanto que otros más idealizan un pasado ficticio.

Pero independientemente de las preferencias o los sueños (y pesadillas) particulares, ninguna persona con un mínimo de honestidad y sensatez puede dejar de reconocer que la agenda consiste en temas muy concretos y específicos: a) la capacidad del Estado mexicano, o sea, del ejecutivo y legislativo en conjunto, de tomar decisiones; b) la economía de mercado y cómo hacerla funcional; c) la relación con Estados Unidos; d) la seguridad pública, la legalidad y el Estado de derecho; e) la inevitable globalización; y f) las políticas que son necesarias para facilitar y acelerar el ajuste de la población, la economía y la sociedad en general a las nuevas realidades nacionales e internacionales. Uno puede agregar algún tema o darle un sesgo distinto a los arriba mencionados, pero nadie puede soslayar la imperiosa necesidad de enfrentar todos y cada uno de estos temas y que mientras más tardemos en hacerlo peor será la parálisis y mayores sus costos económicos y sociales.

La agenda nacional es explícita, pero no así nuestra capacidad para avanzarla. En ausencia de una capacidad de imposición, como la que existió con el presidencialismo de la era priísta, o de un consenso social en torno al camino que debe seguir el país, la gran pregunta es cómo podremos enfrentar al toro y salir adelante. El desempeño del poder legislativo a partir de 1997 ilustra bien el dilema político que tenemos enfrente: en lugar de verse a sí mismos como una fuente de liderazgo y desarrollo equilibrado del país, los legisladores (y sus partidos) se han deleitado al cobrar supuestas facturas por el maltrato que a nombre del ejecutivo recibieron en el pasado, impidiendo así que se consolide una nueva estructura institucional que no sólo sirva de peso y contrapeso respecto al ejecutivo, sino que también aliente el desarrollo del país. Mientras las exportaciones crecían, el costo de su desempeño parecía pequeño; ahora que el crecimiento de las exportaciones se ha detenido, el costo de la inacción de nuestros supuestos representantes es cada vez mayor. Lo peor de todo es que los legisladores muestran de forma ostensible que no representan a la población, sino a sus partidos, a sus corruptas ideologías y a intereses particulares que buscan su beneficio sin consideración por el desarrollo del país.

El estancamiento que caracteriza al país no es un fenómeno económico inexplicable; más bien, es consecuencia directa de la incompetencia de nuestros políticos, quienes han preferido privilegiar a sindicatos y empresas específicas, cuando no a valores ideológicos irrelevantes, mientras la población padece desempleo, merma del ingreso familiar y desesperación. De seguir por este camino, el país va a entrar en otro más de sus procesos destructivos aunque, con suerte, esta vez sin el componente de crisis financiera. El punto de fondo es que nuestros gobernantes (en todas las instancias y niveles) están probando ser tan eficaces como los de la más pobre, corrupta y retrasada nación africana.

Algunos partidos asumen que el horizonte les resulta favorecedor, sobre todo a la luz del resultado de las elecciones recientes. Sin embargo, esos comicios complicaron el panorama político antes de aclararlo. En el PRI, por ejemplo, se vanaglorian del resultado de las elecciones: efectivamente, a juzgar por el número de curules con que contarán en la próxima legislatura, el voto popular les favoreció. Pero los priístas saben bien que su triunfo no fue arrollador y que no obtuvieron mandato alguno. Lo único claro de la elección reciente es que la población reprobó al presidente, porque, si uno analiza las cifras con detenimiento, aún el PRI, el partido que ganó más escaños en la próxima legislatura, experimentó un descenso en su porcentaje de votación, muy en línea con la tendencia que se observa desde hace más de una década. La población no refrendó a partido ni filosofía alguna, ni mucho menos la vuelta al pasado o la adopción de un modelo económico distinto que algunos de los legisladores más retrógrados sugieren. La escasa votación de quienes acudieron a las urnas no hizo sino preservar un statu quo inestable y disfuncional en el que lo único certero es que nada avanza.

El impasse parece ser la característica de los tiempos. Sin embargo, si el estancamiento, y su creciente agudización, no generan acción por parte de los políticos, la pregunta relevante es ¿qué o quién lo hará? La sociedad mexicana no se ha adaptado a la competencia que entraña la globalización, en tanto que los políticos no se han adaptado al fin del presidencialismo. Este entorno premia la divergencia además de penalizar la construcción de consensos, pero a la vez demanda liderazgo donde no lo hay y, peor, donde ya no lo puede haber, al menos en el sentido tradicional. Es decir, pervive la expectativa de que son no sólo posibles, sino necesarias soluciones al viejo estilo, o sea, las emanadas de un presidente impositivo y todopoderoso, cuando ya no existen los instrumentos para que eso sea posible. Y mientras estos desencuentros dominan el panorama nacional, la economía pierde competitividad y el potencial de salir adelante disminuye.

Una evaluación honesta del momento actual arroja un dato indiscutible: la solución a los dilemas nacionales no saldrá del ejecutivo. Tampoco del Senado, cuyo comportamiento y desempeño en los últimos años deja mucho que desear. Esto nos deja con un solo reducto institucional para la transformación del país: el nuevo congreso. No hay muchas razones para el optimismo, excepto el que pudiera desprenderse del enorme desprestigio de la legislatura saliente. Uno esperaría que ninguno de los nuevos diputados desea terminar como sus pares actuales. El problema es que, a pesar de la claridad de la agenda nacional, los nuevos diputados tienen ideas y diagnósticos propios, muy distantes de las necesidades y urgencias del país, así como de la economía o la población en general.

La urgencia reside en hacer funcional al gobierno mexicano, adoptar cabalmente la economía de mercado (con todo lo que eso implica), entendernos con Estados Unidos y crear mecanismos que hagan posible la adecuación de la población y de las empresas con la nueva realidad. Todo el resto es perder la brújula. El dramático contraste entre los países que han sido exitosos en sus estrategias de desarrollo y los que se han estancado, da cuenta de que, en materia de desarrollo, puede haber matices locales, pero la esencia reside en la ortodoxia. La pregunta es si los nuevos legisladores optarán por posponer, una vez más, el avance del país, o tomarán el toro por los cuernos para encabezar la transformación que hace falta. ¿Alguien quiere apostar?

 

Los bancos, el IPAB y la carabina de Ambrosio

Luis Rubio

Una mentira que se repite mil veces, decía Goebbels, el ministro Nazi de propaganda, acaba siendo percibida como una verdad cualquiera. Las mentiras del Fobaproa son literalmente infinitas, pero han tenido la virtud, en términos que el propio Goebbels habría aprobado, de reducir y simplificar un tema por demás complejo, costoso y lleno de aristas de todo tipo, a un escándalo en el que no hay más que cuatro villanos frente a un mundo de políticos virginales. Nadie puede tener ni la menor duda que el manejo de la crisis bancaria luego de la devaluación de 1994 fue desastroso, oneroso y pésimamente conducido. Pero nada de eso justifica adoptar una postura voluntarista que viola flagrantemente la ley y que corre el riesgo de convertirnos en una nación paria para cualquier futuro inversionista.

El tono escandaloso que ha adquirido el debate en torno al Fobaproa en las últimas semanas responde al hecho tangible de que éste resulta costosísimo en términos de pesos y centavos, pero también por su impacto en la sociedad mexicana. En el Fobaproa hay de todo: funcionarios honestos y corruptos; banqueros competentes y ladrones; acreditados vivales y deudores deseosos, pero incapaces de cumplir con sus obligaciones. Por sobre todas las cosas, en el Fobaproa hubo una incompetencia meridiana por parte del gobierno, que no tuvo la capacidad de crear un programa que alcanzara los únicos objetivos relevantes de manera simultánea: proteger el ahorro de la población, mantener el sistema de pagos funcionando y hacer posible la rápida recuperación de la cartera o, en su defecto, facilitar su venta a terceros.

El Fobaproa logró algo que pocas veces se reconoce y que no es menor: mantuvo intacto el ahorro de los mexicanos, a pesar de que muchos, quizá la mayoría, de los créditos bancarios (los activos con que se amparaban esos ahorros), dejaron de pagarse o de mantener su valor original. Aunque efectivo en ese objetivo, la forma en que el Fobaproa se instrumentó, creó incentivos terriblemente perversos, que llevaron a que una infinidad de participantes en el proceso abusaran del mismo. La verdadera historia del Fobaproa, esa que el escándalo de estos días pretende ignorar y, de hecho, esconder, incluye toda clase de tropelías por parte de banqueros, autoridades, acreditados y deudores (entre los que hay empresarios, amas de casa, políticos y demás). Si bien muchos de estos fueron enteramente honestos, muchos otros acabaron siendo unos vivales comunes y corrientes que se beneficiaron del río revuelto con cargo al resto de la población.

Lo único certero de todo el tema del Fobaproa es la enorme confusión, parte de ella intencional, que produjo un rescate del ahorro que, no por necesario e inevitable, fue eficiente, equitativo o debidamente organizado. Por ello vale la pena recordar algunos puntos sobresalientes del mismo.

Cuando se produce la devaluación a finales de 1994, la mayoría de los bancos se encontraba en una situación ya de por sí precaria. La privatización de los bancos al inicio de los noventa no había sido concebida como un instrumento para desarrollar un sistema bancario fuerte, bien capitalizado y capaz de darle aliento a la economía mexicana, sino como un medio para elevar el ingreso fiscal. Esa prioridad llevó a que muchos de los bancos fueran vendidos a precios exorbitantes, que los nuevos dueños no aportaran el capital necesario (y de hecho, que muchos se endeudaran para pagarlos) y, sobre todo, que se otorgara una infinidad de créditos a personas y empresas que no estaban en las mejores circunstancias y que, con cualquier cambio en las condiciones del entorno, acabarían en la morosidad o el incumplimiento con sus obligaciones financieras. Así, para cuando llega la devaluación, muchos bancos se encontraban subcapitalizados, mal administrados y saturados de créditos riesgosos, susceptibles de ser impagables a la menor provocación.

La crisis devaluatoria provocó un caos en el sistema bancario y muy pronto resultó evidente que muchos bancos se encontraban en una condición por demás delicada y el ahorro de la población, en consecuencia, en franco riesgo. El gobierno respondió a través del Fobaproa, entidad que había sido creada precisamente para garantizar el ahorro del público, y de la Comisión Nacional Bancaria, que era la entidad responsable de supervisar el funcionamiento de los bancos. La estrategia gubernamental, vista en retrospectiva, probó ser inadecuada. En lugar de diseñar una estrategia con una aplicación general para todos los bancos que se encontraban en problemas, tomó decisiones particulares para cada banco, lo que provocó que la crisis se extendiera, que algunos empresarios y banqueros dejaran de preocuparse por cumplir con sus responsabilidades como acreedores y acreditados, se dedicaran a obtener beneficios para ellos mismos en la mitad del vendaval y que, finalmente, el costo del rescate, acabara siendo enorme. Mucho más importante que lo anterior fue que el gobierno optara por comprar la cartera mala de los bancos en lugar de hacer lo necesario para asegurar que el sistema de pagos se mantuviera funcionando. Este punto acabó siendo crucial.

Todas las crisis bancarias que se han experimentado en el mundo acaban requiriendo subsidios gubernamentales. En este sentido, no había nada de nuevo o criticable en el hecho de que el gobierno empleara subsidios en ese momento. El problema es que utilizó esos recursos para sostener a los bancos a través de la compra de cartera, en lugar de dirigirlos a los deudores para que éstos se mantuvieran al corriente de sus pagos mensuales, es decir, del mismo orden que antes de la crisis, en tanto que el gobierno absorbía la diferencia en el costo de los intereses que se habían disparado. Esto provocó que los deudores no pudieran pagar, que los banqueros no pudieran cobrar (a pesar de los esfuerzos que realizaron, muchos de ellos poco amistosos, por decir lo menos) y que todo el sistema de pagos quedara en entredicho. Es decir, de haberse apoyado los deudores a través de un subsidio a la tasa de interés, el sistema de pagos se habría mantenido en forma y muchas de las instituciones bancarias habrían podido sobrevivir, con un costo fiscal seguramente mucho menor. Pero el país acabó con una enorme deuda y en el camino destruyó una “cultura de pago” que tenía décadas de funcionar, al premiarse el incumplimiento y la tranza, cuyas consecuencias tomarán décadas en corregirse y que explican, al menos en alguna medida, la falta de inversión de la actualidad.

Entre 1995 y 1996 Fobaproa se prestó al abuso: algunos deudores dejaron de pagar, a pesar de que contaban con los fondos para hacerlo, y algunos banqueros se apoderaron de bienes y propiedades que no eran suyos. Dado que el gobierno estaba absorbiendo todos los errores, fraudes, malos manejos y torpezas de los propios funcionarios públicos, de los banqueros y de los acreditados, las tropelías fueron enormes. Si uno analiza las cifras, los peores abusos, con mucho, son los de los bancos que fueron absorbidos por el gobierno y de los cuales nadie parece querer acordarse. Pero los datos lo dicen todo: el 75% de los fondos que se destinaron al rescate del ahorro acabaron en las instituciones que representaban el 24% del sistema bancario y que, coincidentemente, eran los bancos peor capitalizados.

La ironía del debate de estos días es que los villanos de la película del Fobaproa son precisamente los bancos que estaban bien (o, al menos, mejor) capitalizados, que tenían al personal más experimentado para el manejo de los bancos mismos y del crédito y que, al sobrevivir, demostraron su experiencia y solidez. Eso por supuesto no los exime de cualquier fraude o error que pudiesen haber cometido, pero debería poner en perspectiva el problema que hoy enfrentamos. En el debate político actual y ante la opinión, los bancos que fueron intervenidos y después vendidos y que constituyen la abrumadora mayoría de la deuda del IPAB, entidad que substituyó al Fobaproa, quedaron limpios de deudas y obligaciones, mientras que los bancos que sobrevivieron y que le costaron al erario, en términos relativos, muchísimo menos, se han convertido en los causantes del conflicto y en el blanco de todos los ataques.

De acuerdo al  Artículo quinto de la Ley del IPAB, es su obligación reducir el costo fiscal del rescate de hace ocho años. Sin embargo, ninguna obligación puede justificar la violación de la ley. Es decir, la reducción del costo del rescate tiene que ceñirse estrictamente a lo que establece el marco legal. El  tema de fondo del Fobaproa no es el escándalo en que se pretenden convertir los pagarés que tienen en su balance las cuatro instituciones sobrevivientes, sino el riesgo de que, al tratar de reducir el costo del rescate, se viole la ley de una manera tal que haga dudar a cualquier inversionista futuro de realizar inversiones en el país.

En el fondo del tema del Fobaproa reside el pésimo manejo que se realizó, los errores que se apilaron, uno tras otro, en el proceso de toma decisiones inconexas y los abusos de los que nadie habla en la actualidad. Hay que recordar que el Fobaproa no fue más que el membrete tras el cual se apilaron los abusos de funcionarios incompetentes, de deudores que no pudieron o que decidieron no pagar y de bancos que aprovecharon la oportunidad para limpiar sus propios balances.

Lo que no es justificable es el linchamiento de los cuatro bancos sobrevivientes. Si hubo créditos que no debieron estar ahí, por supuesto que debe ser cobrados, pero siempre dentro del marco de la legalidad y no como resultado del voluntarismo ignorante e intransigente que caracteriza al entorno político actual. La conveniencia política del corto plazo es explicable, pero los costos del atropello que pretenden orquestar nuestros políticos podría acabar siendo mucho más costoso que el Fobaproa mismo. La ley del IPAB y sus resoluciones de los años pasados, ofrecen los mecanismos necesarios y adecuados para revisar las cuentas de los bancos, exigir la restitución que, de acuerdo a la ley, corresponda y acreditar los pagos que ya se han hecho en todos estos años. La alternativa es un linchamiento del que nadie saldrá bien librado.

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Estancado y sin salida

Luis Rubio

Circula insistentemente la noción de que el país se encuentra estancado y que no tiene salidas, que los problemas son abrumadores, que la única solución es cambiar el modelo, abandonar las estrategias de desarrollo que se comenzaron a instrumentar a mediados de los ochenta y regresar a una política económica nacionalista. La realidad es que los problemas son bastante obvios para todo aquel que los quiera ver y que la única frontera real es nuestra indisposición a enfrentarlos. Es decir, los problemas no son técnicos ni estrictamente políticos, sino de organización y de disposición a enfrentar intereses creados en diversos ámbitos. En otras palabras, no sólo hay salidas, sino que están al alcance de nuestras posibilidades. La pregunta es si tendremos la capacidad de actuar en consecuencia.

Nuestro problema central reside en una transición económica inconclusa. A lo largo de las últimas dos décadas se adoptaron medidas de política económica que alteraron la estructura de la economía mexicana, pero no lo hicieron de una manera integral. Es decir, se emprendieron diversos cambios en la manera en que estaba organizada la economía del país, pero no se transformaron las formas de hacer las cosas ni los criterios con que se toman las decisiones. Por ejemplo, se introdujeron mecanismos de mercado a través de la liberalización de las importaciones, pero no se liberalizó la competencia interna en servicios (como banca y comunicaciones), ni se sujetaron a la competencia sectores clave y fundamentales para el desarrollo como la energía y el gas. Al mismo tiempo, se pretendió que las nuevas formas de organización económica (a través de mecanismos de mercado) podían funcionar con las mismas instituciones políticas, es decir, con un gobierno autoritario, una burocracia abusiva y despótica y, en general, sin Estado de derecho. En palabras de un observador extranjero, se adoptó el hardware de la economía de mercado (la liberalización de importaciones, la eliminación de controles de precios y la disminución del peso del gasto público en la economía en general), sin adoptar el software que la hiciera funcionar (Estado de derecho, un sistema judicial eficiente y efectivo, seguridad pública, derechos de propiedad y mecanismos efectivos para hacer cumplir los contratos).

Los problemas específicos que enfrenta la economía del país se derivan de lo anterior. Por algunos años, la economía creció gracias a dos circunstancias que ahora se han agotado: una fue el impulso que introdujo la inversión privada, nacional y extranjera, que fluyó de manera impresionante al inicio de los noventa, sobre todo ante la expectativa de que las nuevas medidas de política económica, las privatizaciones y el TLC norteamericano se traducirían en un ritmo de crecimiento elevado e imparable. La otra fue el impresionante dinamismo de la economía norteamericana que atrajo exportaciones mexicanas de una manera casi incontenible. Ahora ha quedado claro que las reformas de los tempranos noventa, aunque necesarias, fueron insuficientes para consolidar los cimientos de una economía capaz de crecer en el largo plazo. Completar las reformas que no se hicieron o se hicieron a medias, en lugar de intentar encontrar nuevas panaceas en donde no las hay, es un imperativo que no se puede postergar más.

En sentido contrario a lo que se da por hecho, la economía norteamericana ha estado creciendo de manera significativa en el último año y medio; sin embargo, su crecimiento se ha dado en sectores en los cuales México tiene pocas ventajas comparativas o hacia los que no se ha enfocado (como alta tecnología y la industria de defensa). Además, la mayor parte de su crecimiento está consumiendo capacidad instalada ya existente en ese país; tarde o temprano comenzará a atraer exportaciones mexicanas, siempre y cuando nuestra planta productiva sea capaz de adaptarse a las cambiantes condiciones de la economía mundial y de agregar valor de una manera competitiva.

No cabe la menor duda de que China nos ha quitado una parte importante del mercado de exportaciones, sobre todo aquél que depende estrictamente del costo de la mano de obra. Por una década, nosotros dominamos las exportaciones de bienes cuya competitividad dependía enteramente de salarios bajos, esencialmente porque no hicimos nada para que se pudiera agregar más valor a la producción mexicana. Para hacerlo era necesario elevar nuestra productividad y eso requeriría dos cosas: hacer competitiva al conjunto de la economía (no sólo la planta manufacturera, sino los servicios, la energía y el entorno institucional y político para que los mercados pudieran funcionar de manera integral) y transformar a la mano de obra mexicana mediante una revolución educativa de altos vuelos, misma que permitiera a los trabajadores mexicanos competir no por el costo de su mano de obra, sino por sus conocimientos y capacidad de producir más con menos recursos.

Hoy, nuestra única ventaja competitiva relevante se reduce a un factor geográfico: nuestra cercanía con el principal mercado del mundo. Nuestra capacidad de competir se ha reducido a aquellos bienes en que la oportunidad y el tiempo son vitales (como la moda en la industria del vestido y el calzado) o donde el tamaño o peso de los bienes hace incosteable su transporte desde Asia. Pudiendo competir en industrias de alto valor agregado (como el software, en el que un país como India es una potencia), competimos por salarios, o sea, por la pobreza de la mano de obra mexicana.

En lugar de concebir a las reformas del inicio de los noventa como el principio de un proceso de cambio, modernización y transformación del país, se les consideró como un fin en sí mismo. Esto explica por qué, una vez instrumentado el TLC, el país se estancó en materia de reformas: no se ha hecho nada en el ámbito de la educación, la tecnología, la energía o la infraestructura. O sea, se forzó a la industria manufacturera a competir sin los instrumentos para hacerlo de manera exitosa. Hoy en día estamos sufriendo las consecuencias de una estrategia de reforma insuficiente e incompleta. Lo que procede es acelerar el paso de reforma, no detenerlo y menos pretender que existen alternativas cuando en realidad no las hay.

La ironía de todo lo anterior es que, más allá de la cercanía con el mercado norteamericano, la única ventaja que no es natural y con la que el país sí cuenta en la actualidad es una que muchos empresarios y no pocos políticos atacan: la estabilidad financiera y fiscal. En contraste con innumerables países similares al nuestro, México goza de una estabilidad excepcional. Sin embargo, la discusión pública respecto a la economía sugiere que, luego años de crisis, hiperinflación y estancamiento en los setenta y ochenta, todavía no se aprende la lección de que un gasto público elevado y deficitario no sólo no resuelve los problemas, sino que es una de sus principales causas. De no contar con la estabilidad fiscal que hoy nos caracteriza, el PIB estaría cayendo, como ocurre en tantas otras latitudes del mundo: observemos a Venezuela, Argentina y Filipinas como muestra de lo obvio.

Sin el impulso al crecimiento proveniente de la economía norteamericana, el estancamiento que hoy padecemos sólo puede ser resuelto con medidas de política interna. Hay sectores de la economía que ofrecen un enorme potencial para el desarrollo y que, sin embargo, han sido abandonados e ignorados por un sistema político que se resiste a ver lo obvio. Por ejemplo, hablamos del petróleo y de la electricidad como sectores estratégicos, pero nos negamos a convertirlos en pilares del desarrollo. Siendo estratégicos, deberían crearse las condiciones para que ahí se concentren recursos e inversiones que, a su vez, saquen de su letargo a industrias como la siderúrgica y de la construcción, por hablar sólo de dos casos con enorme potencial de creación de empleos. Un buen marco regulatorio permitiría atraer inversión privada y elevar la productividad, todo ello dentro de un estricto control soberano. Quien no quiera ver esta obviedad está aceptando los mitos que mantienen bajo la pobreza a millones de mexicanos y/o protegiendo los intereses de sindicatos y políticos que se benefician del statu quo.

La falta de instituciones sólidas y confiables (como derechos de propiedad, mecanismos de resolución de disputas, seguridad para las personas y la propiedad y, en general, un Estado de derecho) crea dos vicios muy nuestros: uno es una dependencia excesiva en la persona del presidente; y el otro es la reticencia a invertir con un horizonte de largo plazo. El TLC se concibió, al menos en parte, como un mecanismo para atajar estas deficiencias; sin embargo la insistente discusión en torno a la idea de revisar, reabrir o renegociar el TLC no hace sino erosionar su fortaleza institucional: ¿quién en su sano juicio invertiría con un horizonte de largo plazo al amparo del TLC cuando todo mundo parece creer que los problemas del país se resuelven renegociándolo? La debilidad de nuestras instituciones es quizá el rasgo más preocupante y dominante del México actual.

Nuestros problemas no sólo tienen solución, sino que ésta se encuentra a nuestro alcance. Sin embargo, para atender la problemática que aqueja al país se requiere de disposición para enfrentar intereses profundamente arraigados que ponen freno al progreso de la nación. La corrupción, los intereses creados y la creencia generalizada en las soluciones burocráticas no hacen sino mermar el potencial de crecimiento de la economía y desarrollo del país. Es urgente una reforma política que permita que los poderes ejecutivo y legislativo tomen decisiones de una manera efectiva, es decir, dentro de un contexto de pesos y contrapesos. En la actualidad, el Congreso se rehúsa a actuar y el presidente carece de los instrumentos para negociar. Tenemos pesos, pero no contrapesos. Si queremos construir un país moderno, debemos adoptar el software de una economía moderna, cuyas características son evidentes a todas luces. De lo contrario, podemos seguir pretendiendo que el país está estancado por causas artificiales y que no existen soluciones razonables y asequibles.

 

Mitos y soluciones

Luis Rubio

¿Qué pasa cuando los mitos imponen su ley e impiden entender la naturaleza de un problema? Cuando una persona vive en otro planeta corre el riesgo de perder el piso y fracasar. Lo mismo le ocurre a una empresa que actúa a partir de la construcción de supuestos o premisas irreales que bien pueden constituirse en la antesala de la quiebra. Algo así le está pasando al país en diversas áreas clave para su desarrollo, pero sobre todo en una de las más urgentes, y quizá determinantes, para nuestro futuro económico: el eléctrico.

En el tema eléctrico, las posturas de muchos de nuestros políticos y legisladores reflejan nuestra más acendrada mitología política, no nuestras necesidades elementales. Algunos de esos mitos, sin duda, son disfraces diseñados para proteger intereses particulares. Sin embargo, se han extendido y arraigado tanto, que muchos de nuestros legisladores viven antes del mito que de una evaluación seria y sensata, además de responsable, de quienes supuestamente representan los intereses de la población. Reza el dicho que aunque muchos perros ladren, sólo el primero sabe por qué lo hace. Algo semejante pasa con los mitos. Una vez creados, éstos tienden a adquirir vida propia y luego nadie sabe por qué se prefiere el statu quo a una alternativa sensata. Los mitos cumplen con la función de proteger una realidad conocida, así sea la que peor sirve a las necesidades de la población.

En el caso de la reforma eléctrica, existen tres aspectos medulares que debieran analizarse al margen de las pasiones y que podrían constituirse en un paso adelante en la necesaria desmitificación del tema. Uno es el monto de la inversión requerida para que el abasto de electricidad siga el paso del crecimiento de la economía (o sea, que haya suficiente fluido eléctrico para satisfacer la demanda de una economía en crecimiento); un segundo factor es el costo del servicio (o sea, cuánto le cuesta al usuario final, trátese de un industrial o de una familia modesta); y, finalmente, la tercera cuestión se refiere a la cantidad de combustible necesario para generar electricidad (es decir, la disponibilidad de petróleo, combustóleo, gas, carbón o agua). Los tres temas están íntimamente relacionados y sólo una solución integral permitiría enfrentar exitosamente el problema. De nada sirve pretender bajar el costo de la electricidad si no hay combustible disponible para que sea posible llevar a cabo la inversión.

El tema de la electricidad se ha vuelto un asunto de capital importancia porque existe un abasto insuficiente o, al menos, la posibilidad de no contar con él en un futuro cercano. La escasez, o el riego de enfrentarla, obedece básicamente a cuatro factores: a) a que el gobierno cuenta con recursos limitados y ha decidido dedicar una mayor parte de ellos al gasto social, a la educación y a la salud antes que a la construcción de plantas generadoras de electricidad; b) a que aún satisfecho el abasto, la calidad de la infraestructura de distribución del fluido eléctrico los cables de alta tensión que todo mundo puede observar por las carreteras del país es mala, se deteriora con el tiempo y no se ha modernizado; c) a que el mecanismo empleado durante los últimos años para generar electricidad, sobre todo los famosos PIDIREGAS, implica un crecimiento cada vez más grande de pasivos contingentes para el gobierno federal, lo que podría elevar peligrosamente la deuda externa; y d) a que los requisitos para que una empresa privada invierta en la generación de electricidad son tan onerosos en términos legales y regulatorios, sobre todo porque lo que se genera y no consume el propio inversionista debe ser vendido a la CFE, que muy pocos están dispuestos a correr el riesgo de producir por su cuenta, salvo en el caso de tener garantías gubernamentales, lo que nos regresa al problema de la acumulación de deudas.

En suma, el país enfrenta tanto una potencial crisis eléctrica como la pérdida de oportunidades de inversión que bien podrían traducirse en mayores tasas de crecimiento. El potencial de crisis se origina en dos factores: por una parte, a pesar de que ha habido mucha inversión (la mayoría privada) en generación eléctrica, ésta sólo mantiene la producción de fluido eléctrico en los niveles existentes, es decir, sin margen de crecimiento en caso de necesidad. No se invierte más porque para los inversionistas es muy cómodo realizar proyectos con una garantía total del gobierno federal y éste, lógicamente, no se compromete a más proyectos de los estrictamente requeridos. Por otro lado, hay una creciente incertidumbre entre los potenciales inversionistas debido a la resolución de la Suprema Corte de Justicia que, bajo ciertas interpretaciones, pone en entredicho la participación de empresas privadas en la generación de electricidad.

Al mismo tiempo, el país ha perdido enormes oportunidades de generar mayores tasas de crecimiento, en parte porque no ha permitido más inversiones en el campo eléctrico, las que fácilmente podrían traducirse en nuevas fuentes de demanda y, por lo tanto, en crecimiento económico. Pero el país también ha perdido oportunidades de inversión porque no ha podido garantizar abasto suficiente para proyectos de inversión en otros sectores, como el del acero. Nos quejamos mucho de la falta de crecimiento, pero también hemos hecho todo lo posible por impedir que existan oportunidades de inversión que lo haga posible.

Las diversas iniciativas de ley presentadas en el poder legislativo (más de veinte en el último recuento) buscan instaurar un nuevo régimen para la inversión y operación del servicio eléctrico. Algunas de esas iniciativas, las más ambiciosas, permitirían la inversión privada en la generación y distribución de electricidad con la subsecuente creación de mercados para la operación del sistema, todo esto orientado a elevar la calidad de la infraestructura y favorecer un régimen de competencia que derivara en un menor costo para el usuario final. Otras, las menos ambiciosas (y, de hecho, las más reaccionarias), buscan cerrar los pocos resquicios de apertura que existen y otorgar todavía más beneficios, prerrogativas y privilegios a las burocracias y sindicatos que en la actualidad operan el sistema. La mayoría de las propuestas de reforma eléctrica se encuentran en algún intermedio, pero casi todas ellas aceptan el costoso mito de la necesidad de mantener un control estatal en el sector eléctrico, lo que, dada la escasez de capital en el país, es equivalente a matar el potencial de crecimiento de la inversión y de la economía. Muchas de las iniciativas, no hacen sino preservar una mitología dañina para el país.

La oposición a la creación de un régimen competitivo para el sector eléctrico tiene distintas motivaciones: primero, la ideología revolucionaria que rechaza de entrada el concepto mismo de inversión privada en el sector. Para quienes así piensan, cualquier cambio en el statu quo entraña una traición a la ideología de la Revolución Mexicana y, por lo tanto, constituye un sacrilegio. Aunque esta postura, como todas, es por demás respetable, también es cierto que confirma el viejo dicho ya citado de los perros que ladran sin saber por qué. Los opositores por convicción y fe ciega se niegan a comprender los cambios mundiales de las últimas décadas, ignoran los cambios tecnológicos y rechazan la necesidad de adaptarse a un mundo cambiante para poder salir adelante.

El segundo grupo de opositores tiene motivaciones más precisas pero también más mezquinas, pues pugnan por preservar intereses particulares (sobre todo partidistas y sindicales). Este grupo emplea argumentos de orden filosófico semejantes a los del primero, pero en el fondo saben bien que lo que está de por medio son intereses específicos y no batallas ideológicas en abstracto.

Finalmente, el tercer grupo de opositores a la reforma eléctrica es quizá el único ignorado por el gobierno: el de muchísimos mexicanos que, como efecto indirecto de la privatización de Telmex hace una década, asocian liberalización o privatización con tarifas más elevadas. En el caso del servicio telefónico, muchas familias acabaron por pagar tarifas mucho más altas que las existentes cuando el sector estaba en manos del gobierno. Por ello rechazan de entrada cualquier noción de cambio en el régimen del sector. Es a este grupo al que el gobierno tendría que garantizar una apertura con tarifas más bajas o, de lo contrario, sus intentos de reforma acabarán por naufragar.

Lo que tanto el gobierno como la oposición han ignorado en esta interminable e inconclusa disputa por el sector eléctrico, es que la clave del éxito de cualquier proyecto de apertura no reside en la inversión misma, sino en las regulaciones que sirvan para organizar y garantizar el abasto, distribución y costo del servicio. Independientemente del régimen de propiedad, el marco regulatorio es decisivo para la calidad y disponibilidad del fluido eléctrico; un marco regulatorio inadecuado en un esquema de propiedad estatal acaba generando, como ahora lo vemos, un sistema propenso a los cortes de energía, cambios en el voltaje y propensión a la escasez. Muchos legisladores legítimamente cuestionan la viabilidad de un proyecto de apertura, sobre todo a la luz de los problemas que enfrentaron sistemas como el del estado norteamericano de California o el brasileño. En ambas instancias, errores de regulación provocaron una crisis de abasto en años recientes.

El énfasis en el debate y el proyecto debería centrarse no en quién invierte, genera o distribuye, sino en las regulaciones que hagan funcional al sistema. El problema enfrentado por Brasil y California nada tuvo que ver con la fuente del capital (mixto y privado, respectivamente), sino con las pésimas regulaciones que llevaron a que no se invirtiera en capacidad de generación con oportunidad. La discusión actual ni siquiera ha comenzado a tocar estos temas elementales, no obstante tratarse de los cruciales.

Es evidente que el riesgo de crear un esquema tan ineficiente como el actual existe, con la consecuente imposición de elevadísimas tarifas e incapacidad de generar electricidad en cantidades suficientes y con la calidad que un país moderno requiere. Es aquí donde deberían concentrarse los esfuerzos de reforma.