Gobernar

Luis Rubio

La vida política del país se debate en medio de grandes desencuentros. El ejecutivo no se entiende con el legislativo, los partidos están divididos, la población percibe una ausencia total de claridad sobre el futuro. Aunque las campañas presidenciales (tanto dentro de los partidos como a nivel nacional) inexorablemente (y por naturaleza) exageran las diferencias y acentúan las contradicciones, no cabe la menor duda de que el país vive agudas diferencias sobre la manera de enfrentar los problemas que existen.

Lo primero que se requiere para poder resolver un problema es diagnosticar sus causas. En el tema de la reorganización del gobierno, como en tantos otros, con frecuencia ha dominado la ideología o las obsesiones personales sobre la necesidad de partir de un diagnóstico certero. Y esto último es particularmente relevante en dicho tema porque hay un amplio acuerdo entre críticos y comentaristas políticos, así como entre académicos y teóricos en la materia, acerca de la naturaleza de la solución, aunque no necesariamente exista un similar acuerdo sobre las causas del problema.

En un plano abstracto, existe un amplio acuerdo entre los estudiosos de los temas políticos en el sentido de que la estructura de una institución tiene un enorme impacto sobre el comportamiento de los actores políticos que participan en ella. Algunos le asignan un peso importante a la cultura en el comportamiento político, pero son pocos los que disminuyen la importancia de las instituciones en este proceso. Así, la naturaleza de las reglas que establece la institución para sí, o para la relación entre instituciones, impacta de manera decisiva, al grado de llegar a condicionar en muchos casos el comportamiento de sus actores. De esta manera, un diseño institucional adecuado conduce a la colaboración, en tanto que uno deficiente lleva a la confrontación.

En el caso de la arquitectura gubernamental, domina un pensamiento que atribuye las causas de muchas de nuestras dificultades a la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo. Se postula que sólo una estructura parlamentaria o semiparlamentaria resolvería los múltiples problemas que esta separación genera. La idea no es nueva: hace décadas que diversos estudios, sobre todo los realizados por analistas y teóricos de las transiciones políticas como Juan Linz y Guillermo ODonnell,, vienen argumentando que los sistemas presidencialistas, la mayoría inspirados por el modelo de gobierno estadounidense, no son aplicables a otras realidades. Su propuesta es la de adoptar sistemas semiparlamentarios que, sin trastocar la institución presidencial en su dimensión como jefe de Estado, permita que el gobierno surja del poder legislativo para asegurar la existencia de una coalición gobernante permanente, al menos mientras dure el gobierno. Mientras que el periodo presidencial sería fijo, el del gobierno dependería de la capacidad de los partidos en el poder legislativo para mantener una coalición en forma.

Quienes proponen este tipo de diseño institucional argumentan que todo en el sistema presidencialista latinoamericano tiende a fragmentar al sistema político, dificultar la toma de decisiones y propiciar crisis de legitimidad y gobierno. Aunque una coalición siempre es posible, la dinámica de un sistema presidencial tiende a agudizar las diferencias en lugar de propiciar el entendimiento y la negociación. Bajo un sistema parlamentario, dicen estos pensadores, el poder legislativo tiene un incentivo natural para producir gobiernos viables, además de legítimos.

En abstracto, la idea parece el colmo de la coherencia, pues enfrenta el problema de la competencia que inevitablemente existe entre los poderes ejecutivo y legislativo en un sistema presidencial, a la vez que propicia la cooperación entre los partidos dentro del poder legislativo. Desde esta perspectiva, un buen diseño de la institución parlamentaria de la que se deriva el mecanismo legislativo que a su vez tiene que producir una coalición gobernante, puede ser la pieza que hacía falta para hacer gobernable al país. Al mismo tiempo, el mecanismo le confiere flexibilidad al sistema para que cuando un gobierno resulte inadecuado o incompetente, pueda ser reemplazado por otro que sí funcione.

Dice un dicho que si algo parece demasiado bueno, probablemente lo es. Y en este tema, la propuesta de solución parece demasiado buena para ser viable. Quienes proponen la construcción de un sistema semiparlamentario tienen como objetivo resolver el entuerto que genera la fragmentación del congreso y la distancia y competencia que genera la naturaleza de la relación ejecutivo-legislativo. Pero ¿qué si el diagnóstico del problema está mal hecho? Así como se propone crear un sistema parlamentario para eliminar la competencia ejecutivo-legislativo que existe en el sistema presidencialista, se podría argumentar que la fortaleza relativa de algunos partidos en el congreso podría orillar a una inestabilidad permanente en un sistema parlamentario, como ocurrió con la cuarta república francesa y el sistema político italiano de la posguerra. Todos los diseños institucionales enfrentan desafíos y no hay un diseño que garantice la estabilidad de un gobierno o la eficacia de sus decisiones.

El diseño del sistema político es clave pero no se puede construir en abstracto. De nada sirve un sistema político que no responde a la realidad del país; si todo el problema consistiera en diseñar el mejor sistema de gobierno (o constitución o programa educativo), los problemas se podrían resolver con la contratación del consultor más agudo del mundo. La realidad es más complicada. Antes de comenzar a revolucionar el sistema político actual, quizá sería interesante hacer funcionar a la democracia para que sea la población la que decida qué es mejor. Pero el principal obstáculo a la democracia en la actualidad es la ausencia de representación política.

El problema de la representación es muy simple: el sistema político mexicano no fue diseñado para representar a la población, fortalecer a la ciudadanía o generar rendición de cuentas. Muchos políticos y estudiosos están preocupados de la disfuncionalidad del gobierno y el conflicto que caracteriza a los poderes, pero no están pensando en el ciudadano que es, o debiera ser, la razón de ser del gobierno. En lugar de preocuparse por la distancia entre el presidente y el congreso, ¿por qué no hacerlo mejor por la enorme (y hasta hoy infranqueable) distancia entre el ciudadano y el poder legislativo que se supone lo representa?

 

Incompatibilidades

Luis Rubio

Como cambian los tiempos. Hace quince años, el reclamo político e intelectual era por la apertura política en vista de que, se argumentaba, la reforma económica había avanzado mucho sin una consecuente liberalización política. Hoy la realidad ha cambiado tanto que lo opuesto parecería ser igualmente plausible. La suma de una sociedad demandante, reformas económicas con profundos efectos políticos y la alternancia de partidos en el poder modificó, de manera radical, el panorama político y económico nacional. Ahora lo único que falta es que la nueva realidad política funcione para hacer posible la prosperidad.

Hace dos décadas el país se encontraba en un momento particularmente delicado: la amenaza de hiperinflación era real y la descomposición social constituía un factor ineludible de la realidad política. Los excesos económicos de los setenta se desdoblaron de un manera violenta al inicio de los ochenta, dejando al país y a toda la sociedad en condiciones sumamente vulnerables. La deuda externa era excesiva y parecía impagable, y muchas empresas se encontraban al borde de la quiebra, todo lo cual se traducía en un patente malestar social. El país tenía que dar un viraje para evitar su colapso. Así comenzó la era de las reformas económicas.

Las reformas comenzaron como un acto de sobrevivencia política. El gobierno se sentía acosado y vislumbraba entonces un futuro incierto y peligroso tanto en términos de estabilidad política como de permanencia del PRI en la presidencia (que, para los priístas, eran una y la misma cosa). Contra lo que muchos suponen, las reformas fueron un intento por mantener el poder pero, como hemos podido constatar a lo largo de estos años, una vez puestas en marcha, éstas tuvieron un efecto político liberalizador porque debilitaron, y en muchos casos extinguieron, los mecanismos tradicionales de control político. Es decir, al darle oxígeno a la economía y atenuar la situación de crisis del momento, las reformas tuvieron el efecto inmediato de afianzar al PRI en el poder. Sin embargo, con el paso del tiempo ese efecto se revirtió, toda vez que esas mismas reformas comenzaron a erosionar el poder gubernamental. Por ejemplo, la liberalización de importaciones quitó al gobierno y a la burocracia el mecanismo más poderoso de control sobre el sector privado. Lo mismo ocurrió con regulaciones en un sinnúmero de actividades y sectores.

Con el tiempo, el péndulo comenzó a moverse de un énfasis casi exclusivo en los temas económicos hacia los temas políticos. La poca afortunada combinación de una sociedad poco preparada para la competencia económica con los errores cometidos en la instrumentación de algunas reformas llevó a la crisis de 1995 y, con ello, a un ineludible viraje político. No tengo duda que la reforma electoral se hubiera dado tarde que temprano, pero es poco probable que ésta se hubiera consolidado en 1996 de no haberse presentado los hechos violentos del 94 y la crisis del 95.

Diez años después, el país es otro. Algunas cosas han mejorado sustancialmente (es drásticamente menor la capacidad de abuso gubernamental, por ejemplo), pero otras no sólo se han estancado, sino que experimentan una franca reversión. Para comenzar, el objetivo de cualquier política pública debe ser mejorar el bienestar de la población y, para un país de nuestro perfil sociodemográfico, la mejor manera de lograrlo es a través del crecimiento económico. Las reformas no lograron ese objetivo fundamental.

Hay un debate, hiperpolitizado por la contienda electoral, sobre la razón por la que las reformas no lograron su objetivo principal. El argumento técnico es que un proyecto de liberalización económica no puede funcionar si no es integral, es decir, en la medida en que persistan áreas, sectores y actividades protegidas, subsidiadas y no sujetas a la competencia, la economía sufre y su desempeño es sensiblemente inferior al que podría o debería ser. El argumento de oposición política plantea exactamente lo opuesto: el problema no reside en lo que no se ha hecho, sino en el corazón del proyecto de liberalización que no es compatible con nuestra historia y forma de ser. Independientemente de los méritos de cada una de estas posturas, parecería evidente que, de aceptarse la segunda línea argumentativa, tendríamos que admitir que el mexicano es un ser inferior a los coreanos, chilenos o españoles, pues todos ellos sí han podido liberalizar sus economías y crecer al mismo tiempo.

A la luz de esta circunstancia, quizá habría que explorar el otro lado de la moneda. Ciertamente, la liberalización económica comenzó siendo impuesta desde arriba y al menos parte de la resaca política que hoy vivimos tiene que ver con ese hecho político. Pero el otro hecho político es que, más allá de la contienda electoral actual, la economía mexicana se encuentra estancada más por ese revanchismo que nuestra incipiente democracia ha hecho posible que por la existencia de una profunda diferencia entre las posturas partidistas. Me explico: evidentemente existen acusadas diferencias entre los partidos, pero muchas de éstas son más producto de un cálculo político y de un sentido vengativo respecto al pasado, que de una total incapacidad para llegar a un acuerdo respecto al futuro. Puesto en términos rusos, la perestroika fue insuficiente y nuestra glasnost reciente ha hecho imposible avanzar de manera contundente para hacer posible lo que los coreanos, españoles o chilenos ya dan por hecho.

Independientemente del resultado electoral del próximo año, el país tendrá que confrontar la necesidad de resolver su parálisis actual. Algunos candidatos sueñan con una mayoría real o virtual en el congreso, lo que, estiman, les permitiría gobernar al viejo estilo priísta. Lo paradójico es que, por muchas críticas y quejas que emanan de la sociedad, la población ha comenzado a reconocer en la liberalización económica y política a su principal aliado frente al potencial abuso burocrático y gubernamental. Reconociendo ese potencial de abuso, los electores han votado, de manera sistemática, por un impasse entre el poder ejecutivo y legislativo. Esto sugiere que la población no quiere a un gobierno que centralice el poder, sino a uno que sepa conducir la glasnost, la apertura política, para ponerlo al servicio del crecimiento económico. No tiene por qué haber contradicción entre apertura política y liberalización económica: la última década ha probado que las dos son indispensables para el éxito del país. El problema hoy es que hay glasnost pero no perestroika.

 

México aislado

Luis Rubio

Como México no hay dos, reza el dicho popular. Y es cierto, el México que se discute en las calles y es materia de debate político se encuentra, en la mayoría de los casos, muy distante del resto de los países del orbe. Mientras que en Asia, por citar un ejemplo, todas las naciones que hace no muchos años temían por el crecimiento económico chino han enfrentado con relativo éxito sus dilemas, en México no existe el menor sentido de urgencia. Parecería como si la economía mexicana estuviera creciendo a un ritmo tan elevado que nadie tendría porqué albergar duda alguna sobre su viabilidad futura. Pero ese México aislado del imaginario colectivo no tiene futuro y es imperativo actuar al respecto.

El problema es doble: por un lado, la economía no avanza, ciertamente no al ritmo que exige nuestra realidad demográfica y socioeconómica; y, por el otro, el país ha perdido su antigua capacidad para tomar decisiones de manera efectiva. Ambos lados del problema reflejan una nueva realidad, tanto interna como externa. El mundo en el que vivimos ha cambiado de una manera dramática en las últimas décadas, creando condiciones nuevas, de hecho inéditas, para todas las naciones del mundo. La situación de aislamiento relativo del resto del mundo que caracterizaba a las naciones hace décadas, ha desaparecido, obligando a todas y cada una de ellas a replantearse su manera de ser y actuar.

Lo que le ha ocurrido a México no es excepcional en el mundo. Todos los países se han visto impactados por un conjunto de estímulos semejantes. La diferencia reside en la forma como cada nación ha reaccionado. Algunos países se han transformado de una manera tan integral que se han convertido en ejemplo (y no poca envidia) para todos los demás. Ese es el caso de Irlanda y Estonia, pero también de Corea, Chile y España. Otras naciones han encabezado movimientos transformadores, pero es quizá la transformación de China la que más ha impactado no sólo a su región inmediata, sino al mundo en su conjunto.

El primer gran cambio ha sido tecnológico, sobre todo en materia de comunicaciones, y ha hecho insostenibles a muchos regímenes políticos que antes sobrevivían gracias a su aislamiento. Las naciones que optan por ignorar esta realidad tienden a empobrecerse con enorme celeridad, como ilustran fehacientemente los casos de Cuba o Myanmar. El mundo ha cambiado, imponiendo una nueva realidad a todas las naciones. El impacto de todo esto sobre México ha sido enorme y lo será cada vez más, nos guste o no.

Por si el cambio genérico no fuese suficiente, ahí está el gigante asiático que no sólo ha despertado, sino que hace olas por donde se mueve. El impacto de China en el mundo ha sido vasto, pero poco entendido. En los setenta, el nuevo liderazgo de aquel país reconoció tanto los límites de su aislamiento como el enorme desperdicio que representaba marginar (y condenar a la pobreza) a una población con una historia tan larga y relevante, por razones esencialmente ideológicas. La revolución emprendida por Deng Xiaoping ha obligado al resto del mundo a ajustarse.

Nuestros problemas son distintos a los de países como Japón y Brasil, pero similares en un sentido neurálgico. Al igual que esos países, hemos sufrido una situación de parálisis interna y enormes dificultades para definir un rumbo. Aunque las características de cada país son distintas, el hecho es que todos parecemos incapaces de enfrentar nuestros retos más fundamentales. A diferencia de ellos, nosotros tampoco hemos sido capaces de aprovechar las oportunidades que sí existen. Los gobiernos de Brasil, Argentina y Australia son populares no porque hayan hecho su chamba (preparándose para lo que viene a través de grandes reformas estructurales como las que caracterizan a Irlanda, Corea, Estonia y demás), sino porque han aceptado la realidad del mundo y actuado en consecuencia.

México se ha quedado electrizado y sin poder moverse como quedó aquel proverbial canguro frente a las luces de un automóvil. La realidad cotidiana nos demuestra que el país no está aislado del resto del mundo y que nuestros problemas reflejan en buena medida la incapacidad para ajustarnos a la cambiante realidad. No hemos resuelto nada: ni se ha avanzado en la reconstrucción institucional del país, de la cual se habla mucho pero no se hace nada, ni se han adoptado las medidas necesarias para hacer posible el crecimiento de la economía en el largo plazo. Aunque no faltan propuestas de solución en ambos frentes, en el económico y en el político, hemos sido incapaces incluso de definir el problema. La lógica diría que el primer requisito para poder resolver un problema es identificarlo y definirlo. Pero no hemos sido capaces de ello y existe el riesgo de que se adopten soluciones que empeoren el estado de las cosas. Si aceptamos la validez del refrán en río revuelto ganancia de pescadores, parece que en México los únicos que avanzan son los intereses particulares.

Si pretendiera uno reducir nuestros problemas a una palabra, concluiríamos que nuestro verdadero dilema reside en la productividad. A nadie, especialmente a los políticos y a quienes se interesan exclusivamente por lo político, le gusta hablar de temas tan etéreos como el de la productividad, pero ahí se resume nuestro problema. La productividad, decía un agudo analista económico, no lo es todo pero, en el largo plazo, es casi todo, pues ésta determina la tasa de crecimiento de una economía, la disponibilidad de empleos y los niveles de ingreso de la población. La productividad nunca ha sido el fuerte de nuestro país, lo que explica en buena medida nuestro nivel relativo de pobreza y riqueza.

En efecto, la productividad no lo es todo, pero constituye un buen resumen de nuestra realidad. El debate que debería tener lugar en el país es sobre cómo ajustar la economía a la realidad mundial, como atraer inversión, elevar el intercambio económico y fortalecer nuestro desarrollo tecnológico. En lugar de eso, la atención está concentrada en los videoescándalos, la grilla electoral y las novedosas formas que cobra la dinámica electoral en el país.

Lo que se requiere para avanzar es menos ambicioso de lo que se cree, pero sí requiere claridad de propósito, al menos eso. Lo fundamental es romper con el círculo vicioso que nos tiene atorados y que, en su faceta más básica, consiste en pretender que aquí no pasa nada, no hay que hacer nada y todo se va a resolver solo. No hay como la complacencia para destruir un país.

 

Tres candidatos

Luis Rubio

Tres candidatos, tres perspectivas, tres mundos. Así pueden resumirse las posturas que presentaron el trío de contendientes a la presidencia dentro del proyecto Diálogos por México, de la empresa Televisa. Lo más destacable de sus respuestas a los cuestionarios y entrevistas televisadas los pasados sábados, es la diferencia abismal que cada uno muestra con respecto al país y su futuro, así como frente al momento que vivimos. Se trata de ventanas que contribuyen a revelar las visiones de quienes aspiran a gobernarnos a partir del año próximo: quiénes son, cómo se organizan y cómo entienden al momento que vive el país.

Todo, desde la forma, es sugerente de lo que cada candidato postula y pretende para el futuro del país. Roberto Madrazo formula una plataforma de campaña que no establece más que las líneas generales de lo que presume sería su gobierno; el resultado es una visión tradicional, pero muy descuidada: tradicional en su contenido, sin compromisos específicos, planteamientos vagos y una impresionante mezcolanza de temas, ideas y posturas. Felipe Calderón pone menos atención a su campaña que a su proyecto de gobierno: los temas cuadran entre sí y no se notan mayores diferencias o contrastes entre las manos que lo integran. Se trata de un planteamiento integral sobre el futuro. Andrés Manuel López Obrador, por su lado, convoca a la lucha por la presidencia: el texto y su presentación están saturados de lemas, frases atractivas, búsqueda de apoyos en todos los ámbitos, grupos y sectores de la sociedad pero, más allá de grandes objetivos, muy poco contenido específico sobre lo que haría en caso de llegar a la presidencia (http://www.esmas.com/dialogospormexico).

Los tres candidatos entienden al mundo de maneras disímbolas y perciben su papel en el proceso de maneras radicalmente distintas. Aunque claramente este tipo de proyectos y programas está enfocado a lo que el gobierno actual denominó el “círculo rojo” (que incluye a los políticos, medios de comunicación, líderes de opinión y todo aquel que discute y procesa los temas políticos, a diferencia del “círculo verde”, integrado por el resto de la población), los candidatos vieron en estos “diálogos” televisivos oportunidades distintas, proyectando sus prejuicios, preferencias y estrategias.

Tanto en el cuestionario como en la entrevista, Calderón se asumió como un presidente en funciones que presenta su proyecto de gobierno. El cuestionario lo organizó como una estrategia para el gobierno, donde cada uno de los componentes se vincula entre sí y las piezas del rompecabezas cuadran unas con otras. A partir de cinco estrategias articuladoras sobre los temas que él concibe clave para el desarrollo, presenta un panorama de oportunidades con vistas al futuro. Más que nada, lo que distingue al planteamiento de Calderón es su convicción de que el futuro se va a anclar en el presente (en vez de ignorar o pretender modificar lo que ya existe) y que es preciso trabajar con lo que hay, con el congreso y los partidos para poder avanzar hacia adelante. Entiende al mundo como un espacio que condiciona y limita las opciones para el país, pero también como una fuente de oportunidades que no se han explotado para ser exitosos.

Para López Obrador los Diálogos fueron una ocasión para presentar su estrategia para llegar a los Pinos. Aunque el texto y su entrevista incluyen numerosas menciones de lo que haría en sectores o ámbitos de la política pública, su énfasis en el texto y la entrevista es menos el de explicar en qué consistiría su gobierno que en ganar adeptos para su objetivo exclusivo: ganar las elecciones. Su propuesta se distingue de las otras en dos vertientes muy claras: por un lado, el tono militante de su proyecto y, por el otro, en los ejes que lo articulan. El tono de la propuesta es beligerante, crítico y directo: se definen responsables y se denuncian actores, se convoca a la participación activa y se ofrecen seguridades a diversos sectores e intereses clave del país. El eje articulador es el  combate a la desigualdad social y la reorganización del gobierno para que atienda sus responsabilidades fundamentales. Por encima de todo, más que un programa de gobierno, se trata de una causa a la que se invita a la ciudadanía a sumarse a través de un conjunto de atractivos llamados.

Roberto Madrazo presenta un texto inconexo, en el cual, más allá de generalidades como “crear las condiciones para elevar en forma sostenida las tasas de crecimiento económico y un mecanismo de concertación efectivo para la generación de empleos”, no hay un eje articulador. Sin embargo, por encima de los descuidos y perceptibles diferencias de énfasis e, incluso, objetivos expresados a lo largo del texto y la entrevista, hay dos cosas que son distintivas de su enfoque. Primero, una acusada confianza en los instrumentos y medios que se pueden emplear para lograr los objetivos que plantea y, segundo, una visión de continuidad con lo existente. Es decir, Madrazo se postula como un presidente capaz de hacer posible el crecimiento económico y el desarrollo del país que tanto se prometió pero poco se logró en los últimos años. Notable en su propuesta es el tono relajado, confiado y enfático de su esquema.

Cuando un candidato diseña su estrategia, busca enfatizar sus fortalezas y minimizar sus debilidades. Esto es no sólo mercadotecnia política, sino parte integral de la naturaleza humana. Lo interesante del ejercicio realizado en estos Diálogos es que los candidatos tuvieron que atenerse a las reglas establecidas en la convocatoria y a las preguntas del cuestionario (que son las mismas para todos). Esto abre una oportunidad excepcional para analizar y comparar las posturas de cada uno de ellos, a la vez que otear las características más sobresalientes de su personalidad y modo de proceder. Al comparar los textos y entrevistas, resulta evidente quién es quién y qué quieren lograr. La oferta de López Obrador se reduce a una amplia explicación y manifiesto de por qué tiene que ser electo (para cambiar el pasado, reducir la desigualdad, etc.); la de Madrazo a mostrar que va a ser presidente (porque le toca y se lo merece); y la de Calderón a explicar para qué va a ser presidente (para construir el futuro y lograr el desarrollo).

Es su primer encuentro con Putin, Bush hizo el comentario de que, al verlo directo a los ojos “había visto su alma”. Estos cuestionarios no permiten ver tanto, pero son mucho más reveladores de nuestros candidatos de lo que uno podría imaginar.

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Otra Revolución

Luis Rubio

Los aniversarios celebran el pasado pero el país necesita concentrarse en el futuro. La Revolución Mexicana que hoy se festeja ha quedado bien consagrada en los libros de texto y en la parafernalia política; lo que hoy se requiere es una revolución pero en la manera de pensar, de organizarnos y de construir el futuro.

Sin la Revolución de 1910, México no habría podido construir la plataforma institucional que, por muchas décadas, le permitió la estabilidad política necesaria para el crecimiento económico. Pero hace mucho que esas estructuras dieron de sí. Lo que antes era estabilidad, hoy es criminalidad; y lo que antes era certidumbre, hoy ha pasado a ser impunidad. A pesar de la evolución institucional (pensemos simplemente en la democracia electoral), el país no ha logrado recobrar su camino y sentido de dirección. A México le urge una nueva manera de ver hacia adelante para efectivamente construir un futuro mejor.

En el mundo en que vivimos no es posible definir el futuro por la pura fuerza de los deseos y las preferencias. Más bien, lo indispensable es pensar al revés: evaluar las posibilidades que nos ofrece el futuro para después regresar a plantear lo que es imperativo hacer hoy para ser exitosos en aquel escenario. Esta forma de ver las cosas rompe con todo lo que es y ha sido México, así como con la forma en que ha sido conducido por décadas. Pero es la única forma de avanzar, pues la alternativa es continuar con un desempeño económico y político mediocre per secula seculorum.

Por supuesto, nadie puede predecir el futuro, pero hay elementos que nos permiten avizorar las características más sobresalientes de lo que viene o, al menos, los factores que serán determinantes del funcionamiento de los países y sus economías. Para comenzar, hay dos tendencias que parecen evidentes en nuestro devenir: una es la creciente importancia del capital humano en el desarrollo económico y la otra reside en la relevancia que tienen los mercados en el desarrollo de las sociedades y economías. Ambas tendencias tienen dinámicas propias, así como fundamentales consecuencias políticas y sociales.

Cuando uno piensa en economía, tiende a imaginar la producción de bienes materiales tanto en la agricultura como en la industria. El problema es que en la medida que un número cada vez mayor de naciones interactúa a través del comercio y la inversión, la mayor parte de esos bienes agrícolas y manufacturados se convierten en mercancías cuya rentabilidad disminuye de manera sistemática. No es casual que la planta productiva tradicional del país pierda terreno y rentabilidad de manera constante. La generalidad de los productos mexicanos son indistinguibles de los que se fabrican en otras latitudes, razón por la cual su capacidad de competir depende enteramente de su calidad y precio. El punto es que mientras nuestra producción se limite a bienes en casi nada diferentes a los del resto del mundo, su rentabilidad seguirá disminuyendo.

Lo que genera valor excepcional en la economía mundial de hoy es el raciocinio, es decir, no la fuerza física de la mano de obra tradicional, sino la capacidad intelectual que se traduce en logística, creatividad artística y desarrollo de servicios del más diverso tipo. Pero en el país, con algunas excepciones, persistimos en la vieja manera de ver y hacer las cosas: en lugar de avanzar hacia el terreno de los servicios de alto valor agregado, seguimos empeñados en mantener (y, ahora, proteger) una estructura productiva que será cada día menos atractiva tanto en términos de empleo como de remuneración.

Al mismo tiempo, si queremos reorientar la planta productiva para que ésta sea capaz de agregar cada vez más valor, y con eso generar más empleos y mucho mejor remunerados, tendremos que modificar radicalmente tanto al sistema educativo (y la forma de enseñar), como los incentivos que tienen tanto los estudiantes como los maestros. En la actualidad, el personal capacitado para esa nueva era es mínimo, circunstancia que explica, al menos en parte, el pobre desempeño de la economía en términos de generación de empleo y el poco atractivo que representa el país para la inversión productiva en los ámbitos que mejores empleos crean: los servicios de alto valor agregado.

Por su parte, los mercados se han convertido en el punto de referencia clave para el desempeño económico. Con excepción de países que cuentan con recursos naturales excepcionales para su tamaño (como el petróleo para Arabia Saudita y Venezuela), lo que les permite cierta autonomía de los mercados (hasta que se vuelvan a caer los precios de esos recursos naturales, claro está), todos los demás países viven dentro de un contexto en el que aquéllos son cada vez más determinantes para el éxito económico. Este factor puede parecer intolerable a muchos de nuestros políticos que, educados en otro contexto ideológico y/o temporal, repudian esta manera de ver al mundo, pero las últimas décadas de pobre desempeño económico deberían ser aliciente suficiente para  convencerlos de que no hay más alternativa. La evidencia mundial es contundente en otro aspecto: los países que han pretendido sustraerse de los mercados son los que peor desempeño han registrado. Esa es la razón por la cual naciones tan distintas como Rusia, China, Francia y otros escépticos de los mercados son activos partícipes en los mismos: reconocen que no hay otra opción.

Un mundo descentralizado y cada vez más interconectado obliga a cambios que eran impensables hace sólo unos cuantos años. La descentralización económica va de la mano con la política y la pérdida de poder de un gobierno federal es inevitable, además de natural. De la mano de lo anterior, se advierte una explosión de instrumentos en manos de la ciudadanía (sobre todo a partir de Internet) que va a revolucionar las formas de interacción entre ciudadanos y gobernantes. Es decir, un mundo dominado por mercados, ciudadanos cada vez mejor capacitados y descentralización de la información es también un mundo en el que el poder se dispersa, abriendo oportunidades excepcionales para el desarrollo no sólo económico, sino también democrático. Por dos décadas, en México se ha impedido que estos cambios se den, lo que se traduce en la parálisis que hoy nos caracteriza. La alternativa, como bien lo ilustra España, es no sólo aceptar la realidad del mundo de hoy, sino abrazarla de manera convencida. España muestra no sólo que se puede, sino que se puede ser extraordinariamente exitoso en el camino.

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Crecimiento económico a voluntad

Luis Rubio

Tal vez no haya tema en el debate público y en la política nacional más polémico, y al mismo tiempo más corriente, que el del pobre desempeño de la economía mexicana en las últimas décadas. Nadie puede disputar nuestros miserables resultados en este campo. Sin embargo, la discusión, ya añeja, tiene menos que ver con la economía misma que con visiones muy distintas del país y del mundo. Para unos, el desarrollo comienza y termina con el gobierno como factotum de la vida económica,  política y social. Para otros, el meollo está en la centralidad del mercado, donde el papel del gobierno es crucial, pero limitado a establecer las reglas del juego, regular la actividad económica y asegurar igualdad de oportunidades y equidad en el acceso al mercado. Como en el pasado mediato, la sociedad mexicana está, una vez más, inmersa en un debate más ideológico que práctico y más dogmático que analítico. Es tiempo de comenzar a situarnos en la realidad de hoy, que poco o nada tiene que ver con la que determinó el tipo de “modelo de desarrollo” que el país siguió hace años o décadas.

Es importante comenzar por situar el problema en su justa dimensión, es decir, los números, el contexto y la naturaleza de lo que se discute. Cada uno de estos elementos determina la conclusión a la que uno llega. En primer lugar, los números no están a discusión: la economía mexicana creció a razón de 3.6% per cápita en la era del desarrollo estabilizador (sobre todo a partir de 1952 y hasta 1970). En comparación, la economía experimentó un crecimiento poco menor a 1% en términos per cápita de 1983 a 2004. Pero antes de inferir la conclusión que parecería obvia de esta comparación, es importante entender lo que los números incluyen, pues de otra forma podríamos elegir a discreción cualquier periodo y construir un argumento convenenciero sin relevancia alguna. Resulta de particular importancia resaltar que el periodo que uno escoja para evaluar el crecimiento lleva en sí la conclusión: por ejemplo, si uno incluye la década de los ochenta, periodo en el que el país tuvo que amortizar la enorme deuda contraída en los setenta, los resultados se alteran dramáticamente. Si, en cambio, uno toma el periodo de 1989 a 2004, en lugar de 1983 a 2004, el resultado es distinto ya que el crecimiento per cápita fue de casi 2%, cifra todavía baja, pero el doble de la que resulta con el cálculo anterior.

Dado el ambiente de confrontación en que se discuten –es un decir- estos temas en la actualidad, la forma de comparar es definitiva. Para quienes pretenden ensalzar al desarrollo estabilizador, lo conveniente es ignorar la década de los setenta, pues ésta da al traste a sus prejuicios, a la vez que es imperativo incluir a los ochenta en el cálculo del desempeño de la economía bajo el “nuevo modelo”, pues eso lleva a su descalificación sin mayor necesidad de análisis. Dicho lo anterior, hay dos cosas que no aceptan discusión: una es que el país efectivamente experimentó una era de jauja en los cincuenta y sesenta, que los setenta, aunque hubo crecimiento, fueron de desperdicio, exceso y corrupción, los ochenta de crisis y desde los noventa de un cambio de modelo que no ha probado su eficacia. Lo otro que no está, o no debiera estar, en discusión es el hecho de que el mundo de los cincuenta y sesenta en nada se parece al que existe a partir de los noventa.

La economía de un país no es independiente del sistema político, por un lado, y de la realidad internacional, por el otro. De la misma manera, el desempeño de la economía mexicana en una década no se puede disociar de lo ocurrido en una anterior: los setenta no se pueden explicar sin los sesenta y los ochenta  sin la estrategia, si así se le puede llamar a lo que pasó en los setenta, seguida en ese periodo. Puesto en términos llanos, aunque el desempeño de la economía en los sesenta y setenta fue excepcionalmente robusto, la esencia del modelo que se siguió en ese periodo no fue sostenible. Es decir, aunque el gobierno de Echeverría optó por abandonar la estrategia económica seguida en las décadas anteriores, lo cierto es que dicho modelo había llegado a su límite. La economía mexicana requería un cambio de estrategia en 1970. Lamentablemente, el viraje que se dio no fue el adecuado.

Es fácil llegar a conclusiones erróneas respecto al buen desempeño del desarrollo estabilizador, sobre todo porque la realidad de entonces en nada se asemeja a la actual. La estrategia del desarrollo estabilizador dependía de dos factores fundamentales: primero, las exportaciones sobre todo agrícolas y mineras que financiaban las importaciones de materias primas, maquinaria y otros insumos para el desarrollo industrial. Segundo, el gobierno administraba la actividad económica tanto en el sentido macroeconómico (estabilidad financiera), como en el microeconómico, sobre todo a través de subsidios, permisos de importación, etcétera. El modelo del desarrollo estabilizador se vino abajo por dos razones: a) porque el descenso de las exportaciones agrícolas comenzó a generar problemas en la balanza de pagos; y b) porque, dado el tamaño del mercado mexicano, la industria no podía producir a escala competitiva, lo que se traducía en productos de baja calidad, caros y sin opciones para el consumidor intermedio o final. El punto es que se abandonó el desarrollo estabilizador porque éste estaba haciendo agua.

La visión que gobernó a la economía desde algunos años después de la Revolución y hasta 1970, respondió esencialmente a las circunstancias particulares de la época. El gobierno revolucionario era el único capaz de promover el desarrollo en una sociedad fundamentalmente rural y todo su esfuerzo se enfocó a desarrollar una plataforma industrial, una clase media y un sector agrícola de exportación. Fue gracias al gobierno que el país se estabilizó y experimentó tasas elevadas de crecimiento. Pero eso ocurrió en contexto que nada tiene que ver con la realidad de hoy: la de entonces era una sociedad exhausta por los años de desmanes revolucionarios, el gobierno era todopoderoso, los desafíos que se enfrentaban eran de orden interno y, con la mayor de las frecuencias, producto de disputas intestinas dentro del propio régimen. Mientras el gobierno cuidara los equilibrios económicos fundamentales mantuviera un control político efectivo e invirtiera en infraestructura, la respuesta del sector privado era inmediata.

La realidad de hoy nada tiene que ver con aquel mundo que tanto atrae a políticos que añoran tener el control del país en sus manos. Hoy el país cuenta con una sociedad mayoritariamente urbana, con una clase media amplia y crítica y un sector empresarial desarrollado que ya no acepta la imposición gubernamental. Todo esto existe en un entorno internacional que impide el aislamiento, así como la adopción de medidas unilaterales de promoción, subsidio o protección. De hecho, si uno analiza la dinámica política que envolvió las decisiones en materia económica desde mediados de los sesenta, lo evidente es que el problema del país fue esencialmente político, no económico: desde mediados de aquella década fue evidente que el modelo del desarrollo estabilizador era inviable y que la solución técnica residía en una apertura gradual de la economía; sin embargo, el gobierno optó por no actuar al respecto para no comprometer las posibilidades del entonces secretario de Hacienda de llegar a la presidencia. De la misma manera, el viraje de los setenta tuvo mucho que ver tanto con el movimiento estudiantil del 68 como con el deseo de retener el control gubernamental de la economía aun si eso llegara a implicar el colapso económico. En los ochenta, el gobierno no tuvo más remedio que lidiar con el exceso de deuda contraída al amparo de los sueños de gigantismo que caracterizaron a la década precedente: no había de otra.

Independientemente de la corrupción y los errores de los noventa y, de hecho, de mediados de los ochenta para adelante, el gobierno optó por emprender ambiciosas reformas económicas no porque quisiera perder control sobre la economía, sino porque estaba respondiendo a dos dinámicas fundamentalmente políticas: a) los costos políticos crecientes del estancamiento económico; y b) la urgencia de atraer inversión privada para generar empleos y crecimiento. El cambio de modelo que se verificó en ese periodo reconocía que el crecimiento ya no se podría generar a partir de las estrategias seguidas durante el desarrollo estabilizador y que la inversión no prosperaría a menos de que se crearan condiciones para atraerla. Es decir, más allá de preferencias o de errores de cualquier naturaleza, la estrategia seguida en los últimos lustros era al menos un intento de respuesta a la realidad del momento.

Hoy el país vive un momento decisivo: o camina hacia adelante o se va para atrás. El statu quo es insostenible. Es evidente que el crecimiento de la economía es insuficiente, pero las respuestas que se dan para elevarlo suelen ser tan pobres como dogmáticas. Los dogmas provienen de planteamientos ideológicos que poco sirven al proceso de decisión. Una visión sostiene que la salida depende de reconstruir las políticas de los cincuenta y sesenta, cuando esto es imposible a todas luces. Otra visión supone que dos o tres cambios específicos (las famosas reformas) transformarán al país de la noche a la mañana. La realidad es que nos hemos quedado varados en un proceso en el que el gobierno ya no tiene mayor influencia en el desempeño económico más allá de las variables macroeconómicas, en tanto que el mercado no opera más que en el plano comercial. Es decir, la mexicana ya no es una economía centralmente administrada, pero tampoco es de mercado. El peor de todos los mundos posibles.

No hay duda que es envidiable el crecimiento experimentado por sociedades como las asiáticas, Chile, Canadá o España. Pero su éxito reside precisamente en que se han adecuado a la realidad de su tiempo, han creado estructuras legales y regulatorias modernas, se orientan a la economía del conocimiento y no se pierden en sus objetivos. Nosotros, en cambio, nos empeñamos en ver para atrás en lugar de planear hacia el futuro. Lo envidiable no es el crecimiento que esos países han registrado, sino el hecho de que viven en el mundo real.

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Impunidad

Luis Rubio

Los mexicanos nos estamos acostumbrando a vivir en la absoluta impunidad y nadie sabe cuáles serán las consecuencias de ello. La impunidad está en todas partes y se aprecia hasta en los detalles más irrisorios. La partidocracia impone sus reglas y no hay nadie que lo pueda impedir; el poder judicial, sobre todo a nivel local, es corrupto, abusivo y cada vez más poderoso, sin ningún contrapeso que lo limite; los sindicatos poderosos hacen de las suyas consuetudinariamente y exprimen al erario (o sea, a los contribuyentes) en aras de su beneficio personal; el gobierno prácticamente no existe y no hay quien pueda exigirle cuentas; el congreso y el senado cacarean iniciativas fuera de toda realidad; y, por si lo anterior no fuera suficiente, la población vive entre la incertidumbre, la inseguridad física y la patrimonial, todas ellas permanentes. Ningún país puede avanzar de esta manera y no es casual que el nuestro persista paralizado.

La impunidad está en todas partes. No hay minuto del día en que el ciudadano se sienta con la certeza de que sus derechos serán protegidos o que su persona estará bien resguardada. El pequeño empresario vive expoliado por inspectores y burócratas: da lo mismo si se trata de quienes asaltan su negocio o los que le quitan el tiempo en trámites repetidos, absurdos e innecesarios. Los jueces son impredecibles: igual perdonan que castigan sin que medie explicación alguna, además que con frecuencia actúan en contubernio con burócratas, funcionarios o partes interesadas. El hecho es que el ciudadano común y corriente vive acosado por autoridades y burocracias que jamás han reparado, ni por asomo, que su empleo está subordinado a la ciudadanía o, al menos, que se le debe a ésta. La impunidad es rampante y eso sin considerar el entorno general, que, todos sabemos, no es legal ni lo pretende.

La impunidad no es algo nuevo en la sociedad mexicana, pero ahora se ha convertido en la constante que está presente en todas partes y que explica, al menos en alguna medida, el comportamiento de muchos mexicanos: desde los que se van del país en busca de una mejor oportunidad, hasta los que se agandallan todo lo que puede pues no hay futuro que valga. La impunidad produce comportamientos anómalos y antisociales, una verdadera anomia, comportamientos que pronto se tornan naturales, lógicos y, en esa perversidad, también legítimos. La asociación que muchos políticos hacen de pobreza con criminalidad es un ejemplo perfecto de cómo, en este mundo de perversión e impunidad, se tergiversa la realidad para avanzar una causa política.

Aunque la impunidad tiene una larga historia, en el pasado se trató siempre de una excepción. Por supuesto, existía la institución de la mordida, pero también mecanismos (políticos, no legales) para controlar sus excesos. Algo similar ocurría con la criminalidad, que era, literalmente, administrada por el sistema. Ese sistema, construido luego de la gesta revolucionaria, nunca logró (ni pretendió) crear un sistema basado en la legalidad y acorde con las demandas ciudadanas, pero sin duda tenía por cometido organizar a la sociedad y los procesos productivos para avanzar el desarrollo del país. Ese sistema de instituciones no era democrático ni siempre respondía al reclamo ciudadano, pero cumplía la función de limitar excesos y administrar la impunidad.

El deterioro del viejo sistema priísta, que comenzó a fines de los sesenta y se aceleró año con año, abrió la caja de Pandora. Por un lado, el gobierno, que antes recurría a controles autoritarios ante la menor provocación (como ilustra el 68 mejor que nada), se convirtió en el principal promotor de las causas ilegales. A partir de los setenta, mucho de lo que antes era institucional, pasó a ser ilegal: antes, las organizaciones medulares del sistema eran las que se integraban a los llamados sectores del partido (CNC, CNOP, CTM). A partir de ese momento, la vida partidista, y cada vez más, la urbana, comenzó a caracterizarse por organizaciones cuyo origen y realidad era la ilegalidad: invasores de predios y taxis tolerados, comerciantes ambulantes y grupos de choque. El sistema, que se percibía a sí mismo como ilegítimo, dejó de cumplir la función de administración de la impunidad que por tantos años había servido al desarrollo, para convertirse en el gran promotor de la ilegalidad, la impunidad y la corrupción.

La derrota del PRI en 2000 acabó por destruir lo poco que quedaba de la antigua estructura institucional. Pero ese cambio, aunque nada novedoso, fue dramático. Si bien la estructura institucional había experimentando un deterioro constante, persistente y sistemático a lo largo de tres décadas, la institución presidencial mantenía muchas de sus estructuras y ciertamente sus mecanismos, comenzando por los que se derivaban de la relación PRI-presidencia. Ese dúo dinámico le confería a la presidencia instrumentos y oportunidades inimaginables en cualquier democracia.

La llegada de un nuevo gobierno con otro perfil partidario en 2000, cambió al país para siempre, pero no necesariamente para bien. Aunque el viejo sistema había experimentado un deterioro sistemático, prácticamente nada se había hecho para construir y desarrollar instituciones que sirvieran para ejercer las funciones gubernamentales más elementales, comenzando por la seguridad pública. El gobierno que fue inaugurado en diciembre de 2000 no contaba con las facultades de antaño, no tenía experiencia alguna en el ejercicio de las funciones gubernamentales y no entendió la precariedad del momento. El efecto de estos tres factores fue la migración del poder.

Súbitamente, la otrora omnipotente presidencia mexicana, cedió sus poderes, sin darse cuenta, a quien supo acapararlos. Los partidos afianzaron la posición que la reforma electoral de 1996 les había otorgado como monopolio exclusivo del poder en el país. El congreso se convirtió en el gran contrapeso del poder presidencial, en tanto que los gobernadores pasaron a ser amos y señores de sus regiones, inspirando ese famoso dicho que dice que México transitó de la monarquía al feudalismo. Si esa migración de poder se hubiera limitado a los poderes legalmente establecidos, la situación hubiera sido una de desequilibrio, pero no más. Desafortunadamente, el poder no sólo pasó a esas entidades, sino que igual migró a los narcotraficantes, criminales y guerrilleros, sindicatos corporativos y toda clase de grupos e intereses particulares, muchos de ellos ilegales.

La impunidad pasó a ser la nueva realidad del país. En ausencia del viejo presidencialismo, desaparecieron los mecanismos que antes habían permitido una convivencia pacífica y un desarrollo económico insuficiente, pero más o menos funcional. Ese sistema resultó ser insostenible en una sociedad creciente y pujante, pero funcionó por décadas hasta que se murió por inanición y por falta de visión: inanición por la desaparición paulatina de sus fuentes de sustento; y falta de visión porque no fue capaz de construir estructuras institucionales nuevas, idóneas para una sociedad democrática. El resultado de ese choque de intereses y ceguera produjo la patética realidad de hoy. Peor, creó un conjunto de círculos viciosos que hacen muy difícil romper la espiral de impunidad y corrupción cotidianas.

Hay dos maneras de romper el círculo. Una es acabando con la incipiente democratización del poder que ha experimentado el país en años recientes. Eso es precisamente lo que hizo el presidente Putin en Rusia: en sólo unos cuantos meses, acabó con la elección directa de gobernadores y retornó al viejo sistema de nombramientos centralizados; de la misma manera, acorraló al parlamento, limitó la disidencia y controló sus procesos internos. Al recentralizar el poder, el presidente ruso construyó nuevas instituciones, fortaleció las policías y logró un amplio apoyo popular. Aunque la Rusia actual no se parece en nada al viejo sistema comunista, el experimento democrático de los ochenta se disipó como agua entre los dedos.

La otra manera de romper el círculo vicioso es que los partidos pierdan su monopolio absoluto del poder y comiencen a favorecer una reconstrucción institucional, en aras de, al menos, contener la impunidad. Hasta la fecha, la partidocracia en que se ha convertido este sistema, ha afianzado su poder, impidiendo cualquier bocanada de oxígeno al sistema y cancelando toda oportunidad de crear mecanismos de rendición de cuentas, representación ciudadana o efectiva participación de la sociedad en el ejercicio del poder. Los tres partidos grandes, encumbrados por la ley del 96 en dueños del poder político, controlan un espacio decreciente de la vida del país (pues su contraparte, que no es la ciudadanía, sino todos los intereses y grupos ilegales de esta sociedad, crece más rápido) y arriesgan, cada día que pasa, la posibilidad de acabar siendo rebasados por esa otra realidad del país, la impunidad.

El gobierno actual está totalmente rebasado. La impunidad crece de manera sistemática en todos los frentes. El de la inseguridad pública es tan sólo el más evidente, pero dista de ser el único. Impotente frente a los partidos políticos, el gobierno ha optado por cacarear logros por demás dudosos, además de que esa campaña resulta contraproducente, pues acaba por confirmar su estrepitoso fracaso para contener la ola de deterioro institucional que heredó en 2000. Por su parte, los tres partidos grandes, sumidos en la lucha por la sucesión, parecen incapaces de reconocer lo precario de su reino y el tamaño del riesgo que, de manera implícita, están asumiendo.

Los partidos y sus políticos tienen que decidir si conceden, por diseño o por default, el poder a las mafias de sindicatos, narcos y criminales, o si, en un acto de reconocimiento de lo obvio, comienzan a edificar mecanismos institucionales que den forma a un país moderno donde la ciudadanía es el centro de atención del gobierno y la política. Sólo así podrán comenzar a revertir la ola de la impunidad. A nadie conviene la dictadura que, en un escenario así, acabaría siendo inevitable y, todavía peor, bienvenida por vastos sectores de la población que viven sumidos en el temor, la incertidumbre y la precariedad.

 

Ayer, hoy y mañana

Luis Rubio

¿Será posible predecir el futuro? preguntaba ansiosa una persona que llamó a una estación de radio armenia. “Sin duda” le respondió, un tanto incierto, el locutor. “No hay problema alguno; sabemos perfectamente cómo será el futuro. Nuestro problema es con el pasado, éste sigue cambiando”. Según este viejo chiste de la era soviética, lo difícil no es la realidad actual, sino la del pasado. Esto mismo parece definir nuestra situación actual: el pleito de hoy, presente en la contienda electoral como el hilo conductor central, tiene más que ver con un desacuerdo fundamental sobre el pasado (lo que pasó en los setenta y noventa) que con lo que vivimos en la actualidad. La manera en que se resuelva ese pleito tal vez determine el resultado de las elecciones del año próximo.

La película de las crisis ya la vimos los mexicanos demasiadas veces. Pero parece haber más de una versión de la misma y cada quien habla de ella como le fue en la feria…, o como cree que le fue, luego de años de olvidar, convenencieramente, el tema de esencia: sus causas. Aunque sin duda muchos especuladores supieron aprovechar las crisis para su beneficio, la abrumadora mayoría de la población y seguro toda la asalariada, resultó perjudicada. Las crisis no hicieron otra cosa que carcomer el ingreso disponible, destruir el valor real del dinero (y de los sueldos) y, por lo tanto, empobrecer a personas y familias. Las secuelas de esa “película” los mexicanos las conocemos de sobra. Lo que no nos queda igual de claro es la cadena causal de condiciones que nos llevaron a tal situación.

Las causas directas de las crisis son obvias, más no siempre reconocidas. Entre 1976 y 1994, el común denominador de todas fue uno: un desenfrenado déficit fiscal que se tradujo en creciente endeudamiento que, a su vez, produjo dislocaciones en la balanza de pagos. En el corazón de las crisis se encontró siempre una distorsión fiscal. Pero esa obviedad no parece haber creado una vacuna suficientemente fuerte para evitar su repetición.

Si uno observa los argumentos de los diputados que esta semana revisaban el presupuesto, así como el de los diversos precandidatos, ninguno parece guardar conciencia de los riesgos implícitos de una crisis. Si bien es cierto que por diez años el país ha gozado de una inusual estabilidad financiera y económica (que, por cierto, pocos reconocen como el logro que es), el riesgo de un quiebre sigue estando presente, toda vez que persiste la noción de que el déficit no importa o que el gasto público es un instrumento maleable y sin límites. Esto que, uno supondría, debió quedar erradicado luego de las sucesivas crisis de los 70, 80 y 90, pero sobre todo la de 1994-1995, inexplicablemente sigue vigente. El meollo del asunto radica en que no hay una explicación de las causas de esas crisis que todos compartamos como válida. Esto último es cierto incluso entre muchos economistas que, sobre todo a partir de 1994, han expresado fuertes disensos respecto a la manera de recuperar el crecimiento de la economía.

Las diferencias de perspectiva que existen entre los economistas y técnicos se multiplican en forma incontenible entre los políticos. Mientras que los economistas, al amparo del llamado “grupo Huatusco”, han  tratado de determinar en qué están de acuerdo y en qué no, los políticos viven de extrapolar las diferencias. Pero lo que unos y otros no pueden negar es que las crisis de los 70, 80 y 90 no sólo profundizaron la ancestral desigualdad, sino que causaron enormes desequilibrios familiares y generaron un profundo sentido de frustración y, en muchos casos, resentimiento. Además de ello, esas crisis provocaron, o al menos acentuaron, la falta de confianza y desprecio que mucha gente siente por los políticos y las autoridades gubernamentales en general.

Lo patético de la situación es que ninguna de estas repercusiones parece tener impacto sobre los procesos de decisión en temas tan sensibles como el presupuestal. La discusión entre los diputados en torno al déficit es sugerente: aprovechando que los precios de petróleo se encuentran en un nivel inusualmente elevado, la administración propuso lo único sensato: crear reservas a través de un superávit en el ejercicio fiscal para el día en que la situación se invierta y los precios resulten inusualmente bajos. Frente a ello, la respuesta de los diputados ha sido contundente: no sólo quieren eliminar el superávit propuestal (al fin su responsabilidad expira el próximo año), sino que proponen elevar el gasto recurriendo al viejo truco de modificar el precio de referencia del petróleo.

Dicho precio es un tema que no por obvio deja de ser fundamental. Como todos sabemos, una parte significativa, aproximadamente el 30%, del ingreso gubernamental proviene del petróleo. Dada esa dependencia, el precio del petróleo es un factor crítico en cualquier discusión presupuestal en el país. Desde hace años, el gobierno y el Congreso han adoptado un precio de referencia para el petróleo, que es el que se incorpora en los cálculos de ingreso y gasto. De acuerdo a las prácticas vigentes, si ese precio de referencia resulta ser más bajo del registrado en el mercado, la diferencia en ingresos (los llamados excedentes petroleros) se divide, de acuerdo a una serie de fórmulas, entre los estados y la federación. Por el contrario, si el precio de referencia acaba estando por encima del precio de mercado, entonces la Secretaría de Hacienda recorta el gasto a lo largo del año. Como nadie quiere que le recorten el gasto, existe un incentivo para poner un precio de referencia relativamente bajo y disfrutar los beneficios de que sea más alto, si es que así ocurre.

Pero el Congreso ha sido cada vez más renuente a seguir esa regla elemental de comportamiento fiscal. Dado que en los últimos años  el precio del petróleo se ha mantenido a niveles históricamente altos, los diputados suponen que lo mismo seguirá ocurriendo en el futuro, aunque eso podría cambiar en cualquier momento, como ocurrió en los ochenta y noventa. En aquella época, el petróleo subió, para luego comenzar a disminuir de manera acelerada, afectando innumerables programas de gasto. Lo más paradójico de todo esto es que, a final de cuentas, las crisis del pasado no parecen haber hecho  mella sobre el comportamiento de nuestros políticos.

El problema no se limita al Congreso. La retórica de los precandidatos a la presidencia tiende a explotar ese sentimiento de que se podría hacer mucho más si simplemente los economistas del gobierno fuesen menos cuadrados. De esa premisa derivan toda una serie de planteamientos y promesas que, de llevarse a la práctica, podrían sentar las bases de una nueva era de crisis. Por el contrario, si esas promesas acaban siendo meros planteamientos retóricos, no harían sino acentuar la desconfianza hacia el gobierno y el resentimiento que ya de por sí existe.

Esa desconfianza y desprecio es ancestral en muchos sentidos, pero sólo ahora comienza a aflorar de una manera notable. Es ahora cuando la gente se expresa con libertad y facilidad. En función de eso, quizá la pregunta electoral más importante para el próximo año es si, además del resentimiento y la desconfianza, también ha habido un proceso de crecimiento y aprendizaje. Esta pregunta es importante porque una población consciente, que aprende y reconoce las debilidades de un gobierno, es una población que no acepta excesos y abusos, ni verbales ni reales. Por el contrario, una población que sólo ha crecido en su resentimiento pero no ha aprendido nada en el camino, tiende a ser presa fácil de planteamientos demagógicos como los que son visibles todos los días en la prensa nacional.

La disputa sobre el pasado es crucial para el futuro. Lo que en realidad está en juego son los 70 versus los 90, es decir, la visión maximalista del gobierno protector de la sociedad y de los productores versus la visión de una economía de mercado, anclada en la población y el empresariado para el beneficio del consumidor. Ciertamente, ninguno de los dos modelos, ni el de los 70 y ni el de los 90, es perfecto, pues la realidad es siempre más compleja que cualquier modelo. Pero lo verdaderamente interesante de esta disputa es que los 80 no aparecen en el mapa y este es un tema medular, pues los setenta no se pueden explicar sin los 80 y los 90 no se pueden interpretar sin la década antecedente. La realidad es que el país quebró en los 70 por lo insostenible y costoso del proyecto político económico que se instituyó en aquella época y el costo de esa locura se pagó a lo largo de los 80.

Además, mientras nosotros vivíamos en la lujuria petrolera, el resto del mundo entró en la etapa de lo que hoy conocemos como globalización, proceso que revolucionó la manera de producir y funcionar de todas las sociedades del mundo. De esta manera, mientras nosotros pretendíamos que la riqueza era infinita y luego pagábamos los costos de ese terrible error, perdimos la oportunidad de sumarnos a los cambios que sobrecogían al mundo para mejorar la probabilidad de lograr lo único relevante: elevar la tasa de crecimiento económico para crear empleos, disminuir la desigualdad y sentar las bases de un desarrollo sostenible de largo plazo.

El modelo que se puso en marcha en los 90 fue una respuesta a los retos que la globalización imponía, pero muy a la mexicana. En lugar de hacerlo de manera determinada y cabal, se hizo a medias, sin reglas del juego certeras y sin tocar intereses clave que hoy son el principal impedimento al crecimiento económico de corto plazo y al desarrollo en general. Ya que es obvio que la globalización no va a cambiar para ajustarse a las preferencias de algunos mexicanos, lo conducente sería comenzar a corregir los errores de esa era, afianzar una estrategia de desarrollo centrada en el consumidor y crear condiciones para que toda la población se pueda sumar a semejante empresa.

La tensión que hoy existe en la sociedad mexicana es producto de los cabos sueltos que quedan del pasado. Como sugiere el chiste armenio, mientras no seamos capaces de resolver las disputas que de ahí emanan, lo dominante en la sociedad mexicana seguirá siendo la incertidumbre, el desprecio a los políticos y, en consecuencia, la parálisis.

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Yo sólo quiero un país

Luis Rubio

Hay sociedades que sufren de manera dramática, abierta y violenta; otras lo hacen de manera silenciosa pero profunda. Las primeras imponen costos directos, inmediatos y con frecuencia brutales. Las guerras y las dictaduras destruyen no sólo vidas, sino también las fuentes de vida y trabajo; por eso nos parecen brutales e intolerables. En ellas la mano armada, interna o externa, impone su ley. Las sociedades que padecen desde el silencio no sangran ni  permiten que las heridas se vean a simple vista, pero ahí están. Las heridas existen y calan poco a poco, forjando una actitud frente a la vida. Mientras que las dictaduras, las invasiones y las guerras exterminan con violencia, los malos gobiernos destruyen la esencia, impiden que las personas se desarrollen y cancelan toda expectativa de vida digna. Un mal gobierno causa estragos indescriptibles porque dejan sentir su influjo sin que se vea.

Es imposible medir qué tanto ha sufrido la sociedad mexicana durante décadas de gobiernos malos y duros porque no hay manera de computar la felicidad ni existe forma objetiva de comparar los sentimientos de un pueblo con otros. No cabe la menor duda de que esos gobiernos, aunque autoritarios sólo de manera excepcional, impusieron su ley. La mexicana fue una sociedad que creció a sabiendas de que había límites reales a su libertad y aprendió a callarse las cosas importantes. Ciertamente, aunque hubo casos de abuso extremo de autoridad, el mexicano nunca fue un régimen estalinista dispuesto a destruir una vida (o muchas, millones) por sus creencias o modo de pensar, pero no hay duda que la disidencia tenía límites. Esos límites eran muy reales en comunidades rurales donde el cacique era dueño de vidas y almas, pero no eran menos ciertos en las direcciones editoriales de los diarios, lugar donde se ejercía una autocensura que acababa teniendo el mismo efecto: la gente aprendía que había límites. Una vez que se daba el aprendizaje, todo parecía fluir de manera natural. Pero cada uno de esos “aprendizajes” dejaba sus huellas y heridas.

Lo importante no es si el viejo sistema político era autoritario o si el mexicano era un régimen intolerante y dictatorial o una dictablanda permisiva. A juzgar por la forma en que una parte importante de la población se manifiesta y comporta, las heridas son mucho más profundas de lo aparente. La criminalidad es un buen indicador: no sólo se trata de que la criminalidad se haya convertido en un mal intolerable y destructor para la sociedad mexicana en su conjunto; tan grave o más es la saña con que ésta se ejecuta: los delincuentes no se conforman con robar la bolsa a una mujer o secuestrarla por algunas horas, sino que la violan o amputan los dedos. Esa violencia innecesaria que se expresa y acompaña al acto criminal habla de una sociedad resentida, ofendida y deseosa de venganza. Como si de pronto le hubieran quitado la tapa a una olla de presión, dejando que saliera de golpe toda la porquería.

La contienda electoral en que estamos inmersos tiene muchos vínculos con ese pasado. Los años de sumisión se han convertido en fuentes de resentimiento y los de incompetencia gubernamental en verdaderos veneros de un aparentemente insaciable ánimo de vindicación. Los mexicanos ya no temen expresarse y a menudo lo hacen de manera directa y sin el menor recato. De la libertad no hay duda y ese es un logro inconmensurable del proceso de democratización y cambio político de las últimas décadas. Pero lo que la sociedad expresa no es siempre loable y en muchas ocasiones es canalizado de la manera más irresponsable para fines particulares de corto plazo.

Las campañas electorales son canales naturales para que surjan y se expresen estos sentimientos y percepciones. En toda contienda política, los candidatos siguen un proceso que, típicamente, los pone en polos opuestos al principio, para luego acercarlos a un centro en el que intentan capturar al grueso del voto. La primera etapa suma a los creyentes, a los miembros sólidos del partido y a los que se sienten directamente representados por el candidato. En las etapas posteriores la disputa se centra en los electores más pragmáticos, los que no están comprometidos con una ideología, partido o candidato. Los primeros le dan sentido a cada campaña, en tanto que los segundos hacen posible su triunfo. En este momento nos encontramos en la primera etapa, o incluso en un momento previo, lo que explica la polarización del lenguaje, la dureza de los juicios y la ira que se deja ver en las esquinas partidistas.

Pero nada de ese proceso sirve para explicar el sentir de la población. Tras décadas de  alinearse con un jefe o cacique, seguir la línea del gobierno en turno, morderse la lengua para evitar ser clasificado como un armapleitos y sufrir las consecuencias de actuar, pensar o preferir algo distinto a la línea oficial, comienza a ser patente un margen de libertadas, así sea incipiente, en el que la gente se queja, se manifiesta, demanda y vota. Con todas sus limitaciones y burocratismos, la diversidad de partidos en contienda habla por sí misma. Pero nada de esto permite entender, comprender a cabalidad, los sentimientos profundos de una sociedad que apenas ahora comienza a otear un entorno de libertad para hablar, pero no necesariamente para actuar y transformar su vida.

Toda esta alocución tiene su razón de ser, pues refleja una experiencia específica y desoladora. Cuando discutimos temas como el de la migración, lo típico es focalizar los atropellos que sufren los migrantes o las dificultades que éstos enfrentan para llegar a su destino: se sobrevive en un espacio de libertad  pero también de incertidumbre legal. Pocas veces nos ponemos a meditar las consecuencias de millones de familias encabezadas por abuelos porque ambos padres se fueron “al otro lado” o aquellas a las que el papá visita una vez al año, si bien les va. ¿Cómo crecerán esos niños? ¿Qué sentimientos tendrán frente al gobierno? Nadie sabe con certeza qué piensa cada mexicano que crece sin el ejemplo paterno, materno o ambos. Pero es seguro que no verán a los gobiernos como entes benignos después de que obligaron a sus padres a migrar.

La migración es tan sólo un síntoma. La hiperinflación de los setenta y ochenta destruyó familias enteras. Las crisis, producto en buena medida de ese veneno que es un gobierno con autoridad excesiva, capaz de gastar más de lo que tiene y endeudar al país sin límite ni sanción, acabaron no sólo con fuentes de trabajo y oportunidades de desarrollo, sino también destruyeron sueños y expectativas. En el camino sembraron las semillas del resentimiento y ánimo vengativo que hoy es columna vertebral de la retórica electoral. Los analistas tendemos a ver estos hechos –las crisis por ejemplo– como procesos que tienen un principio y un fin: tales circunstancias políticas o económicas gestaron acontecimientos que llevaron a una situación de crisis que luego tuvo que ser confrontada hasta que finalmente se restauró la normalidad. Pocas veces observamos las heridas no evidentes que dejaron todos esos procesos destructivos, que en la mayoría de los casos no debieron haber ocurrido.

Hace poco, con motivo del triunfo de Antonio Villaraigosa para la alcaldía de Los Angeles, Reforma reprodujo la conversación que éste tuvo con un grupo de empresarios mexicanos, en el marco de una cena organizada en su honor. En ella se le pidió al entonces presidente de la Asamblea Legislativa californiana que explicara, desde su perspectiva como México-norteamericano, la diferencia entre ambos países. «Es muy simple, afirmó Villaraigosa, si mi familia se hubiera quedado en México yo estaría hoy sirviéndoles la comida…” Ante las miradas de confusión de los comensales, el hoy Alcalde de Los Ángeles agregó: «En cambio fueron a Estados Unidos y hoy ustedes ofrecen esta cena en mi honor» (Reforma, 6 de Septiembre, 2005). Las palabras del alcalde angelino dejan mucho qué pensar sobre lo que no funciona en el país, que es mucho, y a la vez delatan el resentimiento que muchos mexicanos menos afortunados sienten pero no expresan con esa claridad y determinación.

El país está atorado por la combinación de políticos timoratos e intereses corporativistas que han hecho del país su feudo particular. Todos los que hemos pasado por la época de la lujuria populista de los setenta y luego por veinte largos años de intentos insuficientes y a veces inadecuados por retornar a la estabilidad permanente y crear una nueva plataforma de crecimiento, sabemos bien que los resultados no son particularmente loables. Es obvia la necesidad imperiosa de acelerar el paso, pero un paso correcto, en la creación de condiciones que hagan posible un crecimiento económico elevado, sostenido y transformador, encabezado por miles o millones de pequeños y medianos empresarios. Igual de obvio es el hecho de que sólo una estrategia que parta de la decisión política de romper con esos impedimentos corporativistas, públicos y privados, sería capaz de darle la vuelta al país. El statu quo es intolerable e inaceptable.

No haber llevado a cabo esos cambios tiene consecuencias. Hasta hoy, esas consecuencias se han hecho patentes en la desigualdad social, pero son tan sólo anecdóticas en la manera de percibirlo la población. Aquí hay un ejemplo de la vida real.

Hace poco, un amigo entrañable, Sabino Bastidas, sufrió un atentado, pero no de esos de corte criminal. Comiendo en un restaurante, dos personas de mediana edad con un hijo se acercaron y, con toda humildad, le dijeron que lo habían visto en televisión y que querían hacerle una pregunta. Explicaron que ambos son retirados del ejército, él como coronel, ella como enfermera, y que se encontraban ante una tesitura muy grave: estaban contemplando la posibilidad de enviar a su único hijo, de dieciséis años, a Canadá para que allá estudiara y se formara y, con ello, tuviera una oportunidad real de desarrollarse y vivir una vida digna y productiva. La pregunta era si debían hacerlo. Boquiabierto, mi amigo titubeó un momento, luego de lo cual movió la mirada de los compungidos padres hacia niño y le preguntó: ¿y tú que quieres? El niño volteó y, sin chistar, dijo “yo sólo quiero un país”. A eso hemos llegado.

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La coyuntura de la coyuntura

Luis Rubio

Hay momentos en los que todo en el entorno político clama por un cambio de perspectiva y el actual es sin duda uno de ellos. Luego de años de atestiguar campañas cada vez más abiertas por la presidencia de la república, una novedad para un sistema político ultra rígido en cuanto a sus rituales y procedimientos, hemos llegado a un punto tal de deterioro que el panorama resulta enfermizo: no aparecen por ningún lado los elementos de una competencia sana y saludable para la construcción de un futuro mejor. Aunque cada partido político sigue una dinámica propia y muy distinta a la del resto, lo que es patente desde la perspectiva ciudadana es el desierto electoral y político que caracteriza nuestro entorno. Más allá de los atributos o vicios de cada uno de los precandidatos, ninguno parece entusiasmar a la ciudadanía. La ciudadanía queda huérfana, sin opciones y sufriendo el embate del viejo corporativismo.

Hay dos medidas del descontento ciudadano. La primera se observa en las encuestas. De manera consistente, más del 45% de los ciudadanos manifiestan su disgusto por las precandidaturas que tienen frente a sí y lo que perciben como ausencia de opciones atractivas. Esto quiere decir que una abrumadora mayoría de los votantes no comprometidos con un partido, aun cuando profesen una preferencia, optarían por una alternativa si ésta fuese más atractiva.

La otra medida del descontento ciudadano se observa en el creciente pesimismo que sobrecoge al país. Parte de ese pesimismo emana del propio gobierno y de su incapacidad para resolver problemas de una manera duradera (pues, como ilustra el caso del IMSS, siempre es más fácil evitar el conflicto y pasarle el costo a la próxima administración), y se extrema con el crecimiento de los intereses particulares que se apropian, cada vez más, de los procesos de decisión. El entorno se torna todavía más agobiante por el desorden que caracteriza a los tres principales partidos políticos, mismo que amenaza con convertirse en una verdadera pesadilla para el elector.

Está claro que a los partidos y candidatos no les preocupa mucho el electorado. Sus campañas, igual las incipientes que las que ya están en marcha, están diseñadas menos para convencer al electorado que para satisfacer a sus bases tradicionales, frecuentemente con mecanismos más modernos, pero no más sofisticados que los de antaño. Incluso, algunos partidos están más interesados en promover la abstención que en participar en un proceso democrático moderno, bajo la suposición de que su probabilidad de éxito aumenta en la medida en que la gente se abstiene de votar.

Ni duda cabe que mucho del desasosiego que se percibe en numerosos ámbitos, igual en el interior del país que en las grandes ciudades, entre profesionistas y estudiantes, entre ricos y pobres, tiene que ver con las desventuras de nuestra democracia y la incapacidad de los políticos para transformar el proceso político al punto de convertirlo en fuente de estabilidad, oportunidad y potencial de desarrollo. Claramente, no hay una sola manera de avanzar la democracia o el desarrollo, pero lo que hemos visto en estos años es la ausencia total de esfuerzos dirigidos tras ese propósito. El resultado es parálisis, desasosiego, desánimo y, sobre todo, repudio al statu quo.

Es un hecho que la población está cada vez más enferma de la retórica de algunos candidatos y de los pleitos de otros tantos. La dinámica en cada partido es muy distinta, pero todas se caracterizan más por su patología que por la oportunidad que están construyendo. El PRD, sin duda el partido con la candidatura más consolidada, enfrenta disidencias internas que no acaban de resolverse. El papel del Ingeniero Cárdenas en el proceso partidista y electoral sigue siendo una incógnita que no es bienvenida por el nuevo establishment del partido. Lo mismo se puede decir del Distrito Federal, donde se libra una contienda interna que refleja más las rupturas internas que la visión convergente y unánime que se pretende presentar.

El caso del PAN es más patético, no porque su proceso de nominación sea en sí mismo criticable, sino porque ha llegado a un extremo en que lo lógico y obvio no se percibe como tal por el dogmatismo que profesan tanto el gobierno como el liderazgo partidista. El gobierno, que en los últimos años ha seguido el criterio de que no importa la calidad del individuo siempre y cuando sea azul, ha adoptado una lógica similar en el proceso de nominación del candidato presidencial y ha sido secundado por un liderazgo partidista que, si bien parecía más comprometido con el triunfo en el 2006 que con una agenda ideológica, da muestras de lo contrario al manipular a los candidatos y al proceso en su conjunto. Es tiempo de que el PAN consolide su nominación para que el candidato entre a la cancha y comience a competir, confiadamente contribuyendo a que la del 2006 sea una contienda no sólo limpia y civilizada, sino sobre todo rica en ideas, planteamientos y contrastes.

Si no es por la importancia relativa del PRI, su situación merecería más lágrimas que análisis. El PRI no acaba de encontrar su propio acomodo. Una vez que perdió al dueño que por tantas décadas decidió por la chamacada, los priístas no saben si competir, arreglarse o aguarle la fiesta al otro. O todo eso al mismo tiempo. Su proceso de nominación ha sido mitad farsa y mitad tragedia, en tanto que la contienda interna resulta infantil. Un candidato enfrenta rechifla, tomatazos y huevazos cada que se presenta en público, en tanto que el otro recibe una visita del la Secretaría de Hacienda por presunta evasión fiscal. Por años parecía claro que, a pesar de todos sus avatares, el PRI sobresalía en una cosa: en su capacidad para operar políticamente, construir consensos y resolver entuertos. La evidencia acumulada de los últimos tiempos con la salida de la maestra del Congreso, el relevo de la dirigencia del partido y la convocatoria para elegir candidato a la presidencia, por no tocar los desaciertos en el proceso de desafuero, es patética: el PRI, y muchos de sus personeros, han mostrado una mucho mayor capacidad para crear conflicto que para resolverlo. Esa no es forma de sustentar una candidatura creíble y sostenible.

Mucho peor que la perversa dinámica que sobrecoge a los partidos y sus campañas es el discurso retrógrado, reaccionario y contraproducente que de ellos emana. En lugar de forjar liderazgos capaces de articular el proceso de cambio que le urge al país y que el actual gobierno falló en avanzar, los precandidatos están inmersos en un círculo vicioso que no hace sino afianzar a grupos de interés comprometidos con el statu quo o, peor, con el regreso a ese mundo idílico en el que el desempleo era todavía mayor, el crecimiento económico paupérrimo y las oportunidades inexistentes.

Es revelador observar cómo se van alineando las fuerzas políticas en torno a los procesos electorales: el sindicato de maestros lanza proyectiles (huevazos); el del IMSS destapa la cloaca xenofóbica; otros, de sectores clave, como el de telefonistas, juegan a las coaliciones disidentes mientras se asocia a los pactos sectoriales; y el gobierno trata ya no de hacer una diferencia, un cambio, sino evitar el conflicto a cualquier precio (que siempre acaba siendo monumental). Los intereses creados y comprometidos con que nada cambie toman posiciones, se enconchan y arremeten contra la ciudadanía a través del control de sectores y decisiones estratégicos, sin encontrar nada más que un gobierno débil e incapaz de actuar frente a las crecientes amenazas que éstos representan.

La política mexicana vuelve a su cuna, pero con una diferencia crucial. En cierto sentido, el viejo sistema político era un enorme sistema de administración de intereses que participaban y competían dentro de un esquema de control. Ese control, representado por el presidente y su coalición interna, generalmente limitaba los peores excesos de los grupos internos, fuesen éstos sindicales, corporativistas o políticos. No era un sistema democrático ni una máquina perfecta bajo ninguna óptica, pero sí un efectivo sistema de procesamiento de demandas. Se acabó el sistema de control, pero incólumes quedaron las insaciables organizaciones y grupos internos que no tienen mayor interés que el de preservar y maximizar sus privilegios. La etapa post-priísta de nuestra historia no ha hecho sino afianzar y encumbrar a estos grupos, ya sin límite alguno.

Pero el impacto de estos grupos sobre la vida cotidiana es mucho peor de lo perceptible a primera vista. A diferencia de los ciudadanos, estos grupos cuentan con fuentes casi ilimitadas de recursos, grupos de choque y toda clase de medios de presión. Su capacidad para hacerse presentes, influir en los procesos políticos y, de hecho, imponer sus agendas tanto a partidos como a candidatos y presionar a través de los medios, siempre apelando al nacionalismo y a la protección de los pobres, es casi infinita. Pero su agenda no tiene nada de nacionalista ni de popular: se trata de la protección y legitimación de sus propios intereses y nada más. Sin embargo, su actuar crea hechos políticos porque se presenta como producto del sentir nacional.

A menos que los partidos reculen y replanteen su propia participación y candidaturas, la ciudadanía tendrá que decidir cuál será su rol en el próximo proceso electoral. Privada de instrumentos para hacer valer sus preferencias más allá del sufragio -pues no hay reelección ni mecanismos para acercarse a los representantes o gobernantes-, la ciudadanía tiene que definirse no sólo respecto a las candidaturas, sino también respecto a los planteamientos programáticos de los partidos y candidatos. Hasta hoy, un alto porcentaje más del 50%- del electorado se ha manifestado como voto duro de un partido u otro. Voto duro quiere decir voto automático y, por lo tanto, no razonado. Tal vez sea tiempo que la ciudadanía comience a romper con esas ataduras, defina posiciones propias, haga uso efectivo del voto, ese instrumento excepcional, y encabece la transformación que el país necesita pero que los políticos profesionales, los partidos y sus lastres corporativistas se niegan incluso a reconocer.