Las prisas

Luis Rubio

Las prisas suelen ser malas consejeras. Peor, tienden a convertir buenas ideas en fetiches políticamente intocables. Así, por la prisa y, quizá, a causa de objetivos inconfesables pero no menos obvios, una buena idea acaba siendo prostituida y, por lo tanto, desechada. Por ejemplo, tal fue el intento por hacer de varios organismos reguladores instancias autónomas al cuarto para las doce del año pasado. No debería sorprendernos tanta precipitación, parece ser el signo político de nuestros tiempos. Las prisas en lugar del debate, la cerrazón antes que el análisis, el albazo como sustituto de las formas democráticas.

Las prisas sólo pueden ser producto de una preocupación coyuntural o de falta de planeación. Si es lo primero no hay nada que hacer y la peor respuesta es el albazo porque evidencia la intranquilidad. Si es lo segundo, ahí yace la explicación de por qué el país está paralizado, así como el origen de las incertidumbres que impregnan a todo el cuerpo social. En vez de una discusión seria y propositiva sobre la agenda nacional, todo parece dedicado a proteger y avanzar intereses particulares, sobre todo los del viejo corporativismo. No hay nada más distante y, de hecho, antitético, de la agenda nacional y del interés ciudadano que un interés particular.

Pero en México no hemos tenido oportunidad de planear el desarrollo del país. Por muchas décadas, alguien más se dedicó a hacerlo. Algunos gobiernos formularon objetivos desarrollistas en su concepción, pero nunca dejaron de atender los intereses particulares que les daban sustento, generalmente dentro de esa estructura llamada familia revolucionaria. A otros no sólo no les preocupó el desarrollo, sino que despreciaron a la sociedad, a la que veían, en un tono muy porfirista, como subdesarrollada e incapaz de ejercer derechos y cumplir obligaciones. Aun en el momento más sensible del reinado del PRI, cuando se constituyó el IFE y el Trife, los priístas se negaron a contemplar otros esquemas de modernización institucional: no querían dar la impresión de que podrían perder. La historia le hizo justicia a esas concepciones paleolíticas, pero no resolvió los problemas del país. Y ahí estamos, una vez más.

Guste o no, México ha experimentado una acusada transformación en los últimos treinta años. En parte por acciones e inacciones gubernamentales (algunas de ellas poco encomiables, como las crisis) y en parte por la creciente demanda ciudadana, pero debe subrayarse que el país de hoy en nada se asemeja al de los cincuenta o sesenta. A pesar de ello, resulta patético observar cuántas energías se gastan en tratar de retornar a ese mundo, hoy idealizado, de cooperación pública y privada (como el pacto de Chapultepec) que representó el desarrollo estabilizador. Ese esquema de crecimiento económico fue extraordinariamente exitoso en su momento, pero representaba un momento particular de la historia de México y del mundo, no repetible. Además, no se puede ignorar el hecho de que el modelo se colapsó, primero, por sus propias insuficiencias (como la dependencia de exportaciones agrícolas para financiar importaciones industriales) y, segundo, por el levantamiento estudiantil de 1968, circunstancia que sentó las bases para un giro dramático de estrategia y actitud gubernamental a partir de 1970.

En cierta forma, hemos acabado dando una vuelta completa y retornado, al menos en los monólogos políticos que también son signo de nuestro tiempo, a planteamientos no sólo ahistóricos, como lo fueron en 1970 y los años subsecuentes, sino en extremo ignorantes de las causas y consecuencias de las crisis que ahí se inauguraron y siguieron. Ahora que el país ha logrado una década de estabilidad financiera, el reclamo político y popular es por retomar la senda del crecimiento económico. Pero la forma en que ese reclamo se ha encauzado sugiere más un intento por volver a meter al genio a su lámpara mágica, como si eso fuera posible o deseable, antes que enfrentar los dilemas de hoy y mañana. Muy a nuestro estilo, cuando la realidad no nos gusta volteamos al pasado, buscando refugio en algo conocido. El que sea irrelevante para la realidad presente, incompatible con nuestras circunstancias o inviable para la mayoría de la población, que ya está en otras cosas, son meros detalles triviales para quien tiene en mente la grandeza de un triunfo electoral. Resulta notable el recurso al pasado no por útil o relevante, sino porque no nos gusta lo que sería necesario hacer para triunfar en el hoy.

Al margen de discusiones inútiles sobre cuándo comenzó la transición democrática, el hecho es que la democracia mexicana no ha logrado cuajar. La democracia no consolidada se puede apreciar con dos ejemplos que ilustran el conjunto: el primero y fundamental, porque la ciudadanía no existe. En nuestra realidad, y a juicio y preferencia de nuestros políticos, los derechos ciudadanos comienzan y terminan con el acto de votar. Se trata de un acto simbólico que, en consonancia con la tradición porfiriana de nuestra cultura política, representa más de lo que la población tiene derecho: una concesión otorgada y no un derecho inalienable. El otro ejemplo es visible en el congreso. Los legisladores se ufanan de haberse convertido en un contrapeso al poder presidencial, pero no han captado la ironía de su propia satisfacción: sí, en efecto, han logrado parar al ejecutivo en innumerables ocasiones, muchas de ellas legítimas. Pero se han constituido en un poder autónomo, sin contrapeso. La ciudadanía, que sería el contrapeso evidente en cualquier democracia que se respete, no existe en el congreso mexicano o en su pretendida democracia.

La vida pública nacional ha acabado por convertirse en la más conservadora y reaccionaria de la historia. El ejecutivo protege los intereses más encumbrados y el legislativo afianza y aumenta sus beneficios. Los legisladores hacen suyas las iniciativas que protegen a intereses, empresas, grupos y partidos, todos ellos encumbrados y deseosos de preservar sus beneficios. La pregunta es quién vela ya no por la ciudadanía, sino por el futuro, incluyendo el futuro de esos propios intereses y legisladores.

Muy a su estilo e historia, la sociedad mexicana ha aceptado el estado de las cosas con estoicismo. Algunos se rebelan y juran votar por tal o cual candidato, otros se refugian en sus incertidumbres y temores. La pregunta es si existe un límite al círculo vicioso. Tarde o temprano, la población dejará de tolerar el abuso con que se le somete de manera sistemática. Las prisas no hacen sino abonar el desencanto y la reprobación.

 

La rebelión

Luis Rubio

Era sólo cuestión de tiempo. La crisis terminal del PRI, esa que no se produjo en el momento en que perdió la presidencia, ha comenzado. Para un partido político nacido desde el poder y para el poder (de hecho, para el control político al servicio del poder), la pérdida de la presidencia constituyó una estocada que lo hizo incapaz de iniciar la única avenida que le podía dar vida en el largo plazo: una profunda transformación. Hoy, ante la alta probabilidad de volver a perder la presidencia, el PRI comienza a resquebrajarse. Pero lo interesante del proceso que ha iniciado es que a los priístas los parece traicionar su instinto materno: sus diversos actores, cada uno a su manera parecen iniciar un lento proceso de retorno a sus orígenes. La pregunta es cómo impactará a los próximos comicios.

La historia del PRI es la historia de un conjunto cambiante de alianzas y coaliciones. El partido se creó para organizar a la sociedad mexicana y construir el andamiaje necesario para la estabilidad política y el desarrollo económico. En su primera etapa, la del llamado Partido Nacional Revolucionario (PNR), se agruparon los líderes y cabezas de casi todos los partidos, organizaciones, sindicatos, milicias, ejércitos y agrupaciones políticas que había en el país. Su integración dentro de un partido no pretendía eliminar sus diferencias sino institucionalizar el conflicto. El objetivo expreso era el de institucionalizar el poder (crear un partido de instituciones y no de personas, en palabras de su fundador) para terminar la era de violencia política que había llevado a la muerte de Alvaro Obregón. El PRI no tendría una sola ideología, sino que la ideología y perspectiva dominante sería la del grupo que lograra establecer una coalición dominante que, por definición dada la naturaleza de la estructura, acabaría en la presidencia de la república.

Las cambiantes coaliciones y alianzas dentro del PRI le dieron vida al partido y mucho mayor dinamismo e institucionalidad de la que comúnmente se reconoce. Al mismo tiempo, la solidez de una alianza dependía de no crear circunstancias que orillaran a otros grupos a aliarse en su contra. Ambos procesos se tradujeron en un sistema informal, pero generalmente efectivo, de pesos y contrapesos que, si bien no tenía nada de ciudadano y menos de democrático, impedía los peores abusos en los que un sistema político autoritario fácilmente hubiera caído. Esos cambios constantes de coalición (típicamente por lo menos uno sexenal) explican cómo fue que un presidente más de corte de izquierda fuese seguido por uno más de derecha y viceversa. El país logró una excepcional estabilidad y desarrollo económico como resultado de esa estructura entre 1929 y 1968.

Los precarios equilibrios comenzaron a erosionarse primero con el fin del movimiento estudiantil de 1968 y, después, con el cambio de gobierno en 1970. El gobierno de Echeverría trastocó los cánones que habían sustentado al sistema de coaliciones dentro del PRI y la certidumbre que el sistema le había otorgado a la inversión privada a lo largo de los años. Al cambiar las reglas de ascenso político, de estabilidad económica y de relación gobierno-economía, el país entró en la era del gobierno dominante, los abusos del corporativismo sindical y, eventualmente, las incontenibles crisis económicas. Para 1982, el nuevo enfoque de estrecho control político y activa promoción gubernamental de la economía había llevado al gobierno a la quiebra. La crisis de la deuda que hizo explosión en 1982 no sólo minó la estabilidad económica del país, sino que cimbró al mundo político. En puerta se encontraba un nuevo gran cisma dentro del PRI.

Con el ascenso a la presidencia de Miguel de la Madrid, el viejo PRI perdió no sólo el control de todo el aparato político, sino que se frustraron todos los ánimos que habían sido exacerbados a lo largo de la década de los setenta. Perdieron todos esos políticos que ya se veían en control de la economía y con un poder político centralizado y orientado al control para el beneficio de los intereses partidistas, sindicales y de los integrantes del propio partido. Más importante, en el 82 había perdido no sólo una facción del PRI, sino que había quebrado toda una visión del mundo que ya era insostenible en los albores de lo que ahora conocemos como la globalización y que, en aquel momento, se observaba como la creciente liberalización del comercio internacional y de los sistemas financieros del mundo. Con el ascenso de gobiernos priístas encabezados por tecnócratas, perdieron los viejos políticos y todo el sistema de alianzas que había hecho posibles los gobiernos de los setenta y la polarización ideológica que de ahí había emanado.

Pero los gobiernos encabezados por tecnócratas fueron doblemente insultantes para los políticos. Se habla mucho de una alianza entre el PRI y el PAN a lo largo de los noventa. La realidad era diferente: los tecnócratas negociaron acuerdos con el PAN y, dado su control sobre el partido, hicieron que los contingentes priístas en el congreso los aprobaran. No se trató de una alianza PRI-PAN, sino una alianza entre el gobierno de esos años y el PAN. Eso dejó a muchos priístas sintiéndose frustrados y vejados. Muchos acabaron rompiendo con el partido para irse a formar lo que eventualmente fue el PRD. Otros, los más, se quedaron por diversas razones: convicción, intereses, expectativas de un futuro distinto y posturas políticas o ideológicas.

Más allá de los temas de personas e intereses específicos, con el triunfo del PAN en 2000 prácticamente desaparecieron las diferencias ideológicas y políticas entre el PRI y el PRD. El PRI tenía dos opciones: una, la de transformarse y convertirse en una formidable maquinaria en la era de la competencia democrática. Otra hubiera sido sumarse al PRD. La gran oportunidad de transformarse se dio al recobrar los políticos el control del partido, seguida ésta de la virtual expulsión de los tecnócratas. Pero la transformación del partido nunca se dio. Confiados de sus triunfos electorales en los estados y en 2003, los priístas creyeron que el peligro había pasado. Ahora es obvio que no es así, lo que les ha llevado a la desesperación en la forma de una virtual capitulación ante el PRD.

Nada de esto debería ser sorprendente. La propuesta política de Andrés Manuel López Obrador representa el retorno, la revancha, del PRI que perdió en 1982. Es lógico y muy explicable que muchos priístas se reconozcan en ese movimiento y lo acepten como suyo. Falta ver qué clase de bienvenida les dan y cómo lo perciben los votantes. Se aceptan apuestas.

 

¿A dónde ir?

Luis Rubio

Dos visiones recorren la política mexicana: la que propugna por sumarnos al proceso de globalización mundial y la que aboga por retraernos y reducir nuestra vinculación con el resto del mundo. Se trata de dos formas de concebir al mundo y la realidad, pero con un enorme contraste: una es proactiva, en tanto que la otra es meramente reactiva, así se disfrace de distintas maneras. La primera pretende abrazar al futuro para derivar beneficios para la colectividad, en tanto que la segunda privilegia la capacidad interna de organización y acción para resolver nuestros problemas y desafíos. Ambas visiones han estado presentes en la política mexicana por décadas: una no ha logrado su cometido porque el establishment mexicano nunca estuvo dispuesto a asumirla a cabalidad. La otra fracasó en los setenta por sus propios excesos y, más importante, porque no era compatible con un mundo cambiante que, nos guste o no, es el que nos ha tocado vivir. Lo nuevo de hoy es que la decisión de hacia dónde avanzar ya no está en manos de políticos y toda clase de intereses, sino en las del elector.

 

La confrontación que hoy vivimos no es entre ricos y pobres ni entre buenos y malos, sino entre formas distintas de entender la vida y, sobre todo, entre visiones optimistas y pesimistas sobre el presente y el futuro. Para quienes ven el futuro como una fuente de posibilidades, la globalización es un regalo venido del cielo porque crea un espacio de interacción e intercambio que hace posible el máximo desarrollo de las personas más allá de lo que cualquier política interna puede lograr. Para quienes son pesimistas sobre el futuro, la única estrategia posible es la del repliegue, la consolidación de la autoridad y la redefinición de las relaciones internas.

 

Pero la diferencia fundamental entre las dos visiones tiende a ser menos una de alta filosofía que una muy mundana y concreta: los instrumentos con que cada quien cuenta para enfrentar con éxito el futuro. Es inevitable que quienes cuentan con lo que técnicamente se llama “capital humano”, es decir,  educación, conocimientos y capacidad de acceso a la vida moderna, vean en la globalización una oportunidad, en tanto que el resto, quienes han sido privados por nuestro sistema político y educativo de los medios para aprovecharla, sientan temor y preocupación. La verdad es que una enorme parte de la población ve con optimismo el futuro pero, al mismo tiempo, se siente temerosa de lo que éste pueda traer consigo precisamente porque no cuenta con la capacidad de aprovecharlo de manera integral. Si no fuera así, no habría tantos mexicanos aspirando a una vida mejor en el mercado más competitivo y abierto del mundo.

 

Muchos gobiernos y países se han pronunciado claramente por uno de los lados de esta disyuntiva. Muchos dicen, por ejemplo, que América Latina ha tendido   hacia la izquierda; pero aunque es obvio que muchos países efectivamente son hoy gobernados por partidos de izquierda, entre ellos no existe una visión común sobre el desarrollo. La diferencia entre las dos maneras de ver al mundo no yace en una perspectiva filosófica o ideológica, sino en el optimismo o pesimismo con el que se enfrenta. España y Chile, dos países hoy gobernados por partidos de izquierda, abrazan el futuro y la globalización no sólo con convicción, sino con profunda dedicación: hacen todo lo necesario para ser exitosos. Otras naciones, como Francia y Venezuela, cada una con su propia dinámica, muestran el lado contrario: la preocupación y el miedo a explorar las oportunidades, por lo que se retraen, procurando crear un espacio reservado, distante del mundo.

 

La polarizante dinámica de la política mexicana actual es perfectamente explicable, pero también es ilusoria. Es explicable porque el desempeño económico ha sido mucho menos que óptimo (aunque este año los resultados son sumamente buenos). Al mismo tiempo, es ilusoria porque es falsa la noción de que se puede mejorar la calidad de vida, crear empleos y acelerar el ritmo del crecimiento económico a través de la cerrazón. Todos los países que han apostado a la introspección han perdido: más allá de los sectores monopólicos, generalmente propiedad del gobierno, los empleos que se salvan tienden a ser mal pagados y con poco potencial. Lo más grave de esa propensión a negar la realidad de la globalización es que la cerrazón no hace sino sacrificar la creación de nuevas oportunidades de generación de riqueza y empleo. La paradoja es que, al proteger lo existente, se cancela el futuro.

 

Como materia de una contienda electoral, la confrontación de planteamientos es no sólo legítima, sino lógica. Los candidatos tienen que diferenciarse para poder lograr el favor del votante y, para eso, buscan enfatizar sus diferencias. Pero la confrontación de visiones va mucho más lejos en nuestro caso. La realidad es que México y los mexicanos hemos vivido por demasiado tiempo en la negación y esa circunstancia ha creado realidades que se están tornando insostenibles. Más allá de la retórica que emana de la contienda política, el país tiene que enfrentar los problemas fundamentales que lo tienen paralizado y que son la causa de que persistan visiones decadentes y reaccionarias para el desarrollo.

 

Más allá del pesimismo que subyace a la visión del repliegue, la visión optimista del futuro ha resultado infructuosa no porque sea inviable, sino porque la mayoría de los mexicanos ha quedado excluida. La exclusión sigue dos mecanismos: uno, el más generalizado –e imperdonable-, tiene que ver con la total ausencia de mecanismos gubernamentales dedicados a hacer posible –de hecho, necesaria- la igualdad de oportunidades. Esto es particularmente notorio en el caso de la educación que, en otros países, es el instrumento fundamental para garantizar que todos los individuos, independientemente de su origen social o económico, tengan la misma posibilidad de desarrollarse y, como dicen los chavos, “hacerla en la vida”. En su afán por privilegiar a sus aliados políticos, un gobierno tras otro ha beneficiado a sindicatos e intereses particulares (en este caso el sindicato de maestros) haciendo imposible la transformación del sistema educativo para el desarrollo del país. Otro mecanismo de exclusión son las barreras de acceso a la actividad productiva: igual las que genera la burocracia que las que impiden la competencia.

 

El país se encuentra frente a una disyuntiva fundamental que trasciende la contienda electoral: lo que está de por medio es el futuro. Basta de privilegiar el pasado y todo lo que lo preserva.

www.cidac.org

Cosechando

Luis Rubio

El gobierno comienza a cosechar lo que sembró. A lo largo de cinco años, la administración del presidente Fox pretendió que su gobierno era como cualquier otro, business as usual. Comenzó por rechazar cambios políticos de gran magnitud y se concentró en modernizar la administración pública, que en muchos sentidos implicó sólo la instalación de intereses particulares en las oficinas de las principales secretarías. El deseo de evitar conflictos a cualquier precio le llevó a decisiones catastróficas, como pudimos atestiguar esta semana en el ámbito laboral. El único terreno en el que nada fue igual es el de la retórica, donde el único límite sobre los grandes cambios y transformaciones que ocurrían era el de la imaginación del presidente.

Un gobierno es siempre responsable de sus acciones y omisiones. A pesar del enorme ímpetu y optimismo con que tomó las puertas del palacio, el presidente Fox nunca entendió el momento político en que le tocó gobernar ni organizó una estructura administrativa idónea para lidiar con él. Aunque era clara la trascendencia mediática de sacar al PRI de los Pinos como él repetía en su campaña, no comprendió lo que eso implicaría para el devenir de su administración y del país. Desperdició los meses que transcurrieron entre la elección y su toma de posesión en un proceso totalmente inadecuado de selección de su personal clave y perdió un tiempo invaluable, todo el primer año de su gobierno, en un debate obtuso acerca del PRI y el pasado, debate caracterizado por un solo defecto: en lugar de partir del reconocimiento de la problemática nacional, estaba encaminado a saldar cuentas. En un acto de sensatez, el presidente optó por olvidarse del asunto específico, pero al así proceder sembró las semillas del conflicto que ahora le explota en las manos.

El primer gobierno después de la era del PRI no podía ser como cualquier otro. La naturaleza del sistema político que heredó entrañaba un desafío implícito que debía ser atendido, reto que el gobierno no supo apreciar. El PRI guardaba una relación simbiótica con la presidencia: uno nutría al otro y ambos se beneficiaban de la interacción. El gobierno empleaba al PRI y sus estructuras para ejercer el poder, mantener el control político y avanzar sus proyectos. Las estructuras del PRI aportaban mecanismos de control, mediatización del conflicto e instrumentos para el fortalecimiento de la legitimidad del sistema. En el ámbito laboral, por citar uno candente, los liderazgos sindicales mantenían el control de sus bases a cambio de privilegios con frecuencia inenarrables. El sistema corporativista permitía gobernar porque existían mecanismos de pesos y contrapesos, que si bien no eran democráticos ni siempre prístinos, eran efectivos. El descabezamiento eventual de algún liderazgo (lo mismo político que sindical, social o empresarial) era una forma, un tanto primitiva, pero efectiva, de hacer valer dichos contrapesos. Hoy sabemos que la clave de toda esa estructura residía en el precario equilibrio que existía entre el PRI y la presidencia.

Al asumir el gobierno, el presidente Fox se consumió disertando cómo se iba a penalizar al PRI y qué se iba a hacer con el pasado. Es decir, en lugar de construir un nuevo régimen político, éste sí democrático, permitió que el debate al interior de su gabinete, pero a través de los medios, se centrara en temas que, a final de cuentas, eran meramente simbólicos. Quizá importantes, pero simbólicos. Mientras eso sucedía, tanto las acciones del gobierno como su inacción comenzaron a fructificar en dos procesos que ahora muestran sus consecuencias a plena luz del día.

Por una parte, la derrota del PRI destruyó ese equilibrio crítico que por décadas había existido entre las estructuras corporativistas del PRI y la presidencia; al eliminar a la cabeza de la estructura, toda ésta quedó suelta. De un PRI integrado se pasó a decenas o cientos de entidades, grupos, organizaciones y sindicatos, cada uno con su propia lógica. Es decir, el PRI dejó de ser una sola estructura en la que se equilibraban distintas fuerzas para convertirse en un cúmulo desintegrado de organizaciones feudales o semi feudales, cada una respondiendo a sus propios intereses y sin contrapeso alguno. El poder de la presidencia migró hacia los gobernadores y los sindicatos, los narcos y otros factores de poder. Ciertamente, al romperse el monopolio que representaba la conjunción del PRI y la presidencia, se abrieron oportunidades de competencia política y una eventual democracia, pero el otro lado de la ecuación, la consolidación de los intereses corporativistas como entidades autónomas, abrió un nuevo frente de enorme riesgo. En el camino se perdió quizá el elemento más importante de toda la estructura: los contrapesos. Es decir, lo que antes había permitido limitar los excesos del corporativismo, y su amenaza implícita al poder legítimo, dejó de existir.

El nuevo gobierno tenía que responder ante la realidad que había heredado. Obviamente no había una sola forma de hacerlo. Una pudo haber sido la de montarse en el viejo aparato priísta y comenzar a utilizarlo, quizá para fines distintos. Otra habría sido procurar la construcción de equilibrios con nuevas fuentes de poder organizado. La más ambiciosa exigía la redefinición integral del régimen político, aglutinando una amplia coalición de partidos y fuerzas políticas en un ejercicio de transformación donde todos tuvieran cabida, siempre y cuando existiera el apego a la ley y dentro de los nuevos parámetros de una institucionalidad democrática. Nada de eso ocurrió. Este sería un gobierno como cualquier otro.

Lo anterior por lo que toca a la inacción, pero donde el gobierno sí actuó no le fue mucho mejor, como ilustra estos días el frente laboral. Al reconocer como líder de los mineros a un personaje que no cumplía con los requisitos para serlo (y que la administración Zedillo se había negado a legitimar), circunstancias conocidas por todos los demás líderes sindicales, el gobierno sentó las bases de un conflicto que hoy parece imparable. El gobierno que actuó de manera flagrantemente ilegal al reconocer al líder entonces, ahora lo desconoce con la misma ineptitud, abriendo la caja de Pandora que con gran habilidad han explotado todos los demás líderes para su satisfacción personal.

Ante los meses complejos que se anticipan, el gobierno que ya no puede desmenuzar lo que hizo y no hizo, al menos podría comenzar a planear cómo habrá de acabar el sexenio. El Atenco de esta semana fue un buen principio.

 

¿Cambiar?

Luis Rubio

Cambiar por cambiar. En México, reza el dicho, nada cambia hasta que cambia. Y cuando cambia, todos los parámetros previamente existentes dejan de ser válidos. Así ocurrió después de Iturbide y también con Porfirio Díaz, la Revolución y el maximato. Nada distinto ocurrió durante los setenta, periodo en el cual todo lo que funcionaba bien en el país fue destruido sin que se corrigiera ninguno de los males, tanto los del momento como los ancestrales.

Nadie, en su sano juicio, duda que la era más exitosa de la economía mexicana en tiempos recientes fue la de los cincuenta y sesenta, cuando se lograron tasas de crecimiento superiores al 7% en promedio con niveles irrisorios de inflación. Ese logro extraordinario, que hizo posible el nacimiento de una sólida clase media y la creación sistemática de empleos, fue destruido de un plumazo al inicio de los setenta por orden del mandamás del momento. Sólo hay que recordar cómo las trabas burocráticas se multiplicaron sin cesar, los monopolios existentes afianzaron su condición, los sindicatos corporativos cobraron vida propia y el país entró en una era de despotismo que sólo comenzó a erosionarse con la apertura económica de los 80 y la derrota del PRI en el 2000. Hoy atravesamos por una tesitura similar: o continuamos por el camino, así sea sinuoso, de una democracia desorganizada o retornamos al gobierno fuerte, centralizado y abusivo.

Nadie puede negar que nos encontramos ante un momento definitorio. En una era en que los disensos son la norma, todos los mexicanos coincidimos en una postura muy clara: el país tiene que cambiar. Donde no hay acuerdo es sobre la forma de cambiar. Algunos abogan por un proceso de transformación paulatina, dentro del marco legal vigente y aceptando los costos de un proceso de cambio dentro de la democracia. Otros plantean la necesidad de llevar a cabo ambiciosos cambios desde el poder y sin dejarse limitar por los mecanismos de un ineficiente y nada funcional sistema democrático.

Hay profundas diferencias también sobre la naturaleza de los cambios que son necesarios. Unos claman por llevar a cabo reformas, unas más ambiciosas que otras, orientadas a elevar la productividad de la economía para, por ese medio, lograr un nivel de competitividad tal que se traduzca en elevadas tasas de crecimiento económico y creación de empleos. Otros plantean el camino contrario: que es necesario retrotraernos a la era en que las cosas funcionaban bien con un gobierno que enfrentaba pocas limitaciones, lo que implicaría cancelar muchas de las estructuras de regulación económica y política que se han construido en las pasadas décadas y replantear todo el modelo de desarrollo en lo político y en lo económico.

En la práctica, los cinco candidatos presidenciales se podrían agrupar en dos propuestas contrastantes. Una que acepta la realidad como es y propone cambios a partir de lo existente y otra que rechaza las condiciones actuales y persigue su radical transformación. El candidato que por mucho tiempo lideró las preferencias, Andrés Manuel López Obrador, ha establecido los términos de esta contienda y ha sido muy claro en cuanto al tipo de gobierno y estrategia que encabezaría. Sus planteamientos tienen una racionalidad política muy clara y no engañan a nadie. Nos dice, con toda vehemencia, que su objetivo es cambiar las reglas del juego, modificar las relaciones entre los poderes públicos y entre el gobierno y la sociedad, centralizar el poder (eliminando o sometiendo a entidades intermedias, como los organismos de regulación económica, el banco central, etcétera) y modificar cabalmente el modelo económico actual. El discurso es claro, directo y no pretende engañar a nadie. De instrumentarse, el país entraría en otra etapa de su evolución tanto en términos de las relaciones de poder como de su desarrollo económico.

El primer paso en la estrategia consistiría en fortalecer el control presidencial sobre las estructuras de gasto del gobierno. Un ejercicio de esta naturaleza, (que, independientemente de la modalidad, es urgente bajo cualquier medida), implicaría el sometimiento de mafias dentro del gobierno y el ataque sistemático a la corrupción en entidades como PEMEX. El segundo paso consistiría en asegurar una mayoría funcional en el Congreso, proceso que seguramente se llevaría a cabo por medios igual nuevos que tradicionales: alianzas, maiceo e imposición. Una estrategia como ésta fue la que permitió a AMLO un control efectivo del gobierno del Distrito Federal y el sometimiento de la Asamblea Legislativa. Tampoco aquí habría sorpresa alguna.

Mucho más trascendente para la vida política y las libertades ciudadanas serían reformas constitucionales que podrían implantar las figuras del plebiscito y el referéndum como medios legítimos para llevar a cabo enmiendas a nuestra Carta Magna. Una acción en este sentido trastocaría los escasos y frágiles pesos y contrapesos que existen en el país al convertir los procesos de decisión en materia legislativa y constitucional en temas de presión política por vía de manifestaciones y plantones. En lugar de tener que pasar por toda la monserga que implica una enmienda constitucional en la actualidad (mayoría calificada en ambas cámaras y luego su ratificación por parte de una mayoría de las legislaturas estatales), el gobierno podría provocar cualquier cambio constitucional con el mero ejercicio de un referéndum, que convierte al asunto en fait accompli. En un cerrar y abrir de ojos, todos los mecanismos de control constitucional pasarían a ser irrelevantes. Como en los viejos tiempos, pero con métodos nuevos.

Muchos se quejan de la ausencia de propuestas en esta contienda electoral. La realidad es que no existe tal. Ciertamente, sería deseable que todos los candidatos se manifestaran sobre un mismo problema para poder dilucidar las diferencias de enfoque. Pero lo que estamos viviendo es una contienda en la que lo que se discute no son formas de resolver problemas o situaciones específicas, sino dos maneras contrastantes de entender la vida y la función del gobierno en el desarrollo de un país. Esos contrastes son claros, directos y transparentes. Nadie puede o debe ignorarlos porque representan dos formas distintas de enfrentar los retos que nos presenta la realidad actual y que determinarán nuestra capacidad para progresar en un mundo complejo, interconectado y competitivo. Los panistas solían emplear un dicho que es perfectamente aplicable a la contienda actual, pero al revés: que nadie se haga ilusiones para que no haya desilusionados.

 

2008

Luis Rubio

Para muchos mexicanos el 2008 no es sino otro año en nuestro futuro; para otros constituye la oportunidad de descarrilar lo poco que sí funciona bien de nuestra economía. De acuerdo a los compromisos contraídos por el país cuando se firmó el TLC norteamericano, todas las importaciones, con excepción del maíz y del frijol en el rubro de agricultura, y de los automóviles usados en el industrial, se liberarían por completo a partir de 2004. El año pasado, el gobierno decidió anticipar la apertura a los automóviles, por lo que, de los acuerdos originales (es decir, exceptuando temas conflictivos como el azúcar y el auto transporte), sólo queda el maíz y el frijol. Los tres candidatos principales a la presidencia, con distintos grados de sensatez o virulencia, han anunciado que no cumplirán el compromiso de liberalizar lo que queda del sector agrícola. Las consecuencias serían mayúsculas.

Es importante comenzar por el principio: por el origen y objetivo estratégico del TLC. Cuando se concibió el TLC, a finales de los ochenta, el país venía precedido por dos décadas de turbulencia e interminables crisis económicas. Los gobiernos de LEA y JLP habían introducido un conjunto de reformas que aspiraban transformar al país, pero sólo lograron trastocar todos los equilibrios financieros, fiscales y políticos, sumiendo al país en un proceso de polarización del que, bien a bien, todavía no salimos.

Los dos resultados más tangibles y palpables de aquella etapa épica de nuestra historia, fueron las crisis cambiarias y la hiperinflación. En un principio, Miguel de Madrid intentó contener la crisis y controlar la espiral inflacionaria de una manera pasiva y sin afectar intereses particulares. Cuando esa manera de proceder resultó infructuosa, su gobierno recurrió a un conjunto de reformas, como la privatización de empresas menores y la liberalización de importaciones. Lo más que logró, que no fue poco, fue evitar que el país se derrumbara en lo económico.

Carlos Salinas comenzó con una serie de agresivas reformas que, sin embargo, no fueron suficientes para recobrar la confianza de la población, los mercados financieros o los inversionistas. Sin esa confianza, resultaba obvio, no había manera de elevar la tasa de crecimiento de la economía y generar los empleos que el país requería. La administración de Salinas buscó formas de afianzar la confianza tanto de la población como de los potenciales empleadores. Emprendió importantes reformas que, sin embargo, se quedaron cortas en su objetivo. El TLC acabó siendo el instrumento que su gobierno encontró para garantizarle a los mexicanos y a los inversionistas extranjeros que esas reformas permanecerían, en buena medida porque el costo de desmantelarlas sería tan oneroso que nadie se atrevería a hacerlo. Pues bien, casi veinte años después, el 2008 podría abrir una puerta a ese desmantelamiento. Y con ello, a la confianza que tanto tiempo tardó en afincarse.

La liberalización de las importaciones de maíz y frijol no es una cosa menor. Una enorme proporción de los más de veinte millones de campesinos depende para su subsistencia de estos dos productos, además de ser la base de la alimentación de la población. Si desde el momento de la firma del TLC a la fecha los gobiernos se hubieran concentrado en su chamba, habrían trabajado con esos campesinos para crear condiciones propicias no sólo para que no se vieran amenazados por las importaciones de maíz y frijol, sino para que pudieran dedicarse (ellos, o al menos sus hijos) a actividades mucho más productivas, incorporarse a la economía moderna y, con ello, matar dos pájaros de un tiro: disminuir, de manera drástica y en una generación, la pobreza en el campo mexicano y crear una nueva base de producción y desarrollo económico. El problema es que, a la mexicana, todo se pospuso para mañana y ahora ese mañana está a la vuelta de la esquina.

En términos numéricos, la liberalización de las importaciones de esos dos bienes no es terriblemente importante, ya que importamos esos productos en amplias cantidades. Sin embargo, el efecto en los precios internos, para beneficio del consumidor pero perjuicio del campesino, puede ser severo. Atendiendo a esa preocupación, el gobierno actual cedió a las presiones de los líderes (léase caciques) del campo y creó un sistema de subsidios que, como siempre, no le llegan al campesino porque son mejor empleados por las estructuras corporativas que prevalecen en el campo. Irónicamente, encima de lo anterior, como los productores más pobres no son autosuficientes en maíz, cualquier protección al maíz los empobrece todavía más.

En todo caso, la gran pregunta es cómo se lleva a cabo el incumplimiento en 2008. En su momento, el gobierno podría anunciar esa decisión de una manera agresiva y militante, saturada de recursos retóricos nacionalistas, lo que provocaría una brutal reacción por parte de los exportadores y políticos estadounidenses y canadienses. Podría igual negociar en privado, atenuar consecuencias y administrar el proceso a fin de evitar una confrontación. Es decir, la misma decisión acarrearía resultados distintos. Pero es importante reconocer la potencial gravedad de la circunstancia: una postura aguerrida podría traer consigo una severa reacción por parte de nuestros socios comerciales y ésta obligaría al gobierno mexicano a definirse frente al TLC en su conjunto. En otras palabras, una acción aparentemente inofensiva y orientada al consumo interno podría revertirse, provocando reacciones descomunales que incluirían, concebiblemente, el fin del TLC.

Nadie sabe qué tan sensible es la estabilidad de una economía hasta que no se tocan sus límites. El problema es que nadie sabe cuáles son esos límites o cuáles son los factores disparadores de una crisis. Lo seguro es que, cuando la confianza de la población y de los empleadores e inversionistas se pierde, el país entra en una nueva era de turbulencia. Nadie sabe dónde está el límite: ¿en la retórica? ¿en la elevación, así sea modesta, del déficit fiscal? Nadie sabe. Nuestra historia demuestra fehacientemente que cruzar esa raya invisible puede cambiarlo todo de tajo. Podemos ingresar en una discontinuidad que puede someter al país en otra más de sus crisis históricas. El TLC, al igual que los mercados financieros, funciona sobre la base de confianza. Hay buenas razones para intentar nuevas formas de resolver problemas que no ceden, pero el riesgo de romper el equilibrio, atravesar esa raya imaginaria, es enorme y los costos de hacerlo inconmensurables.

 

Disputa filosófica

Luis Rubio

A los mexicanos parece que nos encanta el pleito. En lugar de ponernos de acuerdo en lo que compartimos y ver hacia adelante, llevamos décadas, si no es que siglos, disputando el pasado. Aunque sin duda hay muchos temas legítimos debatibles sobre el pasado, lo único que el pasado puede darnos es historia. El resto depende de lo que seamos capaces de construir a partir del presente. La cambiante realidad de nuestro entorno interno y externo es tan impresionante que hace prohibitivamente caro seguir distrayéndonos con esa discusión que sólo mira para atrás. Mientras estamos enfrascados en ello, la realidad nos rebasa al igual que las oportunidades que nos permitirían avanzar hacia el único objetivo con el que todos comulgamos: el crecimiento de la economía.

La realidad mexicana actual es compleja y difícil de resolver. La problemática es tan vasta y golpea a tanta gente de maneras tan distintas que es innecesario, además de presuntuoso, pretender describirla de manera exhaustiva. Independientemente del mundo en que nos movamos –lo mismo los negocios que la política, el trabajo manual, profesional o intelectual–, todos padecemos los estragos de un país estancado, lo que nos hace muy difícil avanzar a nivel personal. A pesar de ello, no todo lo que nos rodea son malas noticias: lo logrado en los últimos años y décadas en materia de libertad, por citar lo más evidente, es trascendental e irreemplazable. Pero la libertad, y lo que la acompaña en otros ámbitos, no es substituto del sustento y el sustento, en un país con una demografía como la nuestra, está directamente vinculado con el crecimiento económico.

Aunque los mexicanos no coincidimos en muchas cosas, todos mantenemos un mínimo acuerdo en torno al tema del crecimiento. Si bien los economistas no están de acuerdo en todo (y vaya que ponerlo así es una exageración), ninguno ignora que los problemas para crecer no son únicamente de carácter técnico. Desde una perspectiva técnica, hay soluciones plausibles y éstas no tienen porque ser un tema de  disputa interminable. Es decir, si en lugar de enfocarnos a lo que ha estado mal de 1970 a la fecha, nos concentráramos, con mano libre, a resolver los impedimentos al crecimiento, en muy poco tiempo lograríamos el resultado deseado. El problema se encuentra en la inexistencia de eso que llamo “mano libre”.

Hay dos temas de disputa respecto al pasado: uno tiene que ver con la diferencia de perspectivas en cuanto a las causas de las crisis cambiarias y, particularmente, en cuanto a la conducción de la política económica durante los años 70 y 90, respectivamente. Esta disputa yace en el corazón de la campaña presidencial actual. No menos importante es el debate filosófico detrás de todo esto: quién debe conducir el desarrollo del país, ¿el ciudadano y consumidor o el productor y el burócrata? Aunque aparentemente inocua, la diferencia es radical.

Sin duda, uno de nuestros peores vicios es no llamar a las cosas por su nombre: nos encantan los sinónimos y los eufemismos. Por ejemplo, el viejo régimen empleaba la palabra democracia como si ella existiera. Esos gobiernos promovieron reformas indispensables en este campo, no porque tuvieran convicciones democráticas, sino porque pretendían afianzarse en el poder a través de las mismas. Pero en lugar de hacer el trabajo completo, dejaron toda una constelación de agrupaciones corporativistas que ahora quieren no sólo echar el reloj para atrás, sino también cancelarle al ciudadano y consumidor los beneficios que ha logrado, aunque frecuentemente éstos ni siquiera son reconocidos.

Esa manera de proceder ha tenido como consecuencia que la opacidad domine por encima de lo que debiera ser transparente, comenzando por los derechos ciudadanos, sus obligaciones y, en especial, los límites a esos intereses particulares que grupos de interés como los sindicatos y los beneficiarios de los subsidios del gas reivindican para sí. Por ello, la ciudadanía no acaba de consolidarse.

Las reformas económicas de los ochenta y noventa abrieron espacios para el desarrollo de las personas y le confirieron un papel medular al consumidor como centro del desarrollo económico. Por su parte, las reformas electorales abrieron espacios políticos, dando vuelo a la posibilidad de la democracia. Si bien la ciudadanía ha aprovechado estas circunstancias, no se ha afirmado como la fuerza transformadora que representa en otras latitudes. De hecho, si algo es patente en el momento actual es que la población ha tendido a ajustarse y crecer con mucha mayor celeridad que los políticos a su derredor.

Por ejemplo, la libertad de importar y exportar tiene enormes beneficios para el consumidor, desde el más modesto hasta el más encumbrado. El que una señora del origen más humilde pueda adquirir productos alimenticios baratos o ropa y zapatos a precios nunca antes vistos, se debe, en buena medida, a toda una concepción filosófica que parte del principio de la competencia económica y la libertad de acción en el ámbito productivo. Esa libertad contrasta de manera directa con la noción, ahora renovada, de privilegiar y proteger al productor a través de subsidios, así como otros mecanismos de protección y promoción.

Pero no por arraigadas, esas nociones de protección tienen validez. El futuro estará construido por las decisiones de millones de consumidores y ciudadanos alrededor del mundo. Los países que entiendan y se inserten en esos procesos serán exitosos y los que permanezcan fuera pagarán un elevadísimo costo, como los que se aprecian ya en la incalculable pérdida de oportunidades y el bajo crecimiento económico registrado en los últimos años. El país ha avanzado tímidamente en la única dirección que le permitirá reanudar tasas elevadas de crecimiento, pero no ha logrado consolidar ese avance y convertirlo en una plataforma de desarrollo para el futuro.

Las diferencias filosóficas que paralizan al país lo están condenando a la pobreza. El futuro se encuentra en actividades que involucran valor agregado, creatividad e innovación, es decir, en la capacidad de aplicar la información y el conocimiento a los procesos productivos en la manufactura, los servicios y la agricultura. Lo urgente, lo imperativo, es crear condiciones para que toda la población sea capaz de participar en esos procesos. Todo el resto es nostalgia o, peor, mera demagogia. La realidad ha rebasado nuestras disputas: tenemos que dejar al pasado en la anécdota para comenzar a enfocarnos hacia el futuro.

www.cidac.org

El miedo

Luis Rubio

El miedo como estrategia de campaña. El miedo como política. El miedo como forma de gobernar. El miedo como protección. Muchos son los usos del miedo, ninguno de ellos novedoso. La historia está plagada de ejemplos de uso y maluso del miedo como instrumento del y para el poder. Detrás del uso del miedo se encuentra siempre al anhelo del poder, la defensa de un interés o de un proyecto. El uso del miedo tiene una larga historia y el que sea parte del panorama electoral actual no debería sorprender a nadie. Pero hay dos cosas inéditas: una es el uso del miedo como mecanismo de alineación política. La otra novedad, la más grave, que el miedo ha permeado tan profundamente que casi nadie se ha atrevido a denunciarlo.

En la contienda electoral podemos constatar la presencia de dos estrategias, una concentrada y otra difusa, ambas orientadas a infundir miedo entre los votantes y la población en general. La primera, la preconcebida y cuidadosamente estructurada y organizada, es inteligente, hábil y, hasta ahora, sumamente exitosa. La otra, fundamentalmente reactiva, es difusa, tiene muchos padrinos y nadie la ha organizado como campaña, aunque en el conjunto adquiera esa forma. La primera es la de AMLO: instigar miedo de que ahí viene el coco en forma paralela al ya ganamos y no hay de otra, así que todo mundo tiene que alinearse. La segunda, la que surge de preocupaciones y temores sobre un eventual triunfo electoral de AMLO, se manifiesta en conversaciones, correos electrónicos y artículos periodísticos. Independientemente del objetivo que cada lado persiga, ambas constituyen una burla a nuestra incipiente y frágil democracia.

La estrategia que diseñó el campo electoral de Andrés Manuel López Obrador es, con mucho, la más acabada e inteligente. Su probada capacidad de manipulación es pasmosa. Su efecto sobre la sociedad mexicana, desde los mexicanos más modestos hasta los más encumbrados, es impactante. El ingenio y creatividad que yace en el corazón de la concepción estratégica es encomiable y ojalá hubiese sido puesto al servicio de una mejor causa. Pero su objetivo es uno y sólo uno: manipular a la población, descalificar cualquier oposición, imponer una visión del mundo y, al mismo tiempo, crear la sensación de que no hay de otra: se trata de un fait accompli. El poder por el poder, a cualquier precio.

Esa campaña de miedo ha tenido el efecto deseado. De hecho, de no haber sido por el cambio reciente en la tendencia de las encuestas, la estrategia habría sido perfecta y, por lo tanto, un éxito rotundo: arribar a la Semana Santa con muchos puntos de ventaja, una oposición opacada y la expectativa de que el puente Semana Santa-campeonato de fútbol pasara con rapidez y sin alterar las preferencias de los votantes. Hoy que se comienzan a apilar encuestas que muestran un posible cambio de tendencia, y que anticipan la reñida contienda que es inherente a una democracia que se respete, es necesario echar una nueva mirada a este proceso, así como a los efectos de la estrategia del miedo que fue empleada.

Si uno quiere medir el impacto de la estrategia del miedo no tiene más que observar dos circunstancias. Una, quizá la más impactante, ha sido la forma en que se fueron alineando toda clase de grupos e intereses. La otra es la emergencia de un credo casi religioso tanto en la bondad del candidato como en la perfidia de los demás. Independientemente de sus preferencias o temores, el alineamiento con la campaña de AMLO ha sido espectacular, igual por parte de sindicatos que de empresarios, intelectuales y periodistas, políticos y medios de comunicación. El miedo no anda en burro reza el dicho y el miedo ha sido tan contagioso que ha llevado a respuestas inusitadas: desde el alineamiento hasta la tolerancia infinita. Si en algo ha sido excepcional esta campaña es en que AMLO ha podido decir barbaridad y media sobre lo que se propone hacer, sobre el presidente, sobre los otros candidatos y sobre quienes dudan de su enfoque, sin que nadie se atreva a ponerlo en evidencia. Pocas dudas caben que, buena o mala, el celo con que Televisa impuso la nueva ley en materia de medios tenía todo que ver con el temor y poco con el diseño futuro de la industria.

No menos extraordinario ha sido la aparición de legiones de creyentes dispuestos a denostar cualquier desviación, atacar cualquier crítica, destruir cualquier oposición. Poseedores de la verdad absoluta, estas legiones han recurrido a fuerzas de choque, negado el derecho de pensar diferente y cancelar toda avenida de disenso. En otras palabras, exactamente la tolerancia que uno espera y asocia con la democracia.

En su estudio sobre este tipo de fenómenos, Eric Hoffer (El Verdadero Creyente) apunta que una vez poseído de la fe, todo el resto entra en acción. Para Hoffer, un creyente es aquel que está en posesión de la verdad única y nunca niega su propia rectitud y probidad; siente que uno está apoyado por una fuerza misteriosa, sea ésta Dios, el destino o las leyes de la historia; está convencido de que su oposición es la encarnación del mal y tiene que ser aplastada; se regocija en la auto negación y la devoción hacia la misión. Todas éstas son cualidades admirables para la acción decidida y despiadada en cualquier medio. El cuadro se completa cuando a los creyentes se les agrega una estrategia para manipularlos y una fuerza de choque para que su devoción no se quede en mera filosofía. Y por ahí vamos.

Esta contienda apenas está comenzando: hasta ahora, más que contienda, parecía aplanadora. La estrategia del miedo sirvió para negar la posibilidad de una contienda, para anular la competencia y para imponer una candidatura, una forma única de pensar. Fue tal el abuso y los excesos de que vino asociada la estrategia que cayó por su propio peso y eso es lo que ahora comienzan a revelar las encuestas. De aquí en adelante, la contienda puede adquirir muchas formas y el resultado ser el que anticipaban las encuestas anteriores o cualquier otro. Pero el voto que resulte habrá sido producto de una competencia en la que todos los contendientes gozaron de la misma legitimidad y en la que se debatieron ideas y programas, no la visión monopólica y consumada de una sola de las partes. Si de aquí al 2 de julio se da esa contienda, la democracia mexicana habrá dado un paso adelante. En ausencia de una competencia real, la democracia quedará herida, potencialmente de muerte.

 

Inviable

Luis Rubio

El problema de todos aquellos proyectos políticos fundados en el voluntarismo es que chocan muy rápido con la realidad. En general se trata de diseños políticos e ideológicos fraguados a la luz de preferencias, esperanzas y del rechazo a lo existente más que de análisis serios y razonados acerca de lo posible y necesario. Y esa manera de enfocar los problemas tiende a chocar con la realidad y es ahí cuando comienzan los problemas. El gran mérito de Luiz Inacio Lula da Silva fue precisamente el no dejarse llevar por sus propias preconcepciones y abortar parcialmente el proyecto económico y político que había prometido para su país cuando se percató de que éste resultaba inviable. La gran pregunta para los votantes mexicanos es si existe esa misma capacidad en la persona del candidato que, al día de hoy, encabeza las encuestas, Andrés Manuel López Obrador.

El proyecto alternativo de nación tiene una racionalidad política impecable, pero nada tiene que ver con la realidad económica de México y del mundo en la actualidad. El planteamiento que se hace tanto en los 50 puntos originales como en el libro que los explica con mayor amplitud, constituye una excepcional evaluación de lo que ha ido mal en el país los últimos años. Siguiendo la lógica democrática de preguntarle al elector: ¿estás mejor ahora que hace cuatro años? que con enorme éxito empleó Reagan para vencer a Carter, AMLO retoma y extiende la pregunta, no a los últimos seis años sino a las últimas décadas. La respuesta automática es predecible: no. Las legiones de votantes potenciales que el tabasqueño ha logrado cautivar demuestran que su mensaje tiene eco. Si la lógica política es tan clara, ¿por qué es tan pobre el planteamiento económico?

La primera inconsistencia salta a la vista tan pronto se ignoran las causas objetivas de los problemas que existen y se prefieren las elucubraciones cuya racionalidad es exclusivamente política e ideológica. Pensar que puede separarse la política económica de los setenta de sus consecuencias en los 80 es inverosímil. Mucho peor, apelar a los años con tasas de crecimiento elevado y aislarlos de sus causas y consecuencias constituye un grave error de razonamiento. No importa cuántas gráficas presenten los asesores de AMLO (por demás sensatos), la noción de que se puede seguir la política económica que uno prefiera independientemente de la realidad es altamente peligroso. En todo caso, eso es exactamente lo que el proyecto político de AMLO critica de los últimos gobiernos: que hicieron lo que quisieron y no lo que se necesitaba.

Aunque el proyecto alternativo se preocupa por comprender la dinámica, las circunstancias y las realidades a las que los pasados gobiernos pretendieron responder, los argumentos de AMLO son estrictamente políticos. La evaluación, correcta en los términos del candidato, es que el bienestar de la población no ha mejorado al paso de las décadas.

A partir de esa premisa, el planteamiento implícito es proponer como alternativa un regreso al pasado (el paraíso terrenal de los 70), pero hacerlo bien: usar los instrumentos de los 60 para hacer posible el proyecto político de los 70. En términos concretos, se establecen cuatro premisas. Primero, que no se exacerbará el déficit fiscal; segundo, que no se va a cancelar (aunque se podría renegociar) el TLC; tercero, que no se va a enfrentar a EUA; y cuarto, que se seguirán los principios de la economía de mercado. Aunque los cuatro pronunciamientos suenan razonables, son poco sostenibles, mucho más cuando se adentra uno en los razonamientos que le dan sustento al proyecto en su conjunto. La propuesta no haría sino acentuar el malestar que él detecta.

Para comenzar, las promesas de gasto que AMLO repite a la menor provocación (subsidios a productores, transferencias a campesinos, apoyos a todos los desprotegidos y desvalidos y protección a la planta productiva) son mucho mayores que los ahorros que se podrían hacer en la administración y en Pemex (aunque resulte obvio que, en este caso, hay más tela de donde cortar que toda la necesaria para cubrir el territorio nacional). Además, el gasto público suele tener vida propia: el gobierno puede recortar, pero el gasto tiende a recrearse. Aunque se pretenden grandes inversiones, mucho de lo que se propone son subsidios. Quizá más relevante es que prácticamente todo lo que el proyecto plantea en el rubro de gasto sea gasto corriente y no inversión, cuyo impacto multiplicador del crecimiento es muy bajo.

Ciertamente, una parte integral de la propuesta de AMLO, ya probada en el DF, consistiría en procurar asociaciones con empresas privadas para la construcción de infraestructura, lo cual abonaría hacia el crecimiento. Pero su forma de llevarlo a cabo en la capital contradijo los principios del mercado: el gobierno escogió ganadores y perdedores e impuso su fuerza para llevarlos a cabo, sin transparencia alguna. Al mismo tiempo, la idea de subsidiar empresarios y empresas cuya viabilidad es, en el mejor de los casos, dudosa, no haría sino consumir recursos que se podrían emplear con mayor rentabilidad en nuevos proyectos de inversión para los cuales una buena parte del empresariado se ha mostrado reacio o incapaz.

El gobierno puede promover, incentivar e impulsar proyectos, pero quienes los instrumentan son los empresarios. Si el gobierno trata de meterse en esos terrenos vía subsidios a la energía, gasto público o crédito forzoso, no hará sino preservar lo que ya no funciona, a un costo enorme. Quizá logre dos o tres años de tasas altas de crecimiento (y eso si es que afecta a los grandes intereses que todo lo impiden), pero no la renovación de la planta productiva o la creación de mejores empleos.

Lo peor de todo es que un proyecto apuntalado en la voluntad de una persona y en la esperanza de muchos no es suficiente para enfrentar los ingentes retos que nos plantea la realidad del país y del mundo en que vivimos. Nadie puede dudar que el país en general y la economía en particular requieren muchos cambios, pero no cualquiera. Por atractivo que sea el planteamiento político, la situación económica del país es muy delicada. Cualquier embate en la dirección errada puede desatar una nueva crisis económica que afectaría a millones de personas que asumieron deudas hipotecarias o de consumo en los últimos años. Suponer que las cosas han ido mal en las últimas décadas porque todos los funcionarios gubernamentales eran torpes o corruptos, suena más a la prescripción de una nueva crisis que a un proyecto serio y viable de desarrollo.

 

Pobre pero digno

Luis Rubio

El mexicano no está satisfecho consigo mismo, pero tampoco quiere cambiar. Tiene una mala impresión de los estadounidenses (y peor de su gobierno) y está convencido que el comercio bilateral es benéfico para ambas partes. Apunta como responsable de nuestra pobreza al mal gobierno y la corrupción, pero cree que es más importante la democracia que un gobierno efectivo. Está en contra del muro, pero no está dispuesto a llevar a cabo ningún cambio significativo en esta materia. A la luz de estas apreciaciones, es evidente que nuestros políticos y gobernantes reflejan el sentir de la población y por eso está paralizado el país.

En la encuesta CIDAC-Zogby que se llevó a cabo en México y Estados Unidos de manera simultánea el mes pasado (www.cidac.org), los mexicanos se manifiestan divididos respecto al TLC norteamericano (el 21% cree que el tratado los ha beneficiado en tanto que el 47% se siente indiferente al respecto), pero creen, de manera abrumadora (80%), que los migrantes benefician a la economía estadounidense. Con la claridad de un migrante que decide irse al norte en vez de hacia el sur, el 55% cree que el país debe buscar un acercamiento con Estados Unidos, mientras que el 24% juzga que nuestra prioridad debe ser América Latina. Al mismo tiempo, una abrumadora mayoría se opone a crear un régimen que favorezca la inversión privada en energía y no está dispuesta a aceptar ningún programa de inversión como el Plan Marshall, que Estados Unidos instrumentó para ayudar a la reconstrucción europea después de la Segunda Guerra mundial, a cambio de que nosotros controlemos los flujos migratorios hacia su territorio.

De estos resultados, uno tiene que concluir que el mexicano está contento con su situación y no quiere llevar a cabo cambio alguno. En el frente político, hay dos preguntas que resultan sorprendentes y paradójicas: primero, por un lado, el 53% piensa que la libertad es un valor superior a la igualdad (45%) pero, por el otro, el 69% considera más importante a la comunidad que al individuo. Además, para el 62%, la democracia es más importante que un gobierno efectivo.

Lo anterior contrasta con la idea de que el país es pobre a causa del mal gobierno (36%) o de la corrupción (37%). La suma de estos dos conceptos  (73%) sugeriría que el mexicano valora al buen gobierno por encima de la democracia. Sin embargo, quizá ello se deba a que para el mexicano promedio tener un buen gobierno es imposible y, por lo tanto, lo importante es limitar su capacidad de hacerle daño a través de la democracia. La encuesta no ofrece suficiente información para arribar a una conclusión al respecto, pero ciertamente permite suponer que el mexicano es mucho más consciente de su realidad de lo que los políticos le conceden.

Quizá el mensaje más importante que se deriva de la encuesta es que el mexicano acepta su pobreza con dignidad: prefiere lo que tiene a un cambio en el statu quo. En esto, la encuesta ofrece un panorama sombrío: cualquiera que sea la causa de su desasosiego, el mexicano no está dispuesto a cambiar nada para mejorar su situación. Uno podría especular sobre las razones por las que ha llegado a esa conclusión (las crisis y fracasos de las décadas pasadas probablemente figuren de manera prominente en esa especulación), pero el hecho es que su percepción es así: pobre pero digno. Al mismo tiempo, es imposible no vincular el contenido de esta encuesta con la contienda por la presidencia: el hecho de que el candidato más identificado con un fuerte liderazgo vaya a la cabeza en las preferencias electorales sugiere que, aunque el mexicano prefiere un gobierno ineficaz a uno abusivo, sigue amarrado a nuestra atávica propensión (que se remite a los aztecas, el tlatoani y Quetzalcóatl) de esperar la llegada de un salvador milagroso que resuelva sus problemas sin el menor esfuerzo.

La forma en que el mexicano se percibe frente a los estadounidenses contrasta con la manera en como ellos nos ven a nosotros. Nuestros vecinos del norte tienen una imagen nada afortunada del gobierno mexicano, pero similar a la nuestra. Al igual que los mexicanos, los estadounidenses no sienten que el TLC los haya beneficiado, pero creen que el comercio bilateral favorece a las dos partes. También, en proporción muy similar a la nuestra, los norteamericanos rechazan el muro en la frontera aunque creen que debe haber un régimen mucho más estricto que regule el ingreso de los migrantes. De manera idéntica a como nosotros nos percibimos, aunque en una proporción un poco menor, consideran que los mexicanos son muy trabajadores y tan respetuosos de las leyes como ellos lo son. En el terreno ético y de valores, las semejanzas son pasmosas: ambos privilegian la libertad sobre la igualdad, aceptan que hay discriminación contra los mexicanos y ven con simpatía los matrimonios entre mexicanos y estadounidenses.

Donde las opiniones chocan es en temas menos bilaterales y más domésticos. Los estadounidenses están convencidos (70%) que su éxito en términos económicos se debe a la libertad de que gozan; en cambio, los mexicanos piensan que sus vecinos son ricos porque explotan a los demás países (62%). Mientras que para el 67% de los estadounidenses México es un país occidental “como España, Canadá y Estados Unidos”, sólo el 26% de los mexicanos se percibe de esa manera. Esa diferencia de percepción quizá explique nuestras pequeñas grandes diferencias en foros como el de las Naciones Unidas e invita a concluir que los mexicanos y estadounidenses nos entendemos perfectamente como personas pero diferimos radicalmente en nuestras posturas como países. Aquí reside una lección importante para el futuro de la relación bilateral: integremos la economía (que es, a final de cuentas, la actividad más fundamental de las personas), pero mantengamos muy claras las líneas de demarcación en materia política, donde las diferencias son abismales.

La encuesta es muy clara en términos de la relación bilateral al definir dónde coincidimos y dónde no. Pero donde es reveladora es en las diferencias de flexibilidad y disposición de cada una de las partes a actuar y resolver sus problemas. Los mexicanos pueden no estar felices con su realidad objetiva, pero se muestran poco dispuestos a hacer algo por mejorarla. Esto nada tiene que ver con la relación bilateral, pero nos dice mucho de nuestra propia realidad política interna. Capaz que, a final de cuentas, es válido aquel dicho de que cada quien tiene el gobierno que se merece.

www.cidac.org