Tiempo extra

Luis Rubio

Pudo haber quedado satisfecho con los tiempos extra, pero decidió irse directo a los penales. El problema con ese modo de proceder es que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Imposible pronosticar cómo actuará el Tribunal Electoral, mas es claro que tomará una decisión en un entorno extremadamente politizado y bajo la enorme presión del candidato que está impugnando la elección, pero no sólo de él, también de los más de 40 millones de votantes que participaron en la elección, 65% de los cuales optaron por un candidato distinto. Por ello, al margen de las intenciones, la decisión de López Obrador de disputar el resultado oficial de las elecciones del 2 de julio pasado lo pinta de cuerpo entero. Será la segunda ocasión en que comete un error garrafal.

El sistema electoral que nos rige es de las pocas instituciones excepcionalmente bien estructuradas en el país. Las instituciones que lo integran cuentan con mecanismos de revisión y supervisión que garantizan la conducta profesional de sus integrantes y aseguran la equidad de cada elección. Como pudimos apreciar en las últimas semanas, el IFE sólo administra la elección y oficializa el resultado, pero es el Tribunal quien declara el ganador. Se trata de un mecanismo de pesos y contrapesos único en un entorno en el que las instituciones públicas suelen contar con facultades excesivas, al extremo de la arbitrariedad. No es el caso del sistema electoral, en el que todo fue diseñado para compensar la extraordinaria desconfianza histórica que lo originó.

El mecanismo electoral no sólo prevé las impugnaciones, sino que las convierte en un componente integral del proceso. Todo candidato, ganador o perdedor, tiene consagrado su derecho a impugnar el resultado y a recibir un trato justo por parte del Tribunal. Hasta ahí, el candidato perdedor no sólo tiene derecho, sino la obligación con quienes votaron por él de exigir garantías de que todos los votos cuenten y sean contados. Pero una vez rebasado ese umbral, se abandona el marco de lo institucional y se entra en el terreno de la política. Es decir, se violenta el principio elemental de cualquier democracia en el que sólo los electores deciden, a través de su voto individual, quién los gobernará. Se entra a la contienda bajo las reglas existentes y se participa de principio a fin bajo las mismas. Esto es un presupuesto básico del juego democrático.

AMLO ha decidido impugnar por el lado institucional, pero desafiar al mismo tiempo la legitimidad de las instituciones. Acompaña ese desafío con la amenaza de violencia y la movilización política, el cierre de vías de comunicación y otros actos de intimidación. Esta manera de actuar implica adentrarse en el plano de la lucha política no institucional. Ese paso tiene consecuencias y, desde mi perspectiva, constituye un grave error porque revive la asociación entre la izquierda y la violencia y su rechazo a las instituciones. De esta manera, posterga, una vez más, su posibilidad de acceder al poder por la vía electoral. Las consecuencias de romper con la institucionalidad son inconmensurables.

No es la primera vez que AMLO comete un error de trascendencia. De hecho, no tengo la menor duda que tenía todo para ganar y que en décadas no habíamos tenido un candidato con su capacidad de cautivar al electorado. A lo largo de sus años al frente del gobierno del DF, AMLO construyó su candidatura con diligencia, habilidad y determinación. Su presencia, la forma deliberada de comunicarse y la visibilidad de sus proyectos de infraestructura proyectaron la imagen del hombre fuerte del mito histórico, el que asociaba a Juárez con la identidad nacional. Atrajo a millones de mexicanos que añoran soluciones y se sienten desamparados ante un gobierno ineficaz, incapacitado para actuar. Prometía soluciones que eran fáciles de entender y con las cuáles era fácil sentirse identificado. No cabe la menor duda que tocó un nervio profundo y no sólo de quienes votaron por él. De haber tenido una buena oferta económica habría arrasado.

Y ese es el punto nodal, su primer y catastrófico error. AMLO entendió que la población vive momentos difíciles e inciertos. La economía del país no es mala, pero tampoco resuelve los problemas del mexicano de a pie, como se le ha llamado. La globalización económica es un hecho ineludible, pero no hemos sido particularmente diestros para aprovecharla o, al menos, para atajar sus peores manifestaciones. El mexicano promedio experimenta temores respecto a su futuro y el de sus hijos, a la vez que observa los excesos verbales y de comportamiento de quienes sí se han beneficiado. En su reclamo por la injusticia y desigualdad que vive el mexicano prototípico, AMLO no sólo sumó a los pobres y, sobre todo, a las clases medias urbanas, sino incluso a muchos de los mexicanos más prominentes que también comparten temores similares. AMLO tenía todo para ganar, excepto una buena propuesta económica.

AMLO se derrotó a sí mismo al no contar con una respuesta factible y razonable frente a las dificultades que sufre el país. Su diagnóstico era impecable y formidable su capacidad para construir una base política, pero su propuesta de solución no era más que un retorno a lo que ya habíamos vivido décadas atrás: meter la cabeza en la arena y pretender que podemos abstraernos del mundo. AMLO no contó con dos factores clave de la realidad nacional: uno, que la población sí recuerda las crisis económicas y los tiempos inflacionarios y no quiere más de eso. Aunque en el discurso sonara atractivo, suponer que un conjunto de programas de gasto y subsidios, aunados a una retórica de confrontación social, iban a resolver los problemas del país, llevó a que muchos de sus potenciales votantes concluyeran: esta película ya la viví. Los electores resultaron ser más cautos de lo que AMLO especuló.

El otro factor que derrotó a AMLO fue la información con que cuenta la población y le decía algo muy distinto a lo que estaba escuchando de la boca del candidato. Los millones de mexicanos residentes en el extranjero no sólo mandan remesas, sino ideas y lecturas de la realidad. La globalización es un hecho y México tiene que prepararse para ser un país ganador en esas ligas. Lo que derrotó a AMLO no fue su diagnóstico, sino su visión de México como una nación tan excepcional que puede ignorar al resto del mundo.

Si la izquierda quiere triunfar, tendrá que jugar dentro de las reglas y desarrollar una propuesta idónea, compatible con el mundo que vivimos, así como ofrecer algo más que una visión ideológica priísta y trasnochada.

 

Contraposiciones

Luis Rubio

La contienda electoral que comenzó a concluir esta semana mostró muchas caras de la vida nacional. Evidenció problemas y anhelos, percepciones y expectativas, pero sobre todo el comportamiento de actores clave bajo presión. Aunque en una democracia la diferencia en el resultado es un voto y todos los que entran a competir saben (o deberían saber) que pueden perder, la mexicana sigue siendo una democracia al menos peculiar. Aquí no se gana hasta que se negocia ni se pierde hasta que se intenta una extorsión. Nuestra democracia es peculiar, pero los contrastes que arroja debieran ser preocupación de todos.

Paradojas: en algunos casos, como en el de los senadores, la contienda realmente no importa porque ganadores y perdedores acaban de brothers, sentados hombro con hombro en recinto legislativo.

El diagnóstico: aunque no ganó, el personaje de esta contienda fue sin duda AMLO. Fue su agenda la que dominó la contienda y fueron las carencias y ausencias que existen en el país que él identificó como móviles electorales y convirtió en una nueva realidad política las que son ahora factor ineludible de la agenda del próximo gobierno. Nadie puede ahora ignorar las dificultades que experimenta un pequeño empresario cuando se enfrenta a la burocracia o a los bancos o las de un campesino que tiene que lidiar con caciques, burócratas y la cara brutal de la pobreza. Pero 65% de la ciudadanía no aceptó la pretensión de que se puede resolver el problema ignorando al resto del mundo. Esto no es menor. Calderón tendrá la responsabilidad de conciliar las dos cosas: atender la agenda de rezagos internos y acelerar la integración del país a la economía global.

El statu quo: si algo hizo evidente esta contienda es que el statu quo es insostenible. El país tiene que cambiar para poder disfrutar los beneficios de la globalización. Aunque ha habido importantes reformas en las últimas dos décadas, todos los intereses creados sindicales, burocráticos, privados- han hecho hasta lo indecible por preservar una forma de impedir, producir, distribuir y controlar que es incompatible con las necesidades y demandas de una sociedad que aspira a mejorar. El resentimiento social que afloró en esta contienda tiene que ser canalizado y convertido en energía transformadora para el crecimiento.

Dos IFES: la elección mostró marcados contrastes entre la excepcional capacidad del IFE como entidad organizadora de los procesos electorales para cubrir el territorio nacional y proveer resultados confiables en cuestión de horas, y el consejo ciudadano del IFE, un cuerpo que no entendió la trascendencia de su función. En lugar de remontar los vicios de origen del actual consejo del IFE, sus miembros los asumieron como suyos y así se desempeñó: timorato y corto de visión. En lugar de ser promotor de la democracia, el árbitro acabó convirtiéndose en censor de partidos, candidatos y asociaciones privadas, rechazando el principio obvio de que son los ciudadanos, no los políticos, quienes encarnan la soberanía. Son los políticos quienes tienen que ganarse la confianza del ciudadano y no al revés. Con todo, los ciudadanos acabamos contando con una institución ejemplar, capaz de darle una oportunidad a todo el mexicano que quiera votar, hacerlo de una manera profesional y asegurar que los votos cuenten y se cuenten de una manera transparente.

País dividido: en sus resultados, la elección mostró a un país dividido de muchas maneras: norte y sur; personas vinculadas al comercio exterior y personas dependientes de la venia gubernamental; ciudadanos atrapados en vericuetos burocráticos y otros demandando soluciones; personas que prefieren valerse por sí mismas frente a otras que esperan que el gobierno les resuelva sus problemas. Un país dividido de muchas maneras, en el que nadie tiene mayoría absoluta, pero capaz de arrojar un voto consciente y cuidadoso, como ilustra la enorme magnitud del voto diferenciado. La mexicana se está volviendo una sociedad cada vez más sofisticada y capaz de hacer valer sus prioridades. Nadie debe suponer incapacidad de discernir.

Impugnaciones: finalizada la jornada electoral, el país observó situaciones nunca antes vistas. Un IFE que no contaba con la información definitiva para calificar el resultado (pero sí con un convincente informe del comité técnico que no publicó); un candidato que decide madrugar (ese verbo tan mexicano) para intentar cambiar el resultado del voto ciudadano; otro que lo sigue sin sentido ni explicación y un tercero que sabe que no ganó pero que siempre estará a disposición para negociar el resultado, como si siguiéramos viviendo en los setenta. Aunque se trata de un proceso ejemplar, ahora resulta que no todos los actores juegan bajo las mismas reglas. La democracia funciona sólo si me lleva al poder y si no no es democracia. No se requiere tener razón para impugnar; lo único importante es llegar al poder con o sin el voto ciudadano. Ciertamente es legítimo defender cada voto, pero en su rijosidad el PRD está justificando los temores que le tiene buena parte de la población por su falta institucionalidad y respeto a las reglas del juego. Las impugnaciones son legítimas para corregir errores, más no para forzar un cambio en el resultado de una elección.

Ciudadanos y Presidente: al final de cuentas, con todos los miles de millones que cuesta el aparato electoral y las campañas presidenciales, la legitimidad de la elección no se resuelve por el reconocimiento de los perdedores, sino que acaba dependiendo de la sensatez de la ciudadanía y la seriedad de actores que no compitieron, como los gobernadores. El presidente no entendió que en un país con tan poca y tan disputada historia electoral su función era la de jefe de Estado y no la de miembro de un partido, por lo que acabó alienado del proceso, condenado a ser marginal en el momento más álgido y crucial de su sexenio.

Encuestas y elecciones: el número de encuestadores parece ser inversamente proporcional a su falta de tino. Ahora tenemos un analista político en cada encuestador, pero no un conjunto de números más certero.

Instituciones y candidatos: en la democracia los ciudadanos deciden con su voto y los políticos acatan el veredicto del electorado, les guste o no el resultado. Nuestros políticos han demostrado poca capacidad de atenerse a esta premisa fundamental de la democracia. En lugar de cortejar el favor ciudadano, se dedican a exacerbar las tensiones y los conflictos.

En la estructura del IFE tenemos una institución ejemplar y de lujo que debería ser orgullo nacional. En nuestros políticos seguimos siendo un país bananero.

 

¿Principio o final?

Luis Rubio

Las diferencias son tan patentes que no deberíamos desperdiciar nuestra opción de emitir el voto. Esa es la magia, pero también el requisito esencial, de toda democracia: justo cuando la campaña termina, la responsabilidad ciudadana comienza. Aunque las campañas adolecieron de sustancia y fueron ricas en violencia verbal, las diferencias entre los candidatos son por demás evidentes. Ningún ciudadano puede decirse ignorante de las implicaciones potenciales de su voto. Por eso, al votar, tiene que asumir las consecuencias.

El problema de fondo para un ciudadano mexicano reside en lo limitado de los instrumentos con que dispone. En una democracia consolidada, el ciudadano cuenta con efectivos mecanismos de participación y representación; en México, los llamados representantes (diputados y senadores) trabajan para sí mismos y sus partidos y los ciudadanos no son más que una molestia en sus vidas. La mayor parte de los ciudadanos ni siquiera conoce el nombre de su diputado o senador, algo impensable en democracias como las europeas o estadounidense.

Ese problema se ve acentuado por la ausencia de condiciones ideales para el funcionamiento de una democracia al servicio de la población. Según la teoría, para que el voto sea efectivo tiene que haber tres condiciones: una alternativa clara y real entre los candidatos y partidos; las libertades suficientes para que cada ciudadano pueda elegir, sin cortapisas y consecuencias, al candidato o partido de su preferencia; y, sobre todo, un gobierno de leyes. Siendo muy generosos, es evidente que en el momento actual se satisface a plenitud la primera condición, pobremente la segunda y en ningún caso la tercera. Si bien la mayoría de los ciudadanos tiene libertad para decidir la manera en que votará, no es posible ignorar que las prácticas corporativistas de antaño persisten, al igual que un estilo autoritario e intimidatorio en algunas de las campañas, dirigido a fustigar a quienes no comulgan con un determinado candidato. Para ser precisos, las tácticas empleadas por los contingentes de uno de los candidatos a lo largo de este proceso electoral han sido inciviles, abusivas y violentas, siempre en el lenguaje y en ocasiones no sólo de esta manera, con sus críticos. A la luz de esto, resulta claro que no es posible pensar en una libertad plena para elegir sin consecuencias al candidato o al partido de la preferencia del elector. En una palabra, se trata de una democracia coja que apenas comienza a salir del cascarón y, por lo tanto, es sumamente vulnerable. Nadie puede ignorar este factor.

Hay muchas discusiones sobre las causas que condujeron a la situación actual. Algunos se remiten a la ausencia de una transición pactada, es decir, acordada entre todas las fuerzas políticas, en tanto que otros aseveran que así es el proceso normal de alumbramiento de todo proceso democrático que no surge de un contexto social normal y, para muestra, sugieren observar los altibajos que ese proceso muestra en Irak. Algunos otros culpan al presidente Fox de la oportunidad perdida al momento de su elección, apuntando que la alternancia de partidos en el poder no condujo a un cambio de régimen y el nacimiento de nuevas instituciones ya propiamente democráticas.

Es evidente que todas estas perspectivas tiene algo de razón pero, independientemente de cuál satisface más a cada uno de nosotros, lo importante es que llegamos, una vez más, al día de la elección sin mecanismos efectivos de pesos y contrapesos que permitan conferirle al ciudadano lo que para Karl Popper, uno de los principales filósofos del siglo XX, era fundamental en la democracia: seguridades de que el gobierno no abusará del votante. Para Popper, todas las estructuras políticas e institucionales deberían estar configuradas de tal forma que, sin interferir con el funcionamiento normal del gobierno, eviten que el gobernante abuse del ciudadano y éstos logren, cuando sea pertinente, remover a cualquier gobierno abusivo sin violencia. La pregunta medular para los votantes el día de hoy es si al menos será posible hacer efectiva esta definición mínima de democracia: cómo evitar que el ganador abuse de la población y no sea fuente de violencia.

De lo que no hay duda es que la construcción de una democracia no es trabajo de una noche. Aunque a los mexicanos nos gusta resolver los problemas con el chistar de los dedos y siempre con la mediación de un salvador milagroso, la realidad es que es mucho más fácil administrar un sistema político fundamentado en una estructura de controles verticales que desarrollar los mecanismos institucionales propios de una democracia. El mejor ejemplo de lo anterior es el mal funcionamiento del poder legislativo en los últimos años: si bien los diputados y senadores han servido de contrapeso al poder ejecutivo, no han sido muy útiles como contrapartes en la construcción de un proceso de desarrollo económico y político. Aunque es evidente que algunos personajes dentro de esas cámaras fueron particularmente perniciosos, lo cierto es que no contamos con estructuras propias de un sistema político democrático, cuya construcción es, en el mejor de los casos, difícil, compleja y lenta.

En la práctica, hay sólo dos candidatos con posibilidades de ganar la presidencia el día de hoy. Sus diferencias son tan claras que la perspectiva ideológico-política es evidente. Quizá la mejor manera en que cada votante deba enfocar su voto es pensando, un poco a la manera de Popper, cómo se minimiza el conflicto, se maximiza el potencial de fincar un desarrollo en lo existente y se evita la violencia. Cada votante tendrá que encontrar una respuesta a estos elementos para consagrarlos en el único instrumento real con que cuenta en esta peculiar e inconclusa democracia.

Todos estos son ingredientes que el elector tiene que resumir en un voto el día de hoy. Dada la dinámica de la elección y la peculiar naturaleza de esta contienda donde hay cuatro candidatos y un movimiento social, la decisión ciudadana de esta jornada establecerá los términos de nuestra vida política en los años por venir. Desde una perspectiva ciudadana, lo menos que deberíamos exigir a los candidatos y sus partidos es que, cualquiera que sea el resultado electoral, no sólo lo acepten sin discusión, sino que a partir de ese momento hagan a un lado sus diferencias y se pongan a trabajar. Los problemas que el país enfrenta son demasiado complejos como para que los políticos empiecen un nuevo pleito con esta elección.

 

Presidenciables

Luis Rubio

Dos cosas son imprescindibles para que la cirugía sea exitosa, solía decir mi papá: que el cirujano sepa qué hacer y cómo hacerlo. Como el dedicado y cuidadoso cirujano que era mi padre, jamás le entraba, como él decía, a un paciente si no estaban presentes ambas condiciones, ni permitía que ninguno de sus colaboradores en la sala actuara sin conocimiento y habilidad. Lo mismo es cierto y necesario para la presidencia que, con tanto furor, se disputan los aspirantes.

Candidatos hay muchos, pero lo que necesitamos es un presidente capaz de encabezar la transformación del país. ¿Cuál de los candidatos tendrá el tonelaje para lograrlo, cuál sabe lo que se necesita y está consciente de cómo organizarse para liderar un proceso de cambio como el que México requiere? Es decir, cuál de ellos sabe qué hacer y cómo hacerlo. El planteamiento podría parecer ocioso pero, como en una cirugía, en ese binomio descansa la diferencia entre la vida y la muerte. Así es el tamaño del reto que el país enfrenta.

Es necesario plantearnos qué se requiere, cómo se debe hacer y quién satisface ambos requisitos. No sorprenderá a nadie lo absurdo y ensimismado que han resultado los planteamientos esgrimidos por los candidatos a la Presidencia, quienes han tratado de marcar sus diferencias en función de lo que debe hacerse.

Hay dos maneras de plantear lo que se debe hacer. Una es por medio de una gran disquisición analítica e histórica sobre las aspiraciones del pueblo mexicano, las carencias que existen en el país y los problemas irresueltos que exigen una atención inmediata. La otra es observar lo que ocurre a nuestro derredor para percatarnos que lo relevante no es la historia ni las grandes aspiraciones, sino la praxis: qué es lo que hay que hacer ahora para elevar las tasas de crecimiento económico e incorporar a la población en el proceso. Ni más ni menos.

Si uno escucha y lee los planteamientos de los candidatos, cada uno se desvive por demostrar su nacionalismo y su comprensión de los anhelos y dificultades de los votantes. Por importante que eso sea, lo central es saber cómo echar a andar al país de nuevo, cómo sacarlo de su letargo para inscribirlo en los circuitos de éxito económico que están a la vista de todos. Basta observar a Taiwán y Corea, Chile y España, Tailandia e India, Irlanda y China, países muy distintos entre sí, para identificar los comunes denominadores y partir de ahí para el arranque. Todas esas naciones cuentan con cuatro características obvias y cruciales: a) estabilidad macroeconómica: ninguno disputa lo elemental, que la estabilidad de las finanzas públicas es condición para el crecimiento sostenido en el largo plazo; b) reglas claras y predecibles: donde existen hay inversión y donde hay inversión emerge el crecimiento; c) gobierno con la suficiente capacidad para organizar a la burocracia, impulsar los cambios urgentes dentro de la estructura del ejecutivo y evitar ser capturado por intereses particulares; y d) un sistema educativo decidido a transformar al individuo para darle capacidad de valerse por sí mismo. Casi todos ellos también han creado un régimen fiscal muy favorable a la inversión y han reducido los impuestos ¡para recaudar más fondos!

Vuelvo al tema de fondo: lo que importa no es quién le hizo qué al mexicano en el pasado y mucho menos la revancha que ese resentimiento lleva implícito, sino cómo le hacemos para salir del hoyo en el que nos encontramos. Todos, o casi todos los países mencionados, tuvieron un pasado semejante al nuestro: ensimismados, dispuestos a culpar a otros de sus desventuras y siempre concentrados en privilegiar a unos cuantos, igual sindicatos o empresarios, políticos o burócratas. Algunos lo siguen haciendo en ciertos ámbitos. Pero lo que todos reconocieron fue la necesidad de cambiar. Llegó el momento en que esos países aceptaron la urgencia de pasar la página y salir de su propio ensimismamiento: Corea al inicio de los 60, Irlanda en los 80, China hacia el fin de los 70, Tailandia en los 90, España en los 70 e India más recientemente. Ninguno salió del hoyo sin proponérselo; todos tomaron el toro por los cuernos.

Si bien es evidente lo que hay que hacer, menos claro es cómo hacerlo. El presidente Fox perdió la excepcional oportunidad que representó la derrota del PRI y la desbandada de la izquierda, pero incluso la mejor oportunidad no garantiza nada. Parte del reto reside en la capacidad de liderar un proyecto para convencer a la población de su urgencia y bondad. Otra parte tiene que ver con encontrar formas de convencer, compensar, forzar e integrar a los grupos de intereses creados que perderían con los cambios necesarios, para evitar no sólo que se opongan sino que sean parte del futuro. La parte más crítica es la que reside en el rompimiento de los focos de oposición dura, es decir, sindicatos o empresarios, grupos de choque o partidos, que son contrarios a cualquier cambio. En eso, la combinación de habilidad y estrategia, visión y organización, liderazgo y decisión hace toda la diferencia. Si vemos hacia atrás, hay ejemplos patentes de capacidad política de sobra en el país para llevar a cabo las reformas que hacen falta.

La estrategia de transformación variará según las circunstancias. Cada uno de los escenarios postelectorales posibles entrañará consecuencias distintas y, por lo tanto, oportunidades y dificultades potenciales. Sin embargo, lo que parece claro es que las dificultades no deberían estar en la capacidad de instrumentación. Seguramente México es el único país del mundo con dos presidentes al hilo Ernesto Zedillo y Vicente Fox- que no son políticos ni les interesa la política. Tanto por historia como por la ley de probabilidades, parece evidente que quien resulte ganador tendrá mayor capacidad de acción política que lo visto en tiempos recientes.

Por supuesto, la gran pregunta es quién es la persona que reúne las dos características cruciales de toda cirugía: saber qué hacer y saber cómo hacerlo. Cada votante tendrá que evaluar a los candidatos, pero lo que parece evidente a primera vista es que ninguno de los tres conjuga cabalmente los dos requisitos. Unos entienden el reto pero no han demostrado capacidad política, en tanto que otros tienen probada capacidad política pero no entienden el reto. La gran pregunta es si los que entienden pueden aprender a hacerlo o los que saben hacerlo pueden cambiar sus prejuicios para instrumentarlo. Es decir ¿Cuál es el que tiene mejores condiciones y capacidad de hacer posible el gran salto adelante que el país necesita?

 

Control

Luis Rubio

Control es el vocablo clave que describe toda una era de México que se inicia con las inestabilidades del siglo XIX y se consolida y perfecciona cuando se institucionaliza el PRI, luego de la Revolución. Más de un siglo dedicado al control de la población. Aunque la capacidad de control se ha mermado y su meta inmediata ha fracasado (por eso los retos a la estabilidad política y la criminalidad), su objetivo ulterior sigue tan vivo como siempre. Lo que queda de control es insuficiente para lograr legitimidad política (de hecho, produce lo contrario), pero sigue favoreciendo la consecución de intereses particulares. En otras palabras, vivimos de los vestigios del control del viejo sistema y no se han desarrollado mecanismos democráticos de control. Por eso, la legitimidad y el control van en sentido contrario y tarde o temprano chocarán. La pregunta es si, cuando eso ocurra, habrá capacidad de respuesta o mera improvisación.

A pesar de que mucho se discute y la retórica electoral, cada vez más violenta y menos propositiva, es florida y rica en adjetivos, nadie parece querer tomar el toro por los cuernos. La política nacional lleva siglos dedicada al control, pero ahora enfrenta un reto medular: la creciente ilegitimidad del sistema de gobierno que, por diversas razones, la alternancia no resolvió. Aunque los candidatos que estos días están en campaña pretendan lo contrario, la realidad es que tenemos un sistema de gobierno disfuncional. Sin duda, un presidente más hábil y ágil podría destrabar tal o cual iniciativa de ley o lanzar un proyecto determinado. Pero nada de eso resuelve el dilema de nuestra realidad política. El país tiene que decidir si va a seguir apuntalando un sistema político orientado al control desde arriba o si va a construir el andamiaje para un sistema democrático, centrado en el ciudadano.

El sistema fundamentado en el control lleva años haciendo agua. Si bien funcionaba en el pasado (lo que genera añoranzas entre políticos y candidatos), los factores que lo hacían posible se han erosionado y no hay mucho que se pueda hacer para restaurarlos. Aun si fuese deseable (que no lo es), la restauración sólo sería posible a través de la fuerza, la violencia física y la construcción de un sistema autoritario.

El ejemplo de la Rusia actual es ilustrativo: luego de una década de rompimiento de las estructuras soviéticas, privatización abusiva de activos valiosísimos, erosión de las estructuras de protección social y una crisis financiera de corte latinoamericano o sea, un poco como nuestra década de los ochenta el presidente Putin se ha dedicado a reconstruir las fuentes de autoridad y control. Aunque su estrategia no contemplaba la restauración del sistema soviético, sus iniciativas han tenido por resultado el sometimiento de las regiones y el parlamento al poder presidencial. El presidente eliminó la elección de gobernadores y atrajo para sí el privilegio de nombrarlos, conculcó el poder del parlamento y ahora controla la agenda política y legislativa.

Los rusos, población acostumbrada a un gobierno totalitario, pero con las seguridades que ese sistema representaba (en términos de seguridad social, retiro, etcétera), han acabado por ver a Putin como un dictador benigno. La estabilización económica dejó de erosionar los ingresos y ahorros del ruso promedio y la concentración del poder ha permitido la aprobación de reformas diversas que se han traducido en niveles relativamente elevados de crecimiento económico. La paradoja de Putin, según la frase usada por un académico sueco, es que la gente ha perdido derechos y libertades, pero la certidumbre y el crecimiento que han obtenido son directamente proporcionales a la popularidad de su presidente.

La situación rusa no se parece mucho a la mexicana excepto en que aquí también hay un ánimo restaurador en muchos políticos. Pero aunque las circunstancias sean sólo similares en ese aspecto, no deja de ser atractiva la idea que con unas cuantas vueltas al calendario, un presidente puede, como por arte de magia, echar marcha atrás el reloj, instaurarse como el gran dueño de la comarca y consolidarse cual salvador del mundo. El problema es que se trata de un espejismo que no va a funcionar en Rusia ni mucho menos en México.

Como los rusos en 1998, los mexicanos toleramos el ajuste fiscal y la corrección financiera que se presentó como resultado de la primera crisis cambiaria (1976). Los rusos no sólo aceptaron el ajuste, lo aplaudieron, exactamente igual que le ocurrió al presidente López Portillo. Lo que los mexicanos dejaron de tolerar fue la sucesión de crisis: igual la del propio López Portillo que todas las demás. Si la nuestra es una historia de control, la de los rusos es por demás tortuosa; además, su marco de comparación es la historia anterior (soviética y zarista), mientras que el nuestro, con eventos menos truculentos, es el de las vicisitudes de gobiernos buenos y malos, así como el que nos ofrece un mundo occidental democrático y próspero a la vista de todos.

Aunque el mexicano ha dejado de ser tolerante ante los excesos y abusos gubernamentales, no ha dado el siguiente brinco: sigue aceptando toda una mitología política e histórica que lo mantiene atado a las viejas formas y, sobre todo, condenado a los círculos viciosos que impiden el desarrollo. Los mitos son ubicuos y se multiplican: la necesidad de proteger y subsidiar al productor mexicano; el nacionalismo y progresismo de los sindicatos (de educación, PEMEX, IMSS y otros); la soberanía amenazada por la integración económica; el gobierno o el congreso al margen de intereses particulares. Por donde uno le busque, la política mexicana está saturada de fantasías que no hacen sino servir a las mafias políticas e impiden el desarrollo económico y ciudadano.

Mientras que el control desde arriba y la democracia son antitéticos, la democracia y el mercado en la economía son complementarios. El control favorece la impunidad y garantiza el subdesarrollo. Por su parte, la democracia y los mercados tienen que ser construidos; no florecen por sí mismos. Se requiere de una inteligente construcción institucional que permita romper con las ataduras del viejo, y ahora disfuncional, sistema de control político. El problema es que, en nuestro contexto y a menos que tenga lugar una revolución, eso sólo puede emerger del sistema político hoy existente. Ningún presidente lo va a impulsar y menos alguien con ánimo de restauración o con la vista puesta en el pasado. La alternativa es que la ciudadanía tome la delantera: eso sí sería un cambio radical.

 

En la raya

Luis Rubio

La contienda electoral ha adquirido una dinámica no sólo competitiva, sino extraordinariamente álgida. Se confrontan dos maneras muy distintas de concebir al país y dos formas de conducir los asuntos públicos. En el camino se construyen, o se intentan construir, “hechos políticos” que aumenten o disminuyan, respectivamente, el potencial de conflicto o acuerdo en la etapa posterior a la elección del próximo 2 de julio. Estamos frente a una contienda cerrada, un virtual empate técnico. El país se encuentra literalmente en la raya.

A pesar de las apariencias, la contienda no es algo lineal, ni su resultado obvio. En una democracia consolidada, estaríamos viviendo lo que se llama “normalidad democrática”, término empleado para explicar un proceso de incertidumbre que es propio de la democracia donde nadie puede estar seguro del resultado de la contienda pero, al mismo tiempo, nadie alberga temores sobre el mismo. Cuando un europeo o norteamericano enfrenta una disyuntiva electoral, lo hace a sabiendas que no se juega todo en la contienda: bajo un escenario podría acabar pagando algunos (pocos) puntos porcentuales más o menos de impuestos que bajo el otro, pero la diferencia resulta marginal para su vida. En una democracia incipiente y frágil como la nuestra, nada de esto es seguro. Tanto la dinámica de la contienda como los planteamientos de los candidatos enfatizan sus diferencias y proponen cambios potencialmente fundamentales en la conducción del país y, por lo tanto, en su impacto sobre el ciudadano común y corriente.

Aunque es evidente que los extremos característicos de una contienda no son lo típico una vez que hay un triunfador y éste se hace cargo del gobierno, lo peculiar de nuestro proceso es que cada una de las dos visiones ha tendido a afianzarse y sus candidatos a consolidar su base dura, cuando lo anticipable y más común en el resto del mundo es que los candidatos se muevan hacia el centro del espectro político. En la contienda actual no estamos observando ese proceso: seguimos en una dinámica, potencialmente perversa, en la que uno enfatiza el cambio a cualquier costo en un extremo, frente a otro que señala riesgos de crisis en el otro. Lo que sigue son algunas observaciones del momento que vivimos y su potencial devenir.

 

  1. Esta contienda contrapone dos filosofías del mundo y dos lecturas de la realidad: una enfatiza la igualdad, una visión introspectiva y la primacía del gobierno como factor de conducción de la sociedad y organización de la economía. La otra promueve una visión centrada en el individuo, propone una integración exitosa con la economía internacional y le confiere al gobierno el papel de regulador de la vida pública, dejándole al mercado y a la democracia las decisiones cruciales de desarrollo.
  2. En paralelo a la competencia propiamente electoral (toda ella dentro del marco democrático), estamos viendo la construcción de una estrategia orientada ex ante a la descalificación de la elección (herencia clara de nuestro pasado autoritario). Resulta ser que el presidente Fox, a quien se le ha acusado de incompetente a lo largo del sexenio, ahora es Maquiavelo reencarnado. Se trata de una estrategia preventiva no para que alguien gane o pierda, sino para que sea posible desconocer el resultado si pierde alguno de los candidatos.
  3. Todas las instituciones, organizaciones y partidos parecen decididos a actuar frente a estos embates, pero no todas las respuestas son razonables o igualmente respetables. Un primer instinto ha consistido en restringir la libertad de expresión a través de llamados, peticiones y prohibiciones por parte del IFE y del TRIFE tanto a los propios partidos como a otros actores (igual políticos que sociales y empresariales). Otros, más constructivos, sobre todo algunos de los candidatos a la presidencia, han convocado a un acuerdo de respeto a las instituciones y al resultado de la elección.
  4. La lucha por el poder es enconada y dura, pero no por eso violenta y preocupante. Es posible que el ágora ateniense fuese más civilizada en sus formas (y por eso más atractiva), pero la publicidad negativa y los ataques entre candidatos son medios igualmente valiosos de información para el votante. El mundo de los medios llegó para quedarse y hay que aceptarlo como es, con sus beneficios, pero también sus perjuicios.
  5. No todos los partidos están igualmente integrados. Mientras que el PRD funciona como una máquina suiza, el candidato a la par del partido, el PRI exhibe sus contradicciones e intereses contrapuestos en cada vuelta. Por el lado de Calderón hay dos “PANES”: el más abierto y proactivo frente al enquistado y  reaccionario.
  6. No dejan de sorprender las notorias diferencias en el proceder de los candidatos. En el debate de esta semana, por ejemplo, mientras que cuatro tenían una estrategia mediática muy clara, orientada a ampliar el número de votantes, AMLO apostó a su idea rectora, la de un proyecto alternativo. Será interesante observar cómo altera este elemento el resultado de la elección y sobre todo si logró recobrar el control de la agenda.
  7. En este momento, las encuestas muestran un empate. La pregunta es qué producirá una diferencia. Algunos piensan que el fútbol va a paralizar las imágenes que queden en estos días y de ahí hasta julio. Otros creen que el proceso seguirá tan intenso como antes, aunque quizá de manera menos ruidosa. Las encuestas diarias que se conocen de la recta final de la contienda del 2000, muestran que la elección se definió literalmente en el último par de días.
  8. Se discute mucho la existencia de un posible voto “escondido”. La idea es que puede haber algunas personas que no se atreven a manifestarse por el candidato de su preferencia por temor a romper con la unanimidad en sus familias o lugares de trabajo. Según tres encuestadores a los que he consultado, la situación está tan polarizada que probablemente estos votos se distribuyan de manera más o menos equitativa entre los candidatos, por lo que su efecto podría ser menor.
  9. ¿Habrá “voto útil” de priístas que prefieren no desperdiciar su voto? ¿A quién beneficia? Quizá las respuestas sean menos obvias de lo aparente.

10. En la democracia, la regla número uno es que un voto hace la diferencia y todos los involucrados saben de entrada que lo mismo pueden ganar o perder. La fuente de optimismo reside en la fortaleza de las instituciones electorales y el enorme reconocimiento de que gozan en el conjunto de la población. La preocupación es que nuestra democracia sea menos sólida de lo que creemos.

En julio sabremos.

www.cidac.org

Fobaproa

Luis Rubio

El Fobaproa fue una vergüenza, pero no por las razones, muchas de ellas falsas, que hoy se han vuelto populares. A nombre del Fobaproa se han erigido no sólo mitos gigantescos, sino grandes carreras políticas. Pero el que el Fobaproa haya servido a los fines particulares de muchos, no excusa las mentiras y falsedades que ahora se han convertido en verdades absolutas. En el corazón de la contienda política actual se encuentra el tema del rescate bancario que siguió a la crisis financiera de 1995 y el cargo de corresponsabilidad que se pretende imputar a los legisladores que votaron a favor de la legislación respectiva e, incluso, a quienes nada tuvieron con ese voto.

De entrada es posible afirmar dos cosas: primero, el Fobaproa fue pésimamente administrado y el manejo que se hizo del rescate creó toda suerte de abusos por parte de funcionarios, deudores y banqueros. Pero, segundo, es importante reconocer también que sin el rescate del ahorro depositado en los bancos, la economía no se habría recuperado y hoy no nos encontraríamos discutiendo la honestidad y competencia de funcionarios, legisladores, empresarios o banqueros, sino cómo salir del reino interminable del PRI.

El origen de la crisis asociada con el Fobaproa no fue producto de la casualidad, sino de la ineficiencia, incompetencia y sucesivos errores de visión y operación por parte de las autoridades financieras a lo largo de los 70, 80 y 90. La asignación de culpas y responsabilidades es siempre un deporte fácil en nuestro ambiente político, pero no siempre justo, certero, o incluso provechoso. Vale la pena volver a revisarlo.

La presunción de entrada es considerar al Fobaproa como el acto de corrupción del siglo. Ciertamente, los montos involucrados en el rescate bancario son tan enormes que cualquier sentencia es posible. La falta de transparencia en el proceso y la venta multimillonaria de algunos de los bancos luego del rescate, atiza las percepciones de que hay gato encerrado, consideración que ha sido hábilmente nutrida por políticos y candidatos, pero también por empresarios y deudores. Sin embargo, todo indica que la corrupción no es, ni remotamente, el tema medular del Fobaproa.

Más que corrupción, es decir, el saqueo del erario público, el Fobaproa fue el resultado fatal, casi inevitable, de un conjunto de decisiones gubernamentales que generaron incentivos extraordinariamente destructivos para la economía del país. Es desde esta perspectiva que el tema debe ser analizado. Los problemas de la banca no comenzaron con el Fobaproa sino en los setenta, cuando toda la actividad económica sufrió una aguda politización que condujo a que los bancos dejaran de financiar la actividad productiva para fondear el galopante e improductivo gasto gubernamental, lo que llevó a la quiebra del gobierno y a la expropiación de los bancos.

La forma en que se privatizaron los bancos contribuyó a la fragilidad del sistema porque el objetivo primario no fue crear instituciones financieras sólidas y viables, sino incrementar la recaudación fiscal. Es decir, para decirlo en palabras simples y directas, se infló el valor de los bancos y se descapitalizó al sistema financiero en su conjunto. Por si fuera poco, los nuevos banqueros no se distinguieron por su sagacidad. Aunque la mayoría eran personas probas, a los privatizadores se les escaparon varias personas francamente deshonestas. Además, por inexperiencia, otorgaron crédito de manera irresponsable y peligrosa, todo esto frente a una entidad supervisora enclenque, incapaz de regularlos con efectividad. Fueron estas debilidades, mucho más que la deshonestidad de los banqueros, las razones que explican los problemas de cartera que se precipitaron con la devaluación de 1994.

La devaluación de diciembre de 1994 no pudo presentarse en un momento más vulnerable. Con la devaluación de diciembre se dispararon las tasas de interés, lo que tuvo el efecto inmediato de hacer impagables muchos de los créditos. Las autoridades se encontraron con un escenario que se deterioraba rápidamente y actuaron mal. Todas sus acciones fueron tardías e insuficientes, promotoras todas de la cultura del no pago. Compraron cartera sin ton ni son, con procedimientos aleatorios. Las prisas y la más absoluta discrecionalidad y reserva en los criterios aplicados hacían imposible saber lo que Fobaproa estaba comprando.

Es evidente que el manejo del sistema bancario entre 1970 y 1998 fue catastrófico. Por casi treinta años, un gobierno tras otro jugó con los bancos como si fuesen un laboratorio experimental y no la espina dorsal de la economía. Pero en 1995, cuando se colapsaron casi todos los bancos y los que seguían en pie se encontraban en franca fragilidad, amenazando la supervivencia del ahorro de la población, el gobierno no tenía más remedio que organizar un proceso de rescate. Ciertamente, los errores en el proceso fueron muchos, cada uno más costoso que el anterior; no menos cierto es que al salvar a todos los ahorradores, se salvó tanto al que tenía pocos como muchos ahorros. Pero la alternativa al rescate era un nuevo colapso. Esa fue la respuesta del gobierno argentino, que optó por la confiscación del ahorro (el corralito), dándole al traste a la confianza de la población en el sistema financiero.

Los legisladores que aprobaron la legislación del Fobaproa, lo hicieron a sabiendas de que no todo en el rescate había sido encomiable o respetable, pero conocedores de que sin el rescate el país habría estado en mucho peores condiciones. Fue un acto de responsabilidad. Aunque lo fácil es siempre la recriminación, lo respetable es la entereza de quien asume la responsabilidad en los momentos difíciles.

Efectivamente, como afirman sus detractores, en el Fobaproa hubo innumerables abusos, arbitrariedades, vivales y favoritismos. El Fobaproa fue diseñado para lidiar con una crisis financiera pequeña, pero lo que enfrentó fue el riesgo de colapso de todo el sistema financiero. El Fobaproa tiene que ser analizado e investigado con todo detenimiento y de manera profesional para que se aclare, de una vez por todas, si hay algo distinto a sólo incompetencia detrás. Paradójicamente, no es improbable que la investigación arroje resultados más perjudiciales para nuestros nuevos jacobinos y sus fuentes de apoyo que para los villanos favoritos de la contienda electoral. Pero antes de prejuzgar, vale la pena no olvidar que, con todas sus fallas, de no haberse rescatado el ahorro bancario tal vez no hubiera sido posible la transición democrática de 2000. Eso es algo que tal vez no podamos decir en 2012.

 

Las prisas

Luis Rubio

Las prisas suelen ser malas consejeras. Peor, tienden a convertir buenas ideas en fetiches políticamente intocables. Así, por la prisa y, quizá, a causa de objetivos inconfesables pero no menos obvios, una buena idea acaba siendo prostituida y, por lo tanto, desechada. Por ejemplo, tal fue el intento por hacer de varios organismos reguladores instancias autónomas al cuarto para las doce del año pasado. No debería sorprendernos tanta precipitación, parece ser el signo político de nuestros tiempos. Las prisas en lugar del debate, la cerrazón antes que el análisis, el albazo como sustituto de las formas democráticas.

Las prisas sólo pueden ser producto de una preocupación coyuntural o de falta de planeación. Si es lo primero no hay nada que hacer y la peor respuesta es el albazo porque evidencia la intranquilidad. Si es lo segundo, ahí yace la explicación de por qué el país está paralizado, así como el origen de las incertidumbres que impregnan a todo el cuerpo social. En vez de una discusión seria y propositiva sobre la agenda nacional, todo parece dedicado a proteger y avanzar intereses particulares, sobre todo los del viejo corporativismo. No hay nada más distante y, de hecho, antitético, de la agenda nacional y del interés ciudadano que un interés particular.

Pero en México no hemos tenido oportunidad de planear el desarrollo del país. Por muchas décadas, alguien más se dedicó a hacerlo. Algunos gobiernos formularon objetivos desarrollistas en su concepción, pero nunca dejaron de atender los intereses particulares que les daban sustento, generalmente dentro de esa estructura llamada familia revolucionaria. A otros no sólo no les preocupó el desarrollo, sino que despreciaron a la sociedad, a la que veían, en un tono muy porfirista, como subdesarrollada e incapaz de ejercer derechos y cumplir obligaciones. Aun en el momento más sensible del reinado del PRI, cuando se constituyó el IFE y el Trife, los priístas se negaron a contemplar otros esquemas de modernización institucional: no querían dar la impresión de que podrían perder. La historia le hizo justicia a esas concepciones paleolíticas, pero no resolvió los problemas del país. Y ahí estamos, una vez más.

Guste o no, México ha experimentado una acusada transformación en los últimos treinta años. En parte por acciones e inacciones gubernamentales (algunas de ellas poco encomiables, como las crisis) y en parte por la creciente demanda ciudadana, pero debe subrayarse que el país de hoy en nada se asemeja al de los cincuenta o sesenta. A pesar de ello, resulta patético observar cuántas energías se gastan en tratar de retornar a ese mundo, hoy idealizado, de cooperación pública y privada (como el pacto de Chapultepec) que representó el desarrollo estabilizador. Ese esquema de crecimiento económico fue extraordinariamente exitoso en su momento, pero representaba un momento particular de la historia de México y del mundo, no repetible. Además, no se puede ignorar el hecho de que el modelo se colapsó, primero, por sus propias insuficiencias (como la dependencia de exportaciones agrícolas para financiar importaciones industriales) y, segundo, por el levantamiento estudiantil de 1968, circunstancia que sentó las bases para un giro dramático de estrategia y actitud gubernamental a partir de 1970.

En cierta forma, hemos acabado dando una vuelta completa y retornado, al menos en los monólogos políticos que también son signo de nuestro tiempo, a planteamientos no sólo ahistóricos, como lo fueron en 1970 y los años subsecuentes, sino en extremo ignorantes de las causas y consecuencias de las crisis que ahí se inauguraron y siguieron. Ahora que el país ha logrado una década de estabilidad financiera, el reclamo político y popular es por retomar la senda del crecimiento económico. Pero la forma en que ese reclamo se ha encauzado sugiere más un intento por volver a meter al genio a su lámpara mágica, como si eso fuera posible o deseable, antes que enfrentar los dilemas de hoy y mañana. Muy a nuestro estilo, cuando la realidad no nos gusta volteamos al pasado, buscando refugio en algo conocido. El que sea irrelevante para la realidad presente, incompatible con nuestras circunstancias o inviable para la mayoría de la población, que ya está en otras cosas, son meros detalles triviales para quien tiene en mente la grandeza de un triunfo electoral. Resulta notable el recurso al pasado no por útil o relevante, sino porque no nos gusta lo que sería necesario hacer para triunfar en el hoy.

Al margen de discusiones inútiles sobre cuándo comenzó la transición democrática, el hecho es que la democracia mexicana no ha logrado cuajar. La democracia no consolidada se puede apreciar con dos ejemplos que ilustran el conjunto: el primero y fundamental, porque la ciudadanía no existe. En nuestra realidad, y a juicio y preferencia de nuestros políticos, los derechos ciudadanos comienzan y terminan con el acto de votar. Se trata de un acto simbólico que, en consonancia con la tradición porfiriana de nuestra cultura política, representa más de lo que la población tiene derecho: una concesión otorgada y no un derecho inalienable. El otro ejemplo es visible en el congreso. Los legisladores se ufanan de haberse convertido en un contrapeso al poder presidencial, pero no han captado la ironía de su propia satisfacción: sí, en efecto, han logrado parar al ejecutivo en innumerables ocasiones, muchas de ellas legítimas. Pero se han constituido en un poder autónomo, sin contrapeso. La ciudadanía, que sería el contrapeso evidente en cualquier democracia que se respete, no existe en el congreso mexicano o en su pretendida democracia.

La vida pública nacional ha acabado por convertirse en la más conservadora y reaccionaria de la historia. El ejecutivo protege los intereses más encumbrados y el legislativo afianza y aumenta sus beneficios. Los legisladores hacen suyas las iniciativas que protegen a intereses, empresas, grupos y partidos, todos ellos encumbrados y deseosos de preservar sus beneficios. La pregunta es quién vela ya no por la ciudadanía, sino por el futuro, incluyendo el futuro de esos propios intereses y legisladores.

Muy a su estilo e historia, la sociedad mexicana ha aceptado el estado de las cosas con estoicismo. Algunos se rebelan y juran votar por tal o cual candidato, otros se refugian en sus incertidumbres y temores. La pregunta es si existe un límite al círculo vicioso. Tarde o temprano, la población dejará de tolerar el abuso con que se le somete de manera sistemática. Las prisas no hacen sino abonar el desencanto y la reprobación.

 

La rebelión

Luis Rubio

Era sólo cuestión de tiempo. La crisis terminal del PRI, esa que no se produjo en el momento en que perdió la presidencia, ha comenzado. Para un partido político nacido desde el poder y para el poder (de hecho, para el control político al servicio del poder), la pérdida de la presidencia constituyó una estocada que lo hizo incapaz de iniciar la única avenida que le podía dar vida en el largo plazo: una profunda transformación. Hoy, ante la alta probabilidad de volver a perder la presidencia, el PRI comienza a resquebrajarse. Pero lo interesante del proceso que ha iniciado es que a los priístas los parece traicionar su instinto materno: sus diversos actores, cada uno a su manera parecen iniciar un lento proceso de retorno a sus orígenes. La pregunta es cómo impactará a los próximos comicios.

La historia del PRI es la historia de un conjunto cambiante de alianzas y coaliciones. El partido se creó para organizar a la sociedad mexicana y construir el andamiaje necesario para la estabilidad política y el desarrollo económico. En su primera etapa, la del llamado Partido Nacional Revolucionario (PNR), se agruparon los líderes y cabezas de casi todos los partidos, organizaciones, sindicatos, milicias, ejércitos y agrupaciones políticas que había en el país. Su integración dentro de un partido no pretendía eliminar sus diferencias sino institucionalizar el conflicto. El objetivo expreso era el de institucionalizar el poder (crear un partido de instituciones y no de personas, en palabras de su fundador) para terminar la era de violencia política que había llevado a la muerte de Alvaro Obregón. El PRI no tendría una sola ideología, sino que la ideología y perspectiva dominante sería la del grupo que lograra establecer una coalición dominante que, por definición dada la naturaleza de la estructura, acabaría en la presidencia de la república.

Las cambiantes coaliciones y alianzas dentro del PRI le dieron vida al partido y mucho mayor dinamismo e institucionalidad de la que comúnmente se reconoce. Al mismo tiempo, la solidez de una alianza dependía de no crear circunstancias que orillaran a otros grupos a aliarse en su contra. Ambos procesos se tradujeron en un sistema informal, pero generalmente efectivo, de pesos y contrapesos que, si bien no tenía nada de ciudadano y menos de democrático, impedía los peores abusos en los que un sistema político autoritario fácilmente hubiera caído. Esos cambios constantes de coalición (típicamente por lo menos uno sexenal) explican cómo fue que un presidente más de corte de izquierda fuese seguido por uno más de derecha y viceversa. El país logró una excepcional estabilidad y desarrollo económico como resultado de esa estructura entre 1929 y 1968.

Los precarios equilibrios comenzaron a erosionarse primero con el fin del movimiento estudiantil de 1968 y, después, con el cambio de gobierno en 1970. El gobierno de Echeverría trastocó los cánones que habían sustentado al sistema de coaliciones dentro del PRI y la certidumbre que el sistema le había otorgado a la inversión privada a lo largo de los años. Al cambiar las reglas de ascenso político, de estabilidad económica y de relación gobierno-economía, el país entró en la era del gobierno dominante, los abusos del corporativismo sindical y, eventualmente, las incontenibles crisis económicas. Para 1982, el nuevo enfoque de estrecho control político y activa promoción gubernamental de la economía había llevado al gobierno a la quiebra. La crisis de la deuda que hizo explosión en 1982 no sólo minó la estabilidad económica del país, sino que cimbró al mundo político. En puerta se encontraba un nuevo gran cisma dentro del PRI.

Con el ascenso a la presidencia de Miguel de la Madrid, el viejo PRI perdió no sólo el control de todo el aparato político, sino que se frustraron todos los ánimos que habían sido exacerbados a lo largo de la década de los setenta. Perdieron todos esos políticos que ya se veían en control de la economía y con un poder político centralizado y orientado al control para el beneficio de los intereses partidistas, sindicales y de los integrantes del propio partido. Más importante, en el 82 había perdido no sólo una facción del PRI, sino que había quebrado toda una visión del mundo que ya era insostenible en los albores de lo que ahora conocemos como la globalización y que, en aquel momento, se observaba como la creciente liberalización del comercio internacional y de los sistemas financieros del mundo. Con el ascenso de gobiernos priístas encabezados por tecnócratas, perdieron los viejos políticos y todo el sistema de alianzas que había hecho posibles los gobiernos de los setenta y la polarización ideológica que de ahí había emanado.

Pero los gobiernos encabezados por tecnócratas fueron doblemente insultantes para los políticos. Se habla mucho de una alianza entre el PRI y el PAN a lo largo de los noventa. La realidad era diferente: los tecnócratas negociaron acuerdos con el PAN y, dado su control sobre el partido, hicieron que los contingentes priístas en el congreso los aprobaran. No se trató de una alianza PRI-PAN, sino una alianza entre el gobierno de esos años y el PAN. Eso dejó a muchos priístas sintiéndose frustrados y vejados. Muchos acabaron rompiendo con el partido para irse a formar lo que eventualmente fue el PRD. Otros, los más, se quedaron por diversas razones: convicción, intereses, expectativas de un futuro distinto y posturas políticas o ideológicas.

Más allá de los temas de personas e intereses específicos, con el triunfo del PAN en 2000 prácticamente desaparecieron las diferencias ideológicas y políticas entre el PRI y el PRD. El PRI tenía dos opciones: una, la de transformarse y convertirse en una formidable maquinaria en la era de la competencia democrática. Otra hubiera sido sumarse al PRD. La gran oportunidad de transformarse se dio al recobrar los políticos el control del partido, seguida ésta de la virtual expulsión de los tecnócratas. Pero la transformación del partido nunca se dio. Confiados de sus triunfos electorales en los estados y en 2003, los priístas creyeron que el peligro había pasado. Ahora es obvio que no es así, lo que les ha llevado a la desesperación en la forma de una virtual capitulación ante el PRD.

Nada de esto debería ser sorprendente. La propuesta política de Andrés Manuel López Obrador representa el retorno, la revancha, del PRI que perdió en 1982. Es lógico y muy explicable que muchos priístas se reconozcan en ese movimiento y lo acepten como suyo. Falta ver qué clase de bienvenida les dan y cómo lo perciben los votantes. Se aceptan apuestas.

 

¿A dónde ir?

Luis Rubio

Dos visiones recorren la política mexicana: la que propugna por sumarnos al proceso de globalización mundial y la que aboga por retraernos y reducir nuestra vinculación con el resto del mundo. Se trata de dos formas de concebir al mundo y la realidad, pero con un enorme contraste: una es proactiva, en tanto que la otra es meramente reactiva, así se disfrace de distintas maneras. La primera pretende abrazar al futuro para derivar beneficios para la colectividad, en tanto que la segunda privilegia la capacidad interna de organización y acción para resolver nuestros problemas y desafíos. Ambas visiones han estado presentes en la política mexicana por décadas: una no ha logrado su cometido porque el establishment mexicano nunca estuvo dispuesto a asumirla a cabalidad. La otra fracasó en los setenta por sus propios excesos y, más importante, porque no era compatible con un mundo cambiante que, nos guste o no, es el que nos ha tocado vivir. Lo nuevo de hoy es que la decisión de hacia dónde avanzar ya no está en manos de políticos y toda clase de intereses, sino en las del elector.

 

La confrontación que hoy vivimos no es entre ricos y pobres ni entre buenos y malos, sino entre formas distintas de entender la vida y, sobre todo, entre visiones optimistas y pesimistas sobre el presente y el futuro. Para quienes ven el futuro como una fuente de posibilidades, la globalización es un regalo venido del cielo porque crea un espacio de interacción e intercambio que hace posible el máximo desarrollo de las personas más allá de lo que cualquier política interna puede lograr. Para quienes son pesimistas sobre el futuro, la única estrategia posible es la del repliegue, la consolidación de la autoridad y la redefinición de las relaciones internas.

 

Pero la diferencia fundamental entre las dos visiones tiende a ser menos una de alta filosofía que una muy mundana y concreta: los instrumentos con que cada quien cuenta para enfrentar con éxito el futuro. Es inevitable que quienes cuentan con lo que técnicamente se llama “capital humano”, es decir,  educación, conocimientos y capacidad de acceso a la vida moderna, vean en la globalización una oportunidad, en tanto que el resto, quienes han sido privados por nuestro sistema político y educativo de los medios para aprovecharla, sientan temor y preocupación. La verdad es que una enorme parte de la población ve con optimismo el futuro pero, al mismo tiempo, se siente temerosa de lo que éste pueda traer consigo precisamente porque no cuenta con la capacidad de aprovecharlo de manera integral. Si no fuera así, no habría tantos mexicanos aspirando a una vida mejor en el mercado más competitivo y abierto del mundo.

 

Muchos gobiernos y países se han pronunciado claramente por uno de los lados de esta disyuntiva. Muchos dicen, por ejemplo, que América Latina ha tendido   hacia la izquierda; pero aunque es obvio que muchos países efectivamente son hoy gobernados por partidos de izquierda, entre ellos no existe una visión común sobre el desarrollo. La diferencia entre las dos maneras de ver al mundo no yace en una perspectiva filosófica o ideológica, sino en el optimismo o pesimismo con el que se enfrenta. España y Chile, dos países hoy gobernados por partidos de izquierda, abrazan el futuro y la globalización no sólo con convicción, sino con profunda dedicación: hacen todo lo necesario para ser exitosos. Otras naciones, como Francia y Venezuela, cada una con su propia dinámica, muestran el lado contrario: la preocupación y el miedo a explorar las oportunidades, por lo que se retraen, procurando crear un espacio reservado, distante del mundo.

 

La polarizante dinámica de la política mexicana actual es perfectamente explicable, pero también es ilusoria. Es explicable porque el desempeño económico ha sido mucho menos que óptimo (aunque este año los resultados son sumamente buenos). Al mismo tiempo, es ilusoria porque es falsa la noción de que se puede mejorar la calidad de vida, crear empleos y acelerar el ritmo del crecimiento económico a través de la cerrazón. Todos los países que han apostado a la introspección han perdido: más allá de los sectores monopólicos, generalmente propiedad del gobierno, los empleos que se salvan tienden a ser mal pagados y con poco potencial. Lo más grave de esa propensión a negar la realidad de la globalización es que la cerrazón no hace sino sacrificar la creación de nuevas oportunidades de generación de riqueza y empleo. La paradoja es que, al proteger lo existente, se cancela el futuro.

 

Como materia de una contienda electoral, la confrontación de planteamientos es no sólo legítima, sino lógica. Los candidatos tienen que diferenciarse para poder lograr el favor del votante y, para eso, buscan enfatizar sus diferencias. Pero la confrontación de visiones va mucho más lejos en nuestro caso. La realidad es que México y los mexicanos hemos vivido por demasiado tiempo en la negación y esa circunstancia ha creado realidades que se están tornando insostenibles. Más allá de la retórica que emana de la contienda política, el país tiene que enfrentar los problemas fundamentales que lo tienen paralizado y que son la causa de que persistan visiones decadentes y reaccionarias para el desarrollo.

 

Más allá del pesimismo que subyace a la visión del repliegue, la visión optimista del futuro ha resultado infructuosa no porque sea inviable, sino porque la mayoría de los mexicanos ha quedado excluida. La exclusión sigue dos mecanismos: uno, el más generalizado –e imperdonable-, tiene que ver con la total ausencia de mecanismos gubernamentales dedicados a hacer posible –de hecho, necesaria- la igualdad de oportunidades. Esto es particularmente notorio en el caso de la educación que, en otros países, es el instrumento fundamental para garantizar que todos los individuos, independientemente de su origen social o económico, tengan la misma posibilidad de desarrollarse y, como dicen los chavos, “hacerla en la vida”. En su afán por privilegiar a sus aliados políticos, un gobierno tras otro ha beneficiado a sindicatos e intereses particulares (en este caso el sindicato de maestros) haciendo imposible la transformación del sistema educativo para el desarrollo del país. Otro mecanismo de exclusión son las barreras de acceso a la actividad productiva: igual las que genera la burocracia que las que impiden la competencia.

 

El país se encuentra frente a una disyuntiva fundamental que trasciende la contienda electoral: lo que está de por medio es el futuro. Basta de privilegiar el pasado y todo lo que lo preserva.

www.cidac.org