De carne y hueso

Luis Rubio

Las transiciones políticas tienen muchas dimensiones. Algunas, las que todos conocemos y debatimos, se refieren al uso de los recursos, a las reglas del juego y a la relación gobierno-gobernante. Cada una de estas tiene sus propias dinámicas, complejidades y, por lo tanto, consecuencias. Entre las muchas insuficiencias y carencias que ha arrojado nuestro incierto e inconcluso proceso de transición política una de las más importantes se refiere a las personas, los integrantes de un gobierno que deben dejar el cargo una vez que termina su gestión. Esa dimensión, de carne y hueso, no ha sido resuelta, pero es crítica para el éxito político y democrático del país.

El problema es muy simple de plantear: ¿qué pasa con las personas, tanto los políticos como los funcionarios públicos, que concluyen su labor al terminar una administración, o al retirarse del servicio público? En el pasado, en la era priísta, esta pregunta nunca fue relevante porque siempre existía la expectativa de que la Revolución les siguiera haciendo justicia. Un político o funcionario que salía del gobierno se abocaba a tareas poco visibles, pero con frecuencia extraordinariamente perniciosas para la vida pública. Las más de las veces, los políticos se dedicaban a lo que les era casi natural: el tráfico de influencias.

El tráfico de influencias, una actividad callada y hasta sigilosa, era parte inherente al viejo sistema político y nadie la objetaba porque todos los políticos sabían que en cualquier momento podían caer en ese otro lado. Un político en funciones atendía a los que traficaban influencias a sabiendas de que, cuando estuviera en el exilio, tendría una contraparte igualmente dispuesta. No menos significativo era el hecho de que el sistema no sólo premiaba a sus integrantes, sino que todo estaba concebido y construido para que pudieran obtener recursos (es decir, corrupción) para su futuro. La corrupción era el cemento que le daba coherencia al conjunto.

Ese sistema funcionaba en la medida en que los cambios de gobierno ocurrían dentro de un mismo partido. Aunque los tumbos y giros entre una administración y otra no siempre eran pequeños, el sistema protegía a sus integrantes y les daba medios, como el tráfico de influencias, para mantener la disciplina y la lealtad. Esa estructura operaba bien porque todo se mantenía en familia, pero claramente no podía servir de base para un sistema político democrático y competitivo.

La creciente demanda por apertura y transparencia que emergió de la sociedad mexicana a finales de los sesenta comenzó a mermar la estructura del viejo sistema. La sociedad dejó de tolerar el abuso de los burócratas, se comenzó a mofar de los políticos y, poco a poco, obligó a éstos a responder con mecanismos de apertura: desde elecciones limpias hasta mecanismos de transparencia que le permiten a un ciudadano conocer en qué se gasta o cómo se decide en una determinada secretaría. Si bien estos avances no han resuelto los problemas del país, ciertamente sí han obligado a los políticos a responder a la sociedad, así sea a regañadientes.

Pero, para lo que no se han preparado los políticos es para hacer una transición personal desde el gobierno hacia la sociedad. Por ejemplo, si bien estamos en la segunda administración no priísta de de la historia moderna, una infinidad de priístas sigue esperando chamba en el gobierno como si fuera un derecho divino. Cuando no consiguen un empleo, muchos se dedican a versiones modernas del tráfico de influencias: unos como abogados avanzando los intereses de sus clientes, otros como representantes de proveedores ante el gobierno. En muchos de esos casos, los involucrados utilizan información privilegiada, emplean mecanismos de incentivos poco transparentes y, en casi todos los casos, sostienen una tradición de irredenta corrupción.

El tema se agudiza por la poca movilidad política que propicia nuestro sistema. Aunque muchos nombres cambian, lo impactante es la permanencia de muchos de ellos. Si en México hubiera reelección legislativa, muchos de esos personajes serían legisladores profesionales y estarían aportando lo mejor de sus conocimientos y experiencia al desarrollo del país. Como esa opción no existe en la actualidad, sus opciones son dos: retirarse a la vida privada, ajena a la política, o esperar en los entretelones de la política a que la rueda de la fortuna les vuelva a sonreír. Muchos no saben hacer nada más que política y muchos otros han acumulado tantos recursos que no ven la necesidad de hacer otra cosa y por eso viven esperando la siguiente oportunidad, aunque nunca se presente.

El tema viene a colación por el revuelo que causó el anuncio de la incorporación del ex secretario de Hacienda, Francisco Gil Díaz, al consejo de administración de un banco inglés. Una buena parte del furor que causó el anuncio se debe a no más que un ajuste de cuentas con quien tuvo que recortar gastos o disminuir presupuestos año tras año, o por el deseo de diversos grupos políticos de buscar fuentes de conflicto, así como por la ignorancia prevaleciente sobre las funciones de un consejo de administración en las grandes empresas corporativas del mundo.

Pero la otra fuente de resquemor es, sin duda, la incapacidad que hemos mostrado los mexicanos para dar viabilidad y respeto a la vida privada de los funcionarios y políticos después de su etapa en la vida pública, incapacidad que deja cojo el proyecto democrático por las razones antes expuestas. Este tema no está resuelto para los políticos y ha sido mal resuelto para los funcionarios públicos, muchos de los cuales no sólo desean seguir teniendo una vida productiva, sino que lo requieren. Hace años, el Congreso aprobó un sueldo y gastos para ex presidentes que sigue siendo controvertido, a pesar de que es una práctica común (y muy sana) en países democráticos.

En el caso específico, si el objetivo del Lic. Gil Díaz (o del banco que lo invitó) fuese la explotación de información privilegiada, lo más sencillo y lógico habría sido recurrir al mecanismo tradicional de la política mexicana: un contrato privado de consultoría para que, en sigilo y sin conocimiento público, ambos avancen sus intereses a costa del interés nacional. La realidad es claramente otra: se trata de un individuo intelectualmente inquieto, capaz de aportar su enorme capacidad a toda clase de objetivos académicos y productivos.

Quizá la pregunta que arroja este episodio es si de verdad estamos dispuestos a crear reglas y procedimientos que sean compatibles con la probidad y la democracia en vez de lo opuesto.

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Círculos viciosos

Luis Rubio

Si hay una regla, sin importar su naturaleza, siempre hay una excepción. Esa es la naturaleza de nuestro sistema de gobierno y ese también el tema central del famoso libro de Joseph Heller, Trampa 22. Cualquier regla o regulación que tiene excepciones se convierte en un proceso circular porque cualquiera puede apelar a la excepción haciendo irrelevante la regla general. Yossarian, el personaje central de la novela de Heller, se encuentra entrampado: es un recluta que quiere dejar el ejército por temor a perder su vida, lo que prueba su lucidez, pero para que le permitan renunciar tiene que probar que está loco. Esta “trampa”, sugiere la novela, la emplean los poderosos para mantener e incrementar su poder, a la vez que deteriora el poder de aquellos que en principio no lo tienen. Cuando todo parece perfecto, se aparece una “trampa 22” que hace imposible materializar la perfección.

El círculo vicioso más frecuente para cualquier ciudadano es la burocracia. Innumerables chistes se han creado a propósito de los interminables requisitos que se necesitan para tramitar cualquier asunto, el más famoso quizá sea aquel de Héctor Suárez, si la memoria no me falla, en el que le piden al solicitante su acta de defunción para completar un trámite. Pero el burocratismo tiene su razón de ser: por una parte, permite el control de amplios segmentos de la población por parte de las instancias encargadas de dar curso a un trámite cualquiera. Por otro lado, el burocratismo es un espacio perfecto para el crecimiento de servicios adicionales: ¿de qué vivirían los llamados coyotes si no hubiera procesos burocráticos interminables? De la misma forma, sin burocratismos no hay espacios para un “regalito”, “mordida” o cohecho. Todo tiene su razón de ser.

Lo paradójico es que el mundo descrito por Heller se parece, en más de un rasgo, a lo que padece día con día la población mexicana. Uno supondría que el viejo sistema político, diseñado para el control y la corrupción, como ilustra la vida burocrática del diario, habría experimentado convulsiones con la apertura económica y liberalización política de los últimos años. Sin duda, muchos procedimientos que bien podríamos calificar de berrinchudos, simplemente desaparecieron. Tal es el caso de los requisitos para exportar o importar, que por décadas fueron el “coco” del empresariado. Ese tipo de procesos hoy son inexistentes o muy simples (casi siempre). Lo interesante es todo lo que no ha cambiado ni un ápice.

Mientras que algunas secretarías tuvieron que cambiar (aunque no mucho) en el curso de las últimas décadas porque el mundo se les movió, otras siguen como si Plutarco Elías Calles siguiera despachando en Palacio. La mayoría ha cambiado de enfoque, pero no de realidad. Ciertamente, no es lo mismo darle órdenes al monopolio telefónico que recibirlas del mismo, pero la naturaleza del monopolio no ha cambiado. En el caso de los impuestos, es más fácil pagarlos porque existe un medio, Internet, que facilita el trámite, pero su complejidad haría sonrojar a los mandarines chinos. Para pagar impuestos no basta un porcentaje sobre ingresos menos gastos (como en Chile), sino que es necesaria una tabla y una tarifa, aplicar un monto general para luego calcular el porcentaje específico. Para una economía supuestamente abierta, sólo quienes tienen un número de importador pueden importar; y ¿quién otorga ese número?: los competidores, que obviamente se rehúsan a otorgarlo si la importación puede competir con ellos. Las procuradurías “pierden” pruebas y desaparecen expedientes. Todo está diseñado para subordinar al ciudadano, al consumidor y al pequeño empresario, indefensos ante tanta tropelía.

El gobierno en México sigue trabajando para sí mismo y para quienes lo tienen copado. Los legisladores, que ahora presumen una gran independencia, en realidad cambiaron de fuente de dependencia, pero siguen siendo tan dependientes como siempre. Antes respondían al presidente; ahora responden ante el poder y cómo las fuentes del poder han cambiado, el potencial de presión sobre ellos es infinito. Si bien en ocasiones ocurre que existen intereses encontrados que ejercen presión sobre los legisladores (por ejemplo, empresas o sectores con diferentes intereses sobre un mismo tema), lo más frecuente es que pese sobre ellos el liderazgo del partido, una empresa grande o un sindicato que obstaculice cualquier movimiento lateral. Como el personaje Yossarian, los legisladores viven sometidos a un régimen que no les deja moverse fuera de los círculos viciosos interminables: responden al poder o quedan fuera de la jugada.

Ese es el meollo del asunto. Las formas del poder (incluido el mecanismo para elegir al gobernante) han cambiado, pero las realidades del poder siguen siendo muy parecidas. No existen límites al poder y el juego todo se vincula con la impunidad. El corazón del sistema, el poder y la impunidad, siguen intocados. Lo que ha cambiado es la composición de quienes detentan ese poder y el número de personas que gozan de impunidad.

Con todo esto, no es difícil explicar por qué perseveramos en esa ubicua sensación de parálisis: la cantidad de obstáculos es tan inmensa que desincentivan al más luchón. Otra manera de decirlo es preguntarse si hay algo más difícil y costoso que abandonar una casa y una familia para ir “al otro lado” con la convicción de que todas las oportunidades aquí están canceladas. ¿Podrá cambiar este gran círculo vicioso en algún momento?

Ciertamente, los problemas de México tienen solución y las soluciones están disponibles. Lo que no siempre existe son condiciones propicias para instrumentarlas. Si suponemos que un nuevo gobierno, con el ímpetu y legitimidad que le confiere la novedad, logra echar a andar unos cuantos motores para que la economía salga de su letargo, se podría crear una oportunidad excepcional para amarrar otras cosas: la legitimidad genera acciones legislativas y del propio ejecutivo, condiciones indispensables para un gobierno eficaz que refuerza, de esta forma, su legitimidad. Si vemos hacia atrás, observamos que todos los gobiernos anteriores, ineficaces sin distinciones, provocaron su propia caída y una nueva crisis de legitimidad. Si el nuevo gobierno llevara a cabo una transformación política que le confiriera al ciudadano primacía en la democracia mexicana y construyera un sistema de gobierno eficaz y eficiente, con tantita suerte México dejaría de ser un círculo vicioso permanente.

Ingreso vs. futuro

Luis Rubio

La clave del futuro reside en el futuro, no en el pasado. Nadie puede alterar lo que ya fue, pero todos podemos construir un porvenir diferente. Así debería rezar el mantra con el que enfoque su gestión el nuevo gobierno. El pasado fue construido a lo largo de muchas generaciones, cada una de las cuales intentó darle forma al desarrollo del país. El conocimiento y comprensión del pasado nos debe permitir reconocer que es imperativo cambiar la tónica y dirección de lo existente porque la alternativa es seguir por un camino que no conduce al objetivo deseado. Si algo podemos aprender del pasado es que el futuro se construye porque las cosas no se dan solas ni surgen de una actitud pasiva y contemplativa que deja que el pasado continúe hasta convertirse en un futuro indeseable.

El nuevo gobierno tiene que comenzar por crear las condiciones políticas y económicas que hagan posible romper con las tendencias y tradiciones que nos han hecho un país pobre, desigual y subdesarrollado. Las condiciones políticas que han creado la realidad actual no permiten el desarrollo de una sociedad despierta y demandante, una que mira al futuro más con temor que con anhelo. De igual manera, las estructuras económicas actuales no hacen sino preservar el pasado en lugar de crear un entorno propicio para el nacimiento de una nueva economía: pujante, diversificada e innovadora. Todo en el país parece conspirar en contra del desarrollo.

La sociedad ve en el gobierno y su burocracia a un enemigo, una fuente de abuso y extorsión; a los políticos los mira sólo con desprecio y, como ilustran las encuestas, en el piso de la apreciación social. Siglos de excesos han sellado las percepciones que la población tiene de su gobierno. Para colmo, el primer gobierno surgido de la oposición en esta era, moderna, del país, se montó sobre las estructuras previamente existentes y supuso que todo cambiaría por su linda cara. Y no fue así. Ahora el desprecio es generalizado y no hay distinción de partidos en la mirada crítica de la ciudadanía, que espera un cambio y a la vez sabe que nada puede cambiar con el advenimiento de una nueva administración. De todas formas, por bajas que sean las expectativas, muchos mexicanos siguen guardando la esperanza de que, éste sí, será el bueno.

El presidente Calderón debe asirse de esa débil expectativa para construir un gobierno distinto. En principio tiene la obligación de advertir que su gobierno participará del desprecio que la población profesa a todos los gobiernos para empezar a cambiar dichas percepciones en la práctica. El nuevo gobierno tendrá que elevar sus ingresos y resolver el problema del gasto público que, en la forma de pensiones del sector público, amenaza con descarrilar las finanzas públicas una vez más. Pero no podrá hacerlo sin cambiar la ecuación política. En efecto, un gobierno astuto, políticamente competente, podría lograr mucho más que los dos anteriores si sólo se entendiera con los legisladores, les respetara y trabajara con ellos. Pero eso dependerá de su capacidad de aprovechar el momento y mantener el sentido de urgencia, algo que sólo puede durar por un tiempo limitado.

Mejor haría el presidente en jugársela con un planteamiento mucho más amplio y ambicioso que incluya a toda la población, que la reconozca en su calidad de ciudadana y no súbdita y sume a los políticos en un ejercicio amplio, incluyente y proactivo con la mira de forjar una nueva relación gobierno-ciudadanos. No tengo duda que, al inicio, mucha gente, igual políticos que ciudadanos, aceptarán los planteamientos del nuevo gobierno, si no por otra cosa por la esperanza de que venga acompañado de una varita mágica que, en un abrir y cerrar de ojos, cambie la ecuación política en el país. Pero todos sabemos que la magia tiene sus límites y, sobre todo, una vez agotada la tregua, la realidad se hará sentir.

El problema de México no es técnico. Los profesionales de la economía y la política han venido produciendo ideas y conceptos que permitirían otear un futuro mejor. Reuniones sucesivas de economistas en el grupo Huatusco han arrojado planteamientos razonables sobre los males de nuestra economía, mientras que sucesivos ejercicios de diálogo político al amparo del Castillo de Chapultepec, la casona de Barcelona y de la mal llamada reforma del Estado, han mostrado que existen soluciones a la problemática estructural de nuestra política. Repito: el problema no es técnico; el problema es cómo adoptar un conjunto de medidas en los ámbitos político y económico para modificar las tendencias que creó el pasado y han gestado una realidad que la población reconoce como inaceptable.

El presidente Calderón tendrá que construir el andamiaje de una nueva relación entre gobernantes y gobernados. Sólo así podrá logar acuerdos para modificar la forma en que se recaudan (y con frecuencia no se pagan) los impuestos y la forma en que se asigna el gasto. Sólo así podrá enfrentar a los intereses sindicales, políticos y empresariales que depredan del gasto público, abusan de la población y erosionan el potencial del país. Sólo cambiando la ecuación en lo fundamental, en la relación ciudadano-gobierno, podrá generar una base de apoyo para tal propósito. Porque sin cambiar la ecuación, ni el país ni su gobierno tienen un futuro promisorio.

Si México tuviera las dimensiones del ágora griega, todo lo que se requeriría sería un buen debate en la plaza pública para luego comenzar a convencer a la población, comprometerse con ella y obtener una respuesta categórica ahí mismo. Pero un país de las dimensiones del nuestro no puede pensarse en esos términos y se necesita más que un buen discurso para convencer a una población agotada de tantas promesas y abusos. Por qué no, por ejemplo, comenzar por cumplir las obligaciones gubernamentales y luego pretender exigirle cosas (como impuestos) a la población. Es decir, en lugar de cambiar leyes y estatutos jurídicos, que el gobierno mejor comience por modificar las reglas que permiten la corrupción (empezando por las más flagrantes) dentro del gobierno, haciendo cumplir la ley con aquellos que abusan de los bolsillos y la paz de la sociedad (igual los plantados en Oaxaca que los sindicatos que asaltan el erario público o los empresarios que imponen sus condiciones sobre los consumidores como si fueran sus dueños).

Ningún país es perfecto, pero los mexicanos merecen algo mejor de lo que tradicionalmente han obtenido. Que el presidente comience por mostrar que puede ser diferente y la población lo seguirá.

 

Contrastes

Luis Rubio

Contrastes y oportunidades. Eso es lo que se observa al comparar la manera en que diversos países se enfocan para lograr el desarrollo. Sobra decir que si bien muchas naciones (¿todas?) quisieran formar parte del relativamente exclusivo club de naciones ricas y desarrolladas, muy pocas lo logran. La clave para conseguirlo reside en la combinación de un sistema político funcional con un proyecto económico debidamente estructurado. La evidencia indica que sin una estrategia de desarrollo, éste es imposible, pero es igualmente inoperante si falta un sistema político capaz de sostener un proceso de transformación a lo largo del tiempo (y a través de gobiernos que cambian).

En una reunión internacional a la que asistí recientemente, la discusión se centró en torno a los contrastes y diferencias que existen entre los diversos países que intentan ingresar al club de las naciones ricas y desarrolladas. Los países en cuestión eran los obvios: Europa oriental, el sureste asiático, América Latina, Rusia, China e India.  De todos los ejemplos citados, los exitosos fueron aquellos que desde el principio se propusieron emular a los países europeos, Estados Unidos, Canadá o Japón. Ninguno de los que pretendieron fundar un “modelo alternativo” logró avanzar.

No es difícil identificar los casos exitosos: Irlanda, Estonia, Singapur, Corea, China, India, Chile, etcétera. Algunos de éstos –como China e India– apenas comienzan el proceso. Otros, más avanzados, como Irlanda o Singapur, enfrentan retos muy complejos porque el crecimiento sostenido supone un fuerte componente de tecnología y ciencia, lo que a su vez requiere un sistema educativo de otra naturaleza. En este contexto, Japón fue ejemplo frecuente: un país desarrollado bajo casi cualquier medida convencional, enfrenta la necesidad imperiosa de llevar a cabo una transformación radical de su sistema educativo, pues sin ello simplemente no puede aspirar a competir en los sectores que generan un alto valor agregado, algo para lo cual hoy no está preparado.

Pero el corazón del problema del desarrollo yace en la capacidad de un país para sacarlo adelante. China e India representan dos sendas muy contrastantes hacia el progreso, pero todos los países que han logrado transformarse en las últimas décadas, incluidos estos dos, apelaron a dos componentes que los distingue de aquellos que se lo propusieron sin conseguirlo: un buen proyecto económico en el sentido técnico y la capacidad política de instrumentarlo. Si falla cualquiera de esos dos componentes, el desarrollo es imposible.

El problema del desarrollo no es técnico. Aunque no existe una sola forma de alcanzarlo, los instrumentos que lo hacen posible son muy claros y no existe mayor polémica conceptual en torno a ellos. Un buen proyecto en términos técnicos es aquel que logra vertebrar los componentes clave para el desarrollo: equilibrios macroeconómicos, ahorro en la economía, disponibilidad de inversiones, reglas del juego (sistema legal, capacidad de hacer cumplir un contrato, definición de los derechos de propiedad), disponibilidad de infraestructura social, humana y económica, y una definición clara de las prioridades de un país.

Aunque mucho de lo anterior puede sonar esotérico, se trata de factores perfectamente conocidos y sobre los que existe una larga experiencia que justifica una conclusión muy concreta: no hay un problema técnico en la consecución del desarrollo. Si un país adopta las medidas adecuadas y persevera en ellas (algo que incluso puede llevar décadas), el desarrollo es plausible. De la misma manera, si un gobierno decide un camino distinto, por más atractivo que resulte (como podría ser el “modelo alternativo de nación”) el desarrollo es simplemente inalcanzable.

Si partimos del supuesto que un país adopta un proyecto viable de desarrollo, el factor crítico de éxito reside entonces en su estructura política. Aunque hay y ha habido muchos países que han logrado esbozar proyectos de desarrollo (o, más frecuentemente, algunos componentes de un proyecto de desarrollo), son muy pocos los que efectivamente logran alcanzarlo. Al comparar los diversos casos, el factor clave reside en la capacidad del sistema político para sostener un proyecto económico por el tiempo necesario de tal suerte que logre su cometido.

Así, una dictadura presenta menos complicaciones que una democracia para emprender medidas difíciles y en ocasiones impopulares que puedan sostenerse a lo largo del tiempo. En esta dimensión, no es casual que China haya logrado tanto mayor éxito que otras naciones pues, una vez definido un esquema técnicamente adecuado, su capacidad política para instrumentarlo ha sido extraordinaria. Para India, un país democrático y políticamente muy fragmentado, el proceso ha sido más complejo y escabroso. El caso de Irlanda es más revelador: su gobierno comenzó a implantar las medidas necesarias desde el final de los sesenta, pero no fue sino hasta 1987 cuando, casi de manera súbita, empezó a experimentar tasas de 9% de crecimiento anual. Su éxito se debe, en no poca medida, al hecho de que su sistema político logró articular los consensos necesarios para sostener un proceso de cambio y transformación a pesar de que los resultados fueron magros por muchos años. Irlanda muestra que, con un liderazgo eficaz, es perfectamente posible conducir un proceso de transformación en un contexto democrático.

A pesar de su complejidad, quizá la gran ventaja de la Unión Europea se explique porque, luego de años de experimentar, ha logrado articular un conjunto muy bien definido de políticas concretas que dan resultados. Los países que las adoptan de manera consciente y sistemática pueden esperar buenos resultados en un horizonte razonable de tiempo, como evidencian igual los que se incorporaron en los 70 y 80 (como España, Irlanda o Grecia) que los del este europeo, de más reciente adhesión.

El caso de Europa confirma lo obvio: el problema del desarrollo no es técnico; si un país adopta la política económica que, en buena medida, es resultado del sentido común y persevera en su aplicación, el desarrollo es asequible. Es claro que no se trata de una cuestión ideológica. De hecho, aquellos países, sobre todo en América Latina, que convierten las medidas necesarias para avanzar hacia el desarrollo en temas de confrontación política o ideológica, acaban cancelando la posibilidad de lograrlo. El camino al precipicio está saturado de buenas intenciones pero también de malas estrategias. Y, en nuestro caso, de liderazgos iluminados.

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¿Cuenta nueva?

Luis Rubio

La disyuntiva fiscal era cuenta nueva y borrón o borrón y cuenta nueva. Aunque parezca un mero juego de palabras, las dos frases representan posturas filosóficas profundamente diferentes. La primera le concede preeminencia al interés fiscal del gobierno (primero págame y luego hablamos), en tanto que la segunda propone olvidarnos del pasado, dejando al ciudadano, cumplido o evasor, libre de toda culpa. Aunque ninguna de las dos maneras de percibir la realidad es perfecta, las definiciones a este respecto pueden determinar la posibilidad de que, algún día, el país funcione bajo un conjunto de reglas confiables y certeras que permitan que todo mundo sepa dónde está, cuáles son sus derechos y obligaciones, y cómo defenderlos ante tribunales que sean, a su vez, confiables y justos. Es decir, que exista un Estado de derecho.

La disyuntiva fiscal planteada en el párrafo anterior, fue parte de una discusión que tuvo lugar hace más de una década en el seno del gobierno, pero vuelve a ser relevante el día de hoy. Lo que se analizaba entonces era la mejor manera de regularizar a la población en materia fiscal para que el gobierno pudiera reducir la evasión y lograra sus metas recaudatorias. Visto desde la perspectiva del gobierno, la discusión era lógica y pragmática, pues ambas partes buscaban el mismo objetivo (regularizar y elevar la recaudación), pero cada una tenía una visión filosófica distinta. Para unos, la obligación estaba marcada en la ley y, por lo tanto, era indiscutible. Si un causante quería regularizarse y quedar exento de toda persecución fiscal, primero tenía que apoquinar; el gobierno seguía siendo juez último del cumplimiento o no de la persona. En contraste, la otra parte en esta discusión sostenía que mientras el gobierno y sus leyes fuesen percibidas como ilegítimas, difíciles de cumplir y confusas, cualquier regularización resultaría infructuosa.

La gran pregunta es cómo pasar de un mundo en el que la ilegalidad (o falta de Estado de derecho) es la norma a uno en el cual la legalidad se convierte en el factotum de la vida en sociedad. Este es un tema añejo que choca con conceptos y concepciones profundamente arraigados tanto entre intereses particulares (que se benefician del statu quo) como de quienes que, por su formación, consideran que no existe un problema real (como legítimamente y con inteligencia arguyen muchos abogados). La pregunta relevante es cómo crear un mundo de reglas que todo mundo acepte como suyo y, por lo tanto, se obligue a cumplir.

Enfrentado a un problema serio, algún presidente anterior afirmó que la ley no se puede aplicar de manera igual a los desiguales. Como planteamiento político, lo que ese presidente afirmaba era que la ley era disfuncional y, probablemente, su gobierno no contaba con la legitimidad para hacerla cumplir. Desde el punto de vista moral y legal, cuando un presidente afirma que la ley no es igual para todos da licencia y legitima de facto el comportamiento ilegal, abusivo y antisocial de cualquier persona o grupo en la sociedad. Es el caso de múltiples sindicatos, los macheteros de Atenco, Marcos, la APPO y otros grupos antes y ahora- que viven al margen de la ley. Pero esa es nuestra realidad política y, por tanto, la realidad legal: cuando la ley no es idéntica para todos no existe. Y no existe porque nadie la percibe como legítima.

Desde la perspectiva ciudadana, existe una desconfianza permanente en el gobierno y en las cambiantes reglas. La población puede conmiserarse con el más débil (así sea corrupto), pero sospecha del gobierno. Esa desconfianza es la que produjo dichos tan reveladores como obedezco pero no cumplo y no hay mal que dure seis años. La sabiduría popular refleja no sólo una manera de ser, sino toda una filosofía de vida.

Nuestra historia y realidad sugiere que lograr una transformación en esta materia será una tarea titánica, pero no imposible si se reconoce la naturaleza del problema. Si aceptamos la ausencia de legitimidad en las reglas del juego (para la legalidad) como el problema, entonces hay dos temas que requieren ser atendidos: uno, cómo lograr esa legitimidad (lo que, de hecho, implicaría convertir a cada individuo en un ciudadano, con los derechos y obligaciones que eso entraña); dos, cómo someter a todos los intereses particulares que siempre han vivido al margen de la legalidad (y, en muchos casos, en franca violación de la misma) para convertirlos en parte integral de la sociedad, bajo las nuevas reglas. Este último tema es crucial para la consecución de los objetivos.

De entrada, aunque se trata de dos carriles encontrados, no tienen por qué ser incompatibles. Por lo que toca a la ciudadanía, tradicionalmente escéptica del gobierno, la autoridad y la ley, la única manera de alterar la realidad y su percepción es comenzando por el principio: en lugar de disyuntivas como la de cuenta nueva y borrón, lo realmente fundamental es que el gobierno demuestre que es confiable y creíble para así ganarse el favor de la sociedad. Es decir, exactamente lo contrario a lo que ha sido la lógica dominante en el gobierno y la burocracia (que, como dijera Churchill, no son servidores públicos sino mafiosos privados). El gobierno debería comenzar, entonces, por ganarse la buena voluntad de la población para que, a través del ejemplo y excepcional desempeño de sus funciones, la convenza de que hay una mejor manera de hacer las cosas. Sin cambiar sus incentivos, los mexicanos difícilmente cambiarán su manera de ser.

Una vez ganado el respeto ciudadano, tendría que venir un gran pacto social que estableciera las nuevas reglas del juego, los derechos de la ciudadanía, los pesos y contrapesos de un sistema político-legal moderno, la fortaleza institucional para hacer cumplir la ley en toda instancia y por sobre cualquier interés, así como los mecanismos para hacerlo cumplir. Con la nueva legitimidad que se derivaría del respaldo de la población, algo de lo que no muchos gobernantes mexicanos pueden presumir, sería factible una negociación con todos esos sindicatos y grupos de poder a fin de incorporarlos (forzarlos) a la nueva legalidad. Por primera vez en décadas o siglos, el gobierno tendría la legitimidad, y el apoyo popular, para emplear la fuerza o, como hacen los gobiernos democráticos, la amenaza de la fuerza, para cambiar la realidad. Los tiempos de crisis son siempre tiempos de oportunidades, por lo que si el nuevo gobierno quiere evitar que la percepción de caos se torne en caos de verdad, deberá actuar.

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¿Qué sigue?

Luis Rubio

No habían pasado ni diez minutos de la accidentada pero exitosa toma de protesta del presidente Calderón, cuando se comenzaron a formalizar las disidencias dentro del contingente perredista. Ese botón sirve de muestra de la recomposición política que será característica del país en los años por venir. El capítulo electoral ha quedado atrás: ahora todo depende de la manera en que el presidente decida enfocar las baterías de su gobierno y la habilidad que tenga para que sus acciones y programas sean exitosos.

Las primeras acciones del nuevo gobierno demuestran que el presidente tiene un proyecto claro de lo que quiere alcanzar y, en franco contraste con su predecesor, la disposición para dedicarse personalmente a hacerlo avanzar. Pudiendo haber clamado “ya la hice”, el presidente Calderón optó por plantear dilemas y soluciones sin generar expectativas excesivas. Esa es la buena noticia. La mala es que no logró crear las condiciones para que la ceremonia de protesta en el palacio legislativo fuera tersa y civilizada. Es evidente que eso no dependía exclusivamente de él, pero además de mostrar la complejidad del escenario con el que tendrá que lidiar, también permite algún escepticismo sobre el enfoque de sus baterías. El simbolismo del primero de diciembre era fundamental y el resultado es bueno sólo en cuanto a que no hubo una catástrofe.

Con el cierre del aparentemente interminable proceso electoral, viene la hora de la verdad y, a pesar de las apariencias, muy pocos salen bien parados. La efervescencia dentro del PRD es palpable a leguas: aunque ese partido nunca ha sido un cuerpo uniforme e integrado, las fracturas que provocó la contienda y, sobre todo, el conflicto postelectoral se han ensanchado. Lo menos que tendrían que preguntarse sus miembros es qué se ganó, cómo recuperar al partido con capacidad y vocación de gobernar y cómo empezar el laborioso proceso de reconquistar la confianza del electorado, porque no es lo mismo atacar al contrario que ganar confianza para uno mismo. El filo rijoso y autoritario que el PRD dejó ver no hizo sino vindicar el voto de quienes, por temor a sus excesos, decidieron otra opción política.

Pero aunque las divisiones dentro del PRD se agudicen, eso por sí solo no es una buena noticia para el resto del sistema político. Los políticos, como un conjunto, han perdido, como el presidente Calderón reconoció en su discurso inaugural. La incapacidad de nuestros políticos para trabajar en conjunto, negociar, decidir y actuar habla mal de nuestras instituciones políticas porque deja la estabilidad del país y su progreso dependiendo de la buena voluntad y visión de Estado de los individuos y ninguna nación puede prosperar de esa manera. México necesita instituciones fuertes que acoten los excesos de sus participantes y no al revés. En este contexto, son impactantes las pequeñas cosas que hicieron posible que concluyera este proceso de una manera tan feliz como las circunstancias permitieron. Sin duda, el comportamiento del PRI fue fundamental. Aunque el partido tiene más problemas internos y de credibilidad que todos los demás partidos juntos, la vocación de poder y de Estado de sus integrantes legislativos salvó el día. Ese partido tiene mucho que pensar sobre su futuro si quiere seguir estando aquí, pero no hay duda que el legado institucional del viejo sistema no merece ser despreciado.

Lo menos que se puede decir de este agrio periodo de nuestra incipiente historia democrática es que los problemas políticos del país son enormes y que, por lo tanto, el desafío para Calderón es extraordinario. Desafío que no se limita a la amenaza de aniquilación que el candidato perdedor pretende sostener a lo largo del sexenio, sino que se acrecienta por los ingentes problemas de representatividad de las instituciones políticas, la incapacidad de decisión del sistema político en su conjunto y los vetos que estrecharon el margen de decisión del presidente en la conformación de su gabinete. Con todo, como dice el dicho, con esos bueyes tendrá que arar el nuevo presidente. El detalle, siguiendo la parábola, es que tendrá que hacerlo en el contexto de una agricultura altamente tecnificada donde el presidente tiene pocos instrumentos para actuar. Por si lo anterior no fuera suficiente, el presidente enfrenta un liderazgo hostil en su partido que, aunque no regateó ni un ápice su apoyo el primero de diciembre, está decidido a avanzar mejores causas que las de su gobierno. Sin el control de su partido, difícilmente podrá gobernar.

¿Podrá gobernar? El país se encuentra en un estado catatónico donde todo premia la parálisis en lugar de la acción y la irresponsabilidad en lugar de la sensatez. Pero estas dos características, herencia no intencional de un sistema político construido bajo otras circunstancias, son obstáculos sólo en la medida en que se privilegie la confrontación y la falta de respeto a los interlocutores necesarios, como ocurrió a lo largo de la última década. Felipe Calderón comenzó con el pie derecho en este frente: no sólo se ha dirigido a sus interlocutores en el legislativo y en los partidos, sino que está enfocándose hacia la acción política como medio para destrabar el nudo que recibió como legado. Su actuar en Oaxaca es claro, aunque claramente insuficiente. Los políticos afirman que la política es el arte de la negociación: ahora es el tiempo de demostrarlo y de construir salidas para el entuerto en el que se encuentra el país, pero también ellos  y sus partidos.

Ahora viene el tiempo de la acción. Los próximos días y semanas mostrarán dónde están las prioridades. Esas primeras decisiones serán críticas para sentar las bases del futuro. Un error en ese frente, como vimos hace seis años, puede destruir toda posibilidad de salir victorioso. Es obvia la necesidad de afectar múltiples intereses en todos los ámbitos, pero no se puede enfrentar todos a una misma vez. El orden de prioridades y la forma en que se impulsen serán críticos. Los mejores momentos de las últimas décadas, los que generaron entusiasmo entre la población, fueron  producto de acciones –no ilusiones- inteligentes y decididas por parte de diversos gobiernos. Esperemos que Calderón no se equivoque en esta materia.

El nuevo presidente no le debe nada nadie y sabe lo costosa que es la vanidad. Nadie razonable desearía enfrentar la complejidad que él tiene frente a sí, pero su oportunidad es también trascendental. Parafraseando a otro político…, por el bien de todos, más nos vale que le vaya bien.

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Oportunidad

Luis Rubio

Un nuevo gobierno representa una nueva oportunidad. Como cuando nace un niño, la esperanza es siempre infinita. Aunque la experiencia aconseje cautela, la expectativa de que “esta vez” todo será diferente está siempre presente. Por supuesto, en nuestro caso, esa esperanza siempre viene aderezada del tradicional fatalismo del mexicano que tiende a poner las cosas en perspectiva con el dicho popular que afirma que “no hay mal que dure seis años”. Pero, más allá de la adversidad que caracterizó su inauguración, no existe razón para pensar que un nuevo gobierno no podrá hacer la diferencia, rompa con ese fatalismo y abra la puerta hacia una nueva era de desarrollo del país.

El país padece un terrible mal de enfoque: en lugar de orientar nuestros esfuerzos, comenzando por los del gobierno, hacia lo que puede transformar la vida de la población en un sentido positivo, los recursos se dirigen hacia la preservación del statu quo y los proyectos favoritos de los gobernadores, que rara vez son los más rentables, los deseados por la población o los que podrían construir los cimientos de la economía y sociedad del futuro. La promesa de una transformación cabal que nació con la negociación del TLC, se evaporó en los años siguientes al volver a nuestras formas tradicionales de hacer las cosas, ignorar el potencial de los habitantes y cerrar las puertas a la economía del mañana.

Todo eso se puede comenzar a revertir con la inauguración de un nuevo gobierno. La clave es el enfoque. El nuevo gobierno tendrá que definirse y esa definición podrá tomar muchas formas, pero en el fondo, lo esencial dependerá de cómo se ve a sí mismo. El gobierno podrá enfocarse hacia los pobres o los ricos, los grandes o los chicos, pero su éxito dependerá de dos factores: qué hace por el consumidor y qué proporción de la población logra sacar del mundo de la marginación.

En la década pasada, el país experimentó grandes cambios y escarmientos. La crisis del 95 dejó una profunda huella en el comportamiento de los políticos, a la vez que abrió todas las heridas y despertó agravios acumulados por siglos en la sociedad. La economía superó la crisis, pero no logró alcanzar tasas elevadas de crecimiento; la vida política experimentó una creciente apertura que posibilitó  la primera alternancia de partidos en el gobierno de nuestra era, todo ello sin haberse creado las estructuras institucionales necesarias para el funcionamiento eficaz de una democracia incipiente. La disputada elección de julio pasado selló una década de conflictos, expectativas insatisfechas y desgobierno. ¿Podrá Felipe Calderón cambiar las tendencias resultantes?

Lo que el país requiere es un nuevo futuro. En alguna ocasión, Paul Valéry dijo que “el problema de nuestro tiempo es que el futuro ya no es lo que solía ser”. Quizá lo que México necesita es redefinir su futuro, no mediante la inflación de las expectativas como hizo el presidente saliente, sino transformando la realidad. Y esa realidad se define por la manera como el próximo gobierno enfoque sus prioridades y, sobre todo, su concepción de lo que el país requiere y el gobierno puede hacer al respecto.

Si uno observa al país con detenimiento, encontrará circunstancias y realidades muy concretas que desafían mucho de lo que damos por sentado. Por ejemplo, la economía del país sí ha crecido en los últimos años y lo ha hecho con celeridad. El problema es que sólo una parte del país ha experimentado ese proceso, mientras que otra se ha rezagado. Aunque al norte le ha ido mejor, en términos generales, hay muchos casos de empresas, personas y regiones exitosas en los lugares más recónditos de Chiapas, Veracruz y Oaxaca. Lo que el país no ha experimentado es un crecimiento sostenido de la economía que beneficie por parejo al conjunto.

De hecho, el proceso que hemos experimentado es, a la vez, mucho mejor y mucho peor de lo aparente. Es mucho mejor porque un sinnúmero de personas y empresas ha logrado transformarse exitosamente y adecuarse a las demandas de la economía internacional. Esas personas y empresas se adaptan y ajustan a las cambiantes circunstancias sin mayor dificultad. Al migrar y encontrar nuevas formas de ganarse la vida, muchos de los mexicanos más pobres del país han mostrado la misma capacidad de adecuación y éxito, demostrando que no hay nada que impida romper con nuestro fatalismo y salir de nuestro letargo.

Pero el otro lado de la moneda no es menos real. Millones de mexicanos se han quedado rezagados, sobreviven desde hace décadas, cuando no siglos,  realizando las mismas actividades no rentables y poco productivas, sin acceso a marcos de referencia que les permitan la transformación requerida. En este terreno, el contraste con países como China o Chile, cada uno en su justa dimensión, es impactante.

La gran diferencia con China es la capacidad que esa nación ha tenido para integrar olas sucesivas de nuevos demandantes de empleo en la economía moderna. En lugar de proteger la planta productiva existente, el gobierno chino se ha dedicado, en cuerpo y alma, a hacer posible la planta productiva del futuro y con ese criterio le ha abierto oportunidades a cientos de millones de chinos. Chile hizo dos cosas que constituyen un enorme aprendizaje para nosotros. Por un lado, centró el desarrollo de su economía en el consumidor: las acciones del gobierno no se miden por el éxito de los productores, sino por cómo se satisface al consumidor, al ciudadano. Por otro lado, a través de una profunda reforma educativa cuyo eje rector fue el transformar la capacidad productiva de las personas, le abrió oportunidades de desarrollo a todos los ciudadanos, no sólo a aquellos que, por cualquier circunstancia, tenían ventajas de origen.

La agenda del nuevo gobierno tiene que ser la del crecimiento económico en el contexto de la transformación de las estructuras sociales y económicas tradicionales. Sólo una acelerada tasa de crecimiento económico permitirá romper el fatalismo que nos inhibe, pero sólo una transformación estructural –social, económica, de la justicia y la seguridad pública– nos permitirá integrar a la sociedad que ha estado rezagada y marginada.

La función del gobierno es la de hacer posible el desarrollo de la sociedad. En lugar de quemar su pólvora en infiernillos, el nuevo gobierno haría bien en sumar a los políticos, incluidos los revoltosos, en un gran ejercicio transformador donde sea la población el eje rector. Como diría Mafalda, “hay que empujar al país para llevarlo adelante”. Felipe Calderón va a requerir mucho empuje y el apoyo de toda la población.

Una farsa riesgosa

 Luis Rubio

Cuenta Yukio Mishima que cuando un hombre no iba a poder llegar a una cita, decidió suicidarse para que su espíritu, al menos, arribara. La alegoría retrata muy bien la lógica de López Obrador: si no la presidencia, al menos el drama. La farsa de esta semana debería llevarnos a recapacitar sobre el tipo de sistema político que tenemos y las reglas de convivencia necesarias para evitar retrocesos en nuestra incipiente democracia. Aunque la derrota es gravosa, máxime cuando fue por un margen tan pequeño y tras meses de estar arriba en las encuestas, la farsa de una legitimidad superior no es sino otra más de las muchas mentiras que pululan en el ambiente político y una burla para la democracia y los valores por los que el propio ex candidato del PRD apostó a lo largo de su campaña, al menos hasta su derrota en las urnas. Lo peor de la farsa no es el espectáculo mismo, sino el legado de mentiras típico de la vieja manera de hacer política.

Como van las cosas, en unos días el país tendrá dos presidentes, uno que triunfó en las urnas y formalmente comenzara actividades el próximo primero de diciembre, y otro que ha decidido declararse como tal aunque lo sostenga sólo su voluntarismo: ganó porque tenía que ganar. Lamentablemente, esa percepción tiene arraigo. La lucha por el poder fuera de los marcos institucionales es legítima y aceptable para una porción significativa de la población. De la misma manera en que mucha gente no ve razón alguna para rechazar los llamados productos pirata, pensar que las elecciones sirven para determinar quién gana y quién pierde y, por lo tanto, quien es el gobernante legítimo, resulta poco significativo y muy relativo.

La toma simbólica del poder puede ser risible, pero no deja de tener un profundo sedimento de credibilidad en una sociedad donde muchos se sienten agraviados. AMLO abrió una caja de Pandora que quizá nadie pueda ahora cerrar. Pero su movimiento es profundamente racional: se trata de una racionalidad distinta a la institucional (y por eso al diablo con sus instituciones), pero no por eso deja de tener una lógica interna, una lógica de poder: no es el actuar de un loco. El problema es que puede acabar destapando cloacas que no hagan sino revertir, o hacer imposibles, los objetivos que el propio ex jefe de Gobierno del DF reconoce como deseables, incluidas las altas tasas de crecimiento económico.

El movimiento encabezado por el candidato perdedor no es distinto a otros levantamientos que fueron el pan de cada día a lo largo del siglo XIX. A falta de un sistema de gobierno efectivo, cualquier gobernador o líder político, rural o social, se levantaba en armas para enarbolar su causa, que, por lo regular, era bastante peregrina: el poder para sí mismo. La mayoría de esos innumerables levantamientos y revoluciones, que José Maria Luis Mora registra con precisión, acabó naufragando, pero dejaron tras de sí una estela de violencia, destrucción y desánimo. El porfiriato y el sistema priísta aplacaron y sometieron toda disidencia pero no acabaron con ella: tan pronto se erosionó el poder centralizado, la violencia hizo una estruendosa reaparición (en la Revolución de 1910, en el estallido de Chiapas, en el asesinato de Colosio en 1994). Con el fin de la presidencia monopólica, la política del levantamiento ha adquirido una supuesta legitimidad.

En esto hay que reconocer el fracaso, al menos parcial, de toda una era de lucha por la construcción de una sociedad democrática. Muchos mexicanos consideran que hubo fraude en el pasado proceso electoral y una porción significativa está dispuesta a apoyar un movimiento disidente. Es posible que la política desarrollada por el gobierno de Calderón todavía triunfe y logre sumar esfuerzos de todas las fuerzas políticas igual las institucionales que las disidentes, pero no hay duda que la construcción institucional de los últimos años ha probado ser insuficiente para resolver el tema medular del acceso al poder.

Otra importante lección de este proceso se explica por el fin del sistema presidencialista. La centralización del poder tuvo sus beneficios y sus costos, pero uno de sus rasgos fue hacer parecer el país como una nación armoniosa y homogénea, a pesar de que la historia y realidad decía lo contrario. Pues bien, estos últimos meses también le han dado al traste a ese otro mito. La aparente armonía que arrojaba el yugo presidencialista comenzó a desaparecer desde que el congreso se convirtió en un foro saturado de disputas y la política volvió a las calles. El tema no es si el país debe ser homogéneo o armonioso para funcionar, o que el congreso deba aprobar cualquier iniciativa enviada por el presidente. El tema relevante hoy es la falta de mecanismos unánimemente aceptados para acceder al poder o resolver diferendos en esta diversidad.

Los esfuerzos de los últimos años para organizar y construir los andamios de una democracia moderna parecieron fructificar en la elección de 2000, sobre todo porque ganó un candidato de la oposición pero, más aún, porque el candidato perdedor reconoció su derrota con dignidad. Ese primer ejercicio plenamente democrático resultó insuficiente para garantizar la existencia de un gobierno efectivo y funcional. Los esfuerzos de hace una década no fueron malos pero, como en tantos otros ámbitos de la vida nacional, resultaron claramente insuficientes porque dependían para su éxito de la buena voluntad de los actores. La ficción de un país ordenado y democrático fue derrumbada a partir de que AMLO decidió no reconocer su derrota el 2 de julio pasado.

Todo esto nos conduce a los dilemas del momento. Al recibir su premio Nóbel, Albert Camus afirmó que la libertad es peligrosa: tan emocionante como difícil vivir con ella. La democracia nos abrió un espacio de libertad que por muchas décadas estuvo ausente en el país. Pero esa democracia y esa libertad dependen del cuidado y la responsabilidad con que la ciudadanía y los actores políticos las hagan suyas. El periodo entre el 2 de julio y el 20 de noviembre ha demostrado que mientras no haya una transformación integral de la estructura del poder y una autoridad capaz de hacerla valer, el país tendrá que aprender a vivir con la incertidumbre como componente natural de su quehacer cotidiano.

Cuando a la salida de su convención constituyente alguien gritó preguntando qué es lo que se había acordado, Benjamín Franklin respondió: una república, si es que ustedes, los ciudadanos, la pueden mantener. Quizá debamos comenzar a cuidar la nuestra.

 

Paralelos

Luis Rubio

México y China tienen muchas diferencias, pero bien podrían compartir una gran coincidencia: el crecimiento económico. Luego de la muerte de Mao, el régimen encabezado por Teng Hsiao-ping lanzó al ruedo una contundente transformación económica. Algunos años después, ese cambio se vio amenazado por la demanda de democratización que el gobierno chino no supo procesar de manera pacífica. Pero lo impactante fue que en lugar de acobardarse y ceder ante la presión de revertir las reformas causa del cimbramiento del statu quo ante, el gobierno chino hizo del crecimiento de la economía el imperativo político número uno. De hecho, mantener altas tasas de crecimiento se tornó en base para la estabilidad política y todo lo demás pasó a segundo plano. El resto es historia.

Tal vez sea tiempo de reconocer que México se encuentra en una tesitura similar a la de China cuando el desastre de Tiananmen, si bien no en naturaleza, sí en su enorme trascendencia. El país lleva años a la deriva por falta de liderazgo, pero sobre todo por la ausencia de una estrategia de desarrollo que haga digeribles los cambios que requiere la construcción de un país moderno. A diferencia de China, cada vez que México se ha encontrado con algún contratiempo da lo mismo los zapatistas que una devaluación, una manifestación o un desencuentro político, el gobierno perdió el temple, cedió ante las presiones y perdió el camino.

Mientras que la economía china ha crecido a tasas anuales superiores al 9% en promedio por casi tres décadas, creando empleos y absorbiendo a más de 400 millones de pobres en los procesos productivos, la economía mexicana difícilmente crece por arriba de la tasa de crecimiento demográfico y prácticamente no crea empleos nuevos, productivos y formales. Cuando mucho, la economía mexicana ha logrado mejorar el potencial de desarrollo de quienes ya están integrados en las estructuras productivas (incluyendo, por supuesto, a los informales), pero no ha sido capaz de avanzar hacia un desarrollo integral y exitoso que incorpore a toda la población en un proceso transformador de enriquecimiento y modernización generalizado.

La transformación económica de China no fue producto de la casualidad. Los dos ingredientes centrales que la han caracterizado son, por un lado, una gran claridad de visión y liderazgo y, por el otro, una determinación absoluta para lograr la transformación económica y social de su país. Al igual que México, la estrategia de transformación china se encontró con diversos impedimentos y enfrentó avatares diversos. La diferencia fue que en China el gobierno reconoció que el riesgo de ceder ante las presiones y demandas por abandonar los procesos de reforma sería tan enorme y tan costoso, que decidió acelerar el paso para no dejarse doblegar en ningún momento o ante circunstancia alguna.

El momento crítico en China se presentó con las manifestaciones estudiantiles en Tiananmen. La represión con que el gobierno chino dio respuesta a las demandas de democratización hace casi dos décadas, marcó un punto de inflexión en la estrategia de desarrollo de aquel gobierno. Hasta ese momento, un poco como en México hasta 1994, las reformas habían avanzado de manera más o menos fluida y sin grandes contratiempos. La suma de visión y liderazgo marcaba el camino.

Cuando irrumpió el movimiento estudiantil y las demandas de democratización, pero sobre todo la crisis de legitimidad derivada de la represión, el gobierno chino tuvo que optar entre abandonar el proyecto modernizador para satisfacer a sus críticos o convertirlo en un imperativo político por encima de cualquier otro factor. A partir de ese momento, todo el actuar del gobierno chino se ha encaminado a allanar el camino para el crecimiento económico. De hecho, no ha habido obstáculo suficientemente grande para impedir la consecución de su cometido central: el gobierno ha cambiado regulaciones y privatizado empresas, atacado intereses de todo tipo, construido infraestructura por todos lados y modificado su legislación. Para el gobierno chino, una elevada tasa de crecimiento económico explica el secreto de la estabilidad política.

Ciertamente, el gobierno mexicano no se asemeja al chino en estructura o poder, ni estoy abogando de manera alguna por la represión como método legítimo para impulsar un proceso de desarrollo. Pero es indudable que cuando el gobierno chino dio al crecimiento un estatuto de imperativo político, sus prioridades se tornaron transparentes y su actuar adquirió una determinación nunca antes vista.

Las circunstancias específicas de México nada tienen que ver con las de China en el momento de Tiananmen, pero no cabe duda que la capacidad y funcionalidad de nuestro gobierno (el conjunto del Estado) se han erosionado y su competencia para encabezar un proceso de desarrollo prácticamente se ha extinguido. El presidente Calderón enfrenta retos directos no sólo a la legitimidad de su gobierno, sino también a su actuar cotidiano. Una buena parte de la población ha quedado excluida del (enclenque) crecimiento que ha experimentado la economía y otra ha optado por emigrar ante la falta de oportunidades. Todo porque los gobiernos recientes han sido incapaces de encabezar un proceso transformador a partir de una estrategia de desarrollo que haga posible el crecimiento.

Como presidente electo, Felipe Calderón ha tomado decisiones por demás pragmáticas. Ha ido construyendo su gabinete con personas capaces de realizar el trabajo que se les encomiende en lugar de optar por gente cercana en términos políticos o ideológicos. Su proceder muestra una clara determinación de remontar los obstáculos que enfrentó pero también creó- su predecesor, para intentar una transformación cabal del país. Ciertamente, no es el primer presidente en intentar una transformación de tal envergadura, pero tampoco hay muchos precedentes para el momento actual que vive la sociedad mexicana. A menos de que el presidente Calderón cambie radicalmente los términos de la discusión pública en el país, los retos que enfrentará serán inconmensurables.

Todo lo que queda de las grandes ambiciones transformadoras de los noventa son un conjunto de instrumentos que le han ido dando forma a la actividad económica, pero no hay una estrategia de desarrollo integral que plantee objetivos claros, establezca una dirección para el futuro o sea capaz de convencer a la población, y al conjunto del aparato político, de su imperativo político y moral. Y con todo eso comenzar a romper los obstáculos al crecimiento. Tal vez sea tiempo de aprender algo de los chinos.

 

Hechos bolas

Luis Rubio

Al ver que su archienemigo Henry Clay caminaba hacia él por una vereda donde sólo cabía una persona, John Randolph decidió no cederle el paso. Cuando se toparon frente a frente, envalentonado y con un tono de macho consumado, Randolph le dijo: yo nunca le cedo el paso a un bribón. Ante lo cual, Clay simplemente se hizo a un lado y declaró: yo siempre lo hago. De ese estilo parece ser nuestra incapacidad para debatir un componente central del conflicto oaxaqueño, el educativo.

La mayoría de los mexicanos no concibe a la educación como un medio de movilidad social, una vía para obtener mejores empleos y mayores ingresos. Sin duda, muchos padres, sobre todo las madres, entienden que la educación es importante para que una persona salga adelante en su vida, pero no hay un reconocimiento cabal del papel que dicho factor juega en esta era del desarrollo económico. En realidad, desafortunadamente muy pocos en el país entienden la enorme transformación que está sufriendo la economía mundial y cómo cuadra el proceso educativo en esa dinámica.

La educación en México no está orientada al desarrollo de las personas ni a la formación de individuos independientes, capaces de crear, innovar y alcanzar el máximo de su potencial, todos ellos atributos indispensables para la era de la economía del conocimiento. El sistema educativo se concibió y organizó, durante el antiguo régimen político, como un instrumento de control político e indoctrinación al servicio del gobierno y el desarrollo industrial. Estas características han dejado una profunda mella en la forma como se entiende la educación y se concibe la estrategia de desarrollo tanto entre los profesionales del tema como en la población en general.

Desde que se formó el régimen posrevolucionario, la educación adquirió una prioridad central: ésta serviría a los objetivos del control del sistema político. Programas y contenidos educativos, así como la propia estructura administrativa del aparato educativo incluido el magisterio y su sindicato, por supuesto- fueron concebidos y estructurados para mantener el control político de los maestros y la población en general. Lo importante no era el tipo o calidad de la enseñanza, sino mantener a la población sumisa. El contenido ideológico que acompañó al proceso garantizaba que los maestros hicieran suyo el objetivo, aun cuando no necesariamente se percataran del propósito ulterior. Y ahí residía la genialidad inherente al sistema: sus principales actores y operadores estaban tan inmersos en el proceso que no se percataban de ser sólo una parte subordinada de un engranaje más grande.

Pero todo ese andamiaje respondía no sólo al control que el sistema político demandaba, sino también a un momento muy específico de la historia del país: el del desarrollo económico sustentado en la industria manufacturera y extractiva. De esta manera, la combinación de control político con la formación de una mano de obra apropiada para la era del desarrollo industrial, construyó la realidad político-económica que nos caracteriza en la actualidad. En esa perspectiva, lo importante era asegurar que existiera una mano de obra disciplinada, capaz de hacer posible el desarrollo de una economía manufacturera y extractiva moderna. El sistema educativo promovía la conformidad que requería el desarrollo económico y demandaba la estabilidad política.

Ahora, muchas décadas después, nos encontramos con una economía paralizada, una realidad internacional cambiante (y en continuo movimiento) y un sistema educativo que no contribuye a formar individuos capaces de valerse y competir en la nueva realidad económica. Adicto al control político y a una industria tradicional, el sistema educativo no tiene la estructura, ni siquiera el potencial de desarrollar la visión requerida, para empatar con la cambiante realidad económica donde el juicio crítico, en lugar de la sumisión, es lo que genera riqueza y empleos y, por lo tanto, capacidad de desarrollo.

Lo importante para el desarrollo económico no es la vieja planta manufacturera o extractiva, sino las actividades y sectores que todavía no se crean. Es decir, la educación tiene que concebirse para servir a la economía del futuro y no a la del pasado. Ahora son los servicios y de una manera creciente, la ciencia y la tecnología, lo que genera valor y, por lo tanto, empleos y riqueza. En esta era de los servicios, lo que cuenta es la capacidad creativa y crítica de cada individuo. Las personas formadas en un ambiente de conformidad y sumisión, típico de una economía industrial y de un sistema político opresivo, son incapaces de adaptarse a un cambio tan radical como el que está implícito en la economía de los servicios, donde lo que cuenta es la capacidad de cada persona para crear, innovar y desarrollarse. Es ahí, en el valor agregado y en el desarrollo de nuevas tecnologías, donde reside el futuro económico, áreas que el sistema educativo actual hace imposibles porque no se ha podido adecuar. El mundo va en una dirección, pero el país, de la mano con su sistema educativo y el magisterio, encabezado por un liderazgo con intereses propios, va en otra.

Si los mexicanos en edad de estudiar tuvieran claridad de las exigencias del mercado de trabajo, se estarían encaminando a las carreras técnicas, sobre todo a las ingenierías. Sin embargo, cuando uno observa los números, más de la mitad de los nuevos alumnos en las universidades del país entran a carreras en las áreas sociales (leyes, sociología y afines). Egresados de una educación primaria y secundaria orientada al control, son incapaces de optar por las carreras que les permitirían desarrollar su máximo potencial. Y eso nos dice mucho sobre el potencial económico futuro.

En este contexto, el problema no es tener una educación de calidad, como afirma con frecuencia el presidente Fox, sino de un enfoque totalmente distinto para la educación. La calidad es indispensable, pero de nada serviría optimizar un sistema con objetivos pervertidos.

El problema de la educación en México es de orientación y enfoque. Reconocer que un enfoque idóneo nos permitiría romper con el círculo vicioso de la pobreza en una generación, constituye el reto fundamental para el futuro. Pero también, de ese tamaño es la oportunidad.

 

Perversión

Con la modificación a los artículos 76 y 124 constitucional aprobados por el senado en abril y que le confieren facultades a los estados en materia de regulación económica y de comunicaciones, se abre una caja de Pandora: de aprobarse en el congreso, esa enmienda podría suscitar el rompimiento del pacto federal.