Luis Rubio
Nada ha cambiado desde los setenta en que se evidenció una disputa por el futuro de la nación. Desde entonces tenemos un país profundamente dividido en su visión de futuro, desde entonces vienen chocando dos visiones encontradas: la de los nacionalistas estatistas y la de los modernizadores. Cada una tiene sus raíces en nuestra historia y ambas pregonan soluciones definitivas, pero su enfoque y objetivos son radicalmente distintos. La tragedia es que estamos en el mismo lugar treinta años después. Hemos desperdiciado tres décadas sin poder resolver esta disputa, que ahora se manifiesta en el tema del petróleo.
Las dos posturas que se disputan la primacía en el debate actual reflejan dos visiones del mundo, dos expectativas sobre el futuro y dos momentos del poder político. El discurso dogmático de los nacionalistas estatistas que enarbola una parte de los perredistas y del de los priístas deriva su inspiración en el acto expropiatorio de 1938 y justifica su postura en la lectura, como si fuera un texto sagrado y no un documento vivo, de la Constitución de 1917. Desde esa perspectiva, el petróleo no puede entenderse como una mercancía sino como una fuente de soberanía, un elemento central de la mexicanidad. Esa visión se traduce en dos propuestas concretas: una, que no es posible modificar legislación alguna porque se trata de algo que está por encima de la acción humana. La otra, que sólo el gobierno tiene, y debe tener, la facultad para explotar el recurso y decidir sobre el conjunto de la industria (y, de hecho, sobre el desarrollo del país). Cualquier avezado lector de la realidad de inmediato encontrará una obvia contradicción entre esta postura política y considerar al gobierno de la República como ilegítimo.
La postura que presenta el gobierno y que, de acuerdo a las encuestas, al menos en sus grandes líneas, representa a una franja amplia de la sociedad, entiende al petróleo como un recurso soberano pero también como un instrumento para el desarrollo. Es decir, reconoce la historia y la centralidad de la soberanía sobre los recursos del subsuelo, pero ve al petróleo como un recurso finito, cuya importancia es susceptible al cambio tecnológico, y, sobre todo, lo ve como un medio para lograr el desarrollo económico como objetivo, y no como un fin en sí mismo. La propuesta que ha presentado el gobierno no es de avanzada; si uno observa el contexto mundial, donde hay jugadores que se han tornado en formidables competidores como Petrobras, la iniciativa presentada por el gobierno es sumamente modesta. Una verdadera propuesta modernizadora estaría buscando colocar a PEMEX por encima de la empresa brasileña en tamaño y productividad.
A vuelo de pájaro, mientras que quienes enarbolan la postura estatista pugnan por la inmovilidad, los que abogan por la apertura vinculan el desarrollo del recurso al desarrollo económico. Los primeros no tienen prisa, aparentemente porque suponen que el petróleo seguirá siendo igual de importante en cien años. Los segundos observan la forma en que evoluciona la tecnología y temen que el recurso pierda valor en el curso del tiempo. Ciertamente, a la luz de los extraordinarios precios del barril de petróleo en la actualidad, hoy parece difícil creer que éste pueda disminuir. Sin embargo, no es necesario ir muy atrás en la historia para observar que, como todas las mercancías, los precios fluctúan y el ciclo petrolero tarde o temprano impondrá una dinámica distinta en ese precio. A esos precios es rentable explotar recursos petroleros menos accesibles así como desarrollar substitutos, lo que elevará la oferta y, con ello, disminuirá el precio. Cuando eso suceda, la dinámica de los mercados será distinta.
Pero la disputa sobre la política energética no se agota en la retórica y en la especulación sobre el precio. Detrás de la retórica existe un profundo pragmatismo apenas disfrazado. Ambas perspectivas conciben al petróleo como instrumento, pero ese instrumento es radicalmente distinto. En el planteamiento estatista, al petróleo se le concibe como un instrumento de poder en manos del gobierno, para lo cual demanda absoluta discrecionalidad, es decir, un gobierno todopoderoso capaz de emplear el recurso, y los fondos que éste traiga consigo, sin tener que dar explicaciones o rendirle cuentas a nadie. Detrás de la retórica casi religiosa de la soberanía petrolera se oculta un absoluto pragmatismo donde el recurso debe quedar en manos del gobierno, presumiblemente de un futuro gobierno estatista, mismo que tendría todas las facultades para utilizar los fondos que éste produce de acuerdo a su proyecto de nación. Así, la visión estatista propugna por la restauración del viejo poder presidencial con el petróleo como fuente de financiamiento.
El planteamiento modernizador es igualmente pragmático pero se inscribe en una visión muy distinta del papel del gobierno en la sociedad y en el desarrollo económico. El petróleo no es del gobierno para explotarlo al antojo del presidente en turno sino un recurso, un instrumento, que debe ser explotado de manera racional. Para esto se deben utilizar mecanismos de mercado que determinen el ritmo óptimo de extracción y que combinen las virtudes de la eficiencia que trae consigo la competencia entre distintas empresas en un mismo mercado con la propiedad gubernamental del recurso mismo. La visión modernizadora viene de la mano de la descentralización del poder.
La visión estatista nacionalista fracasó en 1982 porque la concentración del poder llevó a excesos y abusos como le pasa a todo exceso. La visión de mercado nunca se ha materializado porque el gobierno, incluyendo los supuestamente reformistas de los ochenta y noventa, jamás creó las condiciones para que operaran los mecanismos de una verdadera economía de mercado en el país. Los críticos de las privatizaciones tienen razón cuando argumentan que tan malos son los monopolios públicos como los privados y que las privatizaciones poco transparentes acabaron creando mercados protegidos, claramente oligopólicos que resultaron más onerosos para la población. Los erróneos criterios bajo los cuales se llevaron a cabo esas privatizaciones (bancos, carreteras, comunicaciones) operan en sentido contrario al mercado, lo que hace difícil la venta de una visión de eficiencia y desarrollo acelerado.
Lo probable es que sigamos en el mundo del hacer creer donde habrá algunos cambios que aceleren la explotación del recurso, pero no los cambios necesarios para cancelar la opacidad en la asignación de la renta petrolera. Nuestra triste tradición en pleno.