¿Qué quedará?

Luis Rubio

Paso a paso, se fue consolidando el proyecto de concentración del poder, ahora entrando en su última fase, con los consecuentes riesgos económicos e inevitable destrucción de civilidad. A muchos les parecerá excesiva esta afirmación, pero la historia demuestra que cuando se concentra el poder en una sola persona -y, peor, cuando esto se hace a través de la descalificación y la alienación- el resultado es un inexorable empobrecimiento del país e, ineludiblemente, de los más pobres, esos que dieron su voto por el presidente que ahora los traiciona.

Comienza el ocaso de un gobierno cuyo proyecto central fue la negación absoluta de la pluralidad que caracteriza al país. El presidente ganó con poco más de la mitad del voto de la población, un resultado excepcional desde que se comenzaron a contar los votos de manera impoluta y profesional luego de la creación del IFE en 1996. Cinco años después, la situación es otra, como lo atestiguan los contrastes entre los potenciales candidatos a sucederlo. Ninguno lo representa de manera cabal y ninguno es capaz de sumar el mismo porcentaje de votación que el hoy presidente logró en 2018. La exclusión de la mitad de la ciudadanía, en adición a buena parte de quienes, sin ser de Morena, le confirieron su voto, presenta ahora su factura en la forma de precandidaturas incompatibles.

El presidente ha creado un mecanismo que aspira a evitar rupturas, a la vez de sumar contingentes disímbolos detrás de un candidato ganador. Objetivo difícil de lograrse a pesar del éxito rotundo que ha tenido en controlar no sólo el debate público, sino sobre todo la narrativa que yace detrás de su liderazgo y la lealtad que le brindan sus bases. El presidente es popular, pero su gobierno es impopular y nadie sabe cómo sumarán o chocarán estos dos factores el día de la elección. La población parece satisfecha de la mejoría en su ingreso real y en el nivel de empleo, pero el país sigue rezagado respecto al momento de su inauguración. En el índice de desarrollo humano de la PNUD, de la ONU, México cayó 12 lugares, equivalentes a diez años de avance previo. Tampoco aquí es obvio cómo impactarán estos dos factores -la mejoría reciente o la pérdida absoluta- en la mente de los electores el día del voto en 2024.

La oportunidad para la oposición, si ésta logra aliarse y montar un frente común, es más que evidente. Primero que nada, la pérdida de apoyo al presidente es real: Morena perdió las elecciones intermedias. La oposición no controla la cámara de diputados porque no fue aliada a la justa electoral, pero eso podría, y debiera, cambiar en 2024. La celeridad con que el partido gobernante ha entrado en el proceso de nominación de su candidato no implica que sea imposible una candidatura alternativa el día de la elección, once meses del día de hoy. Es claramente falsa la noción de que lo único que falta para que se cueza el arroz es que Morena emita su veredicto en la forma de una candidatura.

El ejercicio del poder desgasta y más cuando se tiene tan poco que ofrecer como resultado de la gestión. Los proyectos clave del gobierno siguen inconclusos y es dudoso que logren tener impactos relevantes en la vida de la población. La naturaleza contenciosa del discurso presidencial rinde frutos, pero también aliena y la división resultante se traduce en fracturas que pueden acabar siendo tan trascendentes como los beneficios. Cuando el presidente se impone al exigir “que no le cambien ni una coma” a sus iniciativas manda un mensaje a su base, pero pierde al resto de la ciudadanía. No toda la población es idéntica, sumisa o cabizbaja, y no es nada difícil que, como ilustró el voto en 2021, el presidente haya perdido la mayoría con que ganó hace cinco años.

La embestida contra el marco institucional, los partidos de oposición y las instituciones emblemáticas de la transición emprendida a partir de los noventa, sobre todo contra entidades como la Suprema Corte de Justicia, el INE y el INAI, ha sido irredenta. El objetivo de someter y subordinar ha sido expreso y manifiesto. Pero no ha sido exitoso. La pregunta relevante, a menos de un año del día de la elección presidencial, es si el gobierno actual acabará dejando un país mejor del que encontró. Los datos duros dicen que no; la narrativa que los disputa dice que el país tiene un sistema de salud como el de Dinamarca, que la inseguridad disminuye y la corrupción desapareció. ¿Qué ganará: la realidad o la ilusión? Otro imponderable.

La realidad abruma, y más cuando, a pesar de las percepciones, no hay proyecto susceptible de arrojar mejores resultados. Malcolm X, un activista de los derechos humanos, escribió que “el patriotismo no te puede cegar tanto como para impedirte enfrentar la realidad. Lo malo es malo, no importa quién lo haga o lo diga.” La ciudadanía tendrá en sus manos la oportunidad, y la responsabilidad, de decidir qué gana: la realidad o la percepción pasajera. El problema no es el gobierno, siempre pasajero, sino el impacto sobre la población, siempre permanente. Los meses que quedan pondrán a prueba a este binomio todos los días.

Hoy todo parece claro, pero faltan muchos meses para el final. El primer ministro británico Harold Wilson dijo que, en política, una semana es toda una vida. Once meses son una eternidad.

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 REFORMA

25 Jun. 2023

Conciliar

Luis Rubio

El gran reto para el futuro del país radica en conciliar, o reconciliar, a una sociedad que se siente herida pero por circunstancias y razones que parecen irreconciliables. La realidad, las percepciones y las emociones jalan en direcciones opuestas, creando un caldo de cultivo perfecto para el entorno de conflicto -y, potencialmente, violencia- que hoy nos caracteriza. La gran pregunta es cómo salir de ese hoyo.

La dinámica de la polarización se origina en la estrategia presidencial, pero sus raíces se remontan a una larga historia que es tan vieja como la colonia y tan reciente como las promesas de democracia, desarrollo y transformación (respectivamente) de las últimas décadas. Unos gobiernos emprendieron profundas reformas, otros se limitaron a ofrecer grandes transformaciones, pero el resultado de varias décadas de promesas incumplidas o insatisfechas fue el entorno que hizo posible la acumulación de enojos y resentimientos que yacen en el corazón de la sociedad mexicana.

Independientemente de la viabilidad o factibilidad de las promesas que acompañaron a la agenda de los diversos sexenios, el hecho tangible es que el país ha experimentado cambios sumamente profundos, pero el desarrollo integral que yacía detrás de la oferta que diversas administraciones plantearon está todavía lejos de haber llegado. Pero las insuficiencias que existen tienen dos facetas distintas y contrastantes que generalmente se ignoran: el México insatisfecho por lo que se prometió pero no se ha alcanzado y que se siente agraviado y vejado, sea ello por ofensas históricas o por percepciones de inequidad en los resultados.

Para unos, quizá la mayoría de la población, las promesas se desvanecieron en el aire porque no se materializaron en la forma de una vida idílica que es típica del discurso de campaña, pero poco realista en la vida cotidiana. Suponer que la vida de una familia campesina en la sierra de Oaxaca iba a mejorar en un sexenio sin acciones dedicadas específicamente a esa región y circunstancia (algo que nunca se materializó) era absurdo. Sucesivos gobiernos han implementado diversas estrategias para el desarrollo, pero ninguno ha encarado las lacras políticas que mantienen pobre y rezagada a una enorme porción de la población, especialmente en el sur y sureste del país. En esa región no hay gasoductos que pudiesen alimentar un desarrollo industrial, ni carreteras que pudieran hacer posible llevar al mercado nacional e internacional los productos de lo que podría surgir una próspera y floreciente agroindustria. En una palabra, la retórica ha sido generosa, pero las acciones requeridas han brillado por su ausencia. Los resentimientos históricos que de ahí emanan son lógicos e inexorables.

Pero también hay otro México, un segmento nada pequeño, que ha visto su vida mejorar, pero donde el ritmo de avance ha sido insuficiente e insatisfactorio. Estados como Aguascalientes y Querétaro, por citar dos de los casos más exitosos en términos de crecimiento económico -han quintuplicado o sextuplicado sus economías en las pasadas décadas- evidencian enorme frustración por todo lo que el acontecer político les impide materializar. Los ciudadanos de esas latitudes, y de prácticamente todas las zonas urbanas del país, tienen meridiana claridad de las oportunidades que tienen frente a sí, pero que son inasibles dada la ineptitud -o indisposición- de los liderazgos políticos -locales y nacionales- para resolver entuertos y obstáculos evidentes que impiden el progreso.

El punto es muy simple: hay muchas y obvias razones para el enojo y la desazón que se manifiesta de diversas maneras en el país y que alimenta y hace viable una estrategia de polarización como la que ha seguido el gobierno actual. Sin embargo, la pregunta relevante es a qué o quién beneficia una estrategia que no tiene más resultado que el de concentrar el poder en una persona sin mejorar la vida de la ciudadanía, en cualquiera de los dos lados del cisma nacional. La agudización del conflicto genera popularidad y lealtad (ambos inevitablemente finitos) pero no resuelve los problemas que afectan y hieren a ninguna de las dos mitades de la sociedad mexicana, los resentidos y los insatisfechos.

En la medida en que nos acercamos al momento de sucesión presidencial, esos dos Méxicos estarán cada vez más en la palestra de la discusión nacional. Una posibilidad, así sea fútil, radicaría en perseverar en la estrategia de polarización. Otra, más eficaz y provechosa, sería encontrar medios para sumar y encabezar no sólo un proceso de reconciliación nacional, sino sobre todo de ataque a los factores que han imposibilitado la solución de los problemas que aquejan al país.

Gane quien gane el año próximo, las expectativas de la población no disminuirán, y en la era de la ubicuidad de la información, esas expectativas tienden a exacerbarse porque toda la ciudadanía, independientemente de donde radique, sabe que es factible una vida mejor. También sabe que es la política, o los políticos, lo que les impide alcanzarla. Como dice David Konzevik, “en tiempos de revolución de expectativas, el presidente tiene que ser un Maestro de la Esperanza.”

A México le haría mucho bien que el próximo presidente escoja la paz y la reconciliación sobre la venganza.

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 REFORMA

18 Jun. 2023

 

 

Peculiaridades

Luis Rubio

Todas las sociedades desarrollan sus mitos y creencias como formas de explicarse la vida, pero en México estos con frecuencia se quedan cortos de la realidad. Alguien alguna vez afirmó que si Kafka fuera mexicano, su género habría sido costumbrista. En ese espíritu, aquí van algunas observaciones que, sin contar una historia coherente, dicen mucho de este país de fantasía.

  • México vive hoy la paradoja de un gobierno enclenque, pero con un presidente hiper poderoso. El gobierno es incapaz de administrar una crisis de salud o distribuir medicamentos, pero el presidente puede imponer su ley en la elección de un gobierno local. La infraestructura del país se está cayendo en pedazos, las calles parecen zona de guerra y la extorsión y la violencia proliferan por cada vez más regiones, pero un tren que no  conecta centros productivos ni agrega valor destruye selvas y cenotes por designio presidencial sin que haya mediado proyecto de factibilidad alguno.
  • El lado anverso de esa misma paradoja es el entorno internacional en que existe nuestro país, del que el gobierno ha pretendido que se puede abstraer sin más. Mientras que el bienestar de la población depende en buena medida de las exportaciones, el gobierno hace todo lo posible por complicar los vínculos con el exterior, como si una cosa no estuviera relacionada con la otra. En lugar de promover y facilitar esos nexos -tanto en el plano de las negociaciones comerciales y la promoción de la inversión como en la creación de infraestructura y facilitación de las transacciones cotidianas- se acumulan las violaciones a los tratados comerciales de los que depende la fluidez del comercio y la viabilidad de nuestra economía. La pretensión de que se puede expropiar, o impedir el funcionamiento, de una planta de generación eléctrica sin que eso tenga repercusiones internacionales es una mera ilusión.
  • México no tiene un problema de alimentos ni de autosuficiencia. El sector agrícola es, por primera vez en siglos, superavitario y ha logrado una extraordinaria productividad. Lo que México si padece, pero nadie enfoca de manera directa, es un enorme problema de pobreza rural. Imponer medidas que restrinjan las exportaciones o las importaciones de productos agrícolas no va a resolver la pobreza rural, que es el meollo de nuestro dilema de desarrollo. El próximo gobierno podría comenzar a meditar sobre la forma en que se puede atacar la pobreza rural, pues de eso depende la solución de tres de los principales desafíos que enfrenta el país: la desigualdad social, la calidad y enfoque de la educación y la movilidad social, tres aspectos de un mismo problema.
  • Los procesos electorales recientes, en adición a las manifestaciones tanto ciudadanas como gubernamentales de los meses pasados, muestran una de las grandes contradicciones que nos caracterizan. No todos los mexicanos se asumen como ciudadanos: en una encuesta reciente, tan sólo el 58% se considera así, frente a 42% que se asume como pueblo. En su afán por preservar y nutrir la lealtad de la población por sobre cualquier otro valor u objetivo, el gobierno ha optado por impedir el crecimiento de la economía, porque, como dijo la anterior presidenta de Morena, un pueblo pobre siempre será leal, pues cuando prospera deja de serlo. En consecuencia, mejor apostar por la pobreza permanente.
  • Pero lo anterior no resuelve uno de los enigmas clave: la frecuente desvinculación de la sociedad civil organizada respecto del mexicano de a pie. Nadie que haya observado los contrastes entre las manifestaciones organizadas por el gobierno y las de las organizaciones civiles puede dudar que ahí yace no sólo una contradicción sino también un enorme desafío. La bajísima participación en la elección de Edomex habla por sí misma.
  • Tampoco es posible cerrar los ojos ante la pequeñez de la clase política mexicana, la falta de miras o la incapacidad de la oposición por ejercer su función crucial. Los liderazgos de la oposición, ahora que su arrogancia e incompetencia ha sido evidenciada en Edomex, no pueden negar lo obvio: no actúan como oposición frente a la destrucción institucional que encabeza el presidente. La ciudadanía ha ido perdiendo un contrapeso tras otro, quedando sólo protegida por una acosada Suprema Corte. La suma de soberbia, corrupción e insignificancia ha dejado al mexicano observando cómo el único objetivo de la oposición es una embajada…
  • Cuando uno escucha a líderes de países que realmente aspiran a progresar, los contrastes con México se tornan tanto más visibles -y dolorosos. No vale la pena hablar de lugares como Singapur, donde la claridad de miras es impactante, pero India, una nación infinitamente más pobre y compleja que México ilustra lo que sí es posible. El vocabulario que emplean igual funcionarios que empresarios, líderes políticos y sociales habla por sí mismo: inversión, productividad, movilidad social, confiabilidad y predictibilidad. México tiene todo para adoptar similar catálogo, pero siempre ganan las preocupaciones por las pequeñas cosas.

“El gran enemigo de la verdad con frecuencia no es la mentira -deliberada, artificiosa y deshonesta- sino el mito.” Así caracterizaba Kennedy la indisposición por avanzar y prosperar. Parecería que se refería al México de hoy…

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 REFORMA

11 Jun. 2023

Desorden

 Luis Rubio

Orden y desorden, argumenta Robert Kaplan,* es una disyuntiva que no depende de uno, sino de la experiencia vivida. A Inglaterra le tomó 700 años evolucionar de la Carta Magna al sufragio femenino, con muchas luchas por demás violentas en el camino. Las tradiciones democráticas, como ilustró la llamada primavera árabe hace poco más de una década, no se construyen de la noche a la mañana. Los mexicanos que vivieron la época de las crisis financieras desde los setenta tienen una concepción del mundo muy distinta respecto a quienes nacieron en la era de la alternancia de partidos políticos en la presidencia, algo inconcebible en la historia postrevolucionaria, aunque hoy se mire como un suceso natural. Experiencias contrastantes que explican perspectivas distintas sobre la forma en que el gobierno actual conduce los asuntos nacionales.

En las pasadas cuatro décadas, explica Fernando Escalante,** el país experimentó dos grandes evoluciones, ninguna exitosa. La primera evolución entrañó el paso de un mundo de impunidad legitimada que gozaba de apoyo social porque era efectiva y rendía resultados en términos de crecimiento económico y paz social, o sea, gobernabilidad (pero que se acabó porque agotó sus posibilidades), hacia una transición inconclusa fundamentada en formas democráticas y el mercado como factor de organización económica: “la racionalización administrativa de las elecciones y la despolitización de los mercados.” Ese “régimen de transición” tuvo éxito en muchas cosas, pero vino acompañado de consecuencias no deseadas, como desigualdades diversas que no se resolvieron porque nunca se consolidó un sistema de justicia eficaz y el Estado de derecho. En lugar de terminar con el mundo de complicidades e impunidad para construir un fundamento de seguridad y justicia para todos, ese régimen implementó una visión centralista sobre un país cada vez más grande, diverso y disperso para el que las soluciones desde arriba no podían funcionar: en lugar de fortalecerlas, se debilitó a las autoridades locales y se abrió la puerta al mundo de extorsión que hoy se ha generalizado.

La segunda evolución ocurrió recientemente, pero hacia una nueva era de indefinición. “Decir populismo, autoritarismo, regreso del PRI, es decir muy poco. En los hechos hay una retórica aparatosamente estatista y un parejo debilitamiento del Estado… la aspiración a la trascendencia histórica… [que] contrasta con una desconcertante falta de proyecto.” La descripción que hace Escalante explica la opacidad, la manipulación electoral, los nuevos espacios de intermediación, en suma, la búsqueda de devolverle a la clase política márgenes de maniobra impune. El modelo que ha venido construyendo el gobierno actual confronta a la economía formal (que requiere más Estado) con la informal (que requiere más política), pero responde a circunstancias contrastantes en distintas regiones del país y estratos de la sociedad. La contradicción implícita entre estos dos mundos lleva a una creciente responsabilidad en manos del ejército, en paralelo con una disminución sistemática de las capacidades del Estado. Escalante concluye su argumento de manera ominosa, citando a Sciascia, afirmando que se trata del “orden de la mafia.”

Ahora que nos encontramos ante el proceso de sucesión presidencial, la pregunta es qué sigue. Por más que el presidente acelera el paso para intentar darle formalidad a sus preferencias y decisiones a través de una intempestiva serie de iniciativas de ley, es razonable preguntarnos si es sostenible el momento actual, ese orden mafioso al que se refiere Escalante y que, digo yo, se sustenta más en la habilidad de una persona para mantener la atención de la población que en la funcionalidad de su gobierno. ¿Podrá quien lo suceda mantener el statu quo?

Orden y desorden, dos caras de la misma moneda y dos circunstancias contrastantes, ambas siempre presentes en la realidad cotidiana. Quienes viven en la economía formal no pueden evadir numerosos encuentros con la extorsión, impunidad y violencia que aqueja a cada vez más mexicanos; quienes viven en la informalidad confrontan barreras sistemáticas a su desarrollo no sólo por los mismos factores de violencia e impunidad que padece toda la población, sino por las barreras que el mundo formal les impone de manera creciente. El éxito del SAT en empatar transacciones y cerrar cada vez más espacios de evasión fiscal constituye una barrera infranqueable para la informalidad, paradójicamente la base social del presidente.

Vuelvo al comienzo: las experiencias vividas a lo largo del tiempo determinan la perspectiva que cada uno tiene sobre el momento actual. Para quien vivió en la era de crecimiento y estabilidad del desarrollo estabilizador, la violencia e informalidad de hoy resultan ser amenazas intolerables para el desarrollo; en sentido contrario, para quien creció en la era de la alternancia de partidos políticos y la violencia -dos factores lamentablemente indisociables- la noción de crecimiento económico estable y sistemático resulta ser una quimera inalcanzable.

Gane quien gane, el próximo presidente no podrá obviar estos contrastes: tendrá que encontrar una forma de reconciliarlos, un nuevo pacto social que avance hacia la formalización de la vida nacional.

*The Tragic Mind; ** México ayer y ahora (Nexos, abril 2023).

 

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REFORMA
04 Jun. 2023

Harakiri

Luis Rubio

Todo iba bien, hasta que comenzaron las locuras. El afán transformador se había limitado a eliminar obstáculos que no gozaban de mayor reconocimiento popular y a ampliar las transferencias en efectivo a las clientelas favoritas. Ambos pasos respondían a una lógica impecable: si no goza de legitimidad se puede eliminar a un costo mínimo y los fondos derivados de ese actuar permiten ampliar y consolidar las fuentes de apoyo. Y, efectivamente, las encuestas muestran que el costo político de eliminar entidades, instituciones y fondos, incluso para cosas tal fundamentales como el sector salud, ha sido mínimo. Quizá eso llevó a considerar que todo es posible y que el único límite es la imaginación.

De hecho, hay muchas cosas que requerían (y requieren) ser modificadas y que eso no había sido posible en buena medida por la capacidad de obstaculizar el actuar gubernamental por parte de diversos grupos de interés: sindicatos, empresarios, políticos. Nadie puede tener la menor duda que hay inmensos rubros de dispendio en el gasto público; que la inercia burocrática inevitablemente conlleva a demandar mayores recursos en lugar de elevar la productividad y mejorar los resultados; y que hay diversos renglones en el presupuesto público que tienen el efecto opuesto al concebido en su origen. La forma en que se conducen los líderes de los partidos de oposición dados los recursos federales que reciben por ley es un buen ejemplo de esto, pero ese es otro asunto.

Sin compromisos previos, el presidente López Obrador tenía todo en sus manos para llevar a cabo esa transformación que prometió pero que luego se redujo a no más que a concentrar el poder y a destruir fuentes de potencial contrapeso a la presidencia. Muchos de los grandes impedimentos al crecimiento económico y al desarrollo del país podían haber sido eliminados, abriendo ingentes oportunidades para el futuro. Eso no ocurrió. Y ahora el panorama se ensombrece por medidas que permiten anticipar escenarios cada vez más complejos y conflictivos para el proceso de sucesión en ciernes.

Las últimas semanas han sido testigo de la disposición a tentar el destino, incluso sin reconocerlo. Los ataques a la Suprema Corte de Justicia y especialmente a la ministra presidente no cesan y ahora se acompañan de decretos que entrañan, al menos en términos políticos, un claro espíritu de desacato. Nunca antes había ocurrido algo así. Acto seguido una expropiación, en este caso del ferrocarril transístmico. Estos dos ejemplos constituyen una enorme escalada respecto al ya de por sí agrio y agresivo tono de las mañaneras cotidianas. Y todavía faltan quince meses.

Pasado el colapso de la Unión Soviética y de los gobiernos comunistas de sus satélites, el jefe del partido de Hungría, Karoly Grosz acuñó una frase lapidaria que comienza a parecer una predicción de lo que viene en México: “el partido no fue destrozado por sus opositores sino, paradójicamente, por su liderazgo.” Justo en el momento del ciclo político en que los presidentes mexicanos tradicionalmente intentaban consolidar lo logrado y prepararse para el tramo final, confiando en poder evitar los altercados y potenciales crisis que acompañaron a muchas de las transiciones presidenciales, el presidente López Obrador eleva el tono y emprende una nueva embestida en cada vez más frentes.

El objetivo es claro: ganar las elecciones presidenciales a cualquier costo. La pregunta obligada es obvia: si las cosas van tan bien, ¿por qué tanto circo? O, en términos llanos, ¿para qué correr el riesgo de desatar fuerzas que luego pudieran resultar incontenibles a estas alturas del partido, abriendo más frentes cada minuto?

Especulando, hay dos posibilidades: una es que no hay tal certeza de triunfo, lo que exigiría doblar apuestas. La otra es que la facilidad con que el presidente ha logrado avanzar su agenda a lo largo de estos cinco años llevó a considerar que cualquier cosa es factible a un costo menor. Los japoneses pensaron algo así en la segunda guerra mundial y acabaron haciéndose harakiri.

El problema no radica meramente en el desquiciamiento de los límites tradicionales de la política mexicana (que, dicho sea de paso, no tienen porqué ser inamovibles), sino en la agresividad de la estrategia justo en el momento en que las vulnerabilidades inexorables de todos los sexenios comienzan a ascender y, con éstas, los riesgos de acabar mal. El instinto suicida anda desatado.

Ortega y Gasset decía que “Este es el peligro más grave que amenaza hoy la civilización: la intervención del Estado; la absorción de todo esfuerzo social espontáneo por parte del Estado, es decir, de la acción histórica espontánea, que a largo plazo sostiene, nutre e impulsa los destinos humanos.” El camino emprendido en los últimos días no sólo nos aleja de la civilización para acercar al país a la tiranía, sino que conduce a situaciones potencialmente críticas, justo lo opuesto a lo que ha motivado al presidente desde el primer día de su mandato.

De no alterar el curso, el país se podría encontrar, en el menor de los casos, ante una crisis constitucional que bien podría exacerbarse de no salir la elección como el presidente desea. Tiempos de pronóstico reservado.

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REFORMA

28 May. 2023

Raudel Avila: El crecimiento acelerado debe ser una obsesión: Luis Rubio – El Universal 24 mayo 2023

 El crecimiento acelerado debe ser una obsesión: Luis Rubio
Raudel Ávila

 

Articulista Raudel Ávila. Foto: EL UNIVERSAL
AUDEL ÁVILA| 24/05/2023

Raudel Ávila

El doctor Luis Rubio es uno de los analistas políticos mexicanos más prestigiados en nuestro país y en el extranjero. Acaba de publicarse su nuevo libro ¡En sus marcas! México hacia 2024, en el cual se ocupa, entre otras muchas cosas, de los desafíos que enfrentará el país una vez que concluya la actual administración.

1.- Este libro refleja un tono relativamente pesimista. ¿Han disminuido sus expectativas de largo plazo respecto al futuro de México?

El país cambió de curso en su afán por desarrollarse desde los ochenta, pero se encontró con múltiples obstáculos, esencialmente de carácter político, para los cuales aquellos gobiernos probaron ser incapaces de enfrentar. El presidente López Obrador llegó al gobierno sin esos compromisos o ataduras, lo que le confería la enorme oportunidad de emprender reformas cruciales en materia política que efectivamente liberaran al país para que pudiera sumarse a las naciones más exitosas del orbe, pero dejó pasar la oportunidad al intentar regresar a un pasado inasible, pero también indeseable. De ahí las preocupaciones que el libro refleja.

2.- Su confianza en la vigencia del liberalismo como propuesta para una vida digna se mantiene en este libro. ¿Cómo asegurar la sostenibilidad y respaldo popular al modelo liberal en el siglo XXI?

Basta observar la creatividad del mexicano y su ansia por desarrollarse para percatarse que es inmenso el potencial del país como sociedad liberal y economía de mercado. Los vendedores en las calles, los migrantes que buscan mejores oportunidades y los milusos son ejemplos palpables tanto del espíritu como de las enormes carencias e insuficiencias del sistema educativo, de salud y del gobierno en general. El problema no es de respaldo popular sino de capacidad (y disposición) gubernamental para crear condiciones para el desarrollo.

3.- Lleva usted una vida dedicada al estudio de las relaciones entre México y Estados Unidos. ¿Cuál es su apreciación del horizonte de estas relaciones a partir de 2024 y para los próximos años?

Estados Unidos sigue siendo el mercado más grande del mundo y, por lo tanto, nuestra gran oportunidad para producir y exportar bienes y servicios. La relación siempre será compleja, pero como pudimos observar en las décadas pasadas, esa complejidad se puede administrar cuando hay voluntad para ello pero, sobre todo, cuando hay claridad del objetivo que se persigue. Si México “se pusiera las pilas,” como dice el anuncio, y avanzara su desarrollo en parte explotando las ventajas de la vecindad, poco a poco iríamos disminuyendo las brechas en niveles de desarrollo y, por lo tanto, las fuentes de conflicto. La oportunidad es inmensa; la pregunta es si la aprovecharemos.

4.- ¿Qué puede hacer México para mantener relaciones sanas con China y Estados Unidos en el marco de un conflicto tan profundo entre estos dos países?

El conflicto Estados Unidos-China no tiene visos de solución, lo que eleva los riesgos a nivel global, pero para México esto constituye una gran oportunidad para atraer inversiones que, en otras circunstancias, habrían ido al gigante asiático. Por otro lado, las circunstancias geopolíticas hacen de la relación México-China un factor triangular: no es casualidad que la inversión china en México sea muy inferior, proporcionalmente, a la que caracteriza a otras naciones de la región. México se encuentra en la zona de influencia norteamericana y es en ese contexto que debe entenderse este complejo triángulo.

5.- En su libro usted detalla toda una serie de propuestas para que el próximo gobierno retome el rumbo. ¿Cuáles serían las medidas más urgentes que usted le propondría a los candidatos presidenciales?

Me parece que lo crucial no es retornar a un pasado que fue reprobado por el electorado, sino adoptar un objetivo transcendental que sume a toda la población y que, por lo tanto, contribuya no sólo al progreso del país, sino a disminuir o eliminar las tensiones políticas que nos caracterizan. Mi propuesta sería que adquiramos una verdadera obsesión por el crecimiento acelerado. Una vez encarrerados en eso, todos los problemas y obstáculos se pueden, primero, identificar y, segundo, encarar. Un objetivo grande, que atraiga y entusiasme a todos, obligaría a resolver problemas y enfocaría a toda la población, desde el presidente hasta al más modesto de los ciudadanos, en la solución de problemas.

6.- Usted analiza pormenorizadamente las inercias ideológicas y administrativas que lastran el desarrollo del país. ¿Por qué no han sido superadas en tantas décadas y cómo vencerlas?

No son tanto las inercias, como los intereses pequeños que se convierten en enormes obstáculos al distorsionar tanto los procesos políticos como en materia económica. La ley electoral consagra a tres partidos en un mundo de privilegios que les quitan todo incentivo a buscar el poder, supuestamente su razón de ser. Un sindicato puede obstaculizar la inversión en todo el sur del país, condenándolo a la pobreza. Favores fiscales o en materia arancelaria distorsionan todos los procesos productivos. El país está lleno de estos elementos que parecen pequeños, pero que al sumarlos se tornan en obstáculos hasta ahora infranqueables.

7.- En esta obra usted aborda la disputa entre democracias y autocracias. ¿Siente confianza en la victoria de las democracias? ¿Qué papel desempeña México en este conflicto?

México tiene una democracia extraordinariamente frágil que se ha debilitado todavía más en este sexenio, convirtiéndonos en uno de los ejemplos de la batalla en esta materia. Pero los avances y retrocesos en términos de democracia dependen no sólo de la voluntad de los políticos, sino de que la ciudadanía asuma su papel y fuerce a los políticos a someterse a la ley, rendir cuentas y dejar de violar sus derechos. México ha avanzado algo en esta materia pero su futuro democrático todavía está en veremos.

8.- Algunos establecen escenarios apocalípticos en torno a la inteligencia artificial. ¿Cuál es su valoración de este tema?

Yo sólo leo al respecto y disto mucho de haber entendido todas sus implicaciones, pero es claro que se trata de una fuerza que va a cambiar al mundo. Sin duda, alterará los mercados de trabajo, la forma de producir y la manera en que interactuamos las personas. Lo que es extraordinariamente preocupante, lo digo como lego en la materia, es el potencial de distorsión que entraña para los intercambios políticos. Me explico: si se le pueden poner palabras que nunca dijo en la boca de un presidente o se puede crear un ambiente de belicosidad, todo ello de manera artificial, entramos en un espacio en el que nada es real y la política deja de ser algo comprensible. Es decir, pasamos al mundo de la manipulación en el que, al final, nadie sabe para qué o para quién trabaja o, en última instancia, para qué existimos. No lo digo en tono apocalíptico, pero el inmenso potencial creativo también tiene su otra cara. La verdad es que todavía no sabemos nada de este nuevo mundo.

9.- La modernización educativa es una de las prioridades en su libro. ¿Cómo lograr una puesta al día de la educación de la mano del sindicato?

El problema no es el sindicalismo. Ese es un obstáculo que todo mundo tolera porque quienes requieren la formación y las habilidades que la educación debe proveer no lo demandan. El país es muy poco productivo y agrega poco valor porque la educación impide que eso cambie. Mientras no tengamos una presión generalizada por transformar al sistema educativo, ese pequeño impedimento que es el sindicato seguirá siendo un muro avasallador. Por eso digo que lo urgente es una obsesión por el crecimiento.

10.- Usted subraya la inaceptable desigualdad entre el norte y el sur del país. ¿Es posible remontar esa desigualdad en el curso de nuestras vidas?

Por supuesto que es posible, pero se trata de un desafío político, el de vencer a los cacicazgos que se benefician de mantener oprimido a todo el sur del país. Ni se enfrentan esos cacicazgos ni se desarrolla la infraestructura. No es culpa del norte: es responsabilidad de quienes toleran, o se benefician, de que se preserve el statu quo en esa región. Y eso lleva décadas. El enorme número de oaxaqueños exitosos en Chicago es prueba de que el impedimento no es la ciudadanía sino el entorno político que permite que exista.

Muchas gracias por la entrevista doctor Rubio.

Discurso vs. realidad

Luis Rubio

¿Qué gana: el discurso o la realidad? El discurso dice “vamos bien,” “yo tengo otros datos,” “Por el bien de todos, primero los pobres.” La realidad, sin embargo, dice otra cosa: el país no está progresando, el desempleo se ha elevado, la pobreza se acentúa, la educación se deteriora todavía más, la falta de oportunidades se acrecienta y la violencia asciende de manera incesante. El discurso afecta percepciones, desvía la atención y mitiga el sentido de urgencia, pero no altera la realidad. Tarde o temprano, la realidad se va a imponer. La pregunta es qué tan tarde, porque de eso depende el devenir mediato del país.

Dos factores mantienen al país funcionando: las exportaciones y las remesas. El gobierno ha hecho prácticamente nada para promover el crecimiento de las exportaciones, el principal motor de crecimiento económico: no hay infraestructura nueva; la violencia cunde por todo el territorio y especialmente en las rutas que llevan a la frontera por donde tienen que atravesar las exportaciones; y factores clave, como la electricidad, son motivo de disputas político-ideológico que se traducen en incertidumbre respecto a su disponibilidad futura. En una palabra, se obstaculiza la principal fuente de empleo, crecimiento y oportunidades.

Por lo que toca a las remesas, el gobierno hace todo lo posible por estimular la migración hacia el norte (que ha vuelto a crecer de manera dramática) al negar oportunidades, castigar a las madres que no tienen con quien dejar a sus hijos al cerrarse las estancias infantiles y favorecer la violencia a través de su política de abrazos con los delincuentes. El crecimiento de las remesas en los últimos años, desde mediados del gobierno de Peña Nieto, ha sido extraordinario y explica al menos en parte la estabilidad de vastas zonas rurales, pero también representa un reto social monumental para familias que se fragmentan. Como política social, la migración es, por decir lo menos, una política de dudosa calidad moral, toda vez que entraña la pérdida de mucha de la ciudadanía con mayor potencial de desarrollo y creatividad.

Avanza el sexenio sin que el gobierno repare en las consecuencias de la negligencia implícita en su estrategia de “desarrollo.” El momento del sexenio es relevante porque la capacidad de administrar la multiplicidad de variables que caracterizan a un país de la complejidad de México va disminuyendo con el reloj sexenal. El discurso presidencial puede aparentar que todo marcha bien, pero su propia capacidad para incidir en los procesos sociales y económicos va desapareciendo en paralelo con el ascenso de las naturales e inevitables disputas que surgen en el contexto de la definición de candidaturas para la sucesión presidencial.

Este no es un reto novedoso para el sistema político mexicano, cuya historia es extraordinaria en dos sentidos: primero, en evitar catástrofes. Y, segundo, en contar con una insólita capacidad para reparar el daño causado por políticas y estrategias descarriadas. Desde esta perspectiva, esta no es la primera vez que México se encuentra ante una tesitura tan compleja como la actual; lo que no es evidente es que ese viejo sistema político siga contando con las condiciones y elementos para evitar una catástrofe.

Durante los setenta, la era que parece ser dorada para la actual administración, el país avanzaba de manera incontenible hacia la catástrofe, pero el discurso presidencial -infinitamente menos sofisticado y efectivo que la narrativa actual- mantenía la apariencia de estabilidad a la vez que promovía la polarización de la sociedad. Sin embargo, nada de eso pudo evitar la catástrofe que siguió. Aquella circunstancia era muy distinta a la actual porque los excesos financieros y el endeudamiento con el exterior eran evidentes, todo ello sin las fuentes de divisas que, gracias a las exportaciones, hoy alteran radicalmente la película. Por otro lado, en contraste con el momento actual, la economía venía creciendo a un ritmo inusitado que no sólo animaba el discurso triunfalista, sino que parecía justificarlo en el terreno que cuenta: el de la realidad.

Es importante situarse en aquella circunstancia para comprender el ánimo del momento y poderlo contrastar con las circunstancias actuales. La economía venía creciendo a casi 8%, el empleo era casi total, los salarios reales crecían, las becas se multiplicaban y México, como país, era visto como un ejemplo de oportunidad y potencial. Independientemente del factor que sostenía aquel sueño -los precios del petróleo- es fácil percibir la sensación del momento. Todo iba hacia arriba en el imaginario colectivo hasta que, de pronto, se colapsó, con aterradoras consecuencias sociales y económicas.

Ninguna de las variables económicas de hoy justifican escenarios catastrofistas como aquellos, pero la complejidad del México de hoy nada tiene que ver con aquel país tan primitivo en términos relativos. La economía y sociedad de hoy funcionan gracias a la existencia de instituciones como el TMEC y el INE, ambas bajo ataque, la segunda de manera explícita, la primera de facto. El México de hoy requiere fortaleza institucional, pesos y contrapesos y un gobierno efectivo. La “nueva” Suprema Corte ha mostrado su relevancia, pero podría no ser suficiente.

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 REFORMA

21 May. 202

A soñar

Luis Rubio

Soñar con arribar al nirvana en un plazo récord es siempre grandioso; convencer a los votantes de que semejante empresa es posible, al alcance de la mano, es lo que hacen los políticos, sobre todo los candidatos en campaña, en todo el orbe. Si eso se adereza con ideas atractivas como un mundo sin corrupción y sin desigualdad, el planteamiento parecería imbatible. La política es precisamente eso: impulsar mejores horizontes y sumar a la población para alcanzarlos.

Pero décadas de grandes sueños insatisfechos deberían habernos convencido que, sin estrategias sólidas y políticas idóneas, la grandiosidad resulta inasible y, con frecuencia, contraproducente porque aliena al votante y lo radicaliza. En la medida en que se acerca el 2024, sería mejor comenzar a ver las cosas al revés: en lugar de prometer lo imposible, desarrollar los escenarios menos atractivos, más aberrantes y más peligrosos para de ahí echarnos hacia atrás y comenzar un proyecto de gobierno susceptible de, efectivamente, transformar al país. O sea, comprender lo que no quisiéramos que ocurra para asegurarnos que no llegaremos ahí.

¿Cómo se verá el país en 2030, al final del próximo sexenio? ¿Se habrá logrado romper con la inercia de un país partido en regiones que corren (o se retrasan) a distintas velocidades, que niegan oportunidades a los más necesitados y purifican la corrupción en lugar de erradicarla? O sea, ¿se habrá logrado construir un basamento sostenible de concordia, paz, certidumbre y prosperidad en el que toda la población pueda participar y cuente con las condiciones que lo hagan posible? En lugar de imaginar un mundo de fantasía como hacen proclive, e inevitable, las campañas electorales, ¿por qué no mejor comprender las tendencias actuales -casi todas malas- para revertirlas, corregirlas y acabar mucho mejor de lo que se comienza?

Habría que comenzar por reconocer la necesidad de romper con los dogmas que han paralizado al país y conllevado a décadas de oportunidades perdidas, así como a los bandazos político-económicos recientes. Todo ello por la indisposición a reconocer dos factores elementales: primero, que el país ha avanzado mucho en las últimas décadas pero, de igual manera, que ese avance no ha incluido al conjunto de la población ni es susceptible de lograrlo en su estado actual. Y, segundo, que el enojo, hartazgo y reclamo de la población por contar con oportunidades para romper con las ataduras que determina el origen social, económico y regional es legítimo, de la misma manera que la pobreza, corrupción, inseguridad, violencia y desigualdad son factores inexorables no sólo en un sentido moral, sino en sentido práctico: una sociedad que enfrenta males como esos es también una nación que sabe a dónde va y está dispuesta a lograrlo.

Las promesas de los reformadores y de los transformadores -vocablos distintos que son sinónimos en la práctica- no han alcanzado su cometido porque el país no cuenta con las capacidades básicas para transformarse ni con el compromiso de los liderazgos políticos para hacer lo necesario para lograrlo. Más allá de grupos de interés creado que pululan al sistema político y que han sido exitosos en impedir el éxito de reformas y transformaciones, el país no cuenta con un gobierno susceptible de liderar hacia el futuro; un sistema educativo idóneo para conferirle las habilidades, visión y oportunidades a las poblaciones más pobres y menos favorecidas; una estructura de seguridad pública construida de abajo hacia arriba (y no al revés) para crear condiciones de seguridad y tranquilidad para la ciudadanía; y un conjunto de instituciones que garanticen contrapesos efectivos, un marco legal concebido para hacer posible un país moderno y que confiera certidumbre y claridad de rumbo. Aunque hay pequeños ejemplos de éxito en casi todos estos rubros, el país no cuenta con lo necesario para efectivamente transformarse.

Es más que evidente que ninguno de los gobernantes de las últimas décadas jamás meditó sobre los peores escenarios que podrían acontecer, pues prácticamente todos concluyeron arrojando resultados sensiblemente inferiores a los prometidos y, en algunos casos, dramáticamente peores. Sus programas, proyectos y estrategias fueron todos concebidos de manera voluntarista: porque yo lo quiero va a suceder, incurriendo en el más básico de los errores, creer que las intenciones equivalen a resultados. Ningún gobierno del último medio siglo se salva de esta circunstancia.

Los países que realmente se han transformado -en el sentido de haber logrado elevadas tasas de ingreso per cápita, eliminado (o francamente reducido) la pobreza y construido un andamiaje institucional serio, confiable y sólido -es decir, un entorno de desarrollo y concordia- comparten al menos tres factores cruciales: a) la edificación de un sistema de gobierno eficaz (casi todos tomando como ejemplo a Singapur y sus imitadores); b) una obsesión por el crecimiento económico (y su consecuente disposición a eliminar obstáculos para que esto sea posible); y c) un sistema educativo concebido para transformar a la población y conferirle las oportunidades que nunca antes habían sido posibles.

Es tiempo no de soñar, sino de construir ese futuro y el 2024 ofrece una oportunidad excepcional para lograrlo.

*Fragmento del libro ¡En sus marcas! México hacia 2024, Editorial Grijalbo, 2023

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 REFORMA

 14 May. 2023 

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Candidatos: ¿para qué?

Luis Rubio

En la versión oficial, todo lo que falta para definir los próximos seis años es el nombre de la “corcholata” preferida por el presidente. Si eso fuera tan sencillo, ¿por qué tanta intriga, tantos cambios legislativos, tantas descalificaciones y tanta verborrea? De haber certeza en el panorama, el discurso sería muy distinto, sobre todo porque muchas de las luces ámbar que hay en el horizonte no están bajo el control presidencial, comenzando por la relación con Estados Unidos en todos sus ámbitos: la economía (clave para nuestras exportaciones), la frontera, la seguridad y la migración. La versión oficial es lógica, pero el México del siglo XXI no es el de hace cincuenta años en el que el presidente y su partido tenían control casi completo de las variables clave. En este contexto, ¿es posible y viable una candidatura unitaria y competitiva de oposición?

La contienda de 2024 debe situarse en el encuentro de tres realidades contrastantes. Una es el universo que el presidente ha querido recrear, imitando al viejo sistema con su presidencia omnipresente y mecanismos de control sobre todos y para todo. Segunda realidad es el entorno en que se localiza el país: un mundo integrado donde prolifera la información (y desinformación) a las que todo mundo tiene acceso y en el que los intercambios comerciales, financieros y personales son permanentes y cruciales para el desempeño de la economía. Y luego está la ciudadanía, que lleva décadas demandando acceso, participación y oportunidades y que, a pesar de ello, sigue caracterizándose por una obvia separación entre quienes se asumen como ciudadanos y quienes viven del gobierno y esperan que de ahí venga su bienestar.

Cada uno de estos elementos del contexto en que se dará la contienda tiene su importancia e impactará su evolución, pero quizá el más relevante en este momento es el histórico, tanto porque muchas decisiones tomadas hace décadas crearon el complejo entramado que hoy vivimos, como porque el presidente tiene la mirada firmemente puesta en el espejo retrovisor.

La estructura política actual tiene dos orígenes: el viejo sistema priista que se construyó hace casi un siglo; y lo que resultó de la reforma electoral de 1996. El primero ha sufrido afectaciones, la más importante de las cuales es el de haber desaparecido el binomio PRI-presidencia con la derrota del PRI en 2000, lo cual desmanteló a la hiper presidencia de antaño, pero no alteró las enormes fuentes de poder del presidente, que son las que con extraordinaria destreza ha reconstituido y aprovechado el presidente.

La reforma electoral de 1996 creó condiciones equitativas de competencia y una estructura que garantiza la limpieza y organización impoluta y neutral de las elecciones. Pero el otro lado de aquella reforma electoral fue que encumbró al viejo sistema político, extendiendo los privilegios de que había gozado un partido (entonces el PRI) a los tres partidos más exitosos electoralmente. También creó condiciones para obstaculizar al máximo la creación de nuevos partidos. Es decir, amplió el monopolio que antes era exclusivo del PRI pero no modificó el hecho de que fuera un monopolio. En otras palabras, cambió la manera en que se accede al poder pero el manejo del poder quedó sin cambios sustantivos.

Estos elementos del contexto son clave para la contienda que viene porque explican mucho de las dificultades que enfrenta la oposición para construir alianzas, atraer candidatos viables y montar una operación susceptible de ganar la elección presidencial de 2024. Los liderazgos partidistas gozan del beneficio del monopolio, no enfrentan competencia alguna, manipulan las candidaturas a su antojo y tienen una fuente segura de ingresos que les garantiza impunidad plena. A nadie debería sorprender que surjan candidaturas “ciudadanas” en el sentido que no se asumen como partidistas.

La constitución de una candidatura sólida de oposición acaba yendo a contracorriente y enfrentando innumerables impedimentos, lo que a la fecha ha beneficiado al partido en el gobierno. La pregunta obligada es si esto cierra toda posibilidad.

La respuesta es obvia: las puertas se cierran o se abren dependiendo de la capacidad de articular alternativas. México no es el primer país con elementos autoritarios y un gobierno decidido a conducir la sucesión a su manera y sin el menor recato en materia de (in)cumplimiento de las leyes respectivas. Además, hay tres factores novedosos: la oposición ganó en 2021; ahora el partido del establishment es Morena (los votantes han ido contra quien está en el gobierno en casi todas las elecciones desde 1997); y, más importante, por más que quiera evitarlo, el presidente va perdiendo control cada minuto. La pregunta pertinente acaba siendo: cómo se puede organizar una candidatura alternativa y qué es necesario para que eso sea posible.

Aunque hay medios para construir una candidatura, los obvios no siempre son conducentes al éxito: el dedazo tiene enormes costos y aquí no hay quien lo otorgue y las primarias tienden a restar más que a sumar en México. La oposición tiene que encontrar algún mecanismo que permita que se presenten los aspirantes a fin de que crezca, de manera natural, una candidatura que le hable a todos los mexicanos y que acabe siendo imparable.

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REFORMA
 07 May. 2023

Fuera máscaras

Luis Rubio

 Una virtud que debe reconocérsele al presidente López Obrador es la transparencia: en contraste con sus predecesores recientes, hay una congruencia total entre su discurso y su visión del país y de la función de la política y su relación con la economía. Como las ve las dice. A diferencia de sus predecesores, no tiene ni a menor preocupación por pretender lo que no es, ni la menor intención de gobernar para todos. Tampoco pretende resolver los problemas del país ni mucho menos crear una plataforma para el futuro. Su agenda es nostálgica y su visión congruente con ella. La pregunta es si eso es sostenible.

En los ochenta México dio un viraje en su estrategia de desarrollo. Ese es el gran punto de contención para el presidente: su reyerta se remite a ese momento de nuestra historia bajo el argumento de que se traicionó el proyecto de desarrollo postrevolucionario. Detrás de esa concepción yace una falacia nodal: que el cambio fue voluntario, promovido por tecnócratas desnaturalizados que no conocían nuestra historia y que, en consecuencia, impusieron una visión del mundo contraria a los intereses de la nación.

El viraje que experimentó el país en aquellos años respondió a dos circunstancias inexorables: una fue la virtual quiebra del gobierno mexicano al inicio de los ochenta. La causa inmediata de la quiebra fueron los excesos fiscales de los gobiernos de Echeverría y López Portillo, que precipitaron el colapso económico en 1982, la crisis de deuda, una recesión de casi una década y niveles extraordinarios de inflación. La causa mediata fue que aquellos gobiernos recurrieron a la concentración del poder y funciones en la presidencia con el objetivo de restaurar la capacidad de crecimiento económico, lo que resultó imposible, provocando el colapso. La pretensión de que con evitar excesos fiscales se puede lograr el objetivo fallido de entonces no va a acabar de otra manera.

La otra causa de la quiebra fue que el mundo había cambiado. Lo que aquellos tecnócratas que el presidente desprecia observaron fue que el modelo de desarrollo estabilizador que tan buenos resultados había dado en las décadas previas ya no era sostenible. Si el objetivo era avanzar y acelerar el desarrollo, el país tendría que cambiar su modelo de crecimiento, en congruencia con la creciente disminución de las barreras a los intercambios financieros, comerciales, industriales y de información que la tecnología comenzaba a impulsar. En una palabra: México se sumaba al mundo o se quedaba sumido en la crisis.

El gran reto para lograr aquellos objetivos grandiosos radicaba en la incompatibilidad del viejo sistema político con una economía moderna, integrada al resto del mundo. Es decir, para poder ser exitoso, el país tenía que cambiar no sólo su economía, sino todas sus estructuras internas. Sin embargo, el “secreto” detrás del viraje en el proyecto económico iniciado en los ochenta fue que el objetivo “real” era el de reiniciar el crecimiento acelerado de la economía para evitar modificar al sistema político. Se entendía la incompatibilidad, pero se pretendió que era manejable.

En esa contradicción, en ese pecado de origen, reside la verdadera diferencia entre el gobierno actual y sus predecesores. Los gobiernos de los ochenta en adelante llevaron a cabo múltiples reformas institucionales, todas ellas concebidas para arropar a las reformas económicas y darle contenido efectivo a las regulaciones que se habían venido adoptando tanto por iniciativa interna como por consecuencia de los tratados comerciales que se fueron negociando. Así nacieron las entidades regulatorias en materia de competencia, comunicaciones, energía, etcétera. En paralelo, se reformó la Suprema Corte de Justicia y, atendiendo al creciente conflictividad, se construyeron las instituciones electorales.

El paradigma era uno de acotamiento del poder presidencial y los presidentes hicieron su parte, cumpliendo las formas. En el camino, fueron presentándose las incongruencias que producía el choque entre las demandas de una economía moderna y la realidad tangible a nivel del piso: comenzando por las vastas diferencias regionales de crecimiento, pero también el ascenso del crimen organizado, la violencia e inseguridad de la población, y la disfuncionalidad en la relación federación-estados, los incentivos perversos de las autoridades locales en materia fiscal, de seguridad y de justicia.

Son esas incoherencias y contradicciones la esencia del rompimiento que ha llevado a cabo AMLO. En contraste con sus predecesores, él actúa bajo un paradigma distinto: el no pretende construir un país moderno; al revés, su proyecto consiste exactamente en lo contrario, en cancelar la parte moderna del país para restaurar la congruencia entre lo económico y lo político.

Desde esa perspectiva, él no tiene porqué dar explicaciones sobre el espionaje que lleva a cabo el gobierno, sobre el destino del gasto público o sobre los vínculos entre su gobierno y otras naciones a las que dedica tiempo y recursos. En un sistema cerrado, introvertido (e inevitablemente autoritario) el gobierno no tiene porqué explicar nada.

Las incongruencias son reales y a la vista de todos. La nueva incongruencia radica en pretender que se puede cancelar lo que sí funciona en lugar de resolver lo que lo obstaculiza.

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  REFORMA
 30 Abr. 2023