La narrativa ciega más de lo que ilumina: su propósito no es el de explicar las circunstancias o argumentar a favor de tal o cual propuesta, sino controlar la conversación y fortalecer un mensaje cuya intención nada tiene que ver con el progreso o el bienestar. Cinco años de ese dogma desde el púlpito oficial han creado un mundo paralelo que hace imposible reconocer el acontecer cotidiano en el mundo de lo concreto. Lo que ocurre en el plano de la realidad -igual si se trata de la inseguridad, Ucrania o la inflación- pasa a un segundo plano y se desecha o interpreta a la luz de la narrativa oficial. Todo eso estará muy bien para fines de control político, pero impide comprender lo que ocurre en el resto del globo terráqueo. Y, desde luego, tiene consecuencias.
“Ver lo que está frente a nuestra nariz requiere una lucha constante” escribió Orwell en 1946. Aunque se refería a la política más que a la vida cotidiana, su planteamiento era muy lógico: puede ser que haya dos cosas en un mismo lugar, pero solo ver una de ellas. En el México de hoy, donde la narrativa atrae y repele, respectivamente, a dos partes de la ciudadanía, el acontecer cotidiano acaba siendo interpretado de maneras radicalmente contrastantes e incompatibles, generando una permanente desconexión, además de incomprensión.
El ejemplo obvio estos días es Xóchitl Gálvez, un fenómeno político cuya aparición fue circunstancial, no en poca medida producto de la obcecación del narrador en jefe que le negó su “derecho de réplica,” provocando el surgimiento de quien bien puede acabar siendo su némesis. Cuando la narrativa envuelve no sólo al manipulado sino también al manipulador, un pequeño error de cálculo puede adquirir dimensiones potencialmente cósmicas.
Xóchitl no es una presencia nueva en el panorama político. Lo novedoso es su súbito ascenso como factor político relevante, en este caso en la contienda por la presidencia de 2024. Igualmente significativa es la forma en que su aparición en la escena política ha sido interpretada como un advenimiento para unos y como una quimera por otros: un fenómeno casi bíblico para los primeros, una fantasía para los segundos. Lo sobresaliente es que pocos en cada uno de los lados de esa gran división narrativa que caracteriza a la sociedad mexicana actual se interesan por comprender el porqué de esa diferencia tan aguda de interpretación.
“Todo mundo tiene derecho a su opinión, pero no a sus propios datos,” escribió Moynihan, el político y diplomático estadounidense. Concepto complejo de aterrizar en el México de los otros datos, pero no por eso menos aplicable al momento actual. Nadie puede sensatamente negar que la conversación política ha dado un giro radical por el hecho de que Xóchitl Gálvez se convirtió en un factor clave en esta contienda. Cada uno puede opinar lo que guste sobre el hecho o sobre ella, pero el suceso mismo no está en disputa. La realidad ha cambiado y podría afectar la percepción que, desde la narrativa oficial, sugería que ya todo estaba resuelto, que sólo faltaba el dedazo formal.
Más allá del hecho, lo trascendente radica en la incapacidad del mundo de Morena para entender la desazón y temores que aquejan a quienes no comulgan en esa iglesia. Xóchitl se convirtió en un factor de esperanza y oportunidad para una enorme porción de la población que ve con preocupación y temor la continuación de un gobierno dedicado a dividir y descalificar, además de sacrificar el futuro del país en aras de una supuesta transformación que no es otra cosa que la concentración del poder en una sola persona. Desde luego, lo mismo ocurre del otro lado, donde no se entiende el enojo, rechazo y resentimiento que décadas -o siglos- de promesas de desarrollo no disminuyeron la pobreza o redujeron las vastas desigualdades que caracterizan al país. Son esas incomprensiones las que polarizan y crean desencuentros que abren la puerta a soluciones demagógicas, potencialmente radicales.
Lo que une a los dos Méxicos que la narrativa separa y divide es la esperanza. AMLO vende esperanza pero sólo para sus seguidores, en tanto que Xóchitl, el nuevo fenómeno político, genera esperanza entre quienes ven con desazón al gobierno actual. Las diferencias en ese plano son menores: la esperanza unifica si el liderazgo la comprende y entiende la importancia que tiene para la población. Mucho más importante, la esperanza puede reducir la brecha entre los dos Méxicos para convertirse en el gran factor transformador.
Los mexicanos somos muy dados a la búsqueda de una solución salvadora. Una y otra vez a lo largo de las últimas décadas, el voto ha favorecido a quien ofrecía el nirvana. La ilusión nunca muere, lo que explica los continuos desvaríos. Por eso es tan importante que quienes hoy se encuentran ante la posibilidad de encabezar la contienda que se avecina desarrollen planteamientos que trasciendan la retórica esperanzadora y ofrezcan un proyecto de desarrollo susceptible de avanzarla.
Orwell también escribió en el mismo texto, “todos somos capaces de creer cosas que sabemos son falsas.” Como que ya es tiempo que quienes aspiran a la más alta función gubernamental expliquen qué es lo que harían para sacar al país del hoyo en que miles de promesas y corrupciones recientes y añejas lo han dejado.
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