Luis Rubio
Cambió el gobierno, pero los problemas permanecen y tienen que ser atendidos. México lleva muchos años experimentando una peculiar paradoja: un gobierno cada vez más activista con un Estado cada vez más débil. Quizá se trate de una manera de encarar, u ocultar, el verdadero problema: el gobierno controla cada vez menos territorio y su capacidad de conducir al país disminuye en paralelo con el ascenso casi incontenible de las expectativas de la población pero, especialmente, de las ambiciones de los gobernantes.
El problema no es nuevo en la vida política mexicana, pues se remonta al inicio de la vida independiente en el siglo XIX: el gran desafío fue siempre la pacificación del país y su integración como una sola nación, especialmente después de la invasión norteamericana de 1847. El porfiriato fue el primer periodo durante el cual el gobierno logró una etapa consistente de crecimiento económico, circunstancia que se repitió con el PRI luego de la gesta revolucionaria. Las contradicciones de aquel sistema y sus inevitables limitaciones eventualmente llevaron a la liberalización económica y a la apertura política, respectivamente, con la consecuencia (claramente no anticipada) de debilitar al gobierno y reabrir la lucha descarnada por el poder que, como en el siglo XIX, comienza a parecer una nueva normalidad.
Desde los noventa, cuando se negociaban las primeras reformas políticas de gran calado, esas que llevarían a contiendas democráticas indisputadas y al desarrollo de instituciones críticas para la gobernanza, se debatía la necesidad de una reforma integral de la estructura del Estado mexicano. El objetivo pronto perdió foco y las reformas se limitaron a construir instituciones y organismos orientados a resolver problemas específicos que se iban presentando, como energía, competencia, elecciones, etc.
Lo que aquellos proyectos y reformas concretas no atendieron, y que en estos años fue exhibido en todas sus dimensiones por el gobierno anterior, fue el problema del poder. En un sentido literal y conceptual, el objetivo de una institución es el de contener al poder, es decir, impedir o limitar potenciales abusos por quien ostenta el poder político. El punto no es impedir que un presidente ejerza sus funciones y responsabilidades, sino que su actuar se apegue a la ley, que no viole principios y regulaciones concebidos para conferirle certeza a la población y proteger los derechos de las minorías. La idea de un contrapeso no es impedir, sino transparentar: que se debatan los asuntos que corresponden a los distintos poderes públicos y se presenten tanto quienes apoyan como quienes objetan algún determinado programa o proyecto para que, con esa información, puedan procesar las decisiones los poderes legislativo y judicial, respectivamente.
En la medida en que un presidente puede actuar sin limitación alguna, la sociedad entera vive en la incertidumbre. Desde luego, quienes disfrutan y se benefician de las decisiones suponen que éstas son deseables y universalmente apoyadas, en tanto que quienes las objetan y/o se sienten agraviados piensan lo opuesto. Una sociedad civilizada sabe que el poder cambia de manos en el tiempo y que eso implica que quienes se encuentran de un lado de la ecuación algún día podrían encontrarse del otro, razón por la cual la existencia de instituciones fuertes, susceptibles de resistir los embates del poder, son benéficas para todos y sirven, precisamente, para generar certidumbre para todos. Esto que parece tan obvio y hacia lo cual, más o menos, México iba avanzando, ha sido destrozado en tan sólo unos meses.
El punto importante debiera ser lograr que toda la población, independientemente de su realidad socioeconómica, sepa a qué atenerse. El gobierno anterior logró un hito extraordinario al elevar las transferencias en efectivo a un enorme segmento de la población, lo que, paradójica pero explicablemente, suscitó incertidumbre respecto a la permanencia de esos programas durante el periodo electoral. La institucionalización de esos programas es clave para que los beneficiarios de los programas tengan la certeza de que no se volverán un asunto de rebatinga electorera.
Exactamente lo mismo ocurre con las regulaciones que gobiernan a la inversión privada en sectores que antes estaban reservados para el gobierno, como la electricidad. La fortaleza de las instituciones es la que confiere certidumbre a la población en todos los ámbitos de la sociedad y la economía.
Donde erraron muchos de quienes hace décadas abogaban por una reforma del Estado fue en enfocarse hacia la creación de instituciones en lugar de abocarse a la contención del poder. Aunque es evidente que la contención del poder se manifiesta a través de instituciones, ésta es imposible sin una reforma integral del poder y ese es gran desafío del país y, mucho más, ahora que el gobierno actual experimenta el embate de su predecesor. Las virtudes de la nueva presidenta son muchas, pero son muy distintas a las de su predecesor y seguramente no le permitirán contener las tensiones, conflictos e intereses encontrados (incluso dentro de su propio partido) sin atender ese problema crucial que es el del exceso de concentración de poder.
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REFORMA
08 diciembre 2024