A modo de epílogo
Epílogo en el libro «La duda sistemática: autobiografía política» de Francisco Labatida Ochoa
Luis Rubio
El tema recurrente en este texto es el poder presidencial. La cauda de historias y anécdotas que cuenta el libro reflejan una acusada preocupación por la incapacidad del país para romper con las limitantes que enfrenta su desarrollo. La preocupación se expresa de múltiples formas: en la centralidad del presidente en todos los ámbitos de la vida nacional, en las decisiones que toma la cabeza del poder ejecutivo, en la ausencia de contrapesos y, en general, en los riesgos de la excesiva concentración de poder. Esto podría parecer extraño viniendo de un funcionario de larga carrera política y aspirante a la presidencia de la república, pero es eso lo que distingue al Lic. Francisco Labastida: su claridad mental y su necesidad imperiosa de entender los fenómenos que el país enfrenta para poder ofrecer una solución. Más al punto, refleja una profunda preocupación por el Estado y el país más que por sí mismo.
Hay dos tipos de autobiografías políticas: aquellas que sirven a los autores para exaltar su vanidad y aquellas que les sirven como reflexión y aprendizaje. Las primeras pueden ser interesantes, pero las segundas son fundamentales para entender el tiempo en que el autor fue protagonista. El libro que tiene el lector en sus manos es, decididamente, del segundo género. El lector podrá estar de acuerdo o diferir con el autor respecto a la mejor forma de enfrentar o resolver los asuntos nacionales que aquí se describen, pero encontrará una descripción reflexiva y analítica por parte de un actor por demás relevante que es capaz de separarse del contexto en que operaba para explicar sus observaciones y comprenderlas a la distancia. Sus apreciaciones respecto a los objetivos que se perseguían o, en la última sección, que deben perseguirse, constituyen una guía invaluable para las discusiones que son necesarias en el momento actual.
Los problemas que el país padece hoy se gestaron en buena medida en la década de los noventa, periodo en que el país experimentó una profunda transformación tanto en materia económica (sobre todo con la liberalización económica y la negociación de tratados de libre comercio), como política, particularmente por la constitución del Instituto Federal Electoral y lo que ese hecho implicó para la democratización del país. Ambos procesos alteraron las estructuras ancestrales de la sociedad mexicana, abriendo frentes hasta entonces desconocidos o, al menos, ignorados, como la seguridad pública, la justicia y la gobernanza institucionalizada. Buena parte del contenido de este libro -sobre todo el capítulo de lecciones y conclusiones- se remite a esa década, lo que lo hace particularmente interesante e importante para entender lo que se hizo, lo que no se hizo y lo que se dejó de hacer. Más al punto, las razones por las cuales sucedieron las cosas y los criterios de quienes participaron en aquellas decisiones. Mucho de lo que entonces aconteció, pero sobre todo de las reformas que no se emprendieron como complemento para la apertura electoral, explica el sinuoso devenir de las décadas recientes y la complejidad de la problemática que hoy enfrentamos los mexicanos, incluyendo el asunto trascendental de la seguridad, función crucial del Estado.
Como repetidamente dice Francisco Labastida en estas páginas, el imperativo categórico para ejercer la función de gobernar radica en contar con un buen diagnóstico de los problemas porque sin ello el funcionario es ciego ante la realidad que enfrenta. Y el diagnóstico que se deriva de este libro, enfatizado repetidamente desde distintas perspectivas, es que lo no resuelto en la actualidad se remite, en casi todos los casos, al problema del poder.
Agradezco la oportunidad que me ofreció el Lic. Labastida para comentar el asunto del poder, materia que me ha preocupado desde hace tiempo y que, como problema nacional, compartimos él y yo, habiendo sido tema de múltiples conversaciones. El problema del poder, especialmente el excesivo poder que concentra la presidencia, es sin duda el principal obstáculo a la estabilización y democratización de la política mexicana y un impedimento fundamental al desarrollo económico. Este no es un asunto temporal: el problema es estructural, derivado de la naturaleza del sistema construido en la era post revolucionaria y que sirvió para concluir aquella gesta histórica, pero que desde hace algunas décadas se ha convertido en un obstáculo para la construcción de un futuro promisorio.
El problema del poder
La concentración de poder que fue inherente al régimen que emanó de la Revolución permitió construir un sistema político funcional a partir de la tercera década del siglo XX porque la mexicana era una sociedad mucho más sencilla que la actual: esencialmente rural, aspiraba a construir una economía fundamentada en la industria, todo lo cual empataba con un esquema de disciplina laboral y política. Cien años después, las circunstancias son otras y la concentración del poder ha acabado siendo tanto disfuncional como ilegítima. Además, y este es el punto clave, un poder tan concentrado ya no logra el cometido de preservar la estabilidad o desarrollar a capacidad transformadora que la ciudadanía demanda.
El problema del poder en México tiene causas internas y externas. Por el lado interno, el sistema político construido en las primeras décadas del siglo XX tuvo por propósito estabilizar al país luego de la gesta revolucionaria; su racionalidad fue la de consolidar el poder de los ganadores a la vez de crear espacios regulados y limitados de participación para el resto de la sociedad organizada en ese momento. Aquel sistema tuvo enormes virtudes al generar no sólo una paz duradera sino también condiciones propicias para el desarrollo de la economía; al mismo tiempo, su principal defecto fue que no creó mecanismos de ajuste ante las inevitables alteraciones socio políticas derivadas de una sociedad y economía cambiantes. Además, las reglas, en su mayoría, no eran formales, por lo que su cumplimiento se basaba en un principio de lealtad, miedo y percepción de riesgo. De esta manera, el sistema se constituyó como una estructura permanente, cuya única fuente de flexibilidad radicaba en el límite sexenal a la presidencia. Este límite no era menor, toda vez que permitía un recambio de la élite política, pero no un ajuste constante que favoreciera la adaptación a una realidad cambiante: se recirculaba la participación de los miembros de la llamada “familia revolucionaria” pero no se modificaba la relación con la sociedad a pesar de que ésta cambiaba continuamente. No sobra decir que el éxito en estabilizar la vida política y crear condiciones para el desarrollo económico fueron los factores que hicieron posible el cambio y maduración continua de la población.
Por el lado externo, el contexto dentro del cual operaba el país era propicio para soluciones nacionales, introspectivas y aisladas del resto del mundo. La industrialización fundamentada en la substitución de importaciones, promovida por la CEPAL y por el gobierno estadounidense, tenía una lógica política abrumadora: permitía no sólo el crecimiento de un nuevo sector de la economía, sino que entrañaba un fuerte control político, particularmente por la estructura del sindicalismo mexicano, íntegramente bajo control del PRI y sus predecesores. Todos estos parámetros comenzaron a venirse abajo a partir de mediados de los sesenta cuando la exportación de granos dejó de ser suficiente para financiar la importación de la maquinaria y equipo requeridos por la industria. Más adelante, la liberalización económica, que comenzó en los ochenta, tuvo el efecto político de alterar las estructuras de control y dependencia tanto de los obreros como de los empresarios. El sistema que antes lo controlaba todo, poco a poco fue viendo erosionar su poder y su capacidad de control.
El gran éxito del sistema político fue precisamente que hizo posible la rápida evolución de la sociedad. En unas cuantas décadas, México se convirtió en una sociedad urbana con crecientes niveles de ingreso en una multiplicidad de actividades empresariales, profesionales y artísticas. Tanto la economía como la sociedad experimentaron un extraordinario crecimiento, ampliando sus áreas de actividad, pero también de perspectivas: mientras que al final de la Revolución todo mundo quería sólo una cosa, paz y tranquilidad, medio siglo después el tipo de demandas había cambiado cualitativamente. Al final de los sesenta, las generaciones postrevolucionarias que no vivieron los efectos de la lucha armada requerían satisfactores económicos, sociales y políticos que chocaban con la esencia del sistema creado a partir del fin de la Revolución.
Por muchas décadas no hubo diferencia entre el monopolio del poder y la funcionalidad del sistema político y del gobierno: una cosa empataba a la otra y la hacía efectiva. Los problemas comenzaron en los sesenta cuando la estructura económica comenzó a mostrar los límites de una estrategia autárquica de desarrollo industrial y la sociedad, en la forma del movimiento estudiantil, empezó a demandar participación en los procesos de decisión política. A partir de entonces, la funcionalidad y el monopolio dejaron de ser iguales. Decisiones que favorecían la funcionalidad (por ejemplo, la apertura de la economía o la representación proporcional) atentaban contra el monopolio del poder, en tanto que la preservación de monopolio (por ejemplo al incorporar al PAN y PRD al sistema de privilegios) atentaba contra la funcionalidad.
El sistema de control tan hábilmente construido en los veinte para mantener el control político y la estabilidad del país se fueron erosionando en las últimas décadas. Las diversas reformas económicas emprendidas, tanto en los ochenta y noventa como en el sexenio de Enrique Peña Nieto, tenían por propósito mejorar el desempeño de la economía y con ello elevar la funcionalidad política del país. Sin embargo, en la práctica, tuvieron el efecto contrario: al liberalizar la economía y romper con los esquemas autárquicos de control, la población adquirió una nueva forma de libertad, disminuyendo drásticamente su dependencia respecto al gobierno, y reduciendo la capacidad del gobierno para controlar a sectores clave de la economía y de la sociedad. Todo esto antes del inicio del gobierno actual, que ha intentado revertir estos procesos y recrear los sistemas de control de antaño.
El gran desafío del sistema postrevolucionario, desafío que no ha sido resuelto, fue que la evolución de la sociedad entrañó crecientes demandas de participación política que el sistema no estaba diseñado para canalizar, procesar o, en una palabra, hacer posibles. En el tiempo se crearon una serie de mecanismos formales e informales de participación, directa e indirecta, para dar cabida a organizaciones y grupos sociales y políticos en el sistema, pero siempre de manera marginal. Así nacieron los diputados de partido en 1958 y eventualmente la representación proporcional, acotada por la entonces llamada “cláusula de gobernabilidad”, cuyo objetivo era preservar el monopolio del poder. El extremo fue la reforma de 1996 que abrió la posibilidad de una competencia electoral real, pero sustentada en un vicio: no se abrió el sistema político sino que se incorporó a los dos principales partidos de oposición al sistema de privilegios de que gozaba el PRI. En lugar de crear un “mercado” político competitivo, la solución priista (si bien acordada con las oposiciones) fue la de ampliar el espacio de participación para que no sólo los priistas tuvieran beneficios. El problema de ese esquema es que no se mejoró la flexibilidad del sistema: o sea, se compró tiempo pero no se resolvió nada, como evidencia el acontecer de los últimos años. El lector recordará que, tan pronto se aprobó la reforma electoral, el PRD, uno de los dos nuevos beneficiarios, de inmediato comenzó a actuar como oposición intransigente (no es casualidad que su líder de facto, y luego presidente del partido, era Andrés Manuel López Obrador). En una palabra, las respuestas que se fueron dado a lo largo del tiempo atendieron los desafíos planteados por diversos integrantes de la élite política pero no alteraron el concepto básico del poder: el objetivo del sistema político desde su fundación fue la preservación del monopolio del poder y no la funcionalidad política del país o, incluso, su desarrollo en caso de cambiar el contexto interno o externo, como de hecho ocurrió. Importante recordar que estos principios no cambiaron ni con las dos administraciones panistas.
La paradoja es que el electorado ha sancionado esta realidad, una y otra vez, en la forma en que ha votado a partir de 1997, primera elección federal posterior a la reforma electoral. En una elección tras otra desde entonces, la ciudadanía ha votado con gran frecuencia contra el partido en el poder en todos los niveles de gobierno. Así llegamos a la elección del presidente López Obrador, quien aprovechó las peculiaridades del gobierno anterior y su propia habilidad política para concentrar el poder e intentar resolver la problemática estructural retornando a esquemas que parecían ya superados.
El lado externo, sobre todo en materia económica, no es menos complejo. Más allá de la liberalización económica que ha experimentado el país a partir de los ochenta, la economía internacional se ha transformado de una manera fenomenal tanto en la forma de producir (la llamada globalización) como en la transición hacia la economía del conocimiento donde lo que importa ya no es la mano de obra física sino sobre todo la capacidad intelectual de las personas. Aunque hoy el mundo experimenta convulsiones en materia económica, los factores que han conducido los procesos de integración a través de fronteras, esencialmente avances de carácter tecnológico, no se han alterado y sin duda seguirán forzando a México a perseverar en la ruta emprendida. Estos cambios han tenido un impacto dramático sobre la vida política del país.
Mientras que la economía industrial tradicional entrañaba un sistema de disciplina inexorable, una sociedad abierta y crecientemente dependiente del conocimiento y la información tiene una dinámica que nadie controla. En la era industrial la población vivía en un esquema de líneas de producción y sindicatos controladores, lo que acotaba cualquier protesta al ámbito laboral. Los empresarios vivían bajo el yugo gubernamental que tenía capacidad, directa o indirecta, de determinar la rentabilidad de sus empresas. En la era del conocimiento, no importa el negocio o actividad en que se encuentre una persona, todo es información y ésta nadie la puede controlar, por más que persistan intentos por censurarla.
La economía del conocimiento implica una menor importancia para la actividad manual (típica de los procesos industriales tradicionales) y una cada vez mayor dependencia de la actividad intelectual en la agregación de valor, que es lo que determina ingresos, salarios y generación de riqueza. Esa actividad intelectual tiene muchas modalidades pero, en esencia, implica que aún en procesos tradicionales, la mano de obra es cada vez menos manual y más concentrada en el manejo de computadoras y sistemas diversos. Más allá del piso industrial, los servicios que requiere la economía tanto agrícola como industrial dependen de personas dedicadas a procesos intelectuales que van desde la administración simple hasta la creatividad que se observa en el diseño de software. Incluso los campesinos más modestos utilizan teléfonos celulares e Internet para averiguar los precios de sus productos y evitar ser esquilmados por intermediarios. Todo esto cambia la relación de las personas con la política y genera una fuente de demanda de participación e influencia que hubiera sido inconcebible hace cincuenta años.
Lo que antes eran instrumentos de control hoy son obstáculos al desarrollo; lo que antes eran vehículos para el crecimiento hoy son dinosaurios al borde de la quiebra. Antes, un empresario podía vivir y enriquecerse si estaba cerca del gobierno; hoy si no está cerca de su cliente está perdido. El gobierno se convierte en una ayuda o un problema pero rara vez es la solución. Antes la educación servía para controlar a la población, hoy el control impide el desarrollo de personas con habilidades y capacidades para el desarrollo del país. Lo que antes era lógico y racional –darle la vuelta a los problemas o cortar esquinas para acelerar procesos, algo que los argentinos llaman “viveza criolla”- hoy se ha convertido en un enorme problema: los clientes esperan cumplimiento, los inversionistas vigilan los términos de los contratos, los importadores quieren cuentas claras. Nada de eso mejora con la “viveza criolla”; por el contrario, quien no juega con las reglas del mundo moderno queda fuera.
Hoy las reglas del mundo moderno dominan la actividad económica porque son estas las que guían al sector exportador, a los migrantes y a todo el sector “moderno” de la economía. Quien no las siga fracasa. Factores recientes como el conflicto entre Estados Unidos y China o la guerra en Ucrania han cambiado la geografía económica, pero no los flujos comerciales o de inversión. En México, el único sector que no se apega a esas reglas es el gobierno y, en general, el mundo político. Es decir, son los políticos, encabezados por el gobierno, quienes se han vuelto un impedimento al desarrollo del país porque no han logrado construir una estructura de pesos y contrapesos sostenible, viable y creíble. La concentración del poder se ha tornado en un obstáculo al desarrollo.
Lo que hace casi un siglo constituía una gran oportunidad de desarrollo, de hecho la única forma en que el país podía progresar, hoy se ha tornado en el mayor obstáculo al mismo. Ese es el mensaje principal de este libro: tenemos que construir instituciones, el Estado de derecho anclado en el “debido proceso” para que el país tenga la posibilidad de romper con los círculos viciosos que le caracterizan.
El desafío es del sistema político en su conjunto porque entraña la transformación y profesionalización de los tres poderes públicos y de todos los niveles de gobierno. Sin embargo, ese claramente no es el camino que ha seguido el país y menos en el sexenio actual, donde cualquier avance que se había logrado (o intentado) en materia de construir contrapesos ha sido destrozado. Como ilustran innumerables anécdotas a lo largo de las memorias del Lic. Labastida, el problema de México radica precisamente en el exceso de poder en manos de la persona del presidente.
El otro problema es que no hay soluciones fáciles. Lo que se intentó a lo largo de las últimas décadas fue un andamiaje de contrapesos que limitaran los peores excesos. Sin embargo, la facilidad con que el presidente López Obrador desmanteló uno tras otro de estos supuestos contrapesos muestra que un uso hábil del poder bastó para hacer evidente que esas instituciones no servían para satisfacer su cometido.
El poder presidencial
El poder en manos del presidente es tan grande que impide que exista certeza para el ejercicio normal de la vida pública, los actores políticos o los agentes económicos. Es tanta la concentración y tan grande la capacidad del gobernante para modificar la realidad que nadie puede planear o actuar sin considerar las falibilidades o preferencias de una persona específica, circunstancia que inhibe el funcionamiento normal de la sociedad y de la economía. No es casualidad que el país padezca de bajas tasas de crecimiento económico o de problemas ancestrales como la desigualdad de la distribución de los beneficios del propio desarrollo. A la luz de esto, tampoco es difícil comprender la lógica de un sistema educativo que no prepara a la juventud para los retos del mundo que enfrentarán como adultos. Cada gobernante reinventa la rueda, impidiendo que haya continuidad en los programas gubernamentales; por lo tanto, la correlación de fuerzas -brutalmente a favor del ejecutivo federal- conduce a ignorar lo existente y construir algo totalmente nuevo cada sexenio. Unos gobiernos descentralizan, otros centralizan; una administración propone un modelo policial determinado, la siguiente lo reinventa. El punto es que no hay continuidad alguna, factor que yace en el corazón de la debilidad de nuestras instituciones. El hecho de que una autoridad, a cualquier nivel, pueda imponerse sobre la ley y las prácticas establecidas hace imposible que se consoliden instituciones creíbles y permanentes: todo acaba dependiendo de una sola persona. El presidente López Obrador no representa un cambio radical en este sentido, sólo un extremo de lo ya existente.
En términos llanos, en la medida en que un gobierno pueda modificar el contenido de las instituciones a su antojo, las instituciones resultan incapaces de cumplir su cometido, que es el de la despersonalización del poder. Mucho antes de que el presidente actual eliminara o neutralizara instituciones que parecían señeras, como las relativas a la transparencia, elecciones, competencia, telecomunicaciones, etcétera, sendos gobiernos con frecuencia modificaban la ley para acomodarlas a sus preferencias. Cuando así ocurre, resulta inevitable que se debilite a las instituciones porque se evidencia la inexistencia de autonomía real. En la medida en que ni la sociedad ni los integrantes de esas entidades tienen certeza de su permanencia, su actuar será de incredulidad o de rechazo, corrupción o acomodamiento.
Las instituciones creadas bajo un principio de (supuesta) autonomía constitucional, tenían por objetivo el de fortalecer la capacidad de acción del Estado, distinta a la del gobierno, en áreas tan importantes y sensibles. La experiencia, vieja y nueva, muestra que el problema no ha cambiado: el poder del presidente sigue siendo excesivo porque no hay forma de limitarlo. Los esfuerzos emprendidos han probado ser fútiles. Nada ha alterado la realidad del poder, que es el tema recurrente de este libro.
El asunto es de poder: las cosas ocurren, en este caso la capacidad de modificar instituciones supuestamente autónomas, porque quien lleva a cabo la modificación tiene el poder para hacerlo. No hay vuelta de hoja.
El problema del poder en nuestro país tiene dos dinámicas: la primera se refiere a las relaciones entre los partidos y los políticos. En esta dimensión, existe una conflictividad permanente y, a la vez, una funcionalidad. Aunque parezca paradójico, los dos planos son parte de la vida política del país: los últimos años han demostrado la existencia de capacidad de negociación, articulación de iniciativas y cooperación entre partidos y políticos; por otro lado, no deja de persistir la propensión, extrema en estos tiempos, a deslegitimar al contrincante, disputar la limpieza de los procesos electorales y asumir que la legitimidad se mide en términos de quién gana y no de que todos se apeguen a las reglas del juego. El hecho tangible es que la política mexicana sigue cimentada en la corrupción (ahora extendida a todos los partidos políticos, desde Morena hasta todos los demás) y en la búsqueda del poder por cualquier medio, independientemente del costo político, económico o de legitimidad. A nadie debería sorprender si el electorado persiste en su tendencia de votar contra quien esté en el gobierno en lugar de a favor de una persona o partido.
La existencia de reglas del juego es una molestia más que el presidente ve como un costo de estar en el juego y no como una guía a la que tiene que apegarse sin discusión. Esto que caracterizaba a toda la clase política ahora se ha concentrado en el presidente, pero el fenómeno sigue siendo el mismo. Lo único importante es el poder y no hay límite alguno en la lucha por alcanzarlo, en buena medida porque el poder sigue siendo un juego de suma cero: lo que uno gana el otro lo pierde y no hay discusión al respecto. La inexistencia de transparencia en las decisiones públicas o de rendición de cuentas respecto a esas mismas decisiones explica el estancamiento económico que caracteriza al país: ¿quién invertiría en estas condiciones?
El principal problema de la democracia mexicana no radica en los procesos electorales sino en la concentración del poder y que se evidencia en el hecho que no se acepta que el único factor que todas las fuerzas políticas deben acatar y respetar es el procedimiento de elección, donde reside la legitimidad del sistema, para beneficio de todos. En este contexto, no hay peor enemigo del dueño del poder que la existencia de contrapesos porque estos limitan su capacidad de abusar. Lo anterior se deriva de que no hay un reconocimiento de que la mexicana es una sociedad diversa, dispersa y compleja que ningún partido o persona la representa a cabalidad. No hay una aceptación de que los partidos representan solo a partes del electorado y que su legitimidad se deriva de la construcción de coaliciones gobernantes y del respeto a los derechos de las minorías. La vieja cultura de control monopólico sigue dominando. Sin embargo, el poder no es absoluto, razón por la cual es imprescindible institucionalizar mecanismos efectivos de representación y de distribución del poder que legitimen al gobernante y al ejercicio del poder.
La otra dinámica de la problemática del poder es la que se deriva de la relación entre los políticos y los ciudadanos. En contraste con las relaciones entre políticos, donde prevalece la ley de la selva o del más fuerte, en nuestra estructura política el ciudadano es más bien un estorbo: en México la clase política está protegida y aislada de la ciudadanía y goza de mecanismos que le permiten ignorarla. Por eso no es casualidad que las elecciones sean a la vez tan importantes porque determinan quien llega al poder, pero tan irrelevantes porque no le dan mayor poder efectivo a la ciudadanía.
El problema estructural
El problema estructural de la política mexicana es triple: ausencia de legitimidad, disfuncionalidad del sistema de gobierno y activismo político no institucional.
En primer término la carencia de legitimidad, factor que resume las percepciones de la población respecto al gobierno, al sistema político, a los políticos y a los partidos, se observa en todos los ámbitos. Aunque parezca paradójico, quizá no haya mejor ejemplo de esto que el contraste entre la popularidad de presidente como persona y el enorme desprestigio de su gobierno: lo primero refleja una excepcional capacidad para comunicar, lo segundo la realidad cotidiana. El presidente es popular, pero el ejercicio del gobierno es desastroso, medido en términos de crecimiento económico, generación de empleo, seguridad de la población, justicia, igualdad ante la ley.
Aunque es posible que los problemas de legitimidad se pudiesen atribuir a algunos eventos concretos o personas específicas, el problema de fondo es más fundamental: una total ausencia de capacidad para gobernar, circunstancia que, con muy pocas excepciones, también es característica de los gobiernos a nivel municipal y estatal en el país. Los gobiernos pueden controlar, pero gobernar implicaría garantizar la seguridad y el desarrollo económico, ambos factores inexistentes en el país en la actualidad. Los gobiernos mexicanos no gobiernan tanto porque se dedican a otras cosas como porque no existe una concepción de que su función es la de conducir los destinos del país en buena medida por medio de la creación de condiciones para que la población pueda prosperar. En México un gobernador no llega a mejorar la vida de la población de su estado sino a hacer negocios y/o a construir su candidatura presidencial. Paradójicamente, esa circunstancia es hoy característica no sólo de los gobernadores, sino del propio presidente, un cambio sensible respecto a todo el siglo pasado. Eso de gobernar no está en las cartas del presidente o los gobernadores.
En segundo lugar, se encuentra la disfuncionalidad del sistema político, situación que se deriva del cambio que ha experimentado el país a lo largo de casi un siglo sin que el sistema gubernamental se haya adecuado a las nuevas circunstancias. Un ejemplo lo dice todo: cuando el gobierno fue acusado de reprimir las manifestaciones estudiantiles en 1968, su reacción no fue la de construir un cuerpo policiaco moderno, bien entrenado y formado con una doctrina de respeto a los derechos ciudadanos (carencia que sigue siendo lacerante), sino que se optó por jamás impedir una manifestación o bloqueo. A partir de ese momento, todos los gobiernos del país se han dedicado a proteger a los manifestantes a costa de la ciudadanía que, no sobra decir, es quien produce, genera empleos y paga impuestos.
La política de seguridad no es más que un botón de muestra del deterioro en la naturaleza y calidad del gobierno mexicano. Sus estructuras fueron concebidas, organizadas y construidas para una era en la que el gobierno dominaba la vida nacional, no existían vínculos significativos de la población con el exterior y la economía se encontraba auto contenida. Ese sistema de gobierno sigue existiendo en un entorno caracterizado por una población tres veces superior en número a la de 1960; totalmente conectada a los circuitos mediáticos del mundo así como con sus parientes y fuentes de sustento en el exterior mediante correo electrónico; y cada vez menos dependiente del actuar gubernamental para su desarrollo.
Son estas circunstancias las que explican cosas tan variadas, pero preocupantes, muchas de estas mencionadas directa o indirectamente a lo largo de este libro, como las siguientes: una procuraduría que no tiene capacidades efectivas, independientes y profesionales de investigación criminal; un gasto público ineficiente, siempre sujeto a la manipulación por parte de la autoridad del ramo; un mundo de flagrante corrupción; y la ausencia de una burocracia profesional dedicada a la administración de los bienes nacionales y de las instituciones clave más allá de las autoridades políticas del momento. En una palabra, México nunca profesionalizó su sistema de gobierno y ahora paga el costo en la forma de ilegitimidad, disfuncionalidad y pésimo desempeño en todos sus ámbitos: poder legislativo; seguridad pública; hacienda pública; justicia; infraestructura; etcétera.
Finalmente, en tercer lugar, se encuentra el creciente activismo político. La buena noticia es que mucho de ese activismo denota la maduración de una sociedad dispuesta a manifestarse, bloquear acciones gubernamentales, criticar y quejarse. El naciente activismo social ha mostrado dos tendencias: por un lado aquellos que intentan acciones colectivas sin salirse de la ley ni estorbar la vida cotidiana del resto de la población. Aunque grupos de esta naturaleza han venido proliferando, su impacto es sólo perceptible en la medida en que cobran una presencia pública.
Por otro lado, los activistas que salen a las calles, bloquean avenidas y edificios públicos, excluyen a la ciudadanía y avanzan exclusivamente sus propias causas tienden a jugar fuera de los marcos institucionales y legales, llegando a intentar forzar, como ocurrió con Enrique Peña Nieto en 2014, por ejemplo, la renuncia del presidente antes de que cumpliera dos años en el gobierno.
Los activistas en la sociedad mexicana no han tenido la capacidad de movilización ni la trascendencia para poner en jaque la permanencia del gobierno, es decir, para tumbarlo como muchos de esos grupos aspiran, pero sí ha tenido el efecto de causarle ilegitimidad, golpear su popularidad y paralizarlo, signos todos ellos de un problema estructural de enorme profundidad. De esta manera, en lugar de solidificar la legitimidad del poder, el presidente López Obrador desperdició la oportunidad de transformar al país, causándole un daño inenarrable.
La suma de todo esto es que el México del siglo XXI se caracteriza por un sistema de gobierno que no funciona y por una sociedad carente de los más mínimos medios de participación o influencia, todo lo cual genera el entorno de desazón, incertidumbre y desconfianza.
¿Hacia dónde?
El problema del poder no tiene una solución fácil. Por muchos años, la apuesta -porque eso fue- del sistema político y de las organizaciones de la sociedad civil consistió en construir un andamiaje institucional que limitara al poder presidencial y lo obligara a rendir cuentas, ante la sociedad, como ocurre en las naciones democráticas y civilizadas. Ese andamiaje comenzó con la negociación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLC) y prosiguió con la reforma electoral de 1996, el fortalecimiento de las comisiones de competencia y telecomunicaciones, así como la de transparencia y las relativas al sector energético, como la Comisión Reguladora de Energía (CRE) y la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH). No menos importante fue la reconformación de la Suprema Corte de Justicia a finales de 1994.
Todo ese andamiaje prometía una estructura institucional sólida, pero resultó no serlo. El embate infligido por el presidente López Obrador demostró la fragilidad de todas esas entidades e instituciones y evidenció la veracidad del problema de fondo: el excesivo poder presidencial. Una tras otra, todas esas entidades e instituciones fueron debilitadas o eliminadas. Para colmo, el presidente norteamericano Trump forzó la renegociación del TLC, creando un nuevo acuerdo que, en términos políticos, adolece de los mecanismos de limitación del poder que caracterizaban al TLC original.
La pregunta entonces es qué será necesario y posible para resolver el problema del poder que caracteriza a México y sin lo cual sus prospectos de desarrollo, especialmente después del presidente López Obrador, seguirán siendo magros. No hay forma de conferir certidumbre a los ahorradores, inversionistas, empleados, empresarios y ciudadanos en general sin que exista un marco regulatorio y legal que trascienda los poderes presidenciales. La exacerbación de estos no ha hecho sino evidenciar la naturaleza del problema y la urgencia de enfrentarlo.
Volver a la historia
Aunque hay muchas hipótesis sobre cómo se podría institucionalizar el poder presidencial, la experiencia reciente obliga a ser cautos sobre sus prospectos de éxito. Lo urgente es que se discuta debata y construya una serie de mecanismos que, poco a poco, contribuyan a lograrlo. Ese es el reto. Sin ello, el país seguirá, como dice el dicho, nadando de muertito.
En honor a la verdad, los esfuerzos realizados en las últimas décadas para institucionalizar y acotar el poder presidencial constituyeron intentos que, sin eludir objetivo, esquivaban el problema de origen. La Constitución de 1917 creaba una estructura susceptible de acotar el poder presidencial a través de la profesionalización del poder legislativo tanto a nivel federal como estatal; la reelección de legisladores (y de munícipes) había sido concebida como un mecanismo de equilibrio entre los poderes. Sin embargo, en 1933, en la era del Maximato callista, se enmendó la constitución con el objetivo de fortalecer a la presidencia y crear la hegemonía partidista que el partido dominante buscaba en aquel momento.
Otro elemento de equilibrio en las democracias modernas lo constituye la Suprema Corte de Justicia, cuya concepción desde Montesquieu era la de establecer contrapesos entre los poderes públicos. La reforma constitucional de 1994 iba encaminada hacia el fortalecimiento de la Corte, aportando un elemento crucial para la consolidación de un régimen institucionalizado. Sin embargo, la evidencia que arrojan los últimos años muestra que un exceso de precaución llevó a otorgarle un poder de veto a una minoría de cuatro integrantes del órgano supremo. En contraste con la abrumadora mayoría de esos cuerpos colegiados en el mundo, el mexicano no funciona bajo el principio de mayoría simple, lo que ha resultado en un instrumento susceptible para el sometimiento de la Suprema Corte al poder presidencial.
Si bien no hay soluciones mágicas, es evidente que el acotamiento institucionalizado del poder presidencial debería ser un objetivo necesario que todos los mexicanos debiéramos apoyar y promover. Quizá se pudiera comenzar por revisar estos elementos que han sido clave para la consolidación de la presidencia hegemónica en el último siglo.