Luis Rubio
Hoy es el día, el día de la ciudadanía. El día en que, con su voto, los ciudadanos, expresarán individualmente su sentir sobre el gobierno y su expectativa sobre el futuro. Pocas veces una elección intermedia es tan trascendente, y lo es porque el presidente así ha definido el momento: por él o contra él. En lugar de una práctica democrática limpia y respetuosa, se nos exige a los ciudadanos una definición tajante, definitiva y, obviamente por él.
La responsabilidad que cada uno de nosotros asume, en nuestra calidad de ciudadanos, es extraordinaria: con un voto tenemos que escoger a nuestros representantes populares y gobernantes locales. Pero, más que eso, nuestro voto entraña un juicio sobre el momento que vivimos, nuestras expectativas de futuro y la mejor manera de lograrlas. El problema, y la virtud, de la democracia es que todo ello tiene que expresarse en un instante, con una marca en cada una de las boletas respectivas. Lo interesante es que todos los mexicanos estaremos a la expectativa de cómo votan los demás.
Al acercarnos al momento de votar es esencial considerar dónde estamos, hacia dónde vamos, qué es lo que sigue y quién nos ofrece un mayor grado de certidumbre de poder avanzar en la dirección deseada. Evidentemente, cada uno de los ciudadanos va a evaluar distintos factores en el momento de decidir su voto, pero sin duda hay un conjunto de elementos que a todos nos afectan, directa o indirectamente, aunque de maneras distintas.
Lo excepcional del día del voto no es el enorme número de puestos que serán definidos por el voto ciudadano (el mayor de nuestra joven democracia), sino que una elección intermedia revista tan grande trascendencia. En un país de poderes separados con un presidente a cargo del ejecutivo, las elecciones definitorias suelen ser las presidenciales. Sin embargo, dada la forma personalista, agresiva y excluyente que ha caracterizado al gobierno del presidente López Obrador en sus primeros (casi) tres años, la pregunta que todo votante tiene frente a sí es si se le debe otorgar una carta blanca para sus siguientes, y últimos, tres años, o si su manera de ser amerita el fortalecimiento del poder legislativo para asegurar que exista un contrapeso efectivo que contribuya a un país más equilibrado y un presidente más comprometido con el conjunto de la ciudadanía.
Nadie puede adivinar qué nos depara el futuro. De lo que no cabe la menor duda es que en las últimas décadas el país ha experimentado gobiernos malos y algunos mediocres, todos prometiendo grandes soluciones para luego acabar con expectativas destrozadas y un mar de corrupción. El presidente López Obrador llegó a la presidencia mucho más por cansancio del electorado que por la calidad de su propuesta de gobierno que, en la práctica, ha consistido en no más que la concentración de poder en su persona.
Su programa de gobierno se reduce a tres proyectos de infraestructura de dudosa relevancia económica y un mecanismo de transferencias en efectivo para sus clientelas favoritas. En lugar de buscar la forma de generar una plataforma económica que permita producir riqueza y empleos buenos y permanentes para un desarrollo equilibrado y con mejor distribución del ingreso, su visión se limita a repartir dinero sin producir nada. La retórica puede disfrazar muchos actos de gobierno, pero no produce ingresos o empleos permanentes, la única forma de salir del atraso, la pobreza y la desigualdad existentes.
Al inicio del sexenio publiqué un libro en el que comenzaba diciendo que el presidente había identificado correctamente los tres problemas principales que enfrenta el país: la baja tasa de crecimiento económico (en promedio), la pobreza y la desigualdad. Sin embargo, escribía yo, su propuesta para encararlos era errada y resultaría fallida porque no reconocía ni aceptaba que el problema radica en las condiciones en que vive una parte enorme de la población y que son esas condiciones y circunstancias las que deben ser atacadas. En vez de eso, el presidente se ha dedicado a intentar recrear la fantasía de un mundo idílico que dejó de existir, no por diseño de a quienes él denomina adversarios, sino por la falta de visión de sus predecesores que acabaron, como él acabará, porque se rehúsa a resolver los problemas de la realidad del hoy.
Los tajantes contrastes que vive el país pueden resolverse y el presidente López Obrador tiene la legitimidad para enfrentarlos, pero su proyecto es ciego a la realidad política y a la enorme complejidad del México de hoy, la realidad económica del siglo XXI y el enorme potencial de la ciudadanía en todos los rincones del país. Volver al autoritarismo empobrecedor del pasado no logrará más que destruir lo poco que sí se ha avanzado, sin construir nada mejor en el camino. Pero el presidente no está dispuesto a contemplar alternativas, incluso aquellas que fortalezcan su probabilidad de efectivamente eliminar esos males ancestrales.
Ante esto, la ciudadanía tiene que optar el día de hoy, con su voto, entre ratificar el camino adoptado por el presidente o construir una salida alternativa en la forma de contrapesos efectivos y dispuestos a ser corresponsables en la definición del futuro del país. ¡A votar!