No hay hacia atrás

Luis Rubio

Dice un viejo aforismo que la nostalgia ya no es lo que solía ser. Sin embargo, constituye un pesado fardo que nunca acaba por desaparecer. Hay dos fuentes de nostalgia que obnubilan a tiros y troyanos en la política mexicana actual. El presidente encabeza la nostalgia por los setenta, el momento idílico en su memoria en que todo marchaba a tambor batiente y, en sus palabras, la gente “vivía bien.” Recrear ese pasado idílico se convirtió en mantra y la razón de ser de su gobierno. Pero también hay otros nostálgicos, aquellos que quieren retornar a 2018 cuando, en su imagen mítica, todo estaba bien, todo funcionaba inmaculadamente hasta que llegó el hoy presidente López Obrador a echarlo a perder. Como todos los mitos y todas las nostalgias, ambos son arquetipos falsos que jamás producirán un mejor futuro.

El proyecto presidencial está llevando a México a una caricatura del pasado priista, pero una caricatura peligrosa. La presidencia de antaño era poderosísima, toda vez que contaba con instrumentos a su alcance, comenzando por el PRI, que le proferían una estructura de control político que facilitaba la implementación eficaz de las decisiones gubernamentales. Pero el PRI no era meramente un mecanismo maleable que simplemente respondía al presidente: se trataba de un aparato de negociación que, en algún sentido, podía limitar los peores excesos de los presidentes. Hoy no existe semejante mecanismo y el presidente actúa como si no hubiera límite a su poder. Desde luego, la realidad es un contrapeso inescapable, pero su impacto suele demorar. La pregunta es qué tan grave será el daño infligido por un presidente hiperactivo que cree que puede desmontar lo construido por toda una sociedad sin consecuencia alguna.

El grupo de nostálgicos sobre el pasado cercano es disperso e informe. Aunque algunos de quienes pretenden organizar a los partidos y grupos de oposición al gobierno actual para formar un frente común enarbolan la noción de que todo lo que hay que hacer es retornar a donde estábamos, hay muchos que añoran esa idea y albergan la esperanza de que el próximo seis de junio comienza el retorno a tan deseado estadio. Entre estos se encuentran activistas de los diversos partidos de oposición, empresarios y no pocos opinadores. El problema es que no hay a donde regresar: primero que nada, ese pasado no era tan encomiable como ahora nos quieren hacer creer y, segundo, la mera pretensión de regresar entraña un desprecio a los millones de votantes que se manifestaron con toda claridad en contra del statu quo ante. Para mí no hay ni la menor duda que el voto que encumbró a López Obrador en la presidencia fue mucho más un rechazo a lo existente que un endoso a una persona o un proyecto que no tenía (ni tiene) pies ni cabeza más allá de la nostalgia y la retórica.

El país claramente no marchaba bien. Los dos momentos de grandes expectativas -primero con Fox y luego con Peña- acabaron en un enorme desengaño y decepción que se tradujo en frustración y desaliento. Justo los valores que López Obrador supo capitalizar con enorme destreza, parte por su propia biografía, pero mucho porque logró convencer a un electorado harto de promesas sin resultados positivos de que el problema era la persona: él sería diferente porque no era corrupto, no porque tuviera un buen plan para salir avante.

No hay a donde regresar, pero tampoco hay en el panorama actual un proyecto positivo, esperanzador y viable que permita vislumbrar un futuro mejor. El mayor de los costos de las fallas de las reformas de las últimas décadas y, especialmente, de las promesas incumplidas en lo que va del siglo, es que desapareció la disposición a visualizar oportunidades, debatir propuestas y resolver sin descalificar.

Todavía está por verse cómo concluirá el gobierno actual. Como en todos los sexenios, el primer par de años vuelan sin demasiados contratiempos porque persiste la esperanza de que sus planes y decisiones se traducirán en resultados positivos. Pronto, sin embargo, las cosas cambian, como ya le comienza a pasar al gobierno actual. Confiadamente, el daño que arroje este gobierno no será peor de lo que ya ha sido, pero no hay forma de saberlo, pues la capacidad destructiva del presidente y sus huestes es vasta.

Luego de la debacle de 1982, en que otro presidente fallido intentó reparar (u ocultar) sus errores expropiando a los bancos, al país le tomó más de una década retornar a la senda del crecimiento y la confianza. Eso se logró gracias a algunas reformas, pero sobre todo a la disposición de los estadounidenses a apoyar al proceso de cambio mexicano con el TLC. Esa opción ya no existe hoy en día porque la agotamos por la falta de reformas políticas y resultados, esos que desalentaron al electorado y llevaron al gobierno de hoy.

El futuro no está atrás sino adelante. El próximo seis de junio es clave para que pueda haber futuro, porque sin contrapesos acabaremos en el ocaso. Pero un futuro promisorio resultará sólo de una nueva visión esperanzadora y realista, lo opuesto a la nostalgia que hoy reina en el gobierno y la oposición. La “trampa de la nostalgia,” escribió García Márquez, quita los momentos amargos y los pinta de otro color. Pero no deja de ser una trampa.

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