Luis Rubio
En 2018 se manifestaron dos Mexicos contrastantes, pero igualmente válidos y representativos: el de una población enojada y resentida que quiere cambiar su realidad, aunque no tenga un rumbo claro y el de otra que quiere tener acceso a una educación moderna, una exitosa inserción global y una capacidad real para elevar la productividad en un contexto de Estado de derecho y reglas del juego claras. La primera cohorte votó masivamente por AMLO y espera resultados prontos. La segunda vio mejorías a lo largo de las últimas décadas pero no está satisfecha. Votaron diferente, pero enfrentan –enfrentamos- los mismos desafíos.
Los resultados electorales a nivel regional del día de la elección de 2018 son por demás reveladores: la abstención fue relativamente elevada en las regiones en que las cosas han mejorado sustantivamente, en tanto que ésta fue muy baja en las zonas en que no ha habido crecimiento. Es decir, la gente no está satisfecha con el ritmo de avance, pero toda quiere progresar, toda quiere mejorar. La paradoja, demostrativa en sí misma, es que quienes se han beneficiado (como en Aguascalientes, Querétaro y, en general, en el norte y este del país) están insatisfechos por no mejorar con la suficiente rapidez, en tanto que quienes no se han beneficiado para nada demandan ser incluidos en los beneficios. Nadie quiere ir para atrás: lo que demandan todos es ir más rápido, pero con mejor distribución de los beneficios.
No son dos proyectos de país, son dos realidades contrastantes luego de décadas de reformas parciales, insuficientes y, en muchos casos sesgadas. Las reformas iniciadas en los ochenta fueron inevitables porque el modelo de desarrollo que había sido tan exitoso en la era de la postguerra dejó de funcionar y, al intentar extremarlo a lo largo de los setenta, provocó el colapso de las finanzas gubernamentales en 1982, lustros de crisis económicas y casi hiperinflación. No es cierto que el país estuviera en el nirvana al inicio de los ochenta: más bien, se trató de un espejismo producto de un instante de elevados precios de petróleo y de mucha disponibilidad de deuda externa, ambos, como hubiera dicho López Velarde, escriturados por el diablo.
El problema de las reformas no fue su imperiosa necesidad, sino el criterio que las guio: se hicieron reformas no para alterar el statu quo, sino para hacerlo viable. El objetivo era reactivar la economía luego de años de interminables crisis para que el viejo sistema político se mantuviera intacto. Bajo esta premisa, no es casualidad que muchos cacicazgos políticos, sindicales y empresariales preservaran sus privilegios, haciendo imposible el progreso de vastas regiones del país, sectores de la economía y partes de la sociedad. Tampoco es sorprendente que se mantuvieran elevados índices de pobreza y marginación o que la corrupción persistiera.
No hay que olvidar que las reformas fueron impulsadas por los tecnócratas y limitadas por los políticos, cuyo entre juego produjo inevitables contradicciones y contrastes. Lo irónico de los planteamientos de AMLO es que ha excluido a quienes serían sus mejores aliados en la satisfacción de las demandas de todos los mexicanos: igual aquellos que se sienten insatisfechos a pesar de que les ha ido relativamente bien y aquellos que están insatisfechos porque no han mejorado para nada. La gente sabe muy bien lo que quiere; lo que quizá no sepa es cual es la mejor forma de lograrlo. Quizá esto explique el enorme contraste entre la aprobación de que goza el presidente en su persona y el poco apoyo que reciben sus iniciativas. Puesto en términos coloquiales: ningún mexicano querría seguir viviendo de un trapiche cuando aspira a vivir como viven quienes aparecen en la televisión. La solución no es ir hacia atrás, sino apresurar el paso hacia adelante bajo la premisa de la inclusión y la movilidad social. Ahí es donde AMLO podría verdaderamente transformar a México.
Si el escenario es tan evidente, ¿por qué no hay manifestaciones masivas a favor de una mejor educación, reglas claras y confiables y fin a la extorsión y la impunidad? Sin duda, gran parte de la explicación reside en la realidad de los cacicazgos en el país: no importa el ámbito en el que cada mexicano se mueva, siempre hay un poder real que limita esa movilidad. Algunos son muy obvios, como las mafias del crimen organizado y las de la educación, como la CNTE, pero otros son más sutiles: las dádivas clientelares que le encantan al presidente tienen el efecto de apaciguar en lugar de resolver problemas; la manipulación que ejercen los medios electrónicos, cierra, en lugar de abrir, oportunidades a quienes viven más alejados de las posibilidades de desarrollo que ofrece, y exige, el mundo de hoy; y, no menos importante, el hartazgo producido por décadas de promesas y evidencia de corrupción. La gente no es tonta y si entiende, pero sus posibilidades de actuar son escasas en ausencia de condiciones propicias o presencia de liderazgos opresivos.
El resultado electoral de 2018 fue producto de reformas insuficientes que dejaron insatisfecha a la mayoría de la población. Es tiempo de asumir responsabilidades y construir un nuevo futuro. Ojalá el presidente estuviera dispuesto a encabezarlo.
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