Luis Rubio
México lleva al menos medio siglo disputando el futuro. Luego de décadas de estabilidad y crecimiento económico relativamente elevado, en los sesenta comenzó a resquebrajarse tanto el orden económico fundamentado en la substitución de importaciones como el orden político sustentado en el férreo control de un sistema político cerrado. A partir de entonces, el país se dividió en dos grandes corrientes: la que procuró construir un nuevo futuro viendo hacia adelante y hacia afuera; y la que persiguió retornar al nacionalismo revolucionario originado en la Revolución Mexicana, particularmente en su fase cardenista.
La forma en que se resolvió la disputa, luego de la crisis de los setenta, fue típicamente mexicana: con un híbrido de pasado y futuro: construyendo nuevas estrategias económicas pero sin abandonar las viejas estructuras políticas. A nadie debería sorprender que esa contradictoria combinación esté haciendo agua en estos momentos.
Andrés Manuel López Obrador es un fiel representante de la corriente nacionalista revolucionaria y está explotando los errores, pero sobre todo las carencias e insuficiencias, de la corriente modernizadora. Esas carencias e insuficiencias -en un entorno de apertura, información ubicua y redes sociales capaces de transmitir cualquier mensaje en nano segundos- permiten evidenciar la corrupción, los privilegios y los excesos del viejo sistema que, por esa modernización inacabada, persisten en la sociedad mexicana. Es obvio que todas esas formas de abuso existían antes y, sin la menor duda, seguirían bajo un gobierno de AMLO, pero ese no es el punto de esta contienda; lo que existe resalta algo insoportable para la ciudadanía y ese es el corazón de la estrategia de AMLO: evidenciar las carencias prometiendo el nirvana que, todo mundo sabe, es una utopía más.
Aunque las corrientes modernizadoras han dominado el panorama económico y político por estas décadas, la disputa nunca desapareció. Y esa es la razón medular por la cual se concibió el TLC norteamericano: para garantizar la viabilidad de la modernización, al menos en una parte de la vida nacional, el de la inversión. Es decir, desde el comienzo, los modernizadores entendían, al menos de manera pragmática, la existencia de una flagrante contradicción pero, en lugar de resolverla de fondo, construyeron un mecanismo que fuese implacable para proteger al menos el corazón de la modernidad: la economía. Tan fuerte resultó el entramado político priista que los dos gobiernos panistas no le quitaron ni un pelo al gato.
El TLC resolvió el nodo del problema al despolitizar una enorme porción de la actividad pública, pues su esencia radica en que constituye, para todo fin práctico, un espacio de excepción: ahí sí hay reglas, mecanismos funcionales para resolver disputas y hacer valer contratos. Con el TLC, una parte fundamental de la economía quedó excluida de la corrupción y aislada de la disputa política más amplia. Sin embargo, para los perdedores en esa disputa, el TLC se convirtió en el factor a vencer; su problema fue que el acuerdo comercial se tornó extraordinariamente popular porque sus virtudes son obvias para la ciudadanía: es el único motor de crecimiento de la economía y, más importante, aunque para la mayoría sea algo distante, constituye un vívido ejemplo de lo que es la legalidad.
Cuando AMLO llama “PRIAN” a los gobiernos modernizadores del PRI y del PAN, lo hace obviamente para descalificarlos, pero en realidad se refiere a la lucha entre el pasado y el futuro: apertura vs autarquía; mercado vs gobierno a cargo; democracia vs control vertical. No es que los gobiernos del PRI y del PAN hayan sido un dechado de virtudes, pues todos hablaban de la modernidad pero seguían preservando el mundo de los privilegios. Pero lo relevante es que el común denominador es el sistema priista de antaño en su vertiente política: esa que, por más que haya elecciones libres, no ha cambiado en lo esencial.
La vieja-nueva disputa reside en el corazón del viejo sistema priista del cual son igualmente paradigmáticos López Obrador y Peña Nieto: ambos son representantes dignos del PRI de los sesenta y ninguno promete algo distinto que preservar ese viejo sistema en su vertiente política; donde los candidatos de hoy -AMLO y Meade (o Anaya)- difieren radicalmente es en la vertiente económica: uno quiere retornar al mundo idílico de los sesenta, justo cuando comenzaba a hacer crisis; el otro quiere avanzar hacia la modernidad creando mayores oportunidades de desarrollo que son, a final de cuentas, las que han estabilizado a la economía y creado una creciente y pujante clase media.
Contrario a lo que plantea AMLO, el verdadero reto de México no yace en el “modelo” económico sino en el viejo orden político, pues es ahí donde el país se ha atorado, preservando un mundo de privilegios y un capitalismo “de compadres.” Así, el dilema para la ciudadanía radica en decidir cómo quiere cambiar: hacia adelante o hacia atrás.
Vale la pena recordar las sabias palabras de Vaclav Havel: “un mejor sistema no asegura de manera automática una vida mejor. De hecho, lo opuesto es cierto: sólo creando una mejor vida es posible desarrollar un mejor sistema.”
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08 Abr. 2018