Luis Rubio
Las emociones son un componente inherente a la naturaleza humana y, por lo tanto, de los procesos electorales. Cuando se dice que un candidato “conecta” con su auditorio es que logró establecer una empatía con éste, o sea, cautivó a su público, convenciéndolo a que se incline por su perspectiva de las cosas. Los estudios psicológicos de las encuestas sugieren que esta elección se resolverá en el eje miedo vs enojo: el enojo contra el statu quo frente al miedo de perder lo que ya se ha logrado o lo que una persona ha alcanzado en su vida.
El enojo contra el statu quo surge de la evidencia de corrupción, un sistema de gobierno ensimismado y una total desconexión entre la ciudadanía y sus gobernantes. Claramente, el sistema político mexicano, nacido en las primeras décadas del siglo pasado, no fue creado para funcionar en la era de las redes sociales, que permiten la expresión de agravios, sólo para enfrentarse con un gobierno cerrado y, en gran medida impermeable. El problema es el sistema, del cual todos los partidos y candidatos participan (hoy y siempre), así que la noción de que una persona pueda resolver todos los problemas con una varita mágica es tan absurda como la de suponer que nuestros problemas son simples -en lugar de estructurales- y pueden ser resueltos por la voluntad de un individuo.
El miedo se deriva de los enormes cambios que ha experimentado el país en las últimas décadas y que han creado una plataforma de oportunidades que eran inconcebibles hace algunos años. El tener una casa propia, acceso a una enorme diversidad de productos de consumo de cada vez mejor calidad y un entramado institucional que, con todos sus avatares e imperfecciones, permite elegir (en lugar de imponer) a quienes nos gobiernan, son todos alcances nada despreciables que bien podrían perderse con un proyecto político-económico destructivo. El riesgo de perder lo alcanzado no es menor y explica la reticencia de un amplio porcentaje del electorado a dejarse llevar por el canto de las sirenas.
Hace varias décadas, Betrand Russell -filósofo y matemático inglés, ganador del Nobel de literatura, que se distinguió por su oposición a las armas nucleares y la guerra de Vietnam- escribió sobre la paradoja de las elecciones en su país: una persona está harta del partido conservador y entonces elige al laborista, sólo para encontrarse con que las cosas que a ella le importan no cambian, razón por la cual vuelve a votar conservador y así sucesivamente. Lo que Russell describía entonces no es muy distinto a lo que hoy vivimos en México: lo que está mal es el sistema de gobierno que no cuadra con la realidad de hoy y que no tiene las características necesarias para poder funcionar en el siglo XXI. La pregunta clave para la elección que tenemos frente a nosotros es cuál es la mejor manera, o la más probable, de producir una transformación política que haga posible el renacimiento social y económico que el electorado claramente desea.
En uno de sus libros recientes, Fukuyama describe con perfección la naturaleza de nuestro problema. Sin referirse a México, dice que hay tres componentes clave para el funcionamiento exitoso de un país: un gobierno fuerte y funcional; Estado de derecho; y rendición de cuentas. Ningún país puede funcionar si el gobierno es débil y disfuncional: toda nación requiere, para ser exitosa un sistema de gobierno susceptible de satisfacer funciones básicas, pero cruciales, como la seguridad, la justicia, un sistema legal y un marco regulatorio para el funcionamiento de la economía. Aunque los tres son indispensables, prosigue Fukuyama, el orden de aparición es fundamental: aquellos países que se democratizaron antes de haber construido una capacidad para gobernarse de manera eficaz, acaban fracasando porque la democracia, incluso imperfecta, exacerba los problemas y penurias, erosionando todavía más la capacidad de gobernar, ejercer su autoridad y administrar las demandas encontradas que surgen de la población.
Difícilmente podría uno encontrar un mejor diagnóstico de la problemática que enfrentamos como país porque revela el desafío que tenemos frente a nosotros y que difiere de manera radical con los planteamientos que escuchamos en la contienda actual. La ciudadanía tiene razón en estar enojada con un sistema que no sólo no favorece el desarrollo del país, sino que lo impide con sus estructuras de privilegios y desprecio por las cosas que la afectan en su vida cotidiana. De igual manera, el miedo a perder lo que se ha logrado debería asustar al más pintado porque no es algo menor: basta ver a otras naciones a nuestro derredor para reconocer que, primero, ha habido importantes avances y, segundo, podríamos estar infinitamente peor.
Los problemas que enfrentamos no sólo deben ser resueltos, sino que es perfectamente factible lograrlo. La clave radica en reconocer que tenemos que seguir adelante con un proyecto que construya la siguiente etapa del desarrollo del país, que no puede más que iniciar con una profunda reforma de las estructuras de poder, algo que ciertamente es imposible regresando a un estadio anterior que se colapsó porque no funcionaba y que creó el caos que hoy justificadamente genera tanto enojo.
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01 Abr. 2018