Luis Rubio
En su libro sobre la desigualdad, Thomas Piketty obligó al mundo a enfrentar un asunto políticamente explosivo. Aunque sus críticos han derrumbado buena parte del argumento en términos técnicos, nada le quita la trascendencia política que la desigualdad ha adquirido. Más allá de su utilidad para fines populistas y electorales, la desigualdad es inherente a la naturaleza humana; la pregunta relevante desde mi perspectiva es si ésta ha llegado a un extremo tal que amenaza la estabilidad y si sí, qué habría que hacer al respecto.
Según Piketty, la proporción de la riqueza en manos de una pequeña élite mundial va a seguir creciendo porque la tasa de retorno del capital es mayor a la tasa de crecimiento económico. Su conclusión es que el “capitalismo genera… desigualdades… insostenibles que minan de manera radical los valores meritocráticos sobre los cuales se sustentan las sociedades democráticas”. Su solución es cobrarle impuestos a los ricos.
Ian Morris, un historiador, ha estudiado la desigualdad a lo largo de los últimos quince mil años (comparado con 250 de Piketty). Su conclusión es que cada era desarrolla un equilibrio en términos de igualdad-desigualdad que empata las circunstancias y necesidades del momento. “Los diversos sistemas económicos funcionan mejor con niveles distintos de desigualdad, creando presiones selectivas que premian a quienes se acercan al punto óptimo y penalizan a quienes se alejan. Las transiciones entre un sistema y otro pueden ser traumáticas y es posible que ahora nos encontremos en el umbral de una transición”.
La fuente principal de desigualdad a nivel internacional en las últimas décadas parece surgir de la combinación de dos factores: por un lado, el acelerado crecimiento de la población en los setenta y ochenta (periodo en que la población del mundo se duplicó); y, por el otro, la creciente globalización de la economía. Ambos factores han acelerado la desigualdad, sobre todo porque, al incrementarse la reserva de talento en el mundo en el contexto de la globalización, cada persona –desde el trabajador más modesto hasta el empresario más encumbrado- de súbito entró en un espacio de competencia que nunca antes había existido. Dada la producción estandarizada, da igual si un producto es manufacturado en Malasia o en Guanajuato. Por su parte, la tecnología facilita la transferencia de servicios, poniendo a competir a empresas en los lugares más recónditos del planeta. En este contexto, un niño nacido en Hermosillo está compitiendo de frente con otro de su misma edad nacido en Shanghai o en Sao Paulo. La pregunta es si tienen similar capacidad (o “capital humano”) para competir.
En esta era, la capacidad de competir exitosamente se reduce a dos factores básicos: costos y capital humano. Los costos se determinan por factores tangibles como infraestructura y acceso a mercados, así como monetarios, como los tipos de cambio. El capital humano tiene que ver, esencialmente, con la educación con que cuenta cada persona y su capacidad de funcionar en espacios de alta competencia, usualmente determinados por la propia tecnología.
En su libro Desigual pero justo, Marc de Vos plantea otra dimensión. Según él, la acumulación de riqueza vieja no determina, como afirma Piketty, la desigualdad futura, sino que eso tiene mucho más que ver con las capacidades de cada individuo. De Vos plantea que estamos transitando hacia un sistema económico que fusiona el capital humano con el capital financiero donde crecientemente el elemento humano se torna dominante. La prescripción de de Vos es no perderse en intentos fútiles por gravar al capital sino más bien en ampliar las oportunidades para quienes se están quedando rezagados. Este, me parece, es el enfoque correcto y el gran reto del desarrollo económico de México.
La desigualdad en el país surge de dos factores clave: por un lado, la enorme polarización que existe en el sistema educativo que tiende a preservar (y, por lo tanto, ampliar) la desigualdad. En la medida en que un niño de clase media urbana tiene mejores oportunidades de aprender que el hijo de un campesino en la sierra de Oaxaca, la brecha de desigualdad se va ampliando. En este sentido, es obvio que el propósito medular del sistema educativo -igualar las oportunidades para todos los niños independientemente de sus circunstancias u origen- ha sido un estruendoso fracaso. Por muchas décadas, este asunto no parecía importante porque no se había dado la fatal combinación de avance tecnológico y globalización que ha exacerbado las diferencias. Hoy el desafío es monumental.
La otra fuente de desigualdad se deriva de la ausencia de competencia en la economía mexicana, lo que entraña la permanencia de fuentes de riqueza del tipo que Piketty observa como motores de una brecha creciente. Un monopolio (o el control de un mercado) implica que un empresario, sindicato o político no tiene que competir, asegurando lo que los economistas denominan como “renta”, utilidades excesivas que no se derivan del mercado. En esto, es igual si se trata de una empresa que controla un determinado servicio o producto, el líder sindical que tiene garantizado un porcentaje de los contratos de la empresa o el político que sabe dónde se va a construir un aeropuerto y se dedica a comprar tierra de manera anticipada para luego venderla con una enorme ganancia.
La desigualdad en México no surgió del cielo. Fue creada por personas de carne y hueso y, por lo tanto, puede ser desmantelada.
@lrubiof
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