Un futuro

Luis Rubio

Hace más o menos 25 años, Mariano Grondona, perspicaz observador argentino, explicaba su escepticismo sobre las reformas liberalizadoras de aquella era. Su argumento era doble: por un lado, decía, “venimos de unas décadas en las cuales se llegó a pensar que el Estado es la panacea… ahora corremos el riesgo de creer que sea el mercado esa panacea”. Por otro lado, se preguntaba si “¿es el capitalismo un movimiento que cuando suspendamos los controles emerge naturalmente?… América Latina tiene raíces culturales que no son capitalistas. Nuestra estructura está basada en la familia, no en la sociedad. Nuestra idea es que la familia es el modelo y el Estado es como el padre protector de una gran familia. De ahí venimos. Y no creo que eso pueda cambiar simplemente con sacar las reglas y dejar que el mercado opere mágicamente”.  “Lo que ha muerto es creer que el Estado lo va a arreglar todo”.

Veinticinco años y muchas crisis después, las palabras de Grondona me siguen impactando. No sólo anticipaba con clarividencia los problemas de su propio país, sino que su escepticismo ha sido bien justificado. Aunque es innegable que, al menos en algunos países, comenzando por México, ha habido un gran progreso material en estas décadas, también es evidente que estamos lejos de haber consolidado un camino sólido hacia el crecimiento y el desarrollo.

México ha logrado consolidar un poderoso motor de crecimiento en las exportaciones pero se ha rezagado dramáticamente en el mercado interno. Dos cosas ilustran lo anterior: una es, simple y llanamente, las diferencias en el crecimiento de la productividad; mientras que las empresas y sectores exportadores muestran espectaculares tasas de crecimiento de la productividad, el sector manufacturero tradicional experimenta una productividad negativa año con año. Así, aunque el promedio de crecimiento en la productividad se ve tétrico, ese número esconde más de lo que revela, y lo que revela es un problema político y social que sucesivos gobiernos han estado indispuestos a atacar: han preferido el statu quo, así implique éste un empobrecimiento sistemático, que el riesgo del proceso de cambio y ajuste que sería necesario llevar a cabo para darle una oportunidad de crecimiento a esa economía rezagada. La preocupación por el riesgo es razonable, toda vez que algo así como el 80% de la población empleada en manufacturas se concentra en la economía “vieja”, pero las consecuencias de seguir por ese camino no son nada promisorias: baste ver otros casos al sur del continente.

El otro ejemplo ocurrió en 2009. Cuando comenzó la crisis estadounidense, muchos economistas anticipaban que, dado que el país exporta el equivalente a la tercera parte del PIB, la contracción de nuestra economía sería aproximadamente de una tercera parte de la recesión estadounidense. Pero ocurrió lo contrario: la contracción fue tres veces superior. En lugar de que la economía interna sacara al país a flote, su contracción evidenció su dependencia respecto a la demanda generada por la derrama económica que producen las exportaciones.

El gobierno actual está intentando construir un nuevo motor de crecimiento en la forma de gasto público deficitario e inversión en infraestructura. No se trata de una forma innovadora de promover el crecimiento pero, dado el evidente déficit en infraestructura que padece el país, todo ayuda. El problema radica en otra parte: como vimos entre los setenta y los noventa, ese no es un motor que pueda ser perdurable porque entraña el riesgo de exacerbar el crecimiento de las importaciones y, con ello, una crisis cambiaria. Con esto no pretendo ser catastrofista: con mesura todo funciona;  pero los antecedentes históricos no son generosos en pruebas de mesura y moderación.

La viabilidad de largo plazo de la economía reside en algo que Grondona entendía muy bien: la única forma de lograr el desarrollo es mediante la constitución de un mercado fuerte y de un Estado fuerte, ambos en contrapeso, limitando los excesos de cada uno. Un mercado fuerte impide que el gobierno se extralimite y emprenda políticas contraproducentes y costosas. Un gobierno fuerte establece reglas del juego para que el mercado pueda funcionar con eficacia. Todos los países exitosos tienen una buena combinación de estos dos factores.

Simplificando, sin afán de generalizar en exceso, me parece que hay dos tipos de países: los que cuentan con un equilibrio entre Estado y mercado (equilibrio muy distinto en Hong Kong que en Francia, pero ambos con mercado y gobierno fuertes) y los que no lo tienen. Muy pocos países han logrado transitar de estructuras económicas y estatales precarias a un mercado consolidado. La crisis europea de los últimos años ha exhibido tanto la ausencia de equilibrio en algunas naciones (vgr. Grecia) como lo insostenible del equilibrio existente en otros (vgr. España).

Pero sólo un puñado de naciones ha logrado una transición exitosa: ejemplos evidentes son Corea y Chile. La fortaleza de estas dos naciones reside en haberse dedicado a construir los cimientos y andamios de una economía y Estado modernos. Cada uno siguió su camino particular y ninguno fue libre de abusos y violencia, pero ambos tienen algo importante que enseñarnos. La pregunta es por qué nuestra propensión a querer imitar casos perdedores (o, al menos, no ganadores) como Brasil, en lugar de observar a los que han dado el gran salto. Ese es nuestro reto y si el gobierno no lo intenta, acabará igual que todos los anteriores.

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@lrubiof

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