Monopolios

Luis Rubio

No es casualidad que en México predominen los monopolios o, más apropiadamente, las prácticas monopólicas. Todo en nuestro sistema, y en las prácticas que de ahí se derivan, conduce a formas de actuación y respuesta que van contra la competencia, la reducción de costos o la atención al consumidor. El abuso que los ciudadanos perciben por parte de proveedores de servicios, igual gubernamentales que privados, es producto de una realidad institucional que privilegia, y que por lo tanto hace inevitable, ese comportamiento. Las reformas que están en ciernes no atienden esa realidad.

La clave del funcionamiento de una economía reside en la forma en que ésta se gobierna. Si lo que la gobierna son reglas perfectamente definidas o prácticas largamente aceptadas por todos los actores, entonces los participantes en la actividad económica -inversionistas, empresarios, ahorradores, consumidores- aceptarán un largo horizonte de tiempo para la consecución de sus objetivos. En sentido contrario, cuando no existen reglas establecidas, procedimientos que obliguen a su cumplimiento y una autoridad que las hace valer, el horizonte de tiempos de todos esos mismos agentes económicos cambia radicalmente.

Cuando un potencial inversionista confía en la permanencia de las reglas del juego, su expectativa de rentabilidad es menor que cuando esa permanencia es dudosa. Aunque pudiera parecer paradójico, esta diferencia refleja supuestos y expectativas contrastantes. Si la percepción es que todo depende de un determinado gobernante, el inversionista o empresario esperará resultados inmediatos y muy grandes; si su percepción es que el gobernante en turno es irrelevante para el desempeño de su inversión, su visión será de largo plazo y así ajustará su expectativa de rentabilidad.

Nunca deja de sorprenderme la forma en que se repavimentan las calles. En lugar de ir cuadra por cuadra para causarle la menor molestia a los automovilistas, los contratistas rompen el pavimento en todo el trayecto desde el primer minuto, aunque les tome meses concluir el trabajo. La razón es muy simple: una vez roto el pavimento nadie va a atreverse a cancelar el contrato. El comportamiento de los contratistas podría parecer abusivo, pero es absolutamente racional: sólo así garantizan el trabajo completo. El problema es de confianza en la autoridad y solidez de los contratos.

Ahora, a la luz de la posibilidad de que se inicie una era de licitaciones en materia energética, el asunto cobra inusitada relevancia. Mientras que muchos de los contratistas típicos son del sexenio y se arreglan «en lo obscurito», los potenciales licitantes en materia energética son empresas del primer mundo dispuestas a pelear lo que es suyo hasta el último día.

El asunto me vino a la mente hace unas semanas cuando leía yo sobre el conflicto entre la concesionaria y la autoridad aeroportuaria del D.F.  sobre la concesión que se otorgó para la construcción de la terminal 2 y su explotación en ciertas condiciones de rentabilidad. Yo no tengo idea quién tenga la razón, pero el altercado no es novedoso. Hace algunos años pasó algo similar con la concesión de agua en Aguascalientes al cambiar de gobernador y ahora ocurre con los ferrocarriles. El tema es de permanencia y confiabilidad de las reglas.

Lo relevante no son los casos particulares sino la ausencia de garantías para el cumplimiento de los contratos, circunstancia que inevitablemente genera suspicacias y desconfianza pero, sobre todo, propicia comportamientos anómalos. Una empresa de telefonía celular que tiene duda sobre la permanencia de su concesión va a cobrar el máximo posible por la prestación del servicio para lograr su objetivo de rentabilidad en el plazo más corto. Todo lo que venga después es la crema del pastel. Desde esta perspectiva, lo que un consumidor puede percibir como comportamiento abusivo es absolutamente lógico y racional para el prestador del servicio.

Desde luego, la gran paradoja es que, aunque los empresarios esperan un beneficio elevado e inmediato porque no confían en la permanencia de las reglas, muchas veces las reglas, o las concesiones o contratos, si permanecen, lo que implica no sólo una rentabilidad exorbitante, sino un abuso interminable al usuario y cliente. Nada es casualidad en nuestro país: la propensión a las prácticas monopólicas y al abuso son parte inherente de nuestra realidad política.

Nada de esto es novedoso, pero adquiere particular relevancia en el contexto de la apertura energética. En su propaganda, el gobierno prometió tarifas eléctricas más bajas y menor precio de las gasolinas. Independientemente de la viabilidad económica de esas promesas, no queda duda que su veracidad, o posibilidad de éxito, depende de la forma en que se garantice la credibilidad de los contratos que se lleguen a otorgar.

En su origen, el TLC fue la forma en que el gobierno de entonces encontró para crear un entorno de certidumbre para la inversión sobre todo manufacturera del exterior. El objetivo era encontrar un mecanismo que le confiriera credibilidad a la permanencia de las reglas. Lo impactante, entonces y ahora, es que no se encontró una forma en México que lo hiciera posible. El gran reto de la reforma energética reside precisamente en eso: encontrar una forma en que los contratos sean creíbles para que fructifique la inversión. Además, es crucial que esas garantías sean suficientemente sólidas como para que la rentabilidad esperada no sea superior a los promedios internacionales.

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