América Economía – Luis Rubio
Cuba es siempre un tema álgido en la política mexicana. La conexión entre las dos naciones se remonta al descubrimiento de América, pero fue la revolución cubana lo que cambió la racionalidad de la política mexicana e igual abrió espacios de interacción política interna como grietas entre sectores de la sociedad. Inevitable que cada acercamiento y cada viaje presidencial desate pasiones en ocasiones incontenibles.
Lo relevante es que, más allá de la retórica, la lógica gubernamental desde que Fidel zarpó de las costas veracruzanas ha sido solo una: la seguridad. En sus primeros años, la seguridad se definía casi exclusivamente como el intercambio de apoyo político-diplomático por una exención de actividades guerrilleras cubanas en territorio mexicano. De la revolución también surgió un acercamiento entre gobierno e izquierda que amplió grandemente el margen de maniobra político. Pero la lógica siguió siendo la misma: seguridad entendida como paz política interna. El discurso de la “atinada izquierda” que acuñó el presidente López Mateos hubiera sido inconcebible en ausencia del ímpetu revolucionario isleño.
Cuba es quizá el país más importante para México en la actualidad y eso implica lidiar con quien haya que lidiar. Eso es lo que México hace con China y con Guatemala y no hay razón para actuar de manera distinta en este caso.
El devenir de Cuba en las siguientes décadas tuvo mucho que ver con la Unión Soviética y su eventual desmantelamiento, así como con el envejecimiento de su liderazgo. En la medida en que el espíritu revolucionario fue reemplazado por una lógica de supervivencia, el gobierno cubano emprendió estrategias de apertura económica que, aunque no involucraban en mayor medida a su población, permitieron atraer turistas e inversiones en petróleo y minería. El efecto inexorable sobre México fue que disminuyó la percepción de riesgo a la seguridad.
Pase lo que pase en la política cubana en los próximos años, el impacto sobre México va a ser enorme. Ningún otro país desata pasiones internas tan grandes. La discusión respecto al reciente viaje del presidente Peña habla por sí misma: que si está legitimando a una dictadura, que si no entiende que ya no somos parte de Latinoamérica, que si hay que hablar con los disidentes. Nada semejante ocurre con relación a Estados Unidos. Aunque respeto a los críticos, creo que pierden lo esencial.
Entre los estudiosos norteamericanos de la política internacional hay dos escuelas: la de los “idealistas” que, impulsados por Woodrow Wilson hace un siglo, proponen la construcción de un mundo deseable (de ahí la búsqueda por democratizar al mundo); y la de los “realistas” que aceptan al mundo como es y propugnan por entenderse con quien sea necesario. Quizá no haya exponente más claro de esa vertiente que Kissinger. Aplicando esta perspectiva a la política mexicana, los últimos gobiernos se comportaron de manera “idealista”, es decir, tratando de influir en el devenir de la isla, calificando a su gobierno en términos morales, visitando a sus disidentes, etcétera. El gobierno del presidente Peña está retornando a la lógica “realista” que caracterizó a sus correligionarios.
Detrás de la diferencia no yace una racionalidad especialmente partidista, sino de concepción política. Para los tres gobiernos anteriores que, con mayor o menor énfasis, intentaron salirse de la lógica de seguridad que les precedió, lo importante era pregonar y presumir a la nueva democracia mexicana. Nada de malo en ello si se hubiere tratado de Nigeria. Pero, tratándose de Cuba, nuestro vecino cercano, la situación es muy distinta y por eso aplaudo la decisión del presidente de seguir el ritual que exige el protocolo cubano. Maquiavelo afirmaba que el príncipe tiene que ensuciarse las manos y que no debe tener consideraciones éticas al respecto.
Cuba es quizá el país más importante para México en la actualidad y eso implica lidiar con quien haya que lidiar. Eso es lo que México hace con China y con Guatemala y no hay razón para actuar de manera distinta en este caso. Cuba es singularmente importante por dos razones: primero porque su aparato de seguridad tiene una enorme presencia en nuestro territorio y eso crea una situación en sí misma; y, segundo, porque la isla está experimentando una transición quizá más biológica que política: si resulta que los planes que existan para esa eventualidad no sobreviven a la dupla en la cima, México podría ser una víctima inmediata. Es en este sentido que la lógica de seguridad vuelve a ser un imperativo para México.
Cuando se colapsó la URSS, su antiguo aparato de seguridad cobró vida propia. Parte se convirtió en lo que se acabó llamando la “mafia rusa” en Europa y otras latitudes, parte se dedicó a negocios internos y, eventualmente, a recuperar el poder. De colapsarse el control centralizado que caracteriza a la isla, es enteramente posible que algo similar ocurriera aquí. La transición puede acabar siendo gradual, negociada o, al menos, administrada, pero también puede acabar siendo caótica. Si esto último ocurre, México sería la primera “línea de defensa”.
En esta lógica, todo esfuerzo que realice el gobierno mexicano para contribuir a lograr un buen desenlace en la transición que se aproxima constituye el ejercicio de la responsabilidad más elemental del gobierno en su propio territorio: la seguridad de sus ciudadanos. Nuestras debilidades institucionales son tan obvias (como ilustra la crisis de seguridad que nos caracteriza), que lo último que México requiere es adicionarle un factor “transformador” como el cubano, potencialmente de la mayor gravedad. Todo lo que deba y requiera ser negociado con el gobierno cubano abona a la seguridad de México.
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