- América Economía – Luis Rubio
“Cada cual cuenta la feria según le va en ella”, reza un viejo refrán popular. Lo mismo es cierto para la corrupción, el acceso a la justicia y la calidad de gobierno. No en vano escribió alguna vez GK Chesterton que “los pobres algunas veces reclaman por ser mal gobernados en tanto que los ricos siempre objetan ser gobernados del todo”. La perspectiva importa: cada uno de los ciudadanos se encuentra en un lugar distinto de la cadena social, política y económica de valor en la sociedad y ese lugar le confiere mayor o menor capacidad para influir en su propio destino o en el de la sociedad. La corrupción emana precisamente de esas diferencias y se manifiesta en los momentos y circunstancias más extraños.
La corrupción y la impunidad son de los males que la mayor parte de la población identifica en el corazón de nuestros problemas. Para ello, todo mundo demanda la aplicación de la ley: algunos argumentan que el problema central yace en la indisposición, o incapacidad, de la autoridad para hacer valer los reglamentos existentes; para otros, las leyes están diseñadas para beneficiar a los poderosos y preservar sus intereses. ¿Puede una misma ley tener esas dos características, ser inherentemente contradictoria?
Lo que México requiere es acotar las facultades que las leyes otorgan, abrir espacios de competencia en todos los ámbitos, eliminar restricciones al comercio y a las importaciones y, en una palabra, crear condiciones para que nadie –gobierno, empresas, sindicatos, partidos políticos- tenga la posibilidad de acumular tanto poder o capacidad de imposición como ahora ocurre.
Por su parte, la autoridad, en todos niveles, enfrenta realidades cotidianas que entrañan contradicciones inexorables. Por más que algunas preferirían privilegiar a grupos antagonistas y hasta violentos por sus propias motivaciones políticas o ideológicas, la mayoría sabe que es imposible la aplicación de la ley en sus términos. No falta el presidente municipal que, al emplear la fuerza pública, acaba generando un enorme conflicto político que lo acaba convirtiendo en el malo de la película, en el “represor”. John le Carré lo decía muy bien: “el poder corrompe, pero alguien tiene que gobernar”. ¿Cómo, pues, gobernar en condiciones como éstas?
La sociedad mexicana vive momentos de efervescencia política y social que es caldo de cultivo natural para la corrupción. La impunidad que caracteriza nuestra vida cotidiana fomenta la corrupción y promueve acciones y decisiones políticas que no hacen sino, paradójicamente, afianzarla.
La corrupción es muchas cosas simultáneas. En unas instancias es consecuencia, en otras síntoma y, para muchos, un medio para la solución de sus problemas. Todo depende del lugar de la “cadena de valor” del poder en que uno se encuentre. Para el ciudadano común y corriente, la corrupción es una solución al excesivo poder discrecional de la autoridad: una mordida -pequeña o grande- permite quitarse de encima a un inspector, agente de tránsito o burócrata cuyas facultades son tan vastas que ésta acaba siendo una solución funcional. La corrupción es sintomática de un sistema político podrido que se caracteriza por la existencia de tantas leyes y reglamentos que le confieren enormes facultades a la autoridad, permitiendo un inmenso potencial de abuso.
La corrupción emana de la existencia de leyes y reglamentos tan generales, imprecisos e indefinidos que se abren vastos espacios de discrecionalidad, confiriéndole facultades excesivas –arbitrarias- a la autoridad, a todos niveles. Ese exceso de poder se traduce en males sociales como la inequidad en la aplicación de la ley, la posibilidad de premiar a unos y castigar a otros empleando el mismo estatuto y, sobre todo, cerrar los ojos ante el abuso de los poderosos, sean estos líderes sindicales, empresas o individuos. También se traduce en impunidad -otra forma de corrupción- para quienes detentan poder.
Este contexto es el que hace posible que se nutran y crezcan los poderes fácticos, que delincuentes se apropien de las calles, las carreteras o los cruces fronterizos y que exista un entorno de permanente incertidumbre para las personas en sus derechos y bienes. Es también el contexto perfecto para que los políticos y sus partidos inventen soluciones que desafían no sólo el sentido común, sino hasta la gravedad.
Los inspectores más simples y sus equivalentes cuentan con facultades tan enormes que pueden decidir la apertura o cierre de una empresa o el que una persona acabe en la cárcel. Los poderes de las entidades regulatorias son tan vastos que abusan. Tanto poder hace imposible la existencia de una autoridad confiable. Sin lineamientos claros y acotados, la autoridad acaba siendo impune y, por lo tanto, arbitraria e ilegítima y, por lo mismo, disfuncional. Esos excesos se traducen en entornos que facilitan, por ejemplo, el afianzamiento de prácticas monopólicas y los plantones o la violencia. O leyes absurdas.
En estas circunstancias, sería ridículo pretender que más del mismo tipo de reglamentos, leyes o entidades va a terminar con la corrupción. Lo que México requiere es acotar las facultades que las leyes otorgan, abrir espacios de competencia en todos los ámbitos, eliminar restricciones al comercio y a las importaciones y, en una palabra, crear condiciones para que nadie –gobierno, empresas, sindicatos, partidos políticos- tenga la posibilidad de acumular tanto poder o capacidad de imposición como ahora ocurre. Cuando esa “cadena de valor del poder” sea más plana, menos sesgada y más equitativa, el país podrá florecer.
La reforma electoral que tramaron nuestros dilectos senadores es una joya de incentivos a la corrupción e impunidad. Sería deseable que se deseche. En todo caso, ojalá al menos permita una reforma energética que justifique semejante arbitrariedad y retroceso.