Luis Rubio
Stalin alguna vez dijo que las personas que depositan su voto en la urna no deciden nada. Quienes deciden, afirmaba el dictador soviético, son quienes cuentan los votos. La reconfiguración del IFE a mediados de los noventa pretendía responder a una realidad cuasi stalinista: la supuesta democracia mexicana no permitía que hubiera certeza en la contabilidad de los votos. Con el IFE ciudadano, la democracia mexicana comenzó a florecer en el terreno electoral. El IFE logró lo que parecía imposible: ganarse la confianza del electorado. Pero la democracia mexicana no fue diseñada para la ciudadanía.
En la política mexicana actual, la soberanía yace con los partidos políticos. Es ahí donde se han cocinado los entuertos que estamos viviendo. Por ejemplo, los procesos electorales no requerían reparaciones ni ajustes porque estaban cumpliendo con su cometido: las campañas funcionaban, los medios abandonaron la parcialidad que caracterizó al sistema por décadas (de hecho, la contienda del 2006 fue la más equitativa de nuestra historia) y la contabilidad de los votos se hizo de manera impecable. A pesar de eso, en 2007 los partidos procedieron con una reforma electoral cuyo objetivo era controlar al IFE, castigar a los medios de comunicación y regular hasta el más modesto de los procedimientos en materia electoral.
La reforma del 2007 hubiera enorgullecido a Stalin. Atrás quedaría la autonomía del IFE, a la vez que la discusión pública, la propaganda electoral y la opinión en torno a la elección serían severamente restringidas. De árbitro independiente, el IFE pasó a ser un instrumento de auditoría. Ahora sus preocupaciones ya no se encuentran en la equidad de la elección sino en el contenido de los mensajes políticos, la duración de los spots y la imposición de multas y censuras a un número cada vez mayor de actores políticos: en otro arranque stalinista, todo mundo puede ser sujeto de un delito electoral. En lugar de atender el problema de capacidad de gobierno que enfrenta el país, los partidos optaron por el Frankenstein electoral.
Esta semana el presidente envió una serie de iniciativas de reforma institucional que se suman a las que previamente había presentado el PRI en el Senado. Cada una de estas propuestas constituye un intento de respuesta a los problemas que cada parte percibe en el proceso. Quizá lo más sintomático de esto resida en que la propuesta presidencial persigue fortalecer la capacidad de acción del ejecutivo en tanto que la del Senado busca acotar a la presidencia.
Se trata de perspectivas contrastantes que responden a intereses y visiones distintas. En lo que no hay contraste sustancial es en la forma en que perciben al ciudadano. Detrás de las iniciativas persiste el tufo de un ánimo de control que yace en el corazón del sistema priísta de antaño que heredamos y que sigue siendo la columna vertebral de nuestra estructura política. Como en el caso de la reforma electoral de hace dos años, estas iniciativas contemplan al ciudadano como un mal necesario en la vida política.
Este es el tema de fondo: en la democracia mexicana el ciudadano no es más que un mero espectador. En vez de ser el corazón y razón de ser de la política y de las elecciones, su papel es el de legitimar el resultado, no el de hacer valer su voto, influir sobre los legisladores o decidir sobre sus representantes. A pesar de que en las iniciativas presentadas esta semana se contempla la reelección, lo que se otorga, al menos en concepto, por un lado, se cancela por otro.
En términos históricos, las sucesivas reformas electorales que se dieron en las décadas pasadas pueden haber sido insuficientes, malintencionadas o torpes, pero fueron intentos por responder a una compleja realidad: el viejo presidencialismo estaba muriendo y urgían instituciones capaces de sustituir sus funciones. La presidencia fuerte permitía compensar el embate de intereses particulares (comenzando por los poderes fácticos) y mantenía a raya a diversos actores potencialmente riesgosos (desde guerrilleros hasta narcotraficantes). Con esto no quiero sugerir que la presidencia de esa época fuera infalible, benigna o justa. Pero en retrospectiva parece evidente que la fortaleza inherente que la acompañaba servía de contrapeso ante la debilidad institucional que realmente existía detrás de la apariencia de fortaleza y frente al resto de los actores políticos.
En ausencia de esa vieja presidencia, el país tiene que irle dando forma a nuevos mecanismos institucionales que permitan restablecer el control sobre organizaciones criminales, contrarrestar los excesos de los gobernadores y darle viabilidad a la política cotidiana. En una palabra, nuestra verdadera vulnerabilidad yace en el hecho de que las instituciones con que contamos son inadecuadas para la realidad tangible y demasiado débiles para hacer posible un gobierno efectivo. La solución no puede residir en recentralizar el poder sino en construir una democracia más fuerte y menos vulnerable.
Ambos proyectos de reforma entrañan un deseo de concentrar poder. Ambos suponen que las reformas electorales que llevaron a la constitución de un IFE autónomo fue producto de la bondad del sistema político priísta o de la generosidad de un presidente, y no respuestas a una realidad concreta. Los partidos de la entonces oposición habían logrado no sólo deslegitimar al PRI y a sus presidentes, sino poner en jaque al gobierno en cada elección. Se estaba desquiciando al poder centralizado del PRI, las presiones que ejercían los gobernadores minaban al poder presidencial y la pujanza y conflictividad local y regional hacían cada vez más difícil el control del país.
La noción de que se puede reconcentrar el poder es absurda por insostenible. Así como se desarticuló el poder centralizado en la vieja URSS, la realidad mexicana obligó al desmantelamiento del viejo poder presidencial. Hoy en Rusia se ha restablecido un control centralizado, no tan poderoso como el de antaño, pero sin duda más que los que presenciaron el fin de la era soviética. A pesar del aparente éxito en esas latitudes, nadie puede ignorar que Putin sin petróleo es lo mismo que López Portillo en 1982. La concentración del poder no es solución para un país de nuestras características.
México requiere instituciones que resguarden al país y le den funcionalidad, no mecanismos de regulación y control con la mirada fijamente puesta en un pasado no muy glorioso. Por encima de todo, requiere mecanismos de participación ciudadana que limiten la propensión al abuso que es inherente a la reforma del 2007 y a mucho del contenido de las propuestas recientes.
www.cidac.org