Luis Rubio
Hace años, en una zona rural cercana a Calcuta, observé fascinado como un clérigo hindú encabezaba una ceremonia de adoración de una vaca. El devoto se pasó horas alimentando al animal pétalos de flores y lavando su cuerpo como si se tratara de una deidad. Fue una escena conmovedora. En México tenemos muchas vacas sagradas –desde el petróleo hasta la no reelección, pasando por casi todo lo demás- pero quizá ninguna haya tenido un impacto tan alto en los últimos años como el famoso “costo político” que enarbolan los políticos para evitar decidir cualquier cosa.
El costo político se ha convertido en un virtual deus ex machina, un argumento salido de la nada que sirve para explicar y, sobre todo, justificar cualquier cosa. Por el supuesto costo político no se puede cambiar la reglamentación relativa a la energía ni se puede reconcebir la política impositiva. Aunque es evidente que muchas de las acciones, reformas y decisiones que requiere el país entrañan costos políticos, también es cierto que el término se ha convertido en una excusa para no hacer nada.
Cualquier cambio o reforma inevitablemente entraña la afectación de personas o intereses en una sociedad. La idea misma de reformar implica modificar el statu quo y eso, por definición, conlleva modificaciones en la distribución de costos y beneficios. Nuestro problema es que todo está enfocado a los costos y nada a los beneficios. La consecuencia de esta actitud es que se apuesta permanentemente al corto plazo. En lugar de evaluar con detenimiento los potenciales beneficios de una determinada reforma y que los legisladores o funcionarios defiendan su postura a partir de los resultados de actuar, todo enfatiza la inacción.
Con esa lógica, el resultado no puede ser distinto al de siempre: la preservación del statu quo que, en nuestra realidad, implica garantizar la pobreza, los privilegios y las lacras que caracterizan al país. James Freeman Clarke acuñó la famosa frase de que “un político tiene sus ojos en la próxima elección en tanto que un estadista los tiene fijos en la próxima generación”. A juzgar por esta apreciación, nuestros políticos se han convertido en meros repetidores de frases, negociantes de intereses y cuidadosos defensores del orden existente. En lugar de invertir en un futuro distinto –personal, partidista y nacional- tienen la vista fija en el retrovisor para asegurarse que nadie jamás los pueda acusar de afectar a nadie ni con el pétalo de una rosa.
La invocación del costo político como defensa de la inacción esconde no sólo una indisposición a actuar, sino también un profundo conservadurismo que raya en la reacción. Si bien eso quizá fuese entendible en partidos establecidos de derecha, el fenómeno es igualmente observable en el PRD: en franco contraste con las modernas izquierdas europeas, nuestros perredistas se oponen a cualquier cambio con la misma vehemencia que lo hacen sus compañeros de otros partidos. Interesante coincidencia: todos apuestan por la parálisis, cueste ésta lo que cueste.
El caso del IVA es particularmente notorio. Los priístas afirman que se oponen a cualquier cambio en el impuesto al valor agregado porque los cambios que aprobaron en 1995 (en que ese impuesto se elevó de 10% a 15% en la mitad de una terrible recesión) tuvieron por consecuencia la pérdida de su mayoría legislativa en 1997 y de la presidencia en el 2000. Parecería evidente que si se traza una línea de causalidad directa entre la decisión en materia fiscal y el voto ciudadano, esa conclusión estaría justificada. También es cierto que el PAN, en una audacia electoral con la mira fijamente puesta en el plazo inmediato, explotó las imágenes de los priístas aprobando los impuestos con la famosa “roqueseñal”.
Sin embargo, si uno analiza la fotografía completa, el panorama es mucho más complejo. En 1995, año en que se aprobó el incremento del IVA, la economía mexicana se contrajo en casi 7% y la inflación superó la marca del 50%. Además, estas circunstancias se dieron en un entorno excepcional en el que, por primera vez en la historia, un enorme número de familias de clase media se había endeudado para adquirir casas, automóviles y diversos bienes de consumo. La contracción de la economía se tradujo en una severa pérdida de empleos e ingresos para millones de mexicanos, en tanto que las tasas de interés superaron el 100%. Innumerables familias que sentían que el país finalmente estaba “dando la vuelta” hacia el desarrollo acabaron viendo sus sueños destrozados. Muchas de esas familias se quedaron sin casa, otras muchas perdieron el coche y casi todas enfrentaron todo tipo de conflictos y dislocaciones familiares.
En el plano político, la crisis económica vino acompañada de un conflicto dentro de las filas priístas donde los contingentes tradicionales retomaron el liderazgo del partido, desplazando a los tecnócratas que habían gobernado al país desde 1982. Aunque en términos económicos la estrategia de desarrollo continuó siendo muy similar en el sexenio de Zedillo respecto a la de sus predecesores, la agria crítica de uno a los otros trajo consigo una profunda división interna que sólo ahora, ya sin tecnócratas, comienza a sanar.
Desde esta perspectiva, es absurdo culpar al aumento del IVA del desastre electoral del PRI de 1997 y 2000. Ya para entonces el PRI venía perdiendo apoyo popular y su legitimidad se encontraba cada vez más deteriorada. Para el mexicano promedio fue infinitamente más costosa e imponente la catástrofe económica de 1995 que el aumento de los impuestos. Tan pronto hubo equidad electoral (que se logró a partir de las reformas de 1996), la población votó en contra del partido que no había hecho otra cosa que producir una crisis tras otra desde 1970. En todo esto el IVA fue no más que una distracción.
La lección que me parece obvia de la segunda mitad de los noventa es que el partido gobernante, o quien aspira a gobernar, incrementa su vulnerabilidad cada vez que provoca una crisis o que la población cree que la pueden provocar. En el tema fiscal, la población aprendió la lección de que es mucho más costosa la irresponsabilidad fiscal que ahora vuelve a proponer el PRI que un aumento del IVA, sobre todo si éste se explica con claridad y se compensa a los perdedores en el camino.
El costo de no emprender las reformas que el país requiere es cada vez mayor porque su ausencia impide que la economía crezca con celeridad. La parálisis que vive el país se debe no al IVA sino al mito del “costo político” que sirve de excusa para proteger intereses y vacas sagradas, ambos mucho más perniciosos para los votantes que el riesgo inherente a reformar.