La destrucción de los futuros empresarios del país

Luis Rubio

Las consecuencias de la inseguridad pública se manifiestan de muchas maneras. El mero temor de sufrir un robo, ser víctima de una violación, pasar la tragedia de un secuestro o, peor de un asesinato, ha hecho que las familias mexicanas cambien sus hábitos, sus costumbres y, sobre todo, sus expectativas. Aunque el problema de la inseguridad se manifiesta de maneras distintas entre los habitantes más pobres, de las clases medias y entre los más ricos del país, el hecho de la inseguridad sigue siendo el mismo y no está siendo resuelto. Unido al desempleo estructural que desde hace décadas padece la economía mexicana, la inseguridad está produciendo uno de los escenarios más peligrosos y graves para el futuro: la destrucción o desaparición del empresariado mexicano.

Este fenómeno tiene dos manifestaciones, con lógicas que no tienen nada en común. Poblaciones enteras sobre todo del centro del país se han vaciado de hombres en edad de trabajar para ir en busca de mejores oportunidades al norte de la frontera. Un enorme grupo de ellos acaba desarrollando una sorprendente capacidad empresarial, como lo muestra el creciente número de restaurantes, tiendas y negocios de todo tipo que han creado mexicanos originarios sobre todo de Oaxaca, Guanajuato, Jalisco, Zacatecas y demás. El tema es sorprendente no porque esas personas tengan menos derecho a progresar que otros mexicanos que han tenido mejores oportunidades de entrada -sobre todo aquellas mesurables en términos de educación y salud, o lo que los economistas llaman capital humano- sino porque la abrumadora mayoría de esos empresarios en el exilio jamás habría tenido la oportunidad de serlo en su lugar de origen. El sistema político, las regulaciones explícitas y las implícitas, los cacicazgos y, simplemente, la opresión que en la práctica ejercen las autoridades de todos los niveles sobre la actividad económica no sólo han impedido que progrese y alcance su potencial un enorme número de mexicanos, sino que han creado las condiciones para que se vayan a otra parte y creen empleos y riqueza allá.

Aunque todo el país vive una inseguridad creciente y angustiante, la criminalidad más perniciosa afecta desproporcionadamente a las clases medias. El robo a una familia pobre puede hacerle perder todas sus pertenencias, pero del asesinato de un familiar o un trauma semejante una familia no se recupera nunca. Los secuestros, las violaciones y los asaltos a mano armada se han vuelto una realidad cotidiana para la juventud urbana del país y nada ni nadie parece estar avanzando mayor cosa en este frente. La respuesta ciudadana ha ido cambiando en el tiempo. En un principio las familias se enquistaron, saliendo lo mínimo posible, sobre todo en las noches. Pero con el tiempo las respuestas han cambiado, al grado de comenzar a adquirir un carácter permanente. Cada respuesta individual tiene su propia lógica, pero la acumulación de acciones semejantes tiene consecuencias nacionales.

Quizá la más significativa de las respuestas que caracteriza hoy a un grupo importante de la clase media es la de enviar a sus hijos a estudiar al exterior. Un creciente número de familias ha estado enviando hijos a estudiar fuera del país, comenzando con edades cada vez menores. Si hace décadas comenzó a ser frecuente la realización de estudios de postgrado en el extranjero, hoy no es infrecuente encontrar alumnos mexicanos ya no sólo a nivel universitario, sino incluso a nivel de secundaria y preparatoria. El hecho no sería importante de no ser por el número creciente de familias que han recurrido a este mecanismo para proteger a sus hijos. Familias más pudientes han optado por mover a la familia en su conjunto fuera del país, manteniendo un puente permanente con el negocio o empleo del jefe de la misma.

Ante la total incapacidad del gobierno de enfrentar el problema, es perfectamente racional que las familias velen por los suyos. Sin embargo, es tiempo de comenzar a contemplar las consecuencias nacionales de la ausencia de una solución al problema de la inseguridad por parte del gobierno. No sería excesivo afirmar que la desidia e incompetencia en este frente está causando la destrucción o desaparición de un enorme potencial de desarrollo empresarial en el país. Y dado que sin empleadores no hay empleos, el tema es brutalmente trascendental. De no resolverse el problema de la inseguridad de una manera efectiva y definitiva, los prospectos del país -y con ello las expectativas de la población- van a contraerse todavía más.

Hay dos sectores de la población que han mostrado dotes empresariales particularmente significativas. Uno es el de los mexicanos más pobres que sólo encuentran un entorno apropiado para desarrollar su potencial en el exterior; y el otro es el de las clases medias, de las cuales ha surgido la nueva camada de empresarios dentro del país en los últimos años. Estos dos sectores están siendo diezmados por la realidad nacional: unos porque sólo enfrentan impedimentos y, los otros, porque no quieren ser víctimas de la criminalidad. Ambos evidencian el fracaso de una secuencia de gobiernos a lo largo de décadas que estaban demasiado preocupados por sus propios intereses como para atender lo elemental.

Para los mexicanos de hoy el dilema es muy simple: o se eliminan las causas de la emigración o las dificultades económicas del país en el largo plazo van a ser cada vez mayores. Este no es un dilema partidista ni relativo a algún candidato en lo particular. Se trata de un tema de envergadura nacional por el simple hecho de que sin empresarios no hay empleos.

Los gobernantes -estatales, municipales y federales- no pierden oportunidad de presentar una nueva iniciativa o inaugurar un nuevo programa, todos ellos supuestamente encaminados a resolver el problema de la inseguridad o a mejorar el entorno para el desarrollo de la economía. Uno a uno de esos programas, sin embargo, se topa con la cruda realidad. En el frente regulatorio, han desaparecido, literalmente, centenas de regulaciones, pero la realidad de las empresas es que dedican una enorme porción de sus horas de trabajo y recursos a tratar de satisfacer una insaciable burocracia. Algunas cámaras empresariales argumentan, por ejemplo, que la nueva Ley de Ingresos entraña costos administrativos adicionales de más de 20%. Eso quizá lo aguanten algunas de las empresas más grandes del país, pero evidentemente constituye una carga punitiva para todo aquél que quiera iniciar una empresa. Nada premia el trabajo empresarial. Aunque tres sucesivas administraciones federales han hecho de la liberalización económica y empresarial su razón de ser, la burocracia que administra la economía y cuida de que los empresarios actuales y potenciales no hagan de las suyas, no ha hecho sino congelar toda oportunidad de que los objetivos se logren.

Por el lado de la inseguridad, vivimos en el país de Alicia y sus maravillas. Recientemente se aprobó una legislación para combatir la criminalidad que multiplica el número de años que un criminal puede acabar pasando en prisión. Esto suena precioso, excepto por el “detalle” de que la abrumadora mayoría de los crímenes quedan impunes, razón por la cual la nueva legislación no tiene vinculación con la realidad de la inseguridad. Pero sí tiene consecuencias: la población, que a fuerzas tiene que ser más realista que sus gobernantes, decide qué es lo que más le conviene y actúa en consecuencia. Y las decisiones que muchos de esos mexicanos han estado tomando entrañan muy malas noticias para el futuro del país.

La inseguridad surgió como resultado de la desaparición del viejo sistema político. Antes, las personas y grupos políticos clave, incluidas las mafias y bandas de criminales, estaban controladas por el gobierno a través de sus poderosos tentáculos. La erosión de ese sistema, producto del desarrollo económico, del crecimiento demográfico, de la liberalización política y de la reticencia del PRI y los grupos e intereses que lo integran a modernizarse y transformarse para convertirse en una fuerza política positiva y constructiva, ha dado rienda suelta a toda clase de abuso y delincuencia. El aparato de seguridad de antaño servía a los intereses de ese sistema político y ahora sirve exclusivamente a los suyos propios.

En lugar de legislaciones y promesas, requerimos de la creación de nuevas policías que vean a la ciudadanía como su objeto y razón de ser. Mientras no se enfrente el hecho de que todo el aparato de seguridad que existe jamás va a cumplir con este simple objetivo, el problema de la inseguridad persistirá. Y con ello la destrucción del potencial económico del país.