Chiapas no es Kosovo

       Luis Rubio

 En Kosovo puede haber dudas razonables sobre los méritos de la campaña militar de la OTAN, pero los imperativos morales son categóricos. La antigua Yugoslavia se ha venido partiendo en pedazos, en muchos sentidos retornando a su naturaleza histórica, y el presidente Slobodan Milosevic ha aprovechado cada minuto y cada segundo en este proceso para remover a las minorías étnicas, sobre todo las musulmanas, de las zonas mayoritariamente serbias. A diferencia de los países occidentales, el presidente yugoslavo definió su  estrategia desde mucho antes que iniciaran los bombardeos y la ha venido instrumentando, paradójicamente, bajo la protección, valga la palabra, de los propios bombardeos. El resultado es una masacre, un verdadero genocidio, de cientos de miles de personas cuyo único error fue pertenecer a una minoría o a una etnia o religión distinta.

Las atrocidades serbias en Kosovo son tan brutales que es imposible comprenderlas más que como un plan premeditado y cuidadosamente delineado por el presidente yugoslavo. Pero la guerra que hoy tiene lugar en esa región no permite juicios fáciles. Desde mi perspectiva hay tres temas que deben ser analizados por separado: primero que nada, la llamada “limpieza étnica” y el genocidio de la que ha venido acompañada. En segundo lugar, la legalidad de la intervención armada de los países de la OTAN, y el tercero, las abismales diferencias entre el conflicto que ha incendiado a la antigua Yugoslavia a lo largo de la última década y otros conflictos étnicos como el de Chiapas o el de Indonesia. Cada uno de estos temas tiene su propia dinámica y cada uno amerita observarlo en la plenitud de su complejidad, porque esa es la única manera de evaluar la realidad del conflicto.

La política de limpieza étnica comenzó poco después de la muerte del Mariscal Tito, cuyas virtudes políticas crecen con cada minuto que transcurre. Es evidente que la extraordinaria habilidad de Tito impidió que los rencores y profundas divisiones que caracterizaban a lo que fue Yugoslavia afloraran por casi cuatro décadas a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial. Una vez desaparecido Tito, el país comenzó a desgranarse y a retornar a las líneas de división que habían caracterizado a la región por siglos. Aunque las cámaras de televisión permiten constatar los brutales crímenes contra poblaciones indefensas, los conflictos interétnicos se remontan muchos años atrás. Mientras que hace unos años los croatas acabaron siendo victimados por los serbios, la situación contraria ocurrió hace poco más de medio siglo: en la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, los croatas se aliaron con los Nazis. Esto último prueba que la región es brutalmente violenta y contribuye a explicar los antecedentes de las matanzas de bosnios, croatas y ahora kosovares.

Pero el hecho de que uno pueda explicarse la historia y las razones, no justifica matanza de niños, mujeres, ancianos y hombres indefensos. La política de limpieza étnica lleva más de una década y cientos de miles, si no es que ya el millón de víctimas. Se trata de una política de Estado: consciente, organizada y llevada a cabo a través de los instrumentos del propio gobierno yugoslavo, con absoluta impunidad. El proceso por el que la “limpieza” se ha llevado a cabo habla por sí mismo: primero se separan los hombres del resto de las minorías. A las mujeres, niños y ancianos los remueven de su lugar de origen, los desplazan de sus casas y pueblos, violan a las mujeres en forma continua y sistemática, para luego transferirlos a otros territorios, generalmente insalubres y sin protección alguna. A los hombres los fuerzan a cavar zanjas y luego los matan y arrojan a las mismas. Se trata de una política premeditada de terror, amedrentamiento, vejación y destrucción de pueblos y poblaciones enteras. Nada se deja a la casualidad.

Todo el que ha querido ver las atrocidades ocurridas en Yugoslavia a lo largo de la última década no ha tenido más que seguir las noticias emanadas de la región. Por años, Milosevic ha patrocinado el proceso sin miramiento. Seguramente nunca imaginó que enfrentaría bombardeos como los que hoy acechan a su país, pero no hay la menor duda de que ha sabido aprovechar, con mucha más sagacidad que las potencias occidentales, los bombardeos de la OTAN. En lugar de doblegarse, ha utilizado el ataque como excusa para llevar a cabo la limpieza étnica de Kosovo, paradójicamente, al amparo de los mismo bombardeos. Ese quizá también fue su máximo error.

Los más diversos especialistas en derecho internacional han hecho claro que es sumamente dudosa, en el mejor de los casos, la legalidad de la intervención armada por parte de la OTAN. Tratándose de una nación soberana y no de un conflicto internacional, la intervención de las potencias occidentales constituye un hecho inédito. Sin embargo, una vez evidenciadas las atrocidades serbias que se han llevado a cabo en forma simultánea con los bombardeos, prácticamente ha desaparecido la totalidad de las voces críticas en todas las naciones de la OTAN. Lo mismo ha ocurrido en Rusia: aunque la retórica del gobierno, sin duda destinada al consumo interno, ha sido muy militante en apoyo a Milosevic, la realidad de sus acciones habla más que todas sus palabras: en la práctica, el gobierno ruso se ha dedicado a reprobar a Milosevic y a buscar opciones diplomáticas, todas las cuales implicarían al menos una región autónoma para los kosovares bajo protección occidental y de soldados rusos. Yugoslavia se ha quedado en la digna compañía de naciones respetuosas de los derechos humanos como Corea del Norte y China.

Si bien puede ser dudosa la legalidad de origen de la intervención militar de la OTAN, la evidencia de genocidio étnico ha disipado las dudas en occidente. Hay muchos críticos de la política norteamericana en Estados Unidos y en el resto del mundo, muchos de ellos esgrimiendo argumentos impecables que, típicamente, van del rechazo a la intervención en asuntos internos de otros países, al escepticismo sobre los méritos políticos o militares de inmiscuirse en un conflicto como el que incendia a la región de los balcanes. El contraste entre la inacción occidental frente a las masacres en Ruanda y la acción militar en Yugoslavia es obviamente difícil de explicar, excepto por el hecho de que se trata de una nación europea, localizada en el cruce con Asia y en una de las regiones más volátiles del mundo. Igualmente importante, las matanzas y otras atrocidades serbias se pueden observar a plenitud en la pantalla de televisión. Las dudas sobre la legitimidad de la intervención y los errores en que esos bombardeos han incurrido han acabado siendo problemas menores comparados con la frivolidad, brutalidad y determinación de los exterminadores serbios.

Muchas de las críticas a las acciones militares reflejan la honda preocupación de que éstas se conviertan en el nuevo modo de actuar de las potencias mundiales cuando ocurran conflictos internos en otras naciones. Aunque el temor puede tener fundamento en la historia, es más que evidente que situaciones como la de Chiapas e Indonesia nada tienen que ver con Yugoslavia. En Indonesia, a principios del año pasado, masas, hordas enteras de jóvenes y, en muchos casos, también adultos, cometieron una tropelía tras otra contra la población de origen chino. Quemaron miles de casas y negocios, mataron a decenas de personas y violaron a otro tanto de mujeres indefensas. Aunque igualmente reprobable, se trató de la acción de masas descarriadas que ventilaron sus agravios contra una minoría muy obvia y prominente y no de una política gubernamental de limpieza étnica. En Chiapas los mexicanos estamos muy divididos sobre la manera en que cada quien considera que debería procederse a resolver el conflicto en esa entidad. Pero no hay mexicano alguno que proponga el exterminio de los zapatistas o la aniquilación de los indígenas.

De igual forma, a pesar de las diferencias de estrategia que se observan dentro del gobierno y entre las fuerzas políticas en general, no hay ningún actor político en el país que sugiera la remoción de los indígenas de sus poblados, la segregación de hombres y mujeres, la violación de las mujeres o el asesinato de todo aquel que tenga un origen étnico distinto o una preferencia religiosa diferente a la de la mayoría. Aunque claramente ha habido muchas muertes injustificables como resultado de las acciones de la OTAN, nada tienen de comparable con la matanza indiscriminada de las minorías de la antigua Yugoslavia.  Por ello es absolutamente reprobable la destrucción humana que ha emprendido el presidente de Serbia. Comparado con lo que allá ocurre, la problemática chiapaneca es claramente resoluble. Yugoslavia nos ofrece una perspectiva que permite localizar nuestros conflictos en su verdadera dimensión. Lo que no es obvio es que sabremos aprender esa lección tan evidente.