Luis Rubio
En lugar de dedicarse a encontrar formas de crear riqueza, que es lo que entraña la palabra empresario, una buena parte del sector privado mexicano prefiere dedicarse a la antigua y ya tradicional industria de la petición. Que el gobierno diga, que el gobierno haga, que el gobierno baje impuestos; casi casi, que el gobierno nos haga ricos. Muchos de los reclamos que por la inacción gubernamental hacen los líderes empresariales pueden ser razonables, pero siempre y cuando vengan acompañados con el desempeño cabal de su función: la creación de riqueza.
En las últimas décadas, el sector privado se ha dividido en dos: los que son empresarios y los que no lo son, pero que confundieron su capacidad de gestión ante la burocracia con vocación empresarial. Típicamente, los que sí son empresarios, con muchas excepciones notables, están prosperando y creciendo, aun en la adversidad del momento actual. Los que no lo son, típicamente se dedican a quejarse y a pedir que alguien más les resuelva sus problemas. Son dos caras de la realidad actual. Nuestro problema es que sólo vamos a salir adelante cuando todos en el sector privado sean verdaderos empresarios.
La historia del sector privado mexicano explica mucho de la realidad empresarial actual. Antes de que comenzaran los planes de desarrollo industrial en los cuarenta y cincuenta, una parte importante de la planta industrial del país ya se había desarrollado fuera de la ciudad de México. Muchas de las empresas y de los empresarios más exitosos en la actualidad son precisamente aquéllos que se forjaron al amparo de sus habilidades y capacidad, siempre con una visión de desarrollo industrial de largo plazo. El ejemplo patente, si bien no único, de este tipo de desarrollo se encuentra en Nuevo León. Ahí los empresarios surgieron por voluntad propia y, aunque naturalmente aprovecharon todos los planes e incentivos (y, en ocasiones, también los vicios) gubernamentales, su impulso era el de la creación de riqueza por medio de la industria.
Pero la historia de la mayor parte de las empresas en el país, en términos absolutos, siguió una lógica distinta. Buena parte de las empresas, sobre todo las industriales, surgieron al amparo de incentivos gubernamentales, cuyo cometido era precisamente ese, promover la creación de empresas, desarrollar una planta industrial moderna y generar empleo. Los objetivos eran encomiables, desde cualquier perspectiva; los medios que se emplearon para lograrlo resultaron ser extraordinariamente costosos.
Como tantas otras cosas en nuestra historia reciente, en la estrategia de desarrollo industrial se mezclaron objetivos económicos de desarrollo con objetivos políticos de control que en su momento persiguieron diversos gobiernos. La combinación resultó explosiva. Por el lado económico, los gobiernos de la postguerra se dedicaron a diseñar toda clase de mecanismos orientados a promover la creación de empresas; entre ellos sobresalían la protección respecto a las importaciones, el diseño de incentivos fiscales y una amplia variedad de apoyos directos e indirectos. Como decía yo antes, el objetivo era encomiable, pero los costos resultaron ser muy elevados. Sin duda, la política industrial de la época permitió el desarrollo de un sinnúmero de empresas que, de otra manera, seguramente no se habrían logrado. Por otra parte, muchas de esas empresas resultaron viables no porque sus empresarios tuviesen excepcionales habilidades o porque produjesen bienes a buen precio o de buena calidad, sino porque no tenían competencia alguna y porque los incentivos gubernamentales con frecuencia eran tan generosos que hacían atractiva cualquier inversión.
Independientemente de las trágicas consecuencias sobre toda la economía nacional de la devaluación de 1994 y su pésimo manejo, muchos de los problemas de la planta industrial del país en los últimos años nada tienen que ver con las importaciones, sino con la total incapacidad de muchos empresarios de reconocer que los tiempos en que su viabilidad estaba asegurada por el gobierno (y, por lo tanto, por nuestros impuestos), ya pasaron y ya no son posibles. Con razón, muchos empresarios se quejan de que las importaciones mermaron su mercado, cuando no acabaron con él. La alternativa que proponían en los años pasados era la de cerrar el mercado, posponer la apertura de la economía o, en el mejor de los casos gradualizarla en un plazo que variaría entre muy largo y nunca. En la actualidad, sus argumentos han cambiado, pero el tema sigue siendo el mismo: ahora quieren que el gobierno (es decir, quienes pagan impuestos) les compense sus pérdidas o las ganancias que no lograron en los últimos años. Para ello reclaman disminuciones en los impuestos, quitas en sus créditos, apoyos fiscales y algo difuso -que cada uno de los llamados líderes empresariales define de distinta manera- llamado «política industrial».
Por el lado político, los gobiernos priístas de antaño buscaban el control de la población y una buena manera de controlar a los empresarios era haciéndolos dependientes del propio gobierno. Esto explica la manera en que se aplicó la política industrial de la postguerra: las autoridades concedían beneficios y favores de todo tipo a los empresarios que se comportaban dentro de las normas políticas del momento. El resultado fue que una enorme proporción de los empresarios tuvo más incentivos a estar cerca del gobierno, llevarse bien con los burócratas y compartir sus utilidades con quien fuese necesario, que en dedicarse a mejorar sus productos, disminuir sus costos o servir al consumidor. Para los políticos y burócratas el beneficio era tanto económico (corrupción), como político (control). Para el país ese fue el antecedente del desbarajuste industrial que ahora tenemos.
La situación actual es la de un sector privado dividido entre los que están viendo al futuro y los que se aferran a un esquema que hace dos décadas dejó de ser operante. Una gran parte del problema de cartera vencida de los bancos se tiene con empresas que a pesar de no ser viables en el contexto de una economía moderna y abierta, fueron beneficiados con créditos que no hicieron otra cosa más que sostenerlas unos años más, a pesar de su inviabilidad. Estos constituyen pérdidas casi inevitables. Por otra parte, hay un nuevo y creciente número de empresarios que está demostrando, en la práctica, que muchas de las limitaciones e impedimentos que ven los empresarios quejosos son problemas reales, pero ni son insalvables ni son asfixiantes. Quizá lo más importante del momento actual es precisamente que está creciendo un nuevo núcleo de empresarios que tienen más interés en crear riqueza que en perder su tiempo lidiando con las cámaras industriales, con sus líderes o con la industria de la petición que no fabrica nada pero hace mucho ruido.
Muchas de las empresas que bien pueden ser el ancla del futuro se encuentran atoradas por problemas del pasado. El problema del crédito y de las carteras vencidas es serio, pero tiene solución. El gobierno bien podría abandonar sus esfuerzos de premiar a los quejosos y dedicarse, con seriedad, a propiciar una ley de quiebras que permita revitalizar al sector industrial sin cargo al erario. De la misma manera, el gobierno podría abocarse a erradicar todos los impedimentos y estorbos que le hacen difícil -y, a veces, imposible- la vida a los únicos que crean riqueza en esta sociedad: los que de verdad producen y que, desafortunadamente, son menos de los que necesita el país.