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El comienzo

Luis Rubio

En el mundo del folklore y de tradiciones añejas, plantea Carlos Lozada, los mitos son relatos que se repiten una y otra vez por su sabiduría y verdades subyacentes. Nadie entiende mejor esta lógica que el presidente López Obrador, quien no sólo es un maestro de la narrativa (y la mitología), sino que entraña otra característica con la que pocos hemos reparado: su éxito no depende de sus acciones concretas o sus resultados, sino del culto a la personalidad. A la fecha, la fórmula ha sido implacable; la pregunta es qué implica eso para el futuro del país.

Hay al menos cuatro factores que son críticos para el desarrollo y que la narrativa presidencial denuesta a diario, pero no por eso dejan de ser clave: la inversión y el crecimiento económico; la seguridad; la relación con Estados Unidos; y las reglas del juego. En cada uno de estos rubros, el presidente ha ido erosionando los andamios, de por sí endebles, que hacían que las cosas funcionaran.

El desarrollo es, evidentemente, el único objetivo posible, eso a pesar del desdén con que el actual gobierno lo contempla. Enfocado exclusivamente en el poder y en su preservación, prefiere a un electorado pobre pero leal a un país desarrollado y rico con una ciudadanía pujante. Venga quien venga, tendrá que enfocarse al desarrollo (y lo que eso implica en términos de educación y salud) no sólo por la obviedad de que es la única posibilidad de futuro, sino porque los problemas sociales se han ido apilando. La fórmula es conocida: crear condiciones para atraer capital, sin lo cual el crecimiento económico es imposible, pero con una estrategia redistributiva que permita elevar los niveles de vida de la población sin afectar el funcionamiento de la economía. Todo lo que se requiere es certidumbre: reglas claras y predecibles. Dadas las condiciones, el nearshoring es una enorme oportunidad (no panacea) que puede crecer de manera incontenible.

La seguridad es un asunto que no sólo no está resuelto, sino que se complica día a día. Digan lo que digan los voceros gubernamentales, es evidente que el crimen organizado controla vastos territorios, donde reinan la extorsión, el secuestro y la violencia. La popularidad nominal puede ser elevada, pero la realidad al nivel del piso es lacerante y no se resuelve con retórica ni con una guardia nacional que no es substituto de una policía (y sistema judicial) local que proteja a la población. El ejército es indispensable, pero sólo para contribuir a pacificar el país, no para hacerlo funcionar. Los abrazos suenan muy bellos, pero la seguridad depende de una vida cotidiana sin miedos ni razones para estos.

Atacar a los estadounidenses e invitar a sus rivales al desfile de independencia es quizá la más reveladora de nuestras podredumbres míticas. Convocar a envolverse en la bandera era rentable hace cincuenta años, pero no en la era en la que es cada vez más rara la familia que no tiene parientes directos allá. Esto además de la trascendencia económica, política y social de las exportaciones y remesas para la estabilidad. Parecería suicida atentar contra estas obvias fuentes de viabilidad.

El gran éxito del TLC original fue que creó un marco legal y regulatorio que le confería certidumbre al inversionista y empresario: reglas generales, claras y que se podían hacer cumplir a través de mecanismos confiables, no politizados. AMLO ha invertido la ecuación: en lugar de reglas generales y conocidas, él pretende resolver cada situación de manera individual, lo que atenta contra la esencia del factor que hace atractiva la inversión: la confiabilidad de las reglas.

La pregunta es cómo enfrentar estos males. La respuesta es, conceptualmente, obvia.  Hace treinta años se procuró un esquema de reglas del juego y mecanismos confiables de resolución de disputas a través de un tratado internacional, lo que en esencia implicaba que México obtenía prestadas las reglas y sistema judicial en materia comercial y de inversión de nuestros socios comerciales. Esa avenida no se ha agotado, pero ha experimentado un grave deterioro. En consecuencia, la única forma de recrear condiciones que hagan predecibles las reglas es con arreglos políticos internos que se puedan hacer cumplir. En una palabra: tenemos que hacer hoy lo que antes no se podía lograr internamente: un marco político-legal que sea confiable.

El gran reto para el próximo gobierno residirá en construir un andamiaje de acuerdos que disminuyan las fuentes de odio y de polarización y que se traduzcan en acuerdos políticos que entrañen una fuente de confiabilidad y certidumbre para los agentes económicos. Suena complejo, pero es la única forma a través de la cual se puede contemplar una salida del hoyo en que nos ha colocado el gobierno actual y cuyo legado será mucho más complejo y caótico de lo aparente.

Al país le urge un entendido “autóctono” que abra espacios de participación y elimine las fuentes de disrupción e inseguridad. Esto implica las fuerzas políticas formales, pero también instancias ciudadanas, empresariales, sindicales. México se ha vuelto demasiado grande y complejo para depender de unos cuantos actores con intereses particulares. El reto es enorme, pero también lo es la oportunidad.

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 REFORMA

08 octubre 2023

Sujeto y objeto

Luis Rubio

La polarización altera todo: desde la forma en que se dicen las cosas hasta la disposición a escucharlas. La polarización destruye el lenguaje, haciendo que términos ampliamente aceptados se conviertan en tramas polémicas, propensas al exterminio de los contrarios. Sumidos en la obsesión por confrontar a los buenos con los malos, se torna casi imposible reconocer terrenos comunes, espacios en que no hay diferencias significativas, donde lo que es común es más grande y sustantivo que lo que distancia y diferencia.

El concepto de sociedad civil ha caído en esa tesitura: presentado como exclusivo de las élites -los conservadores en el nuevo vernáculo- quedan fuera miles de organizaciones de base que no tienen tiempo para pelear títulos pero que representan ciudadanos demandando respeto a sus derechos. La sociedad civil de México es mucho más de lo aparente. Denostarla implica atacar a ciudadanos legítimos que no hacen otra cosa sino luchar por derechos consagrados en la constitución.

Lo que diferencia a los integrantes de la sociedad civil -concepto acuñado por Aristóteles- no es el nivel de ingresos de sus integrantes, sino la disposición a hacer valer sus derechos, demandar satisfacción a sus reclamos y participar activamente en los procesos políticos y sociales. Desde esta perspectiva, son muchísimas más las organizaciones que, frecuentemente sin título ni registro, representan a la ciudadanía que aquellas que existen de manera formal.

Ahí están las mujeres de Cherán, Michoacán, organizadas para erradicar a los taladores de bosques que les quitaban su fuente de empleo, secuestraran y mataran a sus hijos y esposos. En Santiago Ixcuintla no ha habido un solo secuestro en años gracias a la organización ciudadana. En Monterrey, las hermanas de CADHAC diseñaron un nuevo modelo para los ministerios públicos. En Veracruz y Morelos (Tetelcingo) las familias de desaparecidos se han vuelto expertas en muestras de ADN y en búsqueda de fosas.

Los ejemplos proliferan por todo el país, con distintos grados de éxito, pero el conjunto evidencia la existencia de una sociedad activa, participativa y demandante. Las comunidades organizan eventos y competencias en deportes, cultura, fiestas y tradiciones: todo es un voluntariado, la esencia de la ciudadanía y evidencia natural de sociedad civil. Ni el más avezado de los operadores gubernamentales puede cooptar a una comunidad que se organiza.

El gobierno actual ha procurado agudizar no sólo las diferencias, sino sobre todo las percepciones, objetivo nodal de la narrativa mañanera. Los buenos son el pueblo, los malos son los ciudadanos. El objeto de la mañanera es el “pueblo bueno” que recibe, es pasivo y sólo entiende la lógica del “qué me vas a dar” y “a cambio de qué.” El viejo sistema político desarrolló toda una cultura de intercambio de beneficios por votos, pero el gobierno actual lo ha llevado a un nuevo nivel en el que ya no es necesario el desarrollo económico porque con los “apoyos” se procuran lealtades duraderas. En esta dimensión, el crimen organizado le es más que funcional porque inhibe la participación política, genera miedo y, por lo tanto, anula la propensión, o al menos la posibilidad, de que los otrora integrantes del “pueblo” pasen a asumirse como ciudadanos.

Los ciudadanos son sujetos porque no se quedan cruzados de brazos: sean éstos los huérfanos en ciudad Juárez que obligaron a las autoridades municipales a enfocarse hacia el feminicidio que los había dejado en esa condición, o entidades legalmente constituidas combatiendo la impunidad y la corrupción a partir de los datos, la información dura. Dos caras de una misma moneda. Unas se autodenominan sociedad civil, otras simplemente lo son: defienden los derechos y necesidades de sus hijos en las escuelas, exigen que se atiendan los problemas de seguridad y, en general, responden a la agenda que la realidad les ha obligado a confrontar.

En la interacción entre los buenos y los malos que promueve el presidente ha ocurrido un nuevo fenómeno: mucha gente ha comenzado a descubrir que tiene derechos que antes no identificaba o conocía. Es decir, en su afán por enaltecer a unos a costa de otros, el presidente quizá haya provocado el envalentonamiento de cada vez más mexicanos quienes quizá renieguen y critiquen a las llamadas “organizaciones de la sociedad civil,” pero que son cada día más parte de ésta, al menos en el sentido de su forma de exigir sus derechos.

La promoción de la informalidad como estrategia política abona al fortalecimiento de la población como objeto de favores gubernamentales, en detrimento del crecimiento de la economía en general. El objetivo expreso, incluso consciente, puede no ser el de promover la informalidad (porque ésta no trae beneficios fiscales), pero el efecto es ese: un trabajador informal le debe favores al policía de la esquina, al inspector municipal y, por tanto, a la estructura que con tanto ahínco ha ido construyendo Morena. La expectativa expresa es que esa protección y “apoyos” se traducirá en lealtad permanente y votos, pero nada garantiza que así ocurra.

México se ha partido entre los que jalan y los que esperan ser jalados. Quizá no haya disputa más trascendente que ésta porque de su desenlace dependerá el devenir de nuestro país.

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 REFORMA 

01 octubre 2023

Gobernabilidad

Luis Rubio

Un mito recorre a México: el del presidencialismo sin contrapesos. No se trata de un asunto nuevo. Entre el presidencialismo exacerbado de antaño hasta la parálisis legislativa en décadas recientes, y ahora el nuevo modelo de gobierno unipersonal, los mexicanos tenemos una propensión a concebir el problema de la gobernanza en forma pendular, lo que arroja una perspectiva tergiversada de lo que es o debiera ser el gobierno. Queremos que el país funcione, pero no queremos que haya crisis; queremos que el gobierno actúe, pero que no se exceda; queremos lo bueno, pero no lo malo. Esto es natural y lógico, pero, como dijera Madison, sólo con reglas y contrapesos es posible lograrlo, porque el reino de los hombres siempre está sujeto a la proclividad y veleidades humanas.

Reza el dicho popular que cada quien cuenta la historia según le va en la feria. Cuando a alguien le gusta el gobernante, quiere que siga e, incluso, que se reelija. Cuando alguien lo aborrece, quiere que se vaya lo antes posible. El asunto no debería ser de personas, sino de instituciones: autoridad precisa y limitada para el gobernante, reglas y derechos para el ciudadano. El punto, en el sentido de Popper, es que el ciudadano tenga la certeza de que el gobernante no podrá abusar gracias a la existencia de instituciones y contrapesos efectivos. La pregunta clave, desde al menos Platón, es cómo asegurar que así sea.

En términos mexicanos, la interrogante es cómo lograr aterrizar la inconsistencia que los mexicanos guardamos respecto al poder presidencial y al gobierno en general. El recuerdo del viejo sistema político genera añoranza en unos y miedo en otros y el problema es que ambos tienen razón: se extraña la capacidad de ejecución pero se teme el abuso. Ese, en una frase, es el dilema mexicano.

El problema es que esa tesitura ha llevado a identificar gobernabilidad con control de los otros poderes, es decir, el viejo presidencialismo dominante. El lado anverso de esa moneda es que las circunstancias que hicieron posible (y en buena medida necesario) aquel modelo político hace casi cien años nada tienen que ver con la realidad del mundo de hoy. Cada componente del poder -política, gobernanza (o gobernabilidad), burocracia y estado de derecho- debe verse en su dimensión.

La política es personal, emotiva y encaminada a negociar, convencer y sumar. Se trata del ejercicio cotidiano del poder y su principal instrumento es el púlpito y la conversación uno a uno: es ahí donde se procuran acuerdos para que “las cosas sucedan.” Se dice que un buen político le saca agua hasta a las piedras.

En contraste, la gobernanza es aburrida porque no se nota, excepto en los resultados. Es ahí donde aterriza la ley en la forma de autoridad, poder y reglas de operación del gobierno. Es en ese ámbito que se determina la autoridad que la legislatura le delega al poder ejecutivo, ambos electos, pero también a la burocracia y a las entidades regulatorias, que no lo son. La gobernanza es el punto en que el gobierno interactúa con la ciudadanía. Mientras que un gran político puede lograr muchas cosas en tanto que uno mediocre se queda atorado en el camino, ninguno de los dos puede exceder, en un contexto de contrapesos efectivos, la autoridad que le confiere el poder legislativo, consistente con el marco constitucional.

El término burocracia se emplea frecuentemente de manera peyorativa, pero es lo que hace funcionar a los gobiernos exitosos en todos los sectores: un cuerpo profesional que se desempeña de manera apartidista y opera en forma eficiente e institucional, siguiendo los lineamientos del gobierno electo. Por eso es tan dañina la destrucción que ha hecho el gobierno actual de la capacidad administrativa que existía: aunque mediocre, funcionaba.

Lo que hace marchar a un país son las reglas del juego: qué se vale y qué no. Eso es lo que se codifica en las leyes, desde la constitución hacia abajo y que se conoce como estado de derecho. Las leyes deben ser claras, conocidas, precisas, de aplicación estricta y difíciles de cambiar. En México las leyes tienden a ser de carácter aspiracional más que normativo y suelen ser inaplicables, lo que deja un margen tan amplio de discrecionalidad que no pueden cumplir el objetivo de conferir certidumbre y protección a los derechos ciudadanos. Peor cuando un gobernante tiene el poder (control del legislativo) para cambiar las leyes a su antojo y después alegar que su actuar se apega a la legalidad.

La gobernabilidad no puede consistir en facultades tan amplias -por ley o por control del poder legislativo- que permitan violar los derechos ciudadanos, pero también se requieren incentivos para que el legislativo coopere y se evite la parálisis caprichosa. Los contrapesos pueden ser desagradables para el gobernante, pero es la única manera de asegurar que nadie pueda abusar del poder. En la medida en que México siga elevando el grado de complejidad de su economía, sociedad y política -proceso natural y deseable- los contrapesos se tornarán en un requisito indispensable para poder funcionar.

La misión de un gobierno no consiste en que el gobernante haga lo que quiera, sino que lleve a cabo su proyecto dentro de los límites que le impone la ley. Dos cosas muy distintas.

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REFORMA

24 septiembre 2023

Gangas

Luis Rubio

En memoria del Dr. Luis Alberto Vargas

Gobiernos van y gobiernos vienen, pero una cosa siempre permanece: la corrupción. Las personas cambian, pero el fenómeno es perenne. Y México no es excepcional en esto: en su libro sobre Rusia (1976), Hendrick Smith* cuenta que Iván le dice a Volodya: “yo pienso que tenemos al país más rico del mundo.” ¨Por qué,” pregunta Volodya: “porque por casi sesenta años todos han estado robándole al gobierno y todavía sigue habiendo más que robar.” En su libro sobre el colapso soviético, Kotkin** explica cómo la corrupción consumía todo, pero era imposible vivir sin ella. El fenómeno es tan ruso como mexicano y no hay gobierno que se salve, incluido el de los otros datos.

La corrupción, prima hermana de la impunidad, ha sido parte de la vida nacional por siglos, pero no por eso tiene que persistir. La gran pregunta es qué es lo que la hace parte del ser nacional en lugar de una lacra que debe ser erradicada. Parte de la explicación viene de la naturaleza misma del sistema político que emergió tras el fin de la era revolucionaria: el sistema premiaba la lealtad con acceso al poder y/o a la corrupción; la corrupción fue (y es) un componente central, de hecho inherente, al ejercicio del poder. El viejo sistema premiaba con corrupción, el “nuevo” la purifica: la misma gata pero revolcada.

Lo que ha cambiado es el contexto en el que hoy se da la corrupción. En la era de las comunicaciones instantáneas y las redes sociales la corrupción es no sólo obvia, sino visible y, por lo tanto, ubicua. Mientras que para el mexicano de a pie la corrupción es un instrumento inevitable de la vida cotidiana (franeleros, trámites, inspectores, policías) que involucra intercambios tanto con funcionarios públicos como con actores privados, uno de los grandes logros de las últimas décadas fue la consagración de un conjunto de reglas confiables para el funcionamiento de las grandes empresas, especialmente en lo relacionado con el comercio exterior. Pero la corrupción más visible y relevante en términos políticos y de la legitimidad de los gobiernos es la del robo en despoblado que ocurre dentro y en torno al gobierno, mucha de ella vinculada a actores privados, aunque no siempre.

Hay dos factores que hacen posible la corrupción en México y que nos diferencian de países como Dinamarca y similares: uno es que el gobierno mexicano fue constituido para controlar a la población y no para, pues, gobernar, y esa diferencia tiene consecuencias fundamentales. Cuando la función objetivo es hacer posible el desarrollo y el bienestar, el gobierno se torna en un factor de solución de problemas; cuando su objetivo es el control, lo relevante es que nadie se salga del huacal. El gobierno promotor procura elevadas tasas de crecimiento y se aboca a eliminar obstáculos para lograr esa misión; el gobierno controlador somete a la población y crea espacios de privilegio, abriendo interminables oportunidades para la corrupción. De manera concurrente, en un gobierno controlador la impunidad se convierte en un imperativo categórico: si se castigara la corrupción ésta desaparecería, eliminando la impunidad.

El otro factor que hace posible la corrupción se deriva del anterior: la legislación mexicana se distingue de la de los países dedicados al desarrollo en que aquellos procuran reglas generales, conocidas por todos y aplicadas de manera sistemática. Aunque los gobiernos siempre guardan márgenes de discrecionalidad, en México las leyes casi siempre bordean la arbitrariedad porque le confieren facultades tan amplias a las autoridades -desde el inspector más modesto hasta el presidente- que acaban haciendo irrelevantes las reglas. El gobierno actual, ese que iba a acabar con la corrupción, ha ampliado ese margen de manera incontenible, al grado en que todo lo que antes eran reglas generales ahora es negociado directamente con el presidente, convirtiéndose en favores que se dan y que, por lo tanto, se pueden quitar. Baste ver la manera en que se “resolvieron” casos como los de los gasoductos, el aeropuerto y las generadoras eléctricas para apreciar las dimensiones del cambio que se ha dado y, por tanto, el potencial de corrupción que se ha abierto, donde ya prácticamente ésta se había erradicado.

¿Se podría eliminar la corrupción? La arbitrariedad con que el actual gobierno se ha conducido implica la muy seria posibilidad de que el país vuelva a sus momentos más aciagos. Basta ver a Rusia para apreciarlo: Misha Friedman, del NYT, dice que “la corrupción está tan generalizada que toda la sociedad acepta lo inaceptable como normal, como la única forma de sobrevivir, como un ‘así son las cosas’.” México no es muy distinto.

No cabe la menor duda que la corrupción puede ser eliminada, pero eso pasaría por la eliminación de la discrecionalidad de que gozan nuestros “gobernantes.” Sin eso, seguirá reinando la impunidad…

No hay gangas en este mundo: el progreso requiere un basamento confiable de certidumbre tanto en términos de seguridad para las familias como sobre su patrimonio y esto, paradójicamente, es mucho más trascendente para la población menos favorecida. Los tratados internacionales ayudan, pero las soluciones tienen que ser internas. No hay gangas: se requiere un gobierno que sí entienda cuál es su función nodal.

*The Russians **Armageddon Averted

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REFORMA
17 septiembre 2023

¿Dónde se atoró?

Luis Rubio

Mientras avanzan las candidaturas, los riesgos políticos se elevan. Tres son los factores que impulsan la posibilidad de que el país enfrente situaciones críticas en el curso del próximo año. El primero, y más obvio, es el ciclo presidencial: en todas partes del mundo sigue una lógica natural que comienza su fase ascendente donde el presidente acumula poder, llega a su cenit y luego comienza el descenso. El segundo factor proviene de la erosión y eventual desarticulación de los mecanismos de control político con los que contaba el sistema político. El tercero, y más riesgoso en este periodo, es el que se deriva de la inexistencia de reglas del juego para la política, en conjunto con la creciente incapacidad para hacer cumplir las pocas reglas que todavía siguen vigentes. Cada uno de estos elementos jugará su parte en los meses que vienen.

El gran éxito del viejo sistema político radicaba en la existencia de reglas precisas para el funcionamiento de la vida pública. Algunas de aquellas reglas, comenzando por la primera -el presidente manda- eran constantes, en tanto que otras variaban de administración en administración. El ciclo de inversión y actividad económica típicamente comenzaba hacia el final del primer año, cuando la tónica del gobierno y sus reglas específicas se aclaraban. En lo que a la sucesión tocaba, las reglas eran permanentes: nadie disputa la legitimidad del presidente, pero se vale contender para la sucesión. Estas y otras peculiaridades del sistema se llegaron a denominar facultades “metaconstitucionales” porque eran reglas “no escritas” pero que se hacían cumplir a rajatabla.

Muchos de los peores vicios de la actualidad se derivan de aquella manera de conducir los asuntos públicos porque México nunca construyó un sistema legal compatible con el desarrollo económico y la libertad de las personas (como sí ocurre en casi todas las naciones latinoamericanas). México logró estabilidad y crecimiento por muchas décadas a lo largo del siglo XX porque contó con un sistema político de excepción donde la ley era irrelevante y lo que importaba eran las reglas no escritas. Eso funcionaba en un país pequeño, provinciano y relativamente aislado del resto del planeta, pero constituye un gran fardo para una nación grande, diversa, dispersa y extraordinariamente interconectada con el mundo exterior. El viejo sistema, que en muchos sentidos persiste, es un gran obstáculo para la construcción de otro futuro. Lo que antes eran virtudes, ahora son fuentes de riesgo y potencial inestabilidad.

Volviendo a los factores mencionados al inicio, el ciclo político ocurre en todas las naciones porque es, en cierta forma, el ciclo de la vida. Sin embargo, lo que lo hace diferente en México es que mientras que en la mayoría de las naciones el presidente va perdiendo poder y control en su fase descendente, en México lo que pierde es control, pero no el poder, porque en México, de facto, este último no está acotado por leyes o instituciones, lo que explica situaciones extremas como la expropiación bancaria, la expropiación de tierras en el valle del Yaqui y otras anomalías (y crisis), casi siempre al final del sexenio.

El segundo elemento con que contaba el sistema político a lo largo del siglo pasado fue el conjunto de instituciones, sobre todo sindicales, que le conferían a la presidencia enorme capacidad de control. La estructura de sindicatos, federaciones y confederaciones, como las de trabajadores o campesinos y el llamado sector popular, cada uno con sus características y vicisitudes, constituía un mecanismo formidable de regulación y autoridad que le confirió al país décadas de estabilidad, todo ello a costa del ejercicio de los derechos tanto individuales como colectivos que existían en otras latitudes. La liberalización comercial alteró el esquema al minar o eliminar toda la estructura de control con que contaba el gobierno sobre los trabajadores y sobre los empresarios (con la excepción de los sindicatos vinculados al gobierno, no sujetos a competencia).

El tercer elemento es el clave. En países verdaderamente democráticos e institucionalizados, las reglas del juego son las que establece el marco legal: las leyes guían el proceso y determinan las facultades y límites para los diversos actores. En un país en el que las leyes son no más que una guía moral y lo que vale son las enormes facultades discrecionales (y arbitrarias) con que cuenta la autoridad a todos los niveles, la ley es irrelevante y lo único que cuenta es el poder. Y un presidente tan poderoso hace y cambia las reglas de acuerdo con la hora del día y los humores que de ahí se derivan.

El desafío para los mexicanos es precisamente ese: cómo construir un sistema de reglas y leyes que no puedan ser modificadas o definidas por una sola persona, sino a través de un proceso institucional como el establecido en la constitución. El problema principal de México radica en el hecho de que el presidente (el actual y sus predecesores) pueda cambiar las reglas (y las leyes), literalmente a su antojo. El asunto es de poder, no de leyes ni, estrictamente hablando, de instituciones: ¿cómo acotar las facultades reales de la presidencia? El día que logremos eso, México entrará al mundo del desarrollo y la civilización.

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  REFORMA
10 septiembre 2023

Esquivar obstáculos

Luis Rubio
A la memoria de Bill Richardson, gran amigo de México.

India avanza de manera incontenible, pero en forma por demás peculiar, esquivando los obstáculos que inexorablemente le impone su extraordinaria diversidad lingüística, religiosa y étnica. Una sociedad extremadamente compleja y estratificada enfrentando enormes barreras para progresar, ha encontrado formas innovadoras de romper feudos, dogmas y prácticas ancestrales. Hay mucho que los mexicanos podemos aprender de su experiencia.

“India vive en todos los siglos al mismo tiempo” dice el ex primer ministro Manmohan Singh. Esa característica, con la que claramente México se puede identificar, no le ha impedido a India emprender uno de los procesos de transformación más impactantes del mundo. El contraste obvio es China, países de similar nivel de población, pero con naturalezas políticas sociales radicalmente opuestas. Mientras que en China el gobierno controla todos los procesos y ha tenido la capacidad de imponer su visión del desarrollo sobre la totalidad de su población, India es una nación democrática y, al mismo tiempo, extraordinariamente diversa, dispersa y desorganizada. Por esas razones, el reto para India ha sido tanto mayor.

¿Cómo, en esas circunstancias, cambiar en aras de lograr el desarrollo? Esa ha sido la disyuntiva de esa monumental nación a lo largo de las pasadas tres décadas. ¿Cómo romper barreras mentales, sociales y religiosas ancestrales? ¿Cómo atraer inversiones nuevas, productivas y promisorias, en un entorno plagado de burocracia, corrupción y procesos de decisión regulatorios interminables? ¿Cómo, en una palabra, romper con todos esos obstáculos, profundamente arraigados, como condición indispensable para elevar los niveles de crecimiento de la economía y poder aspirar, a partir de ello, al desarrollo?

La solución que encontraron los más recientes gobiernos, y más con el impulso del actual, encabezado por Narendra Modi, ha sido la de saltar etapas, es decir, no copiar las experiencias de otras naciones, sino tratar de dar saltos cuánticos. Quizá no haya un ejemplo más ilustrativo, así sea evidente, que el que ha experimentado en el ámbito de las comunicaciones: en lugar de invertir en telefonía alámbrica en una nación donde el 80% de la población nunca ha tenido un teléfono en su casa, la decisión fue desarrollar aceleradamente la telefonía celular. Menos de dos décadas después de lanzar esta iniciativa, el país saltó de unos veinte millones de líneas fijas a 1150 millones de teléfonos celulares. El siguiente paso fue romper con el monopolio de los servicios financieros, creando un sistema de pagos sustentado en los teléfonos móviles, a través del cual toda la población tiene una cédula de identificación y la posibilidad de pagar y recibir fondos sin límite y sin costo.

Para apreciar el tamaño de los obstáculos que los reformadores han enfrentado, baste un ejemplo: hasta hace cinco años, cada uno de los 28 estados que integran a esa nación asiática tenía un impuesto al consumo (algunos IVA, otros un impuesto sobre ventas) distinto y exigían su pago en efectivo al cruzar cada frontera estatal. La consecuencia de este requerimiento eran colas interminables de camiones para hacer el pago a burócratas sin prisa. Luego de más de diez años de negociaciones, finalmente se acordó un sistema de impuesto federal que respeta las diferentes tasas, pero permite el pago electrónico, eliminando las barreras aduanales entre cada uno de los estados. Algo como esto se habría resuelto en un mes en China, pero llevó años de arduas negociaciones y ahora ha transformado la logística de todas las empresas, que antes debían tener bodegas y almacenes en todos lados, siguiendo una lógica burocrática. Algunos bienes, sobre todo alimentos, bajaron súbitamente de precio. El punto es que se han ido creando condiciones para resolver problemas, muchas veces sin cambiar lo existente (como la burocracia o las regulaciones bancarias), haciéndolo irrelevante. El resultado ha sido dos décadas de elevado crecimiento económico, el nacimiento de una enorme clase media y un optimismo generalizado y contagioso.

La gran diferencia entre India y México en términos de su proceso de transformación es que el gobierno hindú tiene una claridad meridiana sobre la necesidad de incorporarse aceleradamente al siglo XXI y ha estado dispuesto a enfrentar (a veces dándole la vuelta) a poderosos intereses empresariales, políticos, sindicales y, no menos importante, a los dogmas tradicionalistas que por siglos mantuvieron vigente un opresivo sistema económico y social.

En una conferencia reciente a la que asistí en India, las palabras más pronunciadas, por oradores gubernamentales, sociales y empresariales eran: clase media, Internet, desarrollo, educación, tecnología, productividad, mundo interconectado, salud. Ninguna de estas palabras se encuentra en el discurso mañanero estos días.

Aunque a veces a regañadientes, México iba avanzando por un camino similar, pero ahora se ha oficializado el dogma de que el pasado de pobreza siempre fue mejor. Mil trecientos millones de ciudadanos de la India demuestran que ese no es el camino.

En India fue que me encontré este intercambio: Charlie Brown- “Hay mucha gente inteligente en el mundo.” Snoopy- “Sí, pero la mayoría es asintomática.” En India van adelante los que ven hacia el futuro.

 

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Reforma
3 SEP 2023 

(A)temporalidad

Luis Rubio 

Entre los setenta y los noventa, México vivió una era de crisis financieras, producto en buena medida de la laxitud con que se manejaban las finanzas públicas: enormes déficits, mucha deuda y poco cuidado de la rentabilidad de la inversión pública. Entre 1976 y 1995, los mexicanos nos acostumbramos a crisis de fin de sexenio que, de súbito, empobrecían a la población y erosionaban la cohesión social. La lección que el hoy presidente derivó de aquella experiencia fue nítida: había que cuidar las finanzas públicas para evitar caer en aquel patrón. La pregunta es si no se equivocó de época.

Casi tres décadas después de la última crisis cambiaria, el mensaje que emerge del púlpito cotidiano, usualmente en tono irónico y con generosas descalificaciones, es que gobernar a México es muy fácil. Quizá no sobraría que el presidente recuerde a un predecesor suyo -Porfirio Díaz- quien, en tiempos infinitamente menos complejos, afirmaba que “gobernar a los mexicanos es más difícil que arriar guajolotes a caballo.” La paradoja mexicana de ahora es que los principales desafíos se están presentando por el lado político, no por el económico.

A pesar de los enormes obstáculos que persisten para que la economía realmente pueda descollar, limitantes auto infligidas que surgen de intereses arraigados que prefieren la pobreza bajo su control que un desarrollo acelerado, la evidencia factual es muy clara: la economía del país está funcionando. No cabe ni la menor duda que hay vastas regiones del país que siguen rezagadas o que el potencial de crecimiento es infinitamente mayor, pero, dadas las circunstancias, la economía del país está creciendo y, a pesar de la fragilidad fiscal, nada sugiere que la situación se complique en el futuro mediato. Esto último desde luego no implica que todo sea miel sobre hojuelas, sino solamente que la economía parece haberse divorciado del ciclo político: las exportaciones y las remesas le han conferido un grado de estabilidad que es en buena medida inmune a los avatares y excesos que caracterizan al gobierno.

Por otro lado, la complejidad política se eleva día a día y los rieles que le daban forma y cauce -además de límites- han sido desahuciados casi por completo, parte por su erosión natural a lo largo del tiempo, pero en mucho por la destrucción intencional de instituciones que ha llevado a cabo la actual administración. El país pasó de un sistema político muy estructurado y con el poder concentrado, fundamentado en reglas “metaconstitucionales” (es decir, lo que el señor del día quisiera) a un proceso de transición hacia la democracia, pero sin anclas, mapa o brújula más allá de lo electoral. Hoy el país padece extraordinarios desafíos en su estructura federal, en las relaciones entre los poderes públicos y en la capacidad del gobierno para conducir al país. Las crisis de justicia, seguridad, pobreza, corrupción y desigualdad no son producto de la casualidad.

Es en este contexto que es necesario ponderar las prioridades que caracterizan al gobierno y los peligros que éstas entrañan para el proceso de sucesión que se avecina, donde los riesgos inexorablemente se exacerban. En contraste con otras sucesiones a partir de los setenta, lo que hoy parece estar en orden es la economía, en tanto que la viabilidad política es por demás incierta.

El asunto es crucial. La gran constante que distinguió a México a lo largo del siglo XX fue su estructura política. Cuando sobrevenía una crisis económica, amenazando la estabilidad social, el país siempre tuvo la capacidad de restaurar el orden y estabilizar a la economía. No propongo retornar a aquel esquema porque, además de imposible por ahistórico, el país de hoy ya no guarda relación con aquella circunstancia. Pero lo anterior no resuelve el hecho de que estamos inmersos en un proceso que va a presionar y tensar las estructuras políticas, abriendo la puerta para situaciones potenciales que no hemos visto desde la era revolucionaria, o peor.

La economía avanza y muestra solidez y resiliencia no por gracia del gobierno actual, sino por las reformas de las últimas casi cuatro décadas, cuya lógica fue precisamente la de aislar a la parte moderna de la economía de los altibajos políticos. De manera absolutamente irresponsable, el gobierno actual ha intentado socavar estas fuentes de estabilidad, pero no lo ha logrado a pesar de todos sus intentos. Por otro lado, los déficit son evidentes: sólo una parte de la economía y del país goza del privilegio de funcionar: el resto vive sometido por la extorsión y la pésima gobernanza. México está lejos de haber construido una plataforma sólida y sostenible para la creación de riqueza hacia un desarrollo integral pero, comparado con las sucesiones pasadas, se encuentra en una situación benigna.

El país se gobierna hoy como si se tratara de un señorío feudal y no como la doceava economía del mundo y una población de casi 130 millones que demanda no sólo soluciones, sino claridad de rumbo y límites a los potenciales excesos de sus gobernantes. Los próximos meses demostrarán si ese tipo de gobierno es adecuado y, sobre todo, viable, para la compleja realidad que nos caracteriza. Ningún país serio debiera estar sometido a ese tipo de prueba, con los riesgos que ello entraña.

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REFORMA
27 agosto 2023

 

 

Costos

Luis Rubio

En los tempranos noventa, pasada la caída del muro de Berlín, Enrique Krauze exploraba las implicaciones de esos sucesos sobre los países latinoamericanos, llegando a la conclusión, cito de memoria, que el último stalinista no moriría en la URSS, sino en algún cubículo universitario en América Latina. En lo único que erró fue en la sede: los últimos stalinistas están en el palacio nacional de México y en sus equivalentes en otras naciones al sur del continente. El mesianismo que caracteriza a esta ola de gobernantes y sus séquitos es tardío, aberrante y nostálgico, pero no por eso menos poderoso. Y dañino.

Victor Sebestyen,* historiador originario de Hungría, escribe que “Los hombres y mujeres que hicieron la Revolución Rusa querían cambiar al mundo… La intención al principio pudo haber sido derrocar a un zar y una dinastía que había gobernado Rusia durante tres siglos como una autocracia… Pero fue mucho más allá… su fe era nada menos la de perfeccionar a la humanidad y poner fin a la explotación de un grupo de personas -una clase- por otra… El atractivo del comunismo era religioso, espiritual y el partido era la Iglesia… Trotsky escribió: ‘que las futuras generaciones de personas limpien la vida de todo el mal, la opresión y la violencia y disfrutarla al máximo.’ La escala mesiánica de la ambición de los bolcheviques hizo que la escala de su fracaso fuera tan grande e impactante.”

La Unión Soviética no se colapsó porque era una buena idea mal implementada, como muchos socialistas argumentan, sino porque era una mala idea que choca(ba) con la naturaleza humana. Peor, para llevarla a la práctica, los bolcheviques recurrieron a un régimen de terror que consistió, en palabras de Robert Conquest, otro historiador de la URSS, más en una pesadilla que en un sueño. Aunque (afortunadamente) el plan de “nuestros” mesiánicos es menos violento que el de los que los inspiran, la necedad de negar la naturaleza humana está siempre presente en su manera de actuar, como lo ilustra su política de ciencia, los libros de texto y, en general, su visión de excluir a los ciudadanos de las diversas tareas y actividades del quehacer nacional.

Ahora que comienza el ocaso de esta administración, es inexorable evaluar los costos de un proyecto que no cuajó (afortunadamente) porque no empataba con la realidad del siglo XXI, porque no contaba con la creatividad natural del mexicano (el famoso milusos), porque la economía es infinitamente más compleja, profunda y exitosa de lo que el gobierno contemplaba y, por sobre todo, porque era una pésima idea. Además, como ilustra la forma en que se construyeron los nuevos libros de texto -por gente enfocada en preservar una visión del mundo que choca con la realidad que le tocará vivir a esos niños cuando sean adultos, además del afán revanchista- el proyecto ni siquiera tenía un objetivo de desarrollo, sino un mesianismo cuyo único propósito es electoral: que todo mundo, los adultos de hoy y, a través del adoctrinamiento de los niños -los adultos del futuro-, vote por Morena.

El mesianismo del proyecto se evidencia en la expectativa de una transformación cabal sin que haya que hacer nada para construirlo, excepto, quizá, polarizar, descalificar y atacar. El anverso de esa moneda es la pequeñez del objetivo: permanecer en el poder. El contraste entre la retórica maximalista y la vileza del propósito habla por sí mismo.

Pero nada de eso reduce el daño o las consecuencias. Primero que nada, se encuentra la oportunidad perdida: todo el tiempo y recursos que se desperdiciaron en lugar de emplearse en la construcción de un futuro mejor. Luego viene la destrucción -literalmente- de activos como un aeropuerto idóneo a las necesidades de un país que aspira a crecer y disfrutar la vida y, sobre todo, a que sus hijos gocen de la prosperidad que cada vez más mexicanos otean y que demasiados gobiernos han ignorado lo imperativo de allanar el camino en esa dirección (como lidiar inteligente, pero efectivamente, con el crimen organizado, la extorsión y los cacicazgos opuestos al progreso que proliferan sobre todo en el sur del país). Finalmente, quizá el mayor de los daños, está la estulticia de pretender ir contra las probadas recetas para el desarrollo que caracterizan a naciones tan diversas como Canadá, Vietnam, China y España.

México se encuentra en un momento único de la historia de la humanidad: la tecnología ha favorecido la integración económica entre naciones, la geografía nos ha regalado el acceso al mayor mercado del mundo y la geopolítica creó la oportunidad de recibir cientos de billones de dólares de inversiones, con el consecuente potencial de creación de riqueza, empleos y, en una palabra, futuro. Todo lo que falta, como decía el anuncio, es ponernos las pilas para aprovechar el goteo del nearshoring en una cascada de inversiones.

El mesianismo de este gobierno se ha empeñado en cancelar la oportunidad con su estrategia política y su criminal debilitamiento del sector salud y educativo, su ataque al poder judicial y la destrucción de la infraestructura. Lo que no ha destruido es la aspiración a un México mejor y ahí radica la oportunidad real porque esa, en contraste con los otros elementos, no depende del gobierno.

*The Russian Revolution

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Reforma
20 agosto 2023

Gobierno ¿para qué?

Luis Rubio

“La estabilidad de una democracia depende en mucho de que la gente distinga con cuidado entre lo que el gobierno puede hacer y lo que no puede hacer,” decía el académico, diplomático y político Daniel Patrick Moynihan. Buscar lo que no puede lograr implica “crear condiciones para la frustración y la ruina.” Todas las sociedades procuran encontrar el equilibrio entre lo que es posible y lo que es deseable, lo que conduce al progreso y lo que entraña riesgos excesivos. Los equilibrios son cruciales, pero sólo hay congruencia cuando los objetivos empatan con la provisión de servicios elementales.

En México tenemos una gran confusión respecto a lo que le corresponde al gobierno y lo que concierne a la sociedad. Tendemos a mezclar la filosofía social con la práctica de gobierno, lo que ha producido enormes bandazos a lo largo del tiempo, pero a la vez ha impedido la consolidación de un sistema de gobierno funcional al servicio del desarrollo y del progreso de la población.

Una cosa es la administración de la cosa pública, otra muy distinta son los criterios de asignación de los recursos. Lo elemental para cualquier sociedad, en cualquier país y circunstancia, es que existan condiciones para que la vida funcione, lo que implica, por ejemplo, infraestructura de agua potable, drenaje, calles, seguridad, educación, salud y todo lo que hace posible que estas cosas marchen de manera normal.

Por otro lado se encuentra la filosofía de quien gobierna y que, como punto de partida, entraña la asignación de recursos. ¿Se va a privilegiar el desarrollo de una sociedad individualista o una más corporativista? ¿se invertirá en calles para la circulación de vehículos o el transporte público? ¿se privilegiará la educación centralizada o se promoverá una multiplicidad de proveedores del servicio? ¿Se enfatizará el mercado como mecanismo de decisión en materia de inversión y producción o la política industrial? y ¿Cuál será el balance entre estos dos modelos?

No hay una sola filosofía de gobierno y los votantes, al elegir a un gobernante, favorecen maneras distintas de encarar los retos del desarrollo con distintas visiones y modelos como objetivos de largo alcance. En contraste, en lo más elemental, hay una sola forma de crear condiciones para que la vida cotidiana sea posible. Eso no quiere decir que la provisión de algún servicio (como el agua) deba ser pública o privada, sino que debe existir suficiente agua a un costo competitivo para que toda la población esté satisfecha. Lo mismo con todos los demás factores indispensables para la vida cotidiana.

En un plano más elevado, uno de los elementos clave de la función gubernamental en el proceso de crear condiciones para el progreso y la prosperidad es la creación de lo que los economistas llaman “bienes púbicos,” es decir, servicios que sirvan a toda la sociedad y que son necesarios para su desarrollo, como seguridad, educación, conocimiento, infraestructura, legalidad y salud. Ningún país puede prosperar en ausencia de estos factores.

En este contexto, uno no puede más que preguntarse cuál es la lógica de suspender la provisión de información estadística sobre justicia o educación, dos obvios bienes públicos, por parte de la entidad gubernamental dedicada a ese propósito, el INEGI. La única explicación posible es que el gobierno considera que menor información permite un mayor control de la población. Si uno extiende esta lógica a los recortes presupuestales que ha experimentado el sector salud, el desarrollo científico y la infraestructura en general, uno no puede más que concluir que el cambio que encabeza la 4T no implica el desarrollo del país, sino la sumisión de la población. Si a eso se agregan los ataques sistemáticos al poder judicial, especialmente a la Suprema Corte de Justicia, al INAI y a instituciones como la UNAM, el proyecto acaba siendo transparente.

El espíritu que anima a la iniciativa de reforma administrativa que ha promovido el ejecutivo federal es revelador. Se trata de recrear, de un solo golpe, la discrecionalidad de que gozaba el gobierno mexicano en los setenta: la era de la arbitrariedad en que un funcionario podía decidir la vida o muerte de una inversión, la viabilidad de un proyecto educativo o la posibilidad de consolidar una investigación científica susceptible de transformar vastas regiones del país. La racionalidad de la iniciativa es evidente, pero sus consecuencias y costos inenarrables, no por la filosofía que los anima, sino porque falla en separar esos dos componentes cruciales de la función gubernamental: el filosófico y el administrativo.

Los gobiernos más exitosos del mundo, la mayoría de ellos en Asia, separan esos dos elementos, contratando funcionarios profesionales para la parte administrativa de tal suerte que haya continuidad en la provisión de servicios, en tanto que las decisiones políticas orientan el sentido de los proyectos de inversión de largo plazo. Al mezclar, o confundir, ambas funciones, México sacrifica su desarrollo en el altar de las obsesiones personales y de corto plazo.

Uno puede aprobar o rechazar a tal o cual político, pero nadie debiera estar en contra de la existencia de mejores servicios públicos que hagan posible la prosperidad. A menos que el objetivo sea otro.

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https://www.reforma.com/gobierno-para-que-2023-08-13/op254601?pc=102

 REFORMA
13 agosto 2023

}

Contradicciones

 Luis Rubio

La “paradoja del mentiroso” es uno de los enigmas más divertidos de la lógica: si una persona dice que está mintiendo, probablemente expresa una verdad, lo que implica que el mentiroso acaba de mentir. En el México de hoy las mentiras se convierten en verdades, la corrupción se purifica y la impunidad florece, confundiendo tanto a quienes cuentan la historia como a quienes la viven: contradicciones interminables.

La narrativa, con todas las falsedades que por ahí transcurren, no es otra cosa que una permanente construcción de mitos, con un fuerte componente de odio orientando a crear prejuicios y lealtades. El corto plazo queda cubierto pero, en el mundo de lo concreto, los mitos son creaturas perniciosas que obscurecen más de lo que iluminan. Negar la existencia de factores de realidad –como la inseguridad, la extorsión, las pocas oportunidades económicas y la pobreza- adquiere dimensiones míticas. Excepto que no cuadran con lo que observa y vive el mexicano en su vida diaria y, más importante, tampoco cuadra con lo que el otrora candidato López Obrador denunciaba como los grandes males que aquejaban al país. Las contradicciones no pueden más que acentuarse en el periodo de sucesión.

La gran paradoja que se ha venido evidenciando en estos años es que el presidente ha podido destruir innumerables estructuras institucionales que le estorbaban a la concentración del poder en su persona, pero no ha logrado incidir mayor cosa en la economía del país ni en los factores sobre los que construyó su campaña presidencial y que siguen siendo componente de la narrativa cotidiana como la pobreza, la corrupción y la desigualdad. Sin embargo, el desempeño económico post pandemia ha sido mucho mejor al que esperaba no sólo el propio gobierno sino incluso los principales bancos y analistas nacionales y extranjeros.

Quizá no haya mejor evidencia de las contradicciones que caracterizan al país que la del tipo de cambio: éste no sólo se ha fortalecido, sino que guarda cada vez menos relación con lo que ocurre en la economía en general y, ciertamente, en el ámbito político-institucional. La violencia afecta exportaciones como las del aguacate, la corrupción no deja de estar presente en las aduanas, la extorsión altera la vida tanto de la población en general como de las empresas, las finanzas públicas están más endebles de lo aparente (ahora agraviadas por el insaciable apetito de fondos públicos por parte de PEMEX) y el embate presidencial contra la Suprema Corte de Justicia no parece tener límites. Y, sin embargo, nada de eso afecta al peso. La conclusión obvia es que los factores que afectan al tipo de cambio no son los de antes. JP Morgan acaba de publicar un estudio que argumenta exactamente eso: que factores como las exportaciones, las remesas y los intercambios comerciales que México guarda con el exterior son estructurales y, por ello, menos susceptibles a los altibajos que caracterizaron al pasado.

Un gobierno alerta y sensato concluiría de ese hecho que lo que se requiere es fortalecer los factores que podrían multiplicar la inversión y conferirle estabilidad a la economía a fin de atacar de raíz fenómenos como la pobreza y la corrupción. Sin embargo, lo que de hecho ha producido el gobierno son obstáculos al comercio y a la inversión, conflictos innecesarios en materia de energía y una total ausencia de mecanismos para atraer y afianzar el nuevo maná que cae del cielo en la forma del llamado “nearshoring,” como si el éxito económico fuese pernicioso. Lamentablemente, la percepción dentro del gobierno es precisamente esto último, como revelan los libros de texto orientados a empobrecer a la población porque no contribuyen en nada en desarrollar habilidades para hacerla en la vida sino a saturar a los educandos de prejuicios ideológicos. Lo mismo se podría decir de las instituciones, comenzando por las dedicadas a la justicia, donde lo que hay es un intento sistemático por degradarlas y subordinarlas.

Las contradicciones están presentes en todas partes y son reveladoras tanto de los objetivos gubernamentales como de la realidad económica y política del país. La economía ha probado ser más compleja, madura y fuerte de lo que suponía el gobierno, menos susceptible a sus embates. Su conexión estructural vía exportaciones con la economía estadounidense le ha conferido un enorme dinamismo y los resultados de treinta años de liberalización comercial se han traducido en un creciente ingreso disponible real. En una palabra, el gobierno se está beneficiando de lo que se decidió y construyó en las décadas previas que tanto denuesta.

En sentido contrario, estos años han demostrado que el país enfrenta un reto político de enormes dimensiones. La facilidad con que el presidente ataca y desmantela instituciones prueba que nuestra democracia es por demás frágil y que la ciudadanía todavía no ha logrado imponerse para hacer valer sus derechos. Queda en el aire la interrogante de si la problemática política acabará minando la fortaleza económica.

Hace unos meses, el gobierno polaco de corte autoritario aprobó una ley orientada a purgar al país de toda influencia rusa. No deja de ser irónico el recurso a métodos estalinistas para eliminar influencia rusa. No muy distinto a lo que ocurre en el México de hoy.

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 REFORMA
06 agosto 2023