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Contraposiciones

Luis Rubio

 Extraña la similitud entre los debates sobre el futuro en Estados Unidos y en México. Sociedades muy distintas, enfrentan situaciones no del todo diferentes, pero sus circunstancias son radicalmente diferentes, lo que permite contrastes y aprendizajes sinigual.

En Estados Unidos el día 6 de enero de 2021 cambió el panorama político de manera radical: fecha clave cada cuatro años, es el día en que el congreso certifica la elección presidencial. Por primera vez en la historia, un grupo de manifestantes, alentados por Trump, invadieron el congreso, intentando descarrilar el procedimiento legislativo. Para los Demócratas se trató de una insurrección en tanto que para los Republicanos no fue más que un disturbio. Al final, esa misma noche, Biden salió certificado, pero una mayoría de Republicanos considera que la elección fue robada.

La disputa se centra en dos elementos: uno, la elección misma; y, dos, el hecho de poner en entredicho procedimientos constitucionales centenarios. Respecto a la elección, el federalismo norteamericano es de abajo hacia arriba: son los estados los que crearon la federación, razón por la cual se hicieron arreglos que les conferían igual representación a los estados, independientemente de su población, a través del senado. Este arreglo hizo posible el pacto constitucional, pero entraña implicaciones importantes que hoy son parte esencial del diferendo: primero, porque estados con menos de un millón de habitantes, como Wyoming, tienen la misma representación en el senado que Nueva York o California. Esto es lo que ha creado, en al menos tres ocasiones en las últimas décadas, que gane un candidato sin mayoría del voto popular. Segundo, porque cada uno de los cincuenta estados tiene su propia legislación electoral y sus respectivas autoridades y los criterios que cada estado sigue son distintos.

El asunto electoral es central y contrasta dramáticamente con nuestra realidad, pero, sobre todo, ilustra lo absurdo -o maquiavlélico- de la postura del presidente mexicano. Uno de los focos más candentes de la disputa en materia electoral allá es sobre los requisitos que debe satisfacer un votante. Los Republicanos quieren requisitos estrictos, por lo que los Demócratas los acusan de querer restringir el voto. Por su parte, los Demócratas quieren facilitar la votación sin restricciones. Suena lógico, hasta que uno ve el contenido de las propuestas: no cabe ni la menor duda que los Republicanos tienen en la mira a estados específicos y votantes particulares (sobre todo, acusan que residentes indocumentados participan, alterando el resultado), pero sus propuestas, aunque sin duda restrictivas, son peccata minuta comparada con nuestro sistema electoral. Por ejemplo, los Republicanos demandan que los votantes presenten una identificación oficial. Los Demócratas quieren expandir medios alternativos para votar, como voto por correo y por internet y se oponen a cualquier requisito de presentar identificación.

El factor más visible de nuestro sistema -la credencial para votar- es rechazada por los Demócratas por principio.  Ambos partidos quieren ganar las gubernaturas que enfrentarán elecciones a finales de este año porque eso les daría la oportunidad de modificar la distritación a su favor (otro dramático contraste con México, donde la institución responsable de la distritación es independiente y autónoma). Las diferencias en modos de administración de los procesos electorales se prestan al tipo de controversias que yacen detrás de estos ejemplos, pero sus implicaciones políticas son enormes y el corazón del segundo punto en controversia.

El lenguaje dice mucho: lo que para unos es disturbio, para otros es insurrección. Los primeros dicen que los Demócratas quieren cerrar toda puerta a una posible segunda presidencia de Trump (lo cual es obvio), en tanto que los primeros quieren asegurar control de todos los mecanismos legales, administrativos y electorales para que eso ocurra. La clave de todo esto radica en las elecciones intermedias que tendrán lugar al final de este año y que determinarán la composición de las dos cámaras legislativas y de 36 gubernaturas, además de legislaturas locales. Lo usual es que el partido del presidente pierda las intermedias, pero este año podría perder ambas cámaras y, si no las pierde, los Republicanos clamarán fraude con toda fuerza. Lo que está de por medio para 2024 es, pues, inconmensurable.

Estas circunstancias han dado pie a la publicación de libros* y artículos que claman que ese país está a punto de sucumbir a una dictadura Trumpista, escenario no inconcebible, pero ¿realista?

Indudablemente, ambos partidos han exacerbado la polarización, culpando al otro. Tampoco es imposible que otro gobierno de Trump degrade todavía más la democracia americana por el sólo hecho de no respetar las instituciones, aunque hay que recordar que las difamó, pero no tuvo más remedio que apegarse a las reglas, enorme diferencia con México.

En México estamos al revés: tenemos una gran institución electoral bajo ataque pero un presidente demasiado poderoso, que hace de las suyas sin que encuentre límite alguno, excepto, hasta hoy, el que representa el INE y, a veces, la SCJN. Los riesgos son muy distintos, si los ciudadanos lo seguimos permitiendo.

*El más prominente siendo Barbara Walters, How Civil Wars Start

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 10 Abr. 2022

 

Tentaciones

Luis Rubio

Apenas pasaron dos años del gobierno de Peña Nieto cuando el ambiente político se le había volteado y, en retrospectiva, el electorado había decidido ya desde entonces el devenir de la elección de 2018. Todo lo que tenía que hacer el hoy presidente y sus acólitos era no hacer ninguna locura. Por más que lo intentaron diversos contingentes de Morena, López Obrador mantuvo la disciplina interna, envió mensajes positivos a todos los grupos de poder y logró su cometido. Tan lo logró que el electorado lo premió con el virtual control de todo el aparato del Estado, incluidos los poderes públicos.

Ahora la mesa está cambiando. El ambiente político empieza a ser hostil para muchos morenistas, comenzando por ellos mismos, y la evidencia de corrupción alcanza a la familia presidencial. La oposición logró un alto grado de disciplina en la elección intermedia y ganó más de lo que los encuestadores anticipaban. De aquí en adelante habrá dos factores que determinarán el futuro: uno será la capacidad del propio presidente para mantener el control de su aparato, así como su popularidad. El otro factor tiene que ver con la oposición, tanto su capacidad para nutrir una alianza viable como nominar a un candidato o candidata susceptible de ganar el favor popular. Aunque ambos se sientan seguros, ninguno la tiene fácil.

Por lo que toca al presidente, es evidente la merma en su capacidad de control, algo que es inevitable dado el momento del ciclo político en que se encuentra. Más allá de sus propias circunstancias y capacidades, (casi) todos los presidentes y líderes del mundo se sienten destinados a cambiar el mundo, a pesar de que la evidencia histórica en contra es contundente. Una vez en el poder se sienten omnipotentes y consideran que cuentan con el derecho divino a cambiarlo todo, tanto como las instituciones lo permitan. Los últimos años han mostrado los enormes contrastes entre sociedades fuertemente institucionalizadas y las que sólo lo pretendían: ahí está Trump, que luchó contra la marea, logrando cambiar poco, al menos en términos institucionales, mientras que Erdogan en Turquía y López Obrador en México se dedicaron a minar el orden existente sin construir una alternativa sostenible y viable.

Por su parte, todo lo que tenía que hacer la (hoy) oposición era entender como habían cambiado las circunstancias y organizarse para lidiar con la nueva realidad política. Pero, como escribió Oscar Wilde, sus líderes “pudieron resistir cualquier cosa menos la tentación” de sentirse omnipotentes, como en los viejos tiempos. En lugar de abocarse a la construcción de una alianza funcional, acorde a las circunstancias creadas por un partido abrumador y luego de la exitosa experiencia de 2021, se dedican a preservar pequeños cotos de caza que no son centrales a sus propios objetivos ni mucho menos a la posibilidad, por pequeña que pudiera parecer en este momento, de ganar la elección de 2024. Como dice un viejo chiste anglosajón, sus tres prioridades principales deberían ser una candidatura común, una candidatura común y una candidatura común. Una candidatura que pueda ganar.

La concentración del poder en México es tan grande y apetecible -igual para presidentes que para líderes políticos- que fácilmente pierden el piso: pronto comienzan a sentirse todopoderosos. Aunque quienes se encuentran en la cima del poder -donde sea que se encuentren en esa pirámide- nunca tienen capacidad para verlo, el tiempo erosiona las anclas de ese poder y reduce su capacidad de control. Al final, baste ver el devenir de la mayoría de los expresidentes para reconocer que no hay nada más fútil, nada más efímero, que el poder presidencial. La debilidad institucional que padecemos tiene su contraparte en la realidad política de quienes dejan el poder: tuvieron todo y lo pierden todo.

Presidente y líderes de la oposición, cada cual en su lugar, quieren lo mismo: seguir en lo suyo, imponerse, ejercer su poder -poco o mucho- como si no hubiera un mañana. En el verano de 1812 Napoleón encabezaba un ejército de más de un millón de hombres que se enfilaba hacia las puertas de Moscú. Tres años más tarde se encontraba desperdiciando su vida en la isla de Elba. Lo mismo les pasó a los faraones egipcios, a Hitler y a Mao. Nadie se salva del ocaso del poder y, peor, en una sociedad tan frágil en términos institucionales como la nuestra.

La grandeza del poder no se encuentra en los símbolos, las apariencias o la popularidad sino en los resultados de su ejercicio. Como dice el dicho, el año más difícil de la presidencia mexicana es el séptimo porque es en ese momento cuando comienza la realidad. En ese momento se comienza a otear el mundo como es y no como lo imaginaba.

Para la oposición, la oportunidad es real, pero igualmente efímera. Una alianza del tamaño y fortaleza de lo necesario para derrotar a un partido en buena medida hegemónico no se construye en un día ni se puede limitar a una sola elección. Se le va dando forma y contenido o resulta imposible.

Ambos lados enfrentan un gran reto. Los de afuera deberían ser capaces de reconocer que su pequeñez sólo puede ser superada por una unión efectiva, así sea transitoria, para un objetivo trascendente como el que ofrece la madre de todas las batallas, la de 2024.

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03 Abr. 2022

Comenzar de nuevo

Luis Rubio

 

La gran pregunta para el futuro de México es cómo crear una base para su desarrollo de largo plazo. Se trata de un eterno dilema que recibe respuestas y propuestas distintas cada seis años pero que nunca acaba de cuajar. El proyecto más ambicioso para lograr esa añorada transformación fue el TLC norteamericano, que logró tres cosas vitales: primero, resolvió la crisis crónica de la balanza de pagos; segundo, sedimentó una plataforma de reglas claras y mecanismos para hacerlas cumplir, que se convirtieron en una fuente de confianza y certidumbre para empresarios e inversionistas; y, tercero, permitió la construcción y desarrollo de una planta industrial moderna, capaz de competir con los mejores del mundo. Nada de esto es pequeño, pero ciertamente resultó insuficiente.

 

El enorme éxito inherente al TLC no se extendió al conjunto del país. En un texto reciente en Nexos, Claudio Lomnitz argumenta que el producto final fue un México de reglas y un México dominado por la extorsión porque en este último no se llevó a cabo una reforma de justicia y seguridad que permitiera romper con los factores que históricamente han anclado al país en el subdesarrollo. Y, peor, que por el avance del crimen organizado ese México ha terminado anegado en un mar de violencia, incertidumbre y podredumbre. En su afán por lograr votos y popularidad sin dedicar ni un minuto a los asuntos de seguridad o desarrollo, el gobierno actual ha empeorado las cosas no sólo por ignorarlas, sino por hacerlas permanentes.

 

Escándalos recientes como el de las Fiscalía General de la República, los verdaderos objetivos de la llamada “prisión preventiva” y los conflictos de intereses con que se conducen algunos de los grandes negocios en el país, al margen de toda regulación o legalidad, permiten otear el verdadero problema que enfrenta el país y que el próximo gobierno tendrá que atender si ha de albergar al menos una mínima probabilidad de comenzar a revertir lo que hoy para muchos parece como el camino hacia un estado fallido en el que vastas zonas del país son inaccesibles para cualquier autoridad formal y en que la población ha sido sometida a un régimen de subordinación al narco, como ilustra la interminable cauda de asesinatos de periodistas.

 

En 1982 México se encontró en una crisis de proporciones dramáticas. La economía se contrajo de manera extraordinaria, el desempleo creció como nunca antes y el gobierno se encontraba en virtual bancarrota. Tomó diez largos años comenzar a dar la vuelta y fue el TLC lo que permitió atraer inversión que revirtiera la crisis de manera definitiva. La pregunta hoy, ante un escenario similar en concepto, aunque muy distinto en características específicas, es qué se requerirá para darle nuevamente la vuelta al país, pero esta vez con una salida que sea incluyente, que enfrente la problemática que afecta a ese otro México que hoy vive en la absoluta inseguridad, indefinición y sujeto permanente de extorsión, de un color u otro.

 
En contraste con los ochenta, donde los estadounidenses estuvieron más que dispuestos a colaborar con la construcción de un proyecto de solución -el TLC- esta vez el trabajo tendrá que ser interno, producto de la construcción de un entramado social y político que permita, de una vez por todas, darle forma a esta democracia tan maltrecha y propensa a fallar. Un proyecto de esta naturaleza implicaría reconstruir lo que podría denominarse el “pacto social,” lo que a su vez entrañaría redefiniciones muy precisas de responsabilidades y relaciones entre gobierno y sociedad, así como la edificación de mecanismos para hacer cumplir las reglas del juego que de ahí emanen.

 

 

 

El punto clave es que sólo una reforma integral del sistema de seguridad y justicia permitiría lograr semejante objetivo. Las reformas y/o estrategias que se han llevado a cabo en las últimas décadas han resultado insuficientes e inadecuadas para lograrlo. Por ejemplo, en lugar de comenzar por la construcción de una base de seguridad desde el nivel municipal, se optó por enviar al ejército a pacificar el país, con el resultado de que nunca se desarrolló un sistema policiaco o de justicia que atendiera los problemas cotidianos de la gente común y corriente, en tanto que lo mejor que puede decirse de lo hecho es que se evitó que creciera más el crimen organizado. Y para colmo, aún esto, con todas sus limitaciones, desapareció con la actual anti estrategia consistente en no hacer nada y confiar que las cosas se resuelvan solas.

 

La seguridad y la justicia son los dos grandes déficits que enfrenta el país y quizá sean también el boleto hacia el desarrollo y el futuro, suponiendo que se enfocan con una visión de resolver problemas, construir plataformas de estabilidad y seguridad de abajo hacia arriba, la única forma de cimentar algo permanente. La sociedad mexicana clama por seguridad y justicia, objetivos que han sido desairados por un gobierno tras otro.

 

El famoso ideograma chino dice que las crisis son también fuentes de oportunidad. México va derecho hacia una crisis social, económica y política. Años de desidia y, ahora, polarización, han creado una ceguera colectiva sobre lo único importante: la seguridad y la justicia como esencia del desarrollo integral. Es tiempo de avanzar en esa dirección.

 

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Parlamentos

Luis Rubio

Angela Merkel inició su discurso como lo hubiera hecho cualquier presidente o jefe de gobierno: con aplomo y claridad de mensaje; pero lo que siguió en nada se parecía a los discursos presidenciales típicos. Era un congreso internacional en Berlín hace diez años; el partido gobernante, el Democratacristiano, había prestado su sede para la realización del evento y la canciller fue la oradora una de las tardes del congreso. Concluido su discurso comenzaron las preguntas y la oradora no evadió una sola: con absoluta ecuanimidad iba de una a otra; cuando el tono o la complejidad de las preguntas se elevaba, ella respondía con intensidad. Los sistemas parlamentarios son muy distintos a los presidenciales, que protegen a los jefes de Estado. No así los parlamentos, donde los líderes políticos debaten a diario todos los temas, enfrentan cuestionamientos -igual razonables que viscerales- que los obligan a defender su causa y rebatir a sus contrarios. Para los líderes parlamentarios no hay cuartel.

Recordé aquella escena cuando vi al presidente López Obrador hablar de su “testamento político.” Pasmoso el contraste entre una canciller combativa, lista para responder -y escuchar- toda y cualquier refutación, frente a un presidente en un ambiente absolutamente controlado donde nada se deja al azar. Los sistemas parlamentarios y los presidenciales son muy distintos y cada uno tiene sus virtudes y defectos, pero en lo que los parlamentarios son excepcionales es en que le impiden al líder político controlar la escena. Ahí está Boris Johnson tratando de salvar su pellejo frente a una rebelión de su propio partido o la permanente debilidad de los gobiernos españoles más recientes porque cualquier movimiento puede llevar a la oposición al gobierno.

El control de la escena es precisamente lo que caracteriza al gobierno del presidente López Obrador y el secreto de su popularidad. Nada se deja al azar: la narrativa se cocina en casa, la sede de las mañaneras es del presidente y los asistentes, con excepciones eventuales, son casi todos paleros. Nada se deja al arbitrio. Si a eso se agrega la ausencia de una oposición unida con una narrativa que rivalice a la presidencial, el escenario explica no sólo el control del discurso público, sino en buena medida también la popularidad. Y el riesgo que el propio actor produce.

Cuando AMLO inventó las mañaneras, al inicio de su gestión como jefe del gobierno del DF, el contexto era muy distinto, reminiscente del contraste entre un primer ministro y un presidente. En aquel momento, AMLO era el pugilista que debatía todo y respondía a cuanto cuestionamiento se le presentaba, mientras que Fox era el presidente protegido, aislado, cansado y desinteresado en defender un proyecto político o la democracia en sí.

El AMLO de hoy, aunque obviamente muy distinto en personalidad y forma de actuar, es como el Fox de entonces: controlando su territorio para proteger su popularidad. La pregunta relevante es si el final de ambos protagonistas será muy distinto.

Fox llegó al gobierno habiendo logrado el hito histórico de derrotar al partido hegemónico. No había manera de superar ese logro como presidente. Si a eso se agrega que nunca entendió las fuerzas, esperanzas y cambios que su triunfo electoral había desatado, el entorno parecía garantizado a naufragar. La combinación de estos dos elementos resultó letal. Por un lado, su victoria llevó al “divorcio” entre el PRI y la presidencia, lo que alteró dramáticamente la estructura del sistema político tradicional. La presidencia todopoderosa dejó de serlo (además de ser disminuida por las propias limitaciones del personaje), en tanto que toda clase de poderes fácticos cobraron inusitada relevancia, comenzando por los narcotraficantes. Por otro lado, la derrota de un partido dedicado al control y a la sumisión de la ciudadanía había abierto ingentes expectativas de una transformación democrática. Fox demostró carecer de la capacidad para comprender ambas dinámicas y así le fue.

López Obrador llegó con la misión de transformar al país de cabo a rabo: imponer un nuevo sistema de gobierno (bueno, el viejo sistema) y controlar la economía, la población y todas las decisiones. Echó a andar proyectos costosos e históricamente rebasados y muy pronto acabó dedicado a lo único que le ha salido bien: su reconocimiento popular. En contraste con Fox, que al menos entendía que ningún presidente o gobierno puede controlarlo todo en esta era del mundo, López Obrador intentó echar hacia atrás el reloj de la historia y lo único que ha conseguido es paralizar la inversión, con ello reduciendo el crecimiento de la economía y las oportunidades de empleo e ingresos de la población. La pandemia, y Ucrania, le han resultado una buena excusa para una pésima gestión, pero la migración hacia Estados Unidos lo delata porque demuestra que sí había otra manera de conducir al gobierno y que el rezago mexicano es responsabilidad exclusivamente suya.

¿Terminará AMLO como Fox? La única certeza es que la popularidad es siempre fugaz, como lo ilustra el propio Fox y otros presidentes que le precedieron. Dedicarse a la popularidad en vez de al desarrollo sólo lleva a un posible final. La pregunta es qué tan malo.

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Luis Rubio
en REFORMA

(20 Mar. 2022).-

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Mientras tanto…

Luis Rubio

El Quijote y Sancho: el mundo de fantasía y el del sentido común, dos caras de una misma moneda. El Quijote prefiere la moral para avanzar sus causas y considera al sentido común como una pérdida de tiempo y energía. Sancho le advierte al Quijote que el gigante que desea atacar solo es un molino de viento y, como tal, debe dejarle en paz. Abandonar su sensatez, o más bien su sentido común, le dio al Quijote la libertad para involucrarse en tareas fútiles como atacar molinos de viento. Al final, los “gigantes de brazos largos” mantienen a la población lo suficientemente satisfecha y distraída para olvidar sus problemas cotidianos. Pero esos problemas no desaparecen: anticipan el siguiente desengaño, la caída y el desánimo. O peor.

A estas alturas hay evidencia de al menos dos elementos contundentes en la forma de conducirse del presidente. La primera es que su objetivo es su popularidad y no el de atender o resolver los problemas o asuntos del país o los que prometió enfrentar cuando candidato. La segunda es que su habilidad para preservar esa popularidad ha sido hasta hoy excepcional. El tono, contenido y forma discursiva lo acerca a la base popular y le granjea un apoyo, al menos en términos estadísticos, extraordinario. No es que ese apoyo sea superior al de muchos de sus predecesores, pero sí entraña una característica única: es personal. La conexión no es la del gobernante tradicional, allá distante en el olimpo del poder, sino la del presidente dicharachero que está cerca del corazón del mexicano de a pie.

Pero todas las monedas tienen dos lados. El discurso, la popularidad y el apoyo han sido     reales, al menos hasta hace poco tiempo. El problema del esquema es que el país demanda soluciones efectivas y atención cabal a problemas concretos. Mientras el presidente arenga, predica y difama, el mundo real avanza y, en este siglo XXI, el ritmo de avance es dramático, al grado que la verdadera alternativa es estar dentro del proceso o quedarse fuera de manera (casi) definitiva.

La evidencia de este otro lado de la moneda es incontenible y sigue su lógica abrumadora. Baste mencionar algunos de los asuntos que hoy dominan al mundo: inteligencia artificial, energías renovables, infraestructura 5G, genética y biotecnología y agregación de valor por parte de procesos de alto contenido intelectual (ya no manual). Los países que están adentro del proceso invierten en sistemas educativos, y todo lo que eso entraña, para preparar a sus poblaciones para un mundo que cada día se distancia más del existente; desarrollan infraestructura para la conectividad más elevada y avanzan hacia cobertura universal de acceso a las redes de Internet; construyen sistemas de salud diseñados no sólo para lidiar con crisis como la inmediata de la pandemia, sino para convertirse en la pieza de toque que transforme a una sociedad desigual y sin muchas oportunidades en la base, hacia un país moderno en el curso de una generación.

En lugar de avanzar hacia la construcción de un futuro mejor para la población, especialmente esa más necesitada, mucha de la cual se volcó hacia el presidente en 2018 y que lo sigue apoyando, el proyecto gubernamental real, el que de hecho existe, no hace sino preservar expectativas que jamás podrán ser satisfechas porque no existe sustento alguno para ello. El contraste entre lo que se requiere y lo que de hecho se hace como gobierno es dramático y pasmoso.

En un estudio señero sobre India, Bhagwati y Panagariya* argumentan que sólo elevadas tasas de crecimiento económico, en un esquema de mercado, permiten romper con el círculo vicioso de la pobreza para construir círculos virtuosos de desarrollo. Las dádivas, tan en el corazón del gobierno actual, no hacen sino posponer soluciones y hacerlas cada vez más distantes y difíciles. La preferencia por la popularidad sobre el desarrollo entraña consecuencias mucho más grandes de las que un gobierno ensimismado como el nuestro podría llegar a otear.

“Es tentador, dice el parlamentario vasco Borja Sémper, que en este mundo de alta velocidad parece más eficaz a corto plazo sumarse a la estrategia del populismo y desdeñar la moderación. Jugar con las reglas de la radicalidad, pretender ganar en el mercado del enfado y del miedo quizás sea más fácil, pero es una apuesta perdida. El centro hoy es la persona, y este mundo no se puede limitar en espacios cerrados, ni identitarios, ni uniformizadores de acuerdo a ideas del siglo XX. Vivimos en la era de los sistemas políticos y de las sociedades en red. No necesitamos caer en la radicalidad del populista para ganar al populismo, no necesitamos barreras defensivas, sino expansivas.”

Nuestra demografía nos acerca peligrosamente al punto en el que el mayor contingente histórico se encuentra atravesando la edad laboral. Los países que logran incorporar a esa población en los mercados de trabajo con un gran capital humano (educación y salud) lograrán ser relativamente ricos para beneficio colectivo. Los otros acabarán avejentados y pobres. Una disyuntiva que nos perseguirá por siempre.

Un viejo proverbio chino dice que hay tres cosas que nunca vuelven atrás: la flecha lanzada, la palabra pronunciada y la oportunidad perdida. Vamos mal en los tres factores.

 

*Why Growth Matters

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REFORMA

(13 Mar. 2022).

Nada es gratis

Luis Rubio

Queríamos -ese era el espíritu del momento hace treinta años y otra vez en 2018- un país exitoso, desarrollado, más igualitario y sin la corrupción que todo lo corroe. Pero nunca estuvimos dispuestos a hacer lo necesario para lograr esos propósitos. El resultado era esperable: muchas promesas, grandes expectativas, seguidas por enormes desilusiones y sus consecuentes impactos políticos.

Reformar o transformar, los dos vocablos empleados para promover cambios en la estructura de la economía, la sociedad y la política mexicana en las últimas décadas, quieren decir lo mismo: modificar estructuras para lograr un mejor desempeño social y de la actividad económica. Se cambia lo existente para construir algo mejor. Sin embargo, ¿qué pasa cuando esos cambios son inadecuados, insuficientes, errados, contradictorios o inexistentes?

Esa es la historia de México en las pasadas décadas y ahora se repite, pero a la inversa: antes intentando construir algo nuevo, ahora buscando restaurar lo antes existente. Lo fácil es culpar a este o aquél de lo que se hizo en el pasado o se hace ahora, pero la realidad es que México lleva décadas sujeto a experimentación sin el compromiso (o incluso la intención real) de llevar a cabo esa reforma o la actual “transformación” de manera integral.

Los países que han logrado transformaciones exitosas se caracterizan por negociaciones políticas -entre políticos que representan a la sociedad y a sus diversos intereses- para definir y consensuar el objetivo último y los costos que se está dispuesto a asumir. El caso de España es por demás elocuente: los famosos debates de Felipe González en sus años de líder del PSOE muestran cómo se discutía de frente para definir objetivos, acordar soluciones y atender las consecuencias de estas. Una vez resuelta la negociación política, los “técnicos” se encargaban de la implementación, el camino ya allanado.

En México el proceso fue exactamente el opuesto: aquí los objetivos y las estrategias las definían los técnicos y luego los políticos, sin incentivo alguno para cooperar, tenían que lidiar con las consecuencias. Más importante, aunque parezca paradójico, esta manera de proceder limitaba el alcance de las reformas propuestas porque los propios técnicos las ajustaban a las realidades políticas que percibían. Es decir, en lugar de sujetar la transformación que se vislumbraba a una amplia negociación política, se intentó la maroma circense de preservar el statu quo (mantener al sistema y al partido en el poder) a la vez que se alteraban las estructuras de la economía, con evidentes impactos sobre el orden social.

En este contexto, no es casualidad que en España se consolidó una democracia a la vez que se transformó la economía en tanto que en México acabamos con una economía escindida (moderna y vieja, exportadora y protegida, productiva e improductiva) y un sistema político en permanente conflicto. Además, España no es excepcional: hay una multiplicidad de naciones en Asia, Sudamérica y Europa que lograron sensibles transformaciones de manera integral.

El presidente López Obrador ha sido un crítico contumaz de las reformas iniciadas luego del colapso económico de 1982, pero su propuesta, más allá de su énfasis moral (atacar la corrupción, la pobreza y la desigualdad), adolece del mismo pecado que sus tan denostados predecesores: la pretende imponer sin miramiento, sin discusión y, en el mejor de los casos, con consultas amañadas y una interminable labia diseñada para encubrir una realidad nada encomiable. Peor, en contraste con los “neoliberales” que tanto denuesta, al eliminar toda la capacidad técnica, ni siquiera puede avanzar proyectos susceptibles de generar ingresos, riqueza o empleos.

Viendo hacia atrás, más allá de personas y partidos políticos, los resultados que arroja la gestión gubernamental desde el final de los sesenta hasta el día de hoy son atroces. Ciertamente, los avances en varios rubros son impactantes (y el propio AMLO se beneficia tanto de la estabilidad financiera como de la vitalidad del sector exportador), pero es igualmente cierto que una enorme porción de la población no percibe mejoría, sobre todo en contraste con las expectativas y promesas asociadas a esos cambios (de antes y de ahora).

López Obrador disfruta atacar a sus predecesores, pero antes de que cante un ganso va a encontrase del otro lado del podio con resultados infinitamente menos encomiables (de hecho, la mayoría negativos) con que defenderse. Baste ver la corrupción que caracteriza a su gobierno, la creciente pobreza y la inseguridad que no cesa. Lo peor para él sería un escenario en que quien lo suceda adopte su táctica y comience a confrontarse con él.

La pregunta ahora es qué se requiere para salir del hoyo en que nos encontramos y que el presidente se dedica a seguir profundizando una mañanera tras otra. AMLO construyó su carrera animando y explotando el resentimiento social, a la vez que contuvo y disminuyó el riesgo de estallido social, pero no ha hecho nada, fuera de su narrativa, para canalizar esa capacidad de movilización hacia la transformación de las estructuras nacionales para lograr una economía más pujante y equitativa. Nadie, comenzando por él, debería albergar la expectativa de un futuro promisorio.

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 REFORMA

06 Mar. 2022

La vecindad

uis Rubio

En 2014, cuando Rusia invadió y tomó control de la península de Crimea, la reacción del presidente Obama fue “pero eso que era típico del siglo XIX ya no pasa en el siglo XXI.” Todo indica que ese memorándum no llegó al Kremlin. La invasión de Ucrania, de la cual Crimea era parte entonces, muestra que la geopolítica sigue tan viva como siempre. Las naciones se mueven por intereses, no por ideología, memorándum que tampoco ha llegado a nuestro palacio nacional.

Detrás de la invasión de Ucrania hay dos elementos: uno es la estrategia de occidente (Estados Unidos y Europa) a lo largo de las décadas posteriores al fin de la guerra fría; y la otra es la ambición de Rusia por restaurar sus fuentes de seguridad estratégica. Por muchos años, la política norteamericana se abocó a distanciar a la entonces Unión Soviética de China, con el objetivo de evitar que se acercaran las otras dos principales potencias mundiales. Sin embargo, a partir de los noventa, esa estrategia se abandonó menos por claridad de rumbo que por la inercia generada por el triunfo de occidente sobre la otrora potencia comunista.

Lo que occidente no contempló fue el impacto que eso tendría sobre Rusia, nación que, bajo el liderazgo de Putin, se ha abocado a recrear su zona de influencia. En 2008 invadió parte de Georgia, en 2014 tomó Crimea, en 2020 forzó un resultado electoral en Bielorrusia, a lo cual siguió Nagorno Karabaj y, más recientemente, restauró la paz en Kazajstán, quedándose como potencia garante del orden interno. La estrategia es evidente y solo le quedaban dos flancos débiles: Ucrania y los bálticos. Putin ha empleado una variedad de medios, no todos violentos, para lograr su objetivo. La invasión de Ucrania -acción directa y sin intermediarios- bien podría cambiar el rumbo del mundo porque ahora ya nadie puede abstraerse de sus implicaciones.

Las reverberaciones de Ucrania se comienzan a sentir en los indicadores inmediatos, como son los precios de las materias primas, particularmente el petróleo y, eventualmente, en las tasas de crecimiento de los países más afectados, sobre todo en Europa. Pero el impacto más grande de esta intervención previsiblemente se notará en el retorno de las zonas de influencia en el mundo, fenómeno que ya venía cobrando forma en el mar del sur de China y en el entorno ruso. El que falta, y el que nos afecta a nosotros, es el hemisferio occidental.

El fin de la guerra fría fue interpretado de maneras muy distintas en Rusia y en occidente. Aunque la historia pudo haber sido distinta (los periódicos, revistas y redes de estos días están saturados de lamentaciones en este sentido), el hecho tangible es que en lugar de converger, occidente y Rusia avanzaron en direcciones opuestas. Más allá de recriminaciones, algunas válidas otras no, occidente aprovechó el fin de la guerra fría para enfocarse a mejorar la vida de sus ciudadanos, suponiendo que Rusia no era más que, en las palabras de un famoso político, “una gasolinera con armas nucleares.” Pues ahora resulta que esa gasolinera está forzando a occidente a salir de su letargo y eso tiene implicaciones fundamentales para México.

En los ochenta, justo cuando la guerra fría amainaba, México optó por acercarse a Estados Unidos para resolver sus problemas económicos. Contra la predicción de los catastrofistas, el acercamiento le confirió a México enormes libertades en materia de política exterior porque el TLC constituía un acuerdo de esencia, una visión compartida de futuro. El punto no era estar de acuerdo en todos y cada uno de los asuntos, sino comprometerse a resolverlos para que la cercanía le confiriera seguridad a los americanos y desarrollo a México.

En términos de desarrollo, el esquema funcionó menos bien de lo deseado porque México no llevó a cabo la transformación interna que eso hubiera requerido; sin embargo, en términos de la relación bilateral, quizá la frontera más compleja del mundo, los problemas se resolvían y ambos gobiernos hacían lo necesario para evitar conflictos innecesarios.

Dos cosas han cambiado. Una se llama Trump y la otra López Obrador. Trump violó la esencia del entendido de 1988 de dos maneras: una, atacando a México y culpándolo de los problemas de su país; y la otra, vincular asuntos (migración vs exportaciones) cuando existía un acuerdo explícito de nunca hacer eso.

López Obrador fue clave en el proceso de ratificación del TMEC, pero su visión es claramente opuesta. Paso a paso, ha ido distanciando a México de las prioridades estadounidenses y, como el niño que reta a su profesor, coquetea con las otras potencias como si se tratara de un juego.

En las últimas semanas, los estadounidenses abandonaron su evidente decisión de no responder a López Obrador y han comenzado a definir sus “líneas rojas” de manera clara y precisa, casi todas ellas para asegurar que la situación mexicana no se deteriore más. El actuar de Putin no puede más que acelerar este proceso porque EUA volverá a ver al mundo con una lógica geopolítica, donde México se encuentra en primera fila. El gobierno mexicano ya no tiene mucho espacio para donde hacerse, sobre todo si quiere proteger lo poco que queda de crecimiento económico, todo ello vinculado a las exportaciones a EUA.

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 REFORMA

Lo que viene

Luis Rubio

La catástrofe que venía era cada vez más evidente. Los errores y pérdidas se acumulaban, la destrucción era incontenible y el fin inminente y, sin embargo, nadie se rebeló. La población apoyó a su gobierno hasta el final, aun cuando eso implicara la destrucción total. Así comienza el libro de Ian Kershaw intitulado El final.* El historiador relata los últimos meses del gobierno de Hitler, un momento trágico en que las tropas soviéticas y norteamericanas avanzaban de manera constante, los bombardeos destruían ciudades enteras, devastando apartamentos y edificios icónicos, dejando a la población en la calle. En un entorno racional, el gobierno alemán habría comenzado negociaciones para una rendición condicionada, pero no fue así: la obsesión por no reproducir momentos históricos previos (la rendición de Alemania en 1918) llevó al colapso total. Pero lo relevante de esta anécdota es que no era sólo el gobierno el que estaba obsesionado: la población (con excepciones naturales) estaba con su gobierno y no estuvo dispuesta a pensar distinto.

Lo que hace importante esta fascinante y trágica historia, y la conclusión a la que llega Kershaw, es que la población se había cegado ante la realidad circundante por su devoción obcecada al líder. Nada la podía hacer ver algo distinto, así fuera por la devastación física de las ciudades o de sus condiciones de vida. El carisma era tan poderoso que nadie parecía capaz de pensar por sí mismo, reconocer lo dramático de la situación, entender las consecuencias de sus acciones a lo largo de la guerra o percatarse del enorme desastre que había sido todo el gobierno y su proyecto mesiánico.

México no es la Alemania Nazi ni el presidente es Hitler, pero existe una evidente similitud en la forma en que una parte de la población sigue ciegamente a López Obrador y se niega a reconocer que el deterioro es creciente y la ausencia de soluciones patente. El carisma del presidente le ha permitido construir una narrativa que (hasta ahora) domina el panorama político, controla la discusión pública y desdeña cualquier postura crítica o alternativa. El problema, que será cada vez más evidente en la medida en que avance el inexorable ciclo político, es que no sólo de palabras vive el hombre.

El éxito de la narrativa, que también se refleja en la popularidad, no será suficiente para compensar la ausencia de inversión, empleos u oportunidades. Sin duda, la estrategia de transferencias sociales ayuda a asentar la credibilidad del gobierno, toda vez que representa una fuente de sustento que es sumamente importante para una enorme porción de la población. Sin embargo, hay dos factores que sugieren que la fortaleza del carisma en nuestro caso es muy distinta al antes descrito. Primero que nada, luego de una década en que la migración de mexicanos hacia Estados Unidos fue mínima, el último año ha crecido de manera dramática, acumulando cientos de miles de aspirantes a cruzar el río para incorporarse en el mercado de trabajo estadounidense. Esas personas se están yendo porque no ven oportunidades en México. Recibir un “apoyo,” como lo llama el presidente, es muy bonito, pero no compensa la falta de crecimiento económico, que es la única forma en que se puede reducir la pobreza de manera definitiva. La gente vota con sus pies.

El otro factor es que México lleva décadas de promesas incumplidas, gobiernos de diversos colores que prometen el nirvana, sólo para concluir en lo mismo de siempre. Todos esos gobiernos ofrecieron promesas que, casi siempre, eran incumplibles y la población así lo entendía. Las dádivas que recibe una familia son siempre bienvenidas, pero quien las obtiene sabe que se trata de un mero intercambio de favores, un proceso que se repite cada seis años: los nombres y los métodos varían, pero por más carismática que sea la figura, esa población que ve tan pocas opciones para su vida sabe que alguien más vendrá a ofrecer otros espejitos, reiniciando el ciclo una vez más.

Nada de esto disminuye la extraordinaria capacidad del presidente para manipular las percepciones y las expectativas y, por lo tanto, sus índices de popularidad, pero llevamos décadas observando el mismo fenómeno y no hay razón alguna para esperar algo distinto en esta ocasión. Desde luego, hay varios imponderables en el camino que determinarán cómo acaba esto, factores que tienen que ver con el desempeño económico (especialmente el tipo de cambio), la aparición (o no) de alguna figura alternativa fuera de la cofradía presidencial actual y la capacidad del propio presidente por evitar una mayor fragmentación en Morena. La moneda está en el aire.

La historia que Kershaw cuenta es aterradora por el sufrimiento, miedo e irracionalidad que domina la forma de pensar ya no de los liderazgos (que entendían perfectamente lo que venía) sino de la población en general ante la derrota segura. Nadie tuvo capacidad ni deseo para forzar un cambio de rumbo para evitar una catástrofe. Seguir ciegamente al líder fue su característica nodal y así le fue. La naturaleza del mexicano con suerte evite una catástrofe, pero nada nos quitará los enormes costos de un gobierno que supo atizar el conflicto pero no resolver los problemas ni crear condiciones para el progreso.

 

* The End: Hitler’s Germany, 1944-45

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REFORMA

20 Feb. 2022

Otras variables

  Luis Rubio

El problema de jugar con fuego es que se puede uno quemar. Sin embargo, esa parece ser la actitud del gobierno. Avanza el sexenio en un entorno mundial sobre el que el presidente no tiene control alguno, pero donde se cocinan procesos que pueden igual ser propicios para el desarrollo de México que devastadores. Esas otras variables son críticas pero no están en el radar gubernamental.

Dos factores externos son especialmente relevantes para México porque de ellos depende la estabilidad económica y, por lo tanto, la solidez o debilidad del entramado social. Uno es el de las exportaciones, el principal motor de la economía, que dependen de la vitalidad y dinamismo de nuestros vecinos estadounidenses. El otro es la política monetaria de aquel país, de cuyas decisiones se deriva la estabilidad de la paridad peso-dólar. Nadie en su sano juicio puede desdeñar estos elementos y, sin embargo, eso es precisamente lo que ha venido haciendo el gobierno mexicano.

Por lo que toca a las exportaciones, donde predomina el sector automotriz, el gobierno impulsa una política energética que se enfila directamente contra las tendencias que experimenta ese sector. Comencemos por lo obvio: se estima que en 2025 el 20% de todos los automóviles que se venderán en el mundo será eléctrico, porcentaje que se elevará a 40% para 2030 y a 100% para 2040. Es decir, el principal motor de nuestra economía -la exportación de automóviles y autopartes- experimenta una transformación radical, pero México no es parte de ella. Los fabricantes de esos vehículos no están invirtiendo en la producción de vehículos eléctricos en México por la incertidumbre que provoca la iniciativa de reforma eléctrica.

La iniciativa tiene objetivos políticos muy claros, pero su racionalidad económica es un tanto absurda, por no decir perversa. Más allá del propósito de centralizar y controlar, la reforma propuesta tendría dos consecuencias evidentes: primero, elevaría el costo del fluido eléctrico porque los costos de producción de la CFE son mayores que los de los productores que la iniciativa pretende remover. La otra consecuencia sería que disminuiría (o desaparecería) la generación de electricidad por medios no tradicionales (solar, eólica, etcétera), cuya producción se ha convertido en un imperativo para muchas empresas. En una palabra, la reforma eléctrica que se ha propuesto acabaría con la gallina que pone los huevos de oro y que es el principal motor unitario de nuestra economía. Nadie en pleno uso de sus facultades actuaría de semejante manera a menos que lo anime un dogma suicida.

El asunto de la política cambiaria es más sutil e indirecto pero, en contraste con el ejemplo anterior, sobre éste el gobierno mexicano no tiene influencia alguna. Pero la falta de influencia viene acompañada de un desmedido impacto que las decisiones del banco central estadounidense, la Federal Reserve, tiene sobre la estabilidad del peso mexicano. Cuando las tasas de interés en dólares son bajas, como ha sido el caso de la última década, el peso vive de los flujos de inversión del exterior que aprovechan el diferencial entre la tasa en dólares y la tasa en pesos. Sin embargo, de subir la tasa de interés en dólares, el atractivo de invertir en pesos disminuye porque los inversionistas no ven necesidad de correr riesgos cuando el dólar arroja rendimientos atractivos. Hoy en día nos encontramos ante el umbral de esa tesitura.

La economía estadounidense experimenta una situación inusual: un acelerado crecimiento de los precios. En circunstancias normales, el banco central de aquel país estaría elevando las tasas de interés para “enfriar” la economía sin provocar una recesión. Aunque el presidente de la Fed ha hablado en ese sentido, el debate político ha ido en otra dirección, animado esencialmente por un choque de percepciones: algunos estiman que se trata de un fenómeno transitorio, producto de la disrupción provocada por la pandemia sobre la producción y las cadenas de suministro, en tanto que otros lo observan como un fenómeno estructural que debe ser atacado de raíz para evitar un estancamiento posterior, como el que ocurrió en la década de los setenta. Para los primeros lo conducente sería introducir controles de precios; para los segundos la respuesta debiera ser de carácter monetario (tasas de interés). Lo que haga el banco central repercutirá directamente sobre la estabilidad cambiaria mexicana.

El punto de fondo es que nos encontramos en un momento particularmente delicado, ante potenciales turbulencias por parte de variables que podrían impactar la estabilidad del país justamente en el momento en que atiza el proceso de sucesión presidencial. Las empresas automotrices actuarán según la manera en que les pudiera impactar la potencial reforma eléctrica, en tanto que la Federal Reserve hará lo propio en su ámbito de autoridad. Ninguno de los dos contemplará el impacto que sus decisiones tengan sobre México.

Lo que es seguro es que, en su afán dogmático por alterar el régimen existente en materia eléctrica, el gobierno mexicano está jugando con fuego por no querer entender las enormes consecuencias destructivas que eso entrañaría para la economía mexicana y para la estabilidad del país.

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Libertades

Luis Rubio

México ha vivido una soterrada disputa sobre su futuro por varias décadas. De un positivo cuasi consenso -al menos entusiasmo más o menos generalizado- respecto al futuro que nació con la apertura de la economía y, especialmente, con la exitosa negociación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica al inicio de los noventa, pasamos a un desencuentro cada vez más agudo que surgió de la severa recesión de 1995. A esa crisis se remonta el “grito de guerra” del presidente, quien de ahí salió convencido que las reformas no hacían sino acentuar las desigualdades y provocar empobrecimiento.

Echar para atrás las reformas se convirtió en su mantra y razón de ser. Pero su proyecto trasciende las medidas económicas inherentes a aquellas reformas: su querella es contra la visión filosófica -la cultura- inherente al cambio que se dio desde mediados de los ochenta, la que él denomina, peyorativamente, como “neoliberalismo.” De ahí que su proyecto de gobierno sea mucho menos programático que filosófico-ideológico en naturaleza y quizá de ello se derive su expectativa (o ambición) de trascendencia transexenal.

Su visión la hace clara en las siguientes líneas: “En poco tiempo…hemos contribuido a cambiar la mentalidad de amplios sectores del pueblo de México. Hemos puesto al desnudo al sistema con sus formas de control y manipulación.” Como todos los proyectos políticos, la alternativa que él propone es igualmente manipuladora, pero el planteamiento entraña una visión radicalmente distinta a la que privó en el país en las pasadas décadas y que va más allá de una diferencia respecto a la función del gobierno en la sociedad o qué tan concentrado o descentralizado debe ser el poder.

Saliendo del contexto nacional, el contra proyecto que abraza el presidente es similar, de hecho se deriva, en términos filosóficos, de las guerras europeas que emergieron por la rebelión luterana. Europa se dividió entre la reforma (protestante) y la contra reforma (católica), un cisma que cimbró al mundo y del cual emergieron sendas, y muy contrastantes, visiones filosóficas. De la Francia católica y revolucionaria surgió la noción de que se puede destruir lo existente y construir de nuevo desde cero, visión que acabó con Robespierre en la guillotina. Esa misma perspectiva fue adoptada por los soviéticos para controlar centralmente a su sociedad, llevándola a concluir en el gulag. Innumerables gobiernos en el mundo, México incluido, pretendieron que es posible controlar todas las variables del funcionamiento económico sin riesgo alguno, llevando a las crisis sucesivas que vivimos hace algunas décadas.

La otra visión, emanada esencialmente de la Ilustración con figuras como Adam Smith y David Hume era más modesta en su visión y pretensiones. Su punto de partida era que el mundo es complejo y nadie puede controlarlo porque depende de numerosos factores, no todos conocidos, razón por la cual la función del gobierno es crear condiciones que hagan posible que los individuos, las familias y las empresas encuentren oportunidades y las exploten para beneficio suyo y, como consecuencia, de la colectividad.

El contraste entre las dos visiones es dramático: la primera lleva a constituir un gobierno agresivo e intrusivo, dedicado a centralizar el poder, controlar a la ciudadanía e imponer sus prejuicios y preferencias sobre cada uno de los integrantes de la sociedad. De ahí el empleo del conflicto y la confrontación como instrumentos para avanzar la causa.

La segunda visión es más modesta y choca directamente con la arrogancia de la primera porque coloca al individuo en la centralidad del desarrollo y rechaza cualquier pretensión de poder planear o manipular la historia.

Mientras más complejo se torna el mundo y la sociedad, proceso inevitable del desarrollo humano en general y económico en particular, menor viabilidad adquieren los sistemas centralizados porque sólo funcionan con niveles incrementales de represión y control. La URSS se colapsó porque no pudo lidiar con la complejidad, China es inviable sin sus cada vez más generalizados y sofisticados sistemas de control.

El proyecto del presidente López Obrador es extraordinariamente ambicioso porque trasciende las medidas tradicionales de gobierno. Su aspiración es la de cambiar al país e imponerle su filosofía y visión cultural: desde la cartilla moral hasta los abrazos con los narcos. Para lograrlo, es inexorable desmantelar toda fuente de resistencia u oposición, provenga ésta de un organismo gubernamental (eso de “autonomía” resulta ser redundante) o de una institución educativa. El cambio de cultura no se negocia, sino que se impone. El riesgo de una visión de esta naturaleza es que muy rápido se pasa de la “narrativa” a la confrontación y de ahí a la represión -o al colapso. Una vez iniciado, el proceso resulta incontenible.

Idi Amin, el brutal y despótico dictador que sumió a Uganda en la pobreza, corrupción y criminalidad, es famoso por su afirmación de que “hay libertad de expresión, pero no puedo garantizar la libertad después de la expresión.” Una frase que resume la visión concentradora del poder y que no está desligada -no se puede separar- de la concentración del poder y la pretensión de imponer una nueva cultura como si se estuviera refundando el país.

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