Luis Rubio
No es claro si apostaban a la civilización, a la sumisión o, simplemente, a que la satisfacción material resolvería otras aspiraciones humanas, como la de progresar, mejorar o participar en política. El hecho tangible es que los gobiernos desde los sesenta han venido apostando a que el mexicano aguantaría cualquier cosa sin protestar. En realidad, no era una mala apuesta, excepto que todos esos gobiernos, incluyendo al actual, tenían una doble agenda: querían que las cosas mejoraran, pero no tanto como para alterar sus propios proyectos políticos.
Los proyectos cambiaron en el tiempo, pero no el objetivo. Conscientemente o no, el objetivo siempre fue el control de la población; unos lo querían para disfrutar las mieles del poder, otros para meramente permanecer en el poder. Pero aún en eso había niveles: los reformadores de los ochenta y noventa hicieron todo lo imaginable para acelerar el ritmo de crecimiento de la economía; los actuales prefieren el empobrecimiento de la población. Una economía pujante, calculaban los primeros, transformaría a México, creando un país cada vez más similar a las naciones exitosas del mundo. En un país de pobres, apuesta el presidente López Obrador, nadie se queja porque todos dependen del gobierno. Proyectos distintos, pero el control siempre presente.
La era de reformas comenzó a raíz de la crisis fiscal de 1982: la quiebra del viejo Estado mexicano sostenido por cada vez más entidades paraestatales que no servían para otra cosa sino preservar el poder y enriquecer a quienes lo ostentaban. Esa crisis obligó a emprender una serie de reformas para estabilizar a la economía y hacer posible su retorno al crecimiento. Una pregunta frecuente en aquella época -que coincidió con las reformas de Gorbachov en la entonces Unión Soviética- era sobre la viabilidad de llevar a cabo reformas económicas sin una liberalización política en paralelo.
Al final, poco importó. Como ilustran libros como el de Acemoglu y Robinson (El corredor angosto) pero, sobre todo, el más reciente de Guriev y Treisman (Spin Dictators), el Leviatán encuentra su propia manera de adaptarse, preservándose en el poder a través de elecciones presuntamente limpias, dádivas a la población y una narrativa conmovedora para obviar las prácticas democráticas comúnmente aceptadas. Lo importante, dicen Guriev y Treisman, no consiste en ser democráticos, sino en verse como tales. Los ejemplos prototípicos que caracterizan a ese tipo de tiranía en la perspectiva de estos autores son Putin y Chávez. Aunque pudieran haber llegado al poder por vía democrática, años después no pasarían esa prueba.
Las reformas económicas mexicanas no lograron su cometido integral por tres razones principales, ninguna de las cuales aparece en el catálogo de alegatos que llevaron al presidente López Obrador a la presidencia. Primero, el gobierno abandonó su responsabilidad de generalizar las reformas: sumido en la crisis de 1995, el gobierno dejó que la economía funcionara por sí misma, sin que el gobierno creara condiciones para la prosperidad general. La parte moderna de la economía, fundamentalmente aquella vinculada con el TLC norteamericano, adquirió un extraordinario dinamismo, como ilustran Aguascalientes, Querétaro, Nuevo León y otras regiones, principalmente norteñas. El resto del país sucumbió ante el crimen organizado, la violencia y la ausencia de justicia y, en general, de gobierno. En lugar de adaptar al gobierno a la nueva realidad económica, el gobierno abdicó su responsabilidad y nadie, fuera del crimen organizado, la ha vuelto a asumir.
Segundo, por más reformas que se emprendieron en la economía, nunca se avanzó en materia propiamente política. Acabamos con un híbrido extraño: uno de los sistemas electorales más modernos y competentes del mundo frente a un gobierno despótico y sin contrapeso alguno, como ha demostrado AMLO. Esto se puede apreciar en todos los ámbitos: desde los monopolios privados hasta los sindicados de maestros o la violación flagrante de las leyes (ej. las electorales) en tiempos recientes. El lenguaje de la democracia es abundante, pero la realidad de tiranía no ha variado: en todo caso, se ha acentuado cada vez más, especialmente en el sexenio actual. Finalmente, la combinación de gobiernos incompetentes, ausencia de legitimidad, evidencia de corrupción y violencia incontenible han tenido el efecto de ahuyentar a la inversión privada, única fuente susceptible de elevar los niveles de crecimiento de la economía, generar empleos o mejorar los ingresos.
Una de las constantes en la obra de Tucídides (c 400 ac) es la fragilidad de la civilización, fuente de guerras, degradación social, revoluciones y enfermedades. Los gobiernos mexicanos de las últimas décadas han tenido el efecto de degradar la civilización mexicana y ponerla en severo riesgo. Antes, al menos la retórica prometía avance; hoy en día, en lugar de progreso, como era la apuesta de los gobiernos reformadores, la apuesta es al empobrecimiento generalizado. El Leviatán despótico quiere quedarse en el poder a cualquier precio.
Lord Acton no lo pudo decir mejor: “La libertad es el poder sobre uno mismo; lo opuesto es el poder sobre otros.” Queda en manos de la sociedad mexicana decidir cuál es la apuesta que le conviene.
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