Divergencias

 Luis Rubio
En solidaridad con José Sarukhán

 Absurdos los hay por todas partes. Algunos abrevan de sus preferencias más que de la realidad. Así le pasaba a Kafka en Zürau, el sanatorio en que escribía sobre los ratones que pululaban en su entorno. Especulaba sobre la urgencia de atraer a un gato que lo liberaba de los ratones, pero eso creaba una nueva circunstancia: ¿quién lo libraría de los gatos? Los absurdos de Kafka son indistinguibles de los de la 4T y, sobre todo, de sus acólitos.

A los mexicanos nos gustaría vivir en el mundo perfecto, pero nadie parece dispuesto a construirlo, porque eso implicaría abandonar no sólo prebendas, sino sobre todo visiones, cuando no entelequias, de quienes hoy son la esencia del statu quo. Las narrativas cotidianas obscurecen lo obvio: la narrativa -y las preferencias, sobre todo ideológicas- sobresalen por encima de la realidad tangible y no sólo la del mexicano de a pie. El presente se percibe, por tirios y troyanos, insostenible. De ahí que sea indispensable entender dónde estamos para saber no qué es deseable, sino qué es posible.

En la ficción mañanera, los cambios emprendidos a partir de 1982 fueron producto de un celo ideológico que alteró -si no es que destruyó- el curso de la patria. Todo marchaba bien hasta que llegaron los pérfidos neoliberales al poder. La (casi) hiperinflación, la destrucción de familias y patrimonios nunca aparece en la narrativa de la 4T.

Al inicio de los setenta, el país experimentó un cambio radical en el manejo de la economía. Por dos décadas, el país había vivido un círculo virtuoso de crecimiento económico bajo férreo control político. Pero ambos habían comenzado a hacer agua. Las exportaciones de granos, clave para el financiamiento de las importaciones de insumos industriales, habían comenzado a declinar desde mediados de los sesenta. Por su parte, el movimiento estudiantil de 1968 había evidenciado los límites del autoritarismo priista.

La solución avanzada por dos héroes que animan al presidente -Echeverría y López Portillo- fue mágica: el gasto público para satisfacer a todos. El gobierno puede financiar a pobres y ricos, apoyadores y disidentes. Subsidios por doquier. Excepto que la solución no fue tal: el gobierno acabó prácticamente quebrado en 1982 y todo vestigio de civilidad y confianza había sido destruido. Aquellos presidentes fueron incapaces de comprender las fuerzas a las que estaba sujeta la economía mexicana y, en un sentido más amplio, el país en su integridad.

El mundo cambiaba de manera acelerada, pero México se enquistaba en su refugio natural. Mejor esconder la cabeza como avestruz que encarar las circunstancias que determinaban el devenir del país. Como hoy.

El proyecto de la llamada 4T está sustentado en una falacia: la noción de que los tecnócratas, los peyorativamente denominados “neoliberales,” llevaron a cabo una serie de reformas a la economía del país porque eso les dictaba su ideología o por mera corrupción. La realidad es mucho más simple: el país iba a la deriva, el gobierno estaba quebrado y la única forma de recobrar la capacidad -o posibilidad- de crecimiento económico era modificando las estructuras económicas del país.

Mientras México vivía la lujuria petrolera de los setenta -la era del hoy presidente como líder del PRI en Tabasco- el mundo se transformaba. En lugar de economías cerradas y protegidas, el planeta, en términos industriales, se globalizaba, las comunicaciones se revolucionaban y las expectativas explotaban. Poco a poco, el valor agregado se movió hacia los procesos de alto contenido intelectual -software, marcas, innovación, servicios, creatividad, distribución- por encima del trabajo manual.

Aquellos funcionarios, hoy denostados, se abocaron a transformar los fundamentos del desarrollo del país -comunicaciones, infraestructura, energía, educación, salud- a fin de afianzar una plataforma sustentable para el futuro. Evidentemente hubo errores, corruptelas y abusos, pero el objetivo era claro: acercar a México a las oportunidades de desarrollo que eran posibles, y asibles, además de inevitables, en el siglo XXI.

Al final de cuatro años de 4T nos encontramos ante el dilema de siempre: cómo lograr el desarrollo. Excepto que hoy en condiciones subóptimas para alcanzarlo. La destrucción de instituciones que ha promovido el presidente tiene consecuencias. Lo mismo es cierto de la dislocación que ha sufrido el presupuesto público: hoy todo está dirigido a promover la popularidad presidencial y nada al desarrollo del país. El próximo presidente se encontrará ante un panorama aciago, con pocas oportunidades para corregir el rumbo.

Los acólitos de la 4T juran y perjuran -e injurian- pero no tienen argumentos para contrarrestar la devastación que está ocurriendo. Hoy reina el miedo, la incertidumbre y la alienación. La popularidad, producto de una narrativa ficciosa, apunta en una dirección, pero la realidad cotidiana va en sentido contrario. Tarde o temprano la convergencia será inevitable e inexorablemente hacia abajo.

Nada está escrito sobre el 2024, excepto la quiebra fiscal, moral y política que ha enarbolado el gobierno actual. La pregunta ahora es qué o quién ofrece una salida compatible con la realidad del mundo, no con las fantasías que promueve el gobierno.

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