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Provocar una recesión

Luis Rubio

1971 fue el año de la atonía. Luego de dos décadas experimentando tasas de crecimiento superiores al 6% en promedio, ese año fue considerado de recesión porque el crecimiento sólo fue del 3%. Así han cambiado las cosas… La respuesta de los políticos fue “estimular” la economía mediante un gasto público exacerbado, financiado con deuda externa e impresión de billetes, es decir, inflación. Así nació la era de las crisis, recesiones y, por un pelito, la hiperinflación. 2013 se parece a aquel 1971 y, como ilustra el presupuesto, el gobierno se apresta a aplicar la misma receta perdedora.

El empaque retórico que acompaña a la iniciativa de reforma hacendaria es grandioso: productividad, crecimiento, ataque a la desigualdad y seguro de desempleo. Suena atractivo pero, como decía George Orwell, “el lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras parezcan verdades, que el asesinato parezca respetable, y dar al viento apariencia de solidez».

Los comentarios a mi artículo anterior muestran que hay más dudas que certezas sobre la dirección que se propone adoptar. Lo que sigue es un resumen de los que recibí, todos ellos de expertos intachables.

Primero, “si bien la iniciativa se justifica primordialmente por el propósito de alcanzar la seguridad social universal, es notable que el aumento propuesto de gasto entre 2013 y 2014 es de 520 mil millones de pesos, pero de los cuales solamente 20 mil se destinan a la seguridad social universal. Uno hubiese pensado que, de forma prioritaria, se dedicarían recursos para unificar el financiamiento de la salud, pero este tema –que hoy presenta la distorsión más grave— presumiblemente se pospone. No utilizar los recursos nuevos para remover la distorsión creada por las diferencias en la forma de financiar los regímenes contributivos y no contributivos de salud es una omisión difícil de entender”. A menos que el objetivo sea, simplemente, gastar; no sería la primera vez…

Segundo, “la pensión universal propuesta no es en realidad una pensión universal. Es una pensión condicionada a ser informal. Los trabajadores formales no tienen derecho a ella… Dado que el Seguro Popular es una prestación financiada de la tributación general para el informal (que éste percibe como gratis), pero que pierde si obtiene un empleo formal…, a los incentivos a la informalidad que ya existían… se le agrega ahora otro incentivo por un programa similar para pensiones de retiro (y se propone legislar su monto, amén de bajar la edad para recibirlo de 70 años a 65). Es difícil pensar que esto no va a contribuir a aumentar la informalidad. La evidencia empírica que tenemos de programas similares es que sí lo hará y también puede reducir la tasa de participación laboral. Por esas dos vías, la productividad se verá castigada”. O sea, hay una contradicción flagrante entre la iniciativa presentada y el diagnóstico del propio gobierno respecto a la urgencia de elevar la productividad como condición para acelerar el ritmo de crecimiento de la economía.

Tercero, “el seguro de desempleo realmente no es eso; parece más un seguro de separación. El punto clave aquí es que se introduce este seguro sin modificar las disposiciones de la Ley Federal del Trabajo en materia de indemnizaciones por despido o primas de antigüedad. Tampoco se modifica la problemática de despido justificado vs no justificado. En los términos de la ley propuesta, un trabajador que voluntariamente se separa de su trabajo tiene derecho a recibir los beneficios del nuevo seguro. Por otro lado, México tendrá ahora dos mecanismos paralelos para proteger a los trabajadores contra shocks: las disposiciones que ya estaban en la LFT y este nuevo seguro. Es difícil pensar que en el futuro se podrá modificar la LFT para reducir los costos contingentes de las empresas formales derivadas de la contratación” cuando “el principal mecanismo que se hubiese podido utilizar para cambiar esas disposiciones de la LFT –introducir un seguro de desempleo—ya se usó. Al no reducirse en nada los costos contingentes de las empresas, es difícil ver también como este nuevo seguro contribuirá a la formalidad”.

Cuarto, “se propone un incremento neto de las cuotas patronales (art. 25, 36, 106 y 107 de la Ley del Seguro Social), lo que no resuelve el problema esencial que es la homologación de los costos en salud. Es justo ahí donde estará la presión de gasto en los próximos años. Hoy en día no sabemos cuánto cuestan los servicios médicos en el IMSS, el ISSSTE y en los sistemas estatales de salud que son financiados con el Seguro Popular. No hay certeza sobre necesidades presupuestales del sector salud, pues sólo conocemos el gasto ejercido en cada institución, no el costo de cada servicio ni las estimaciones por cambios epidemiológicos. La propuesta resuelve la urgencia financiera del IMSS en el corto plazo –que agotaría sus reservas en 2016-, pero no resuelve el problema de fondo».

Quinto, en “el propuesto seguro de desempleo se descobija la contribución de INFONAVIT, en vez de llevarlo a salud o bien complementar pensiones contributivas.
Esto crea más distorsiones laborales pues hace más líquidas las aportaciones en el corto plazo”. En este contexto,  no puede ignorarse otra posible motivación del enfoque propuesto: “quienes cumplan 18 años a partir de 2014 serán cubiertos por un fideicomiso en Banxico, justo el grupo que votará en 2018 por primera vez”.

“En suma, la reforma no es para financiar una “seguridad social universal”, sino para justificar el aumento de cuotas patronales y el otorgamiento de nuevos beneficios, cuyo costo irá aumentando en el tiempo y se sumarán al costo creciente de los programas ya existentes. Los recursos fiscales de la propuesta serán usados para otros gastos y no se propone modificar el funcionamiento del sistema de salud, ni su financiamiento. Dado el crecimiento que se está observando en la provisión de servicios médicos, los costos se elevarán y será imposible regresar a un déficit cero en el tiempo propuesto (2017). Bajo el escenario internacional actual esto suena demasiado arriesgado”. «Y todo esto sin considerar los pasivos de salud y pensiones de los estados, PEMEX y CFE». O sea, no hay reforma estructural ni solución a los problemas pendientes.

La propuesta es regresar a los setenta: déficit crecientes, sin financiamiento saludable y sostenible, lo que no contribuirá al crecimiento de la economía. Ignorar las causas de las crisis de las décadas pasadas -una estrategia económica sustentada en déficit y deuda- que los jóvenes de hoy no vivieron más que de manera indirecta,  es la mejor forma de provocarlas. No aprendemos.

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@lrubiof

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DOS VISIONES

 FORBES –  LUIS RUBIO

Septiembre 2013

 

POCAS VECES MEXICO HA ESTADO ante la posibilidad de romper con la inercia paralizante que la caracteriza. Hoy es una es una de esas disyuntivas: la pregunta es  si podrá lograrlo. Como ilustran los monólogos respecto a la energía, es impactante nuestra propensión a pelear por el pasado en lugar de construir un futuro. Unos quieren regresar a la legislación porfirista en la materia, otros a la década de 1930 y otros más a fortificar la corrupción de Pemex. Nadie está planteando un nuevo paradigma de desarrollo.

 

Parafraseando a mi padre cuando daba clases de cirugía, «la posibilidad de romper la inercia depende de dos factores: saber qué hacer y saber cómo hacerlo». El gobierno actual cuenta con una extraordinaria capacidad de  operación política, pero sus planteamientos sustantivos son pobres.

 

Los últimos tres gobiernos adolecieron de esa capacidad política, por lo que  incluso las (pocas) buenas ideas que plantearon nunca prosperaron. Como ilustran los avatares de la propuesta reforma energética, saber cómo no es suficiente. La energía es un medio para la transformación del país: el gobierno ha hablado en términos «transformativos» pero no ha propuesto una visión transformadora. De eso depende que lo logre.

 

El desarrollo es cualitativamente distinto al crecimiento. Arabia Saudita podrá  ser muy rica, pero nadie podría afirmar que se acerca a la civilización (definida  ésta en términos occidentales). Países como China y Brasil, cuyas economías crecieron con celeridad en años pasados, ni  siquiera se proponen alcanzar ese umbral.  El desarrollo y la civilización requieren más que crecimiento económico, algo que sin duda podría avanzar con una reforma energética liberalizadora.

 

La primera tarea es crecer: ésa es la única  forma en que el país podrá salir de su estancamiento, promover la movilidad social e incrementar el ingreso per cápita. En esto no  hay controversia. La controversia se encuentra en el cómo, aunque las diferencias entre las fuerzas políticas suelen ser mucho menos  grandes de lo aparente. Un botón de muestra:   en realidad nadie está planteando hacer de Pemex una empresa competitiva, abierta,  transparente y comparable a las petroleras del mundo. Las propuestas al respecto son  defensivas y apocalípticas, no modernas ni  civilizadoras. Falta esa visión de desarrollo,  visión que incluya elementos clave como el Estado de derecho, pesos y contrapesos y  rendición de cuentas al ciudadano. Lo crucial  es que nadie, comenzando por el gobierno,  tenga la opción de apegarse a la ley: el Estado  de derecho existe cuando no tiene alternativa  y de eso ni siquiera se está contemplando.

 

«MUY POCAS NACIONES NO OCCIDENTALES HAN LOGRADO ROMPER CON EL              SUBDESARROLLO. LAS QUE LO HAN  HECHO SON ILUSTRATIVAS DEL POTENCIAL DE UNA SOCIEDAD COMPROMETIDA».

 

La búsqueda de elevadas tasas de crecimiento es necesaria aun cuando no avance  hacia el desarrollo y la civilizaci6n. Se podría  argumentar, así sea por demás controvertido, al menos en uno de los cases que, en  contraste con nosotros (o Brasil y China)  personajes coma Mandela y Pinochet crearon mejores condiciones pare avanzar hacia el desarrollo.  Más allá de cómo llegó el presidente al poder, el ejemplo chileno es impactante. Sudáfrica enfrenta desafíos  mayúsculos, pero cuenta con dos ventajas  excepcionales: una visión clara de futuro  y, a pesar de la corrupción, nadie quiere reconstruir el pasado. Algo podríamos aprender de ambos ejemplos.

 

El desarrollo requiere una visión cualitativamente distinta a la del crecimiento. Ambas son compatibles, pero el desarrollo sólo avanza cuando la población comparte una  visión. Muy pocas naciones no occidentales  han logrado romper con el subdesarrollo, pero las que lo han hecho son ilustrativas del potencial transformador de una sociedad comprometida. Corea, Taiwán, Chile, Sudáfrica y, a pesar de sus problemas financieros  actuales, España, son ejemplos palpables de la oportunidad que México tiene frente a sí. Todas ellas vieron hacia adelante y rompieron con la maldición del subdesarrollo. En lugar de reformar un poquito y sin tocar a los intereses creados, optaron por una gran transformación, comenzando por la mental; a final de cuentas, es ahí donde se encuentra el corazón del subdesarrollo.

 

Cuando en 1998 Corea enfrentó una crisis  financiera similar a las nuestras, su gobierno  no se dedicó, coma Argentina, a culpar al resto del mundo. Lo único que hicieron fue  enfocarse en resolver el problema. Nuestra oportunidad es inmensa, pero tendrá que  construirse a cada paso con una visión de  grandeza en lugar de una de restauración.

 

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACION PARA EL DESARROLLO, A.C.

¡¿Cuál nuevo paradigma fiscal en México?!

América Economía – Luis Rubio

Cuando los políticos comienzan a hacerle ajustes radicales al sistema fiscal corren el riesgo de provocar distorsiones que nunca imaginaron. La iniciativa hacendaria, tanto en lo concerniente a los ingresos como al gasto, propone un «cambio de paradigma».

Esta es mi lectura:

-El objetivo es encomiable: la construcción de un sistema de seguridad social contribuiría de manera decidida a disminuir la desigualdad y la pobreza. Sin embargo, el contenido de la iniciativa es más bien débil en su conexión entre objetivos y medios. La expectativa inicial de incremento de recaudación de 1,4% es sumamente baja y hace difícil imaginar que se podrían financiar metas tan ambiciosas como las esbozadas. Además, excepto por el potencial de incremento en el consumo (en algunos lustros), producto de la disminución teórica de la pobreza, no es obvio cómo ello incidiría en el crecimiento económico.

-Efectivamente, hay un cambio de paradigma, pero muy distinto al que el ejecutivo anunció: se trata una reforma que reorienta, en enfoque y concepto, la actividad del gobierno hacia la seguridad social y el seguro de desempleo. Pero su esencia consiste en la recentralización del gasto y su expansión acelerada, todo ello financiado con deuda o, eventualmente, más impuestos. No hay de otra.

-El sustento filosófico de la propuesta reside en comparaciones internacionales donde se mezclan peras con manzanas: no hay duda que las naciones europeas recaudan varias veces más impuestos, pero esas naciones no crecen con celeridad. Las comparaciones europeas relevantes serían Polonia, Irlanda y similares, cuyas tasas impositivas son menores y la recaudación mayor. En nuestro caso, más ingreso para financiar un mal gasto no es exactamente una fórmula atractiva para nadie. El ejemplo de Brasil no es inspirador: un país que recauda y gasta mucho más pero que no exhibe un mejor desempeño económico; de hecho, es mucho peor.

-Es casi de Perogrullo que cuando un gobierno habla de un cambio de paradigma lo que realmente está insinuando es más gasto y, por consiguiente, mayores impuestos: en este rubro, la propuesta gubernamental es todo menos que novedosa y no enarbola cambio alguno de paradigma. Es, más bien, un retorno al pasado. De hecho, la iniciativa se asemeja al momento en 1971 cuando, en condiciones de estabilidad, se rompieron todos los equilibrios.

-El planteamiento gubernamental descansa en tres pilares: mayores impuestos a causantes cautivos, con una carga adicional a las incipientes clases medias. Inevitable esto, pero es perceptible el desprecio por los empleadores, como si no tuvieran opciones de inversión. La segunda fuente de financiamiento es más interesante y atrevida: la eliminación o reducción de algunos regímenes especiales de tributación y de exenciones de impuestos. Y, la tercera, un mayor déficit.

-Los números no mienten: los mexicanos pagamos menos impuestos que otras naciones pero no por las tasas sino por defectos de recaudación. Lo significativo es que el gobierno no está argumentando que una mayor recaudación conduce a un mayor crecimiento. Implícitamente, el gobierno acepta lo que todo mundo sabe: la población hace como que paga y el gobierno hace como que gobierna. Este es el paradigma (la ilegitimidad del gasto) que habría que romper porque en el momento en que se logre un mejor desempeño de la economía, educación, Pemex y CFE o de los estados, nadie podría oponerse a contribuir su parte correspondiente. Es asunto de ciudadanía.

-A pesar de la atractiva retórica que acompaña al planteamiento, con la sola excepción de la simplificación en el cumplimiento de las obligaciones, no hay nada en la iniciativa que contribuya a fomentar un mayor crecimiento de la economía: de la misma forma, aunque se plantean incentivos teóricamente correctos para promover la incorporación de empresas informales, no es obvio como funcionarían éstos en la práctica. Peor aún, se elimina el impuesto que había permitido al menos desincentivarla.

-Lo más importante de los considerandos de la iniciativa reside en la acertada preocupación por el nulo (o negativo) crecimiento de la productividad en las últimas décadas: el problema del enfoque empleado es que los promedios esconden más de lo que iluminan: hay sectores que experimentan espectaculares tasas de crecimiento de la productividad, en tanto que otros se rezagan y contribuyen negativamente. Los dos grandes contribuyentes a la productividad negativa son las paraestatales, sobre todo Pemex y CFE, y la economía informal. Es claro que el gobierno confía que la reforma energética reducirá esa fuente de improductividad del sector, pero no hay nada que permita ser optimista respecto a la economía informal, fenómeno complejo y difícil de desenmarañar.

-En lugar de una reforma hacendaria trascendental, el planteamiento constituye una limpieza del sistema impositivo (no es otra miscelánea sino una nueva ley que elimina contradicciones y duplicidades), pero no una nueva visión del desarrollo: solo más gobierno sin rendición de cuentas: no se anticipa modificación alguna en el lado del gasto, lo que es preocupante porque parte de la ausencia de legitimidad de que goza nuestro sistema de gobierno tiene que ver con el desperdicio y corrupción que lo caracteriza. El ejemplo de educación es evidente: México está hasta arriba en el porcentaje del PIB que se gasta en educación y, sin embargo, los resultados son patéticos. El país requiere un nuevo sistema de gobierno, transparencia en el gasto, control del dispendio a nivel estatal y resultados favorables de la gestión gubernamental. Nada de eso está presente en la iniciativa hacendaria. Sin una revisión radical del gasto, la propuesta no conducirá a promover e incentivar crecimiento.

-El gran tabú que rompe la iniciativa es el del déficit fiscal: gastar más de lo recaudado no es bueno ni malo en sí mismo. Lo preocupante es que la iniciativa no registra las razones por las cuales se adoptó el dogma del equilibrio fiscal y, peor, que incurra en déficits elevados, y potencialmente enormes, para lo cual propone modificar a su conveniencia la ley de presupuesto y responsabilidad hacendaria. Olvidar las causas de las crisis podría conducir a provocar una más, novedad para las generaciones que nunca las conocieron. El viejo PRI.

Al final, más que ninguna otra cosa, la iniciativa es un fiel reflejo del momento político. Es evidente que los criterios que al final privaron fueron dos: mantener al PRD dentro del Pacto y quitarle el tapete a López Obrador. El presidente logró ambas; el problema es que esos criterios no contribuyen al crecimiento acelerado de la economía.

http://www.americaeconomia.com/node/101225

¿Qué paradigma?

 Luis Rubio

Cuando los políticos comienzan a hacerle ajustes radicales al sistema fiscal corren el riesgo de provocar distorsiones que nunca imaginaron. La iniciativa hacendaria, tanto en lo concerniente a los ingresos como al gasto, propone un «cambio de paradigma». Esta es mi lectura:

– El objetivo es encomiable. La construcción de un sistema de seguridad social contribuiría de manera decidida a disminuir la desigualdad y la pobreza. Sin embargo, el contenido de la iniciativa es más bien débil en su conexión entre objetivos y medios. La expectativa inicial de incremento de recaudación de 1.4% es sumamente baja y hace difícil imaginar que se podrían financiar metas tan ambiciosas como las esbozadas. Además, excepto por el potencial de incremento en el consumo (en algunos lustros), producto de la disminución teórica de la pobreza, no es obvio cómo ello incidiría en el crecimiento económico.

– Efectivamente, hay un cambio de paradigma, pero muy distinto al que el ejecutivo anunció: se trata una reforma que reorienta, en enfoque y concepto, la actividad del gobierno hacia la seguridad social y el seguro de desempleo. Pero su esencia consiste en la recentralización del gasto y su expansión acelerada, todo ello financiado con deuda o, eventualmente, más impuestos. No hay de otra.

– El sustento filosófico de la propuesta reside en comparaciones internacionales donde se mezclan peras con manzanas. No hay duda que las naciones europeas recaudan varias veces más impuestos, pero esas naciones no crecen con celeridad. Las comparaciones europeas relevantes serían Polonia, Irlanda y similares, cuyas tasas impositivas son menores y la recaudación mayor. En nuestro caso, más ingreso para financiar un mal gasto no es exactamente una fórmula atractiva para nadie. El ejemplo de Brasil no es inspirador: un país que recauda y gasta mucho más pero que no exhibe un mejor desempeño económico; de hecho, es mucho peor.

– Es casi de Perogrullo que cuando un gobierno habla de un cambio de paradigma lo que realmente está insinuando es más gasto y, por consiguiente, mayores impuestos. En este rubro, la propuesta gubernamental es todo menos que novedosa y no enarbola cambio alguno de paradigma. Es, más bien, un retorno al pasado. De hecho, la iniciativa se asemeja al momento en 1971 cuando, en condiciones de estabilidad, se rompieron todos los equilibrios.

– El planteamiento gubernamental descansa en tres pilares: mayores impuestos a causantes cautivos, con una carga adicional a las incipientes clases medias. Inevitable esto, pero es perceptible el desprecio por los empleadores, como si no tuvieran opciones de inversión. La segunda fuente de financiamiento es más interesante y atrevida: la eliminación o reducción de algunos regímenes especiales de tributación y de exenciones de impuestos. Y, la tercera, un mayor déficit.

– Los números no mienten: los mexicanos pagamos menos impuestos que otras naciones pero no por las tasas sino por defectos de recaudación. Lo significativo es que el gobierno no está argumentando que una mayor recaudación conduce a un mayor crecimiento. Implícitamente, el gobierno acepta lo que todo mundo sabe: la población hace como que paga y el gobierno hace como que gobierna. Este es el paradigma (la ilegitimidad del gasto) que habría que romper porque en el momento en que se logre un mejor desempeño de la economía, educación, Pemex y CFE o de los estados, nadie podría oponerse a contribuir su parte correspondiente. Es asunto de ciudadanía.

– A pesar de la atractiva retórica que acompaña al planteamiento, con la sola excepción de la simplificación en el cumplimiento de las obligaciones, no hay nada en la iniciativa que contribuya a fomentar un mayor crecimiento de la economía. De la misma forma, aunque se plantean incentivos teóricamente correctos para promover la incorporación de empresas informales, no es obvio como funcionarían éstos en la práctica. Peor aún, se elimina el impuesto que había permitido al menos desincentivarla.

– Lo más importante de los considerandos de la iniciativa reside en la acertada preocupación por el nulo (o negativo) crecimiento de la productividad en las últimas décadas. El problema del enfoque empleado es que los promedios esconden más de lo que iluminan: hay sectores que experimentan espectaculares tasas de crecimiento de la productividad, en tanto que otros se rezagan y contribuyen negativamente. Los dos grandes contribuyentes a la productividad negativa son las paraestatales, sobre todo Pemex y CFE, y la economía informal. Es claro que el gobierno confía que la reforma energética reducirá esa fuente de improductividad del sector, pero no hay nada que permita ser optimista respecto a la economía informal, fenómeno complejo y difícil de desenmarañar.

– En lugar de una reforma hacendaria trascendental, el planteamiento constituye una limpieza del sistema impositivo (no es otra miscelánea sino una nueva ley que elimina contradicciones y duplicidades), pero no una nueva visión del desarrollo: solo más gobierno sin rendición de cuentas. No se anticipa modificación alguna en el lado del gasto, lo que es preocupante porque parte de la ausencia de legitimidad de que goza nuestro sistema de gobierno tiene que ver con el desperdicio y corrupción que lo caracteriza. El ejemplo de educación es evidente: México está hasta arriba en el porcentaje del PIB que se gasta en educación y, sin embargo, los resultados son patéticos. El país requiere un nuevo sistema de gobierno, transparencia en el gasto, control del dispendio a nivel estatal y resultados favorables de la gestión gubernamental. Nada de eso está presente en la iniciativa hacendaria. Sin una revisión radical del gasto, la propuesta no conducirá a promover e incentivar crecimiento.

– El gran tabú que rompe la iniciativa es el del déficit fiscal. Gastar más de lo recaudado no es bueno ni malo en sí mismo. Lo preocupante es que la iniciativa no registra las razones por las cuales se adoptó el dogma del equilibrio fiscal y, peor, que incurra en déficits elevados, y potencialmente enormes, para lo cual propone modificar a su conveniencia la ley de presupuesto y responsabilidad hacendaria. Olvidar las causas de las crisis podría conducir a provocar una más, novedad para las generaciones que nunca las conocieron. El viejo PRI.

Al final, más que ninguna otra cosa, la iniciativa es un fiel reflejo del momento político. Es evidente que los criterios que al final privaron fueron dos: mantener al PRD dentro del Pacto y quitarle el tapete a López Obrador. El presidente logró ambas; el problema es que esos criterios no contribuyen al crecimiento acelerado de la economía.

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Monólogos

Luis Rubio

Un anuncio de la CNTE en la cajuela de una camioneta me hizo reflexionar sobre la discusión (porque de debate nada tiene) en torno al asunto educativo en el país. El anuncio decía: «Todo empieza en 1 mismo. Rebélate!!!» (sic). Más allá de manifestaciones y plantones, la reforma educativa y la disputa política en torno al proceso legislativo del momento, el debate sobre la calidad de la educación y su trascendencia para la vida de los educandos es mundial. Me puse a revisar la literatura y me encontré cosas interesantes, algunas fascinantes.

En 1962 Richard Hofstadter, en un libro intitulado El anti-intelectualismo en la vida estadounidense, afirmaba que «una multiplicidad de problemas educativos han surgido de la indiferencia»; entre ellos, «maestros sub-pagados, salones de clase saturados, escuelas con horarios combinados, condiciones físicas patéticas, instalaciones inadecuadas y toda una serie de fallas que surgen de algo más: una currícula anti-intelectual, el abandono de los temas clave y la desatención a la formación de los alumnos». Lo que más me impresionó del libro de Hofstadter cuando lo leí la primera vez hace unos veinte años es que nada de lo que ahí afirmaba había, ni ha, cambiado mayor cosa. El debate estadounidense en la materia ha evolucionado hacia temas que ahora están en la palestra mexicana, como la evaluación de los maestros, pero los resultados en la prueba de PISA -que administra la OECD y permite comparar a una veintena de naciones- muestran que estamos, igual que EUA, muy por detrás de algunos países que hacen algunas cosas particularmente bien. Nosotros llevamos años dizque reformando y lo único evidente es que el conflicto se eleva pero los resultados son cada vez peores.

El punto de partida de Paul Tough en su libro ¿Por qué unos niños triunfan mientras otros fracasan? es que todo mundo supone que el éxito en la vida depende de que en la niñez se avancen las cosas que se asocian con la inteligencia: mejores calificaciones, éxito en los exámenes estandarizados y constancia en las evaluaciones tradicionales. Sin embargo, dice Tough, lo que verdaderamente hace diferencia, las cualidades que efectivamente conducen al éxito en la vida son habilidades como: perseverancia, curiosidad, optimismo y auto control. Es decir, dice el autor, la diferencia reside en el carácter de la persona y esa es la clave del proceso educativo, tanto en la casa como en la escuela, para construir una vida exitosa y productiva en los adultos del futuro.

Amanda Ripley toma una perspectiva distinta en Los niños más listos del mundo. Desde su punto de vista, todo el enfoque educativo estadounidense está equivocado. Se gastan enormes presupuestos en nuevos programas, proyectos y mecanismos de evaluación y, sin embargo, los resultados no sólo no mejoran sino que empeoran.  Ejemplifica con Polonia: a pesar de ser un país con una población relativamente pobre, sus índices educativos tienden a ascender. En lugar de polemizar sobre los detalles que tienden a inundar los debates sobre las pruebas estandarizadas (si la muestra está bien hecha, si se sobre-representa a cierto tipo de alumnos, si el sindicato trata de sesgar los resultados: o sea, los debates universales en este tema), Ripley se dedica a investigar qué es lo que diferencia a unos sistemas educativos de otros. Observa a tres alumnos estadounidenses que acabaron en Finlandia, Corea y Polonia, respectivamente.

Los tres estadounidenses partían de circunstancias educativas similares y se encontraban en las naciones que mejores evaluaciones logran en la prueba de PISA. La primera observación de los estudiantes fue la seriedad con que sus compañeros locales se tomaban los estudios y, particularmente, la sofisticación con que se enseñaba y la forma en que distintos programas (como trigonometría, cálculo y geometría) se vinculaban en la vida real, adquiriendo un sentido que ellos nunca habían conocido. Lo que más les impresionó fue que los maestros eran autoridades en su campo y se les trataba con el respeto de un profesional de excepción.

Dos de las conclusiones de Ripley me parecieron particularmente relevantes a nuestras circunstancias. La primera es que los profesores en esos países enfrentan procesos ultra competitivos para ser admitidos al magisterio. En Finlandia todos los maestros tienen que tener una maestría, haber realizado una tesis producto de investigación y, además de aprobar exámenes muy severos, pasar un año como asistentes de un profesor veterano para observar, aprender y ser evaluados en la práctica.

En un pasaje de su libro, Ripley relata una entrevista con una profesora finlandesa que revela una impresionante claridad de objetivos: se espera que los estudiantes sean exitosos y no se hacen concesiones para nadie. “No quiero pensar en el origen socioeconómico del alumno; lo que cuenta es su cerebro… no quiero tener demasiada empatía por ellos porque yo tengo que enseñar. Si pensara mucho sobre estos asuntos les acabaría dando mejores calificaciones por un trabajo peor. Pensaría ‘pobre niño, qué puedo hacer’. Eso haría mi trabajo demasiado fácil». La devoción por el mérito es transparente (y extrema, dice Ripley, en Corea).

La segunda conclusión es que el uso de la tecnología está sobredimensionado. Ripley dice que lo que realmente importa es la calidad del proceso pedagógico porque eso es lo que va formando el carácter de los estudiantes. Los programas educativos exitosos son aquellos que tienen una espina dorsal común pero dejan en manos del maestro la conducción del proceso porque es el contacto entre maestro y alumno lo que contribuye a la formación del carácter. No son las calculadoras o las computadoras las que triunfan sino el enfoque académico y la interacción estudiante-maestro.

En estas páginas, con su usual clarividencia, Eduardo Andere resumió hace unos días su diagnóstico sobre nuestro problema educativo. Recojo tres puntos clave: primero, no se entiende en el gobierno la naturaleza de la lógica que anima a sus contrapartes  en el SNTE o la CNTE; entenderla abriría espacios de negociación. Segundo, nunca se descentralizó bien pero ahora se quiere centralizar. La estrategia correcta residiría en una descentralización bien hecha. Tercero, y más importante, no hay reforma sin los maestros, razón por la cual el énfasis debería ponerse en la resolución del conflicto político para que todo mundo se ponga a trabajar en lo que realmente es crucial.

El país parece al borde de la revolución por un desencuentro educativo. Este persistirá mientras los actores clave se mantengan en su macho. Pero sólo el gobierno puede romper esta dinámica perversa.

 

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¿Cómo saldrá Peña Nieto del atorón institucional?

America Economía – Luis Rubio

Todos los gobiernos, en México y en el mundo, se atoran en algún momento. Lo crucial no es el hecho sino si cuentan con la capacidad para salir del hoyo en que se metieron. El triunfo electoral le hace creer al equipo ganador que todo es posible, que no hay límite a su activismo y, sobre todo, que los gobiernos anteriores acabaron en la lona por incompetentes. La dinámica del triunfo, y los prejuicios, hacen difícil contemplar la posibilidad de que las causas de la crisis residan en la realidad y no exclusivamente en el equipo que se aprestan a reemplazar. El atorón es inevitable y mientras mayor la arrogancia, peor el desenlace porque el otro lado de la moneda también es cierto: los pocos gobiernos que reconocen que hay un problema (la mitad de la solución) acaban transformándose, lanzando iniciativas susceptibles de lograr su objetivo.

El triunfo electoral del hoy presidente Peña fue claro e indisputable, pero es posible que su equipo haya derivado una lectura errada de la dinámica de la elección: que el desencuentro entre las encuestas y el resultado final se haya debido a que el voto decisivo fue producto de la división entre dos negativos, los anti PRI vs los anti AMLO. Esa dinámica implicó que triunfó Peña Nieto porque más mexicanos le temieron a López Obrador, muchos de ellos panistas que abandonaron a su candidata, que por una preferencia real por el PRI. Una hipótesis así explicaría los errores en el manejo económico, el costo de ignorar o subestimar la inseguridad, el desperdicio de la buena voluntad generada por la detención de la líder magisterial y la resaca popular contra de reformas, los aumentos de impuestos, así como el renacimiento de la corrupción. El gobierno no llegó con mano libre para hacer cualquier cosa: las formas y capacidad de ejecución son insuficientes; la sustancia importa.

El país requiere un gobierno en forma y un presidente por encima de las disputas cotidianas. El presidente Peña Nieto ha desempeñado esa función con extraordinaria habilidad, pero no es suficiente restablecer la autoridad presidencial: lo crucial es convertirla en el factor que hace posible la transformación del país con visión de futuro.

 

Los sucesos de las semanas pasadas son sugerentes: aunque nadie en el país condona el comportamiento de la CNTE al paralizar al DF, la población no ha mostrado apoyo al gobierno o confianza en su devenir. Como el proverbial conejo frente a las luces del automóvil, el gobierno fue tomado por sorpresa y ha sido incapaz de abogar, defender y convencer sobre la racionalidad de su propuesta educativa y está perdiendo el liderazgo en la energética. La única persona que está salivando es López Obrador, que ve en la forma de conducirse del gobierno y del congreso carta blanca para su propio proyecto de sobrevivencia.

Lo evidente a la fecha es que la conducción económica ha sido atroz y peor dada la mejoría que experimenta la estadounidense: no hay forma de esconder el mal desempeño. La extraordinaria comunicación -vía la prensa extranjera- con que inició resultó precoz y, por lo tanto, contraproducente. Los pocos avances que había en materia de transparencia están desapareciendo y el retorno del PRI ha servido de excusa para el resurgimiento de la corrupción en todos los rincones del país, sin que al gobierno parezca hacerle mella alguna. Estos meses han demostrado que se puede aprobar legislación de toda índole y, sin embargo, no cambiar nada. Hubo un momento en que Fox, cuan vendedor, imploraba por una reforma fiscal, cualquiera que ésta fuera. Así comienza a parecer el gobierno actual: como si el contenido fuese irrelevante. El problema es que en el contenido de las reformas y, sobre todo, en su implementación, reside su trascendencia. La noción de que se puede cambiar a un monstruo como Pemex por el solo hecho de cambiar la ley lo dice todo.

Todos los gobiernos inician su mandato seguros de que cuentan con el apoyo popular y de que con su sola presencia transformarán al país. La historia y la perspectiva muestran algo distinto, aquello que diferencia a los gobiernos grandes de los pequeños. En los últimos veinte años, tres gobiernos fueron absolutamente incapaces de lograr nada porque adolecieron de un proyecto viable y susceptible de ganar el apoyo de al menos los sectores y grupos clave de la sociedad, pero también –y particularmente- porque carecían de la capacidad de operación política que el presidente Peña ha mostrado con creces. En contraste con aquellos, el presidente cuenta con el activo clave: el cómo hacerlo. Lo que no tiene es un proyecto idóneo, capaz de lograr el apoyo popular, al menos un apoyo suficiente para claramente marginar a los grupos de interés –político o ideológico- que en estos días paralizaron al gobierno y al país.

Tony Blair escribió en sus memorias que el peor momento de un proceso de reforma llega cuando todo parece estar colapsándose, cuando la oposición lo paraliza todo y los días parecen negros de principio a fin. La cosa, dice Blair, mejora cuando la tormenta comienza a amainar y las circunstancias empiezan a adquirir su dimensión real. Es en ese momento que el gobernante se percata de que hubiera sido igual de fácil o difícil aprobar una reforma ambiciosa que una mediocre: el costo y el proceso es igual, pero el resultado puede ser radicalmente distinto. Justo ahí está atorado el gobierno: cambiar lo necesario o una nueva pintadita de fachada.

El asunto hoy es qué clase de gobierno tendrá el país y cuál será su relación con la sociedad. Históricamente, los gobiernos priistas dominaron y controlaron todo, hasta que acabaron provocando crisis interminables. El PAN intentó administrar sin cambiar nada, en tanto que AMLO proponía restaurar el viejo orden. El gobierno actual ha obviado estas consideraciones y se apresuró a intentar recrear un sistema de gobierno caduco y sin viabilidad porque en esta era no funcionan los controles, la corrupción ya no ayuda a limar asperezas y el exceso de gobierno genera crisis. Rectoría no es igual a control. La realidad exige un nuevo proyecto, uno compatible con las complejidades de la era de la globalización y las expectativas de una población demandante.

El país requiere un gobierno en forma y un presidente por encima de las disputas cotidianas. El presidente Peña Nieto ha desempeñado esa función con extraordinaria habilidad, pero no es suficiente restablecer la autoridad presidencial: lo crucial es convertirla en el factor que hace posible la transformación del país con visión de futuro.

Blair explica las vicisitudes con que tiene que vivir el gobernante y la fragilidad de los procesos políticos de los que depende, incluyendo a las personas responsables para conducirlos. Es eso lo que definirá si se doblega ante los impedimentos o los convierte en oportunidades. El presidente tiene que optar entre aceptar la imposición de la CNTE (y las que sigan) o redefinir su gobierno en lo sustantivo en aras de construir un proyecto verdaderamente transformador.

 

http://www.americaeconomia.com/node/100422

El atorón

 Luis Rubio

Todos los gobiernos, en México y en el mundo, se atoran en algún momento. Lo crucial no es el hecho sino si cuentan con la capacidad para salir del hoyo en que se metieron. El triunfo electoral le hace creer al equipo ganador que todo es posible, que no hay límite a su activismo y, sobre todo, que los gobiernos anteriores acabaron en la lona por incompetentes. La dinámica del triunfo, y los prejuicios, hacen difícil contemplar la posibilidad de que las causas de la crisis residan en la realidad y no exclusivamente en el equipo que se aprestan a reemplazar. El atorón es inevitable y mientras mayor la arrogancia, peor el desenlace porque el otro lado de la moneda también es cierto: los pocos gobiernos que reconocen que hay un problema (la mitad de la solución) acaban transformándose, lanzando iniciativas susceptibles de lograr su objetivo.

El triunfo electoral del hoy presidente Peña fue claro e indisputable, pero es posible que su equipo haya derivado una lectura errada de la dinámica de la elección: que el desencuentro entre las encuestas y el resultado final se haya debido a que el voto decisivo fue producto de la división entre dos negativos, los anti PRI vs los anti AMLO. Esa dinámica implicó que triunfó Peña Nieto porque más mexicanos le temieron a López Obrador, muchos de ellos panistas que abandonaron a su candidata, que por una preferencia real por el PRI.  Una hipótesis así explicaría los errores en el manejo económico, el costo de ignorar o subestimar la inseguridad, el desperdicio de la buena voluntad generada por la detención de la líder magisterial y la resaca popular contra de reformas, los aumentos de impuestos, así como el renacimiento de la corrupción. El gobierno no llegó con mano libre para hacer cualquier cosa: las formas y capacidad de ejecución son insuficientes; la sustancia importa.

Los sucesos de las semanas pasadas son sugerentes: aunque nadie en el país condona el comportamiento de la CNTE al paralizar al DF, la población no ha mostrado apoyo al gobierno o confianza en su devenir. Como el proverbial conejo frente a las luces del automóvil, el gobierno fue tomado por sorpresa y ha sido incapaz de abogar, defender y convencer sobre la racionalidad de su propuesta educativa y está perdiendo el liderazgo en la energética. La única persona que está salivando es López Obrador, que ve en la forma de conducirse del gobierno y del congreso carta blanca para su propio proyecto de sobrevivencia.

Lo evidente a la fecha es que la conducción económica ha sido atroz y peor dada la mejoría que experimenta la estadounidense: no hay forma de esconder el mal desempeño. La extraordinaria comunicación -vía la prensa extranjera- con que inició resultó precoz y, por lo tanto, contraproducente. Los pocos avances que había en materia de transparencia están desapareciendo y el retorno del PRI ha servido de excusa para el resurgimiento de la corrupción en todos los rincones del país, sin que al gobierno parezca hacerle mella alguna. Estos meses han demostrado que se puede aprobar legislación de toda índole y, sin embargo, no cambiar nada. Hubo un momento en que Fox, cuan vendedor, imploraba por una reforma fiscal, cualquiera que ésta fuera. Así comienza a parecer el gobierno actual: como si el contenido fuese irrelevante. El problema es que en el contenido de las reformas y, sobre todo, en su implementación, reside su trascendencia. La noción de que se puede cambiar a un monstruo como Pemex por el solo hecho de cambiar la ley lo dice todo.

Todos los gobiernos inician su mandato seguros de que cuentan con el apoyo popular y de que con su sola presencia transformarán al país. La historia y la perspectiva muestran algo distinto, aquello que diferencia a los gobiernos grandes de los pequeños. En los últimos veinte años, tres gobiernos fueron absolutamente incapaces de lograr nada porque adolecieron de un proyecto viable y susceptible de ganar el apoyo de al menos los sectores y grupos clave de la sociedad, pero también –y particularmente- porque carecían de la capacidad de operación política que el presidente Peña ha mostrado con creces. En contraste con aquellos, el presidente cuenta con el activo clave: el cómo hacerlo. Lo que no tiene es un proyecto idóneo, capaz de lograr el apoyo popular, al menos un apoyo suficiente para claramente marginar a los grupos de interés –político o ideológico- que en estos días paralizaron al gobierno y al país.

Tony Blair escribió en sus memorias que el peor momento de un proceso de reforma llega cuando todo parece estar colapsándose, cuando la oposición lo paraliza todo y los días parecen negros de principio a fin. La cosa, dice Blair, mejora cuando la tormenta comienza a amainar y las circunstancias empiezan a adquirir su dimensión real. Es en ese momento que el gobernante se percata de que hubiera sido igual de fácil o difícil aprobar una reforma ambiciosa que una mediocre: el costo y el proceso es igual, pero el resultado puede ser radicalmente distinto. Justo ahí está atorado el gobierno: cambiar lo necesario o una nueva pintadita de fachada.

El asunto hoy es qué clase de gobierno tendrá el país y cuál será su relación con la sociedad. Históricamente, los gobiernos priistas dominaron y controlaron todo, hasta que acabaron provocando crisis interminables. El PAN intentó administrar sin cambiar nada en tanto que AMLO proponía restaurar el viejo orden. El gobierno actual ha obviado estas consideraciones y se apresuró a intentar recrear un sistema de gobierno caduco y sin viabilidad porque en esta era no funcionan los controles, la corrupción ya no ayuda a limar asperezas y el exceso de gobierno genera crisis. Rectoría no es igual a control. La realidad exige un nuevo proyecto, uno compatible con las complejidades de la era de la globalización y las expectativas de una población demandante.

El país requiere un gobierno en forma y un presidente por encima de las disputas cotidianas. El presidente Peña Nieto ha desempeñado esa función con extraordinaria habilidad, pero no es suficiente restablecer la autoridad presidencial: lo crucial es convertirla en el factor que hace posible la transformación del país con visión de futuro.

Blair explica las vicisitudes con que tiene que vivir el gobernante y la fragilidad de los procesos políticos de los que depende, incluyendo a las personas responsables para conducirlos. Es eso lo que definirá si se doblega ante los impedimentos o los convierte en oportunidades. El presidente tiene que optar entre aceptar la imposición de la CNTE (y las que sigan) o redefinir su gobierno en lo sustantivo en aras de construir un proyecto verdaderamente transformador.

www.cidac.org

@lrubiof

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Las ideas de Mark Kleiman aplicadas a frenar la criminalidad en México

AMERICA ECONOMIA- Luis Rubio 

En el corazón de la criminalidad, dice Mark Kleiman, yace la impunidad. Cuando el crimen no es castigado, acaba siendo recurrente. Por otra parte, si el castigo es desproporcionado o, simplemente, no es creíble, su poder disuasivo es irrelevante, si no es que negativo. Lo que se requiere, dice este especialista que tuvo una larga carrera en la procuración de justicia, es una estrategia inteligente fundamentada en la existencia de reglas muy claras para el comportamiento social, pero reglas que el Estado esté en posibilidad de hacer cumplir. En esto último reside la clave.

Aunque enfocado hacia el fenómeno criminal estadounidense*, los planteamientos conceptuales de Kleiman son tan válidos allá como aquí, además de que antes ya había enfocado sus baterías a nuestro caso**.

El concepto de Kleiman es claro: no se puede permitir que la criminalidad y la violencia prosperen, pero para atacarlas es necesario construir una estrategia inteligente que parta del principio elemental de que la gente responde cuanto tiene claro el costo de delinquir.

En esencia, su planteamiento es que tiene que aceptarse que el crimen es un problema real, que hay demasiados mitos y prejuicios en la forma en que el mundo político lo enfoca y que las soluciones, que yo resumiría con el título de “mano dura”, no son susceptibles de resolverlo. Lo que se requiere es una estrategia integral. Lo que sigue son las partes medulares de su argumento:

La izquierda tiene que reconocer que la criminalidad no es un problema imaginario, exagerado por la derecha y que su origen no es la desigualdad o la injusticia social o que su combate se debe acotar a perseguir la corrupción de los políticos, los poderosos o los ricos.

•Por su parte, la derecha tiene que aceptar que las víctimas y los autores materiales de un crimen con frecuencia son las mismas personas, que el contexto en que crecen y se desarrollan produce mucho de la criminalidad y que imponer castigos cada vez más severos no ataca la naturaleza del problema.

•Se requiere es una estrategia de combate a la criminalidad que emplee al castigo de manera inteligente, usándolo con moderación pero tanto como sea necesario.

•Un mejor sistema policiaco y de procuración de justicia debe ser el corazón de una estrategia contra el crimen.

•Cuando se emplean medios ilegales o ilegítimos en el combate al crimen se agudiza el problema, se deja en orfandad a la víctima, se abre la puerta para que se desprecie su sufrimiento y se manda el mensaje de que se vale no respetarla. Es decir, la impunidad debe ser combatida tanto como causa del crimen y como estrategia para combatirlo.

•El castigo –el hecho y su forma- es importante porque ese es el principal mecanismo disuasivo del crimen, pero también porque evita que las víctimas respondan con una demanda de castigar a quien sea, independientemente de si se trata del verdadero criminal, a cualquier precio (vgr. Cassez).

•La ausencia de respuesta por parte de la autoridad –la impunidad- genera su propia dinámica. La gente se encierra, abandona los espacios públicos y evita ir a zonas de alta criminalidad. Aunque explicables, todas estas actitudes y acciones tienen consecuencias: concentran las zonas de criminalidad, éstas se convierten en zonas caóticas donde desaparece el cálculo de riesgo como factor en la decisión de delinquir (esencialmente porque quien está en esa situación no tiene nada que perder) y crea o agudiza divisiones sociales que luego son casi imposibles de moderar. Quienes provienen de colonias o grupos de alta criminalidad y acaban en la cárcel no enfrentan estigma alguno de acabar ahí y, por lo tanto, el castigo se torna en un rito de iniciación: justo lo contrario de lo que busca.

•La concepción económica del crimen (el potencial delincuente hace un cálculo sobre el riesgo de delinquir) reside en la construcción de incentivos que lo disuadan. Sin embargo, la evidencia sugiere que los delincuentes no son actores racionales en este sentido económico. La causa de fondo de la criminalidad es un mal cálculo por parte del delincuente y la solución tiene que ser una combinación de estrategias que mejoren su proceso de toma de decisiones a la vez que se desarrolla una amenaza creíble que efectivamente sirva como factor disuasivo. Esto no se logra con el sistema actual de penas severas o impunidad.

•Para cumplir su cometido, el castigo tiene que ser certero e inmediato. Lo fundamental no es que sea severo sino que sea eficaz. Lo crucial es que el potencial delincuente tenga certeza de que va a recibir un castigo inmediato y sin misericordia, que la autoridad va a actuar y que no va a titubear.

•La clave para que la autoridad pueda ser exitosa es que exista una policía eficaz y un poder judicial que cumpla su función. Hay un sinnúmero de experimentos exitosos en diversas ciudades (se refiere a EUA) que ilustran distintas formas en que la policía puede ser eficaz y, en la mayoría de los casos, el éxito no reside en la agresividad sino en el uso inteligente de la fuerza y de la tecnología, además de la cercanía con la población.

•La forma más efectiva de disminuir la criminalidad es estableciendo un pequeño conjunto de reglas que todo mundo conozca: que se entienda qué se vale y qué no se vale y que se sepa qué ocurrirá si éstas se violan. Las reglas deben venir acompañadas de un sistema de monitoreo eficaz y las sanciones a cualquier transgresión deben ser inmediatas y certeras.

El concepto de Kleiman es claro: no se puede permitir que la criminalidad y la violencia prosperen, pero para atacarlas es necesario construir una estrategia inteligente que parta del principio elemental de que la gente responde cuanto tiene claro el costo de delinquir.

Mi lectura de su planteamiento en cuanto a la potencial aplicación del concepto a México es la siguiente:

•El factor clave reside en la construcción de capacidad estatal, es decir, el desarrollo de sistemas policiacos y de un poder judicial competentes y susceptibles de controlar la criminalidad y mantener el orden.

•Mientras se construye esa capacidad, se tiene que actuar con los recursos existentes en este momento.

•El primer paso consistiría en establecer reglas: qué se vale y qué no se vale y qué castigo se impondrá ante una trasgresión. Las reglas y los castigos tienen que empatar la capacidad estatal existente en este momento, es decir, no se puede proponer una regla que no se pueda hacer cumplir. En la medida en que se fortalezca la capacidad estatal, las reglas se van apretando hasta, eventualmente, llegar al objetivo: mantener la paz a través de una amenaza creíble.

•Desarrollar sistemas policiacos modernos que acerquen a la policía con la población y la relación se constituya en un factor disuasivo.

No hay recetas mágicas, pero la condición sine qua non es la de comenzar a actuar. El problema no desaparece por dejarse de mencionar.

*Smart on Crime.

**Smarter Policies for Both Sides of the Border, Foreign Affairs, September/October 2011.

 

http://www.americaeconomia.com/node/99926

Impunidad y violencia

Luis Rubio

En el corazón de la criminalidad, dice Mark Kleiman, yace la impunidad. Cuando el crimen no es castigado, acaba siendo recurrente. Por otra parte, si el castigo es desproporcionado o, simplemente, no es creíble, su poder disuasivo es irrelevante, si no es que negativo. Lo que se requiere, dice este especialista que tuvo una larga carrera en la procuración de justicia, es una estrategia inteligente fundamentada en la existencia de reglas muy claras para el comportamiento social, pero reglas que el Estado esté en posibilidad de hacer cumplir. En esto último reside la clave.

Aunque enfocado hacia el fenómeno criminal estadounidense*, los planteamientos conceptuales de Kleiman son tan válidos allá como aquí, además de que antes ya había enfocado sus baterías a nuestro caso**. En esencia, su planteamiento es que tiene que aceptarse que el crimen es un problema real, que hay demasiados mitos y prejuicios en la forma en que el mundo político lo enfoca y que las soluciones, que yo resumiría con el título de “mano dura”, no son susceptibles de resolverlo. Lo que se requiere es una estrategia integral. Lo que sigue son las partes medulares de su argumento:

  • La izquierda tiene que reconocer que la criminalidad no es un problema imaginario, exagerado por la derecha y que su origen no es la desigualdad o la injusticia social o que su combate se debe acotar a perseguir la corrupción de los políticos, los poderosos o los ricos.
  • Por su parte, la derecha tiene que aceptar que las víctimas y los autores materiales de un crimen con frecuencia son las mismas personas, que el contexto en que crecen y se desarrollan produce mucho de la criminalidad y que imponer castigos cada vez más severos no ataca la naturaleza del problema.
  • Se requiere una estrategia de combate a la criminalidad que emplee al castigo de manera inteligente, usándolo con moderación pero tanto como sea necesario.
  • Un mejor sistema policiaco y de procuración de justicia debe ser el corazón de una estrategia contra el crimen.
  • Cuando se emplean medios ilegales o ilegítimos en el combate al crimen se agudiza el problema, se deja en orfandad a la víctima, se abre la puerta para que se desprecie su sufrimiento y se manda el mensaje de que se vale no respetarla. Es decir, la impunidad debe ser combatida tanto como causa del crimen y como estrategia para combatirlo.
  • El castigo –el hecho y su forma- es importante porque ese es el principal mecanismo disuasivo del crimen, pero también porque evita que las víctimas respondan con una demanda de castigar a quien sea, independientemente de si se trata del verdadero criminal, a cualquier precio (vgr. Cassez).
  • La ausencia de respuesta por parte de la autoridad –la impunidad- genera su propia dinámica. La gente se encierra, abandona los espacios públicos y evita ir a zonas de alta criminalidad. Aunque explicables, todas estas actitudes y acciones tienen consecuencias: concentran las zonas de criminalidad, éstas se convierten en zonas caóticas donde desaparece el cálculo de riesgo como factor en la decisión de delinquir (esencialmente porque quien está en esa situación no tiene nada que perder) y crea o agudiza divisiones sociales que luego son casi imposibles de moderar. Quienes provienen de colonias o grupos de alta criminalidad y acaban en la cárcel no enfrentan estigma alguno de acabar ahí y, por lo tanto, el castigo se torna en un rito de iniciación: justo lo contrario de lo que busca.
  • La concepción económica del crimen (el potencial delincuente hace un cálculo sobre el riesgo de delinquir) reside en la construcción de incentivos que lo disuadan. Sin embargo, la evidencia sugiere que los delincuentes no son actores racionales en este sentido económico. La causa de fondo de la criminalidad es un mal cálculo por parte del delincuente y la solución tiene que ser una combinación de estrategias que mejoren su proceso de toma de decisiones a la vez que se desarrolla una amenaza creíble que efectivamente sirva como factor disuasivo. Esto no se logra con el sistema actual de penas severas o impunidad.
  • Para cumplir su cometido, el castigo tiene que ser certero e inmediato. Lo fundamental no es que sea severo sino que sea eficaz. Lo crucial es que el potencial delincuente tenga certeza de que va a recibir un castigo inmediato y sin misericordia, que la autoridad va a actuar y que no va a titubear.
  • La clave para que la autoridad pueda ser exitosa es que exista una policía eficaz y un poder judicial que cumpla su función. Hay un sinnúmero de experimentos exitosos en diversas ciudades (se refiere a EUA) que ilustran distintas formas en que la policía puede ser eficaz y, en la mayoría de los casos, el éxito no reside en la agresividad sino en el uso inteligente de la fuerza y de la tecnología, además de la cercanía con la población.
  • La forma más efectiva de disminuir la criminalidad es estableciendo un pequeño conjunto de reglas que todo mundo conozca: que se entienda qué se vale y qué no se vale y que se sepa qué ocurrirá si éstas se violan. Las reglas deben venir acompañadas de un sistema de monitoreo eficaz y las sanciones a cualquier transgresión deben ser inmediatas y certeras.

El concepto de Kleiman es claro: no se puede permitir que la criminalidad y la violencia prosperen, pero para atacarlas es necesario construir una estrategia inteligente que parta del principio elemental de que la gente responde cuanto tiene claro el costo de delinquir.

Mi lectura de su planteamiento en cuanto a la potencial aplicación del concepto a México es la siguiente:

  • El factor clave reside en la construcción de capacidad estatal, es decir, el desarrollo de sistemas policiacos y de un poder judicial competentes y susceptibles de controlar la criminalidad y mantener el orden.
  • Mientras se construye esa capacidad, se tiene que actuar con los recursos existentes en este momento.
  • El primer paso consistiría en establecer reglas: qué se vale y qué no se vale y qué castigo se impondrá ante una trasgresión. Las reglas y los castigos tienen que empatar la capacidad estatal existente en este momento, es decir, no se puede proponer una regla que no se pueda hacer cumplir. En la medida en que se fortalezca la capacidad estatal, las reglas se van apretando hasta, eventualmente, llegar al objetivo: mantener la paz a través de una amenaza creíble.
  • Desarrollar sistemas policiacos modernos que acerquen a la policía con la población y la relación se constituya en un factor disuasivo.

No hay recetas mágicas, pero la condición sine qua non es la de comenzar a actuar. El problema no desaparece por dejarse de mencionar.

 

*Smart on Crime,  http://www.democracyjournal.org/28/smart-on-crime.php?page=all y

**Smarter Policies for Both Sides of the Border, Foreign Affairs, September/October 2011

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Legalización y legalidad

Luis Rubio

En 1904, Stanley, un periodista anglo-estadounidense, fue a África en busca de un científico y misionario escocés del que hacía tiempo no se sabía nada. La leyenda dice que, al encontrarlo y sin siquiera preguntar, afirmó  “Dr. Livingstone, I presume”, a lo que siguió el té de las cinco, tan característico de la cultura inglesa. Lo interesante es esto último: no importa donde se encuentren dos ingleses, a las cinco están tomando el té. La cultura va en la sangre y, más importante, todo lo que ésta conlleva: costumbres, prácticas, conceptos, comportamientos. Es en ese contexto que habría que analizar el asunto de la legalización de las drogas en México.

La idea de la legalización como mecanismo para erradicar la violencia es elegante, atractivo y analíticamente sostenible. Como liberal que soy, rechazo la noción de que el gobierno deba ser una nana decidiendo qué puede una persona comer, fumar o consumir: cada quien es responsable de sus acciones y decisiones y el gobierno no tiene por qué inmiscuirse en esos asuntos, todo ello siempre y cuando no afecte a terceros. Y ese es el problema de la legalización: más allá del legítimo placer individual de la mariguana, si no queremos acabar con otra de las muchas desilusiones y promesas incumplidas, tenemos primero que entender los factores que harían viable la legalización como medio para abatir la violencia porque no hay nada más poderoso que una idea pero también nada más riesgoso que una idea sin el andamiaje necesario para que sea exitosa.

Más allá de preferencias ideológicas, la noción de legalizar tiene todo el sentido del mundo como medio para reducir la rentabilidad de las mafias, eliminando con ello el principal incentivo que conduce al negocio. Si la droga es legal (y si se han resuelto los problemas prácticos de cómo se produce, distribuye y regula), las mafias que proliferan por el hecho de tratarse de un mercado prohibido dejan de existir. El argumento económico es impecable y poderoso.

Sin embargo, para que pudiese ser exitosa una estrategia de legalización en nuestro contexto (y aquí sí, la geografía nos hace distintos respecto a lugares remotos como Uruguay o Portugal), tendrían que resolverse al menos tres asuntos clave. Primero, que la legalización involucre al mercado relevante. Segundo, que incluya a todos los productos significativos. Y, tercero, que exista la capacidad real y efectiva de regulación de los mercados respectivos para que todo el circuito que va de la producción al consumo quede perfectamente establecido, regulado y seguro; es decir, que no haya fugas y que los niños no tengan acceso a la droga. Si uno observa los casos que existen en el mundo, típicamente es en estos últimos asuntos donde se atoran.

Según la Encuesta Nacional de Adicciones, el consumo de drogas en México es sumamente pequeño, se concentra en algunas localidades bastante específicas y, aunque crece con celeridad, la base es tan pequeña que, fuera de algunas colonias o grupos sociales, todavía no puede hablarse de un problema grave de drogadicción. Siendo así, es obvio que la violencia en el país no puede explicarse por el consumo de drogas. La violencia ocurre por dos circunstancias: una, la principal, nuestra localización geográfica que nos coloca como medio de acceso al mercado estadounidense, el mayor consumidor del mundo. El otro factor, que no es menor, es que México es el lugar favorito de tránsito de mucha de esa droga porque no existen barreras reales y efectivas a su producción o transporte, es decir, porque no tenemos instituciones policiacas y judiciales dedicadas a hacer valer la ley y mantener el orden (la esencia y responsabilidad mínima de cualquier Estado). Las drogas pasan por México porque nada les impide -o, en todo caso, regula- el paso.

En este sentido, el primer asunto clave que tendría que ser resuelto para que la legalización fuese efectiva tendría que ser que comprenda al mercado relevante. Ese mercado no es el mexicano sino el estadounidense. Puesto de otra manera: nada cambiaría si se legaliza íntegramente el consumo de drogas en el país mientras no ocurra lo mismo en EUA, que es de donde salen las utilidades que le dan relevancia. Para que la legalización tuviera el efecto deseado en México, el país tendría que mudarse al Atlántico, o sea separarse de la frontera, o convencer a los estadounidenses que ellos también legalicen para que México deje de ser el conducto de acceso a su mercado. Si México liberaliza el consumo pero los americanos siguen igual todo quedaría igual.

El segundo asunto clave es que la legalización abarque a todas las drogas relevantes. Suponiendo que EUA, por un milagro, abandona su estrategia prohibicionista, la pregunta es si son todos los que están y están todos los que son. En términos de rentabilidad e impacto, la droga realmente significativa no es la mariguana (que aquí se produce), sino la cocaína y las metanfetaminas. Si éstas no se incluyen en el paquete de legalización, el esfuerzo quedaría incompleto y sería, en buena medida, infructuoso, y yo no conozco una sola propuesta de legalización de esas drogas. En esto un poco de avance implica ningún avance.

Finalmente, la idea de legalizar parte del supuesto de que un mercado legal se puede regular y que no va a afectar negativamente a la población, sobre todo a aquella que opta por no consumir drogas ni participar en el mercado. Este es el punto crucial y el que desde hace tiempo me lleva a ser renuente respecto a la legalización. Dado que el problema de México no es de consumo sino de ausencia de Estado, o sea, de “ley y orden”, eso que Stanley y Livingstone daban por hecho, la legalización de las drogas sin instituciones fuertes no reduciría la violencia: aumentarían las actividades criminales de narcos desempleados que se irían a otros negocios delictivos. Eliminar la ilegalidad aumentaría la disponibilidad y su aceptación social, elevando los costos de salud.  Como en Guatemala, el gobierno podría ignorar al narco, pero su situación no mejoraría porque el problema no es de drogas sino de debilidad del propio sistema de gobierno. La realidad de extorsión, secuestros y narcotráfico no habría cambiado ni un ápice.

En resumen, el mercado relevante para que la legalización pudiese rendir frutos es el estadounidense. Si ellos liberalizan su mercado, las cosas podrían cambiar con celeridad. Sin embargo, legalicen ellos o no, la criminalidad, abuso, extorsión y secuestro en México seguiría exactamente igual con legalización o sin ella porque ese no es el problema. Lo que México urgentemente requiere es un gobierno que funciona y cumple su cometido.

www.cidac.org

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