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México: ¿nos dejamos llevar por la inercia del viejo PRI?

América Economía – Luis Rubio

 En su extraordinario libro sobre la forma en que los soviéticos controlaron e impusieron su ley sobre las naciones de la “cortina de hierro”, Anne Applebaum* muestra cómo las más exitosas luego de la caída del muro de Berlín fueron las que experimentaron el desarrollo previo de una “élite alternativa”. Ahí donde hubo activas discusiones sobre la forma de modernizar la economía o ampliar los derechos civiles, así como colaboración entre personas que, en el tiempo, establecieron relaciones de confianza, la transición fue tersa y casi natural.

En Polonia, Solidaridad, el sindicato de Walesa, llevaba una década articulando formas distintas de gobierno; en Hungría grupos de economistas analizaban y comparaban esquemas de desarrollo económico. En sentido contrario, donde no se dio ese ejercicio, los viejos políticos comunistas se disfrazaron de demócratas y se apropiaron nuevamente del poder. Al leer el libro me preguntaba ¿a cuál de los dos se parece más México?

 

La mayoría de las reformas de las últimas décadas, incluidas las recientes, han avanzado sin plan, sin proyecto y sin acuerdo político de por medio. El resultado se puede observar en la mediocridad del resultado y en el nivel de conflicto y rencor político que lo acompaña.

 

El retorno del PRI ha creado una enorme ola especulativa. Para unos constituye el fin de la esquizofrenia, para otros la renovación de la rueda de la fortuna. La pregunta para los ciudadanos por necesidad tiene que ser distinta: cuáles serán las implicaciones del cambio para el ejercicio de sus derechos, el desarrollo del país, su ingreso familiar y su seguridad.

Si el éxito se debió a la existencia de capacidad de gobernar por parte de élites alternativas,  ¿en qué nos parecemos y diferenciamos de aquellos? México lleva décadas desarrollando una extraordinaria capacidad técnica para poder conducir los asuntos del gobierno; la sociedad civil crece y va adoptando formas cada vez más sofisticadas, todo lo cual sugeriría una semejanza con los países exitosos.

Por otro lado, hay rasgos, como la disfuncionalidad política reciente, que sugiere una similitud con las naciones menos exitosas. En contraste con el totalitarismo soviético, el sistema político mexicano permitió el desarrollo (limitado) de partidos de oposición y, a regañadientes, fue tolerando sus victorias. La lógica hubiera indicado que, en forma paralela a su creciente presencia en gobiernos locales y, eventualmente estatales, esos partidos habrían desarrollado capacidad para gobernar. Sin embargo, con pocas y notables excepciones, eso no ocurrió en el PAN y sólo de manera limitada con el PRD. El hecho de que prácticamente todos los candidatos de las coaliciones PAN-PRD hayan sido originalmente priistas habla por sí mismo.

No faltan intentos de explicación. Algunos afirman que la cultura de los panistas es incompatible con las funciones de gobierno: que no tienen la malicia que se requiere para ejercer el poder. Otros concluyen que el problema es cultural: la ausencia de demócratas. Algunos más sagaces reconocen que el entuerto yace en los alicientes e incentivos. Por ejemplo, Fox había sido tan exitoso por el hecho de ganar la elección que su potencial de superar ese hito era pequeño, creando el perverso incentivo de no hacer nada ya en la presidencia.

Applebaum** compara a los europeos con la “primavera árabe” e infiere que las élites alternativas no surgen en un vacío y que, especialmente en los países menos exitosos de Europa, tomaron años en consolidarse. Su conclusión es que ahora que muchos comienzan a enterrar a las incipientes democracias levantinas es justo cuando éstas quizá comiencen a germinar. ¿Se podrá decir algo similar de partidos como el PAN y el PRD que enfrentan procesos fundamentales de redefinición interna?

Estas cavilaciones me hacen pensar que el país enfrenta un reto fundamental que seguramente acabará definiendo su devenir en los próximos años. Una posibilidad es que el gobierno priista se afiance, rompa los impedimentos que han mantenido semi paralizado al país y logre su sueño de retener el poder per secula seculorum, o lo que eso implique en un marco de competencia democrática. Otra posibilidad sería que el intento de gobernar sin asumir costos acabe en un desempeño mediocre que le lleve a perder la próxima elección presidencial. Nada está escrito y todo puede ocurrir.

La mayoría de las reformas de las últimas décadas, incluidas las recientes, han avanzado sin plan, sin proyecto y sin acuerdo político de por medio. El resultado se puede observar en la mediocridad del resultado y en el nivel de conflicto y rencor político que lo acompaña. Lo que ocurra en los próximos años dependerá de la sumatoria de acciones ciudadanas y de sus organizaciones, de la forma en que evolucionen los partidos políticos y del grado de éxito que logre el gobierno.

Como responsable de gobernar y de la conducción de los asuntos públicos, el gobierno tiene la oportunidad de crear condiciones que faciliten el desarrollo de esa élite alternativa y, con ello, incidir en su conformación. En lugar de simplemente dejarse llevar por la inercia del viejo PRI que trae en las entrañas, dedicarse activamente a construir un nuevo sistema político, uno compatible con los retos que enfrenta el país en el siglo XXI.

En su historia sobre el colapso de Roma, Edward Gibbon describe cómo las leyes acabaron siendo tan numerosas y el gobierno tan arbitrario que se paralizó: “uniendo los males de la libertad y la servidumbre” al punto en que destruyó a su propio imperio.

México ha pasado por dos alternancias de partidos en el poder pero no ha logrado consolidar un sistema moderno de gobierno. Podrá seguir en la mediocridad, colapsarse como Roma o intentar el camino del desarrollo.

*Iron Curtain: The Crushing of Eastern Europe

**http://www.washingtonpost.com/opinions/anne-applebaum-preparing-for-freedom-before-it-comes/2013/02/07/80729050-70af-11e2-ac36-3d8d9dcaa2e2_print.html

 

http://www.americaeconomia.com/node/105708

 

URGE UNA NUEVA NARRATIVA

FORBES  – LUIS RUBIO

LA POLITICA ES, A FINAL DE CUENTAS, UN ASUNTO de liderazgo, exhortación y convencimiento. En un sistema presidencial, es el Jefe del Ejecutivo quien tiene el púlpito para diseminar la historia que quiere construir durante su mandato, y sumar a la población tras de su propuesta.

El gobierno del presidente Peña ha  logrado un dominio pleno de las comunicaciones y se ha consolidado como el corazón de la política nacional, algo que no ocurría  desde el inicio de la década de 1990. Sin  embargo, más allá de sus cualidades y proyecto, enfrenta el gran fardo de la historia  del pasado y, sobre todo, de la forma en que ésta se ha contado, que es poco conducente al tipo de transformación que busca.

Todos los países tienen su historia y su  dosis de victorias y derrotas, de oportunidades y de triunfos. Pero una diferencia  entre las sociedades que salen adelante y  las que persisten en su estancamiento es  la forma en que se ven a sí mismas y cómo se proyectan ante el mundo. El primer gran éxito mediático del gobierno ocurrió mucho antes de que ganara la elección y consistíó en dominar la comunicación hacia la prensa extranjera.

Fuera de México, el futuro presidente se presentaba como el transformador del país, como la persona capaz de darle un nuevo giro a la economía mexicana. Esa estrategia se mantiene: las principales comunicaciones comienzan fuera y luego se filtran hacia dentro. Yo me pregunto si esto no responderá al hecho de que la hegemonía ideológica (Gramsci dixit) es contraria a buena parte de lo que el presidente ha dicho afuera, que se propone hacer.

Mientras que naciones como Francia o Estados Unidos celebran su independencia y otras festividades coma grandes triunfos épicos, nosotros tendemos a enfatizar las derrotas, el abuso de los extranjeros, las invasiones. El hecho de tener un Museo Nacional de las Intervenciones, refleja el ánimo nacional que aprendimos a través de los libros de texto. Esa historia, esa forma de contarla, nos coloca en el papel de víctimas, de perdedores y una sociedad que así se concibe jamás podrá lograr el desarrollo. Como dice Macario Schettino, para ser exitoso tienes que imaginarlo.

La narrativa es la forma en que se cuenta la historia. Aunque es evidente que quien se propone contar una narrativa esta inevitablemente pretendiendo manipular la historia, ésta siempre se cuenta desde la perspectiva de quien tiene en sus manos el poder para hacerlo. El mero título del clásico Las grandes mentiras de nuestra historia, de Francisco Bulnes, muestra que no hay nada nuevo en este tema. La pregunta es por qué no contar una historia de ganadores: no mentir ni manipular: solamente
convencer de ese otro lado de nuestra historia que, con toda conciencia y alevosía, se ha ignorado.

      México es un país rico en empresarios exitosos y en migrantes que transforman sus vidas, indígenas oaxaqueños que son bilingües pero en mixteco e inglés porque nunca aprendieron el español, pero comandan exitosos supermercados.

“EL CAMBIO DE MÉXICO OCURRIRÁ EN ESTE GOBIERNO O EN OTRO, CUANDO EL PAÍS SE DEFINA DE UNA MANERA MÁS CONSTRUCTIVA, CUANDO SE VEA A SÍ MISMO COMO IGUAL FRENTE AL RESTO DEL MUNDO”.

Hay arquitectos de talla internacional y pilotos volando líneas aéreas en Malasia. La celebración del 5 de Mayo ha adquirido dimensiones casi épicas porque el mexicano está ávido de triunfos y ejemplos memorables. Sin embargo, nuestra historia es generosa en destacar a las víctimas y parca en exaltar las victorias. La historia de éxito que quiere construir el gobierno del presidente Peña tiene que comenzar adentro porque son los mexicanos, desde el más humilde hasta el más encumbrado, quienes tendrán que creerla para luego proyectarla.

Porfirio Diaz decía que «gobernar a los mexicanos es más difícil que arrear guajolotes a caballo». Sin duda alga sabia de eso. Pero por algún lado hay que comenzar y el enorme número de mexicanos exitosos sugiere que la actitud de víctima no proviene de la población, sino de la suma de malos gobiernos y el empeño por remachar permanentemente la victimización.

El cambia de México ocurrirá en este gobierno o en otro, en este siglo o en el siguiente, cuando el país se defina de una manera más constructiva, cuando se vea a sí mismo como igual frente at resto del mundo. En otras palabras, el éxito requiere de un gobierno competente, pero es imposible si la sociedad no lo cree. La suma de buenas políticas públicas y una narrativa coherente con una visión de futuro podría comenzar a hacer la diferencia.

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACION PARA EL DESARROLLO, A.C

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¿Gobierno y democracia?

  Luis Rubio

En su extraordinario libro sobre la forma en que los soviéticos controlaron e impusieron su ley sobre las naciones de la “cortina de hierro”, Anne Applebaum* muestra cómo las más exitosas luego de la caída del muro de Berlín fueron las que experimentaron el desarrollo previo de una “élite alternativa”. Ahí donde hubo activas discusiones sobre la forma de modernizar la economía o ampliar los derechos civiles, así como colaboración entre personas que, en el tiempo, establecieron relaciones de confianza, la transición fue tersa y casi natural. En Polonia, Solidaridad, el sindicato de Walesa, llevaba una década articulando formas distintas de gobierno; en Hungría grupos de economistas analizaban y comparaban esquemas de desarrollo económico. En sentido contrario, donde no se dio ese ejercicio, los viejos políticos comunistas se disfrazaron de demócratas y se apropiaron nuevamente del poder. Al leer el libro me preguntaba ¿a cuál de los dos se parece más México?

El retorno del PRI ha creado una enorme ola especulativa. Para unos constituye el fin de la esquizofrenia, para otros la renovación de la rueda de la fortuna. La pregunta para los ciudadanos por necesidad tiene que ser distinta: cuáles serán las implicaciones del cambio para el ejercicio de sus derechos, el desarrollo del país, su ingreso familiar y su seguridad.

Si el éxito se debió a la existencia de capacidad de gobernar por parte de élites alternativas,  ¿en qué nos parecemos y diferenciamos de aquellos? México lleva décadas desarrollando una extraordinaria capacidad técnica para poder conducir los asuntos del gobierno; la sociedad civil crece y va adoptando formas cada vez más sofisticadas, todo lo cual sugeriría una semejanza con los países exitosos.

Por otro lado, hay rasgos, como la disfuncionalidad política reciente, que sugiere una similitud con las naciones menos exitosas. En contraste con el totalitarismo soviético, el sistema político mexicano permitió el desarrollo (limitado) de partidos de oposición y, a regañadientes, fue tolerando sus victorias. La lógica hubiera indicado que, en forma paralela a su creciente presencia en gobiernos locales y, eventualmente estatales, esos partidos habrían desarrollado capacidad para gobernar. Sin embargo, con pocas y notables excepciones, eso no ocurrió en el PAN y sólo de manera limitada con el PRD. El hecho de que prácticamente todos los candidatos de las coaliciones PAN-PRD hayan sido originalmente priistas habla por sí mismo.

No faltan intentos de explicación. Algunos afirman que la cultura de los panistas es incompatible con las funciones de gobierno: que no tienen la malicia que se requiere para ejercer el poder. Otros concluyen que el problema es cultural: la ausencia de demócratas. Algunos más sagaces reconocen que el entuerto yace en los alicientes e incentivos. Por ejemplo, Fox había sido tan exitoso por el hecho de ganar la elección que su potencial de superar ese hito era pequeño, creando el perverso incentivo de no hacer nada ya en la presidencia.

Applebaum** compara a los europeos con la “primavera árabe” e infiere que las élites alternativas no surgen en un vacío y que, especialmente en los países menos exitosos de Europa, tomaron años en consolidarse. Su conclusión es que ahora que muchos comienzan a enterrar a las incipientes democracias levantinas es justo cuando éstas quizá comiencen a germinar. ¿Se podrá decir algo similar de partidos como el PAN y el PRD que enfrentan procesos fundamentales de redefinición interna?

Estas cavilaciones me hacen pensar que el país enfrenta un reto fundamental que seguramente acabará definiendo su devenir en los próximos años. Una posibilidad es que el gobierno priista se afiance, rompa los impedimentos que han mantenido semi paralizado al país y logre su sueño de retener el poder per secula seculorum, o lo que eso implique en un marco de competencia democrática. Otra posibilidad sería que el intento de gobernar sin asumir costos acabe en un desempeño mediocre que le lleve a perder la próxima elección presidencial. Nada está escrito y todo puede ocurrir.

La mayoría de las reformas de las últimas décadas, incluidas las recientes, han avanzado sin plan, sin proyecto y sin acuerdo político de por medio. El resultado se puede observar en la mediocridad del resultado y en el nivel de conflicto y rencor político que lo acompaña. Lo que ocurra en los próximos años dependerá de la sumatoria de acciones ciudadanas y de sus organizaciones, de la forma en que evolucionen los partidos políticos y del grado de éxito que logre el gobierno.

Como responsable de gobernar y de la conducción de los asuntos públicos, el gobierno tiene la oportunidad de crear condiciones que faciliten el desarrollo de esa élite alternativa y, con ello, incidir en su conformación. En lugar de simplemente dejarse llevar por la inercia del viejo PRI que trae en las entrañas, dedicarse activamente a construir un nuevo sistema político, uno compatible con los retos que enfrenta el país en el siglo XXI.

En su historia sobre el colapso de Roma, Edward Gibbon describe cómo las leyes acabaron siendo tan numerosas y el gobierno tan arbitrario que se paralizó: “uniendo los males de la libertad y la servidumbre” al punto en que destruyó a su propio imperio.

México ha pasado por dos alternancias de partidos en el poder pero no ha logrado consolidar un sistema moderno de gobierno. Podrá seguir en la mediocridad, colapsarse como Roma o intentar el camino del desarrollo.

*    Iron Curtain: The Crushing of Eastern Europe

**  http://www.washingtonpost.com/opinions/anne-applebaum-preparing-for-freedom-before-it-comes/2013/02/07/80729050-70af-11e2-ac36-3d8d9dcaa2e2_print.html

 

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México y su distancia con el nuevo mundo de la energía

América Economía – Luis Rubio

 En una de sus famosas historias, Sherlock Holmes resuelve el enigma por el perro que no ladró: la anormalidad que evidenció al criminal. Yo no soy especialista en asuntos de energía, pero en los últimos meses me he dedicado a leer y escuchar a expertos que saben de lo que hablan y de los que he aprendido las requisitos fundamentales que tienen que ser satisfechos para que una reforma energética tenga una oportunidad razonable de lograr el objetivo de atraer capital, desarrollar al sector y construir una plataforma adicional, poderosa, para el crecimiento de nuestra economía. Es decir, me he abocado a tratar de identificar al perro que no ladró. Lo que he encontrado no va a gustar a nuestros políticos.

Un experto del BID, absolutamente analítico (no le importan los criterios políticos o nacionalistas) y enfocado al subcontinente, evalúa los resultados de las estrategias plasmadas en ley que han adoptado distintas naciones para desarrollar sus recursos energéticos. Su trabajo estudia las reglas del juego que cada nación ha establecido y observa los resultados que arrojan dos décadas de desempeño de la industria, país por país. Resume su conclusión clasificando a las naciones latinoamericanas en dos grupos: las exitosas y las fracasadas. La medida del éxito o fracaso es simple: el crecimiento de la industria y su capacidad de contribuir al desarrollo de sus economías. En el primer grupo, el de los ganadores, se encuentran Perú y Colombia. En el de los perdedores están Venezuela, Ecuador, Argentina y México. Brasil era de los ganadores hasta hace un par de años pero se empeña en ser perdedor.

La implicación es obvia: o creamos un régimen realmente competitivo que atraiga a los jugadores relevantes e importantes en el mundo o mejor no perdamos el tiempo.

La gran pregunta es ¿cuál es la diferencia crítica? En una palabra, Ramón Espinasa, el experto del BID, afirma que la distinción reside en la naturaleza de las regulaciones y la fortaleza del regulador. Ahí donde las regulaciones están diseñadas para promover el desarrollo de la industria, ésta prospera; donde las regulaciones confunden o pretenden objetivos contradictorios el resultado es desastroso. Nada ilustra mejor la situación que el caso de Brasil: la primera oleada de reformas, en los 90, se abocó a crear un verdadero mercado de energía donde el actor principal, Petrobras, era concebido como primus inter pares, un actor privilegiado pero no el factótum de la industria. La primera legislación no le confería privilegios ni prebendas a la petrolera gubernamental. Ese hecho hizo posible que diversos actores, nacionales y extranjeros, se interesaran en participar en la industria y pujar por contratos que el gobierno brasileño colocó en el mercado. Sin embargo, en los últimos años el gobierno modificó la legislación, incorporando una serie de criterios que chocan con la lógica anterior: ahora se exige que haya un determinado porcentaje de contenido local en las inversiones y los contratos deben hacerse en sociedad con Petrobras. El resultado ha sido que ninguno de los actores relevantes en el mundo -relevantes sobre todo porque cuentan con la tecnología y capital de que adolecen los brasileños (y nosotros)- ha estado interesado en participar. Esa es la razón por la cual Brasil ha dejado de estar en el grupo de naciones exitosas. Algo todavía peor ocurriría de exigirse que el sindicato de petroleros gozara del monopolio de los contratos colectivos de inversionistas potenciales.

Si el objetivo es atraer inversión y tecnología, la legislación tiene que responder a las características del mercado, es decir, tiene que ser competitiva respecto a otras naciones que también quieren desarrollar sus hidrocarburos. Pero nuestro enfoque, lo que en México llamamos debate, es exactamente opuesto: el punto de partida es que el resto del mundo está salivando por explotar los (potenciales) recursos petroleros y de gas y que lo único que el país tiene que hacer es poner un letrero de bienvenida. Es posible que esto hubiera funcionado hace una década cuando el mundo petrolero experimentaba un momento de pesimismo, el llamado “peak oil”. La situación cambió dramáticamente con el descubrimiento de nuevos mantos petrolíferos y, sobre todo, con el desarrollo de nuevas tecnologías que llevaron a la revolución del gas y petróleo shale o esquisto.

El nuevo mundo de la energía, en el que nuestro principal cliente va a ser autosuficiente, entraña una lógica de competencia -un mercado de compradores- sin parangón en las últimas décadas. Puesto en palabras de uno de los ejecutivos más conocidos del mundo petrolero, “hoy hay un sinnúmero de proyectos en el mundo y lo que escasea es el capital”. Es decir, los grandes actores en el planeta van a evaluar sus inversiones en función de dos factores: el potencial de rentabilidad y la certidumbre jurídica con que cuentan. La rentabilidad depende de factores tanto técnicos (costos y riesgo) como regulatorios. La certidumbre depende del régimen legal en que tendrían que operar. En las circunstancias actuales, ninguna empresa seria participaría en un proyecto que no le garantiza un rendimiento atractivo y la certidumbre de que no habrá interferencia política en el desarrollo de su inversión. Más importante, el cálculo que harán no se refiere a México, sino al conjunto de oportunidades y opciones de inversión que tienen en su portafolio potencial. Es decir, cuando México publique un nuevo régimen en materia energética estará compitiendo con Vietnam, Cuba, Rusia, Indonesia y EE.UU.: o sea, con el resto del mundo. En todo esto, el referéndum que la izquierda ha propuesto entraña un enorme costo (y riesgo) adicional.

La implicación es obvia: o creamos un régimen realmente competitivo que atraiga a los jugadores relevantes e importantes en el mundo o mejor no perdamos el tiempo. Es obvio que los grandes jugadores pondrán muchas condiciones antes de que se legisle un nuevo régimen, independientemente de que, quizá, pudieran vivir con algo menos ambicioso, pero no hay manera de saberlo de antemano. La evaluación que harán los inversionistas que el gobierno pretende atraer será ex post facto, o sea, después del hecho. Si la legislación resulta ser insuficiente, el resultado será un desastre.

De mis aprendizajes puedo decir que, más allá de lo estrictamente técnico, la diferencia crucial yace en tres factores: a) la independencia (real) del regulador como autoridad superior;

b) la inexistencia de requisitos absurdos como el de sociedad con Pemex, la obligada contratación del sindicato petrolero o el contenido nacional;

y c) el desarrollo de un mercado de energía que permita que los actores en la industria actúen con criterios de mercado y no de embusteros. Lo que está de por medio es, en una palabra, TODO. Tal vez hasta el sexenio.

http://www.americaeconomia.com/node/105410

La neta

Luis Rubio

En una de sus famosas historias, Sherlock Holmes resuelve el enigma por el perro que no ladró: la anormalidad que evidenció al criminal. Yo no soy especialista en asuntos de energía, pero en los últimos meses me he dedicado a leer y escuchar a expertos que saben de lo que hablan y de los que he aprendido las requisitos fundamentales que tienen que ser satisfechos para que una reforma energética tenga una oportunidad razonable de lograr el objetivo de atraer capital, desarrollar al sector y construir una plataforma adicional, poderosa, para el crecimiento de nuestra economía. Es decir, me he abocado a tratar de identificar al perro que no ladró. Lo que he encontrado no va a gustar a nuestros políticos.

Un experto del BID, absolutamente analítico (no le importan los criterios políticos o nacionalistas) y enfocado al subcontinente, evalúa los resultados de las estrategias plasmadas en ley que han adoptado distintas naciones para desarrollar sus recursos energéticos. Su trabajo estudia las reglas del juego que cada nación ha establecido y observa los resultados que arrojan dos décadas de desempeño de la industria, país por país. Resume su conclusión clasificando a las naciones latinoamericanas en dos grupos: las exitosas y las fracasadas. La medida del éxito o fracaso es simple: el crecimiento de la industria y su capacidad de contribuir al desarrollo de sus economías. En el primer grupo, el de los ganadores, se encuentran Perú y Colombia. En el de los perdedores están Venezuela, Ecuador, Argentina y México. Brasil era de los ganadores hasta hace un par de años pero se empeña en ser perdedor.

La gran pregunta es ¿cuál es la diferencia crítica? En una palabra, Ramón Espinasa, el experto del BID, afirma que la distinción reside en la naturaleza de las regulaciones y la fortaleza del regulador. Ahí donde las regulaciones están diseñadas para promover el desarrollo de la industria, ésta prospera; donde las regulaciones confunden o pretenden objetivos contradictorios el resultado es desastroso. Nada ilustra mejor la situación que el caso de Brasil: la primera oleada de reformas, en los noventa, se abocó a crear un verdadero mercado de energía donde el actor principal, Petrobras, era concebido como primus inter pares, un actor privilegiado pero no el factótum de la industria. La primera legislación no le confería privilegios ni prebendas a la petrolera gubernamental. Ese hecho hizo posible que diversos actores, nacionales y extranjeros, se interesaran en participar en la industria y pujar por contratos que el gobierno brasileño colocó en el mercado. Sin embargo, en los últimos años el gobierno modificó la legislación, incorporando una serie de criterios que chocan con la lógica anterior: ahora se exige que haya un determinado porcentaje de contenido local en las inversiones y los contratos deben hacerse en sociedad con Petrobras. El resultado ha sido que ninguno de los actores relevantes en el mundo –relevantes sobre todo porque cuentan con la tecnología y capital de que adolecen los brasileños (y nosotros)- ha estado interesado en participar. Esa es la razón por la cual Brasil ha dejado de estar en el grupo de naciones exitosas. Algo todavía peor ocurriría de exigirse que el sindicato de petroleros gozara del monopolio de los contratos colectivos de inversionistas potenciales.

Si el objetivo es atraer inversión y tecnología, la legislación tiene que responder a las características del mercado, es decir, tiene que ser competitiva respecto a otras naciones que también quieren desarrollar sus hidrocarburos. Pero nuestro enfoque, lo que en México llamamos debate, es exactamente opuesto: el punto de partida es que el resto del mundo está salivando por explotar los (potenciales) recursos petroleros y de gas y que lo único que el país tiene que hacer es poner un letrero de bienvenida. Es posible que esto hubiera funcionado hace una década cuando el mundo petrolero experimentaba un momento de pesimismo, el llamado “peak oil”. La situación cambió dramáticamente con el descubrimiento de nuevos mantos petrolíferos y, sobre todo, con el desarrollo de nuevas tecnologías que llevaron a la revolución del gas y petróleo shale o esquisto.

El nuevo mundo de la energía, en el que nuestro principal cliente va a ser autosuficiente, entraña una lógica de competencia –un mercado de compradores- sin parangón en las últimas décadas. Puesto en palabras de uno de los ejecutivos más conocidos del mundo petrolero, “hoy hay un sinnúmero de proyectos en el mundo y lo que escasea es el capital”. Es decir, los grandes actores en el planeta van a evaluar sus inversiones en función de dos factores: el potencial de rentabilidad y la certidumbre jurídica con que cuentan. La rentabilidad depende de factores tanto técnicos (costos y riesgo) como regulatorios. La certidumbre depende del régimen legal en que tendrían que operar. En las circunstancias actuales, ninguna empresa seria participaría en un proyecto que no le garantiza un rendimiento atractivo y la certidumbre de que no habrá interferencia política en el desarrollo de su inversión. Más importante, el cálculo que harán no se refiere a México sino al conjunto de oportunidades y opciones de inversión que tienen en su portafolio potencial. Es decir, cuando México publique un nuevo régimen en materia energética estará compitiendo con Vietnam, Cuba, Rusia, Indonesia y EUA: o sea, con el resto del mundo. En todo esto, el referéndum que la izquierda ha propuesto entraña un enorme costo (y riesgo) adicional.

La implicación es obvia: o creamos un régimen realmente competitivo que atraiga a los jugadores relevantes e importantes en el mundo o mejor no perdamos el tiempo. Es obvio que los grandes jugadores pondrán muchas condiciones antes de que se legisle un nuevo régimen, independientemente de que, quizá, pudieran vivir con algo menos ambicioso, pero no hay manera de saberlo de antemano. La evaluación que harán los inversionistas que el gobierno pretende atraer será ex post facto, o sea, después del hecho. Si la legislación resulta ser insuficiente, el resultado será un desastre.

De mis aprendizajes puedo decir que, más allá de lo estrictamente técnico, la diferencia crucial yace en tres factores: a) la independencia (real) del regulador como autoridad superior; b) la inexistencia de requisitos absurdos como el de sociedad con Pemex, la obligada contratación del sindicato petrolero o el contenido nacional; y c) el desarrollo de un mercado de energía que permita que los actores en la industria actúen con criterios de mercado y no de embusteros. Lo que está de por medio es, en una palabra, TODO. Tal vez hasta el sexenio.

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¿Llegaremos a la modernidad en México?

América Economía – Luis Rubio 

¿Qué mide el éxito de una sociedad? ¿Es lo mismo ser exitoso que ser moderno? La diferencia era quizá nimia hace algunas décadas, pero hoy en día es posible diferenciar países exitosos de países modernos. Quizá la pregunta para nosotros ahora que llega el final del primer año del gobierno es si el país está enfilándose a ser tanto exitoso como moderno o si procederá en un intento por ser exitoso sin más.

Protágoras, un pensador del siglo V adC, argumentaba que los hombres por definición requieren estándares de comportamiento porque sin ello no podrían vivir en comunidad. En ausencia de una Biblia o equivalente, la tradición jugaba un papel preponderante en la determinación de esos estándares, razón por la cual críticas por parte de pensadores radicales como Sócrates o Diógenes generaban tanto ruido. En sentido contrario, las fábulas de Esopo servían para reforzar el sentido de comunidad. ¿Cuál será el estándar relevante para una nación al inicio del siglo XXI?

No es posible concebir a México como país exitoso mientras no tengamos, por ejemplo, un sistema policíaco que la población respete y vea como profesional. Lo mismo es cierto del poder judicial: sin mecanismos para dirimir disputas y administrar la justicia, ningún país puede decirse moderno.

China es quizá el mejor paradigma de un país que ha logrado ser exitoso en un sinnúmero de medidas, pero que enfrenta dilemas fundamentales que quizá no pueda resolver sin cambiar su propia medida del éxito.En una conferencia a la que asistí recientemente, un estudioso de la India decía que su país no es moderno porque es muy pobre, pero que si logra superar su pobreza podrá ser un país moderno, mientras que China podrá ser exitosa pero nunca moderna. La distinción que hacía era profunda: para que una nación sea moderna tiene que aceptar ciertos estándares básicos de comportamiento y ciertas métricas de desarrollo. El hecho de crecer con celeridad, como ha sido el caso de China en las últimas décadas, puede contribuir a generar condiciones para la modernidad pero no es equivalente a lograrlo.

El éxito se puede medir con estadísticas comparables: crecimiento, empleo, niveles educativos, productividad, kilómetros de carretera, reservas internacionales y otras métricas objetivas que permiten evaluar el grado de avance tanto en términos absolutos como relativos. Esa es la medida más simple que se emplea para determinar el desempeño de un gobierno o la satisfacción de su población. Una nación exitosa avanza en estos frentes y logra satisfacer las necesidades más básicas. Si es extraordinariamente exitosa logra elevar los estándares de vida de la población, distribuir mejor el ingreso y mantener un círculo virtuoso en estos parámetros.

Lo que no es evidente es que sea sostenible una mejoría sistemática en todas esas métricas sin que cambien otras cosas en el funcionamiento de la sociedad en general. Volviendo a China, los debates más frecuentes sobre el futuro de ese país se refieren a la viabilidad de su estructura política a la luz de la mejoría sistemática en los niveles económicos de una porción creciente de la población. Unos afirman que la cultura china tiene características excepcionales y que estas permitirán sostener su sistema político sin cambios a pesar del desarrollo de su sociedad. Otros parten del principio de que, en lo fundamental, todas las sociedades son similares y que, tarde o temprano, los chinos enfrentarán dilemas básicos sobre la viabilidad de su estructura político-económica actual.

El tiempo dirá cómo evoluciona China, pero lo que es indudable cuando uno piensa en el desarrollo de México en las últimas décadas es que hay límites estructurales que impiden trascender los umbrales en las circunstancias actuales. Por ejemplo, no es casualidad que la inversión privada, nacional y extranjera, se encuentre muy por debajo de su potencial. Tampoco es casual que la mayoría de las inversiones que hay en el país muestren tiempos de maduración mucho más breves de lo que ocurre en otras latitudes. Lo mismo se puede decir del ciclo de inversión: típicamente sigue el calendario sexenal porque todo depende de la confianza que inspira una persona más que de las instituciones.

En esto último se encuentra la clave del futuro. La parte de la economía que observa crecimientos significativos de inversión es la que está protegida por tratados internacionales, sobre todo el TLC que no es otra cosa que una institución que confiere garantías y, por lo tanto, certidumbre al inversionista. Donde hay instituciones que no dependen de personas el país prospera.

El punto que trato de ilustrar es que el éxito depende de que el país se vaya modernizando y eso implica la construcción de instituciones profesionales que transformen al país y a la sociedad. No es posible concebir a México como país exitoso mientras no tengamos, por ejemplo, un sistema policíaco que la población respete y vea como profesional. Lo mismo es cierto del poder judicial: sin mecanismos para dirimir disputas y administrar la justicia, ningún país puede decirse moderno.

En otras palabras, la modernidad es un asunto cultural que es consecuencia del desarrollo integral de la sociedad. El caso del crecimiento de la clase media es sugerente: se ha logrado consolidar una creciente clase media en términos de su capacidad de consumo, pero el país será de clase media y exitoso cuando esa población no sólo tenga un poco más de dinero para gastar sino que también cuente con el nivel educativo y cultural que le permita ejercer juicios informados en asuntos sociales y políticos.

Un país ensimismado, como lo es China en la actualidad, no puede avanzar hacia a la adopción de reglas y estándares que todas las sociedades modernas y democráticas consideran esenciales en ámbitos que van desde el comercio internacional hasta los derechos ciudadanos y el respecto a los de terceros. Para bien o para mal, el gobierno chino no ve relevancia en esas medidas para su sociedad.

El gobierno comienza a enfrentar estos dilemas, implícita o explícitamente, en cada decisión que se toma y la forma en que responda en los próximos meses será clave. El camino para llegar a donde nos encontramos ha sido tortuoso y complejo y es natural la tentación de regresar a lo que había y que, en una mirada nostálgica, podría parecer que funcionaba bien. El problema es que lo que era posible en el pasado ya no lo es. Por supuesto que se han cometido innumerables errores en las últimas décadas, pero la única apuesta posible es la de construir un país moderno.

Quizá lo que mejor ilustra nuestros problemas es el hecho de que nuestras grandes debilidades se encuentran en la pésima calidad de las estructuras e instituciones gubernamentales. El país sigue teniendo un sistema de gobierno medieval, incapaz de encabezar un proyecto de transformación. El reto está en casa, esencialmente en lo que el PRI construyó a lo largo del tiempo.

 

http://www.americaeconomia.com/node/104828

¿Llegaremos a la modernidad?

Luis Rubio

¿Qué mide el éxito de una sociedad? ¿Es lo mismo ser exitoso que ser moderno? La diferencia era quizá nimia hace algunas décadas, pero hoy en día es posible diferenciar países exitosos de países modernos. Quizá la pregunta para nosotros ahora que llega el final del primer año del gobierno es si el país está enfilándose a ser tanto exitoso como moderno o si procederá en un intento por ser exitoso sin más.

Protágoras, un pensador del siglo V adC, argumentaba que los hombres por definición requieren estándares de comportamiento porque sin ello no podrían vivir en comunidad. En ausencia de una Biblia o equivalente, la tradición jugaba un papel preponderante en la determinación de esos estándares, razón por la cual críticas por parte de pensadores radicales como Sócrates o Diógenes generaban tanto ruido. En sentido contrario, las fábulas de Esopo servían para reforzar el sentido de comunidad. ¿Cuál será el estándar relevante para una nación al inicio del siglo XXI?

China es quizá el mejor paradigma de un país que ha logrado ser exitoso en un sinnúmero de medidas pero que enfrenta dilemas fundamentales que quizá no pueda resolver sin cambiar su propia medida del éxito. En una conferencia a la que asistí recientemente, un estudioso de la India decía que su país no es moderno porque es muy pobre, pero que si logra superar su pobreza podrá ser un país moderno, mientras que China podrá ser exitosa pero nunca moderna. La distinción que hacía era profunda: para que una nación sea moderna tiene que aceptar ciertos estándares básicos de comportamiento y ciertas métricas de desarrollo. El hecho de crecer con celeridad, como ha sido el caso de China en las últimas décadas, puede contribuir a generar condiciones para la modernidad pero no es equivalente a lograrlo.

El éxito se puede medir con estadísticas comparables: crecimiento, empleo, niveles educativos, productividad, kilómetros de carretera, reservas internacionales y otras métricas objetivas que permiten evaluar el grado de avance tanto en términos absolutos como relativos. Esa es la medida más simple que se emplea para determinar el desempeño de un gobierno o la satisfacción de su población. Una nación exitosa avanza en estos frentes y logra satisfacer las necesidades más básicas. Si es extraordinariamente exitosa logra elevar los estándares de vida de la población, distribuir mejor el ingreso y mantener un círculo virtuoso en estos parámetros.

Lo que no es evidente es que sea sostenible una mejoría sistemática en todas esas métricas sin que cambien otras cosas en el funcionamiento de la sociedad en general. Volviendo a China, los debates más frecuentes sobre el futuro de ese país se refieren a la viabilidad de su estructura política a la luz de la mejoría sistemática en los niveles económicos de una porción creciente de la población. Unos afirman que la cultura china tiene características excepcionales y que estas permitirán sostener su sistema político sin cambios a pesar del desarrollo de su sociedad. Otros parten del principio de que, en lo fundamental, todas las sociedades son similares y que, tarde o temprano, los chinos enfrentarán dilemas básicos sobre la viabilidad de su estructura político-económica actual.

El tiempo dirá cómo evoluciona China, pero lo que es indudable cuando uno piensa en el desarrollo de México en las últimas décadas es que hay límites estructurales que impiden trascender los umbrales en las circunstancias actuales. Por ejemplo, no es casualidad que la inversión privada, nacional y extranjera, se encuentre muy por debajo de su potencial. Tampoco es casual que la mayoría de las inversiones que hay en el país muestren tiempos de maduración mucho más breves de lo que ocurre en otras latitudes. Lo mismo se puede decir del ciclo de inversión: típicamente sigue el calendario sexenal porque todo depende de la confianza que inspira una persona más que de las instituciones.

En esto último se encuentra la clave del futuro. La parte de la economía que observa crecimientos significativos de inversión es la que está protegida por tratados internacionales, sobre todo el TLC que no es otra cosa que una institución que confiere garantías y, por lo tanto, certidumbre al inversionista. Donde hay instituciones que no dependen de personas el país prospera.

El punto que trato de ilustrar es que el éxito depende de que el país se vaya modernizando y eso implica la construcción de instituciones profesionales que transformen al país y a la sociedad. No es posible concebir a México como país exitoso mientras no tengamos, por ejemplo, un sistema policiaco que la población respete y vea como profesional. Lo mismo es cierto del poder judicial: sin mecanismos para dirimir disputas y administrar la justicia, ningún país puede decirse moderno.

En otras palabras, la modernidad es un asunto cultural que es consecuencia del desarrollo integral de la sociedad. El caso del crecimiento de la clase media es sugerente: se ha logrado consolidar una creciente clase media en términos de su capacidad de consumo, pero el país será de clase media y exitoso cuando esa población no sólo tenga un poco más de dinero para gastar sino que también cuente con el nivel educativo y cultural que le permita ejercer juicios informados en asuntos sociales y políticos.

Un país ensimismado, como lo es China en la actualidad, no puede avanzar hacia a la adopción de reglas y estándares que todas las sociedades modernas y democráticas consideran esenciales en ámbitos que van desde el comercio internacional hasta los derechos ciudadanos y el respecto a los de terceros. Para bien o para mal, el gobierno chino no ve relevancia en esas medidas para su sociedad.

El gobierno comienza a enfrentar estos dilemas, implícita o explícitamente, en cada decisión que se toma y la forma en que responda en los próximos meses será clave. El camino para llegar a donde nos encontramos ha sido tortuoso y complejo y es natural la tentación de regresar a lo que había y que, en una mirada nostálgica, podría parecer que funcionaba bien. El problema es que lo que era posible en el pasado ya no lo es. Por supuesto que se han cometido innumerables errores en las últimas décadas, pero la única apuesta posible es la de construir un país moderno.

Quizá lo que mejor ilustra nuestros problemas es el hecho de que nuestras grandes debilidades se encuentran en la pésima calidad de las estructuras e instituciones gubernamentales. El país sigue teniendo un sistema de gobierno medieval, incapaz de encabezar un proyecto de transformación. El reto está en casa, esencialmente en lo que el PRI construyó a lo largo del tiempo.

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Reelección de los presidentes municipales: contrapeso para México

  • América Economía – Luis Rubio

Nada hay más peligroso que un fetiche, un culto supersticioso venerado como un ídolo.  Como todos los mitos, la reelección de legisladores contiene una dosis de fábula, imaginación y realidad. En un contexto idóneo, la reelección puede transformar las relaciones políticas, creando nuevas formas de interacción y, por lo tanto, lógicas novedosas en la toma de decisiones. Bien concebida y estructurada, la reelección de legisladores podría constituirse en el factótum de un sistema de contrapesos efectivos para el sistema político mexicano. El problema es que lo opuesto también es cierto: mal concebida, la reelección puede convertirse en una pesadilla, en una nueva fuente de confrontación o peor, en que todo siga igual.

En su libro Ortodoxia, G.K. Chesterton escribió que «Cuando un esquema religioso es destruido no sólo los vicios quedan expuestos. Los vicios surgen, se pasean y hacen daño. Pero las virtudes también aparecen y las virtudes se pasean de manera más desordenada, pudiendo hacer un daño mucho peor». La reelección de legisladores es un instrumento, no un fin en sí mismo y, como tal, puede ser una virtud o un vicio: depende de cómo se estructure. Cualquiera de los dos escenarios es posible pero ambos no son benignos.

La reelección no puede verse como una idea: se trata de un instrumento político cuyo objetivo es el fortalecimiento de los pesos y contrapesos en una sociedad, paso crucial para la institucionalización del poder. Para que surta efecto, tiene que concebirse frente a sus riesgos y complejidades, no como una apuesta certera, de esas que son frecuentes en nuestro país y que casi siempre acaban siendo infructuosas, cuando no peligrosas. Los milagros no existen.

En un mundo perfecto, la reelección de legisladores serviría para acercarlos con los votantes, obligándolos a atender sus preferencias de manera directa y con un costo de no hacerlo. La idea detrás de la reelección es que un diputado o senador que quiere permanecer en su puesto, hará lo posible por atender las necesidades o reclamos de sus votantes a fin de ganar su lealtad y, por supuesto, su voto. Es decir, se establece un vínculo que no comienza y concluye, como ahora, durante el periodo de campaña, sino que se torna permanente.

En todos los sistemas políticos los individuos actúan de acuerdo a lo que más les conviene. En esto consiste la esencia de la reelección: se trata de un mecanismo diseñado para alinear los intereses de los legisladores con los de la ciudadanía, bajo la presunción de que los primeros van a cortejar a los segundos en su actuar cotidiano si dependen de éstos para mantener su chamba. Bajo esta lógica, en un sistema político donde no existe la reelección, los legisladores naturalmente actuarán bajo un criterio fuertemente determinado por el interés del partido, pues de éste depende su carrera política como antes, en la era priista, ésta dependía del presidente. Por el contrario, en un sistema electoral en el que existe la reelección, los legisladores enfocan sus baterías hacia lo que preocupa a la ciudadanía: no hay nada esotérico en este asunto. Pero es obvio quién y qué gana y pierde en cada caso.

Es evidente la razón de la reticencia de los partidos y de la presidencia para la adopción de la reelección como mecanismo para la construcción de pesos y contrapesos en el sistema político. Con la lógica de dueño, tanto los líderes partidistas como el presidente, podrían acabar perdiendo una prerrogativa fundamental (para el control político) de aprobarse la reelección de legisladores. La reelección abriría, al menos potencialmente, una nueva era política. Pero el resultado que muchos de sus proponentes esperan no está garantizado.

Dos son los argumentos principales por parte de los detractores de la reelección: primero, que impide la renovación de la élite política, en buena medida porque le confiere enormes ventajas a quien ya ocupa una curul, disminuyendo la competitividad de sus potenciales contrincantes. Y, segundo, que, dado la naturaleza peculiar de nuestro poder legislativo donde conviven legisladores electos por distrito con otros seleccionados (de manera distinta en el congreso y en el senado) por representación proporcional, podríamos acabar, por ejemplo, con senadores producto de una primera minoría (o sea, que perdieron la elección) por hasta doce años. Ambas preocupaciones tienen mérito pero su dinámica es casi opuesta.

De los beneficios potenciales de la reelección, los dos cruciales son la cercanía con el votante y la profesionalización del legislador. Desde mi punto de vista, ambas superan el costo de la falta de «movilidad» legislativa, máxime en una era de creciente complejidad.

El verdadero embrollo reside en la convivencia de dos tipos de legisladores  (representación directa y proporcional) y ese no es un asunto menor. Puesto de manera directa, la reelección es incompatible con la existencia de ese híbrido: para funcionar tendría que desaparecer alguno de los dos procedimientos de elección. Lo mismo con la pretensión de “palomear” a quienes podrían reelegirse. De no resolverse estos asuntos, la reelección acabaría siendo un desastre.

Hay varios ángulos que deben ser contemplados antes de ir, cual el Borras, a un resultado peor a lo actual: primero, la reelección funciona siempre y cuando exista un legislador por distrito; éste puede ser electo de manera directa o proporcional, pero si no existe ese vínculo distrito-legislador, la reelección no tendrá beneficio alguno. Segundo, históricamente, muchos de nuestros mejores legisladores han sido electos como plurinominales y, probablemente, muchos no podrían ganar una elección directa. Es decir, en algunos escenarios, podríamos acabar con un poder legislativo de mucha peor calidad independientemente de la potencial cercanía legislador-ciudadano. Aunque parezca imposible, es concebible un entorno en el que los legisladores gozan de un prestigio todavía menor. Finalmente, de eliminarse los plurinominales o su equivalente en el senado, algunos partidos disminuirían en representatividad. Esto no necesariamente sería algo malo (sin duda reduciría algo de la corrupción rampante), pero implicaría decisiones difíciles, de esas que no le gustan a nuestros políticos. Una redistritación del país, quizá aumentando el número de curules por representación directa a cambio de los plurinominales, podría atenuar el costo.

En contraste con la complejidad inherente a nuestro sistema legislativo, la reelección de presidentes municipales no requiere más que una decisión política: los potenciales beneficios son claros y los riesgos relativamente menores. Dicho eso, la reelección no puede verse como una idea: se trata de un instrumento político cuyo objetivo es el fortalecimiento de los pesos y contrapesos en una sociedad, paso crucial para la institucionalización del poder. Para que surta efecto, tiene que concebirse frente a sus riesgos y complejidades, no como una apuesta certera, de esas que son frecuentes en nuestro país y que casi siempre acaban siendo infructuosas, cuando no peligrosas. Los milagros no existen.

 

http://www.americaeconomia.com/node/104343

 

La ilusión de la reelección

Luis Rubio

Nada hay más peligroso que un fetiche, un culto supersticioso venerado como un ídolo.  Como todos los mitos, la reelección de legisladores contiene una dosis de fábula, imaginación y realidad. En un contexto idóneo, la reelección puede transformar las relaciones políticas, creando nuevas formas de interacción y, por lo tanto, lógicas novedosas en la toma de decisiones. Bien concebida y estructurada, la reelección de legisladores podría constituirse en el factótum de un sistema de contrapesos efectivos para el sistema político mexicano. El problema es que lo opuesto también es cierto: mal concebida, la reelección puede convertirse en una pesadilla, en una nueva fuente de confrontación o peor, en que todo siga igual.

 

En su libro Ortodoxia, G.K. Chesterton escribió que «Cuando un esquema religioso es destruido no sólo los vicios quedan expuestos. Los vicios surgen, se pasean y hacen daño. Pero las virtudes también aparecen y las virtudes se pasean de manera más desordenada, pudiendo hacer un daño mucho peor». La reelección de legisladores es un instrumento, no un fin en sí mismo y, como tal, puede ser una virtud o un vicio: depende de cómo se estructure. Cualquiera de los dos escenarios es posible pero ambos no son benignos.

 

En un mundo perfecto, la reelección de legisladores serviría para acercarlos con los votantes, obligándolos a atender sus preferencias de manera directa y con un costo de no hacerlo. La idea detrás de la reelección es que un diputado o senador que quiere permanecer en su puesto, hará lo posible por atender las necesidades o reclamos de sus votantes a fin de ganar su lealtad y, por supuesto, su voto. Es decir, se establece un vínculo que no comienza y concluye, como ahora, durante el periodo de campaña, sino que se torna permanente.

En todos los sistemas políticos los individuos actúan de acuerdo a lo que más les conviene. En esto consiste la esencia de la reelección: se trata de un mecanismo diseñado para alinear los intereses de los legisladores con los de la ciudadanía, bajo la presunción de que los primeros van a cortejar a los segundos en su actuar cotidiano si dependen de éstos para mantener su chamba. Bajo esta lógica, en un sistema político donde no existe la reelección, los legisladores naturalmente actuarán bajo un criterio fuertemente determinado por el interés del partido, pues de éste depende su carrera política como antes, en la era priista, ésta dependía del presidente. Por el contrario, en un sistema electoral en el que existe la reelección, los legisladores enfocan sus baterías hacia lo que preocupa a la ciudadanía: no hay nada esotérico en este asunto. Pero es obvio quién y qué gana y pierde en cada caso.

Es evidente la razón de la reticencia de los partidos y de la presidencia para la adopción de la reelección como mecanismo para la construcción de pesos y contrapesos en el sistema político. Con la lógica de dueño, tanto los líderes partidistas como el presidente, podrían acabar perdiendo una prerrogativa fundamental (para el control político) de aprobarse la reelección de legisladores. La reelección abriría, al menos potencialmente, una nueva era política. Pero el resultado que muchos de sus proponentes esperan no está garantizado.

Dos son los argumentos principales por parte de los detractores de la reelección: primero, que impide la renovación de la élite política, en buena medida porque le confiere enormes ventajas a quien ya ocupa una curul, disminuyendo la competitividad de sus potenciales contrincantes. Y, segundo, que, dado la naturaleza peculiar de nuestro poder legislativo donde conviven legisladores electos por distrito con otros seleccionados (de manera distinta en el congreso y en el senado) por representación proporcional, podríamos acabar, por ejemplo, con senadores producto de una primera minoría (o sea, que perdieron la elección) por hasta doce años. Ambas preocupaciones tienen mérito pero su dinámica es casi opuesta.

De los beneficios potenciales de la reelección, los dos cruciales son la cercanía con el votante y la profesionalización del legislador. Desde mi punto de vista, ambas superan el costo de la falta de «movilidad» legislativa, máxime en una era de creciente complejidad.

El verdadero embrollo reside en la convivencia de dos tipos de legisladores  (representación directa y proporcional) y ese no es un asunto menor. Puesto de manera directa, la reelección es incompatible con la existencia de ese híbrido: para funcionar tendría que desaparecer alguno de los dos procedimientos de elección. Lo mismo con la pretensión de “palomear” a quienes podrían reelegirse. De no resolverse estos asuntos, la reelección acabaría siendo un desastre.

Hay varios ángulos que deben ser contemplados antes de ir, cual el Borras, a un resultado peor a lo actual: primero, la reelección funciona siempre y cuando exista un legislador por distrito; éste puede ser electo de manera directa o proporcional, pero si no existe ese vínculo distrito-legislador, la reelección no tendrá beneficio alguno. Segundo, históricamente, muchos de nuestros mejores legisladores han sido electos como plurinominales y, probablemente, muchos no podrían ganar una elección directa. Es decir, en algunos escenarios, podríamos acabar con un poder legislativo de mucha peor calidad independientemente de la potencial cercanía legislador-ciudadano. Aunque parezca imposible, es concebible un entorno en el que los legisladores gozan de un prestigio todavía menor. Finalmente, de eliminarse los plurinominales o su equivalente en el senado, algunos partidos disminuirían en representatividad. Esto no necesariamente sería algo malo (sin duda reduciría algo de la corrupción rampante), pero implicaría decisiones difíciles, de esas que no le gustan a nuestros políticos. Una redistritación del país, quizá aumentando el número de curules por representación directa a cambio de los plurinominales, podría atenuar el costo.

En contraste con la complejidad inherente a nuestro sistema legislativo, la reelección de presidentes municipales no requiere más que una decisión política: los potenciales beneficios son claros y los riesgos relativamente menores. Dicho eso, la reelección no puede verse como una idea: se trata de un instrumento político cuyo objetivo es el fortalecimiento de los pesos y contrapesos en una sociedad, paso crucial para la institucionalización del poder. Para que surta efecto, tiene que concebirse frente a sus riesgos y complejidades, no como una apuesta certera, de esas que son frecuentes en nuestro país y que casi siempre acaban siendo infructuosas, cuando no peligrosas. Los milagros no existen.

 

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¿Qué futuro?

Luis Rubio

Hace unos días, cambiando de canales en un hotel, me encontré con un programa de discusión en TVE, la televisora española. Debatían un acontecimiento criminal en Málaga, pero lo interesante era su marco de referencia implícito. El asunto en cuestión era la violación de una mujer con discapacidad mental por parte de un grupo de hombres que la habían secuestrado y llevado a un apartamento; horas después, la policía finalmente localizó a la mujer y la llevó a un hospital. En la discusión hubo dos cosas que me llamaron la atención por su trascendencia para nosotros. Primero, daban por obvio que la policía sería diligente y competente para localizar a la mujer. Segundo, en palabras de una de las participantes del programa, citando de memoria, “pero en qué estaban pensando estos señores: los van a detener en un momento y todos van a acabar en la cárcel”. Ninguna de esas premisas sería posible de asumir en México.

Más allá de crisis, pasajeras o estructurales, la gran diferencia entre un país desarrollado como España y otro como México reside en la calidad del gobierno. Un gobierno tiene responsabilidades elementales que constituyen la esencia de la capacidad de la sociedad de funcionar de manera eficaz y exitosa. Si bien hay muchas definiciones de lo que deben ser esas responsabilidades y diferentes posturas sobre lo que debe caracterizar a la función gubernamental, nadie disputaría lo esencial: la seguridad pública, las reglas del juego para la actividad económica, electoral y política, los servicios municipales, la justicia y la infraestructura tanto física como institucional que se requiere para que un país funcione. Algunos limitarían las funciones gubernamentales a lo básico (“el mejor gobierno es el que gobierna menos”), en tanto que otros preferirían un “estado de bienestar” integral, pero todos aceptarían que un gobierno eficaz es factor crucial para el funcionamiento de un país. En México somos muy dados a entrar en discusiones ideológicas sobre estos asuntos cuando ni siquiera tenemos lo esencial, eso que las personas en el panel de discusión español daban por hecho.

Hablamos de crecimiento económico, competitividad, derechos humanos, justicia y otros atributos y objetivos deseables pero no reconocemos que carecemos de lo esencial –un sistema de gobierno- susceptible de contribuir al logro de los mismos. Se aprueban reformas legales grandiosas que establecen nuevos derechos ciudadanos y, en muchas, nuevas obligaciones para el gobierno, pero no se asume la total incapacidad –física, institucional y financiera- del mismo para lograrlo. Hablamos de corrupción con un tono moralista que haría parecer que nunca vemos un acto semejante y, por supuesto, que jamás hemos estado involucrados en uno. Lo esencial -la estructura, funciones y capacidad de acción del gobierno- no existe o, cuando existe, es muy inferior a lo necesario. Peor si miramos hacia los estados y municipios.

El país enfrenta dos retos fundamentales en cuanto a la función gubernamental. Una tiene que ver con la calidad del gobierno y la otra con su capacidad para procesar conflictos y crear condiciones para una prosperidad permanente. Lo primero tiene que ver con la administración y sus objetivos; lo segundo con la fortaleza de las instituciones y sus contrapesos.

Históricamente, el gobierno mexicano fue relativamente exitoso cuando se ejerció un poder centralizado que imponía su autoridad tanto sobre la población como sobre los otros factores de poder político y administrativo, pero eso era posible antes de la globalización y la red de relaciones mundial que caracteriza a la población en la actualidad. En ausencia de instituciones confiables y de una estructura federal con responsables obligados a rendir cuentas, la historia del país está llena de revoluciones, levantamientos, inestabilidad y/o pobre desempeño económico. No es casualidad que el instinto del actual gobierno federal sea hacia la centralización. La pregunta relevante es si esa centralización será un instrumento o un objetivo: si es instrumento, podría emplearse para construir un nuevo régimen de instituciones que permita una era de estabilidad y prosperidad;  si se trata de un objetivo, lo único que logrará será imponer un orden temporal que, como hemos visto tantas veces en el pasado, tiende a ser poco duradero y eso si es que acaba bien.

Por lo que toca a las responsabilidades administrativas del gobierno, hay cosas que funcionan, otras no. Mal que bien, por ejemplo, prácticamente la totalidad de las zonas urbanas del país cuenta con agua potable, drenaje y electricidad. Lo mismo se puede decir de la educación o de la presencia de policías y tribunales a lo largo del territorio. Una conclusión a lo que esto podría llevar es que el gobierno “hace lo que puede” y que si uno observa diversos índices de cobertura, estos han ido mejorando en el tiempo. Otra manera de verlo es que los servicios tienden a ser de muy pobre calidad, el desperdicio es enorme y, en cualquier caso, no conducen a la construcción de un país moderno, con mejores oportunidades de desarrollo para toda la población. Ambas visiones son ciertas y complementarias: tenemos un sistema de gobierno ensimismado, dedicado a satisfacer los objetivos e intereses de sus propios integrantes antes que las necesidades de la población.

El caso de las policías y la administración de justicia es particularmente notable: con muy pocas excepciones, ahí se evidencia una de las mayores carencias –y lacras- de la función gubernamental. El país requiere una radical transformación del enfoque de la función del gobierno: éste tiene que concebirse como garante de las libertades y derechos de la población y como promotor del desarrollo, para lo cual tiene que dedicarse a crear condiciones que lo hagan posible. El gobierno prometió eficacia, algo necesario pero no suficiente: no basta con que “haga que las cosas pasen”; también necesita que se avance el desarrollo. Con el país atorado, éste sería un buen momento para reenfocar la estrategia.

Las instituciones son el medio y la forma a través del cual una sociedad procesa conflictos y crea condiciones para la prosperidad. En contraste con la función gubernamental, las instituciones, para serlo, tienen que ser permanentes, es decir, no depender de la voluntad de una persona. Una institución es fuerte cuando crea reglas del juego a las que todos se ciñen. Esa es la clave: despersonalización y permanencia.

Las integrantes del panel televisivo español daban por hecho que existe un gobierno de instituciones. Eso es lo que nos hace falta: un gobierno que funcione y que no dependa de quien está en el poder.

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