Luis Rubio
Sorprende que haya sorprendidos. En las últimas cinco décadas el país perdió todo sentido de dirección: cambió su estrategia de desarrollo económico, mantuvo el sistema de privilegios (cada vez más corrupto y visible) y, por encima de todo, minó su propia credibilidad al incorporar un sistema de creencias que lo socavaba desde dentro. Las preferencias electorales que comandan potenciales candidatos como AMLO, El Bronco y otros outsiders son consecuencia de lo que, con toda conciencia, se ha hecho –y decidido no hacer- en los últimos cincuenta años.
La hegemonía ideológica en una sociedad, la esencia del trabajo de Antonio Gramsci, se desarrolla, nutre y preserva a través de las instituciones que la sustentan. El viejo sistema político mexicano era excepcionalmente diestro para eso: alineó –y sometió- a todos los actores sociales e instrumentos gubernamentales para darle viabilidad al “nacionalismo revolucionario”, sobre el cual sustentó su hegemonía a lo largo de las décadas. Sin embargo, cuando el sistema entró en problemas en los sesenta, primero en lo económico y luego en lo político, perdió la brújula y, aunque se han hecho cosas extraordinariamente positivas, nunca la reencontró. Nunca emergió una nueva hegemonía.
Las sociedades estables tienen dos características complementarias. Primero, gozan de hegemonía ideológica porque coinciden las visiones que emanan del sistema educativo, los medios, prelados religiosos y el discurso político, empresarial y de la diversidad de entes sociales e intelectuales. Cuando desaparece esa coherencia y congruencia se pierde la credibilidad del sistema y desaparece el sustento del régimen socio político.
La otra característica se deriva de los resultados de la gestión gubernamental, que fortalece, o reduce, la credibilidad. Es obvio que es más fácil sostener la hegemonía de una sociedad próspera en la que todos sus integrantes se benefician y tienen un horizonte de progreso, que en una en la cual se vive de crisis en crisis. Corea goza de una gran solidez ideológica mientras que Venezuela se encuentra al borde de un estrepitoso colapso.
¿Qué hemos hecho en México? En los sesenta desapareció el sustento económico del régimen revolucionario. Desde ese momento hemos dado tumbos. En los setenta se destruyeron las fuentes de estabilidad económica y se incorporaron leyes y regulaciones que atentaban contra el desarrollo; en los ochenta y noventa se adoptó una nueva estrategia económica (de la cual hemos vivido los últimos veinte años) pero nunca se implementó de manera integral y cabal, lo que minó su propia viabilidad y, por lo tanto, credibilidad. En todo este proceso se ha favorecido a unos a costa del resto, provocando un profundo resentimiento social. Al mismo tiempo, se ha preservado la esencia del viejo régimen, haciendo del sistema de privilegios una enorme lacra social, con un creciente costo: según algunas estimaciones, la corrupción asciende hasta al 9% del PIB, en tanto que el impacto en términos de credibilidad y reputación (baste recordar momentos insignes como el de la #ladyProfeco o el de #LordMeLaPelas) es infinito. Las fuentes de desazón y enojo de la sociedad son obvias.
Lo paradójico en todas estas décadas es cómo han chocado los objetivos retóricos con las acciones concretas. El caso de la educación es paradigmático: si bien ésta se concibió como instrumento legitimador del gobierno revolucionario, hasta los sesenta mantuvo un equilibrio ideológico que era compatible con el desarrollo de una economía fundamentada en el empresariado. A partir de los setenta, el tenor cambió al punto que los niños de las siguientes generaciones sólo saben todo lo malo que es el capitalismo, esto a pesar de que las todas las reformas económicas posteriores fueron concebidas para apuntalarse en la inversión privada. Flagrante contradicción.
Todo esto generó una creciente tolerancia por la mediocridad, a la vez que la corrección política acabó por convertirse en mantra y límite absoluto a la libertad de expresión. Si a eso se le suma una sucesión de gobiernos fallidos, el rechazo al establishment político es absolutamente lógico. En una palabra, lo que vivimos es la consecuencia de acciones, decisiones y preferencias a lo largo de muchos años.
En este contexto, ¿quién apoya a López Obrador, El Bronco y otros potenciales “disidentes”? Todos aquellos que han crecido en una era de crisis, retórica abiertamente falaz y mentirosa y una creciente corrupción, dispendio e impunidad. ¿Por qué habrían de creer que las cosas van a mejorar si no mejoran ni se hacen las cosas que se prometen y que serían necesarias para que pudiera funcionar? No tengo duda que el obrero que trabaja en una planta que exporta exitosamente y experimenta crecientes niveles de productividad ve un futuro de oportunidad con optimismo, pero tengo certeza que hay millones más atorados en una economía vieja que no tiene posibilidad alguna y que saben que no hay futuro. El resentimiento tiene fuentes reales.
En la lógica de la mediocridad de los últimos cincuenta años, concesiones como la ausencia de un sistema educativo capaz de igualar oportunidades para todos probablemente parecían de poca monta, pero minaron la viabilidad del país y la confianza en el gobierno. Como escribió Mario Puzo en El Padrino, “si cedemos en detalles de poca monta, pronto nos obligarán a ceder en cuestiones de importancia”. Sucesivos gobiernos fueron cediendo en todo. Ahora la pregunta es cómo reencauzar el país para salir adelante.
@lrubiof
a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org