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Parlamentos

Luis Rubio

Angela Merkel inició su discurso como lo hubiera hecho cualquier presidente o jefe de gobierno: con aplomo y claridad de mensaje; pero lo que siguió en nada se parecía a los discursos presidenciales típicos. Era un congreso internacional en Berlín hace diez años; el partido gobernante, el Democratacristiano, había prestado su sede para la realización del evento y la canciller fue la oradora una de las tardes del congreso. Concluido su discurso comenzaron las preguntas y la oradora no evadió una sola: con absoluta ecuanimidad iba de una a otra; cuando el tono o la complejidad de las preguntas se elevaba, ella respondía con intensidad. Los sistemas parlamentarios son muy distintos a los presidenciales, que protegen a los jefes de Estado. No así los parlamentos, donde los líderes políticos debaten a diario todos los temas, enfrentan cuestionamientos -igual razonables que viscerales- que los obligan a defender su causa y rebatir a sus contrarios. Para los líderes parlamentarios no hay cuartel.

Recordé aquella escena cuando vi al presidente López Obrador hablar de su “testamento político.” Pasmoso el contraste entre una canciller combativa, lista para responder -y escuchar- toda y cualquier refutación, frente a un presidente en un ambiente absolutamente controlado donde nada se deja al azar. Los sistemas parlamentarios y los presidenciales son muy distintos y cada uno tiene sus virtudes y defectos, pero en lo que los parlamentarios son excepcionales es en que le impiden al líder político controlar la escena. Ahí está Boris Johnson tratando de salvar su pellejo frente a una rebelión de su propio partido o la permanente debilidad de los gobiernos españoles más recientes porque cualquier movimiento puede llevar a la oposición al gobierno.

El control de la escena es precisamente lo que caracteriza al gobierno del presidente López Obrador y el secreto de su popularidad. Nada se deja al azar: la narrativa se cocina en casa, la sede de las mañaneras es del presidente y los asistentes, con excepciones eventuales, son casi todos paleros. Nada se deja al arbitrio. Si a eso se agrega la ausencia de una oposición unida con una narrativa que rivalice a la presidencial, el escenario explica no sólo el control del discurso público, sino en buena medida también la popularidad. Y el riesgo que el propio actor produce.

Cuando AMLO inventó las mañaneras, al inicio de su gestión como jefe del gobierno del DF, el contexto era muy distinto, reminiscente del contraste entre un primer ministro y un presidente. En aquel momento, AMLO era el pugilista que debatía todo y respondía a cuanto cuestionamiento se le presentaba, mientras que Fox era el presidente protegido, aislado, cansado y desinteresado en defender un proyecto político o la democracia en sí.

El AMLO de hoy, aunque obviamente muy distinto en personalidad y forma de actuar, es como el Fox de entonces: controlando su territorio para proteger su popularidad. La pregunta relevante es si el final de ambos protagonistas será muy distinto.

Fox llegó al gobierno habiendo logrado el hito histórico de derrotar al partido hegemónico. No había manera de superar ese logro como presidente. Si a eso se agrega que nunca entendió las fuerzas, esperanzas y cambios que su triunfo electoral había desatado, el entorno parecía garantizado a naufragar. La combinación de estos dos elementos resultó letal. Por un lado, su victoria llevó al “divorcio” entre el PRI y la presidencia, lo que alteró dramáticamente la estructura del sistema político tradicional. La presidencia todopoderosa dejó de serlo (además de ser disminuida por las propias limitaciones del personaje), en tanto que toda clase de poderes fácticos cobraron inusitada relevancia, comenzando por los narcotraficantes. Por otro lado, la derrota de un partido dedicado al control y a la sumisión de la ciudadanía había abierto ingentes expectativas de una transformación democrática. Fox demostró carecer de la capacidad para comprender ambas dinámicas y así le fue.

López Obrador llegó con la misión de transformar al país de cabo a rabo: imponer un nuevo sistema de gobierno (bueno, el viejo sistema) y controlar la economía, la población y todas las decisiones. Echó a andar proyectos costosos e históricamente rebasados y muy pronto acabó dedicado a lo único que le ha salido bien: su reconocimiento popular. En contraste con Fox, que al menos entendía que ningún presidente o gobierno puede controlarlo todo en esta era del mundo, López Obrador intentó echar hacia atrás el reloj de la historia y lo único que ha conseguido es paralizar la inversión, con ello reduciendo el crecimiento de la economía y las oportunidades de empleo e ingresos de la población. La pandemia, y Ucrania, le han resultado una buena excusa para una pésima gestión, pero la migración hacia Estados Unidos lo delata porque demuestra que sí había otra manera de conducir al gobierno y que el rezago mexicano es responsabilidad exclusivamente suya.

¿Terminará AMLO como Fox? La única certeza es que la popularidad es siempre fugaz, como lo ilustra el propio Fox y otros presidentes que le precedieron. Dedicarse a la popularidad en vez de al desarrollo sólo lleva a un posible final. La pregunta es qué tan malo.

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Luis Rubio
en REFORMA

(20 Mar. 2022).-

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Mientras tanto…

Luis Rubio

El Quijote y Sancho: el mundo de fantasía y el del sentido común, dos caras de una misma moneda. El Quijote prefiere la moral para avanzar sus causas y considera al sentido común como una pérdida de tiempo y energía. Sancho le advierte al Quijote que el gigante que desea atacar solo es un molino de viento y, como tal, debe dejarle en paz. Abandonar su sensatez, o más bien su sentido común, le dio al Quijote la libertad para involucrarse en tareas fútiles como atacar molinos de viento. Al final, los “gigantes de brazos largos” mantienen a la población lo suficientemente satisfecha y distraída para olvidar sus problemas cotidianos. Pero esos problemas no desaparecen: anticipan el siguiente desengaño, la caída y el desánimo. O peor.

A estas alturas hay evidencia de al menos dos elementos contundentes en la forma de conducirse del presidente. La primera es que su objetivo es su popularidad y no el de atender o resolver los problemas o asuntos del país o los que prometió enfrentar cuando candidato. La segunda es que su habilidad para preservar esa popularidad ha sido hasta hoy excepcional. El tono, contenido y forma discursiva lo acerca a la base popular y le granjea un apoyo, al menos en términos estadísticos, extraordinario. No es que ese apoyo sea superior al de muchos de sus predecesores, pero sí entraña una característica única: es personal. La conexión no es la del gobernante tradicional, allá distante en el olimpo del poder, sino la del presidente dicharachero que está cerca del corazón del mexicano de a pie.

Pero todas las monedas tienen dos lados. El discurso, la popularidad y el apoyo han sido     reales, al menos hasta hace poco tiempo. El problema del esquema es que el país demanda soluciones efectivas y atención cabal a problemas concretos. Mientras el presidente arenga, predica y difama, el mundo real avanza y, en este siglo XXI, el ritmo de avance es dramático, al grado que la verdadera alternativa es estar dentro del proceso o quedarse fuera de manera (casi) definitiva.

La evidencia de este otro lado de la moneda es incontenible y sigue su lógica abrumadora. Baste mencionar algunos de los asuntos que hoy dominan al mundo: inteligencia artificial, energías renovables, infraestructura 5G, genética y biotecnología y agregación de valor por parte de procesos de alto contenido intelectual (ya no manual). Los países que están adentro del proceso invierten en sistemas educativos, y todo lo que eso entraña, para preparar a sus poblaciones para un mundo que cada día se distancia más del existente; desarrollan infraestructura para la conectividad más elevada y avanzan hacia cobertura universal de acceso a las redes de Internet; construyen sistemas de salud diseñados no sólo para lidiar con crisis como la inmediata de la pandemia, sino para convertirse en la pieza de toque que transforme a una sociedad desigual y sin muchas oportunidades en la base, hacia un país moderno en el curso de una generación.

En lugar de avanzar hacia la construcción de un futuro mejor para la población, especialmente esa más necesitada, mucha de la cual se volcó hacia el presidente en 2018 y que lo sigue apoyando, el proyecto gubernamental real, el que de hecho existe, no hace sino preservar expectativas que jamás podrán ser satisfechas porque no existe sustento alguno para ello. El contraste entre lo que se requiere y lo que de hecho se hace como gobierno es dramático y pasmoso.

En un estudio señero sobre India, Bhagwati y Panagariya* argumentan que sólo elevadas tasas de crecimiento económico, en un esquema de mercado, permiten romper con el círculo vicioso de la pobreza para construir círculos virtuosos de desarrollo. Las dádivas, tan en el corazón del gobierno actual, no hacen sino posponer soluciones y hacerlas cada vez más distantes y difíciles. La preferencia por la popularidad sobre el desarrollo entraña consecuencias mucho más grandes de las que un gobierno ensimismado como el nuestro podría llegar a otear.

“Es tentador, dice el parlamentario vasco Borja Sémper, que en este mundo de alta velocidad parece más eficaz a corto plazo sumarse a la estrategia del populismo y desdeñar la moderación. Jugar con las reglas de la radicalidad, pretender ganar en el mercado del enfado y del miedo quizás sea más fácil, pero es una apuesta perdida. El centro hoy es la persona, y este mundo no se puede limitar en espacios cerrados, ni identitarios, ni uniformizadores de acuerdo a ideas del siglo XX. Vivimos en la era de los sistemas políticos y de las sociedades en red. No necesitamos caer en la radicalidad del populista para ganar al populismo, no necesitamos barreras defensivas, sino expansivas.”

Nuestra demografía nos acerca peligrosamente al punto en el que el mayor contingente histórico se encuentra atravesando la edad laboral. Los países que logran incorporar a esa población en los mercados de trabajo con un gran capital humano (educación y salud) lograrán ser relativamente ricos para beneficio colectivo. Los otros acabarán avejentados y pobres. Una disyuntiva que nos perseguirá por siempre.

Un viejo proverbio chino dice que hay tres cosas que nunca vuelven atrás: la flecha lanzada, la palabra pronunciada y la oportunidad perdida. Vamos mal en los tres factores.

 

*Why Growth Matters

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REFORMA

(13 Mar. 2022).

Nada es gratis

Luis Rubio

Queríamos -ese era el espíritu del momento hace treinta años y otra vez en 2018- un país exitoso, desarrollado, más igualitario y sin la corrupción que todo lo corroe. Pero nunca estuvimos dispuestos a hacer lo necesario para lograr esos propósitos. El resultado era esperable: muchas promesas, grandes expectativas, seguidas por enormes desilusiones y sus consecuentes impactos políticos.

Reformar o transformar, los dos vocablos empleados para promover cambios en la estructura de la economía, la sociedad y la política mexicana en las últimas décadas, quieren decir lo mismo: modificar estructuras para lograr un mejor desempeño social y de la actividad económica. Se cambia lo existente para construir algo mejor. Sin embargo, ¿qué pasa cuando esos cambios son inadecuados, insuficientes, errados, contradictorios o inexistentes?

Esa es la historia de México en las pasadas décadas y ahora se repite, pero a la inversa: antes intentando construir algo nuevo, ahora buscando restaurar lo antes existente. Lo fácil es culpar a este o aquél de lo que se hizo en el pasado o se hace ahora, pero la realidad es que México lleva décadas sujeto a experimentación sin el compromiso (o incluso la intención real) de llevar a cabo esa reforma o la actual “transformación” de manera integral.

Los países que han logrado transformaciones exitosas se caracterizan por negociaciones políticas -entre políticos que representan a la sociedad y a sus diversos intereses- para definir y consensuar el objetivo último y los costos que se está dispuesto a asumir. El caso de España es por demás elocuente: los famosos debates de Felipe González en sus años de líder del PSOE muestran cómo se discutía de frente para definir objetivos, acordar soluciones y atender las consecuencias de estas. Una vez resuelta la negociación política, los “técnicos” se encargaban de la implementación, el camino ya allanado.

En México el proceso fue exactamente el opuesto: aquí los objetivos y las estrategias las definían los técnicos y luego los políticos, sin incentivo alguno para cooperar, tenían que lidiar con las consecuencias. Más importante, aunque parezca paradójico, esta manera de proceder limitaba el alcance de las reformas propuestas porque los propios técnicos las ajustaban a las realidades políticas que percibían. Es decir, en lugar de sujetar la transformación que se vislumbraba a una amplia negociación política, se intentó la maroma circense de preservar el statu quo (mantener al sistema y al partido en el poder) a la vez que se alteraban las estructuras de la economía, con evidentes impactos sobre el orden social.

En este contexto, no es casualidad que en España se consolidó una democracia a la vez que se transformó la economía en tanto que en México acabamos con una economía escindida (moderna y vieja, exportadora y protegida, productiva e improductiva) y un sistema político en permanente conflicto. Además, España no es excepcional: hay una multiplicidad de naciones en Asia, Sudamérica y Europa que lograron sensibles transformaciones de manera integral.

El presidente López Obrador ha sido un crítico contumaz de las reformas iniciadas luego del colapso económico de 1982, pero su propuesta, más allá de su énfasis moral (atacar la corrupción, la pobreza y la desigualdad), adolece del mismo pecado que sus tan denostados predecesores: la pretende imponer sin miramiento, sin discusión y, en el mejor de los casos, con consultas amañadas y una interminable labia diseñada para encubrir una realidad nada encomiable. Peor, en contraste con los “neoliberales” que tanto denuesta, al eliminar toda la capacidad técnica, ni siquiera puede avanzar proyectos susceptibles de generar ingresos, riqueza o empleos.

Viendo hacia atrás, más allá de personas y partidos políticos, los resultados que arroja la gestión gubernamental desde el final de los sesenta hasta el día de hoy son atroces. Ciertamente, los avances en varios rubros son impactantes (y el propio AMLO se beneficia tanto de la estabilidad financiera como de la vitalidad del sector exportador), pero es igualmente cierto que una enorme porción de la población no percibe mejoría, sobre todo en contraste con las expectativas y promesas asociadas a esos cambios (de antes y de ahora).

López Obrador disfruta atacar a sus predecesores, pero antes de que cante un ganso va a encontrase del otro lado del podio con resultados infinitamente menos encomiables (de hecho, la mayoría negativos) con que defenderse. Baste ver la corrupción que caracteriza a su gobierno, la creciente pobreza y la inseguridad que no cesa. Lo peor para él sería un escenario en que quien lo suceda adopte su táctica y comience a confrontarse con él.

La pregunta ahora es qué se requiere para salir del hoyo en que nos encontramos y que el presidente se dedica a seguir profundizando una mañanera tras otra. AMLO construyó su carrera animando y explotando el resentimiento social, a la vez que contuvo y disminuyó el riesgo de estallido social, pero no ha hecho nada, fuera de su narrativa, para canalizar esa capacidad de movilización hacia la transformación de las estructuras nacionales para lograr una economía más pujante y equitativa. Nadie, comenzando por él, debería albergar la expectativa de un futuro promisorio.

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06 Mar. 2022

La vecindad

uis Rubio

En 2014, cuando Rusia invadió y tomó control de la península de Crimea, la reacción del presidente Obama fue “pero eso que era típico del siglo XIX ya no pasa en el siglo XXI.” Todo indica que ese memorándum no llegó al Kremlin. La invasión de Ucrania, de la cual Crimea era parte entonces, muestra que la geopolítica sigue tan viva como siempre. Las naciones se mueven por intereses, no por ideología, memorándum que tampoco ha llegado a nuestro palacio nacional.

Detrás de la invasión de Ucrania hay dos elementos: uno es la estrategia de occidente (Estados Unidos y Europa) a lo largo de las décadas posteriores al fin de la guerra fría; y la otra es la ambición de Rusia por restaurar sus fuentes de seguridad estratégica. Por muchos años, la política norteamericana se abocó a distanciar a la entonces Unión Soviética de China, con el objetivo de evitar que se acercaran las otras dos principales potencias mundiales. Sin embargo, a partir de los noventa, esa estrategia se abandonó menos por claridad de rumbo que por la inercia generada por el triunfo de occidente sobre la otrora potencia comunista.

Lo que occidente no contempló fue el impacto que eso tendría sobre Rusia, nación que, bajo el liderazgo de Putin, se ha abocado a recrear su zona de influencia. En 2008 invadió parte de Georgia, en 2014 tomó Crimea, en 2020 forzó un resultado electoral en Bielorrusia, a lo cual siguió Nagorno Karabaj y, más recientemente, restauró la paz en Kazajstán, quedándose como potencia garante del orden interno. La estrategia es evidente y solo le quedaban dos flancos débiles: Ucrania y los bálticos. Putin ha empleado una variedad de medios, no todos violentos, para lograr su objetivo. La invasión de Ucrania -acción directa y sin intermediarios- bien podría cambiar el rumbo del mundo porque ahora ya nadie puede abstraerse de sus implicaciones.

Las reverberaciones de Ucrania se comienzan a sentir en los indicadores inmediatos, como son los precios de las materias primas, particularmente el petróleo y, eventualmente, en las tasas de crecimiento de los países más afectados, sobre todo en Europa. Pero el impacto más grande de esta intervención previsiblemente se notará en el retorno de las zonas de influencia en el mundo, fenómeno que ya venía cobrando forma en el mar del sur de China y en el entorno ruso. El que falta, y el que nos afecta a nosotros, es el hemisferio occidental.

El fin de la guerra fría fue interpretado de maneras muy distintas en Rusia y en occidente. Aunque la historia pudo haber sido distinta (los periódicos, revistas y redes de estos días están saturados de lamentaciones en este sentido), el hecho tangible es que en lugar de converger, occidente y Rusia avanzaron en direcciones opuestas. Más allá de recriminaciones, algunas válidas otras no, occidente aprovechó el fin de la guerra fría para enfocarse a mejorar la vida de sus ciudadanos, suponiendo que Rusia no era más que, en las palabras de un famoso político, “una gasolinera con armas nucleares.” Pues ahora resulta que esa gasolinera está forzando a occidente a salir de su letargo y eso tiene implicaciones fundamentales para México.

En los ochenta, justo cuando la guerra fría amainaba, México optó por acercarse a Estados Unidos para resolver sus problemas económicos. Contra la predicción de los catastrofistas, el acercamiento le confirió a México enormes libertades en materia de política exterior porque el TLC constituía un acuerdo de esencia, una visión compartida de futuro. El punto no era estar de acuerdo en todos y cada uno de los asuntos, sino comprometerse a resolverlos para que la cercanía le confiriera seguridad a los americanos y desarrollo a México.

En términos de desarrollo, el esquema funcionó menos bien de lo deseado porque México no llevó a cabo la transformación interna que eso hubiera requerido; sin embargo, en términos de la relación bilateral, quizá la frontera más compleja del mundo, los problemas se resolvían y ambos gobiernos hacían lo necesario para evitar conflictos innecesarios.

Dos cosas han cambiado. Una se llama Trump y la otra López Obrador. Trump violó la esencia del entendido de 1988 de dos maneras: una, atacando a México y culpándolo de los problemas de su país; y la otra, vincular asuntos (migración vs exportaciones) cuando existía un acuerdo explícito de nunca hacer eso.

López Obrador fue clave en el proceso de ratificación del TMEC, pero su visión es claramente opuesta. Paso a paso, ha ido distanciando a México de las prioridades estadounidenses y, como el niño que reta a su profesor, coquetea con las otras potencias como si se tratara de un juego.

En las últimas semanas, los estadounidenses abandonaron su evidente decisión de no responder a López Obrador y han comenzado a definir sus “líneas rojas” de manera clara y precisa, casi todas ellas para asegurar que la situación mexicana no se deteriore más. El actuar de Putin no puede más que acelerar este proceso porque EUA volverá a ver al mundo con una lógica geopolítica, donde México se encuentra en primera fila. El gobierno mexicano ya no tiene mucho espacio para donde hacerse, sobre todo si quiere proteger lo poco que queda de crecimiento económico, todo ello vinculado a las exportaciones a EUA.

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Lo que viene

Luis Rubio

La catástrofe que venía era cada vez más evidente. Los errores y pérdidas se acumulaban, la destrucción era incontenible y el fin inminente y, sin embargo, nadie se rebeló. La población apoyó a su gobierno hasta el final, aun cuando eso implicara la destrucción total. Así comienza el libro de Ian Kershaw intitulado El final.* El historiador relata los últimos meses del gobierno de Hitler, un momento trágico en que las tropas soviéticas y norteamericanas avanzaban de manera constante, los bombardeos destruían ciudades enteras, devastando apartamentos y edificios icónicos, dejando a la población en la calle. En un entorno racional, el gobierno alemán habría comenzado negociaciones para una rendición condicionada, pero no fue así: la obsesión por no reproducir momentos históricos previos (la rendición de Alemania en 1918) llevó al colapso total. Pero lo relevante de esta anécdota es que no era sólo el gobierno el que estaba obsesionado: la población (con excepciones naturales) estaba con su gobierno y no estuvo dispuesta a pensar distinto.

Lo que hace importante esta fascinante y trágica historia, y la conclusión a la que llega Kershaw, es que la población se había cegado ante la realidad circundante por su devoción obcecada al líder. Nada la podía hacer ver algo distinto, así fuera por la devastación física de las ciudades o de sus condiciones de vida. El carisma era tan poderoso que nadie parecía capaz de pensar por sí mismo, reconocer lo dramático de la situación, entender las consecuencias de sus acciones a lo largo de la guerra o percatarse del enorme desastre que había sido todo el gobierno y su proyecto mesiánico.

México no es la Alemania Nazi ni el presidente es Hitler, pero existe una evidente similitud en la forma en que una parte de la población sigue ciegamente a López Obrador y se niega a reconocer que el deterioro es creciente y la ausencia de soluciones patente. El carisma del presidente le ha permitido construir una narrativa que (hasta ahora) domina el panorama político, controla la discusión pública y desdeña cualquier postura crítica o alternativa. El problema, que será cada vez más evidente en la medida en que avance el inexorable ciclo político, es que no sólo de palabras vive el hombre.

El éxito de la narrativa, que también se refleja en la popularidad, no será suficiente para compensar la ausencia de inversión, empleos u oportunidades. Sin duda, la estrategia de transferencias sociales ayuda a asentar la credibilidad del gobierno, toda vez que representa una fuente de sustento que es sumamente importante para una enorme porción de la población. Sin embargo, hay dos factores que sugieren que la fortaleza del carisma en nuestro caso es muy distinta al antes descrito. Primero que nada, luego de una década en que la migración de mexicanos hacia Estados Unidos fue mínima, el último año ha crecido de manera dramática, acumulando cientos de miles de aspirantes a cruzar el río para incorporarse en el mercado de trabajo estadounidense. Esas personas se están yendo porque no ven oportunidades en México. Recibir un “apoyo,” como lo llama el presidente, es muy bonito, pero no compensa la falta de crecimiento económico, que es la única forma en que se puede reducir la pobreza de manera definitiva. La gente vota con sus pies.

El otro factor es que México lleva décadas de promesas incumplidas, gobiernos de diversos colores que prometen el nirvana, sólo para concluir en lo mismo de siempre. Todos esos gobiernos ofrecieron promesas que, casi siempre, eran incumplibles y la población así lo entendía. Las dádivas que recibe una familia son siempre bienvenidas, pero quien las obtiene sabe que se trata de un mero intercambio de favores, un proceso que se repite cada seis años: los nombres y los métodos varían, pero por más carismática que sea la figura, esa población que ve tan pocas opciones para su vida sabe que alguien más vendrá a ofrecer otros espejitos, reiniciando el ciclo una vez más.

Nada de esto disminuye la extraordinaria capacidad del presidente para manipular las percepciones y las expectativas y, por lo tanto, sus índices de popularidad, pero llevamos décadas observando el mismo fenómeno y no hay razón alguna para esperar algo distinto en esta ocasión. Desde luego, hay varios imponderables en el camino que determinarán cómo acaba esto, factores que tienen que ver con el desempeño económico (especialmente el tipo de cambio), la aparición (o no) de alguna figura alternativa fuera de la cofradía presidencial actual y la capacidad del propio presidente por evitar una mayor fragmentación en Morena. La moneda está en el aire.

La historia que Kershaw cuenta es aterradora por el sufrimiento, miedo e irracionalidad que domina la forma de pensar ya no de los liderazgos (que entendían perfectamente lo que venía) sino de la población en general ante la derrota segura. Nadie tuvo capacidad ni deseo para forzar un cambio de rumbo para evitar una catástrofe. Seguir ciegamente al líder fue su característica nodal y así le fue. La naturaleza del mexicano con suerte evite una catástrofe, pero nada nos quitará los enormes costos de un gobierno que supo atizar el conflicto pero no resolver los problemas ni crear condiciones para el progreso.

 

* The End: Hitler’s Germany, 1944-45

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REFORMA

20 Feb. 2022

Otras variables

  Luis Rubio

El problema de jugar con fuego es que se puede uno quemar. Sin embargo, esa parece ser la actitud del gobierno. Avanza el sexenio en un entorno mundial sobre el que el presidente no tiene control alguno, pero donde se cocinan procesos que pueden igual ser propicios para el desarrollo de México que devastadores. Esas otras variables son críticas pero no están en el radar gubernamental.

Dos factores externos son especialmente relevantes para México porque de ellos depende la estabilidad económica y, por lo tanto, la solidez o debilidad del entramado social. Uno es el de las exportaciones, el principal motor de la economía, que dependen de la vitalidad y dinamismo de nuestros vecinos estadounidenses. El otro es la política monetaria de aquel país, de cuyas decisiones se deriva la estabilidad de la paridad peso-dólar. Nadie en su sano juicio puede desdeñar estos elementos y, sin embargo, eso es precisamente lo que ha venido haciendo el gobierno mexicano.

Por lo que toca a las exportaciones, donde predomina el sector automotriz, el gobierno impulsa una política energética que se enfila directamente contra las tendencias que experimenta ese sector. Comencemos por lo obvio: se estima que en 2025 el 20% de todos los automóviles que se venderán en el mundo será eléctrico, porcentaje que se elevará a 40% para 2030 y a 100% para 2040. Es decir, el principal motor de nuestra economía -la exportación de automóviles y autopartes- experimenta una transformación radical, pero México no es parte de ella. Los fabricantes de esos vehículos no están invirtiendo en la producción de vehículos eléctricos en México por la incertidumbre que provoca la iniciativa de reforma eléctrica.

La iniciativa tiene objetivos políticos muy claros, pero su racionalidad económica es un tanto absurda, por no decir perversa. Más allá del propósito de centralizar y controlar, la reforma propuesta tendría dos consecuencias evidentes: primero, elevaría el costo del fluido eléctrico porque los costos de producción de la CFE son mayores que los de los productores que la iniciativa pretende remover. La otra consecuencia sería que disminuiría (o desaparecería) la generación de electricidad por medios no tradicionales (solar, eólica, etcétera), cuya producción se ha convertido en un imperativo para muchas empresas. En una palabra, la reforma eléctrica que se ha propuesto acabaría con la gallina que pone los huevos de oro y que es el principal motor unitario de nuestra economía. Nadie en pleno uso de sus facultades actuaría de semejante manera a menos que lo anime un dogma suicida.

El asunto de la política cambiaria es más sutil e indirecto pero, en contraste con el ejemplo anterior, sobre éste el gobierno mexicano no tiene influencia alguna. Pero la falta de influencia viene acompañada de un desmedido impacto que las decisiones del banco central estadounidense, la Federal Reserve, tiene sobre la estabilidad del peso mexicano. Cuando las tasas de interés en dólares son bajas, como ha sido el caso de la última década, el peso vive de los flujos de inversión del exterior que aprovechan el diferencial entre la tasa en dólares y la tasa en pesos. Sin embargo, de subir la tasa de interés en dólares, el atractivo de invertir en pesos disminuye porque los inversionistas no ven necesidad de correr riesgos cuando el dólar arroja rendimientos atractivos. Hoy en día nos encontramos ante el umbral de esa tesitura.

La economía estadounidense experimenta una situación inusual: un acelerado crecimiento de los precios. En circunstancias normales, el banco central de aquel país estaría elevando las tasas de interés para “enfriar” la economía sin provocar una recesión. Aunque el presidente de la Fed ha hablado en ese sentido, el debate político ha ido en otra dirección, animado esencialmente por un choque de percepciones: algunos estiman que se trata de un fenómeno transitorio, producto de la disrupción provocada por la pandemia sobre la producción y las cadenas de suministro, en tanto que otros lo observan como un fenómeno estructural que debe ser atacado de raíz para evitar un estancamiento posterior, como el que ocurrió en la década de los setenta. Para los primeros lo conducente sería introducir controles de precios; para los segundos la respuesta debiera ser de carácter monetario (tasas de interés). Lo que haga el banco central repercutirá directamente sobre la estabilidad cambiaria mexicana.

El punto de fondo es que nos encontramos en un momento particularmente delicado, ante potenciales turbulencias por parte de variables que podrían impactar la estabilidad del país justamente en el momento en que atiza el proceso de sucesión presidencial. Las empresas automotrices actuarán según la manera en que les pudiera impactar la potencial reforma eléctrica, en tanto que la Federal Reserve hará lo propio en su ámbito de autoridad. Ninguno de los dos contemplará el impacto que sus decisiones tengan sobre México.

Lo que es seguro es que, en su afán dogmático por alterar el régimen existente en materia eléctrica, el gobierno mexicano está jugando con fuego por no querer entender las enormes consecuencias destructivas que eso entrañaría para la economía mexicana y para la estabilidad del país.

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Libertades

Luis Rubio

México ha vivido una soterrada disputa sobre su futuro por varias décadas. De un positivo cuasi consenso -al menos entusiasmo más o menos generalizado- respecto al futuro que nació con la apertura de la economía y, especialmente, con la exitosa negociación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica al inicio de los noventa, pasamos a un desencuentro cada vez más agudo que surgió de la severa recesión de 1995. A esa crisis se remonta el “grito de guerra” del presidente, quien de ahí salió convencido que las reformas no hacían sino acentuar las desigualdades y provocar empobrecimiento.

Echar para atrás las reformas se convirtió en su mantra y razón de ser. Pero su proyecto trasciende las medidas económicas inherentes a aquellas reformas: su querella es contra la visión filosófica -la cultura- inherente al cambio que se dio desde mediados de los ochenta, la que él denomina, peyorativamente, como “neoliberalismo.” De ahí que su proyecto de gobierno sea mucho menos programático que filosófico-ideológico en naturaleza y quizá de ello se derive su expectativa (o ambición) de trascendencia transexenal.

Su visión la hace clara en las siguientes líneas: “En poco tiempo…hemos contribuido a cambiar la mentalidad de amplios sectores del pueblo de México. Hemos puesto al desnudo al sistema con sus formas de control y manipulación.” Como todos los proyectos políticos, la alternativa que él propone es igualmente manipuladora, pero el planteamiento entraña una visión radicalmente distinta a la que privó en el país en las pasadas décadas y que va más allá de una diferencia respecto a la función del gobierno en la sociedad o qué tan concentrado o descentralizado debe ser el poder.

Saliendo del contexto nacional, el contra proyecto que abraza el presidente es similar, de hecho se deriva, en términos filosóficos, de las guerras europeas que emergieron por la rebelión luterana. Europa se dividió entre la reforma (protestante) y la contra reforma (católica), un cisma que cimbró al mundo y del cual emergieron sendas, y muy contrastantes, visiones filosóficas. De la Francia católica y revolucionaria surgió la noción de que se puede destruir lo existente y construir de nuevo desde cero, visión que acabó con Robespierre en la guillotina. Esa misma perspectiva fue adoptada por los soviéticos para controlar centralmente a su sociedad, llevándola a concluir en el gulag. Innumerables gobiernos en el mundo, México incluido, pretendieron que es posible controlar todas las variables del funcionamiento económico sin riesgo alguno, llevando a las crisis sucesivas que vivimos hace algunas décadas.

La otra visión, emanada esencialmente de la Ilustración con figuras como Adam Smith y David Hume era más modesta en su visión y pretensiones. Su punto de partida era que el mundo es complejo y nadie puede controlarlo porque depende de numerosos factores, no todos conocidos, razón por la cual la función del gobierno es crear condiciones que hagan posible que los individuos, las familias y las empresas encuentren oportunidades y las exploten para beneficio suyo y, como consecuencia, de la colectividad.

El contraste entre las dos visiones es dramático: la primera lleva a constituir un gobierno agresivo e intrusivo, dedicado a centralizar el poder, controlar a la ciudadanía e imponer sus prejuicios y preferencias sobre cada uno de los integrantes de la sociedad. De ahí el empleo del conflicto y la confrontación como instrumentos para avanzar la causa.

La segunda visión es más modesta y choca directamente con la arrogancia de la primera porque coloca al individuo en la centralidad del desarrollo y rechaza cualquier pretensión de poder planear o manipular la historia.

Mientras más complejo se torna el mundo y la sociedad, proceso inevitable del desarrollo humano en general y económico en particular, menor viabilidad adquieren los sistemas centralizados porque sólo funcionan con niveles incrementales de represión y control. La URSS se colapsó porque no pudo lidiar con la complejidad, China es inviable sin sus cada vez más generalizados y sofisticados sistemas de control.

El proyecto del presidente López Obrador es extraordinariamente ambicioso porque trasciende las medidas tradicionales de gobierno. Su aspiración es la de cambiar al país e imponerle su filosofía y visión cultural: desde la cartilla moral hasta los abrazos con los narcos. Para lograrlo, es inexorable desmantelar toda fuente de resistencia u oposición, provenga ésta de un organismo gubernamental (eso de “autonomía” resulta ser redundante) o de una institución educativa. El cambio de cultura no se negocia, sino que se impone. El riesgo de una visión de esta naturaleza es que muy rápido se pasa de la “narrativa” a la confrontación y de ahí a la represión -o al colapso. Una vez iniciado, el proceso resulta incontenible.

Idi Amin, el brutal y despótico dictador que sumió a Uganda en la pobreza, corrupción y criminalidad, es famoso por su afirmación de que “hay libertad de expresión, pero no puedo garantizar la libertad después de la expresión.” Una frase que resume la visión concentradora del poder y que no está desligada -no se puede separar- de la concentración del poder y la pretensión de imponer una nueva cultura como si se estuviera refundando el país.

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La apuesta

Luis Rubio

“La maldición del hombre, y la causa de sus peores aflicciones, escribió HL Mencken, es su formidable capacidad para creer lo increíble. Siempre está abrazando los engaños, y cada uno es más absurdo que todos los que le precedieron.” Así parece la política mexicana actual.

La gran pregunta viendo hacia el 2024 es en qué medida será relevante la base social del presidente y su popularidad. Aunque no es la única variable significativa, su trascendencia es más que evidente.

Tres factores parecen certeros. Primero, a la fecha no existe una persona que aglutine a la oposición. Esta variable es clave porque el presidente domina la cancha, como si él fuese el único actor, apenas complementada (o distraída) por los precandidatos de su propia grey. Aunque hay algunos individuos y potenciales candidatos de vez en cuando asomando la cabeza, ninguno ha logrado capturar la imaginación del electorado ni representa un punto de competencia (o confrontación) para la retórica presidencial. El tiempo irá conformando potenciales opciones, pero sólo aquella que sea reconocible y aceptada por el electorado amplio sería susceptible de alterar los vectores actuales de la política nacional.

Segunda certeza: la popularidad no se transfiere. Las encuestas demuestran que la popularidad del presidente no se vincula a medidas tradicionales, como crecimiento, lo que le beneficia. Pero esto tiene el efecto de aislarlo de la vida cotidiana, incluyendo el devenir de sus candidatos, lo que podría incidir sobre lo que ocurra en 2024. Una elección tras otra ha demostrado que el partido del presidente y sus candidatos ganan o pierden más por la capacidad de movilización de Morena (y de los gobernadores amenazados) que por la popularidad del presidente; ahí donde la (disminuida) oposición ha logrado movilizar al electorado, Morena ha enfrentado mayor competencia. Pero donde ha perdido ha sido más producto del propio electorado que de cualquier movilización.

Y, tercera certeza, el presidente es un genio para la comunicación y ha logrado que su narrativa domine el discurso público y la discusión en todos los órdenes de la política mexicana. Sin embargo, como bien argumenta Emilio Lezama, todo tiene consecuencias: “desde la cima del poder político, AMLO ha logrado una narrativa convincente de que él no es el poder, sino el portavoz de la lucha general contra el ‘verdadero poder’…  el presidente ha mantenido su popularidad, pero ha perdido una oportunidad histórica de transformar al país. Su confrontación con instituciones y personajes públicos lo empoderan a él, pero debilitan al Estado. Al final esa es una de las grandes diferencias entre Lázaro Cárdenas y AMLO, el primero usó su llegada al poder para transformar al país y el segundo para mantener su popularidad.”

La narrativa de AMLO ha triunfado, pero lo ha hecho a costa de su proyecto de transformación nacional: el éxito del presidente en monopolizar la narrativa ha venido al costo de perder el avance de su agenda. El presidente también ha logrado separarse de su gobierno y de Morena, al grado en que en más de una ocasión amenazó con retirarse de su partido. Esa distancia también abona a su popularidad y crea un fenómeno peculiar que también traerá sus consecuencias: en la Cuba de Fidel el sufrimiento era legendario porque su revolución no se tradujo en mayor producción, mejores servicios o productos o una mejor calidad de vida. Pero los cubanos no culpaban a Fidel Castro: “no le dicen a Fidel, lo engañan,” “si sólo Fidel supiera.” O sea, la culpa es del gobierno, no del presidente, su estrategia o sus malas decisiones. Esto quizá explique la enorme y creciente diferencia entre la popularidad del presidente y la de su gobierno.

Cada uno de estos factores sigue su propia dinámica, pero el conjunto arroja un panorama cada vez más complejo y a la vez clarificador. El país vive bajo el hechizo de una narrativa que exalta el resentimiento acumulado y lo pone en la palestra como factor político a la vez movilizador de la base social, pero también paralizador de la economía. Uno alimenta al otro, limitando el potencial de desarrollo del país y, paradójicamente, impidiendo que se pudiesen articular políticas susceptibles de resolver las causas de la desigualdad y del resentimiento. La estrategia de la confrontación política acaba siendo muy útil para impulsar el perfil de una persona, pero no para mejorar los niveles de vida o la posibilidad de lograrlo.

Quizá nada ilustre mejor el entuerto que vive la política nacional que una caricatura de Alarcón de diciembre pasado sobre la mentada revocación de mandato: “No queremos que se vaya, pero queremos que nos pregunten si queremos que se vaya para decir que queremos que no se vaya.” Los objetivos del presidente al promover el referéndum son transparentes, pero no por eso dejan de ser un mero engaño. Otro más.

El panorama es claro: el país demanda una contienda seria para determinar su futuro, debate que establezca las opciones hacia adelante y fuerce a definiciones claras pues la indefinición actual no hace más que deteriorar al presente y cancelar el futuro. La salida no vendrá del hechizo, sino del debate -y la evidencia- que lo desenmascare. Mientras eso no ocurra, todo seguirá en la tablita.

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  REFORMA
 30 Ene. 2022 

El pasado

Luis Rubio

1982 fue un parteaguas en la vida política nacional. Para una parte de la sociedad, la crisis financiera de aquel año constituyó una señal inequívoca de la inviabilidad y, de hecho, del colapso del modelo económico que se había seguido al menos desde 1970. Para otros, en ese periodo se lograron las tasas de crecimiento más altas de la historia y, de no haber sido por los excesos en el rubro financiero, el país habría podido seguir por esa senda de manera permanente. Esa discusión sigue siendo vigente porque yace en el corazón de la estrategia que anima al presidente López Obrador.

Para el presidente, los problemas que experimenta el país son producto de las reformas que se emprendieron a partir de 1982: desde su perspectiva, aquellas reformas partieron de un diagnóstico errado y, por lo tanto, crearon la realidad de desigualdad y corrupción que él convirtió en bandera para ganar la presidencia. Lo que para unos fueron intentos de solución, para otros son la causa de los problemas actuales.

Aquella disputa de diagnósticos ha sido la esencia de la política nacional por casi cuatro décadas y diversos candidatos presidenciales a lo largo del camino representaron sendas posturas en cada justa electoral. Un asunto crucial en esta confrontación de visiones es si la elección de 2018 fue producto de un cambio de percepción por parte de la mayoría del electorado respecto al camino que debe seguir el país. Otro no menos relevante es si la política seguida por el gobierno actual nos acerca a una solución de la problemática nacional, comenzando por los males que el propio presidente denominó centrales, específicamente la corrupción, pobreza y desigualdad.

Desde luego, nadie sabe, bien a bien, qué es lo que motiva a cada votante en el momento de expresar su preferencia electoral. Sin embargo, la evidencia sugiere que hubo al menos tres factores que fueron definitivos en el resultado de la elección presidencial más reciente: la percepción de corrupción de la administración saliente; el hartazgo por la falta de resultados (sobre todo comparado con las expectativas) en términos de crecimiento, movilidad social y bienestar en general; y, finalmente, la manipulación de las condiciones de competencia en el periodo de campaña al perseguirse judicialmente a un candidato e impedirle desempeñarse a cabalidad a otro.

Un factor adicional que agrega otra dimensión al momento de aquella contienda es el de la naturaleza de las reformas que emprendió Peña Nieto. Hasta la llegada de ese presidente, ningún gobierno se había atrevido a modificar de manera tan profunda y hasta radical los tres artículos sacrosantos de la constitución política: Peña no sólo trastocó los tres (3°, 27° y 123°), sino que lo hizo sin arropar cada una de esas reformas con apoyos políticos transversales para atenuar la oposición que existía (abierta o soterrada) ni construyó un andamiaje político y cultural que les diera sustento. Es decir, obvió a la política como factor clave de cualquier reforma tan ambiciosa y políticamente riesgosa.Así, los innumerables intereses afectados no fueron contemplados o apaciguados. Muchos de ellos no hicieron otra cosa más que, como dice un proverbio japonés, sentarse “junto al río el tiempo suficiente, para ver flotar el cuerpo de su enemigo.»

Si a todo eso se le adiciona la enorme -y evidente- corrupción que acompañó a aquella administración en general, todo lo que hacía falta era un fusible que convirtiera al momento en oportunidad político-electoral. Y ese fusible lo proporcionó el hoy presidente López Obrador, quien se encontraba en el momento y circunstancia óptimos para aprovecharlo. No se requiere ir más lejos que observar la extraordinaria coalición que armó bajo los auspicios de Morena para ver a muchos de esos intereses ahí presentes y representados, viendo al enemigo flotar…

Cualquiera que sea la explicación integral de lo ocurrido en 2018, lo que no está en discusión es que el presidente López Obrador está convencido de la necesidad de regresar al pasado en que las cosas, desde su perspectiva, funcionaban bien. Todo su enfoque es hacia el desmantelamiento de lo reformado a partir de 1983, en aras de la recreación de los setenta, con la sola salvedad de cuidar las cuentas fiscales.

En la visión presidencial no hay un reconocimiento de lo tanto que ha cambiado el mundo desde los setenta o, especialmente, del extraordinario grado de complejidad que caracteriza a la economía mexicana en la actualidad. Tampoco hay un aprendizaje, más allá de lo fiscal, sobre la naturaleza de los problemas que el país enfrenta hoy en día, o de las características del mundo digital del siglo XXI.

Tampoco hay ni el menor intento por sumar a la población detrás de su proyecto. Su futuro no será distinto al de Peña, aunque las causas sean distintas.

Lord Acton, un político e historiador inglés del siglo XIX, escribió que el objetivo de una nación y su ciudadanía debe “ser gobernado no por el pasado, sino por el conocimiento del pasado: dos cosas muy diferentes.” Para el presidente López Obrador no existe esa distinción: fuera del reconocimiento que él claramente ha hecho sobre los excesos financieros de los setenta, su objetivo es la recreación de aquel pasado tal como era. Mucha retórica pero demasiado poco aprendizaje.

 

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 REFORMA

23 Ene. 2022

La agenda

Luis Rubio

Los objetivos que definieron la agenda y propuesta electoral del hoy presidente López Obrador son LOS problemas de México: pobreza, corrupción, desigualdad e insuficiente crecimiento. Se pueden discutir las estrategias para derrotar esos males, pero nadie puede disputar su trascendencia en la realidad nacional. El verdadero dilema reside en otra parte: se trata de problemas estructurales y sistémicos que tienen que ser comprendidos en esa dimensión porque, de lo contrario, el presidente -y el país- estarán persiguiendo no más que otra quimera. Otra de las muchas que se acumulan cada mañanera.

“Muchos de los problemas son sistémicos, dice Charles Murray en su nuevo libro,* pero no van a resolverse atacando su manifestación aparente. Se podrán resolver, o disminuir, atacando la problemática sistémica de la educación, los problemas sistémicos de legalidad y los problemas sistémicos de empleo.” Es decir, en lugar de pretender que un mejor maestro o un nuevo libro de texto van a transformar nuestro sistema educativo (o lo equivalente en materia de Estado de derecho), la única forma de lograr esa transformación es reconociendo su naturaleza estructural y concibiendo políticas públicas expresamente diseñadas para tal propósito.

En México, lo anterior implica comenzar por los objetivos del sistema educativo, que nunca fueron sobre la educación de la población, la igualación de oportunidades o la capacitación para la vida. La educación en el México postrevolucionario fue siempre un instrumento de acción política orientado a facilitar el control de la ciudadanía y a manipular su manera de pensar para construir una hegemonía ideológica. En vez de ser un factor transformador, la educación siempre se concibió para el control, razón por la cual no sólo se toleró el crecimiento de poderosos sindicatos del magisterio, sino que éste era un objetivo expreso del México corporativista: así como se procuraba el control de los trabajadores en el ámbito industrial, se buscaba el control de los maestros y la subordinación de la población a través de un sistema educativo diseñado para ese propósito. En esto, el México del siglo XX fue mucho más parecido a la vieja Unión Soviética que al resto de las naciones latinoamericanas y nada más distante al énfasis que adoptaron las naciones asiáticas para convertir a la educación en el factor transformador de sus sociedades.

En Asia, especialmente en países como Corea, Japón, Singapur y Taiwán, la educación se convirtió en el instrumento transformador de sus sociedades. Naciones sin mayores recursos naturales, todas ellas vieron a la educación como el medio a través del cual podrían elevar la productividad de sus economías, mejorar el ingreso de sus poblaciones y entrar a la era del mundo desarrollado por la puerta grande. No es casualidad que la segunda ola de gobiernos dedicados al mismo objetivo -como China y Vietnam- hayan visto a la educación como factor clave de su proyecto económico. El rápido ascenso en sus tasas de ingreso per cápita habla por sí mismo.

Por más que se hayan intentado diversas reformas educativas en México, desde la de los noventa hasta las del gobierno pasado, el hecho tangible, medido por resultados, es que el país sigue estancado en esta materia. Ahora, con un presidente que considera que el único objetivo legítimo de un gobierno es político -es decir, obviando cualquier consideración técnica o analítica- hemos vuelto a la lógica de los setenta en que el propósito expreso, no sólo de facto, de la educación es el control de la población. Con la noción de tirar por la borda cualquier cosa que no contribuya a la concentración del poder y la subordinación de todo al presidente, el gobierno actual amenaza con regresar al país a la era del neolítico post revolucionario.

¿Para qué educar a los mexicanos si se pueden emplear tecnologías de la era colonial que no requieren educación alguna?En lugar de procurar la elevación de los niveles de ingreso de la población y sus oportunidades de hacerla en la vida, comenzando por la más pobre, el gobierno del presidente López Obrador busca igualar hacia abajo: que todo mundo sea pobre. Ese puede no ser su objetivo, pero es lo que sus políticas están avanzando y el resultado serán décadas de atraso, además de resentimientos acumulados que no harán sino complicar el panorama. Esta también es la razón por la cual se observa un enorme crecimiento en el número de migrantes mexicanos hacia Estados Unidos: en lugar de buscar el desarrollo de México, el objetivo parece ser contribuir al desarrollo de nuestros vecinos.

La desigualdad y la pobreza son una realidad tangible, producto de todo un sistema diseñado para preservar esas circunstancias. Incluso los gobiernos más ambiciosos en materia de desarrollo fueron omisos en atacar los problemas estructurales -sociales, políticos, caciquiles- que son el pan de cada día de la vida de la abrumadora mayoría de los mexicanos. Es paradójico, pero sobre todo patético, que el gobierno más radical en su retórica en estas materias sea también el más reaccionario, el que más va a contribuir en el último medio siglo a elevar la pobreza, la desigualdad y, porqué no decirlo, la corrupción. Sorpresas que da la vida.

 

*FacingReality

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https://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/2022/la-agenda.html
REFORMA
16 Ene. 2022