Aberraciones

Luis Rubio

En la vorágine producida por la violencia, los muertos, la politización de la inseguridad por parte del presidente, las contiendas y la euforia contra reformista de este año y, como ilustra Culiacán, se perdió todo sentido de realidad y dimensión del problema de la seguridad pública que aqueja al país. Ideas y propuestas van y vienen -con frecuencia menos ideas y más acusaciones y dogmas- pero el común denominador es una total ignorancia y simplificación entre funcionarios y candidatos sobre la naturaleza de la problemática. Sin una definición precisa del origen, evolución e impacto sobre la población y la vida económica, es imposible concebir una estrategia susceptible de ir avanzando hacia un estadio de seguridad sostenible.

Aquí van observaciones, lecturas y aprendizajes a lo largo de varias décadas en esta materia:

  • La seguridad en la era del “viejo” régimen funcionaba por la extraordinaria concentración de poder que caracterizaba al binomio presidencia-PRI y que, a través de sus estructuras, tenía la capacidad de preservar el orden y la paz en la mayor parte del territorio nacional. Si bien la estructura institucional formal era de un país federal, el gobierno central imponía su ley, incluidos en ello los narcotraficantes, fundamentalmente colombianos y cuyo principal interés en México era el tránsito de drogas de sur a norte. La seguridad se preservaba gracias al extraordinario control político de esa era y no a debido a la existencia de un sistema de seguridad funcional. Es decir, no hay a donde regresar.
  • Tres factores minaron aquel esquema que para muchos es motivo de añoranza, comenzando por la presidencia: el primero y más importante fue que el país dejó de ser una nación pequeña, relativamente poco poblada, introspectiva en lo económico y con un gobierno que controlaba a los sindicatos y, a través de permisos, a los empresarios. Es decir, la capacidad de control e imposición era vasta. El crecimiento de la economía, la urbanización, el ascenso de la clase media y la dispersión y diversificación de la población provocaron crecientes grietas y fracturas en el mundo idílico de la era.
  • El segundo factor fue la liberalización de la economía, circunstancia que implico la creciente erosión de los mecanismos de control político que ejercían el gobierno y el partido. Menos controles y cada vez mayores demandas de democratización, todo ello en el contexto de la creciente integración norteamericana a través del TLC, minaron los cimientos del viejo régimen, hasta llegar a la derrota del PRI en 2000. Con el “divorcio” del PRI y la presidencia se vino abajo todo el tinglado del viejo sistema de control. Lo que antes funcionaba súbitamente dejó de operar y nada lo substituyó. Peor: por más que el gobierno federal llevó a cabo enormes transferencias de recursos a los gobernadores entre 2000 y 2006, presumiblemente para desarrollar y fortalecer la seguridad a nivel estatal y local, la inseguridad se convirtió en la principal anomalía del país, que arreció, hasta convertirse en la lacra que es hoy.
  • El tercer factor fue el éxito del gobierno colombiano en controlar a los carteles de la droga, lo que llevó a que nacieran las mafias mexicanas y se apoderaran del mercado. En contrate con los colombianos, las nuevas mafias tenían arraigo local, lo que cambió la naturaleza del fenómeno. Con la evolución del mercado de las drogas, la creciente liberalización de la mariguana en EUA y la aparición de nuevas drogas como el fentanilo, el crimen organizado se expandió a otros mercados, como el de la extorsión, el secuestro, el derecho de piso y otros negocios ilícitos. En ausencia de autoridad a todos los niveles de gobierno, proliferó la violencia y la criminalidad.
  • El crimen organizado controla regiones, pacifica ciudades y sólo incurre en la violencia cuando enfrenta rivales o a autoridades impreparadas.
  • La criminalidad y la violencia ocurren a nivel local (no federal) y, sin embargo, sólo para ejemplificar, la abrumadora mayoría de los presupuestos dedicados al poder judicial y, en general, a todo lo relacionado con la seguridad y la justicia, se dedican al fuero federal. Es decir, no sólo no existe una concepción de cómo enfrentar el problema, sino que lo poco que se hace se dirige hacia espacios en que el problema no es el central.

La retórica en materia de seguridad es rica en recriminaciones, pero pobre en diagnósticos, propuestas serias y disposición a actuar. La tónica gubernamental es de irresponsabilidad absoluta, seguida por una invitación a aceptar “lo inevitable.” Es decir, a normalizar el problema y meterlo debajo del tapete, como si fuese algo menor y pasajero. Lo que el país requiere es comenzar de cero: reconocer la naturaleza federal del país y que la esencia de la seguridad empieza de abajo hacia arriba: desde el policía de la esquina y no al revés.

En su libro Caminos sin ley (1938), Graham Greene describe a un país “maldecido y lleno de odio y muerte.” Podría pensarse que se refería el México de hoy: aunque el país se ha transformado y ha crecido en mil maneras, la calidad de su gobierno sigue siendo patética.

Ahora que ya hay gobierno en ciernes, más vale que comience a repensar el problema antes de que le gane el tren, como a sus predecesores.

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 REFORMA

22 septiembre 2024

Democracia

Luis Rubio 

La democracia es, como tantas otras cosas en la vida, un arte adquirido que evoluciona y se transforma en el tiempo. Inglaterra, quizá la primera nación democrática en el sentido moderno del término, comenzó a construirla con la Magna Carta en 1215. Con menos experiencia, la democracia cobró un súbito auge a partir del fin de la segunda guerra mundial.

La explicación más común sobre las transformaciones experimentadas en el sur de Europa y América Latina ha sido la llamada “teoría de la modernización.” El concepto fue evolucionando y cambiando a lo largo de las décadas, pero su principio rector era que el crecimiento económico genera presiones políticas y que éstas sólo se pueden contener mediante la constitución de mecanismos de participación política. Bajo esta concepción, los gobiernos -duros y suaves, modernos o tiránicos, civiles o militares- acabaron cediendo el control porque no les quedaba de otra. Es decir, fue la debilidad de sus estructuras la que llevó a la construcción de sistemas democráticos de gobierno.

Dan Slater y Joseph Wong* argumentan que el proceso de transición democrática en Asia ha seguido un patrón muy distinto, quizá la razón del contraste con América Latina en resultados, especialmente en lo económico. Su planteamiento es particularmente interesante para México ahora que nuestro país experimenta una sistemática regresión tanto política como económica.

En contraste con la región latinoamericana, que experimentó procesos de democratización casi siempre en medio de crisis económicas, en Asia fue el éxito del desarrollo económico lo que creó circunstancias propicias para la democracia. El argumento central de Slater y Wong es que los gobiernos desarrollistas (casi todos militares o asociados a estos) que optaron por la democracia lo hicieron deliberadamente y de manera voluntaria no porque enfrentaran riesgos de levantamientos radicales o revolucionarios sino por lo contrario: porque tenían la expectativa, de hecho, la certeza, que el cambio de sistema de gobierno afianzaría la estabilidad y contribuiría a acelerar el desarrollo económico. Es decir, actuaron por fortaleza, no por debilidad o falta de alternativas.

Tan había alternativas, argumentan los autores, que naciones exitosas como China y Singapur optaron por no reformar sus estructuras políticas: “paradójicamente, cualquier régimen autoritario lo suficientemente fuerte como para prosperar bajo la democracia es lo suficientemente fuerte como para retener su poder autoritario en el corto plazo si así lo decide.” Esta perspectiva pone de cabeza la teoría de la modernización porque implica que los gobiernos y las economías son fuertes y, por lo tanto, capaces de decidir sobre la mejor forma de administrarse, circunstancia que fue muy distinta, históricamente, en América Latina.

Pero el factor clave que caracteriza al argumento de estos autores es que, para lograr su exitoso desarrollo económico, naciones como Japón, Corea y Taiwán, y otros menos exitosos como Indonesia y Tailandia, fueron construyendo mecanismos indispensables para el funcionamiento de la economía, especialmente en ámbitos como la burocracia, la seguridad y la justicia. Antes de liberalizar construyeron gobiernos efectivos y eficientes para garantizar el funcionamiento de sus economías, a partir de lo cual construyeron estructuras burocráticas profesionales con autonomía substantiva que les permitían ignorar presiones políticas para realizar sus mandatos respectivos. Habiendo abandonado prácticas patrimonialistas que favorecían la lealtad y la corrupción, “los autócratas de la región liberalizaron porque tenían muy buenas razones para esperar que las organizaciones políticas y económicas más importantes del régimen existente perdurarían e incluso florecerían bajo las nuevas condiciones democráticas.”

En México las reformas iniciadas en los ochenta siguieron el patrón opuesto: fueron una respuesta a la sucesión de crisis económicas que pusieron al gobierno contra la pared. Las reformas fueron producto de debilidad y, lejos de responder a criterios de eficiencia económica, se negociaron para siempre proteger a intereses privilegiados por la coalición política. Cuando vino el momento de negociar reformas políticas, especialmente en los noventa, las estructuras gubernamentales adolecían de los elementos que los asiáticos habían resuelto tiempo antes, comenzando por estructuras burocráticas profesionales y apolíticas, sistemas judiciales efectivos y estrategias de seguridad funcionales. Bajo este rasero, México entró a la era democrática porque no había alternativa (el nivel de conflicto era creciente) y sin contar con una economía consolidada que permitiese garantizar continuidad o, en palabras de los autores, la expectativa de que el país florecería bajo las nuevas condiciones democráticas. El optimismo rebasó a las circunstancias objetivas.

AMLO desmanteló lo poco que quedaba de capacidad gubernamental y más ahora, con la demolición del poder judicial. Difícil imaginar un futuro optimista para su sucesora. Dicho eso, retrocesos democráticos como el que México experimenta hoy no tienen porqué ser definitivos pues, como ilustra Indonesia, la presión ciudadana puede forzar a un gobierno a imitar a los exitosos, no a los perdedores. Ese es el reto.

*From Development to Democracy: The Transformation of Modern Asia, Princeton

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 REFORMA
15 septiembre 2024

¿Cambio de régimen?

Luis Rubio

México no está experimentando un cambio de régimen, sino la reafirmación del viejo. Conscientemente o no, el electorado aceptó el llamado del prócer y votó masivamente a favor de la reconstrucción del viejo régimen. Fue un ejercicio épico de movilización, manipulación, liderazgo y convencimiento que nada tenía que ver con el mundo real, pero si con la realidad, al menos momentánea, de la vida cotidiana de la población. Ahora la presidenta tendrá que lidiar con las consecuencias.

El voto fue real: la población se manifestó masivamente a favor del partido en el gobierno y, especialmente, a favor del presidente, quien sigue gozando de elevados números de popularidad y pretende determinar el futuro del país para las siguientes décadas. Su estrategia electoral, quizá lo único que atrajo su atención fuera de los tres proyectos de infraestructura (cuyo futuro es incierto), resultó exitosa y su decisión de lograr una mayoría calificada, a cualquier costo, fructificó. Todo lo cual no hizo sino evidenciar que el México del siglo XXI se aproxima cada vez más al México del siglo XX. O sea, la misma gata pero revolcada…

Al inicio del gobierno del presidente López Obrador sus personeros insistían en que México experimentaba un cambio de régimen. Lo afirmaban a partir de la noción de que “por fin” se les reconocía un triunfo que, en su lectura, merecían desde hace tiempo. México llegaba a la democracia, decían, porque ellos habían ganado. Todo el resto era mera pantomima.

Sin embargo, en la medida en que fue avanzando el tiempo, el presidente fue minando una tras otra de las instituciones, prácticas y tradiciones que habían caracterizado a la añorada transición democrática que tuvo lugar a partir de los noventa. El pretendido nuevo régimen comenzaba a parecerse más al viejo sistema postrevolucionario que a una democracia consolidada.

Si uno ve hacia atrás, es claro que la transición democrática que se inició formalmente con la serie de reformas electorales a partir de los setenta, pero especialmente con la reforma de 1996, fue liberalizando la política mexicana y, con la creación de un piso parejo, facilitó la derrota del PRI en 2000, abriendo una nueva era para el país. En todo ese trajín, se fueron creando diversas instituciones orientadas a formalizar la política nacional, establecer contrapesos al poder presidencial y, en una palabra, otorgarle predictibilidad a la ciudadanía respecto a las decisiones gubernamentales.

El récord de ese proyecto es mixto. Algunas de esas instituciones resultaron ser extraordinariamente sólidas y reconocidas, otras acabaron siendo menos eficaces o más propensas a ser capturadas por poderosos intereses. Más que nada, todo ese ensamble no fue suficiente para transformar a la economía, elevar las tasas de crecimiento y consolidar un régimen democrático que, efectivamente, rompiera con al viejo modelo postrevolucionario.

Ese contexto fue el que permitió que el presidente López Obrador lanzara una arremetida para destruir instituciones y fortalecerse como presidente, el cambio más importante que experimentó el país en estos años: de una presidencia fuerte pasamos a un Estado débil con un presidente hiper poderoso. De esta manera, el connato de cambio de régimen hacia la democracia que se intentó construir en las pasadas tres décadas acaba retornando al modelo más primitivo del presidencialismo mexicano de la era de la post revolucionaria. Como en el cuento de Hans Christian Andersen, López Obrador hizo evidente que el rey estaba desnudo y que todo ese entramado era tan débil que no pudo resistir el embate presidencial. Si no podía resistir, no servía como contrapeso, demostrando con eso que el viejo régimen seguía, y sigue, tan vivo como siempre.

Pero peor. El nuevo-viejo régimen que el presidente pretende legarle a su sucesora es una estructura débil con un presidente poderoso, más reminiscente de la era del caudillismo post revolucionario que de los años más exitosos del PRI en los cincuenta y sesenta. Peor, en esa era tanto México como el mundo se caracterizaban por sistemas políticos y económicos esencialmente introspectivos, donde un poder fuerte tenía vigencia. Hoy, en pleno siglo XXI, la era de las interconexiones digitales, la ubicuidad de la información y la descentralización de las decisiones, la pretensión de controlarlo todo es, simplemente absurda. Y peor con un gobierno enclenque, por más poderoso que sea el líder: podrá violar la ley y los derechos de las personas, pero no puede hacer posible por sí mismo la prosperidad.

Y ese es el desafío con el que tendrá que lidiar la presidenta Sheinbaum: cómo gobernar un país en el que hay una persona que dejó el terreno minado, un partido propenso a la fragmentación pero enormemente poderoso y una ciudadanía agradecida con el pasado pero extraordinariamente demandante que exigirá los satisfactores que se le prometieron. Todo esto sin contrapesos, que, de existir, limitarían a la presidenta, pero también a los intereses de Morena que sin duda intentarán extorsionarla.

No hay duda que el país experimenta el fin de una era, sobre todo de un sueño, el de la democracia, pero no un cambio de régimen. El viejo régimen sigue tan vivo como siempre, pero ahora con más capacidad de abusar que de construir y resolver.

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REFORMA

08 septiembre 2024

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Tiempos complejos

Luis Rubio

El triunfo electoral de junio pasado ha envalentonado no sólo al presidente, sino a su sucesora, ahora si ya presidenta electa, y a todo el contingente morenista. La felicidad de haber triunfado, plenamente justificada a pesar de las irregularidades cometidas por el presidente, se está convirtiendo en una catarata de acciones y decisiones que bien podrían acabar minando, si no es que destruyendo, el enorme capital con que cuenta la Dra. Sheinbaum en este momento.

Las advertencias llegan de todas partes y no es necesario repetirlas: bancos, embajadores, presidentes, políticos, jueces, empresarios, observadores y comentaristas, desde distintas nacionalidades y posturas políticas, todos coinciden en los riegos que entrañan los cambios propuestos en las iniciativas constitucionales que están por ser aprobadas. Rompiendo con todo protocolo y tradición, pero sobre todo la decencia y deferencia que amerita una sucesora ya debidamente certificada, AMLO actúa como si su sexenio estuviera a punto de comenzar. El problema para la Dra. Sheinbaum es que será ella quien tendrá que pagar los platos rotos.

A pesar del contundente triunfo, el país no se encuentra en el mejor momento de su historia. Confundir el fervor popular expresado en las urnas con las circunstancias objetivas que enfrentan la economía y la política mexicana es perder de vista lo que constituye una plataforma sostenible de gobernanza y de desarrollo.

“La confianza llega a pie, pero se va a caballo” le espetó el líder del grupo del euro al ministro de finanzas de Grecia cuando esa nación experimentó una gran crisis fiscal. El abrazo del electorado es fundamental, pero requiere mantenimiento y las transferencias en efectivo, que probaron ser tan trascendentes en la reciente elección, son sólo sostenibles en la medida en que el país preserve su estabilidad y la economía comience a crecer a tasas sensiblemente superiores a las de las últimas décadas fuera de los excepcionales polos de desarrollo regionales. No sobra recordar, y más para un gobierno de izquierda, que se requiere más que votos en el pasado para poder avanzar. Edgar Snow le preguntó a Mao qué se necesitaba para gobernar, a lo que Mao respondió: «Un ejército popular, alimento suficiente y confianza del pueblo en sus gobernantes.» «Si sólo tuviera una de las tres cosas, ¿cuál preferiría?» replicó Snow. «Puedo prescindir del ejército. La gente puede apretarse los cinturones por un tiempo. Pero sin su confianza no es posible gobernar.»

Esa entrevista tuvo lugar en 1931, hace casi cien años, en otro contexto político, geopolítico y económico. Mao no tenía que preocuparse por inversionistas o relaciones con otras naciones, sólo por la estabilidad interna. Hoy la situación es radicalmente distinta. En un mundo hiperconectado, digitalizado, fundamentado en tecnologías extraordinariamente complejas y sofisticadas, comenzando por los semiconductores, del cual depende la viabilidad económica de México, los gobiernos no pueden desviarse de lo fundamental, que consiste en comprender y establecer, además de mantener, la confianza tanto de la población como de los empresarios e inversionistas, pues esa es la ventaja competitiva más importante con que hoy cuenta una nación. Perder de vista lo esencial -y estar dispuesta a arriesgarlo para satisfacer la vanidad de un predecesor que ya va de salida- es jugar con fuego y poner a su propio gobierno en enorme riesgo.

Un error frecuente en el que caen los políticos -ejemplos de lo cual hay innumerables en las mañaneras, especialmente las posteriores a la elección- es creer que el mundo es estático y que el futuro depende de la voluntad del gobernante. Con sólo quererlo, el deseo se cumple. Quizá por eso el líder de Morena afirmó, con similar arrogancia, que había que darle un “gran regalo” al presidente en la forma de la reforma judicial. Los regalos fáciles (un dedo alzado es suficiente) acaban saliendo caros, especialmente para quien los tendrá que sufragar.

México enfrenta una crisis política estructural porque adolece de instituciones que le confieran sentido de dirección, disciplina y continuidad política y económica. En alguna era de su historia, el PRI satisfizo esa función y, en las décadas más recientes, ha sido el TMEC, vehículo que, al menos en el ámbito económico, le ha dado viabilidad al país. Morena no tiene las características ni los mecanismos para recrear la función del PRI y la presidenta electa no tiene el rasgo weberiano de la autoridad carismática que caracteriza a AMLO. Su personalidad e historia requieren una construcción institucional, lo que Weber llamó autoridad legal racional, para poder gobernar. Las iniciativas que están en ciernes destruirían esa posibilidad antes de que comience el sexenio.

El político español Borja Semper, lo dice con claridad: “Vivimos la primera gran resaca del nuevo orden mundial surgido por la globalización, un mundo que no es estático y que se caracteriza por el cambio constante… La mundialización es una realidad cargada de oportunidades y retos, creadora de riqueza, pero cuenta aún con el talón de Aquiles de la ausencia de gobernanza que nos permita saber y corregir sus extralimitaciones. La crisis es de confianza, y la confianza es uno de los pilares fundamentales de la democracia.”

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REFORMA

01 septiembre 2024

¿Inicio o final?

 

Luis Rubio

Según reza el dicho, después de la borrachera viene la cruda. Una manera menos amable de observar al gobierno actual es recordando a Luis XV cuando afirmó que “después de mí, el diluvio.” Efectivamente, pronto concluirá el gobierno más destructivo del último siglo sin haber dejado más que déficits en su estela. El presidente más poderoso y más legitimado electoralmente desde que los votos se cuentan bien no hizo sino polarizar a la población confrontar a los partidos políticos y amenazar a quienes disentían de él, todo mientras disfrutaba de las reformas que sus predecesores habían puesto en práctica en respuesta a los males que exhibía la economía. Son dos caras de una misma moneda: la política de la pugna permanente y la gradual maduración de la economía. La pregunta es si la próxima presidenta verá este legado como una oportunidad o como una maldición.

La forma de conducirse del presidente saliente me recuerda a Gonzalo N. Santos, ese prócer de la lingüística política mexicana, cuando explica cómo procedió con uno de sus enemigos: «de acuerdo con un grupo de tahúres… mandé embriagar a Carrillo fingiéndose todos ellos sus partidarios… ahogado de borracho llegué con un fotógrafo, lo mandé desnudar, y lo retrataron en todas formas y posiciones que se pueda imaginar. Ahí murió la candidatura de Carrillo pues lo amenacé con exhibir al candidato al desnudo en el Colegio Electoral.» Una parte importante de la ciudadanía fue embriagada en estos años, el llamado “voto duro,” haciéndole creer que el nirvana estaba a la vuelta de la esquina. En contraste con Santos, AMLO fue menos brusco en sus formas: en lugar de emborrachar a sus seguidores, se dedicó a comprar su voluntad con fondos públicos, pero el resultado es el mismo, excepto que dejó hipotecado al país. Ahora viene la cruda.

Concluirá este gobierno y vendrá la resaca, como siempre ocurre. Lo que hasta ahora se manipula en las mañaneras y se descarta y desecha como irrelevante se aparecerá en el horizonte como realidad inmanente, exigiendo respuestas específicas en lugar de evasivas irresponsables. El caos de hoy -caos soterrado que ha dejado a la ciudadanía en espera de algo mejor- se convertirá en demandas incontenibles. Las presiones, pasiones y resentimientos que hoy se autocontienen cobrarán un volumen a los que el nuevo gobierno tendrá que responder de manera decisiva, comenzando por el lenguaje y las formas.

Parece claro que el nuevo gobierno cobrará forma a partir de un partido dominante y una presidenta con enormes oportunidades, pero con la espada de Damocles encima por las reformas que, evidentemente sin meditar las consecuencias, Morena se dispone a aprobar sin miramiento. Este mes de septiembre será crucial porque determinará si un resultado electoral tan extraordinario se convierte en oportunidad o en el inicio de una acelerada descomposición.

Conceptualmente, la presidenta tiene tres opciones: perseverar en los objetivos, estrategias y tácticas del gobierno saliente; desarrollar su propio programa, distinto al existente, pero dedicado a dar un giro radical; o procurar una convocatoria amplia e incluyente de cambio que realmente transforme al país o que, al menos, siente las bases para una transformación cabal.

Aunque prácticamente no hay gobierno que no llegue con bombo y platillo anunciando grandes proyectos, el gobierno saliente habrá dejado un panorama tanto en términos económicos (sobre todo fiscales) y políticos, poco promisorio. Desde luego, la elección arrojó un resultado devastador para la oposición, pero el futuro depende de que el conjunto de la sociedad participe activamente, algo que el gobierno saliente logró, quizá más por inercia que por una exitosa convocatoria, pero en buena medida debido a la existencia del tratado de libre comercio que constituye la principal fuente de crecimiento económico en la actualidad.

Desde este panorama, independientemente de la retórica, más de lo mismo es concebiblemente posible, pero no con buenas perspectivas. Además, las diferencias de personalidad entre los presidentes entrante y saliente auguran poca viabilidad a una continuidad ciega, así sea informada. Un giro radical, por el que propugnan muchos liderazgos de la constelación de Morena, implicaría una estrategia económicamente suicida porque, aunque quizá popular al inicio, tendría el efecto de anular los fundamentos de la parte exitosa de la economía. Mucho más inteligente sería construir un gran acuerdo nacional que propugne por un proyecto de crecimiento económico equilibrado en términos tanto sociales como regionales, sustentado en el principal motor de la economía (las exportaciones) y el nearshoring.

El punto neurálgico es que no hay hacia dónde regresar como algunos sueñan, pero tampoco es posible perseverar en un modelo de gobierno dedicado a que la ciudadanía no progrese; a que se mate y extorsione a millones de personas; y a que se pretenda que con puras transferencias el país podrá ser exitoso.

Concluyen seis años de polarización poco productiva, dejando una enorme estela de costos y daños que poco a poco saldrán a la superficie. Es tiempo de sumar para construir, la oportunidad que la ciudadanía entera seguramente espera, independientemente de como haya votado. Sería criminal dejar pasar la oportunidad.

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REFORMA
25 agosto 2024

Corrupción

Luis Rubio

“Si no suena lógico, suena metálico” corre un popular refrán. En México cambian los gobiernos pero no las prácticas ni las costumbres. La corrupción podrá ser un mal, un factor cultural o una característica, pero nunca un delito. Muchos son acusados de corrupción, pero nunca por la corrupción, sino como excusa por alguna violación política de otro orden o porque es una forma eficaz para eliminar contendientes, enemigos o rivales. El presidente repetidamente afirmó que no sería “tapadera de nadie,” pero eso dejó de ser válido cuando los presuntos involucrados comenzaron a ser cercanos. El punto de fondo es que la corrupción no se puede erradicar con discursos o deseos, sino con un diagnóstico correcto que luego se traduzca en acciones consecuentes.

La corrupción es inherente a nuestra forma de ser y de gobernarnos. No hay vuelta a ese principio fundamental. Todo en la vida nacional, especialmente en el ámbito público, está diseñado -o al menos es altamente propenso- a la corrupción porque las reglas del juego y las leyes premian la impunidad. Si bien el fenómeno es tan viejo como el país, éste se ha agudizado por la democratización. Luis Carlos Ugalde* afirma que la corrupción piramidal de la era de presidencialismo autoritario se ha ido “democratizando” al incorporarse todos los niveles de gobierno, partidos y poderes públicos. Lo que antes era concentrado y un instrumento de cohesión política se ha convertido en un mecanismo de control político en manos de un creciente número de actores. Peor, su ubicuidad ha generado un amplio repudio en la sociedad, enojo que ha llegado a convertirse en odio.

Los políticos en campaña suelen adoptar un tono moralino en materia de corrupción: prometen mano dura, combate sin cuartel y medidas severas para erradicarla. La propuesta que la entonces candidata de Morena publicó rechaza el esquema de ciudadanización que caracterizó al llamado “sistema nacional anticorrupción” para ser substituido por un fortalecimiento de las instancias judiciales, o sea, más de lo mismo. Suena a las propuestas que condujeron a la creación de la Secretaría de la Contraloría en los ochenta que, como todos los esfuerzos anteriores, incrementaron y burocratizaron los requerimientos y le complicaron la vida a todos los funcionarios públicos, pero no tocaron a las prácticas corruptas ni con el pétalo de una rosa.

Una de dos: o bien las diversas propuestas no entienden el fenómeno de la corrupción o constituyen nada más que un recurso retórico para salir del paso. Las innumerables propuestas -igual las honestas que las meramente retóricas- para combatir la corrupción tienen un evidente sesgo punitivo: la corrupción tiene que ser penalizada y la mejor forma de hacerlo es con sanciones, aunque rara vez se materialicen. Algunas propuestas (y políticos) prefieren una mayor autoridad, otros admiten que, habiendo un fuerte déficit de confianza, se requiere mayor transparencia. Pero ninguna de estas propuestas reconoce el problema de origen: nuestras leyes y reglamentos hacen posible la corrupción, de hecho la promueven.

Afortunadamente hay ejemplos de que es posible disminuir o erradicar la corrupción: cuando se eliminan los espacios de arbitrariedad e impunidad, la corrupción deja de ser posible o inevitable. Así ocurrió a finales de los ochenta en la entonces SECOFI (hoy Economía) donde un cambio en las reglas modificó toda la naturaleza de la secretaría dedicada al comercio y la industria. Históricamente uno de los espacios de mayor corrupción en el gobierno, la burocracia de SECOFI vivía de la explotación de sus facultades discrecionales en el otorgamiento de permisos de inversión, importación, exportación y otros similares. Con la liberalización de la economía (que, esencialmente, consistió en la substitución de requisito de permisos por aranceles o reglas rígidas), casi toda la industria de la corrupción en esa secretaría desapareció. Los miles de burócratas dedicados a mover papeles (o impedir que se movieran) dejó de tener razón de ser y el personal se redujo a menos del 10% de lo que era. En ese mundo la corrupción simplemente desapareció. Con la eliminación de la necesidad de obtener permisos por parte de la secretaría y el establecimiento de reglas claras y transparentes para la obtención de los que quedaron vigentes, virtualmente desapareció la corrupción.

No hay ciencia en esto: nuestras prácticas burocráticas y la extrema discrecionalidad que confieren las leyes y reglamentos a la autoridad son fuente permanente de corrupción. Cuando un funcionario gubernamental cuenta con tan amplias facultades para contratar, permitir o hacer posible un proyecto, otorgar un permiso o autorizar una obra, la propensión a corromperse es inmensa. Si el hijo de un funcionario puede de facto decidir quien se lleva una obra pública, la probabilidad de que florezca la corrupción es infinita. El fenómeno no es nuevo y afecta a todos los políticos y a todos los partidos, aunque el gobierno saliente lo niegue: el viejo dicho de que “no me des; sólo ponme donde hay” es tan vigente hoy como lo fue siempre en el pasado. Y, sin duda, empeoraría de aprobarse la reforma judicial.

Si alguien pretende cambiar el panorama, debe partir del problema de fondo: la excesiva discrecionalidad que conduce a la absoluta impunidad.

*Nexos, febrero 2015

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REFORMA
18 agosto 2024

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Una anécdota

Luis Rubio

Iba a ser el gobierno que transformaría a México, el gobierno que echaría para atrás los males que caracterizaban al país y que le habían impedido la grandeza que le corresponde. La ambición era grande: sería una transformación del tamaño de la independencia o de la revolución maderista: para qué limitarse con avanzar decididamente el desarrollo del país, el crecimiento de la economía o el bienestar de la población cuando se podía aspirar a LA cuarta transformación. Al final, lo que queda no es más que otro más de los muchos gobiernos mediocres que han distinguido a México: una anécdota más en una larga historia de penas y pocas glorias.

El presidente López Obrador llegó a la presidencia en su tercer intento. Llegó luego de que la ciudadanía agotó todas las alternativas: al PAN y al PRI. En 2018, un electorado exhausto optó por darle el beneficio de la duda al candidato que persistía en su intento por triunfar con la promesa de que corregiría el rumbo y sentaría las bases para una gran transformación. En repetidas ocasiones ofreció que no alteraría el orden institucional, que mantendría proyectos básicos como el aeropuerto y que sería el presidente de todos los mexicanos.

En realidad, México necesitaba (sigue necesitando) un presidente disruptivo que atacara a los grupos e intereses que han impedido que el país se desarrolle de una manera equilibrada. Por la forma sesgada en que se fue desenvolviendo el proyecto reformador que inició en los ochenta, y cuya lógica era no alterar el orden político imperante, el país se saturó de grupos políticos, sindicales y empresariales (y ahora del crimen organizado) dedicados a proteger cotos de caza. Dado que muchos de éstos eran pilares significativos del viejo orden priista, las reformas los habían protegido, tolerado o eludido. En muchos casos, por su capacidad de movilización, especialmente en el caso de algunos sindicatos, había una relación de dependencia (y de amor y odio) respecto a esos intereses. Sólo un actor político hábil y dedicado, y no comprometido con el “viejo” orden, podía desmontar ese entramado para realmente liberar las fuerzas, recursos y capacidades de una sociedad que, en muchos sentidos, seguía dominada y controlada por pequeños cacicazgos, como ilustran los estados de Oaxaca y Chiapas.

Un presidente disruptivo como López Obrador pudo haber sido el gran reformador de México, la persona libre de vínculos con aquellos cacicazgos y, por lo tanto, excepcionalmente capaz de actuar de manera decidida. Pero no fue así. Priista hasta la médula, así fuese de un ancestral partido dominante que hacía tiempo dejó de existir, el presidente no sólo no actuó en contra de esos grupos, sino que los arropó y convirtió en parte de su propia estrategia. Una estrategia dedicada al culto a la personalidad, a la concentración del poder y, pues, a no mucho más.

Es de reconocérsele al presidente que, pudiendo haber hecho un daño monumental, su mayor efecto ha sido el de dividir y polarizar todavía más a la sociedad mexicana. Sin embargo, ahora amenaza con reformas que le darían al traste hasta a lo poco que hizo bien. Exhibió muchas de las falacias que se habían convertido en “mantra” de la endeble democracia mexicana, especialmente las entidades regulatorias y los órganos autónomos, promovió proyectos de dudosa viabilidad en el largo plazo y atacó dogmas arraigados que ameritaban ser desafiados. Es decir, un récord variopinto en el que dominan los grises. Su gestión se abocó a generar popularidad, pero no condiciones para un mayor crecimiento económico, una productividad más elevada o, lo peor de todo, una mayor probabilidad de que el mexicano menos favorecido vaya a tener una mejor oportunidad en el futuro, especialmente por su indisposición a transformar al sistema educativo que tanto le urge al país, a la vez que destruyó el acceso de la mayoría de los mexicanos al sistema de salud. La mediocridad no se hizo esperar, así fuese muy popular. El problema es que no hay nada más efímero que la popularidad.

Hasta hace algunas décadas, México había sido un foco de atención. En alguna época lo fue por sus valientes posturas en materia de política exterior, en otra por haber emprendido importantes reformas económicas. La atención le granjeaba respecto y acceso; ese acceso facilitó la transformación de la economía, especialmente de las manufacturas, llegando a conformar una base exportadora que, junto con la inversión extranjera, sostiene a la economía del país. En una de esas paradojas de la historia, el gran beneficiario de las reformas económicas de las últimas décadas acabó siendo su principal detractor.

En el camino, México prácticamente desapareció del mapa. La incertidumbre respecto a las reglas del juego, la inseguridad y la falta de inversión en infraestructura y el ataque sistemático a quienes son indispensables para el desarrollo del país (como los generadores de electricidad), han provocado la sigilosa salida de innumerables inversionistas y, con ellos, de oportunidades futuras.

Se acerca el final de un sexenio por demás mediocre pero no sin consecuencias, muchas de ellas malas y que, en septiembre, podrían ser letales. Ojalá que la próxima presidenta derive las lecciones relevantes para que su sexenio comience bien y no acabe siendo una mera anécdota -o una gran crisis.

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REFORMA

11 agosto 2024

Nearshoring


Luis Rubio 

Las oportunidades lo son cuando se aprovechan y se asumen, pues de lo contrario simplemente no lo son. Al mismo tiempo, ninguna acción gubernamental o nacional constituye una panacea. El nearshoring es una gran oportunidad potencial si la sabemos aprovechar y convertir en instrumento para el desarrollo acelerado de la economía, pero la única forma de materializarla es entendiendo lo que implica y aceptando el paquete completo.

A lo largo de todos los meses que se prolongó la llamada “categoría 2” por parte de las autoridades de aviación civil estadounidenses, el verdadero abismo no era práctico (que si las pistas o las bardas, los procedimientos de seguridad o los controladores de vuelos) sino cultural. Las autoridades mexicanas en la materia no percibían necesidad alguna para aceptar la jurisdicción que implicaba restablecer la “categoría 1.” Fue hasta que se comprendió que había que aceptar el paquete completo que se comenzaron a mover los engranes que acabaron restableciendo una relación funcional entre las autoridades de aviación de ambas naciones.

El asunto se repite en todos los ámbitos, si bien cada uno tiene sus características propias y actores relevantes. Estados Unidos constituye una gran oportunidad para el desarrollo de México por su dinamismo, tamaño y riqueza, como ha demostrado el extraordinario motor de nuestra economía que representan las exportaciones desde que se negoció el primer tratado de libre comercio hace más de tres décadas. El vecindario en que la geografía nos colocó constituye una enorme oportunidad, ahora magnificada por el conflicto China-Estados Unidos, que nos confiere primacía en atraer inversiones, siempre y cuando la sepamos aprovechar: sola no se va a materializar.

Aunque ha habido un crecimiento importante en la instalación de nuevas plantas en diversos puntos del país, sobre todo en el norte, la verdad es que los números son muy pequeños. El gobierno ha presumido el crecimiento de la inversión extranjera, pero la abrumadora mayoría de ese crecimiento ha sido la reinversión de utilidades, no inversiones nuevas. La pregunta entonces es qué ha faltado.

Nuestro albedrío radica en una opción fundamental: aceptamos la naturaleza de la correlación entre las dos naciones o pretendemos que podemos valernos por nosotros mismos. En el caso del nearshoring los actores relevantes no son gubernamentales sino empresariales: quienes invertirían serían cientos o miles de empresas de diversos tamaños que estarían buscando la oportunidad de mejorar su productividad, garantizar la calidad de sus productos y contar con la certeza de que todo el proceso, desde la inversión hasta la entrega del bien al consumidor final, va a ser perfecta. Esto último entraña factores tan simples o tan complejos como: seguridad, infraestructura física (parques industriales, carreteras, cruces fronterizos), disponibilidad de electricidad (y muchos potenciales inversionistas ahora exigen energías limpias), personal capacitado en abundancia (lo que implica un sector educativo orientado al desarrollo integral de las personas, no a su evangelización ideológica) y reglas del juego transparentes y confiables (es decir, mecanismos judiciales para la resolución de conflictos y hacer cumplir los contratos). Por encima de todo, no diferenciar entre inversión nacional y extranjera, pues ambas “se la juegan” de la misma manera.

A juzgar por los patrones de migración (de sur a norte), las expectativas de quienes tienen parientes en EUA, las remesas, las inversiones y los flujos financieros, la ciudadanía no se hace bolas: la relación con nuestro vecino del norte es percibida por todos como una oportunidad. El nearshoring eleva esa posibilidad de manera dramática por el monto y volumen potencial que entraña. Si además el gobierno se abocara a eliminar obstáculos a la inversión y a la creación de una industria de proveedores mexicanos dedicados a ofrecer partes, componentes, servicios y similares a los nuevos inversionistas, el círculo podría ser virtuoso e involucrar a millones de mexicanos que hoy no perciben oportunidad alguna. El punto es que se trata de una enorme oportunidad potencial, si es que sabemos asirla. Y asirla implicaría una transformación cabal de la manera en que el gobierno percibe a la actividad económica, a la inversión extranjera y al potencial creativo de millones de mexicanos que podrían acabar siendo prósperos empresarios.

Comencé diciendo que el nearshoring no es una panacea, sino una mera oportunidad si es que sabemos aprovechar la circunstancia. Bien concebida, puede tratarse de una gran oportunidad para mejorar el acceso de muchos mexicanos, hoy excluidos, a la economía formal, abrirle oportunidades a nuevos empresarios que con frecuencia encuentran mucho mejor terreno para prosperar en Chicago o en Los Ángeles que lo que pueden hacerlo en nuestro país. Es decir, se trata de una oportunidad que empata con los criterios de equidad y combate a la pobreza y a la desigualdad que son estandartes de la próxima administración.

Leonard Cohen parecía estar pensando en México y en el nearshoring cuando acuñó su famosa frase de que “Siempre hay una grieta. Por ahí entra la luz.” El reto es convertir la grieta y la luz que por ahí se cuela en una oportunidad transformadora.

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REFORMA

04 agosto 2024

La cruda después de la victoria

Luis Rubio
Revista Nexos 2024
Julio 27, 2024 

Después del triunfo viene la cruda. Un triunfo legítimo e inobjetable, pero que no altera el problema estructural que enfrenta —y enfrentaba desde antes— el país. La nueva presidenta tendrá que decidir si lidia con la realidad política que subyace a la estructura política formal o la deja pasar, confiando en que el deterioro no sea excesivo. El primer camino abriría la posibilidad de gobernar y quizá más. El segundo sacrificaría cualquier posibilidad de lograr la agenda que el electorado refrendó con su voto. O peor.

La reciente contienda a la Presidencia arrojó un resultado excepcional: una votación abrumadora para el partido gobernante, lo que haría pensar que la concentración del poder, característica prototípica del sistema político mexicano a lo largo del siglo XX, está de regreso y que tanto los atributos como los riesgos de aquel sistema volverán a la palestra. Nada más distante de la realidad.

En su dimensión política, el país ha evolucionado de manera sistemática a lo largo del último medio siglo, pero ha sido producto de las circunstancias, no de un plan de transición como el que se dio en otras latitudes. Nadie condujo, de manera expresa y consciente, la transición política: más bien, se hizo lo menos que fue necesario o lo más que se pudo, según el punto de vista de cada actor político, para impedir un colapso o avanzar un proceso. En contraste con las reformas económicas, que al menos en concepto siguieron una lógica coherente, en el ámbito político las reformas fueron respondiendo a demandas sociales y políticas y, con mayor frecuencia, al cambiante entorno electoral y criminal.

El resultado es la desaparición de las anclas institucionales que le dieron al país décadas de estabilidad en el siglo anterior, sin que se consolidara el entramado institucional democrático que se fue desarrollando desde los noventa y que nunca cuajó por completo. En consecuencia, la problemática política de hoy en nada se parece a la que existía cuando se dieron reclamos como el del movimiento estudiantil de 1968 o cuando los entonces tres partidos dominantes aprobaron la señera reforma electoral de 1996.

Aquí abordaré la forma en que ha cambiado el sistema político en las últimas décadas y, especialmente, sobre lo que ha arrojado ese proceso de cambio para el momento que nos ha tocado vivir, ahora con un gobierno nuevo que goza de enorme legitimidad. El punto nodal del argumento es que la presidenta encabezará un gobierno que posee todo el poder formal, pero no el poder real. Esto último no se debe a la presencia de López Obrador, sino a la falta de una estructura institucional que norme, regule y controle la participación política en el sentido más amplio del término: los poderes reales —políticos, criminales, regionales, sindicales, empresariales— que pululan por todo el país. Una diferencia, de esa magnitud, entre el poder formal y el poder real, es la que debería preocupar no sólo al nuevo gobierno, sino a la sociedad entera. Y esa circunstancia es la que nos distingue de países plenamente democráticos que pueden experimentar cambios radicales de gobierno sin que todo se ponga en jaque.

Una primera pregunta por demás lógica es por qué esto es significativo hoy, o sea, qué cambió para hacer relevante el planteamiento en este momento. La respuesta, a reserva de ampliarla en los siguientes párrafos es muy simple: el presidente López Obrador, por su personalidad y habilidad política, logró mantener la apariencia de normalidad, a pesar de que el país se fragmentaba por debajo, a la vista de todos. Es dudoso que la nueva presidenta goce del mismo privilegio: mucho más probable es que el fenómeno caciquil, caudillesco y criminal crezca y, quizá, se consolide.

El problema estructural se puede resumir de manera muy simple: la realidad del México de 2024 en nada se asemeja a la de la era posrevolucionaria, no cuenta con los mecanismos institucionales que caracterizaron a la era del PRI ni logró una transición integral hacia la democracia. El factor de estabilidad a lo largo del siglo XX fue el partido que fundó y estructuró Plutarco Elías Calles luego del asesinato de Álvaro Obregón, fue el partido que institucionalizó la vida política, reguló la competencia por el poder, ejerció férreo control sobre los diversos sectores de la sociedad y, en general, mantuvo la paz. Esas circunstancias favorecieron el crecimiento de la economía, la urbanización y el origen de una clase media. Al mismo tiempo, la naturaleza de ese sistema sembró las semillas de su propia eventual destrucción: el éxito político alienó a la clase media como se pudo apreciar en el movimiento estudiantil de 1968 y los controles sobre la actividad económica sofocaron a la economía, al punto de requerir reformas que debilitaron o eliminaron esa estructura de controles. Por décadas, a partir de 1929, el partido —primero PNR, luego PRM y luego PRI— sería el factor de estabilidad y continuidad política por encima de las estructuras formales de poder.

La reforma electoral de 1996 inició la transición hacia la democracia: se construyeron diversas instituciones tanto en el ámbito político como para la economía y, en general, la interacción social, cuyo objetivo era el mismo que el de Calles, pero para una sociedad que había evolucionado y reclamaba participación política abierta. En ese contexto se reformó la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se crearon los organismos reguladores (competencia, telecomunicaciones, energía, etcétera) y las instituciones electorales: el IFE/INE y el Tribunal respectivo. Desde los noventa, los presidentes respetaron el entramado institucional, pero el presidente López Obrador, crítico constante de las reformas económicas y políticas, evidenció lo frágiles que son y, sobre todo, la ausencia de legitimidad de la mayor parte de esas entidades. En un santiamén, el presidente neutralizó, eliminó, debilitó o destruyó uno a uno esos organismos. El país quedó sin estructuras institucionales, pero no se ha notado de manera formal en buena medida por la personalidad del propio presidente, cuya retórica narrativa y habilidad política mantuvieron el control de los procesos políticos. Ahora, en el ocaso de su sexenio, el vacío de instituciones se hará presente de manera inexorable.

No se trata de una realidad oculta: el crimen, para tomar el ejemplo más evidente, es producto de la falta de instituciones dedicadas a velar por la seguridad de la población. La incapacidad de obtener justicia por parte de la ciudadanía (el llamado fuero común) atestigua la inexistencia de un Poder Judicial abocado a los asuntos que más aquejan a la ciudadanía. En términos más propiamente políticos, los homicidios de candidatos, la ausencia de reglas (y capacidad de hacerlas cumplir) en los ámbitos electorales y partidistas son también ejemplos palpables. El país pasó de una era de controles verticales impuestos desde arriba por una Presidencia todopoderosa (con regularidad) a través del partido oficial, a un entramado institucional costoso y complicado que no cumplía su cometido y que probó no ser capaz de resistir el embate presidencial, característica básica de cualquier institución. El gobierno que está por concluir funcionó debido a la naturaleza carismática de su liderazgo, misma que se extingue con el sexenio.

El viejo sistema político se constituyó para lidiar con cacicazgos, caudillismos, liderazgos políticos y otros factores de poder regional, sindical y político que surgieron con el fin de la Revolución. Un escenario que parece factible es el de volver a un patrón similar, con el añadido del factor criminal, que ya es el factótum en múltiples regiones del país. De hecho, albricias de esa perspectiva ya se pueden percibir en la forma del control regional que ejercen diversos grupos criminales, en la forma de conducirse de liderazgos regionales y en la aparición de actores que, de hecho, disputan el poder a las autoridades formalmente constituidas. No parece excesivo imaginar un escenario donde lo que es normal en ciertas regiones comience a tener lugar a nivel federal, probando la capacidad y disposición de la nueva presidenta a responder ante desafíos de esa naturaleza.

Se trata de un problema estructural que reduce de manera dramática la capacidad de gobernar, creando una paradoja: no se gobierna ni controla la mayor parte del país, pero sí se pueden procesar legislaciones que reducen o hacen difícil el funcionamiento de la ciudadanía, la razón de ser del gobierno mismo.

El fin del gobierno de Andrés Manuel López Obrador abre una nueva etapa para el sistema político mexicano. En el último medio siglo, México pasó de un sistema altamente estructurado en torno a un partido político que era también un complejo sistema de participación y control, a una democracia poco profunda y con instituciones débiles que ahora han sido muy erosionadas, cuando no destruidas. Gracias a la fuerza de su personalidad y habilidad política, López Obrador mantuvo la cohesión de la política mexicana en general y de su partido en particular, lo que ocultó el severo y acelerado desgaste político que ocurría tras bambalinas. Ahora, resuelta la sucesión, comenzarán a ser evidentes los riesgos y las fracturas con que tendrá que lidiar la ganadora y el país en general. El presidente que termina su sexenio planeó para concentrar, consolidar y ejercer el poder, el suyo, pero no para el futuro del país.

Por esta razón, el fin del ciclo electoral que eligió a Claudia Sheinbaum presidenta no será idéntico a los del pasado. Con esta elección el país llega a un momento de quiebre no por el resultado mismo ni por las personas involucradas, sino porque el proceso, los antecedentes y los imponderables que se evidenciaron a lo largo del camino desnudaron al sistema político y patentizaron la fragilidad que vive el país, los riesgos del gobierno de y por una sola persona y, por encima de todo, la imposibilidad de proseguir por este camino. Los nuevos victoriosos no reconocerán la fragilidad pero pronto la vivirán.

El presidente López Obrador es irrepetible por sus características y circunstancia, así como por el momento de México. Por eso, tan pronto asuma el próximo gobierno quedarán evidenciadas las carencias: la falta de estructuras, instituciones, reglas del juego; y la contraparte: la propensión a la violencia o a otros medios, legales o ilegales, para avanzar intereses y objetivos particulares. Todo esto augura una nueva era política, muy distinta a la que existía hace décadas o a la que se vivió en este sexenio por concluir.

Ésta no es la primera vez que el país se encuentra ante un desafío de tal naturaleza, pero las soluciones empleadas en el pasado ya no son posibles. Ahora, en el ocaso del sexenio, el país tendrá que empezar a lidiar con las consecuencias de la fragilidad de las estructuras institucionales construidas en décadas recientes y de la destrucción intencional emprendida por el gobierno que termina.

En condiciones normales, uno hubiera esperado un colapso paulatino del sistema político ante la virtual desaparición de los mecanismos institucionales asociados a la era del PRI y al deterioro que se ha experimentado por el embate del presidente López Obrador al entramado institucional de reciente creación. Y, sin embargo, ese colapso no ha ocurrido, al margen del deterioro que la ciudadanía experimenta en numerosos ámbitos (como los descritos brevemente antes, incluyendo el sistema de salud, la educación y otros similares). Mi impresión, como ya mencioné, es que ese deterioro no se ha hecho evidente en buena medida por las características del propio presidente. Su personalidad, habilidades particulares y forma de operar mantuvieron la apariencia de control, situación que es improbable mantener en el futuro mediato.

La estructura formal del sistema político mexicano nunca ha correspondido a la realidad del poder. En el siglo XX existía un Poder Judicial y un Poder Legislativo; sin embargo, la dominancia del Ejecutivo era legendaria pero atemperada por la existencia del partido oficial, cuya estructura institucional favorecía el recambio de las élites y la continuidad del poder. Esa estructura de control político e institucionalidad que era el PRI se fue degradando poco a poco por la evolución normal de la sociedad, por los cambios económicos y, con el tiempo, por el advenimiento de la competencia electoral en un contexto democrático. Ante esto, quedan interrogantes significativas que sólo el tiempo permitirá dilucidar, comenzando por el poder mismo del presidente después de que comience el gobierno de su sucesora y la potencial emergencia de estructuras competitivas de poder: caudillos regionales o nacionales. Es decir, la debilidad de las instituciones cobra nuevos bríos como asunto de primordial trascendencia.

Veintiocho años después de la señera reforma electoral de 1996, el país ha avanzado en ciertos aspectos, pero ha retrocedido en muchos otros y, debido a las leyes (y tácticas) promovidas por el gobierno en materia electoral (el famoso Plan B seguido del Plan C), la probabilidad de un mayor deterioro tanto político como en seguridad ya no puede descontarse. El gran logro electoral —certidumbre sobre el proceso, pero no sobre el resultado— bien podría estarse revirtiendo en aras de intentar imponer un resultado al margen de la voluntad del electorado. Aquella reforma, un gran triunfo ciudadano —quizá el mayor de nuestra historia— podría estar en sus últimos días.

La gran paradoja del momento actual radica en el contraste entre el enorme poder que acumuló la presidenta electa y su partido en los recientes comicios frente a los poderes reales que han crecido a lo largo y ancho del país; también se debe incluir a Morena misma, una entidad no organizada como partido político que, en ausencia de su líder, bien podría fragmentarse en agrupaciones desafiantes del poder central. Un panorama de esta naturaleza no sería extraño en cualquier democracia pero, dada la naturaleza poco estructurada de Morena, la tendencia a la división es elevada. Es decir, no es obvio que los números alcanzados por Morena en las dos cámaras legislativas funcionen siempre a favor de la presidenta o que no pudiesen ser fuente de conflicto o amenaza a sus proyectos.

En el ámbito del poder real está por verse la forma en que se relacionen el nuevo gobierno y las múltiples organizaciones del crimen organizado (y la estrategia que se adopte); la medida en que los gobernadores acepten someterse al gobierno federal, asunto que también se vincula con los poderes reales regionales, incluyendo el criminal; los militares y la definición por la que opte la presidenta sobre los ámbitos en que deba operar ese estamento; y, no menos relevante, los mercados financieros internacionales, que ya mostraron una gran capacidad disruptiva, así haya sido sólo una pequeña muestra. En el ámbito interno, la reciente elección fue ganada con una amplia ventaja por el gobierno que está por nacer, pero eso no implica que ganó con el 100 % del electorado: la oposición podrá no estar muy organizada, pero representa el 40 % de la ciudadanía y ese número, como ocurrió en 2021, puede crecer en cualquier momento, alterando la estructura del poder real en la sociedad mexicana. Ignorar este evidente elemento podría ser un gran error: la democracia es algo fluido y cada triunfo, por grande que sea, es meramente temporal.

No sobra agregar que muchos de estos legados envenenados palidecen frente a los riesgos que podría deparar un mal manejo de la relación con Estados Unidos, de cuya economía depende el bienestar de la mayoría de la población. El punto es muy simple: el poder formal y el real son contrastantes, por decir lo menos. Esto último debe tomarse con cautela porque el país bien podría experimentar la paradoja antes mencionada: una enorme capacidad para alterar el orden institucional y legal a nivel interno (es decir, modificar la estructura formal del país), pero verse impedido de funcionar en el plano de la realidad territorial, financiera y política.

Finalmente, queda por definirse la forma en que la presidenta lidiará con su predecesor. En la tradición política del siglo XX mexicano lo usual era que el ganador en la contienda (interna) por la Presidencia exhibiera un sentido agradecimiento y lealtad por su antecesor; nada de eso impidió que la lógica del poder se impusiera y, como dicen los viejos políticos, que el ganador, en este caso la ganadora, acabara siendo su verdugo. Dicho eso, es claro que el todavía presidente López Obrador no es un personaje típico, pero los liderazgos míticos gozan de ventajas temporales, que casi siempre acaban siendo efímeras en el largo plazo. Las cuentas de un gobierno pobre en resultados —arrogante y a la vez modesto en sus objetivos— tarde o temprano se pagan, y eso ocurrirá cuando la sucesora cuente con las condiciones para hacer valer su poder y su responsabilidad, que no es compartible.

El reto para la nueva presidenta es monumental y las fuentes de posible conflicto son múltiples, con el agravante de que muchos de los actores con poder real podrían imaginarla como débil por el mero hecho de ser mujer. En este contexto, la ausencia de instituciones entraña riesgos mucho más grandes de lo aparente y el pretendido país de instituciones corre el riesgo de fragmentarse bajo la sombra de caudillos, de líderes regionales y del crimen organizado, todo ello a la mitad del siglo XXI con una economía que vive y funciona sólo gracias a un tratado de libre comercio con nuestro complejo vecino del norte. La presidenta no la tiene fácil, pero si se aboca a construir instituciones que gocen de amplia legitimidad, con suerte y deja un legado más trascendente que el de su predecesor.

Luis Rubio
Presidente de México Evalúa. Su libro más reciente es La nueva disputa sobre el futuro de México (Grijalbo).

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Democracia según AMLO

Luis Rubio

Una manta desplegada en un edificio durante el periodo de campañas definió el desafío de México de manera nítida: “democracia con defectos o dictadura sin derechos: usted decide.” Aunque la democracia es un vocablo frecuente en la retórica política mexicana, el presidente saliente convirtió al término en una palabra vacua que ya no goza de consenso. El próximo gobierno haría bien en procurar una definición que sume a toda la población.

En su definición más elemental, la democracia consiste no sólo en procesos electorales que determinan quien gobierna, sino en el respeto a la oposición, en el sentido más amplio del término. Sin embargo, las dos cosas que más destacan en la manera reciente de hacer política rompen con ese principio central: la descalificación de la oposición, a la que se considera ilegítima; y la intimidación de las personas que el presidente consideró como adversarios, concepto que incluía, potencialmente, a todo mundo. Es decir, para el presidente saliente lo único que es relevante es el monopolio del poder, lo que por definición excluye a todos los demás, incluyendo, por supuesto, a sus propios votantes.

Las reformas propuestas por AMLO el pasado 5 de febrero esbozan claramente el espíritu que las anima. Todo en esas iniciativas refleja un propósito de control, exclusión y concentración del poder en una sola persona. Más allá del carácter vengativo y mezquino que encarnan las propuestas, especialmente la judicial, la pregunta relevante es qué es lo importante: el desarrollo o el control, porque son incompatibles. La Dra. Sheinbaum ha sido particularmente cuidadosa en separar estos dos elementos, lo que arroja un panorama tanto de incertidumbre como de oportunidad para septiembre próximo.

En conjunto, las iniciativas proponen la constitucionalización de elementos tan centrales a la democracia como: la supresión de la oposición del poder legislativo (al eliminar la representación proporcional); la eliminación de la Suprema Corte de Justicia como contrapeso (con la propuesta de que sus integrantes sean electos en lugar de nombrados y ratificados por el Senado); la transferencia del control de los procesos electorales al gobierno con la virtual eliminación del INE y el Tribunal electoral; la eliminación del amparo y la expansión de la prisión preventiva oficiosa, lo que le conferiría vastos poderes arbitrarios a la autoridad. Las iniciativas propuestas constituyen un andamiaje implacable para la conformación de una dictadura constitucional.

La pregunta ahora es dónde está en esto el equipo del próximo gobierno. Su estrategia electoral privilegió la figura y planteamientos del presidente, dejando a la interpretación de cada quien la perspectiva de la otrora candidata. Una hipótesis es que, efectivamente, refrenda la noción del “segundo piso;” la otra hipótesis es que es su propia persona y que irá dando forma a su visión de gobierno a partir de su triunfo electoral. Desde luego, la diferencia es fundamental, porque, en el primer caso, el país se encontraría ante el borde del abismo. En el segundo, existiría la oportunidad de restaurar la civilidad a la vida pública, abriendo la puerta para una interacción civilizada de la presidencia con el congreso, la Suprema Corte y la ciudadanía. Además, como dice el dicho, no es lo mismo borracho que cantinero: una cosa es la contienda y otra muy distinta es gobernar, situación en la que se encuentra ahora la triunfadora.

Dado el resultado de la elección, la oportunidad es inmensa, pero implicaría el abandono de la pretensión de la estructuración de una dictadura constitucional. De ese tamaño es la disyuntiva -y los riesgos inherentes- que enfrenta la próxima presidente y el país.

Bill Hicks, un comediante británico gruñón, soñaba con la creación de un partido político para “gente que odia a la gente.” El problema era que no lograba que se juntaran en un solo cuarto: los egoístas derrotaban el principio central. Por alguna razón, cada vez que escuchaba o veía las iracundas mañaneras pensaba en Hicks. Me pregunto si Claudia Sheinbaum entiende el enorme daño que generó el presidente con sus diatribas intimidatorias. Más al punto, la pregunta central es si acepta que el papel del gobierno no es atacar o destruir sino crear, conciliar y liderar.

Es evidente que muchos mexicanos no sólo aprecian al presidente saliente, sino que le son leales y creen, al menos hasta ahora, en la veracidad de sus invectivas y de sus supuestos logros en materia económica, social, de pobreza y corrupción. Lo probable es que los “otros datos” se vengan abajo cuando la realidad comience a hacerse sentir. Para la presidenta electa la disyuntiva es cómo preservar su base y, a la vez, sumar al resto de la ciudadanía, lo que inevitablemente entrañaría distanciarse de la forma de conducir los asuntos públicos, comenzando por la retórica y sus excesos.

Ya sin el personaje dominando el panorama, la verdadera interrogante es qué quiere lograr la próxima presidenta y si eso es factible. “Un rey, decía Bruce Springsteen, “nunca está satisfecho hasta que lo controla todo.” Para impedir eso es que los grandes pensadores del siglo XVIII, como Montesquieu y Madison, plantearon la separación de poderes, contribuyendo a crear las sociedades más exitosas y desarrolladas del mundo. ¿No es eso lo deseable?

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REFORMA

28 julio 2024