Así es cómo

Luis Rubio

Décadas de observar y analizar promesas de desarrollo económico me han hecho un escéptico. La evidencia de qué funciona y qué no es bastante obvia, pero por algún motivo nunca se conjuntan las circunstancias que lo hacen posible. Por qué, me pregunto, algunos países avanzan y otros no. Si uno revisa la literatura, los temas de hoy no son distintos a los de hace décadas o, incluso, siglos. Las palabras cambian, pero los temas persisten. El debate sobre más gobierno o más mercado no es nuevo ni particularmente creativo. Pero algo sin duda nos ha faltado para encontrar nuestro camino.

Hace algunas semanas estuve en una conferencia sobre los BRIC, sigla que inventó un banco de inversión para identificar a cuatro países (Brasil, Rusia, India y China) que tienen poco en común pero prometen lograr elevadas tasas de crecimiento económico. Quitando a Rusia, cuyo acelerado envejecimiento demográfico, por no hablar de su dependencia respecto a los precios del petróleo, seguramente le harán imposible mantenerse en ese grupo, los otros tres han evidenciado una gran flexibilidad y capacidad de adaptación. Pero cada uno ha seguido un camino distinto y lo único que los asemeja es su expectativa y propósito de convertirse en potencias en el futuro. Este punto tiene un impacto psicológico tan enorme que no puede ser ignorado.

Al escuchar las presentaciones iba yo pensando en lo circular de la historia y en las formas en que nuestra experiencia se asemeja o diferencia de aquellos. En las últimas décadas se adoptaron una serie de programas y proyectos, todos ellos concebidos como la forma última de alcanzar el desarrollo y, aunque ha habido mejorías aquí y allá, es evidente que el país no ha logrado la transformación que se prometía. Un comentarista argentino decía que ellos crearon grandes proyectos e incluso se adoptaron etiquetas rimbombantes para asegurar que ahora sí se harían las cosas bien, sólo para comprobar años después que el desarrollo seguía siendo una promesa y no una realidad. El argentino se refería al programa de convertibilidad del peso argentino, mecanismo consistente en fijar la moneda local contra el dólar para garantizarle a la población que el gobierno ya no volvería a generar inflación, sólo para luego encontrar con que los engañó, llevando al país a una catástrofe. Los costos de la laxitud fiscal son conocidos por todos, pero eso no ha impedido que, desde 2006, se siga prometiendo el Nirvana económico si sólo se rompen las amarras fiscales.

No hay patrones comunes en los BRIC. El gobierno chino ha utilizado toda la fuerza de su poderoso aparato para forzar una transformación desde arriba, en tanto que el hindú ha ido haciendo pequeños cambios, en la medida en que ha podido, que han liberado las fuerzas creativas y productivas de su sociedad. Se trata de dos experimentos tan dramáticamente contrastantes en forma y enfoque que es imposible encontrar mayores denominadores comunes. Los chinos viven bajo la férula de un gobierno duro que tiene absoluta claridad de sus objetivos y no ceja en su esfuerzo por avanzarlos ni ha encontrado obstáculo suficientemente grande que lo pare. En cambio, el de India apenas logra navegar las difíciles aguas de la extraordinaria complejidad social y política de una nación tan diversa. A decir del expositor hindú, China es una nación que va asimilando las diferencias y creando un todo común, en tanto que India va acumulando experiencias y dejando que persistan las partes que integran al conjunto.

Brasil, más cercano a nuestra historia y experiencia, ha logrado extraordinarias tasas de crecimiento gracias tanto al boom en la demanda de materias primas que ha generado la economía China, como a la industria de bienes de capital que desarrolló en otra era y que ahora, bajo un nuevo enfoque, ha comenzado a arrojar dividendos. La exportación de materias primas le ha generado una enorme oportunidad, en tanto que la venta de aviones y otros bienes tecnológicamente sofisticados le han dado una enorme visibilidad. Sin embargo, lo que realmente ha transformado a Brasil es una actitud: los brasileños están decididos a convertirse en una nación desarrollada y poderosa y eso les ha permitido remontar toda clase de obstáculos, tanto físicos como mentales. Es eso lo que les ha llevado a convertir a su otrora monopolio petrolero en una de las empresas energéticas más sofisticadas del mundo y a privatizar sus empresas en formas que generan competencia interna y los obligan a ser cada día mejores. Su actitud no es discursiva como la nuestra: esa actitud ganadora les ha llevado a cambiar, aceptando costos pasajeros en aras de un futuro mejor.

En la conferencia se presentaron muchos indicadores y anécdotas de corrupción, burocracia, desigualdad y subsidios. Ninguno de esos elementos ha sido particularmente crucial en promover o impedir el crecimiento: hay ejemplos de todo pero ninguno los mantiene estancados. El hindú decía que su país crece a pesar del gobierno y, de hecho, que la economía crece de noche porque es cuando el gobierno está dormido. En contraste, en China es el gobierno el que allana el camino. El reto para India es construir la infraestructura de un país moderno, el de China resolver los problemas del poder sin perder su dinamismo. Ninguno la tiene fácil.

Por años parecía que los qués del desarrollo habían sido resueltos y que sólo faltaba encontrar los cómos. Nuestro estancamiento, que ya lleva décadas, muestra lo contrario: no hemos resuelto ni lo más elemental.

El desarrollo no es algo técnico, sino resultado del sentido común y de la disposición a cambiar. Lo que une a estas naciones ha sido su capacidad, cada una a su manera, para crear condiciones de mercado; hacer atractiva la inversión; promover el desarrollo de su capital humano (sobre todo educación y salud); seguridad pública; y cumplimiento de los contratos a un costo bajo.

Nosotros no hemos logrado los acuerdos más básicos ni existe el hambre de querer vivir de una manera distinta: la actitud de cambiar y transformarnos, de una vez por todas. Eso crea un entorno propicio tanto para la frustración como para el abuso y la corrupción. Todo porque no existe la disposición a adoptar una agenda de futuro que todos ofrecen pero nadie asume.

Llevamos décadas hablando del crecimiento pero no hemos desarrollado la actitud necesaria para lograrlo y eso nos deja inmersos en un proceso desgastante en el que todo se hace para privilegiar lo existente en lugar de construir un futuro mejor. Si algo enseñan los BRIC es que la única manera de lograr el desarrollo es querer lograrlo porque eso obliga a pensar en el futuro.

 

Cambios

Luis Rubio

La crisis económica mundial que nos ha tocado vivir promete trastocar todos los parámetros y patrones de referencia que hemos conocido. Aunque realmente nadie sabe cuál será la naturaleza de los nuevos paradigmas que emerjan, sí es posible anticipar que habrá cambios importantes en sectores como el financiero, energético y automotriz. Estos ámbitos llegaron a la obsolescencia y tendrán que ser renovados de manera integral. Pero la pregunta importante es si nuestro paradigma político resistirá la presión del cambio que viene.

Nuestro sistema político ha evolucionado de una manera peculiar. Del presidencialismo que concentraba el poder y funcionaba en torno a una serie de negociaciones tras bambalinas, pasamos a un sistema que sigue concentrando el poder, pero en un número mayor de instancias. Antes, el presidente servía igual de promotor que de contrapeso frente a los excesos de terceros (como gobernadores y líderes empresariales y sindicales). Hoy el poder se dispersó hacia nuevos centros concentradores del poder, sobre todo los gobernadores, líderes partidistas y legislativos y los llamados poderes fácticos. La descentralización del poder ha permitido un mayor juego político y ha facilitado el fortalecimiento de la ciudadanía, al menos en el ámbito de la libertad de expresión. Al mismo tiempo, el poder sigue sumamente concentrado y ya no existen instancias de contrapeso que funcionen de manera efectiva ni responsabilidad asociada con quienes ejercen el poder y el gasto. El resultado es que el país ha dejado de ser gobernable. La transición política acabó en un sistema de gobierno disfuncional que privilegia el abuso y premia la impunidad.

El sistema político actual descentralizó el poder que antes ostentaba la presidencia, pero no lo federalizó: sigue siendo un sistema semi autoritario en sus formas de decidir y articular el poder. Esto es obvio en la ausencia de incentivos para que la ciudadanía se convierta en un eje articulador de la política, en la forma pre democrática en la que se ejerce el poder y en los vehículos que la población emplea para avanzar sus intereses: por ejemplo, manifestaciones y bloqueos de carreteras en lugar de acudir al poder judicial o presionar a su legislador respectivo. El punto es que, aunque ha habido cambios importantes en la estructura del poder, el sistema político sigue operando en buena medida bajo muchos de los parámetros del viejo régimen presidencialista. Los ciudadanos siguen ausentes.

Los cambios de paradigma en la economía que sin duda vendrán van a impactar al sistema político. La pregunta es cómo serán esos impactos y que resultados podrían dar.

Es de anticiparse, por ejemplo, que la economía que emerja de esta crisis mundial va a caracterizarse por esfuerzos y actividades desperdigados: empresas nuevas, muy dinámicas, relativamente chicas. Por supuesto, no desaparecerán las empresas grandes, pero el dinamismo surgirá de empresas, actividades y sectores que todavía no conocemos, en tanto que mucha de la planta productiva actual dejaría de tener viabilidad. De la misma forma, es probable que mucho de lo que emerja sea intensivo en tecnología, altamente eficiente en el empleo de energía y otros insumos. Pero eso sólo ocurrirá si el sistema político deja de privilegiar a algunos para darle certezas a todos: o sea, no es obvio que México pueda resultar ganador.

Si en realidad emerge un nuevo paradigma (o varios), el país, junto con el mundo, experimentará procesos de cambio que se reflejarán en la forma de nuevos centros de poder económico y nuevas actividades productivas, demanda de personal altamente calificado, sobre todo en áreas tecnológicas y de ingeniería. Estos cambios modificarán los patrones de funcionamiento de las universidades, forzarán a los gobiernos estatales y locales a responder ante demandantes cualitativamente distintos y minará bases tradicionales de poder tanto en el ámbito político como en el empresarial y sindical. En una palabra, se desatarán fuerzas extraordinariamente poderosas en todos los ámbitos y regiones del país.

Frente al cambio que viene, ¿cuál es el arsenal con que cuenta el sistema político para procesar las nuevas demandas y responder ante fuerzas productivas y políticas distintas, muchas hoy desconocidas, si no es que inexistentes? Una cosa que parece certera es que el sistema político mexicano sigue siendo, en buena medida, priísta. Aunque los panistas supongan que han transformado al país y los perredistas, sobre todo sus nuevos contingentes social demócratas, constituyan un cambio cualitativo respecto al viejo régimen, la realidad es que el sistema político sigue privilegiando la concentración del poder, el clientelismo y patrimonialismo. O sea, no podrá responder.

Visto desde esta perspectiva, lo que seguramente veremos en los próximos años es que comenzará a emerger una nueva plataforma de desarrollo económico que no responderá a los patrones tradicionales de comportamiento económico o político: va a ser descentralizada, no dependiente de industrias tradicionales (como el petróleo) y altamente concentrada en procesos tecnológicos complejos. Frente a esto, el sistema político actual no tiene mucho que ofrecer más que obstáculos, impedimentos e ineficiencias. Es decir, el paradigma político vigente es incompatible con el tipo de actividad productiva que seguramente se constituirá en la plataforma de crecimiento económico del futuro. En este contexto, el país corre el riesgo de quedarse atorado en un viejo paradigma sin futuro: una planta productiva obsoleta y un sistema político ingobernable.

El choque de culturas, historias y circunstancias va a cimbrar al sistema político actual. A esto se sumará el descontento de una población harta de la inseguridad, impunidad y violencia. Unos demandarán satisfactores que el sistema no puede ofrecer (como un sistema educativo capaz de soportar actividades productivas nuevas, innovadoras), en tanto que otros presionarán por satisfactores elementales como seguridad pública. Además, es posible que todo esto ocurra en presencia de un elevado desempleo y dislocación, producto de la propia crisis mundial.

El sistema político cambiará por iniciativa de los propios políticos si llegan a reconocer la urgencia de responder, o por la presión ciudadana y los cambios de paradigma que se vienen en todos los ámbitos de la vida. Dado que los políticos están pensando en reconcentrar el poder, el cambio vendrá por la presión ciudadana y por el embate de nuevas fuerzas productivas, hasta hoy en buena medida impredecibles. Cualquiera que sea la dinámica del cambio que viene, éste va a ser explosivo.

 

E-Lecciones

Luis Rubio

El reciente proceso electoral fue una prueba contundente en contra de la reciente reforma electoral: ilustró fehacientemente todos los vicios, abusos, errores y absurdos que la motivaron. Más vale que comiencen los remiendos, por no decir las reformas de fondo, porque con la ley como está, el conflicto del 2006 será juego de niños comparado con lo que viene en tres años.

Quizá nada ilustre mejor la dinámica de la reforma electoral de hace dos años que las fotografías de los candidatos que pulularon el país a lo largo de los últimos meses. Quienes conocían en persona a los candidatos no los reconocían: el uso indiscriminado del programa photoshop permitió que todos los candidatos se vieran muy carita. Pero ciertamente no eran ellos. El objetivo era construir una realidad inexistente, corregir artificialmente los males, en este caso físicos, de los individuos y, en una palabra, disfrazar el mundo en que vivimos.

Así fue la reforma electoral. Se pretendió que, cambiando la ley, se podía transformar la realidad. Adiós a los diferendos, bienvenida la amabilidad y el discurso terso. El problema es que quizá esa sea la realidad de Dinamarca pero, como hubiera dicho Shakespeare, algo está podrido en este lugar. Ni el conflicto ni los desacuerdos ni la realidad pueden desaparecer por decreto. Pero eso exactamente es lo que intentaron nuestros legisladores.

El experimento falló y nuestra terca realidad, comenzando por la de los propios políticos, volvió a imponerse.

Comencemos por el componente institucional. ¿Alguien puede imaginar al actual IFE sobreviviendo la contienda electoral de 2006? A duras penas, el IFE anterior logró sacarla adelante. Hoy en día tenemos un IFE que perdió su independencia, al que mangonean los partidos y que en el camino extravió su razón de ser: autoridad con entera credibilidad. La reforma lo convirtió en una agencia de belleza encargada, fallidamente, de la pulcritud electoral. Para colmo, las dos instituciones que conformaron el corazón de la nueva era democrática, el IFE y el Tribunal, difícilmente podrían tener una relación más tensa y conflictiva. Con esa debilitada institución no es posible pretender arribar al 2012 en paz.

La equidad en los medios, quizá el objetivo principal de la reforma del 2007, probó ser mítica e ilusoria, pero por culpa de la realidad, es decir, de los propios partidos. Nunca ha habido tanta simulación como en las campañas que llevaron a esta elección. Los ciudadanos vivimos atosigados no sólo por los spots sino por entrevistas disfrazadas que se cobran por minuto. El dinero fluyó como siempre y como nunca; renacieron viejos vicios, como el de las gacetillas. El acceso a los medios electrónicos fue estrictamente proporcional al tamaño del pago realizado. La distorsión es tan grande que los anunciantes tradicionales desaparecieron del mapa. Nada de esto debiera asustar a nadie: esa es nuestra realidad; el problema es pretender que no existe y legislar así.

Los órganos electorales locales probaron ser incapaces de lidiar con los problemas que se les presentaron. No tienen una estructura institucional adecuada al reto ni tienen capacidad de decisión. Muchos, quizá la mayoría, se subordinan al gobernador. No es casualidad que haya reinado la discrecionalidad y la parcialidad en las decisiones. Si de equidad hablamos, los órganos locales deberían desaparecer a favor de un IFE nacional independiente y debidamente fortalecido.

La descalificación, eso que según la ley no existe y no se debe hacer, fue la característica dominante del proceso. No hubo debate de ideas ni propuesta relevante alguna. Todo acabó en ataques, spots y anuncios sin mensaje. La disputa a través de Internet resultó feroz y se prestó a todo. El IFE pretendió censurar ese medio pero lo único que logró, además de deteriorar todavía más su propia credibilidad, fue atraer más gente hacia la red.

Al final, todo mundo acabó insatisfecho. A pesar de las chapuzas y tropelías, los partidos acabaron divididos internamente. Los medios, que recibieron ingentes pagos por fuera, se sienten agraviados. Interesante: los dos componentes más activos en la disputa sobre la reforma electoral lograron todo lo que querían (limitar a la ciudadanía y movilizar monumentales montos de dinero) pero acabaron insatisfechos. La ironía es deliciosa: a pesar de lo restrictivo de la ley, la ventaja es absoluta para quienes la violan.

Pero no hay duda que el gran perdedor fue el ciudadano. Fuera del debate relativo a la anulación del voto, que tiende a ser más elitista que ciudadano, la ciudadanía brilló por su inexistencia. Los procesos electorales siguen siendo monopolio de los partidos y nadie más tiene derecho a participar u opinar. Los ciudadanos, los supuestos dueños del poder, no existen en la democracia mexicana.

Parecería evidente que, además de reaccionaria y retardataria, la reforma del 2007 fue mezquina. No sólo echó para atrás muchos de los logros de la década anterior, sino que cerró las pocas puertas que le quedaban al ciudadano para informarse, formarse un juicio y, por encima de cualquier cosa, tener capacidad de exigirle rendición de cuentas a los legisladores. Todo eso en el contexto del contingente de jóvenes más grande de nuestra historia. A pesar de lo anterior, muchos ciudadanos, organizados o en lo individual, intentaron participar o crear condiciones para que eso sea posible. La realidad fue de impotencia absoluta.

La reforma electoral acabó siendo un fiel reflejo de nuestras contradicciones: queremos avanzar pero sin perder privilegios, queremos algo distinto pero siempre con la vista puesta en el retrovisor, queremos cambiar pero sin ceder o renunciar a los cotos de poder.

La pregunta es qué sigue. En el devenir del proceso electoral que acaba de concluir, se dio una agria disputa sobre la mejor forma de forzar un cambio en la política mexicana. Si bien la diferencia era tajante (votar o anular el voto), una lectura desapasionada de los argumentos de ambas partes permite observar que prácticamente no hay diferencia alguna en el objetivo buscado. Pasada la elección, es crucial avanzar esa agenda ciudadana. La pregunta es cómo.

De todos los planteamientos que escuché o leí, el que más atractivo me pareció fue el de obligar a los legisladores a responder: definir un conjunto de ideas concretas (como podrían ser reelección, eliminación de los plurinominales y candidaturas independientes), convertirlas en movimiento, conseguir firmas y apersonarse en las oficinas de los diputados de cada distrito en el congreso federal. Es decir, hacer valer un derecho bajo el principio de que si la montaña no va a Mahoma

 

La cosecha

Luis Rubio

En las elecciones, como en los cultivos, se cosecha lo que se siembra. En ocasiones, quienes están bien posicionados cosechan los errores de otros. Esta metáfora resume el resultado de los comicios de la semana pasada. El PAN pagó por lo que hizo y, sobre todo, por lo que no hizo, en tanto que el PRI se benefició de su historia y de los descalabros de sus dos contrincantes. La ciudadanía resultó más inteligente que los políticos.

Alguna vez escuché la apreciación de que Luis XIV disfrutó el palacio de Versalles en tanto que Luis XVI pagó su costo. Algo similar se puede decir de Fox y Calderón. Luego de años de invertir en una estrategia de consolidación a partir de municipios grandes, el PAN conquistó la presidencia en 2000 y ahí perdió el camino. Se olvidó de la razón por la cual había sido elegido, perdió de vista su origen y las grandes batallas que animaron su historia y se durmió en sus laureles. Fox no entendió el momento político, fue incapaz de visualizar la urgencia de transformar al sistema políticó y su gestión, o falta de ella, hizo posible que se consolidara la impunidad de los gobernadores y que cobrara vida propia ese mundo de los poderes fácticos que todo lo paralizan.

Nueve años después, el electorado le cobra al PAN su incapacidad de cumplir con la promesa de construir una democracia participativa, combatir la corrupción y darle al ciudadano, el origen de ese partido, el papel protagónico que reclama. Fox perdió la oportunidad histórica de cambiar el rumbo del país para bien y Felipe Calderón, al optar por no corregir, está pagando las consecuencias. El electorado reprobó al gobierno y al partido que lo ha decepcionado. No hay de otra.

Los votos y las abstenciones evidencian una sentida demanda de liderazgo y un gran vacío social: la población requiere respuestas que nadie parece capaz de darle. Quizá sea eso lo que llevó a optar por la experiencia frente a todo lo demás.

La debacle del PAN no es producto de la casualidad, sino de un entorno partidista no propicio para triunfar: a) sus procesos de nominación de candidatos son poco afortunados porque la base panista es mucho más conservadora que el electorado y promovió candidatos poco atractivos para los votantes; b) el partido llegó dividido al día de los comicios, división que refleja heridas, rencores, pugnas y un presidente de la república dedicado a exacerbarlas; c) la arrogancia del gobierno y de algunos de sus candidatos no tuvo límite: ejemplos sobran, pero tres obvios son una secretaría de Economía que no responde a la crisis más grande de la historia, una política social ausente y un conjunto de candidatos que, seguros de ir por todo (es decir, el 2012), acabaron sin nada. Así ocurrió en Jalisco, Querétaro y San Luis; d) un gobierno sin más proyecto que el de seguridad, cuyas consecuencias (secuestros y extorsión) padece la población y para lo cual no ha tenido capacidad de construir una policía moderna; y e) en franco contraste con su exitosa estrategia hace tres años, en esta ocasión el partido rijoso, peleonero y violento fue el gobernante: la moderación le benefició en 2006, ahora la conflictividad le costó. Como tantos otros de sus predecesores, el presidente confundió la popularidad que le garantiza su presencia permanente en los medios con los sentimientos, preocupaciones y padecimientos de la ciudadanía. El PAN y el presidente perdieron de vista lo relevante.

Por su parte, el triunfo del PRI fue resultado de su disciplina y organización territorial, ambos producto de la historia, y también de un gasto inaudito de los gobernadores en contubernio con las televisoras. Aunque les tomó años, los priístas, gente de poder, acabaron uniéndose en aras de recobrarlo. El PAN se las puso fácil porque en el gobierno no cambió nada de la esencia del viejo sistema, del cual los priístas son maestros. Además, el PRI se benefició de estar en el lugar correcto en el momento indicado: se colocaron como una alternativa creíble sin jamás haber tenido que reformarse. El colapso del voto perredista, sobre todo en los municipios conurbados del DF, contribuyó al su triunfo sobre el PAN en contiendas que antes habían sido muy cerradas.

Lo que viene no va a ser sencillo para nadie. El mejor escenario para el PRI hubiera sido un PAN menos colapsado que pudiera asumir los costos de cualquier reforma que se llegara a dar. Como quedaron los números, los priístas no tendrán alternativa que la de confrontar la responsabilidad del cogobierno, algo que no va a ser fácil para ninguna de las partes. Además, la fracción priísta viene preñada de problemas, sobre todo por los contingentes dinosáuricos de Oaxaca, Puebla, Veracruz y Edomex, que representan prácticamente la mitad de la bancada y que responden a las demandas presupuestales de sus respectivos gobernadores. Disciplinar a esa bancada y a los suspirantes- va a ser una pesadilla y exigirá gran destreza si quieren hacer mella en los factores de poder y presupuesto que le importan al PRI. Un mal manejo, o demasiadas disputas, pueden acabar siendo un impedimento para ganar el 2012. Pero el PRI irá en caballo de hacienda y en control de la misma. No es cosa menor.

La elección no deja satisfecho a nadie. Dada la permanencia del Senado, el único efecto garantizado de la elección será que el gobierno será rehén del PRI en materia presupuestal, domino exclusivo del Congreso. Ahí el presidente sufrirá el embate de los gobernadores, sobre todo los más duros, cuyo poder, impunidad y opacidad son producto de la ausencia de contrapesos y de su interminable voracidad. El presidente pasará a ser un peticionario más en la larga lista de demandantes de presupuesto.

La novedad en esta elección no fue el fracaso del PAN o el triunfo del PRI pues, como en 2003, ambas cosas responden a factores estructurales. La novedad fue la convocatoria al voto nulo, cuyo efecto, descontando el 2.5% de promedio histórico de votos anulados por errores diversos, no fue más que simbólico, aunque si redujo la competencia, favoreciendo al PRI. Con todo, el simbolismo es importante y no deja de ser paradójico que el reclamo de los anulistas coincida tanto con la agenda histórica del PAN que, ya en el gobierno, olvidó.

El riesgo ahora es que el PRI decida que ya ganó y no vea necesidad de cambiar nada excepto para afianzar su control; que el PAN y el gobierno culpen a la maquinaria del PRI, se auto justifiquen e ignoren sus errores; y que el PRD no tenga capacidad de resolver sus fracturas y abandone la construcción de una social democracia moderna. Es decir, el riesgo es que todos se suban en su macho y pretendan la ciudadanía les debe la vida.

 

Hoy y mañana

Luis Rubio

El día de los comicios es siempre el día de los ciudadanos. En nuestro sistema, es el único momento en que la ciudadanía puede hacer una diferencia en la vida pública nacional. El voto es el instrumento central de la democracia y el único que tenemos a nuestra disposición los mexicanos. Por eso debe entenderse en toda su dimensión y ejercerse con mucho cuidado.

La contienda electoral de estos meses concluye hoy con la decisión del votante y abre la puerta a la siguiente etapa del proceso político. Tradicionalmente, las elecciones intermedias tienden a atraer una reducida participación y a ser procesos deslucidos. Pero no siempre ha sido así. En 1991, por ejemplo, Carlos Salinas, cuya elección presidencial (1988) había sido muy cuestionada, convirtió los comicios intermedios en su relanzamiento. En 1997, el PRI perdió la mayoría absoluta, inaugurando una nueva era de potencial democrático. No todas las elecciones intermedias han sido aburridas o irrelevantes.

Esta elección es notoria por dos circunstancias: la crisis económica que vive el mundo y que nos impacta gravemente y el hartazgo de la ciudadanía con la parálisis que emana del sistema político. La crisis afecta directamente a las personas en sus ingresos, empleo y oportunidades de progreso. La parálisis del gobierno y del legislativo, así como sus pugnas interminables, la impunidad de que ambos gozan y el abuso que caracteriza a los gobernadores, impiden que el país encuentre salidas a sus problemas, mantiene anquilosada a la economía y genera una desazón permanente que no conduce a nada bueno.

Por si esto fuera poco, la contienda misma fue excepcional por su irrelevancia. Además de agria en sus disputas, fue pequeña en la calidad del discurso, carente de propuestas y, eso sí, rica en censura por parte del IFE. La democracia mexicana se redujo a un concurso de spots sin contenido pero con mucho maquillaje. Todo esto fue resultado de las nuevas reglas que normaron este proceso y que surgieron de la reforma electoral de 2007 y cuya motivación fue el rencor y el infinito afán de control que caracteriza a nuestra clase política. Quizá lo más sintomático del momento es que todavía no concluía la contienda cuando los legisladores ya buscaban algo más que reformar: la contienda misma ha obligado a los políticos a responder, algo que no hubiera ocurrido de no existir el derecho a votar y a que los votos cuenten.

El día de hoy el ciudadano tiene dos decisiones que tomar. La primera es si acudir a la casilla correspondiente y la segunda por quién votar. Tradicionalmente, la opción era decidir por un candidato o partido en cada una de las elecciones del día: diputados, partidos, jefes delegacionales en el DF y gobernadores y diputados locales en las entidades respectivas. En esta ocasión, un grupo de activistas políticos y opinadores ha propuesto que el ciudadano que acuda a las urnas no vote por las opciones existentes sino que anule su voto como protesta.

Una de las virtudes de nuestra realidad política actual es que nadie sabe cuál será el resultado de los comicios. Nadie tiene certeza de que quién ganará o cuánta gente acudirá a las urnas. Esto se dice fácil, pero no es algo que existiera hace sólo tres lustros. Antes los mexicanos no gozábamos del sufragio efectivo por más que así lo dijera toda la papelería gubernamental. Los jóvenes que hoy votan por primera vez no vivieron esa historia de luchas por lograr ese derecho tan elemental: el de poder votar. En este sentido, por mal que estén muchas cosas, el derecho a votar, que no existía antes, es un componente medular de la vida política. Con todos los avatares de nuestra limitada democracia, los votos cuentan y se cuentan y es por eso que este instrumento democrático no debe ser minimizado. Esto es particularmente relevante en muchos estados en los que todavía prevalecen prácticas autoritarias y corruptas promovidas por gobernadores o por el crimen organizado. Ceder el derecho a votar es conceder el derecho del poderoso a abusar con impunidad.

Al final del día de hoy sabremos cómo quedó la correlación de fuerzas en el congreso y tendremos un panorama de lo que sigue para el país. Así comenzará el día de mañana. Con esta sana incertidumbre democrática, la política mexicana tendrá que ajustarse y, en su caso, responder ante la realidad que hoy arrojen los votos. Aunque las encuestas sirven para medir y anticipar las preferencias de los votantes, siempre hay un margen de error o, simplemente, de reconsideración por parte de los electores. Muchos pueden cambiar de parecer en los últimos días o incluso minutos. Igual es posible que un partido gane una mayoría absoluta o que otro desaparezca. Todo depende de la lo que decida cada elector. Esa es la magia de la democracia: cada voto cuenta y puede hacer la diferencia.

Aunque quizá poco sustantiva, la competencia electoral ha sido intensa. Hoy sabemos que hay un grupo de cincuenta o sesenta de los trescientos distritos y al menos cuatro de las seis gubernaturas en pugna en los que el resultado puede ir en cualquier dirección. Cada voto cuenta.

Los temas relevantes para la elección del día de hoy son: a) qué tanto asciende el PRI en número de curules; b) qué tanto disminuye la presencia del PRD; c) cuántos diputados pierde el PAN; d) cuál es el impacto del PT y Convergencia bajo la tutela de López Obrador sobre el electorado perredista; e) la posibilidad de que algún partido chico no alcance el umbral del 2% para conservar su registro; y f) cuál fue el nivel de abstención y de votos anulados.

Como argumenta Roger Bartra en su nuevo libro, La Fractura Mexicana, un análisis serio y por demás sensato de las causas, implicaciones y complejidad inherente a estos factores, el problema de fondo no es de un partido sino de las oportunidades perdidas y de la estructura de la política nacional. Bien vale la pena su lectura.

Mañana en la mañana la bola pasa de los ciudadanos al mundo político. Los políticos tendrán que lidiar con las decisiones de los votantes en lo individual que, ya agregadas, marcarán la pauta futura. Si el voto de protesta acaba siendo muy bajo, los organizadores del movimiento en pro de la anulación quedarán desacreditados; en caso contrario, la pregunta será si los políticos reaccionan planteando un esquema visionario de transformación y apertura para beneficio de la ciudadanía o reforzando la tendencia hacia la cerrazón y el control exacerbado de las instancias otrora ciudadanas. Hoy es imposible determinar cuál de los dos caminos será, pero la diferencia es toda. Por eso es tan importante que el elector decida con cuidado cómo votar y que vote.

www.cidac.org

Construir

Luis Rubio

El devenir de nuestro sistema político recuerda al famoso prefacio de Mark Twain en su libro Las aventuras de Huckleberry Finn: las personas que intenten encontrar una trama o una razón a esta narrativa serán asesinadas. El sistema político mexicano fue construido luego de la Revolución y en respuesta a las circunstancias del momento. Sus virtudes, pero también sus deficiencias, están ahí, a la vista de todos. Es claro que ya no responde a las necesidades de hoy y que nos tiene paralizados. Más que reformas y arreglos a lo que no funciona, tenemos que pensar en lo que debería reemplazarlo.

El letargo tanto político como económico que nos caracteriza no es producto de la casualidad. Es el lado anverso de la moneda del conjunto de desencuentros que nos caracterizan que, quizá, se pueden resumir en tres: instituciones débiles y con un diseño deficiente; un profundo desempate entre la realidad del poder político en la actualidad, en la era post-PRI, y las instituciones que fueron diseñadas hace décadas para administrarlo; y la negación de los derechos ciudadanos que está implícita tanto en los viejos arreglos del poder, la esencia del sistema presidencialista, como en las instituciones que se han ido construyendo para excluir a la ciudadanía, preservar la impunidad y mantener el statu quo.

Los desencuentros están presentes en todos los espacios. Presumimos la existencia de muchas instituciones y los políticos se dan golpes de pecho cuando afirman que lo importante es la fortaleza de las mismas, pero todos sabemos que la realidad es muy clara: los poderes fácticos y unos cuantos grupos de poder hacen lo que les da la gana con las instituciones. En ocasiones hasta se dan el placer de modificarlas para ajustarlas a sus deseos y preferencias. Las más de las veces no hacen sino ignorarlas: mejor que se ajuste la realidad.

En el camino se constituyeron instituciones cuyo diseño fue mal pensado o concebido para servir a objetivos distintos a los formalmente enunciados. Por ejemplo, la Comisión de Competencia tiene un sistema pobre de contrapeso y ahora se pretende darle mayores facultades. En sentido contrario, al IFE se le dieron enormes facultades para luego ser socavado. El punto es el obvio y muy simple: nuestras instituciones no han sido concebidas para construir un mundo amable y eficiente para beneficio del ciudadano y del consumidor sino para afianzar y preservar los intereses de un núcleo muy pequeño de personas y grupos. Y luego nos preguntamos por qué está paralizado el país.

Ese modo de proceder no ha hecho sino alienar a la población, atemorizar a los potenciales inversionistas y reducir las oportunidades de desarrollo del país. Frente a esto, las respuestas que se escuchan por parte de gobernantes y políticos son siempre las mismas: unos proponen una interminable lista de reformas que, con frecuencia, no tienen coherencia entre sí. Otros abogan por cambios en leyes, cuando no la misma Constitución, donde la lógica es personal o de grupo, no de verdadera transformación. Los consensos que se logran en el legislativo se caracterizan por los mínimos comunes denominadores, no por la existencia de grandeza de visión al servicio del futuro y de la ciudadanía.

Muchos políticos creen que su chamba se cumple cuando aparentan hacer algo y por eso se desviven por avanzar reformas e iniciativas. Pretenden que la apariencia de movimiento compensa o, más propiamente, oculta lo obvio: que el país está aletargado y la economía paralizada y que eso nada tiene que ver con la crisis internacional actual sino con nuestra realidad política, social y económica.

El tema no es de más o mejores leyes, de una nueva Constitución o un liderazgo iluminado. El fondo del asunto reside en la ausencia de un acuerdo básico en la sociedad mexicana, y no solo entre las élites, que permita sustentar una nueva era de desarrollo. En la era de los caudillos y del poder presidencial exacerbado era posible construir arreglos y coaliciones para avanzar proyectos y articular iniciativas susceptibles de impactar positivamente la vida cotidiana, aunque con frecuencia el efecto fuera el contrario. En otras circunstancias quizá hubiese sido factible contemplar acuerdos entre élites, cualquiera que fuese el mecanismo articulador. Sin embargo, a pesar de que claramente las élites mexicanas están divididas cuando no confrontadas, el problema hace tiempo trascendió ese universo.

Como sugieren las encuestas previas a la elección intermedia, la población tiende a reprobar a los políticos y prefiere optar por otras formas de hacer sentir sus preferencias y descontento. La ciudadanía, esa que tiene que pagar los platos rotos de lo que no hacen los políticos, y de lo que sí hacen pero mal, observa con desazón la forma en que el país se mantiene estancado sin que parezca haber alternativa alguna. Puesto en otros términos, cualquier pretensión de recuperar la viabilidad del país y de su economía tendrá que partir del involucramiento activo de la ciudadanía y eso entrañaría un cambio radical en nuestra realidad y estructura política.

El gran tema de la política mexicana en los años por venir será el de la reconstrucción de las instituciones, pero ahora bajo la premisa de que éstas tienen que responder a las necesidades y demandas de la población. Hasta ahora, el país se ha movido gracias al liderazgo de presidentes o el actuar de sus élites. Ambos caminos han quedado agotados. No tengo duda que el país podría seguir adelante, como lo ha hecho en las últimas décadas, pero eso sería erosionando cada día más la capacidad y disposición de la ciudadanía de ser parte de un proyecto inviable, cuyas manifestaciones más evidentes son la inseguridad, la lacerante desigualdad y el estancamiento económico. Tampoco tengo duda que en ese contexto es concebible la aparición, o reaparición, de vendedores de milagros. Igual de posible es que todo el entramado político simplemente se colapse ante el peso de la inviabilidad, la desidia y el desasosiego.

La reconstrucción de las instituciones podrá partir de reclamos ciudadanos o de acuerdos entre líderes partidistas, iniciativas de la sociedad o de una conflagración social. Nadie sabe de dónde va a surgir, pero el camino de la violencia o la rebelión, el del México bronco, sería sin duda el más peligroso. Una vez que una sociedad entra en esa dinámica, todos los parámetros anteriores dejan de ser válidos. Al final, la disyuntiva es muy simple: o los supuestos representantes populares comienzan a representarlos o acabarán siendo arrasados por la incontenible realidad y una población que tarde o temprano se cansará de lo obvio.

 

Incompetencia

Luis Rubio

Quizá lo más impactante de la tragedia acaecida en Hermosillo no sean las horribles escenas de niños quemados y muertos, sino el reconocimiento de que esa guardería no es más que un ejemplo de los miles de riesgos que, inconscientemente, asumimos todos los mexicanos día con día. La suma de regulaciones mal encaminadas, procesos corruptos de inspección y autorización y un extraordinario desdén por la seguridad nos han convertido en un país de riesgo extremo. Pero todavía peor que esto es la incompetencia en la toma de decisiones, la fácil asignación de culpas y la cancelación de opciones que claramente son necesarias.

Las tragedias de los años recientes no nos han llevado a aprender nada. Los huracanes siguen destruyendo viviendas mal localizadas, los temblores tumban edificios, y sucesos como el gasolinazo de Guadalajara o la explosión de San Juanico son ejemplos, tanto de actos de la naturaleza como del actuar humano, de los que no aprendemos. Los materiales que se emplean en la construcción de escuelas (o en guarderías y similares) no son los idóneos en caso de incendio; las regulaciones de construcción, incluso cuando éstas hayan sido actualizadas, con frecuencia son violadas por medio de «una corta»; y no existe disposición por parte de nuestras autoridades para impedir que poblaciones enteras se asienten en antiguos cauces de ríos o cerca de instalaciones peligrosas. A la luz de la realidad, lo verdaderamente increíble es que no haya más tragedias como la de Hermosillo.

Si uno sigue la historia de la guardería ABC, toda la sucesión de circunstancias parece casi diseñada para un final fatal. Para comenzar, es evidente que el edificio no era adecuado; tiempo después se autorizó la instalación de una llantera a un lado, sin que hubiera condiciones apropiadas para la convivencia de dos actividades tan disímbolas: la mano izquierda del gobierno local no tiene idea lo que hace la derecha y, todavía más condenable, a nadie le importa. Por su parte, el IMSS autorizó una instalación que los involucrados claramente sabían era inadecuada. El punto es que toda la cadena de decisiones a lo largo del tiempo, y que involucró a los tres niveles de gobierno, es un fiel reflejo de nuestra realidad política: a nadie le importa la seguridad de la población.

Visto desde esta perspectiva, no deja de ser preocupante la respuesta de todos los niveles de gobierno al incendio de la guardería. Los gobernantes, esos que quieren el poder para hacer cosas, se dedicaron a aventarse la pelota sin que nadie asumiera responsabilidad alguna. ¡Yo no fui!, parecía decir uno; ¡fue aquél!, decía el otro. En lugar de funcionarios competentes y responsables, lo único perceptible fue autoridades que no son responsables de nada. Nadie sabe cómo fue posible que ocurriera la tragedia. Es como cuando alguien tira un vaso y grita «se rompió», como si el vaso fuese responsable de sus acciones.

Por si todo esto no fuera aterrador, ahora resulta que la consecuencia no es una sanción equitativa para todos los que aprobaron lo que a todas luces ponía en riesgo la vida de los niños. No: todo es culpa de las guarderías, lo que conlleva a una inmediata suspensión de licitaciones y la obstaculización de un servicio indispensable para miles de mamás en todo el país. Lo mismo pasó con el sistema de aprendices: como alguien abusó, mejor cancelar la oportunidad de tender puentes entre la escuela y la realidad productiva. Y qué del IVA, que ahora resulta innombrable. Con la tragedia de Hermosillo ya se satanizaron las estancias infantiles y la subrogación de guarderías, sin que medie un análisis serio o se haga justicia. ¿Quién responde por la falta de servicios para los niños que iban a ser recibidos en las casi 80 guarderías que ya están listas y que ahora han sido canceladas? ¿Cuál es el problema: las guarderías o las complicidades para otorgarlas como una dádiva política? ¿Las guarderías o el hecho de que, a sabiendas que no cumplían la normatividad, las volvieran a certificar? ¿El problema son los privados que subrogan el servicio o la autoridad que no cumple con su responsabilidad y queda impune? Nada ha cambiado cuando a preguntas tan elementales se responde con más corrupción e impunidad.

Lo que la población espera de sus políticos, lo mínimo que tiene derecho a esperar, es un liderazgo efectivo: acción, responsabilidad, respuesta. Lo que obtuvo fue una serie de deslindes que, además de no venir al caso, mostraron la cara de una clase política incompetente, irresponsable y, por si eso fuera poco, absolutamente carente de creatividad.

Valdría la pena imaginar un escenario distinto. Dado que el problema no es esa guardería, sino la falta de conciencia y regulación de los riesgos inherentes a ese tipo de servicios, el gobierno federal pudo haber tomado el liderazgo de manera integral, proponiendo soluciones no sólo para esa guardería sino para todas las escuelas, guarderías, estancias y servicios similares a fin de tomar el toro por los cuernos. Un liderazgo efectivo habría permitido que se procese a quien lo justifique, además de haber construido algo mejor, como convertir la tragedia en un proyecto de seguridad para la población. Nada de eso habría limitado el potencial de escándalo que generaron los medios, pero un liderazgo efectivo los habría sumado en un proyecto de seguridad que, todos los mexicanos lo sabemos, urge instrumentar.

Ahora, a semanas de la elección, tanto los gobiernos locales como el federal están pagando las consecuencias de su inacción. Evidentemente hubo irregularidades en el proceso de autorización e inspección de la guardería, irregularidades que no son excepcionales en nuestra realidad cotidiana y de las cuales, cada quien en su caso, todos somos responsables. Un inspector que acepta una mordida para obviar una revisión o por permitir alguna irregularidad es tan culpable como quien la ofrece, y viceversa. Pero esa costumbre, que se extiende a todos los ámbitos de la vida nacional, es uno de los muchos impedimentos que enfrentamos para el desarrollo. La solución obviamente no es cancelar los servicios sino acabar con la impunidad.

Un gobierno efectivo debe estar listo para aprovechar coyunturas para cambiar la realidad y construir un mejor futuro. Pero eso sólo se puede hacer si el gobierno entiende sus funciones, tiene un proyecto y la disposición para construirlo. La tragedia de Hermosillo mostró que no existe esa capacidad, disposición o proyecto. Todavía es tiempo de construirlo y probar que la muerte de esos pequeños al menos habrá servido para cambiar algunas de nuestras peores costumbres.

 

La cuenta al fin

Luis Rubio

La caída de la actividad económica en los últimos meses nos coloca directamente frente a los dilemas que el país ha venido evadiendo por décadas. El riesgo ahora reside en arribar a conclusiones erradas por no haber aceptado la naturaleza y el ámbito del problema. Lo fácil sería culpar a otros (sobre todo a la recesión de EUA) de nuestras dificultades. Sin embargo, lo difícil, pero crítico, es reconocer que no toda la economía está vinculada a las exportaciones (el sector afectado por factores externos) y que toda esa otra economía ha estado catatónica, cuando no paralizada, desde el final de los sesenta. De no haber sido por las exportaciones, los dilemas que hoy confrontamos se habrían hecho brutalmente patentes hace años. En realidad, tenemos dos economías: una cada vez más moderna, vinculada al resto del mundo; y otra, anquilosada, que se asemeja cada vez más a la cubana.

La contracción económica que experimentamos en estos momentos se puede y debe desagregar en todos sus componentes, pero es evidente que los elementos diferenciadores nos remiten a una serie de binomios: orientada a la exportación vs. dedicada al mercado interno; moderna vs. anquilosada; competitiva vs. dependiente de protección y subsidios; dedicada al consumidor vs. perdida en los intereses de la propia empresa. Aunque no siempre es cierto, la mayor parte de las empresas modernas son exportadoras (o compiten exitosamente con importaciones) y son competitivas. Lo contrario también es cierto: la mayor parte de las empresas viejas y anquilosadas nada tienen que ver con el comercio exterior, han sido gradualmente rebasadas por las importaciones, no son competitivas y son las que más demandan protección y subsidios.

El dilema implícito en estos contrastes es obvio: la economía mexicana se ha partido en dos y una parte se ha quedado estancada en la historia. Por años, desde los ochenta cuando se inició la liberalización de las importaciones, la parte exportadora comenzó a jalar al resto de la economía y a generar tasas elevadas de crecimiento en el sector (en muchos años de más de 10% anual). La expectativa era que, poco a poco, toda la planta productiva se transformaría para construir una economía moderna. Naturalmente, no todas las empresas se dedicarían a la exportación, pero la presunción era que la competencia por parte de las importaciones obligaría a la planta productiva a transformarse. Independientemente de las causas, desde hace mucho tiempo ha sido evidente que la expectativa de una transformación súbita fue irreal.

Dos ejemplos de personas que conozco bien permiten apreciar la dimensión, pero también lo absurdo, de la realidad de muchas de nuestras empresas. Una empresa manufacturaba más de treinta tipos y tamaños de herrajes para ropa como ganchos y broches. Con la apertura de la economía, la empresa fue incapaz de competir y estaba a punto de cerrar. Por casualidad, el hijo del dueño escuchó una conferencia en la que aprendió la esencia de la (entonces) nueva realidad económica: la mayoría de las empresas mexicanas vivía de fabricar una amplia gama de productos con volúmenes bajos y márgenes muy altos por unidad. La apertura obligaba a la especialización: altos volúmenes con bajos márgenes por producto. Al entender las nuevas circunstancias, la empresa estudió el mercado y se especializó en un solo herraje y hoy su unidad de venta es por millones. La otra empresa también ha sobrevivido, pero apenas. Vende artículos de escritorio, donde la competencia es significativa pero no mortal. Esa circunstancia le ha permitido subsistir aunque sus ventas caen en unos cuantos puntos porcentuales cada año: veinte años convirtieron a una empresa mediana en una microscópica. Yo me pregunto cuántas empresas cerraron simplemente por no entender cosas tan elementales como la forma en que evolucionó el mercado. Cuántos buenos ingenieros han probado ser desastrosos empresarios, incapaces de adaptarse o indispuestos a invertir para modernizarse.

Nuestra tragedia actual reside en que la parte moderna de nuestra economía está parada y la parte vieja es incapaz de crear empleos o riqueza. En lugar de que el mercado interno pueda reemplazar la ausencia de demanda de exportaciones, el conjunto de la economía se está colapsando.

Se puede culpar al gobierno o a los sindicatos, a los políticos o a los empresarios, pero nada de eso nos exime de la indisposición absoluta como sociedad a transformarnos y crear un nuevo entorno para la actividad económica. En eso nos parecemos más a Cuba que a los países modernos de los que nos gusta hablar: quitando a las exportaciones, lo que tenemos es una planta industrial y rural vieja, obsoleta, incapaz de competir. Y lo peor es que, en vez de asumir la responsabilidad del fracaso, todo lo que se hace es subsidiar lo insostenible. De esta forma, en lugar de exigir la conformación de un marco que propicie el desarrollo agrícola y agroindustrial, los líderes campesinos se dedican a extorsionar al gobierno y a la sociedad con cantaletas como aquella de que el campo no aguanta más. De manera similar, en lugar de invertir en la transformación de la planta productiva, las cámaras empresariales se desviven por logar subsidios, protección arancelaria y, desde luego, no más tratados de libre comercio. En su ámbito, los burócratas crean cada día más regulaciones y los políticos se congratulan de haber impedido el desarrollo de un sector más, como ocurrió hace unos meses con el petróleo.

El problema es que cada vez que uno de estos grupos e intereses anquilosados logra su cometido y lo festeja, el país da un paso más hacia atrás. Y, claro, cuando la realidad nos alcanza, como está ocurriendo con la crisis internacional, todo mundo culpa a alguien más en lugar de asumir su responsabilidad. Peor, lo fácil es enfilar las baterías hacia los villanos favoritos en lugar de reconocer que, de no haber habido exportadores y tratados de libre comercio, hace años que la economía mexicana se habría colapsado.

Dice un dicho entre los corredores bursátiles que todo mundo es inteligente en los mercados al alza, pero que son los mercados a la baja los que diferencian a los buenos de los malos. No muchos en el mundo pronosticaron la caída que sufre la economía del globo, pero es ahora cuando se torna evidente que países como Chile y Brasil se pertrecharon con mejores decisiones de estrategia económica que nosotros. Ahí es donde está nuestro dilema: queremos seguir siendo una economía pobre pero, eso sí, controlada y al servicio de unos cuantos, como la cubana, o una cada vez más pujante o rica, como cada vez es más claro de Chile y Brasil.

 

Votar o no votar

Luis Rubio

Para Hamlet el dilema giraba en torno a asumir el reinado con toda la violencia que vengar la muerte de su padre habría implicado. Para el votante mexicano el dilema es menos dramático pero a la vez más fundamental: cómo usar su voto de la manera más inteligente posible. El debate sobre el voto está en apogeo, pero el riesgo de anular el voto es infinitamente superior al beneficio.

Empleando argumentos serios y respetables, muchos estudiosos y comentaristas han abogado por la abstención o por la anulación del voto en la próxima elección. Normalmente, el dilema de un votante es por quién votar persona o partido- y no el de si acudir a las urnas o cómo cancelar su voto una vez en la casilla. El movimiento en pro de la abstención o la anulación del voto es un intento de protesta contra la parálisis política, la impunidad y la corrupción. Nadie puede negar estos vicios y su arraigo en nuestra realidad política. Por eso, visto desde esa, muy estrecha, perspectiva, parecería razonable considerar la opción de no votar o anular el voto.

Pero esa no es una alternativa convincente. En mi opinión, anular el voto es un mal camino para el votante, para la democracia y para el futuro del país. Anular el voto no hace sino sumar al conjunto de votos desechados y ni siquiera es probable que se pueda distinguir entre los votos anulados por errores del votante de aquellos intencionalmente anulados. Es decir, independientemente de la legitimidad de una causa, el procedimiento inherente a la anulación de un voto no conduce a una protesta creíble, además de que niega la esencia de la democracia.

El voto es el instrumento básico en cualquier democracia y en la nuestra prácticamente el único. El votante mexicano ya de por sí tiene muy pocos derechos y todavía menos instrumentos para hacerlos valer. Abdicar al voto me parece una manera torpe de ejercer su derecho democrático y una forma absurda de desperdiciar el único instrumento efectivo que existe en la peculiar democracia mexicana. Malbaratar el voto en estas circunstancias sería criminal.

Hay tres vertientes dignas de análisis sobre el tema de si votar o no votar: el propósito que se persigue con no votar (a diferencia del derecho individual de acudir a las urnas o quedarse en su casa); la efectividad del no voto o de la anulación del mismo; y el mensaje inherente que manda el ciudadano al ejercer sus derechos de esta manera.

El propósito es más que evidente. Quienes abogan por anular o no votar persiguen esencialmente registrar su descontento: protestar contra los males que aquejan al país, contra la indisposición de la clase política para atender el reclamo y las necesidades de los ciudadanos y contra la corrupción y la impunidad. Todas estas son causas relevantes y para las cuales no es difícil encontrar eco en el conjunto de la sociedad, aunque el movimiento es mucho más relevante entre lo que los foxistas llamaron círculo rojo, es decir, los políticos, los que comentan y escriben y los que forman opinión pública.

El objetivo es, pues, protestar. La gran pregunta es quién escucharía la queja. Es decir, aunque muchos movimientos de protesta no buscan, en el fondo, más que la satisfacción de los quejosos, lo importante de un movimiento político que aspira a modificar la realidad reside en la efectividad de su mensaje. Un voto que no se materializa -una abstención- simplemente no existe. El ganador y los perdedores se determinan no por el número de personas que votó respecto al padrón total, sino entre los que acudieron a votar. De esta forma, aunque el nivel absoluto de abstención es políticamente relevante, la integración de la próxima Cámara de Diputados la van a decidir quienes acudan a votar y no quienes se queden en sus casas. Lo mismo es cierto de los votos anulados. Aunque esa contabilidad se realice, es imposible distinguir entre los votos anulados como medio de protesta de los que son producto de errores de los votantes.

La historia es poco benigna para los movimientos de protesta de esta naturaleza. Sólo un movimiento masivo que incluyera a la abrumadora mayoría de la población sería susceptible de lograr un impacto mediático y, por lo tanto, político. Pero una situación así es poco probable de materializarse por la simple razón de que el voto duro de los partidos ahí estará (por eso es duro) y, en estas circunstancias, ese será el que decida la elección. Puesto en otros términos, un movimiento abstencionista no tendría otro efecto que el de afianzar a los componentes más encumbrados de los partidos políticos, precisamente esos que el movimiento acusa de ser parte de la corrupción y la impunidad.

Yo respeto a quienes argumentan con elocuencia por la anulación del voto. Muchos de ellos son amigos cercanos y simpatizo con su posición. Pero la democracia no puede construirse a partir del rechazo de sus instrumentos. Más bien, lo que verdaderamente hace falta es el desarrollo de un debate serio y profundo sobre los proyectos que están en juego, las propuestas de los partidos y su potencial impacto sobre la situación del país. Exhibirlos si no tienen proyectos; argumentar en lugar de negar el voto; obligar a los políticos a responder en lugar de masificar una protesta con poca probabilidad de éxito.

El México político necesita una nueva sacudida que eche para atrás la ignominiosa ley electoral que le cercenó todo derecho a la ciudadanía. La verdadera lucha tiene que ser contra la impunidad, por la reelección, por la transparencia a nivel estatal y por la rendición de cuentas. La promoción del abstencionismo va en detrimento de la fortaleza institucional de los partidos, que es el instrumento a través del cual debería funcionar la democracia. Hay que pelear por un cambio en el régimen de partidos, pero por la vía legal, tal y como hemos intentado un grupo de ciudadanos al ampararnos contra esa ley. Yo no tengo duda que un movimiento así nos acercaría al chavismo que, estoy seguro, es exactamente lo opuesto a las preferencias de todos los que propugnan por la anulación del voto.

Por estas razones, un movimiento en pro de la anulación del voto es estratégicamente riesgoso. El mayor de los peligros reside en que el mensaje que escuchen los políticos sea que la ciudadanía rechaza no a ellos, sino a la democracia, por circunscrita y limitada que esté. Al negar el único y efímero instrumento con que cuenta la ciudadanía en nuestra realidad política, la población no estaría sino reprobando quizá el mayor logro de las generaciones actuales. Anular el voto es, en términos políticos, un acto casi suicida, un acto de negación. Apoyarlo implicaría solidarizarse con el resultado.

 

Ciudadanos

Luis Rubio

¿Qué tanto se puede doblar una regla o un lápiz antes de que se rompa? El diseño de las instituciones en el país está comenzando a llegar a un momento definitorio. Las instituciones, al menos la mayoría de las que hoy existen, fueron concebidas para una era y bajo circunstancias que en nada se asemejan a las actuales. Antes se empleaban términos como Estado rector, democracia dirigida y gobierno fuerte para describir un sistema que respondió a una realidad postrevolucionaria en la que el desorden, la delincuencia y la violencia impedían plantear un camino hacia el desarrollo. El gobierno estaba ahí para suplir la ausencia de una sociedad organizada capaz de convertirse en el corazón del futuro. La paradoja del momento actual es que el futuro es inviable sin una ciudadanía fuerte.

Hay muchas hipótesis de por qué la ciudadanía no ha surgido de manera contundente a reclamar sus derechos e imponer su voluntad como ha ocurrido en otras latitudes. Algunos han empleado el término de democracia sin demócratas para describir la anomalía que caracteriza a nuestro incipiente régimen electoral, con lo que intentan explicar la pasividad de la población y la propensión a dirimir conflictos no a través de los procesos judiciales o con su voto, sino a través de manifestaciones, bloqueos, plantones y otros medios no institucionales. El problema para la población es que los instrumentos a su disposición son extraordinariamente limitados: la realidad le impide hacer valer sus intereses.

Conscientemente o no, las instituciones existentes fueron diseñadas para obviar la participación ciudadana y, de hecho, constreñir sus derechos. Por ejemplo, independientemente de su origen histórico (que no disputo ni menosprecio), instituciones como la no reelección han tenido consecuencias por demás perniciosas para el desarrollo del país. Una sociedad que no puede premiar o castigar a sus representantes o gobernantes es una sociedad carente de instrumentos para tener presencia, participación o capacidad de exigir rendición de cuentas. No se le puede pedir a la población que se constituya en una ciudadanía eficaz (en demócrata para seguir la metáfora citada en el párrafo anterior) cuando no existen los incentivos dentro de las instituciones para que eso ocurra.

El problema del diseño institucional es más complejo de lo aparente. Por un lado, a pesar de que el país tiene casi doscientos años de independencia y al menos treinta en proceso de experimentar importantes cambios político institucionales, no hemos sido capaces de crear un sistema efectivo de pesos y contrapesos entre los tres poderes clave de la estructura política (ejecutivo, legislativo y judicial). Hay decenas de iniciativas y proyectos de reforma para ajustar la interacción entre los poderes públicos sin que se haya logrado articular algo que funcione y tenga visos de viabilidad. Detrás de esos proyectos yace un sinnúmero de visiones contrastantes y contradictorias, la mayoría de las cuales no tiene por propósito la construcción de un sistema efectivo de gobierno, sino que parten de un cálculo de probabilidades basado en quién podrá ganar la presidencia en el futuro mediato. Es decir, seguimos viviendo de remiendos a modo más que de grandes visiones de desarrollo con perspectiva de futuro.

Por otro lado, la realidad no espera y ha exigido que se resuelvan problemas cotidianos que se van creando con el funcionar normal de la sociedad y la economía. De esta forma, por ejemplo, se constituyó el IFE y el TRIFE como medios para resolver los conflictos que, durante los noventa, paralizaban al país. Lo mismo fue cierto de las comisiones de derechos humanos, el IFAI y otras similares. En lugar de construir un régimen político funcional a partir de la interacción entre los tres poderes públicos, se han ido creando mecanismos para tapar agujeros y responder ante problemas particulares: es decir, parches. El problema es que muchos de esos parches no fueron bien pensados y han traído consigo consecuencias no anticipadas: concentración de poder, abusos, distorsiones y ausencia de recursos de apelación efectiva. Mucha de la resaca que hemos observado en la forma en que los partidos han intentado restablecer control del IFE es consecuencia de un mal diseño institucional.

Con todo, los conflictos, distorsiones y desavenencias, resultado de instituciones pobremente diseñadas con las que tiene que lidiar y sobrevivir la ciudadanía y con las que se pretende gobernar al país, palidecen en comparación con los que produce, y presumiblemente va a producir, la delincuencia y la criminalidad. En última instancia, la criminalidad es producto de un diseño institucional que impidió la construcción de un ministerio público fuerte y con amplia capacidad de investigación, que privilegió la inexistencia de una policía funcional y moderna y mantuvo sometido al poder judicial. Es decir, no es casualidad que la delincuencia se haya multiplicado en paralelo con el declive del presidencialismo: mientras esa institución mantuvo la capacidad de control, la delincuencia estuvo limitada, todo ello a cambio de un régimen de justicia que favorecía la impunidad. El control se lograba no por la existencia de instituciones fuertes sino por lo contrario: porque la presidencia era tan poderosa que imponía límites a toda la sociedad, incluida la delincuencia. En la medida en que se debilitó la presidencia, la criminalidad se apropió de las instituciones y de las calles.

La pregunta es qué sigue. Como se puede apreciar fehacientemente estos días, el embate gubernamental contra la criminalidad parece avanzar en la dirección que se proponía: que deje de ser un problema de seguridad nacional para convertirse en uno de naturaleza policiaca. El problema es que con las policías que tenemos hoy en día esa transición, ese puerto de llegada, no es creíble ni razonable. Y la creación de una policía moderna va a exigir del desarrollo de una ciudadanía moderna y participativa, precisamente aquella que todo el marco institucional se empeña en negar e impedir.

Todo esto nos retrotrae al asunto central: el futuro exige, requiere, una ciudadanía fuerte y vital, capaz de hacer suyo el devenir del país y, con ello, compensar las carencias e impedimentos que hoy caracterizan tanto al mundo de la política como al de la economía. Por años se ha hecho lo posible por hacer pequeños ajustes para evitar tocar la estructura esencial del poder. Hoy en día el problema se acerca más a lo que ha de haber sentido Luis XVI cuando veía caer la guillotina sobre su cabeza: mientras más se pospone la reforma del poder, más violento y caótico será el futuro.