¿Quién responde?

Luis Rubio

No hay como la realidad para poner las cosas en su justa dimensión. La ciudad de México, ese centro político y ceremonial presente e histórico, se está colapsando por falta de inversión. En lugar de construir y mantener la infraestructura de la ciudad, los gobiernos recientes han privilegiado el gasto vistoso y políticamente rentable a costa de lo esencial, con la consecuencia de que la ciudad está comenzando a colapsarse. La escasez de agua, la explosión del Interceptor Poniente del sistema de drenaje, la pésima calidad de la infraestructura eléctrica y la inexistencia de un sistema policiaco eficaz son todos muestras de la desatención que lo esencial ha recibido. Como en tantas otras cosas en el país, la realidad nos alcanzó.

La historia todos la sabemos: desde que se elige el jefe de gobierno del DF lo que hemos tenido es precandidatos a la presidencia, no administradores de la ciudad. Este cambio, pequeño en apariencia, ha alterado todo. El incentivo para el gobernante es generar apoyos y clientelas en lugar de administrar las entrañas de la urbe. Es más vistosa una obra vial como los segundos pisos y más rentable, en términos políticos, un programa de subsidios a la población de la tercera edad que el drenaje. Sin embargo, hoy sabemos que esos programas se hicieron a costa del mantenimiento de la infraestructura que es esencial para el funcionamiento de la ciudad.

El tema aquí no es de culpas sino de la negligencia que resulta de nuestra estructura política. Como ilustró el sainete respecto a las delegaciones Miguel Hidalgo y Cuajimalpa, el gobierno de la ciudad carece del más mínimo contrapeso. El jefe de gobierno controla a la Asamblea de Representantes, es quien, de facto, nombra al Instituto Electoral local y controla al Tribunal Electoral del DF. Con esa estructura de poder, no hay quien pueda limitar o incluso exhibir los excesos u omisiones del gobernante en temas de primera línea como agua, seguridad, drenaje y luz.

El tema del agua es particularmente hiriente porque revela décadas de negligencia. Además de sobreexplotar sus mantos acuíferos, el DF consume una cantidad desproporcionada del preciado líquido que proviene de otras entidades. El agua se administra mal, como ilustra el enorme número de fugas que ocurren antes de que ésta llegue a su destino. El agua cuesta una fortuna importarla del resto del país para que luego no se cobre y, además, se desperdicie. Las ciudades que administran bien el agua la cobran al menos al costo y, a través del precio, incentivan comportamientos muy distintos a los que caracterizan a la población de esta ciudad, además de que procrean esquemas de recuperación que hoy ni siquiera son contemplables. A pesar de la vasta experiencia que existe, tanto en el país como en el extranjero, la mitología perredista (y, sin duda, la priísta de antes) ha impedido que se conciban esquemas capaces de suministrar el agua necesaria en formas novedosas. Ahora la realidad ha impuesto sus términos y no parece haber ni siquiera capacidad de reconocer que lo esencial fue abandonado en aras de la construcción de tres campañas presidenciales.

Lo mismo se puede decir del drenaje de la ciudad. Por décadas existió un sistema dual, uno dedicado a los desechos pluviales y otro a las aguas negras. Sin embargo, en lugar de continuar invirtiendo en sistemas susceptibles de darle salida a estos desechos y, a la vez, evitar inundaciones, la decisión política consistió en utilizar los colectores existentes para ambos propósitos. El colector que antes se destinaba a las aguas pluviales no tenía el revestimiento apropiado para el manejo de aguas negras y ahora ha tenido que ser reparado de emergencia. Sin embargo, como ilustra la explosión ocurrida en uno de los grandes colectores de la ciudad y el peligro que representa el Bordo Poniente, la ciudad se encuentra amenazada no porque haya llovido demasiado sino porque no se han construido los colectores necesarios para una urbe de estas dimensiones.

La seguridad pública es otro de esos temas que parecen irresolubles. Es cierto que los sistemas policiacos que existían antaño no eran modernos, pero el caos de inseguridad que ha padecido la ciudadanía en por lo menos los últimos tres lustros debía haber sido enfrentado y resuelto por quienes nos gobiernan desde 1997. Esto no ha sucedido y la ciudadanía paga el costo de manera cotidiana. En lugar de una policía eficaz, la ciudad de México sigue caracterizada por sistemas premodernos de vigilancia pero sin los controles políticos de antes. El resultado es que nadie confía en las policías y que éstas no cumplen la función que deberían.

El caos vial no es imputable a un gobierno particular, pero sin duda el del DF es responsable cuando la causa del caos es una manifestación o bloqueo de grupos de interés particular, sean sindicales o de cualquier otra naturaleza que le son afines: en lugar de que la autoridad proteja a la ciudadanía, su prioridad ha sido solapar a sus contingentes rijosos. El caso de los bloqueos por parte de los trabajadores eléctricos de Luz y Fuerza es todavía peor por el hecho de que el servicio eléctrico en la ciudad de México es el peor del país y eso no podría ocurrir más que con el contubernio del gobierno local.

Es evidente que la situación particular del DF en nuestro peculiar pacto federal exige la concurrencia de las autoridades federales en muchos de los temas que son esenciales para la vida de la ciudad. Muchas de las inversiones que son necesarias para el agua y el drenaje, por citar los ejemplos más obvios, requieren financiamiento federal además de la cooperación de las autoridades del DF y de Edomex. Pero este hecho no exime al gobierno del DF de la responsabilidad.

En nuestra tradición municipal, que limita el periodo de gobierno a tres años, el gobernante local no tiene tiempo para hacer mayor cosa: el gobierno toma algunos meses en entender su cancha y luego se pasa un año haciendo lo que puede. Para el fin del segundo año ya está en pleno auge la grilla electorera para la sucesión y, no menos importante, para la siguiente chamba del presidente municipal saliente. Total que es difícil responsabilizar a un (modesto) presidente municipal de lo que no hace.

Ese no es el caso del DF. Luego de doce años de gobiernos del mismo partido e, incluso, en muchos casos, de los mismos funcionarios en gobiernos distintos, es imposible que el PRD no asuma la responsabilidad que le corresponde. Doce años son suficientes para evidenciar prioridades y decisiones. Las inundaciones recientes muestran años de desatención, omisiones y, en una palabra, ausencia total de responsabilidad.

 

Desencuentro

Luis Rubio

Hablando de la viveza criolla, Jorge Luis Borges criticaba ese espíritu de legalidad burlada o ilegalidad acomodada que caracteriza a nuestra cultura. Ser vivo, decía el escritor argentino, no implicaba dejar de ser ignorante. Esta observación me vino a la mente al leer y escuchar comentarios y opiniones que vierten políticos e intelectuales sobre la problemática que enfrenta el país en términos de gobernabilidad y capacidad para lidiar con la crisis e impulsar el crecimiento económico. Lo notable de la arena pública actual es el empeño por resolver el problema equivocado.

En el ámbito político el diagnóstico universal parece ser que no existe la capacidad para construir mayorías legislativas que permitan gobernar. En esta lógica, el país ha estado a la deriva a partir de 1997 cuando el PRI perdió la mayoría legislativa, porque el partido del presidente no tiene una mayoría confiable en el congreso. La conclusión inexorable de este análisis acaba siendo obvia: la única manera de resolver los problemas del país es creando mecanismos que garanticen la existencia de mayorías legislativas. Suena bonito y lógico pero, a juzgar por la evidencia, eso no es lo que la población quiere, además de que no resuelve el problema de fondo: aún con mayorías, los gobiernos de antes no estaban funcionando.

Las propuestas de solución al problema identificado se resumen, de manera gruesa, en tres grandes rubros: a) redefinir el sistema de partidos para reducir su número, idealmente a dos (cambiando el sistema o adoptando una segunda vuelta electoral); b) abandonar el sistema presidencialista a favor del parlamentarismo que, por definición, le confiere el control al partido que logra una coalición gobernante; y c) construir un mecanismo un tanto artificial, como el de jefe de gabinete o primer ministro, que logre control del legislativo y se constituya en una fuente alterna y paralela de poder frente a la presidencia.

Las tres soluciones conceptuales tienen mérito y responden al problema real de la incapacidad de gobernar al país. El problema es que se trata de vehículos que pretenden, como en 1929 cuando se crea el PNR, antecesor del PRI, resolver el problema de los políticos y del poder, no el de la población y la legitimidad en la toma de decisiones.

Hay dos hechos evidentes en la actualidad. Uno es que enfrentamos un obvio problema de gobernabilidad. Los poderes públicos desperdician más tiempo en intentar entenderse (infructuosamente) entre sí que en decidir cosas relevantes y actuar en consecuencia. Esta parálisis ha dado lugar al nacimiento de propuestas, explícitas o implícitas, de que lo que se requiere es políticos hábiles que, de manera institucional o extra institucional, impongan decisiones y permitan retornar a la senda del crecimiento. En otras palabras, que lo que se requiere es retornar a una era similar a la del PRI en que el presidente podía imponer su voluntad. En esta ocasión podría ser el presidente o quien ostentara el liderazgo legislativo, pero el principio es el mismo y la hipótesis obvia: los mexicanos somos incapaces de gobernarnos por lo que se requiere de un líder fuerte que decida y se imponga. Varios de los aspirantes a ejercer el poder enarbolan esta postura: igual quienes pregonan la urgencia de que el presidente ejerza poderes meta constitucionales, que quienes proponen nuevas estructuras para hacer lo mismo pero desde el poder legislativo.

El otro hecho incontrovertible es que la población ha votado de manera sistemática porque no haya una mayoría legislativa en manos del partido en la presidencia. Hay muchas hipótesis que podrían explicar este fenómeno, pero el hecho es indisputable. A partir de las reformas electorales de los 90, que se materializaron en 1997, el partido del presidente no ha logrado una mayoría legislativa. Una explicación estructural es que la combinación de un sistema presidencialista con uno multipartidista arroja un desempate permanente porque hace altamente improbable que un partido logre la mayoría. Otras explicaciones son menos técnicas pero igualmente relevantes: sobre todo en lo relativo a las elecciones intermedias, la contienda es de naturaleza territorial y eso le confiere enormes ventajas a los partidos que tienen un fuerte arraigo histórico a nivel local, estatal o regional, no a quien ostenta la presidencia.

Sea cual fuere la explicación correcta, de lo que no hay duda es que la población prefiere que no exista una mayoría legislativa en manos del presidente. La pregunta es por qué. Digan lo que digan los políticos, la gente no quiere un régimen parlamentario o semi parlamentario, así fuera mucho más eficiente. Desde la perspectiva del ciudadano común y corriente, el mayor riesgo es precisamente cuando un hombre fuerte (sea el presidente o el líder legislativo) pretende imponer su voluntad porque entonces desaparece todo contrapeso. Ese rechazo al riesgo inherente que entraña un poder excesivo en manos de una persona es lo que derrotó a López Obrador en 2006 y, en general, lo que hizo perder al PRI en 2000. La población claramente prefiere el statu quo, así implique éste un desempeño económico muy por debajo de lo deseable o del potencial real de la economía, que el riesgo de una crisis tras otra.

El verdadero problema político del país no consiste en la ausencia de mayorías o de capacidad de decisión y gobierno sino en la ausencia de mecanismos institucionales que permitan gobernar sin excesos. Es decir, el país tiene que resolver dos problemas de manera simultánea: uno es el de poder tomar decisiones y el otro es que esas decisiones no dañen a la población. En un país con instituciones tan débiles como el nuestro, esta combinación de factores es muy difícil de lograr y quizá eso explique mejor que cualquier otra cosa el estancamiento que vivimos: mientras no exista una certeza razonable de que el gobernante está impedido de abusar, la población siempre va a preferir la parálisis porque la alternativa el caos- es demasiado costosa como se pudo ver, de manera sistemática, en las crisis de los setenta a los noventa. El mexicano no quiere un líder iluminado; lo que quiere es un gobierno que funcione para su beneficio.

El filósofo Karl Popper planteó que el problema verdadero consiste en construir un sistema que permita controlar o deshacerse de los malos gobernantes sin violencia. En México parece que hemos logrado que no lleguen esos gobernantes, pero no hemos logrado que exista un gobierno que funcione. El problema real no es de mayorías o de parlamentarismo, sino de pesos y contrapesos que sirvan para evitar excesos, no para paralizar al país.

 

Malo pero justo

Luis Rubio

La distancia entre el gobierno y la población crece con celeridad. En tanto que algunos funcionarios hablan de la necesidad de encarar la crisis económica, la población se enconcha cada vez más. Por un lado el NO rotundo: rechazo universal a nuevos o más impuestos; aversión total a bajar los aranceles a la importación; oposición visceral a considerar cualquier cambio en el régimen de Pemex, así sea para procurar más recursos que mantengan la fiesta. Por otro lado, el SI, igualmente absoluto: más servicios, más presupuesto, más gasto, más beneficios. Mientras esto pasa, el problema fiscal menos ingresos y más gastos- comienza a convertirse en un riesgo fenomenal. En ausencia de un liderazgo político preclaro, capaz de explicar que este camino no conduce a nada bueno, la crisis se convierte en un entorno perfecto para el resurgimiento de los demagogos.

Aunque el rechazo al dispendio del gobierno, comenzando por el de los gobernadores, es casi universal, la evidencia indica que todo el país se ha acostumbrado a esperar que alguien -seguramente el gobierno, el petróleo o la virgen de Guadalupe- siempre va a estar ahí para sacarnos del hoyo. No es que la población no entienda que no se puede gastar más de lo que se tiene, pues esa es la realidad de la economía familiar cotidiana. Lo que pasa es que la población observa lo obvio: que los servicios públicos son muy malos y que siempre hay dinero para todas las causas menos para las que le importan a los ciudadanos. El dispendio de los políticos es tan flagrante que nadie en su sano juicio ve lógica alguna en pagar más impuestos para mantener la inseguridad pública, la escasez de agua, los elevados precios de los energéticos o la pésima calidad de los servicios educativos y de salud. La evidencia es contundente.

El caso de los empresarios no es distinto. Las empresas en México viven abrumadas por requisitos burocráticos, impuestos diversos y malos servicios públicos. La mayoría no tiene tiempo o posibilidad de dedicarse a ninguna cosa excepto tratar de sobrevivir. Algunos acaban en la economía informal pero eso crea nuevos problemas. Muchos se las han arreglado para crear reglas de excepción que les permiten reducir la virulencia con que sus competidores, algunos en la forma de importaciones, les disputan sus mercados. Dado el contexto en que viven, es difícil no simpatizar con su negativa a que se eleven los impuestos o se reduzcan los mecanismos de protección de que gozan.

La postura de los ciudadanos y la de los empresarios, cada una en su mundo, es absolutamente lógica, pero errada. El ciudadano no tiene más alternativa que defender su terruño porque su capacidad de influencia en la toma de decisiones es un cero absoluto. Por su parte, los empresarios emplean argumentos interesados, pero no necesariamente falsos, para defender los mecanismos de protección de que gozan: mis contrapartes en otras latitudes, dicen, no tienen costos tan elevados de los energéticos, las comunicaciones sirven a los usuarios y no al revés, la infraestructura funciona, hay crédito, no hay contrabando, la criminalidad es un problema menor y los servicios públicos son de buena calidad. Frente a eso, el empresario mexicano no tiene mucho que ofrecer excepto su talento en las relaciones con el gobierno para protegerse. Es decir, mientras un chino o un coreano se dedica a trabajar, elevar eficiencias y producir mejores productos, los mexicanos nos tenemos que conformar con que no nos vaya peor.

Entre una cosa y la otra hay muchos vivales. Hace poco vino a México un empresario europeo para explorar la posibilidad de realizar una inversión multimillonaria en el sector de procesamiento de alimentos. Tratándose de una empresa con presencia en muchos mercados, su éxito radica en elevar eficiencias, mejorar su logística, adoptar tecnologías nuevas y desarrollar cada vez mejores productos. Lo que encontró en México es una industria con varios participantes pero todos con tecnologías viejas, volúmenes pequeños y altos márgenes. Luego de visitar a los líderes del sector se encontró con que ninguno tiene ni el menor interés de bajar costos o elevar eficiencias y menos invertir en mejorar la calidad de sus productos.

En un mercado competido y competitivo, este empresario europeo vería a México como una oportunidad maravillosa para desplazar a los actuales empresarios improductivos como fuerza disruptiva a favor del consumidor: introduciendo mejores productos a menores precios. Sin embargo, poco a poco entendió cómo funciona el sector y llegó a la conclusión de que no había manera en que él pudiera competir. Primero, las empresas viven en un mundo de opacidad y evasión de impuestos y no tienen incentivos para cotizar en bolsa. Segundo, una fracción arancelaria hace que no sea rentable importar su producto, lo que les protege de la competencia del exterior. Tercero, la distribución está controlada por un monopolio del que todos son parte, haciendo incosteable la entrada de un competidor que no sea parte del juego. En suma, los participantes en este mercado viven felices de explotar al consumidor.

Es evidente que este ejemplo no es extrapolable a todas las demás actividades económicas. Muchos sectores han sufrido brutalmente por la competencia del exterior y algunos han sido totalmente devastados. Sin embargo, no todos los que han padecido son malos empresarios o inherentemente incompetentes. Pero la mayoría ruega por la protección y le demanda al gobierno que no cambie nada. Es decir, nadie, ni quien pudiera beneficiarse de una mejor estructura fiscal o de una mayor competencia en la economía (o sea, la absoluta mayoría), parece dispuesto a romper con los círculos viciosos que nos caracterizan.

Lo irónico es que, al oponerse a cualquier cambio en materia fiscal o en la regulación económica, la mayoría de los mexicanos se ha convertido en defensora a muerte de todo lo que no le conviene: el dispendio del gasto público y la protección de empresarios encumbrados. Es decir, se opone a un mayor crecimiento y mejores empleos.

El país está atorado en buena medida porque no hay el liderazgo que explique los dilemas que enfrentamos, proponga soluciones y defienda una visión transformadora del futuro. Como ilustran las encuestas, la población se opone a todo y ese es un caldo propicio para que renazcan y crezcan los demagogos y políticos iluminados. El ambiente de opacidad que nos caracteriza no hace sino preservar lo peor del país, aniquilando cualquier posibilidad de que se desarrolle una nueva era económica. Si esta crisis no se aprovecha para eso, ninguna lo hará y todos padeceremos las consecuencias.

 

Tenoch-italia

Luis Rubio

A los doctores Legaspi, Cervantes, Broc, Lira Puerto, Lisker, D»hyver y Zajarias, con profundo agradecimiento.

Está de moda decir que la crisis «nos alcanzó». También es ubicua la noción de que el país no ha definido su proyecto de nación, que las acciones y decisiones del pasado no fueron acertadas y que los caminos que hemos seguido han resultado infructuosos cuando no errados. Es obvio que hay mucho de verdad en todo esto, pero yo propondría que lo que en realidad nos alcanzó es una forma muy nuestra de ser, una forma muy priista de actuar, que consiste en siempre evitar decisiones difíciles, pretender acomodar todas las posiciones, intereses y posturas, y hacer sólo los cambios que permitan que todo siga igual. Nos alcanzó la indisposición a decidir y asumir los costos de las decisiones que urgen al país y que todos los involucrados en la actividad política conocen al detalle, independientemente de que les gusten. El problema hoy es que más de lo mismo ya no funciona ni resuelve nuestros problemas. Nos alcanzó nuestro modus vivendi. Como escribió alguna vez Ayn Rand, «se puede evadir la realidad pero no se pueden evadir las consecuencias de evadirla».

En días pasados el presidente Calderón propuso un conjunto de medidas de gran calado que podrían contribuir a enfrentar la crisis, en tanto que los otros partidos, especialmente el PRI, respondieron con un conjunto de propuestas concretas, muy distintas a las del ejecutivo. Aunque debemos dar la bienvenida al cambio de tono implícito en el hecho mismo de que se propongan soluciones en lugar de meras críticas y descalificaciones, lo notable es lo cerrado y circular del debate que estas propuestas entrañan.

La historia de las últimas cuatro o cinco décadas habla por sí misma. El desplome del «desarrollo estabilizador» a mediados de los sesenta vino seguido de un proyecto estatista que sólo fue posible por la disponibilidad de deuda externa así como por los elevados precios del petróleo. Cuando ambos desaparecieron del mapa, todo ese proyecto se vino al suelo en la forma de las dos primeras mega crisis financieras (76 y 82). Luego vino el proyecto de desregulación económica e incorporación en el mundo de la globalización, pero nunca se tomaron las decisiones de cambio profundo que ese proyecto requería para tener la posibilidad de ser exitoso.

La propuesta del presidente es un intento por atender las carencias y limitaciones del proyecto liberalizador que, con todas las adecuaciones que se requieren por sus defectos de origen y por la nueva realidad internacional, es el único susceptible de generar empleos y riqueza en el largo plazo.

La propuesta del PRI es una invitación a recrear los setenta (de hecho, su alma intelectual recae en las mismas personas que fueron responsables de aquellas crisis) y, aunque hay en ella ideas que podrían contribuir a atenuar la coyuntura, sus componentes más ambiciosos, además de descarrilar lo que sí funciona, no harían sino estimular la demanda en un país cuyo problema es la falta de oferta y, por lo tanto, nos llevaría directo a una crisis, de manufactura nacional, como las de antes. Notable la falta de imaginación y, peor, de memoria: como si se partiera del principio de que la sociedad no se da cuenta ni sufrió las crisis.

Lo que en realidad nos alcanzó no es la crisis internacional sino nuestra propia manera de ser. La tradición priista de «no le muevan» ha sido una forma de no decidir, de eludir la responsabilidad de gobernar. Esa manera de atender y responder nos hizo un daño terrible. Incluso en los momentos en que se avanzaron algunas reformas serias, todas venían preñadas de una inevitable reticencia a hacer el trabajo completo, sobre todo afectar intereses relevantes, lo que garantizaba resultados insuficientes. En lugar de enfrentar los problemas, buscar soluciones y aceptar la inevitabilidad de pagar los costos de cualquier mejoría, la tradición priista consistió en «negociar», ceder, comprar, cooptar, eludir y evadir.

Cuando, en los ochenta, se le pusieron duras las cosas al PRI en el ámbito electoral, los propios priistas acuñaron el término de «concertacesión» para criticar el acomodo eterno que nunca dejaba claro nada. En retrospectiva, ese neologismo decía mucho más de ellos, y del país, de lo que imaginaron: resumía todo un proyecto de vida, un proyecto de gobierno y de nación. Tan fue así que la indisposición de los gobiernos panistas a cambiar de entrada es un reflejo del arraigo y profundidad del inmovilismo priista en la toda la sociedad. Eso es lo que nos alcanzó.

Italia ofrece un punto de comparación muy interesante y relevante. Como el PRI en México, Italia fue gobernada por décadas por la Democracia Cristiana. Mientras que los alemanes reconstruían a su nación luego de la destrucción ocasionada por la guerra, los italianos se dedicaron a vivir la vida, evitar decisiones difíciles y pretender que ese camino era suficiente. Liderada por su enorme capacidad empresarial y la creciente demanda europea, la economía italiana crecía y se desarrollaba. Un buen sistema policiaco y judicial permitió controlar a las mafias, todo lo cual hacía pensar que la inestabilidad e indefinición política eran un problema menor que no tendría consecuencias. El problema es que los italianos, como nosotros, se creyeron sus propias mentiras. Una vez que se instituyó el Euro como moneda común, lo que antes era flexibilidad pasó a ser una camisa de fuerza. Los alemanes han elevado su productividad de una manera notable, en tanto que los italianos han sido incapaces de enfrentar sus problemas. Su única opción consistiría en llevar a cabo el tipo de reformas que llevan décadas evadiendo. La noción de que se puede mantener el statu quo de manera permanente y sin costos probó ser un error garrafal.

Ese «no le muevas» protege negocios e intereses, privilegia amistades y socios, preserva la impunidad y permite a los participantes pensar que el problema es pasajero y que, con un poco de tiempo, y mucho rollo, todo se resolverá. Eso explica que en lugar de abocarse a la crisis, nuestros políticos estén en lo suyo: «ni un paso atrás» en el presupuesto nos dice el rector de la UNAM, concepto ininteligible para los gobernadores que todavía quieren más: incrementos como esencia y base de negociación. Todos están evadiendo la realidad.

La invitación implícita del presidente es a comenzar a entender que el mundo del pasado, el de las fantasías financiadas por el petróleo, está llegando a su fin y que sólo una ambiciosa transformación mental, seguida de cambios estructurales, podrá darnos la oportunidad de romper con el círculo vicioso en el que nos encontramos. Ahora resta que la sociedad le exija a sus políticos que cumplan con su responsabilidad.

 

¿Por qué?

Luis Rubio

En ocasiones no es fácil decidir si hay que estar orgulloso o tener vergüenza. El país se ha convertido en un ente disfuncional sin capacidad de plantear un camino viable al desarrollo, responder a los retos del momento o llevar a buen puerto los planes que con tanto ahínco se preparan pero que con tanta celeridad naufragan.

La entrevista del astronauta José Hernández Moreno con el presidente Calderón es una de esas ocasiones que invitan a reflexionar sobre nuestra realidad y la naturaleza de nuestros retos. En José Hernández tenemos un ejemplo de lo que miles de mexicanos quisieran ser y de un éxito al que todos legítimamente deberíamos poder aspirar. El orgullo de ver a un mexicano llegando al zenith de su carrera participando en uno de los hitos tecnológicos del mundo es indescriptible. Pero ese orgullo se contrapone a la vergüenza que da tener que reconocer que esa historia no es asequible para la gran mayoría de los mexicanos y que sólo fue posible porque sus padres se fueron de México en busca de un mejor horizonte para su familia.

Quizá se pudiera resumir el problema de México en la historia del nuevo astronauta de origen mexicano: su éxito no es repetible por el resto de los mexicanos. Esta realidad debería llevarnos a reconocer que hay algo, o muchas cosas, que impiden que el país progrese. Es patético que un mexicano pobre tenga que migrar para llegar a ser alcalde de una gran ciudad como Villarraigosa en Los Ángeles; que José Hernández sea astronauta sólo porque vivió en EUA; o que Mario Molina haya podido lograr el Nobel porque investigó fuera. El contexto al que llegan los emigrados les abre oportunidades que casi ningún otro mexicano tiene a su alcance.

Muchas son las preguntas pertinentes que arroja esta evidencia tan contundente: ¿Por qué el país es tan disfuncional? ¿Por qué hay tanta corrupción? ¿Por qué nada funciona? ¿Por qué la mayoría de la población es tan reacia a cualquier cambio, incluyendo los que le benefician de inmediato? ¿Por qué no se toman decisiones o las que sí se toman son tan malas y perniciosas? ¿Por qué nada se mueve? ¿Cómo es posible que ni una crisis como la actual obligue a actuar? En una pregunta, ¿por qué tanta tolerancia al inmovilismo, a la ausencia de propuestas y a la irresponsabilidad de los políticos?

Programas y leyes van y vienen, pero ninguno logra su cometido. Hace casi treinta años, cuando en uno de esos arrebatos de corte soviético se incorporó en la constitución la noción de la planeación (eso si, democrática), los gobiernos se han dedicado a publicar planes de desarrollo cada sexenio con sus actualizaciones y adiciones, pero eso es todo lo que han hecho: publicar y hablar, no lograr lo que proponen. Nadie puede dudar que el país ha experimentado un proceso de profundo cambio en las últimas décadas, pero los resultados son magros. La pregunta es por qué.

Una posible respuesta, exacta pero insuficiente, se remontaría a la transición política que comenzó en los ochenta y noventa y que tuvo un momento estelar con la derrota del PRI en 2000. Antes de la alternancia de partidos en la presidencia, el sistema político funcionaba en torno al ejecutivo y éste era muy poderoso por su asociación con el PRI. En los últimos años cambió la realidad del poder (al divorciarse el PRI de la presidencia) pero no las instituciones que deberían ser responsables de administrar el poder. Esto explicaría la disfuncionalidad del congreso y la ausencia de mecanismos para generar decisiones entre el ejecutivo y el legislativo. A partir de esto, muchos concluyen que el problema es la ausencia de una presidencia fuerte o de actores demócratas.

Sin embargo, el país no nació en 2000. La realidad es que, en lo económico, México sufre un estancamiento crónico desde mediados de los sesenta en que comenzó a hacer agua el desarrollo estabilizador. Los intentos de responder a esa situación -igual los excesos fiscales de Echeverría y López Portillo que la apertura y re-encauzamiento económico que iniciaron de la Madrid y Salinas- han probado ser inadecuados o insuficientes para lograr el objetivo del crecimiento elevado y sostenido.

Culpar a la transición política de la parálisis sería errado porque la evidencia muestra que los anteriores presidentes todopoderosos no llevaron a cabo las transformaciones que al país le urgen para lograr ese objetivo económico por el que todos juraron. Es decir, tanto cuando se podían tomar e imponer las decisiones que cuando no se toman, los resultados han sido de malos a pésimos.

Si a esto le agregamos la dimensión social -ese velo invisible que los migrantes mexicanos han logrado demostrar y exhibir con sus extraordinarios éxitos, pero también con sus dramas familiares- el país se ha convertido en un nido de privilegios donde sólo una porción muy pequeña de la población puede lograr sus aspiraciones, en tanto que el resto no tiene acceso a imaginar posibilidades y oportunidades distintas a las que su origen social le han impuesto. La evidencia brutal que representa el éxito de los mexicanos más pobres en México destacando en EUA debería enorgullecernos pero, en realidad, constituye una acusación igualmente brutal contra el país en su conjunto.

El hecho tangible es que el país no funciona. Todo parece organizado y construido para hacerle difícil la vida a la población, cancelar oportunidades y cerrar espacios de desarrollo. Por otro lado, si uno observa la forma en que se asigna el presupuesto y se legisla en el congreso, no queda duda posible de dónde yacen las prioridades de quienes deciden: los recursos se asignan a los sindicatos más poderosos (por ejemplo, gastamos muchísimo en educación, pero la mayoría no va a mejorar su calidad, sino a las bolsas del sindicato) y las reformas se hacen para no tocar intereses prioritarios (como fue el caso de la reforma energética que no hizo sino energizar la corrupción en PEMEX y promover los intereses del sindicato y sus beneficiarios). Las pocas reformas que se aprueban, como la del ejido, no cambian la realidad para bien, en este caso la del campesino.

El espacio que debería existir para debatir y analizar con conciencia la naturaleza de nuestros problemas y desafíos se concentra en discursos irrelevantes y justificaciones ideológicas. La discusión sobre PEMEX y Luz y Fuerza nunca es sobre cómo mejorar el desempeño de la economía mexicana sino sobre los mitos de la expropiación. Lo mismo es cierto del conjunto de decisiones del ejecutivo y del legislativo: todo es una pantalla para mantener el statu quo. El orgullo de ver el astronauta tiene que ser matizado por la vergüenza de padecer un sistema que expulsó a sus padres del país.

 

Ignorancia

Luis Rubio

Hace años un sindicato de maestros estadounidense lanzó una campaña cuyo lema pretendía lograr la solidaridad social: si crees que la educación es costosa, prueba la ignorancia. Yo me pregunto qué pasa cuando la ignorancia se origina en el propio gobierno.

Los desafíos que enfrenta el país son enormes, pero también lo son las oportunidades. A pesar de eso, llevamos décadas sin ser capaces de empatar uno con lo otro y el resultado es que los problemas se acumulan mientras que las soluciones escasean. Y esto pasa en el contexto de un mundo cambiante en el que las fuentes de oportunidad, riqueza y desarrollo han dejado de ser las tradicionales. La educación se ha convertido en el corazón del desarrollo de los países, pero nosotros seguimos firmemente enfocados hacia una economía industrial y agrícola que arroja rendimientos decrecientes. El costo para el mexicano promedio es inmenso e incremental.

Todos los indicadores relevantes muestran enormes rezagos e impedimentos que se han tornado en virtuales muros, obstáculos insalvables para el crecimiento de la economía y de la riqueza, pero también para el avance de nuestro país como sociedad organizada. Tenemos frente a nosotros problemas fiscales y de infraestructura, una incapacidad que cada vez más parece genética para que nuestros políticos se pongan de acuerdo y policías incapaces de cumplir su cometido. Todos estos temas y problemas son enormes pero palidecen frente al que se ha convertido en el mayor fardo para el futuro: el educativo.

La educación es el eje de nuestros problemas por dos razones: ante todo, porque lo que agrega valor en la producción en la actualidad es la capacidad creativa de la población y ésta se magnifica y acrecienta con la educación. La otra razón es que nuestra estructura educativa es un microcosmos perfecto de la realidad política y hasta cultural del país. El mundo educativo mexicano se caracteriza por un sindicato abusivo que todo lo paraliza, una secretaría hiper burocrática, un centralismo disfrazado en el que nadie gobierna nada y un enorme dispendio que resulta de una descentralización malograda. El (o)caso de nuestro sistema educativo sería risible si no fuera por el terrible daño que le hace al porvenir del país y de cada niño que se queda estancado sin la menor posibilidad de prosperar en la vida.

El gobierno actual intentó llevar a cabo un cambio en la relación SEP-sindicato. Por años, la líder sindical se había adueñado de la secretaría y se había acostumbrado a mandar a los secretarios. Los presidentes le hacían caravanas y todo mundo se le plegaba. Uno llegó al extremo de ir a visitarla fuera de México para recibir sus instrucciones. El primer paso emprendido por el gobierno actual consistió en redefinir esa relación: los temas educativos se negociarían en la secretaría, no en los Pinos, y la relación sería de carácter laboral, es decir, patrón-sindicato, y sustantiva, es decir, concentrada en la educación, no en las elecciones, los paros o las manifestaciones.

El siguiente paso consistió en negociar un nuevo esquema de administración de la educación que consistía en un realineamiento de los incentivos de los maestros y alumnos. La llamada Alianza por la Calidad Educativa (ACE) cambió dos elementos clave en la relación laboral: en primer lugar, se acordó que la contratación de nuevos maestros se realizaría por medio de concursos de oposición, matando con ello la sacrosanta práctica de la venta de plazas. En segundo lugar, se llevarían a cabo exámenes anuales estandarizados y el pago por mérito a los profesores (a diferencia de la negociación general anual) dependería del desempeño de los alumnos en esos exámenes. En otras palabras, la ACE se proponía vincular el pago de los maestros con el desempeño de los niños. Un maestro que enseñara bien y cuyos estudiantes aprobaran exitosamente sus exámenes podría llevarse a su casa un bono anual de hasta 120 mil pesos. Si bien nunca se resolvió qué pasaría con las plazas de los maestros que se retirarían en los primeros años de ejercicio de la Alianza, todos los maestros que lograran mejorar el desempeño de los alumnos habrían salido beneficiados en términos económicos.

El objetivo de estas reformas era uno muy simple: romper con el obstáculo que la educación se había vuelto para el avance del país. De haberse continuado, la Alianza prometía la posibilidad de avanzar hacia una auténtica igualdad de oportunidades para todos los niños de México. Ciertamente, un país con las desigualdades tan agudas que acusa el nuestro no puede esperar un cambio radical de inmediato, pero la modificación de los patrones e incentivos que guiarían a los maestros en el futuro sin duda habría contribuido a transformar las vidas de los niños para bien, sobre todo los de extracción más pobre.

Aunque el liderazgo sindical negoció y firmó la ACE, muy pronto comenzó a retractarse, en parte por conflictos como el de Morelos, pero sobre todo por la pérdida de poder sindical que la Alianza entrañaba. Quizá por la cercanía de las elecciones intermedias, en lugar de forzar el avance del proceso, el presidente optó por el canto de las sirenas y la promesa de apoyos electorales cuya realidad siempre ha sido dudosa.

Dicho y hecho: como era previsible, las elecciones recientes mostraron que el apoyo del SNTE no hizo diferencia alguna para el partido gubernamental. En contraste, el sindicato logró librarse de los compromisos que había contraído con la ACE y el gobierno abandonó el proyecto de reforma educativa. Más allá de la política, la economía mexicana pagará las consecuencias y los problemas de desigualdad no podrán más que acentuarse.

La salida de Josefina Vázquez Mota de la SEP tuvo en su momento muchas lecturas y especulaciones. El paso de los meses confirma la hipótesis de que el presidente optó por la relación política y electoral con el sindicato por encima de la transformación educativa, quizá el único proyecto de su gobierno que era susceptible de trascender. La evidencia de que la SEP ha vuelto a ser el dominio único del sindicato es tan contundente que no deja lugar a lecturas alternativas. Patético.

En política lo que cuenta son los resultados, no las intenciones. El resultado en educación es que retornamos al reino del control sindical, con lo que la niñez mexicana tendrá que aguardar otras décadas para tener las oportunidades que merece y que son responsabilidad del gobierno. Hay cosas que se miden por lo que se hace. Esta tendrá que medirse por lo que pudo ser.

 

Confusión

Luis Rubio

Si las apariencias no le quitas, decía Cervantes en el Quijote, presto ha de verse el mundo en la pelea de la discorde confusión primera. En política exterior, la primera confusión es la de olvidar nuestra localización geográfica para sucumbir ante el canto de las sirenas chavistas. No hay contradicción entre una cercanía fraternal, mediática y personal con los vecinos sureños y a la vez avanzar nuestros intereses más fundamentales hacia el norte. De hecho, la clave, y complejidad, de nuestra política exterior consiste precisamente en saber articular una activa presencia en el sur, en conjunto con un decidido empuje de nuestros intereses hacia el norte. Lo primero es política, lo segundo desarrollo.

El sainete con que concluyó la visita de Manuel Zelaya, el depuesto presidente de Honduras, debería hacernos reflexionar sobre la diferencia entre nuestros intereses y nuestros corazones. Más allá de la lección que entraña para el gobierno el haber sido usado por alguien a quien intentaba utilizar el hecho tangible es que México tiene intereses muy claros tanto en el norte como en el sur pero éstos no siempre coinciden, por la razón que sea, con las posturas públicas que un gobierno debe sostener.

En la política (igual exterior que interior) es perfectamente legítimo (y necesario) que un gobierno atienda a sus diversos públicos y bases de sustento. En algunas ocasiones, esa atención implicará presupuesto, en otras nombramientos y en otras más puro discurso. Esos apoyos y despliegues son importantes porque permiten aplacar o satisfacer, según sea el caso, a diversos sectores y grupos, independientemente de que en ocasiones la atención no tenga mayor contenido real o se trate de una postura meramente retórica. La política es un juego de equilibrios que procura la suma de opuestos usualmente incompatibles.

Retórica y realidad van de la mano en la construcción de estrategias políticas que son el brazo instrumentador de la actividad de todo gobierno. Por décadas, el actuar del gobierno en política exterior fue uno donde la retórica y la realidad no empataban. La retórica era de amor fraternal y apoyo irrestricto; la realidad era de un acuerdo implícito de no agresión y de respeto mutuo. La retórica apaciguaba a sectores políticamente activos y relevantes dentro del país en tanto que la realidad permitía mantener a México a salvo del activismo guerrillero de los cubanos. Los dos gobiernos entendían la diferencia y sabían que la retórica mexicana, incluyendo sus votos en los foros multilaterales, eran parte del juego. El gobierno estadounidense también lo entendía: todos participaban y reconocían las razones y las circunstancias.

La estrategia implícita en la doctrina Estrada resumía la postura mexicana: no se juzga a otros para que no nos juzguen a nosotros; respetamos a los demás y exigimos respeto para nosotros. Años después del cardenismo, cuando los priístas comenzaron a verse en el espejo con cara vergonzante al aceptar como buena la ilegitimidad que la oposición y la sociedad le achacaban, la doctrina Estrada pareció perder sustento. Esto se acentuó cuando el gobierno de Fox optó por una política exterior que aspiraba a la congruencia y no diferenciaba la sustancia de la retórica.

Los cambios en el mundo a partir de la caída del muro de Berlín y, en nuestro caso, del muro del PRI, nos desorientaron: súbitamente, nuestros gobiernos se convirtieron en críticos de las prácticas de otros. Relaciones cruciales para nuestra estabilidad, como la cubana, comenzaron a experimentar dislocaciones. Los viejos entendidos dejaron de tener vigencia, dando pie no sólo a malentendidos, algunos por demás cómicos pero, sobre todo, a la pérdida de apoyos internos que nada costaban pero que tenían una enorme valía política. Se cayó en un nuevo maniqueísmo al pensar que una relación más estrecha con el norte era excluyente de una presencia activa pero respetuosa y no militante en el sur. España, por citar un ejemplo obvio, jamás confunde sus intereses reales con su amplia presencia comercial, mediática y política

El gobierno actual se inició con una estrategia de restablecimiento de relaciones cordiales, aplacamiento de las rencillas que se habían generado en el sexenio anterior y reconocimiento de la necesidad de evitar conflictos innecesarios. Pronto, sin embargo, acabamos en el otro extremo. Se abandonaron los intereses clave en la relación con EUA, se perdió de vista la creciente importancia y activismo de los mexicanos residentes en ese país y se adoptaron posturas excluyentes (sur vs. norte) como si la realidad así lo exigiera.

Una cosa es la retórica y otra la realidad y jamás hay que confundir las dos. Augusto Comté, el sociólogo francés, decía que en el corazón de toda crisis histórica se encuentra una profunda confusión intelectual. Nadie puede objetar o negar la imperiosa necesidad de restablecer relaciones funcionales con regímenes como el venezolano o el cubano, los dos muy relevantes en distintos sentidos. Pero en ambos casos es evidente que no es posible una coincidencia más que en términos de la necesaria convivencia que, valga el recuerdo, era el sentido de la doctrina Estrada. La pretensión de coincidencia nos ha llevado a diversos momentos desagradables y en algunos casos hasta patéticos.

Quizá no haya mejor ejemplo de esto último que el caso hondureño. El gobierno mexicano tenía que reprobar el golpe de estado propinado en contra de Manuel Zelaya y, además, eso le servía para mantener su legitimidad en el sur. Sin embargo, no por lo anterior podía darse el lujo de ignorar las circunstancias particulares del caso (en Honduras hubo un acto del Congreso y una sentencia de la Suprema Corte que instruyeron al ejército a actuar); por donde uno le busque, no fue una junta de militarotes removiendo a una blanca paloma en la presidencia. Era lógico y razonable mantener la postura formal, pero la realidad hace inexplicable el activismo y militancia de su apoyo a Zelaya. Haber recibido al depuesto presidente como jefe de Estado a sabiendas de que sus principales apoyos provienen de los gobiernos más retardatarios y agresivos de la región constituía, en el mejor de los casos, un acto de ingenuidad y, en el peor, una estupidez.

Ningún gobierno puede darse el lujo de confundir sus intereses con su retórica: no son lo mismo, pero la segunda debería ser siempre un instrumento útil para el logro de los primeros. En todo caso, lo que cuenta son nuestros intereses: desarrollo y estabilidad. En la región en la que vivimos, el primero se puede procurar en el norte; para el segundo es indispensable el respeto y la paz con el sur.

 

Raíces y alas

Luis Rubio

La crisis económica que comenzó afuera se ha complicado por el realineamiento que resultó de la reciente elección, creando la oportunidad excepcional de que todo mundo se esconda en un pasado idílico que nunca existió. México se está rezagando en todos los ámbitos al punto en que hasta muchas naciones africanas nos están rebasando. Frente a eso, la propuesta de solución que viene del gobierno y de la oposición se reduce a afianzar nuestras raíces, volver a lo elemental y olvidarnos de la necesidad de enfrentar la realidad. Ese no es un camino promisorio.

Escribiendo en otro contexto, Carlos Castillo Peraza, ese gran pensador y estratega que murió demasiado temprano, decía que lo que hay que darle a los hijos es raíces y alas. Esa también sería una buena prescripción para que el país enfrente con éxito el desafío que nos ha impuesto el momento actual.

Nuestras raíces son profundas e incluyen una historia, tradición y cultura que nos diferencian del resto del mundo. Sin embargo, en contraste con otras naciones, nuestros líderes han tendido a mirarlas como un refugio y no como una plataforma de despegue, limitando nuestras opciones hacia el futuro. Vivimos con miedo de quebrantar el privilegio:  las raíces acaban siendo bonsái que impiden transformaciones audaces.

La crisis por la que atravesamos no parece haber sido suficientemente profunda como para sacudir conciencias y provocar la necesaria revisión de las estrategias y perspectivas de desarrollo de los últimos años. En lugar de esfuerzos, renuncias y ánimo de triunfo, lo que tenemos es liderazgos marchitos y falta de visión. Por parte del gobierno lo que se plantea es más de lo mismo no porque haya funcionado sino porque constituye un muro de contención frente a los riesgos de intentar algo adicional. Por parte de la oposición se comienzan a escuchar, de nuevo, los tambores de guerra que anticipan propuestas militantes de gasto, déficits, protección y subsidios. Los primeros no han aprendido que es necesario construir nuevas formas de avanzar la agenda del desarrollo del país porque lo que se ha hecho, si bien es necesario, ha sido claramente insuficiente. Los segundos no tienen más imaginación que la de traer de vuelta las agendas que condujeron a las crisis de los setenta a los noventa. El país necesita un cambio, pero no el que estos proponen.

Parte de nuestro problema, y de nuestras carencias, reside en la recesión misma: nadie parece reconocer es que ésta ha exhibido fisuras estructurales y rezagos monumentales que nada tienen que ver con la crisis misma. No cabe duda que la parte moderna de la economía, esa que se contrajo súbitamente debido a la caída de la demanda por nuestras exportaciones, se reactivará en algún momento. El problema verdadero es que el resto del país, el resto de la economía, ha quedado fuera de todo esquema de viabilidad. Es tal nuestro rechazo a los referentes relevantes del resto del mundo que hemos acabado perdiendo la brújula. Por ejemplo, según la ONU, en México sólo el 21% de la población tiene acceso a una computadora en comparación con el 64% en Marruecos o el 43% en Chile. En el caso de acceso a Internet, la cifra para México es 20% mientras que para Marruecos y Chile son 46% y 37% respectivamente (UN, The Global Information Society, NY 2008). No es que estos números digan toda la historia, pero si ilustran la perdición en que hemos caído. En lugar de avanzar, estamos caminando hacia atrás.

El primer gran problema reside en que en todos estos cálculos no existe el ciudadano, que debería ser la razón de ser del desarrollo. Nuestros gobernantes suponen que están haciendo todo lo necesario para que el ciudadano prospere, pero lo último que quieren es que éste participe o decida. Desde su perspectiva, ellos son iluminados y saben lo que se requiere sin jamás reparar en la posibilidad de que eso pueda no conducir al objetivo deseado o que no sea lo que el ciudadano desea o necesita. El hecho de la migración hacia EUA es más que sugerente de que la población, mucha de ella la más pobre, tiene absoluta claridad de dónde está lo que quiere: en la modernidad que representa la economía vecina.

Desde la perspectiva del ciudadano la cosa se ve muy diferente. Décadas o siglos de sumisión e imposibilidad de acceso le han enseñado a apechugar y aceptar lo inevitable, protegiéndose tanto como puede para evitar ser arrollado en el camino. En la época colonial acataba pero no cumplía y en la era moderna simplemente se va por la libre a la economía informal. Se trata de dos manifestaciones de un mismo fenómeno. Pero ahora eso ya no es suficiente para ninguna de las partes: no lo es para los gobernantes o quienes aspiran a gobernar porque, mal que bien, ahora enfrentan a un electorado más activo y dispuesto a imponer su voluntad; y no lo es para el país en su conjunto que no se puede abstraer, por más que se pretenda, de las corrientes que caracterizan al mundo y, sobre todo, a la cada vez más importante y dominante economía del conocimiento que está modificando todos los referentes del desarrollo, creación de riqueza y generación de empleos. Hay límites que la voluntad política no puede modificar.

Al ciudadano no le importan los dilemas que enfrenta el gobernante o si existen riesgos de emprender tal o cual camino. Al ciudadano sólo le importa el bienestar de su familia definido éste en términos de ingreso, seguridad, empleo y tranquilidad. Como ilustra la migración, el ciudadano sabe, o por lo menos intuye, que el país no está construyendo los cimientos de un país moderno y que no existe el liderazgo necesario para romper con los obstáculos al desarrollo. La ciudadanía está hambrienta de oportunidades y así como mucha de ella vio en López Obrador una posibilidad, ahora ve hacia el pasado que representa mucho del PRI. La mayoría sabe que ahí no está la salida, pero sus opciones se reducen a un voto.

El mundo avanza hacia una nueva etapa económica donde lo que importa es el valor que agrega la creatividad y el raciocinio, y la crisis actual está acelerando esos procesos de una manera incontenible. Países con menos raíces han logrado avances inusitados porque han desarrollado una visión de grandeza. Los de más raíces nos han arrollado. Nosotros no estamos aprovechando el momento para redefinir los vectores de nuestro desarrollo ni para terminar con los impedimentos, tanto mentales como reales, que lo obstaculizan. Si una crisis de estas dimensiones no lo hace, nada lo hará. Lo que al país le urge son alas. Lo que nos recetan nuestros líderes son raíces. Eso no nos va a sacar del hoyo en que hemos caído y que nos empeñamos en profundizar.

www.cidac.org

Urge crear

Luis Rubio

El funcionamiento exitoso de una economía, afirmó hace tiempo uno de los grandes economistas, Joseph A. Schumpeter, depende de un proceso constante de cambio asociado con una innovación radical. Ese proceso de destrucción creativa es, según Schumpeter, lo que hace posible el crecimiento económico. La reflexión de este agudo observador permite entender al menos una de las razones por las cuales algunas naciones han logrado destacar en tanto que otras se rezagan. Nuestro país es un buen ejemplo de lo que implica estar del lado equivocado del embudo: aquí ha habido mucha más destrucción que creación y quizá eso explique nuestra realidad no sólo económica, sino también política y social.

Para Schumpeter, el crecimiento sólo es concebible si antes hubo destrucción porque sólo cuando el estado de las cosas cambia, alguien estará dispuesto a construir algo nuevo. Esa destrucción constante y sistemática hace posible que florezca la innovación y ésta es la madre de nuevos productos, otras formas de hacer las cosas y, por lo tanto, de nuevas inversiones que, a su vez, se traducen en crecimiento, empleo y riqueza. Bajo esta perspectiva, la economía es un contexto dinámico en el que todo cambia de manera constante y sistemática. Surge una empresa que revoluciona un concepto, desarrolla una tecnología, introduce un nuevo producto o mejora la forma de hacer las cosas e impacta a todo el mercado.

En algunos casos, una innovación puede suponer la muerte de decenas de empresas o el surgimiento de miles de otras. Estos procesos se observan de manera cotidiana en el mundo cibernético, pero también es el caso de empresas mundanas. Walmart es un caso paradigmático: nuevas formas de servir a sus clientes y mejores productos a menores precios acaban desplazando a distribuidores menos eficientes y competentes. Las cámaras digitales han desplazado a la fotografía tradicional y el correo electrónico ha cambiado no sólo las comunicaciones, sino las relaciones entre las personas. La innovación fuerza la destrucción dinámica de lo existente y se traduce en crecimiento económico permanente. La pregunta es por qué esto no ocurre en México.

A lo largo de las últimas dos décadas, el país ha experimentado una extraordinaria transformación. De un país enquistado, ensimismado y propenso a crisis, hemos logrado cambios fundamentales, como se aprecia en las exportaciones, los bienes de consumo disponibles y el crecimiento de muchas empresas exitosas dentro y fuera de México. Sin embargo, por significativos que sean esos éxitos, no toda la población es parte del proceso y muy pocos mexicanos se han convertido en empresarios innovadores en el sentido que argumenta Schumpeter. Persisten innumerables mecanismos de protección, sobre todo a través de regulaciones, que permiten que sobrevivan empresas que no aportan valor, pero sobre todo que hacen fácil mantener la vista hacia atrás. Esto hace que nadie, en cualquier ámbito, esté dispuesto a apostar por algo mejor, situación que acaba paralizando al país e impidiendo que entren en operación esos millones de potenciales empresarios shumpeterianos, muchos de los cuales acaban emigrando y siendo exitosos en otras latitudes.

Hace unos dieciocho años vino una delegación de empresarios chilenos a visitar el país. Era el momento de gran euforia. México parecía haber encontrado su camino, la inversión fluía y, aunque no a todo mundo le gustaba la dirección adoptada, nadie parecía dudar que, luego de años a la deriva, el país había adoptado una senda. Además, con iniciativas como la del TLC, lideraba a la región y era modelo en el mundo. Los sudamericanos venían a otear el momento, explorar oportunidades y construir puentes con la nueva economía mexicana. Pero al presentar a su grupo, el líder del contingente dijo algo que sigue reverberando en mis oídos: Les presento, dijo, al nuevo empresariado de mi país, porque el viejo ya no existe.

La transformación que experimentó Chile no fue menos grande que la mexicana; la diferencia fundamental fue que allá toda la inversión, tanto política como económica, estaba orientada hacia el futuro. Aunque parecía una mera presentación, las palabras del empresario chileno entrañaban una transformación schumpeteriana que en México difícilmente hemos observado. A diferencia de allá, en México no hemos cortado el cordón umbilical con el pasado. México y los mexicanos preservamos y protegemos lo existente sin reparar en los costos o la imposibilidad de lograr así un futuro más equitativo y con mayores oportunidades. Aquí todos los incentivos conducen hacia la preservación de lo que no funciona; hay más incentivos para administrar que para crear. Vaya, hasta se administra la inercia.

Nuestro apego hacia el pasado tiene enormes y profundas consecuencias que se pueden observar en toda clase de resquicios. En el ámbito de la discusión política se sigue debatiendo si la transición democrática ya se concluyó o sigue en proceso; en la economía persiste la protección hacia ciertos sectores y actividades; en el presupuesto no se disputa la forma en que se gastan los dineros en temas clave como la educación o la energía. México tiene los ojos firmemente puestos en el pasado y poco o nada se hace para sentar los cimientos de un país rico y moderno. Los políticos viven en una banda sinfín, muchos líderes sindicales siguen siendo los mismos de antaño y muchos empresarios no cambian. El pasado es permanente.

El temor a aceptar costos temporales de cambiar ha tenido el efecto perverso de producir puros perjuicios, como el que la recesión en México sea mucho más pronunciada y con menos salidas que la estadounidense. Se apuesta por el control de lo pequeño a costa de enormes beneficios potenciales de un pastel creciente; se prefiere preservar el statu quo sindical que construir nuevas empresas. Se condena así al mexicano común y corriente a quedarse donde está y, por lo tanto, a no poder dar el gran salto que le permitiría aspirar a más.

Hay mil y un evidencias que demuestran la capacidad de los mexicanos para adaptarse, innovar y crear como cualquiera. Sin embargo, todo conspira en contra. En lugar de que surjan muchas nuevas empresas por cada una que cierra, en México aumenta el desempleo y la economía informal. Mientras las oportunidades se multiplican en la era del conocimiento, aquí nos apegamos a lo que se está muriendo.

Nada de esto va a cambiar mientras no enfoquemos todas las baterías hacia el futuro y eso requiere una disposición política que, al menos hasta hoy, no ha estado presente. Los chilenos lo hicieron a la fuerza; ¿podremos nosotros hacerlo de manera civilizada?

 

Así es cómo

Luis Rubio

Décadas de observar y analizar promesas de desarrollo económico me han hecho un escéptico. La evidencia de qué funciona y qué no es bastante obvia, pero por algún motivo nunca se conjuntan las circunstancias que lo hacen posible. Por qué, me pregunto, algunos países avanzan y otros no. Si uno revisa la literatura, los temas de hoy no son distintos a los de hace décadas o, incluso, siglos. Las palabras cambian, pero los temas persisten. El debate sobre más gobierno o más mercado no es nuevo ni particularmente creativo. Pero algo sin duda nos ha faltado para encontrar nuestro camino.

Hace algunas semanas estuve en una conferencia sobre los BRIC, sigla que inventó un banco de inversión para identificar a cuatro países (Brasil, Rusia, India y China) que tienen poco en común pero prometen lograr elevadas tasas de crecimiento económico. Quitando a Rusia, cuyo acelerado envejecimiento demográfico, por no hablar de su dependencia respecto a los precios del petróleo, seguramente le harán imposible mantenerse en ese grupo, los otros tres han evidenciado una gran flexibilidad y capacidad de adaptación. Pero cada uno ha seguido un camino distinto y lo único que los asemeja es su expectativa y propósito de convertirse en potencias en el futuro. Este punto tiene un impacto psicológico tan enorme que no puede ser ignorado.

Al escuchar las presentaciones iba yo pensando en lo circular de la historia y en las formas en que nuestra experiencia se asemeja o diferencia de aquellos. En las últimas décadas se adoptaron una serie de programas y proyectos, todos ellos concebidos como la forma última de alcanzar el desarrollo y, aunque ha habido mejorías aquí y allá, es evidente que el país no ha logrado la transformación que se prometía. Un comentarista argentino decía que ellos crearon grandes proyectos e incluso se adoptaron etiquetas rimbombantes para asegurar que ahora sí se harían las cosas bien, sólo para comprobar años después que el desarrollo seguía siendo una promesa y no una realidad. El argentino se refería al programa de convertibilidad del peso argentino, mecanismo consistente en fijar la moneda local contra el dólar para garantizarle a la población que el gobierno ya no volvería a generar inflación, sólo para luego encontrar con que los engañó, llevando al país a una catástrofe. Los costos de la laxitud fiscal son conocidos por todos, pero eso no ha impedido que, desde 2006, se siga prometiendo el Nirvana económico si sólo se rompen las amarras fiscales.

No hay patrones comunes en los BRIC. El gobierno chino ha utilizado toda la fuerza de su poderoso aparato para forzar una transformación desde arriba, en tanto que el hindú ha ido haciendo pequeños cambios, en la medida en que ha podido, que han liberado las fuerzas creativas y productivas de su sociedad. Se trata de dos experimentos tan dramáticamente contrastantes en forma y enfoque que es imposible encontrar mayores denominadores comunes. Los chinos viven bajo la férula de un gobierno duro que tiene absoluta claridad de sus objetivos y no ceja en su esfuerzo por avanzarlos ni ha encontrado obstáculo suficientemente grande que lo pare. En cambio, el de India apenas logra navegar las difíciles aguas de la extraordinaria complejidad social y política de una nación tan diversa. A decir del expositor hindú, China es una nación que va asimilando las diferencias y creando un todo común, en tanto que India va acumulando experiencias y dejando que persistan las partes que integran al conjunto.

Brasil, más cercano a nuestra historia y experiencia, ha logrado extraordinarias tasas de crecimiento gracias tanto al boom en la demanda de materias primas que ha generado la economía China, como a la industria de bienes de capital que desarrolló en otra era y que ahora, bajo un nuevo enfoque, ha comenzado a arrojar dividendos. La exportación de materias primas le ha generado una enorme oportunidad, en tanto que la venta de aviones y otros bienes tecnológicamente sofisticados le han dado una enorme visibilidad. Sin embargo, lo que realmente ha transformado a Brasil es una actitud: los brasileños están decididos a convertirse en una nación desarrollada y poderosa y eso les ha permitido remontar toda clase de obstáculos, tanto físicos como mentales. Es eso lo que les ha llevado a convertir a su otrora monopolio petrolero en una de las empresas energéticas más sofisticadas del mundo y a privatizar sus empresas en formas que generan competencia interna y los obligan a ser cada día mejores. Su actitud no es discursiva como la nuestra: esa actitud ganadora les ha llevado a cambiar, aceptando costos pasajeros en aras de un futuro mejor.

En la conferencia se presentaron muchos indicadores y anécdotas de corrupción, burocracia, desigualdad y subsidios. Ninguno de esos elementos ha sido particularmente crucial en promover o impedir el crecimiento: hay ejemplos de todo pero ninguno los mantiene estancados. El hindú decía que su país crece a pesar del gobierno y, de hecho, que la economía crece de noche porque es cuando el gobierno está dormido. En contraste, en China es el gobierno el que allana el camino. El reto para India es construir la infraestructura de un país moderno, el de China resolver los problemas del poder sin perder su dinamismo. Ninguno la tiene fácil.

Por años parecía que los qués del desarrollo habían sido resueltos y que sólo faltaba encontrar los cómos. Nuestro estancamiento, que ya lleva décadas, muestra lo contrario: no hemos resuelto ni lo más elemental.

El desarrollo no es algo técnico, sino resultado del sentido común y de la disposición a cambiar. Lo que une a estas naciones ha sido su capacidad, cada una a su manera, para crear condiciones de mercado; hacer atractiva la inversión; promover el desarrollo de su capital humano (sobre todo educación y salud); seguridad pública; y cumplimiento de los contratos a un costo bajo.

Nosotros no hemos logrado los acuerdos más básicos ni existe el hambre de querer vivir de una manera distinta: la actitud de cambiar y transformarnos, de una vez por todas. Eso crea un entorno propicio tanto para la frustración como para el abuso y la corrupción. Todo porque no existe la disposición a adoptar una agenda de futuro que todos ofrecen pero nadie asume.

Llevamos décadas hablando del crecimiento pero no hemos desarrollado la actitud necesaria para lograrlo y eso nos deja inmersos en un proceso desgastante en el que todo se hace para privilegiar lo existente en lugar de construir un futuro mejor. Si algo enseñan los BRIC es que la única manera de lograr el desarrollo es querer lograrlo porque eso obliga a pensar en el futuro.