País de personas

Luis Rubio

Al plantear la necesidad de “dejar de ser un país de caudillos para convertirnos en un país de instituciones” Plutarco Elías Calles esbozaba la problemática central del país. Desafortunadamente, visto en retrospectiva, la solución que encontró al construir al “sistema” político, y al partido como su figura central, no constituyó una solución duradera y ahora estamos pagando el costo.

Décadas de paz política y crecimiento económico no se pueden negar con una afirmación lapidaria como la del párrafo anterior. Pero, si analizamos el devenir del país a lo largo del periodo postrevolucionario, el resultado no es tan benigno como parecería a primera vista. No hay duda alguna que entre el final de los veinte y los sesenta, el resultado fue espectacular bajo cualquier rasero. Sin embargo, el desempeño tanto económico como político a partir de mediados de los sesenta ha sido patético. La economía ha crecido apenas poco más de 1% en promedio en términos per cápita en este periodo y las crisis que hemos presenciado –electorales, cambiarias, de legitimidad, guerrillas, asesinatos políticos, secuestros, narcos- revelan una realidad mucho menos benigna y promisoria.

El punto no es culpar o acusar, sino analizar los males que nos aquejan. El sistema que se construyó a partir de 1929 (y que, para todo fin práctico, sigue siendo el mismo) enfatizó la disciplina de las personas, misma que no logró con el desarrollo de instituciones fuertes y trascendentes, sino a través de una hegemonía cultural fundamentada en el mito revolucionario y, sobre todo,  en el intercambio de lealtad y disciplina por beneficios en la forma de puestos y acceso a la corrupción. El sistema logró el control del país y de la población con medios igual benignos (como el crecimiento económico) que autoritarios, pero no logró, ni siquiera intentó, la construcción de un sistema institucionalizado de gobierno.

Si bien el sistema callista erradicó el caudillismo, al menos a nivel presidencial (y quienes intentaron restaurarlo acabaron crucificados), no logró que el país dejara de ser uno de personas en vez de instituciones. El sistema fue sumamente exitoso en crear una clase de operadores políticos competentes, responsables y capaces, expertos en resolver problemas, evitar crisis y salir, una y otra vez, del atolladero, pero no generó una capacidad de construir un país desarrollado. El contraste entre la endeble institucionalidad y la fortaleza de los individuos con habilidades políticas es notable, pero se trata de dos caras de una misma moneda.

Por supuesto, todos los países generan funcionarios y políticos competentes, pero lo excepcional en México es la poca institucionalidad que los caracteriza. El sistema generaba lealtades absolutas pero pasajeras y todas tenían su contraparte en la forma de beneficios personales: tan pronto acababa el sexenio desaparecía la lealtad. Como dicen respecto a la corona británica, “el rey ha muerto, viva el rey”. Pero el rey en México es la persona: el político individual que vive de puesto en puesto, sobreviviendo y tratando de hacerse rico y poderoso en el camino. Aquí no hay instituciones –ni lealtades- que sobrevivan el sexenio. La problemática ha persistido en la era posterior al PRI. Entidades como el IFE, Transparencia y otras similares fueron construidas sin el cuidado de proteger su institucionalidad y son en extremo vulnerables frente al embate de intereses políticos personales y partidistas.

Los costos de esta realidad se pueden apreciar en todos los ámbitos y más cuando se contrastan con otras naciones que, poco a poco, han ido rompiendo con la condena del subdesarrollo. Lo podemos ver en todo: en la necedad de cambiar todas las políticas públicas -como los impuestos- cada rato; en un empresariado que, con unas cuantas excepciones, no tiene visión de largo plazo; en una infraestructura hecha para salir del paso (por ejemplo, Ciudad Juárez fue el lugar de mayor crecimiento económico y en el empleo entre 1980 y 2008 pero la inversión en infraestructura física ha sido ínfima); en la falta de atención al problema de producción petrolera; en una política educativa dedicada a satisfacer al sindicato y no a preparar al país, en particular a la niñez, para un mundo basado, cada vez más, en la capacidad creativa de las personas. Ejemplos sobran.

Tenemos poderes fácticos porque no existen instituciones con contrapesos efectivos que les obliguen a contribuir y apegarse a la ley, en lugar de expoliar. Las redes de intereses y privilegios –económicos y políticos- se afianzan y multiplican porque no existen mecanismos institucionales, pesos  y contrapesos, que los limiten y obliguen a apegarse a la legalidad. Las reglas del juego “reales” no son las mismas que las leyes escritas y mientras exista una brecha entre ambas, la institucionalidad es imposible: todo depende de personas, con sus falibilidades, intereses y preferencias. El sistema político mexicano sigue siendo jerárquico, casi monárquico y nunca desarrolló contrapesos efectivos ni mecanismos institucionales que le confieran la flexibilidad necesaria para poder adaptarse y responder ante retos crecientes. En una palabra, los incentivos que provoca nuestra realidad permiten a los operadores políticos a chantajear y vulnerar a las instituciones. La pregunta es cómo rompemos el círculo vicioso para poder empezar a salir adelante.

El problema hoy no es, en esencia, distinto al que enfrentó Calles. El país depende de personas cuyos intereses y objetivos no son (ni pueden ser) los del país. Lo que requerimos es un marco institucional que permita que florezca la capacidad y habilidad de todos los individuos en todos los ámbitos de la vida: empresas, campo, política, profesiones y demás. Es decir, lo que requerimos es un arreglo entre todas las fuerzas y grupos políticos para que se definan los temas del poder y de los dineros, permitiendo con ello que el resto de la sociedad se pueda desarrollar. El tema no es de iniciativas de ley o políticas públicas que nadie respeta sino de la esencia del poder: cómo se va a legitimar e institucionalizar el sistema de gobierno para que pueda ser efectivo.

Arreglos de esta naturaleza surgen de tres tipos de circunstancias: un consenso que se traduce en pacto (como en España), una crisis que hace inevitable una respuesta (como en Alemania y Japón después de la guerra), o de un gran liderazgo que forja una transformación (como en Sudáfrica, Brasil o Singapur). No hay modelos perfectos, pero lo que es seguro es que el tren del pacto a la española nunca llegó a la estación mexicana. Tendrá que ser de alguna de las otras dos formas.

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Construir un pais

Luis Rubio

Earl Long, un gobernador populista de EUA, alguna vez afirmó que “algún día Louisiana va a tener un buen gobierno y no les va a gustar nada.” Yo espero que algún día tengamos un buen sistema de gobierno, pero me temo que antes de poder construirlo tendríamos que liberarnos de muchos mitos, dogmas y verdades que no son ciertas. Quizá pudiéramos comenzar por temas como el de nuestra incapacidad de desarrollar una visión de largo plazo para que el país no se reinvente cada seis años.

Nuestro actual sistema de gobierno nació luego de la Revolución y como respuesta al régimen porfiriano. Ante el caos que la Revolución había dejado, el PNR, el abuelo del PRI, se constituyó en una estructura unificadora de las fuerzas políticas, grupos, milicias y pandillas del momento, pero sobre todo en un mecanismo dedicado a disciplinar a estos contingentes, estructurar un sistema de gobierno y proveer un sentido de dirección al país. Si uno ve hacia atrás, es evidente que el sistema priísta estabilizó al país y, empleando cualquier instrumento que se considerara necesario, le dio años de paz política en que prosperó la economía.

Pero ese sistema no sólo respondió al caos del momento, sino también al gobierno de Porfirio Díaz y sus secuelas. En la estructura constitucional de 1917 y, luego, en el sistema construido por Plutarco Elías Calles, se adoptaron dos principios que normaron el desarrollo de la política mexicana por décadas y que, visto en retrospectiva, han tenido efectos atroces. Por una parte, el sistema se constituyó en torno al principio de no reelección que instigó el movimiento revolucionario. El rechazo al despotismo porfiriano se convirtió en un sistema de gobierno de un solo periodo, mecanismo que fue concebido como la manera de evitar la perpetuación en el poder que quedó consignada en la frase popular de que “no hay mal que dure seis años.”

El otro componente del sistema priísta, también respuesta al gobierno porfiriano, fue, como argumentó el estudioso Roger Hansen, la institucionalización del porfiriato: se eliminó el personalismo permanente y se construyó una institución capaz de darle forma a la política mexicana. Quizá nuestro mayor problema hoy resida precisamente en la manera en que el priismo le dio continuidad política.

El régimen de no reelección se construyó con el objetivo de evitar la perpetuación en el poder. En eso la lógica e imperativo de la historia era evidente y necesario. Lo que ese régimen no resolvió o, más bien, lo que causó, fue la articulación de un sistema de incentivos que impiden el desarrollo del país. Quizá esto suene demasiado duro, pero veamos la lógica inherente a la inexistencia de reelección por los dos lados, el de quien es político o funcionario y el del ciudadano.

Un sistema sin reelección pervierte la democracia porque le concede un periodo limitado de gobierno (tres o seis años según el puesto) dentro del cual no tiene responsabilidad alguna. En ese periodo se puede hacer o deshacer sin rendirle cuentas a nadie, sin tener que cumplir promesas de campaña y sin tener que enfrentar al electorado para que éste califique su desempeño mediante el voto. La estructura de incentivos que se deriva de la no reelección excluye al ciudadano de la ecuación política.

Si se pone uno en los zapatos del legislador, gobernador, político o funcionario, la lógica sexenal crea una permanente incertidumbre respecto a la siguiente chamba y lo obliga a estar en la inexorable construcción de su siguiente empleo casi desde el día en que llega a donde está. En algunos casos, la búsqueda se limita al mundo político electoral y lo único potencialmente impropio de su hacer sería intentar sesgar los resultados hacia su partido o hacia su propia carrera. Sin embargo, en muchos otros, el sistema propicia el desarrollo de toda clase de negocios así como acuerdos obscuros con los medios, sindicatos o empresarios. El presidente se preocupará por su legado y por cómo lo recordará la historia pero todos los demás andan permanentemente al acecho.

El sistema es tan perverso en este sentido que ni siquiera creó un servicio civil de carrera de verdad que le diera continuidad a las políticas públicas más allá del plazo sexenal (y, a veces, ni eso). Mientras que en otras naciones existe un servicio de carrera a cargo de la administración pública, en México hemos dejado que novatos se encarguen de las responsabilidades más sensibles. Por ejemplo, ningún parisino o londinense podría creer que una ciudad como la de México no cuente con un administrador que permanece independientemente de los ciclos políticos.

Pero todavía más preocupante que estas sutilezas es el hecho de que nadie es responsable de lo que ocurre en el largo plazo. Lo más probable es que un funcionario canadiense que toma una decisión hoy va a estar ahí diez o veinte años después y pagará algún costo si esa decisión resultó errada. En nuestro caso, el sistema elimina gente al por mayor y la libera, para todo fin práctico, de la responsabilidad.

Quizá el mayor costo que genera esta estructura de incentivos es que impide pensar hacia el largo plazo: no se construyen más que carreras individuales. En lugar de decisiones de Estado, con todas las consideraciones y consecuencias que eso entraña, en México las decisiones tienden a estar orientadas por lo que es expedito: lo que salva el momento pero que no resuelve el problema de fondo.

La no reelección ha tenido la virtud de favorecer la circulación de la clase política, acomodar grupos y darle cabida a todas las corrientes en cada partido, pero no ha impedido que se consoliden personajes más propios de la era feudal en los gobiernos estatales ni que se perpetúen figuras nefastas cambiando de puesto en puesto. Sus costos han sido inmensos. Al mismo tiempo, instalarla no sería fácil precisamente por el afianzamiento de ese feudalismo.

Hace años, cuando se dio un encuentro entre el presidente mexicano y el brasileño, le pregunté al entonces secretario de relaciones exteriores qué otras reuniones similares había habido entre los presidentes de los dos países en sexenios anteriores. Su respuesta fue que no existía registro ni minutas de aquellas entrevistas. Un sistema que no tiene sentido de Estado tampoco tiene memoria institucional ni propicia la continuidad de su personal. Eso provoca decisiones poco meditadas que se traducen en soluciones mágicas, con los resultados esperables. Un país sin contrapesos –y la reelección bien estructurada puede ser eso- no tiene capacidad de respuesta y por eso se anquilosa y es propenso a hacer crisis. Es tiempo de comenzar a construir un país de verdad.
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Monopolios

Luis Rubio

La competencia es vital para el funcionamiento eficiente de los mercados: sin competencia existe una permanente propensión al crecimiento de los precios, no hay incentivos para mejorar la calidad de los bienes y servicios y se inhibe la innovación. Sin competencia una economía tiende a estancarse y la población vive acosada por empresarios rentistas que no tienen el menor interés por ofrecer mejores productos, términos, calidad o precio. La lógica de promover la competencia es absoluta y transparente.

La práctica es más compleja. Los monopolios (o prácticas monopólicas) solo pueden existir como resultado de tres circunstancias: por la existencia de monopolios naturales (como las redes de distribución de electricidad o las vías de ferrocarril); porque existe un control legalmente sancionado de una actividad o sector, como ocurre con el petróleo o la electricidad; y por la protección que directa o indirectamente le confieren las regulaciones gubernamentales a una empresa o sector cuando se constituyen en barreras de entrada virtualmente infranqueables que impiden el acceso de competidores.

En concepto, existen tres maneras de controlar las actividades monopólicas: a través de legislación, mediante la propiedad y operación gubernamental de un sector o por medio de regulaciones. Ninguna de estas es perfecta. La legislación antimonopolios es costosa y compleja, inexorablemente susceptible al abuso. Los monopolios gubernamentales siempre generan rentistas, sobre todo los sindicatos. La mayoría de las prácticas monopólicas se genera porque las empresas capturan a la autoridad y logran que ésta emita regulaciones que las protejan y, una vez que existen, como el palo dado, ni Dios las quita. La abrumadora mayoría de los casos en que existen prácticas anti competitivas en el país se deriva del marco regulatorio. Por eso, la manera eficiente de acabar con los monopolios mexicanos es a través de la desregulación y de la modernización radical del marco regulatorio existente. Además, si queremos una economía verdaderamente competitiva, tendremos que enfrentar el mismo tema en los monopolios gubernamentales.

Decía George Stigler, experto en el tema, que los méritos de una economía de mercado tienen mucho menos que ver con el sustento teórico de la competencia que con la estructura y organización de cada mercado específico. Por eso es clave entender el origen y funcionamiento del marco regulatorio que da forma al mercado. La estructura corporativista que caracterizó a la economía y a la política en el país a lo largo de una gran parte del siglo XX se caracterizó por la existencia de un sinnúmero de mecanismos dedicados a controlar sindicatos, empresas y personas. Esa estructura construyó un esquema regulatorio orientado a hacer funcionar la actividad económica dentro del marco de una economía cerrada en la que el gobierno concedía permisos exclusivos de importación o fabricación de bienes bajo el principio de que así se promovía el desarrollo industrial. Independientemente de los resultados de la estrategia de substitución y control de importaciones, el esquema hizo dependientes a las empresas del gobierno y sus regulaciones, porque determinaban su viabilidad y rentabilidad. Así, no es sorprendente que, por su origen, el marco regulatorio no sólo no promovía la competencia, sino que incentivaba la creación de barreras a la misma: el objetivo era proteger a las empresas de la competencia. Aunque en el proceso de apertura a las importaciones se eliminaron muchas regulaciones, otras persisten y se han multiplicado.

Adicionalmente, los pactos contra la inflación que se instrumentaron en los 80 entrañaron una estrecha cooperación entre las empresas de cada sector porque se fincaban en acuerdos de precios entre productores para romper la inercia de la inflación. Sin embargo, desde la perspectiva de la competencia, acabar con la inflación tuvo un enorme costo porque las empresas se acostumbraron a comunicarse entre sí y, por lo tanto, a no competir. Este es otro pecado de nuestro pasado que también pesa sobre la estructura económica actual.

La combinación de una estructura débil de regulación, instituciones con poca credibilidad y poderes fácticos con capacidad de veto, no sujetos en la práctica a autoridad alguna, obliga a pensar en maneras creativas y novedosas de avanzar la competencia en el país. Ante una situación similar, al menos en algunos aspectos, las naciones europeas crearon una autoridad regional de competencia. Algo similar se podría explorar en nuestro caso: una autoridad norteamericana en la materia con la fortaleza institucional, neutralidad y credibilidad necesarias para operar con éxito.

La iniciativa propuesta por el ejecutivo para reformar la ley en materia de competencia constituye una significativa mejoría porque avanza hacia la profesionalización de la COFECO. Sin embargo, la iniciativa no atiende el problema central: el hecho de que la entidad tiene funciones de fiscal y tribunal, es decir, de juez y parte, lo que crea una propensión permanente a la parcialidad. La ausencia de contrapeso conduce a excesos, protagonismos y decisiones de actuar o no actuar fundamentadas en las preferencias de los comisionados o de su presidente, más que en un análisis detallado y defendible a partir de evidencia incontrovertible. La estructura actual le confiere excesivas facultades discrecionales a su presidente y no limita su ámbito de acción. La autonomía mal entendida y sin contrapesos termina siendo otro poder fáctico.

En la actualidad, el único recurso que tiene una empresa frente a las decisiones de la Comisión es el amparo, procedimiento que lleva años en resolverse. Lo que realmente se requiere es un contrapeso efectivo que no se preste a dilación pero que impida el abuso. El mecanismo ideal sería un Tribunal Federal especializado en la materia sin recurso al amparo, de manera similar, en concepto, a lo que ocurre en la actualidad con el IFE y el Tribunal Electoral. Esa estructura ha probado ser eficiente, evita protagonismos y genera decisiones expeditas: ambas entidades saben que existe una institución de referencia, lo que les lleva a actuar con sumo cuidado.

La esencia de la iniciativa reside en la posibilidad de imponer severas penas económicas e incluso penales a las empresas y funcionarios que incurran en prácticas anti competitivas. Un cambio cualitativo de esta naturaleza tiene una lógica explicable, pero no puede darse en ausencia de un equilibrio institucional que garantice una profesional e impecable aplicación de la ley. Sin contrapesos funcionales, una ley de esta naturaleza sería inquisitorial.

 

El PRI: ¿para qué?

Luis Rubio

Todas las encuestas los ponen en primer lugar. A más de dos años de la próxima justa presidencial las encuestas son en buena medida irrelevantes, pero el simbolismo es claro y lo que yace detrás del crecimiento del PRI en las preferencias populares lo es más. Es obvio que debemos prepararnos para un retorno del PRI al poder. Lo que no es igualmente obvio es que los priístas estén preparados.

Hace poco leí una historia interesante sobre Einstein que es aplicable al PRI. En una ocasión, sus estudiantes le reclamaron por la calificación de sus exámenes. Su protesta era que los problemas que tenían que resolver eran exactamente los mismos que les había puesto en el examen del año anterior. Pues sí, respondió Einstein. Las preguntas son idénticas. Sin embargo, lo que ustedes tienen que entender es que las respuestas han cambiado. Apócrifa o no, la historia sirve de metáfora para la realidad que el retorno del PRI podría traer consigo.

Las respuestas han cambiado, pero no es obvio que los priístas así lo hayan entendido. De regresar, el PRI sería no más que una caricatura de su antiguo ser, pero su objetivo es el de restaurar lo que existía, comenzando por la vieja presidencia. El PRI que ha ascendido en las encuestas no es distinto al anterior, reformado y transformado: no ha tenido que hacer nada más que esperar a que la falta de vocación para el gobierno derrotara a su oposición histórica.

Lo que nadie puede desdeñar es que la realidad de hoy no es la misma de cuando el PRI estaba en el poder y esa es la razón por la cual las respuestas no pueden ser las mismas. La pregunta relevante hoy debería ser: ¿Cómo construir un país moderno en las circunstancias actuales? Pero los priístas más prominentes en la contienda no se están preguntando eso: la evidencia los muestra mucho más preocupados por restaurar la capacidad de imposición de antes que de desarrollar formas creativas y novedosas de gobernar con una visión de futuro.

La derrota del PRI en 2000 cambió la realidad del poder porque lo descentralizó y con celeridad lo capturaron los gobernadores, líderes legislativos y poderes fácticos que adquirieron vida propia al margen del PRI. No va a ser posible restaurar lo anterior. Como dijo Walesa ante la derrota de su partido frente al antiguo Partido Comunista polaco, no es lo mismo hacer sopa de pescado a partir de un acuario que hacer un acuario a partir de una sopa de pescado. Con todas las ventajas con que cuenta, el PRI que regresaría sería estructuralmente distinto al que se fue.

Cambió la estructura del poder pero el país no ha encontrado una manera efectiva de gobernarse. Parte de ello seguro tiene que ver con las capacidades personales de quienes han sido los responsables de conducir los destinos del país, pero mucho es resultado de las dislocaciones reales que han tenido lugar. El país tiene una mala estructura de gobierno y carece de un sistema efectivo de pesos y contrapesos que defina con nitidez los espacios de acción de cada uno de los poderes públicos (por eso tantos intentos de reforma política encaminados a sesgar las reglas a favor de uno u otro). Se vive una lucha intestina entre quienes quieren la perfección y quienes quieren todos los beneficios para sí, ignorando la experiencia de múltiples países que muestra que un país triunfa cuando se logra el mejor arreglo posible que le haga funcionar.

Desafortunadamente, ninguna de las fuerzas políticas, o de los potentados políticos, está pensando u operando bajo esta lógica. Todos quieren la presidencia y muchos están sesgando todo para mantener sus cotos de poder en caso de no ganarla. Nadie está desarrollado una visión de largo plazo que construya y siente las bases para un país distinto. Esto último es particularmente cierto del PRI. Más preocupados por retornar al poder que por ver qué hacer después, se han abocado a fortalecer su estructura territorial, pero también a corregir errores de la democracia acotando a las entidades autónomas y promover reformas políticas a modo.

El país de hoy ya no es el de la era de los sueños priístas en que todo era negociación interna y donde todos, incluyendo los perdedores, salían ganando. El México de hoy es un país muy descentralizado en el que la lógica de los productores es la de sus clientes y mercados, la de los gobernadores nutrir sus feudos (y sus bolsas) y la del mexicano común y corriente tratar de sobrevivir. Es paradójico que los priístas estén tan contentos de su concebible retorno a la presidencia con sólo 38% de las preferencias electorales. Lo que eso me dice a mi es que 62% de la población no está igual de feliz. La era de las mayorías abrumadoras desapareció del mapa político hace tiempo y no es probable que regrese, por más artificios que se inventen.

Por cierto, tampoco hay garantía de que el PRI regrese. Más que un plan para retornar, llegar o quedarse, respectivamente, para cada uno de los tres partidos grandes, lo que México requiere es una estrategia de desarrollo que reconozca una realidad política tan compleja. El péndulo se mueve porque la población está harta, pero eso cambia con el viento.

La realidad es compleja por dos razones: una porque el poder efectivamente se desconcentró y quienes lo ostentan tienen distintas percepciones de la realidad. Para los priístas México siempre fue democrático, para los panistas la democracia llegó en 2000 y para los perredistas todavía está por llegar. Contar con una mayoría legislativa no resuelve estas diferencias ni disminuye el incentivo para boicotear al presidente. La otra fuente de complejidad es que tenemos una pésima estructura institucional y no hay razón para pensar que sería de otra forma: casos como el de España no se dan con frecuencia. Por eso, en lugar de soñar con lo que no pasó, sería mucho más productivo observar a los pocos países exitosos que han logrado un un proceso de consolidación a pesar de la ausencia de consenso inicial.

India y Brasil son dos buenos ejemplos. Por años nos hemos cegado ante sus cambios por el atractivo de los que nos parecen las soluciones elegantes que ilustran España o Chile. Pero el éxito de esos otros países nos debería alertar a lo que realmente les permitió salir de su atolladero: liderazgo y claridad de rumbo. En ambos casos se ha dado esa poderosa combinación: partidos y presidentes o primeros ministros van y vienen, pero ambos llevan más de tres lustros con una sola estrategia de desarrollo. Nuestro fracaso no está en la imposibilidad de construir una democracia funcional sino en ignorar que lo que importa es que la economía avance para darle espacio a todo lo demás. Gane quien gane.

 

Riesgos y falacias

Luis Rubio

Nuestros políticos son una extraña combinación de inmovilismo y arrojo. Llevan años evadiendo acciones y respuestas que son necesarias, en parte porque la sociedad mexicana está muy dividida respecto a qué hacer, pero también porque no han emergido líderes capaces de encabezar un proyecto de cambio sensato y razonable. A pesar de ello, de vez en cuando presenciamos ejemplos de gran arrojo, decisiones súbitas de actuar, como si la prisa fuera substituto de la lógica y de la comprensión cabal de los asuntos públicos. La combinación de inacción y arrojo, además de perversa, es por demás riesgosa porque se sustenta en una visión interesada y falaz del mundo. Nada bueno, nada que contribuya al bienestar de la vida de la población, puede resultar cuando así actúa la clase política.

Estamos presenciando un proceso de debate sobre el tipo de reformas políticas que requiere el país para poder funcionar. Como es natural, los planteamientos que se han venido presentando reflejan posturas contrastantes. Algunos políticos, comenzando por el presidente y el líder del PRI en el senado, han hecho planteamientos fuertes y claros. Diversos analistas han aportado valiosas perspectivas y evaluaciones sobre los costos y beneficios de distintas posibilidades de reforma. Todos reconocen algo esencial: el diseño de las instituciones los incentivos que éstas alberguen tanto para quienes las encabecen y operen como para la ciudadanía- es determinante en la consecución o fracaso de la reforma. Un buen diseño puede abrir oportunidades y generar respuestas positivas, en tanto que uno malo puede traducirse en todavía más parálisis.

En años recientes hemos observado vastos intentos fallidos de reforma. La forma en que fueron privatizados los bancos con mínimos requerimientos de capital- llevó a su desastroso colapso unos años después. La reforma electoral de 2007 no resolvió los problemas electorales y si, en cambio, polarizó a la sociedad. La forma y contenido de las reformas es clave para su éxito; no es suficiente tener buenas intenciones: al revés, en el proceso de reforma lo fundamental es reconocer que siempre habrá vividores y personajes abusivos que harán el peor uso de las instituciones. En consecuencia, lo crucial es meditar sobre el panorama completo y no dejarse llevar por concepciones falaces o puramente interesadas de la realidad.

El debate ejecutivo-legislativo se ha concentrado en una serie de temas que modificarían la relación entre los dos poderes públicos. Entre los temas en discusión se encuentran la ratificación del gabinete por parte del senado; la reelección de legisladores y presidentes municipales; y la constitución de una figura ejecutiva nombrada por el poder legislativo: un jefe de gabinete. Cada uno de estos temas implicaría una reconformación sustantiva del funcionamiento político del país. La ratificación del gabinete sometería a la consideración de los legisladores nombramientos que, hasta hoy, han sido privilegio del ejecutivo. La reelección de legisladores y presidentes municipales modificaría la relación entre los legisladores y los electores, a la vez que transformaría los vínculos entre candidatos y partidos; la reelección de presidentes municipales permitiría, de ser exitosa, cambiar los incentivos de la autoridad administrativa más cercana a la población para llevar a cabo proyectos de más largo plazo y, sobre todo, que exista un responsable de los resultados. La creación de una figura semiparlamentaria de primer ministro, como la que existe en Francia, alteraría nuestro modelo presidencial de raíz.

Todos y cada uno de estos temas y propuestas amerita una discusión seria. Como ideas y planteamientos son exquisitos y permiten imaginar alteraciones sustanciales en los incentivos que hoy motivan a nuestros políticos y representantes. Sin embargo, ninguno puede llevarse a la práctica si no se consideran, y resuelven, todas las aristas que entrañan.

El tema de la reelección de legisladores y presidentes municipales es particularmente delicado. Las ventajas de la reelección son muchas y muy obvias. La ausencia de reelección procrea incentivos para un mal desempeño y promueve la irresponsabilidad de quienes gozan -al menos en la formalidad- de la representación popular o encabezan la administración local. Desde una perspectiva ciudadana, la reelección permitiría profesionalizar a los legisladores y presidentes municipales, acercar a ambos con la ciudadanía y fortalecería la permanencia, sujeta a la decisión de los votantes, de funcionarios confiables y conocedores de los temas clave para el país. Aunque la circulación de los políticos en el poder tiene beneficios, en nada se comparan con los que arrojaría la existencia de legisladores experimentados, capaces de ser interlocutores confiables para sus contrapartes tanto en su ámbito inmediato como en el conjunto de la vida pública. Lo que no es obvio es que estas ventajas se lograrían con las reformas propuestas.

Como todo en nuestro escaso debate, el problema está en la realidad. En la vida real de nuestro país, los gobernadores son dueños de los procedimientos electorales, las nominaciones de candidatos y el flujo de recursos. Un gran proyecto de rediseño institucional puede naufragar en el punto más vulnerable: ahí donde los gobernadores tienen control absoluto. Desafortunadamente, los gobernadores son dueños de los partidos a nivel local, dominan el proceso de distribución de fondos públicos y controlan a los institutos electorales estatales. Con ese marco de referencia, parece un tanto inocente la noción de que la reelección de presidentes municipales o legisladores sería decidida por la ciudadanía. No es difícil imaginar un escenario en el que la reelección acaba convirtiéndose en un instrumento en manos de los gobernadores para que, a través del partido, impongan sus preferencias sobre quien se reelige y quién no, en aras de perpetuar su poder: exactamente lo contrario de lo que proponen las iniciativas de reforma.

El México real es mucho más duro y complejo de lo que sugieren los debates de ideas. La noción de que cambiando un aspecto de nuestra vida política, por crucial que éste fuera, llevaría a una transformación general del país es extraordinariamente ingenua. Pero no tiene que ser así: como parte de las reformas podría crearse un Instituto Nacional de Elecciones un IFE con responsabilidad sobre todas las elecciones en el país- a fin de proteger a los candidatos, restringir a los gobernadores y darle una mejor oportunidad de éxito a una reforma tan ambiciosa como ésta. Sin ello las reformas propuestas no harían sino profundizar el cadalso.

 

Hibrido

Luis Rubio

Refiriéndose al fin de la Unión Soviética, Solzhenitzyn escribió que la revolución es una amalgama de antiguos funcionarios del partido, cuasi demócratas, oficiales de la KGB y operadores del mercado negro que hoy concentran el poder y representan un híbrido sucio nunca antes visto.

También en México tenemos una buena colección de híbridos que explican muchos de los contrastes y desfases que nos caracterizan e ilustran las limitaciones de cualquier proyecto de desarrollo que no contemple soluciones integrales.

Para comenzar, en el país reina la indefinición. Preferimos soluciones a medias que acciones definitivas. La frase que emplean muchos abogados más vale un mal arreglo que un buen pleito- es, además de práctica, respuesta lógica a nuestra realidad. Excepto que esa manera de enfrentar los problemas sólo funciona cuando lo fundamental ha sido resuelto, cuando existen estructuras e instituciones que amparan los procesos de decisión, hacen valer los contratos y protegen los derechos de todos los ciudadanos. En ausencia de un entorno de esa naturaleza, las medias tintas no hacen sino arrojar resultados mediocres.

Aquí va una muestra de híbridos:

Los impuestos son un mundo en sí mismo. En nuestro país hay dos clases de ciudadanos: los que pagan impuestos y los que gozan de excepciones y exenciones. Los primeros viven en un mundo controlado en el que sus impuestos son retenidos antes de recibir el ingreso. Se trata de ciudadanos que, con gusto o sin él, cumplen con sus obligaciones con la sociedad y, por ese hecho, son permanentemente asediados con más impuestos. Junto a ellos, en un híbrido maravilloso, hay todo un mundo de excepciones, privilegios y exenciones. Los regímenes especiales de tributación esconden grandes ingresos y pocos impuestos. Muchos simplemente no pagan ningún impuesto y luego se ofenden cuando se propone un IVA generalizado.

Los maestros ilustran otro de nuestros híbridos de excepción: en épocas recientes se implantó un concurso para la obtención de nuevas plazas. Han solicitado su acceso personas que aspiran al magisterio y maestros ya en funciones que quieren una segunda plaza. Lo maravilloso es que la abrumadora mayoría de los maestros con plaza que han presentado su examen han reprobado y, sin embargo, mantienen la plaza que tienen. Mientras tanto, los nuevos solicitantes tienen que aprobar el examen o no tienen empleo. Ciudadanos de primera y de segunda.

El mundo empresarial se integra por dos grandes grupos: los que están sujetos a la competencia y los que viven protegidos y resguardados. Los primeros han tenido que cambiar su manera de ser para poder sobrevivir; los segundos le cargan la mano a todos los demás, impidiéndoles progresar. En términos generales, los bienes industriales están sujetos a la competencia pero no así los servicios o bienes producidos por el gobierno. ¿Cuántas empresas se han muerto por el costo excesivo que les imponen las actividades y servicios de los que su sobrevivencia depende?

En el poder legislativo tenemos dos clases de diputados y senadores: los que son electos y los que son nombrados. Ninguno representa a la ciudadanía y, en nuestra muy peculiar idiosincrasia, todos le deben su empleo al partido o gobernador que les asigna la chamba y no al ciudadano que vota.

Las mujeres viven en un mundo de reglas definidas en una era en la que lo común era que se quedaran en su casa pero su realidad es de trabajo intenso. Sin embargo, prácticamente ningún servicio se apega a sus necesidades: las escuelas, los servicios de salud y el transporte funcionan como si las mujeres fuesen iguales a los hombres en sus responsabilidades cotidianas.

Aunque hay muchas razones para estar orgullosos de que haya una mayor transparencia en la función pública, ahora se hace extraordinariamente evidente la opacidad de los sindicatos, gobiernos estatales y locales, así como de los poderes legislativo y judicial.

La seguridad pública ha exigido que el ejército se involucre en actividades y responsabilidades que no le son propias y para las cuales no fue entrenado. Sin embargo, aún con todo el ruido que ese involucramiento ha causado, seguimos sin contar con policías modernas que lo substituyan. No hay nada más patético que la reticencia de los gobernadores a transformar ese renglón fundamental de su responsabilidad.

Los gobernadores gozan del enorme privilegio de no rendirle cuentas a nadie, y menos a su población local. En lugar de recaudar impuestos en sus estados, prefieren presionar al gobierno federal y exprimir al Congreso para elevar su presupuesto. Quizá la mayor diferencia con Brasil es que ahí la recaudación de predial es varias veces superior a la nuestra como porcentaje del producto. Sin responsabilidad ante los ciudadanos, el gasto no es más que un instrumento del poder y de promoción personal. México no tiene un sistema centralizado ni uno federal, sino todo lo contrario.

Es patente el contraste entre las autoridades electorales federales (que, a pesar de la reforma de 2007 son absolutamente profesionales y neutrales) y los institutos electorales estatales, casi todos ellos nombrados por los gobernadores y subordinados a ellos. La democracia en parcelas.

Quizá no haya híbrido más pernicioso que el que caracteriza a nuestra economía mixta donde nunca es claro qué es privado y qué es público, quién se apropia de los beneficios del gasto gubernamental y de los beneficios de los monstruos energéticos, todo a costa de los empleos y riqueza que podría generar una economía verdaderamente competitiva. Híbridos disfuncionales al servicio de intereses particulares.

En lugar de reglas generales, instituciones igualitarias y reino imparcial de la ley, lo que tenemos es un mundo de parches que nunca embonan bien. Algunas cosas funcionan y otras no, pero nadie se inmuta. Los híbridos permiten que convivan dos mundos incompatibles: el del ciudadano que cumple por convicción o porque no tiene de otra, y el que goza de excepciones que le permiten vivir en un mundo de impunidad. Un sistema de híbridos y medias tintas que preserva prebendas, corrupción y protección a unos cuantos mientras exige lo contrario de la mayoría, provoca esfuerzos a medias y compromisos sin consistencia que minan el factor esencial que hace funcionar a cualquier sociedad: la confianza.

Muchos de nuestros problemas comienzan con esa mezcla peculiar de responsabilidades que nadie asume y que son la esencia de los privilegios y desigualdad que nos caracterizan. En su origen, la parálisis actual surge de la colusión de intereses que permiten que estos híbridos sean la norma y no la excepción.

 

Reacomodos

Luis Rubio

Mientras en México nos consumimos, literalmente, en infiernillos y pleitos de lavanderas, el mundo se mueve con extraordinaria celeridad, creando y cambiando realidades y futuros a su paso. Cualquiera que observe la dinámica con que han cambiado muchos de los pilares de la estabilidad mundial en los últimos dos años no podrá más que azorarse de todo lo que ha sido trastornado.

Siguiendo el buen consejo del gran beisbolista Casey Stengel, que decía que nunca hagas predicciones, especialmente respecto al futuro, quisiera compartir una serie de observaciones sobre temas que están a nuestro alrededor y que podrían afectarnos y obligarnos a repensar lo que es importante para nuestro desarrollo. Son reflexiones sobre hechos y tendencias cuyo único común denominador es la profundidad y rapidez del cambio que está ocurriendo.

La percepción generalizada es que nos arrollan los llamados BRICs, ese conjunto de países que un banco de inversión identificó como las naciones más probables de lograr elevadas tasas de crecimiento en los años por venir: Brasil, Rusia, China e India. Sin embargo, como bien apunta Macario Schettino, el PIB per cápita mexicano es superior a tres de estas naciones (la otra es Rusia) a pesar de que nuestra economía ha crecido mucho más lentamente que aquellas. Esto no resuelve nada, pero obliga a poner en perspectiva nuestro estancamiento, que ciertamente es más mental que físico o económico.

Está de moda ver a Brasil como el país que ya la hizo. Sin embargo, hay que entender que si bien hay mucho de envidiable en la dinámica económica que ha cobrado, las razones de su éxito son muy concretas y sus riesgos hacia adelante muy reales. En Brasil han llevado a cabo varias reformas y han sido mucho más inteligentes que nosotros en algunos temas, por ejemplo en la manera en que privatizaron las comunicaciones. Pero la principal fuente del éxito brasileño reciente no descansa en grandes reformas sino en la clarividencia y continuidad de su liderazgo. Los brasileños han tenido dos presidentes muy distintos en los últimos 15 años pero una sola estrategia de desarrollo. Cardoso llevó a cabo reformas, la mayoría menos ambiciosas que las nuestras, y Lula les dio continuidad. Difícil imaginar dos líderes tan contrastantes en términos ideológicos o de personalidad, pero el éxito de su país reside en la inteligencia que tuvieron para hacer lo que era imperativo y para que el segundo continuara el proyecto del primero, así implicara un rompimiento de sus promesas de campaña. Brasil tiene muchos activos industriales excepcionales, incluyendo aviones y maquinaria, pero su éxito exportador reciente radica más en la aparentemente insaciable demanda china por materias primas y alimentos. Una pregunta nada irrelevante es qué pasaría de cambiar las tendencias en el país que ha generado toda esa demanda de bienes brasileños.

En el imaginario popular, China se ha convertido en la potencia o amenaza- mundial del futuro. En ese contexto es interesante escuchar lo que dice el premier Wen Jia-bao, que ha sido inusualmente franco en advertir los riesgos de un colapso económico. Hace no mucho tiempo decía que el problema más grande de la economía china es que su crecimiento es inestable, desequilibrado, descoordinado e insostenible. Más recientemente, un periódico lo citó oponiéndose a nuevos proyectos de inversión porque había un exceso de inversiones que estaban creando una burbuja y porque la abrumadora mayoría del paquete de estímulo que organizó su gobierno se había concentrado en subsidiar a los bancos y empresas del gobierno, lo que no tendría más efecto que seguir inflando la burbuja. Aunque China tiene reservas en divisas superiores a los dos trillones de dólares, no puede usarlas para resolver el problema de deuda de sus empresas y bancos porque eso le impediría financiar a sus compradores (esencialmente EUA). Al mismo tiempo, sus exportaciones han disminuido porque su principal cliente, EUA, ha importado mucho menos que antes. Transitar de ser una nación fundamentalmente exportadora hacia su mercado interno tendrá que ocurrir en los próximos años, pero no es obvio que lo logre hacer sin contratiempos. La evidencia reciente sugiere que va a serle sumamente difícil seguir creciendo al ritmo de las últimas décadas, lo que afectaría al resto del mundo.

La economía estadounidense está cambiando con celeridad. Mientras que algunos de sus viejos sectores industriales languidecen, otros se recuperan, pero lo más significativo es el extraordinario crecimiento de actividades que podrían convertirse en grandes punteros de su crecimiento futuro, sobre todo en materia de biotecnología, comunicaciones y otras áreas, como la innovación y el desarrollo tecnológico, donde la situación económica no representa restricción alguna.

Quizá lo más extraño en toda esta película es el hecho de que nosotros parecemos estar contentos con el panorama que nos circunda, o al menos resignados con nuestro estancamiento. El cambio tanto político como económico que está teniendo lugar en nuestro principal socio comercial (y en nuestro principal competidor, China) tiene enormes consecuencias para nosotros y abre ingentes oportunidades que nadie parece estar contemplando. Por ejemplo, la naturaleza cada vez más rijosa de sus procesos comerciales se ha traducido en conflictos e impuestos compensatorios hacia productos chinos y brasileños que nosotros probablemente podríamos reemplazar. Lo mismo es cierto en el tema de salud, asunto que ha consumido más de un año de debate político en esa nación y donde nosotros podríamos quizá ser parte de la solución al ofrecer servicios de salud acreditados por ellos a un costo menor. A pesar de esto, no tenemos estrategia para asir las oportunidades o, al menos, para tratar de aprovecharlas.

Una manera de sobreestimar nuestras dificultades así como a nuestros socios y competidores- reside en subestimar nuestros activos. La economía mexicana no ha crecido mayor cosa en términos per cápita en la últimas dos décadas pero la estabilidad financiera que ha logrado tiene enormes ventajas, sobre todo si se le compara con la situación de crisis que viven otras naciones a nuestro derredor y las que les sigan. Aunque parecemos incapaces de lograrlo, las fuentes de éxito de otras naciones parecen mucho más asequibles de lo que comúnmente se cree: con unos cuantos arreglos legislativos y dentro del ejecutivo, cada uno en su ámbito, el país podría lograr iniciar un gran proceso de transformación. Brasil muestra que lo más importante para lograrlo es tener un liderazgo convincente y con más convicción que intereses.

 

Reforma a fuerzas

Luis Rubio

El diablo está en los detalles dice una vieja conseja. En el caso de las reformas políticas que se discuten en el foro público ha pasado algo muy peculiar: de una negativa rotunda a reformar hemos pasado a la lógica de que lo que importa es aprobar reformas, cualquier reforma, independientemente de su contenido. Como si se tratase de un proceso de producción en línea, lo relevante es que el Congreso saque la agenda, no que la agenda contribuya a mejorar la calidad de vida de los mexicanos o, al menos, facilitar la toma de decisiones en el sistema político. Eso suena más a un intento por satisfacer al coro que de intentar transformar y mejorar al sistema de gobierno que tenemos.

Lo que importa de una reforma es el objetivo que se persigue y la probabilidad de que éste se materialice con el acto de reformar. Cambiar por cambiar no sólo no tiene sentido, sino que es peligroso porque contribuye a continuar minando la credibilidad de las instituciones y, sobre todo, porque puede tener efectos no anticipados que resulten mucho más dañinos que el statu quo. Peor cuando son pocas las voces y muchos los intereses de por medio.

En abstracto, muchas de las reformas propuestas tienen una lógica impecable. Pero nuestra historia es rica en discusiones abstractas que frecuentemente, al aterrizarse en una ley o en la creación de una institución, no logran el objetivo que se proponían. Muchos de los debates sobre la naturaleza del país que se deseaba construir que sostuvieron monarquistas y republicanos, liberales y conservadores en el siglo XIX tenían más que ver con la preferencia por imitar a Europa o Estados Unidos, respectivamente, que con entender la realidad mexicana y responder a ella. En cierta forma, el sistema que dio origen al PRI fue la primera respuesta institucional autóctona que hubo en más de un siglo de vida independiente.

La discusión actual recuerda mucho al siglo XIX: lo importante es adoptar tal o cual diseño institucional porque allá funciona bien. Con esto no quiero sugerir en modo alguno que México sea un país único, tan distinto al resto de la raza humana, que no pueda imitar o adaptar instituciones exitosas de otras latitudes. Más bien, mi preocupación reside en la pretensión de adoptar instituciones o diseños institucionales sin adaptarlos a nuestra realidad. En demasiados casos, las propuestas responden no a lo que funciona en otras latitudes, sino a los cálculos políticos y electorales de cortísimo plazo. Cuando esa es la tónica, lo mejor sería comenzar por la negociación de acuerdos políticos profundos entre los propios actores que legislar procesos que nunca se van a cumplir o que, de entrada, jamás gozarán de legitimidad plena.

Por supuesto, hay diversas propuestas de reforma que tienen todo el sentido del mundo y que seguramente gozarían de un amplio acuerdo. Por ejemplo, quién puede objetar a que se defina con precisión, en blanco y negro, la línea de sucesión en caso de ausencia absoluta del presidente de la república, tema que, por razones explicables, la Constitución nunca logró.

Por otro lado, hay propuestas que simplemente no tienen razón de ser. La noción de convertir al ministerio público en un ente autónomo no sólo no tiene pies ni cabeza en concepto o en la realidad vigente, sino que incluso puede ser en extremo pernicioso. El ministerio público tiene que responderle a una autoridad estatal, sea ésta del ejecutivo (como es el caso de la PGR en la actualidad) o del poder judicial, o de ambos, pero no a sí mismo. Yo comparto la idea de que es fundamental terminar con el monopolio de la acción penal para profesionalizar y despolitizar al ministerio público, pero eso no equivale a dejarlo a sus anchas. ¿Alguien se imagina lo que ocurriría con un Chapa Bezanilla sin jefe ni control?

Algunas de las reformas propuestas tienen sentido en abstracto pero chocan con la realidad. En un país democrático y civilizado uno esperaría que el gabinete fuera ratificado por el Senado. Pero nuestro país no ha llegado a ese estadio de desarrollo y la ratificación se convertiría en un proceso de negociación interminable, dedicado a acotar a la presidencia cada que se diera un cambio de personal. Este es un ejemplo perfecto del tipo de reforma necesaria pero que no es concebible sino hasta que haya mediado un amplio y profundo acuerdo sobre el poder: cómo se distribuye, reconoce y legitima. En ausencia de eso lo único que se lograría es profundizar la parálisis o transferir el gobierno al Senado.

Hay reformas que no tienen más propósito que el de satisfacer a críticos y quejosos. Reducir el tamaño de las cámaras legislativas no puede ni debe ser un objetivo en sí mismo. Lo relevante sería responder a preguntas clave como: si el tipo de híbrido que produce la elección directa y proporcional es el adecuado para nuestras circunstancias, si un Senado debe tener un componente de proporcionalidad o si la distancia actual entre el poder legislativo y la ciudadanía contribuye a un mejor gobierno. Poner la mira en números implica empezar por el final y obviar los temas de fondo: la rendición de cuentas, quién nomina en la vida real- a los candidatos y cuál es la mejor manera de distribuir las responsabilidades y los dineros, todo ello dentro de un marco de amplia legitimidad. Ninguna de las reformas propuestas avanza en esta dirección.

Lo importante no reside en lo específico de las reformas sino en el hecho de que la racionalidad que yace detrás de ellas tiene mucho más que ver con los cálculos políticos de corto plazo de los actores relevantes (incluyendo el de acallar a los críticos) y muy poco que ver con la construcción de un mejor proceso de toma de decisiones, de un sistema de gobierno más efectivo y, sobre todo, de un marco dentro del cual la población se pueda desarrollar y gozar de los beneficios de su propio esfuerzo. Nada de eso aparece en las propuestas de reforma.

No es necesario ir mucho tiempo atrás para observar cómo un proceso de reforma planteado en abstracto y sin reconocer la realidad cotidiana puede acabar en un desastre. Muchas de las reformas económicas y privatizaciones de los 80 y 90 sonaban lógicas y sensatas, pero nunca se construyó el andamiaje necesario los detalles- para que pudieran ser exitosas. Como en el cuento de Alicia en el País de las Maravillas, el país entero entró en un proceso de transformación que, con pocas excepciones, muchas de ellas extraordinariamente positivas e importantes, no acabó muy bien.

Como hubiera dicho De Gaulle, las reformas son demasiado importantes como para dejarlas en manos de los políticos. Hay épocas en que la parálisis no es lo peor.

 

Palabra y silencio

Luis Rubio

En un agrio intercambio entre un policía soviético y un intelectual que relata Elie Wiesel en su obra La Locura de Dios, el comisario le exige a su interlocutor que hable y tome una postura pública para criticar a sus correligionarios con el argumento de que la palabra le fue dada al hombre para usarla y expresarse. El intelectual no tardó ni un segundo en responder y también el silencio estimado camarada, también el silencio. Lo mismo es cierto en política.

Pocos políticos se asocian con el silencio. Mucho más común es la retórica, demagogia y verborrea. La política es una función y profesión dedicada al convencimiento y a la negociación y el habla es su instrumento de acción. Como en todo, lo que cuenta es el equilibrio: hay momentos en que lo que se requiere es un gran discurso, pero en otros lo valioso es el silencio. Quienes hablan demasiado o quienes callan cuando lo necesario es hablar acaban siendo irrelevantes.

Hay políticos que se desviven por hablar (y citarse a sí mismos) y creen que así maximizan su impacto. Otros son más parcos y cuidadosos. Unos opinan sobre unos cuantos temas, otros hablan de cualquiera. Algunos necesitan más del podio y del micrófono que del oxígeno y el alimento. En la vida pública, el momento, la circunstancia y la naturaleza del auditorio, todo en conjunto, establecen el contexto en el que se desenvuelve el político. No es lo mismo una arenga en el Zócalo que un velorio, una intervención común en el foro del congreso que un informe presidencial. Cada espacio exige su forma y contenido. Pero en cada uno de ellos se puede apreciar la diferencia de estilo y personalidad: los que hablan de más o de menos y los que hablan lo suficiente. Como en política hay muchos Narcisos, todos creen que son inmejorables. Pero la pregunta relevante es quiénes de ellos son más efectivos, cuáles logran un mayor impacto: quiénes son dignos de respeto.

Muchos creen que a las palabras se las lleva el viento y que por eso no tienen mayor valor. Pero en política la palabra es sublime porque entraña confianza y puentes o desconfianza y animadversión. Una palabra oportuna puede iluminar una vida y transformar a una nación; una palabra errada en un determinado momento es capaz de destruir años de construcción. La palabra implica compromiso y entraña responsabilidad. Quien abusa de ella pierde toda credibilidad. El éxito de los políticos que la historia recuerda reside precisamente en el valor de la palabra que empeñaron. Cicerón, Churchill y Roosevelt son tres casos ejemplares de estadistas que convirtieron a la palabra en el fundamento de su liderazgo y, en buena medida, en la razón de su éxito. Algunos de nuestros presidentes recientes son recordados menos por su discurso que por el abuso del mismo.

El caso de los ex presidentes es particularmente relevante. Felipe González, un presidente del gobierno español con excepcional habilidad retórica y que tuvo la capacidad de liderar una exitosa transición política, afirma que el día en que concluyó su mandato popular decidió hacer un voto de silencio para dejar en libertad a su sucesor, libertad para acertar pero también para errar. Ejemplifica su decisión con un cuento: que un jarrón chino colocado en un museo es una gran pieza para observar y apreciar, pero que el mismo jarrón colocado en la sala de una casa no es más que un gran estorbo. Un ex presidente que habla de más, concluye él, es como un gran jarrón chino a la mitad de la sala.

Palabra y silencio, características e instrumentos de la política, son lo que hace a los grandes próceres de la vida pública. Cuando era director del Banco de México, todo mundo esperaba ansioso el discurso de don Miguel Mancera porque no daba muchos y, cuando los daba, era contundente. Todo mundo los escuchaba. Cada palabra contaba, cada oración tenía un sentido y todo construía un mensaje que nadie en el mundo financiero podía darse el lujo de ignorar.

En sentido contrario, algunos de nuestros legisladores, gobernadores, alcaldes y presidentes (y ex) suponen que nadie se percata de la cantidad de promesas, observaciones y acusaciones, todas vanas, que hacen. El abuso de la palabra en algunos de ellos es ilimitado. Carentes de sustento en la vida real, sus afirmaciones y excesos- acaban en el cadalso de la credibilidad. La impunidad en el uso de la palabra no honrada, cuando no de la mentira despiadada, explica en buena medida las estadísticas de aprecio de nuestros políticos. Quizá no sea mera coincidencia que muchos de los políticos que ascienden a la tribuna un día y otro también son los mismos que callan cuando deben hablar. Los silencios imperdonables son como la incontinencia en las loas: ambas sugieren complicidades inconfesas.

Aunque las encuestas junten a todos los políticos y muestren un desprecio casi generalizado, no son pocos los casos de dignidad que ilustra, de respeto bien ganado. Don Luis H. Álvarez ha hecho del silencio y de la prudencia virtudes que pesan mucho más que los discursos de presidentes beligerantes. El ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas es parco en sus palabras y generoso en sus silencios. Su paso por la política mexicana desde que optó por romper con el PRI ha sido incomparablemente más rico e impactante que el de sus correligionarios verborréicos. Francisco Labastida pudo haber encabezado un gran plantón en el Zócalo y en Reforma pero optó por el silencio y la responsabilidad y hoy se ha convertido en uno de los políticos más respetados del país. Cuando él habla, el resto escucha. No muchos senadores pueden decir lo mismo.

Por supuesto que hay muchos más políticos dedicados a la demagogia que a hacer la chamba, pero los que destacan y los que se pueden sentir satisfechos son aquellos que saben hacer uso de la palabra y del silencio porque los entienden como compromiso y como medio, no como fin en sí mismo. Cuando describe a Chou Enlai, Kissinger dice que ejemplifica la característica esencial de un estadista. El uso de la palabra es sin duda uno de sus componentes medulares.

En la interacción entre la política y los medios, los políticos baratos filtran secretos, chismes y mentiras para desacreditar a sus enemigos. Los estadistas informan, explican e intentan convencer. Quizá una de las razones por las que carecemos de un periodismo de investigación de talla mundial a lo largo y ancho del espectro es precisamente porque tenemos muchos más demagogos que candidatos a estadistas.

La palabra y el silencio valen cuando se cuidan y cuando así ocurre adquieren un valor superior, una fortaleza moral que transforma sociedades y cambia al mundo. Ojalá algún día tengamos uno o una de esos.

 

¿Qué nos pasa?

Luis Rubio

Con su famoso qué nos pasa Héctor Suárez nos puso en evidencia, pero no logró cambiar la realidad. El punto de aquel programa residía en mostrar nuestras incongruencias y, sobre todo, la indisposición a resolver problemas. Nuestras dificultades son conocidas por todos, son fáciles de identificar y no requieren de un genio para enfrentarse. Pero el hecho es que no las enfrentamos: nos quedamos atorados en el camino sin llegar a una resolución.

Los mexicanos nos hemos acostumbrado a que la salvación nos llegue por terceros. Décadas de gobiernos priístas nos hicieron dependientes al llamado de la autoridad. El presiente era el líder, dueño y experto en todo. Sumando las formas aztecas con el corporativismo, el PRI creó toda una cultura de subordinación, sumisión y dependencia que nos ha hecho incapaces de actuar por nuestra cuenta. Todo el mundo critica al presidente por su incapacidad o indisposición a asumir la función que tradicionalmente le tocaba al tlatoani sexenal pero lo extraordinario es que, ante la ausencia, no emerjan liderazgos alternativos que asuman esa responsabilidad. En Brasil, Chile, Francia o EUA, no faltan líderes dispuestos a sacar la cabeza y convocar. Aquí solo lo hacen quienes quieren llevar agua a su molino.

¿Cómo es posible que en un país que se dice moderno, con aptitudes excepcionales de liderazgo en personas, políticos, empresas e instituciones, ninguno emerja para forzar una transformación? La mayoría de nuestros políticos entienden perfectamente los temas, pero cuando actúan lo hacen de manera interesada o dentro del espacio que les permite su cultura grupal o corporativa. La cultura priísta sigue permeándolo todo: partidos, medios, empresas: todos hablan en plural pero, con notables excepciones, sólo se preocupan de lo suyo. En el país hay centenas de líderes competentes en una multiplicidad de actividades, regiones y sectores y, sin embargo, ninguno emerge para romper la parálisis.

El país lleva años atorado, incapacitado para promover y lograr el crecimiento de la economía. En lugar de avanzar el tema en el que toda la población coincide, incluidos los intereses más recalcitrantes y reaccionarios, lo único que se ha logrado es extender las prerrogativas de la burocracia y la corrupción con una rendición de cuentas cada vez menor. Porque eso, y no otra cosa, es lo que manifiesta la reforma energética que le confirió todavía más privilegios al sindicato o la rendición gubernamental ante el magisterio. Los partidos en el gobierno cambian, pero el oscurantismo populista persiste: en lugar de romper con un statu quo claramente intolerable, todo contribuye a afianzarlo y prologar su existencia. Hemos perfeccionado el arte de la parálisis en lugar de promover la prosperidad. Como grupo, prácticamente ningún político o partido acepta hoy la esencia de su responsabilidad: que la riqueza se tiene que crear, no sólo regular, impedir o pretender distribuirla.

Aunque se reconoce la existencia de un problema la retórica que emana de todos los ámbitos así lo muestra- lo importante es satisfacer la agenda personal o grupal, no la urgencia de transformar al país. Los diagnósticos y las propuestas de política que de ellos surgen son ricos en contenido pero pobres en comprensión. De nada sirve proponer una gran estrategia de transformación cuando ninguna de las soluciones que ahí se visualizan o proponen es susceptible de modificar la realidad para bien.

Ante todo, es evidente que el país vive disfuncionalidades y contradicciones fundamentales tanto políticas como económicas. Sin embargo, por más diagnósticos que existan, prácticamente ninguno reconoce los velos e intereses- que impiden que las propuestas sean soluciones viables. No es que falten propuestas, muchas de ellas por demás sensatas y razonables, pero vivimos la paradoja de que su adopción no resolvería los problemas. Llevamos más de dos décadas aprobando reformas que no han logrado romper con el impasse que nos caracteriza. Algo debe estar mal.

El país requiere muchas reformas pero no tiene capacidad de absorberlas y procesarlas porque lo que está mal es la estructura del poder, razón por la cual sería mejor no pretender que una aspirina va a resolver un cáncer. No es que muchas de las propuestas entrañen malas ideas: es que, simplemente, la solución no empata al problema real.

La cultura priísta que se impuso a lo largo de décadas nos dejó un legado de mitos y vicios mentales que no parecemos capaces de remontar. En materia económica, lo fundamental es el conjunto de obstáculos a la generación de riqueza. Eso no se corrige, por ejemplo, con más impuestos o mejor gasto, aunque ambos pudiesen ser necesarios, sino con la eliminación de obstáculos a la instalación y operación de empresas, la inversión en infraestructura, la generación de condiciones de competencia real y efectiva y el rompimiento de estructuras sindicales que, como la del magisterio, mantienen sumisa a la población, atorada en un sistema educativo que inhibe la creatividad y el desarrollo de las personas. De nada sirve cambiar la estructura fiscal, privatizar empresas o negociar tratados de libre comercio, por más que todos sean necesarios, si todo está diseñado para impedir que la economía logre su cometido principal: generar riqueza con oportunidades iguales para todos.

Lo mismo es cierto del sistema político: es evidente que está atorado, pero también es obvio que las reformas propuestas no romperían los monopolios del poder, la distancia entre la ciudadanía y los gobernantes o la falta de reconocimiento de los ganadores en una elección. Al revés: dada nuestra realidad política, muchas de las reformas que se proponen no sólo afianzarían la estructura actual del poder, sino que desacreditarían, una vez más, la noción y urgencia de reformar. El problema del poder y la falta de acuerdo sobre cómo distribuirlo, contenerlo y que rinda cuentas tiene que preceder a cualquier reforma legal. Estos son temas de política y liderazgo, no de legislación. Lo primero es lo primero.

Todos sabemos que el presidente no ha logrado ejercer el liderazgo que exige su función en nuestro sistema. Lo patético es que no surjan liderazgos alternativos con credibilidad que digan lo obvio del país y del sistema político-económico: que, como en el cuento de Andersen, el emperador está desnudo. A México no le faltan líderes de primera, pero ninguno parece dispuesto a asumir esa función más allá de su ámbito: es más fácil quejarse de la incompetencia de los otros, del pésimo gobierno o de lo mal que están las cosas. Urge romper con el groupthink de Orwell que mata al país de a poquito