Luis Rubio
Todos los presidentes se creen destinados a cambiar el futuro y dejar un legado de dimensiones históricas. Sin embargo, muy pocos, en el mundo entero, lo logran. La contradicción entre los grandes planes y ambiciones con que comienza un periodo gubernamental y la pobreza con que suelen terminal es patente. Pero la causa de la contradicción es menos clara.
Inevitablemente, los planes iniciales rápido chocan con la terca realidad y el periodo gubernamental, que parece largo al inicio, pronto se convierte en una vorágine de problemas cotidianos que absorben a los gobernantes de una manera casi fatal, al punto el tiempo se evapora y la perspectiva se torna confusa. De pronto, el presidente comienza a preocuparse por el legado que dejará y cada vez más, por la forma en que concluirá su periodo. Ese momento se torna crucial: atrás quedaron los grandes objetivos y lo único importante es cerrar bien. Lamentablemente, para entonces es difícil comprender la diferencia entre lo deseable y lo posible. Lo necesario es recapacitar para construir lo mejor que se pueda en el poco tiempo que queda, pero eso no siempre es fácil y los riesgos se comienzan a apilar.
El problema es generalizado. Nadie puede imaginar que presidentes tan ambiciosos y grandilocuentes como Echeverría, Menem, Bush (W) o Salinas planearon acabar tan mal como lo hicieron. Terminaron mal porque sus planes no eran realistas o porque perdieron contacto con la realidad. Todos estaban seguros que tendrían un final feliz y no vieron más allá de su retórica. La realidad acabó siendo otra. Lo más increíble es que ni siquiera tuvieron la capacidad para comprender el efecto que las circunstancias tendrían sobre su propio futuro personal.
La realidad acaba mal por muchas razones, pero la principal es el dogmatismo. Los presidentes se aferran a sus planes y convicciones y se rodean de gente que no hace sino empinarlos. Adrián Lajous, ese gran funcionario de otros tiempos, capturó la esencia: El presidente vive aislado detrás de un muro de cinco metros de altura. Los escogidos que entran a Los Pinos suelen llegar con el pulso alterado y el aliento entrecortado. Muchos se acercan al presidente encorvando los hombros y secándose el sudor de las manos. La mayoría trata de adivinarle el pensamiento para decirle lo que quiere oír. Lee en la prensa que es un genio. Cuando sale de Los Pinos, le sueltan palomas, le avientan confeti, le tocan el Himno Nacional y hasta disparan veintiún cañonazos en su honor. Este grado de obsecuencia le llega a distorsionar un poco la visión hasta al más realista.
Lo interesante es que hay presidentes que acaban bien, o razonablemente bien, circunstancia que lleva a preguntar qué es lo que hicieron distinto. Parte de la respuesta sin duda tiene que ver con la personalidad de cada individuo. En Brasil, por ejemplo, Collor de Mello acabó muy mal en tanto que Cardoso se dedicó a transformar estructuras con ánimo de construir un mejor país en el largo plazo. Un poco como Zedillo en México, Cardoso acabó bien pero sin pena ni gloria. Sin embargo, ambos han crecido en estatura en el curso del tiempo porque se preocuparon más por el futuro de su país que por el propio. Ambos le entregaron el gobierno a un partido distinto al suyo sin necesariamente proponérselo. Independientemente de la grandeza o pequeñez de sus logros, sus gobiernos terminaron bien por una sola razón: porque no se aferraron a lo que existía o a sus propios dogmas personales o partidistas. En el caso de Brasil, Lula continuó la estrategia iniciada por Cardoso, dándole las enormes oportunidades que ahora está cosechando.
Lo que coincide en quienes han terminado con saldos positivos es que siguieron una lógica constructiva y abandonaron el propósito de que su partido o delfín preserve el poder; su lógica fue la de avanzar objetivos sustantivos que a la distancia acrecientan su valía. Vencieron la tentación de ser presidente del país para servir objetivos partidistas y superaron rencores y agravios históricos frente a adversarios políticos: tomaron decisiones clave para los ciudadanos. Es decir, los exitosos son aquellos que procuran un liderazgo capaz de inspirar, pero también escuchar y brindar confianza a sus interlocutores.
Acaban bien quienes construyen apoyos y consensos en torno a sus proyectos, a la vez que saben adaptarse y cambiar de dirección cuando se atora la carreta. Ninguna de las dos cosas es fácil y menos cuando las circunstancias son difíciles. Clinton inició su gobierno con grandes proyectos pero, cuando fue reprobado en las elecciones intermedias, de inmediato dio la vuelta: de haberse aferrado a su estrategia inicial, lo más probable es que habría terminado siendo un presidente de un solo periodo. Maestro del pragmatismo, Clinton comprendió que había que virar y acabó robándole la agenda a sus contrincantes, logrando un excepcional éxito económico y político. Su secreto fue ver hacia el futuro en vez de a la siguiente elección.
Estamos ante el umbral del último tercio del gobierno del presidente Calderón. La tesitura, luego del más reciente resultado electoral, no podía ser más clara y ominosa. Los dos años que restan del sexenio podrían igual ser el comienzo de una nueva era de transformación que dos laaaaargos años de parálisis, rijosidad y conflicto. Como alguna vez dijo Einstein, es demencial esperar resultados distintos si se insiste en hacer lo que no ha funcionado. El presidente Calderón tiene que decidir si va a intentar algo distinto (me refiero a la política, no a las drogas), susceptible de arrojar mejores resultados en lo que le queda del sexenio o aferrarse al mismo equipo de personas y a las mismas políticas que no han tenido efectos positivos para sus programas, para su partido o para sí mismo. Evitar que gane el PRI no puede ser una estrategia de gobierno y su costo sería inconmensurable.
Dos años parecen pocos, sobre todo porque incluyen toda la parafernalia de la contienda presidencial. Sin embargo, hay muchos países, como Australia, donde el periodo de gobierno es casi tan corto. Desperdiciar este tiempo en más de lo mismo constituiría un verdadero crimen, además de harakiri para el propio presidente. Los próximos dos años en nuestro país son la última oportunidad para construir una institucionalidad que permita ir acercándonos más a naciones como Chile, donde la alternancia de partidos en el gobierno no se traduce en caos o venganzas interminables. Mejor forzar al PRI a un régimen institucional que tratar de impedir su retorno, mejor acabar con la perversa lógica de reinventar al país cada seis años y heredarle el gobierno a los cuates.