Esquivar obstáculos

Luis Rubio
A la memoria de Bill Richardson, gran amigo de México.

India avanza de manera incontenible, pero en forma por demás peculiar, esquivando los obstáculos que inexorablemente le impone su extraordinaria diversidad lingüística, religiosa y étnica. Una sociedad extremadamente compleja y estratificada enfrentando enormes barreras para progresar, ha encontrado formas innovadoras de romper feudos, dogmas y prácticas ancestrales. Hay mucho que los mexicanos podemos aprender de su experiencia.

“India vive en todos los siglos al mismo tiempo” dice el ex primer ministro Manmohan Singh. Esa característica, con la que claramente México se puede identificar, no le ha impedido a India emprender uno de los procesos de transformación más impactantes del mundo. El contraste obvio es China, países de similar nivel de población, pero con naturalezas políticas sociales radicalmente opuestas. Mientras que en China el gobierno controla todos los procesos y ha tenido la capacidad de imponer su visión del desarrollo sobre la totalidad de su población, India es una nación democrática y, al mismo tiempo, extraordinariamente diversa, dispersa y desorganizada. Por esas razones, el reto para India ha sido tanto mayor.

¿Cómo, en esas circunstancias, cambiar en aras de lograr el desarrollo? Esa ha sido la disyuntiva de esa monumental nación a lo largo de las pasadas tres décadas. ¿Cómo romper barreras mentales, sociales y religiosas ancestrales? ¿Cómo atraer inversiones nuevas, productivas y promisorias, en un entorno plagado de burocracia, corrupción y procesos de decisión regulatorios interminables? ¿Cómo, en una palabra, romper con todos esos obstáculos, profundamente arraigados, como condición indispensable para elevar los niveles de crecimiento de la economía y poder aspirar, a partir de ello, al desarrollo?

La solución que encontraron los más recientes gobiernos, y más con el impulso del actual, encabezado por Narendra Modi, ha sido la de saltar etapas, es decir, no copiar las experiencias de otras naciones, sino tratar de dar saltos cuánticos. Quizá no haya un ejemplo más ilustrativo, así sea evidente, que el que ha experimentado en el ámbito de las comunicaciones: en lugar de invertir en telefonía alámbrica en una nación donde el 80% de la población nunca ha tenido un teléfono en su casa, la decisión fue desarrollar aceleradamente la telefonía celular. Menos de dos décadas después de lanzar esta iniciativa, el país saltó de unos veinte millones de líneas fijas a 1150 millones de teléfonos celulares. El siguiente paso fue romper con el monopolio de los servicios financieros, creando un sistema de pagos sustentado en los teléfonos móviles, a través del cual toda la población tiene una cédula de identificación y la posibilidad de pagar y recibir fondos sin límite y sin costo.

Para apreciar el tamaño de los obstáculos que los reformadores han enfrentado, baste un ejemplo: hasta hace cinco años, cada uno de los 28 estados que integran a esa nación asiática tenía un impuesto al consumo (algunos IVA, otros un impuesto sobre ventas) distinto y exigían su pago en efectivo al cruzar cada frontera estatal. La consecuencia de este requerimiento eran colas interminables de camiones para hacer el pago a burócratas sin prisa. Luego de más de diez años de negociaciones, finalmente se acordó un sistema de impuesto federal que respeta las diferentes tasas, pero permite el pago electrónico, eliminando las barreras aduanales entre cada uno de los estados. Algo como esto se habría resuelto en un mes en China, pero llevó años de arduas negociaciones y ahora ha transformado la logística de todas las empresas, que antes debían tener bodegas y almacenes en todos lados, siguiendo una lógica burocrática. Algunos bienes, sobre todo alimentos, bajaron súbitamente de precio. El punto es que se han ido creando condiciones para resolver problemas, muchas veces sin cambiar lo existente (como la burocracia o las regulaciones bancarias), haciéndolo irrelevante. El resultado ha sido dos décadas de elevado crecimiento económico, el nacimiento de una enorme clase media y un optimismo generalizado y contagioso.

La gran diferencia entre India y México en términos de su proceso de transformación es que el gobierno hindú tiene una claridad meridiana sobre la necesidad de incorporarse aceleradamente al siglo XXI y ha estado dispuesto a enfrentar (a veces dándole la vuelta) a poderosos intereses empresariales, políticos, sindicales y, no menos importante, a los dogmas tradicionalistas que por siglos mantuvieron vigente un opresivo sistema económico y social.

En una conferencia reciente a la que asistí en India, las palabras más pronunciadas, por oradores gubernamentales, sociales y empresariales eran: clase media, Internet, desarrollo, educación, tecnología, productividad, mundo interconectado, salud. Ninguna de estas palabras se encuentra en el discurso mañanero estos días.

Aunque a veces a regañadientes, México iba avanzando por un camino similar, pero ahora se ha oficializado el dogma de que el pasado de pobreza siempre fue mejor. Mil trecientos millones de ciudadanos de la India demuestran que ese no es el camino.

En India fue que me encontré este intercambio: Charlie Brown- “Hay mucha gente inteligente en el mundo.” Snoopy- “Sí, pero la mayoría es asintomática.” En India van adelante los que ven hacia el futuro.

 

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Reforma
3 SEP 2023 

(A)temporalidad

Luis Rubio 

Entre los setenta y los noventa, México vivió una era de crisis financieras, producto en buena medida de la laxitud con que se manejaban las finanzas públicas: enormes déficits, mucha deuda y poco cuidado de la rentabilidad de la inversión pública. Entre 1976 y 1995, los mexicanos nos acostumbramos a crisis de fin de sexenio que, de súbito, empobrecían a la población y erosionaban la cohesión social. La lección que el hoy presidente derivó de aquella experiencia fue nítida: había que cuidar las finanzas públicas para evitar caer en aquel patrón. La pregunta es si no se equivocó de época.

Casi tres décadas después de la última crisis cambiaria, el mensaje que emerge del púlpito cotidiano, usualmente en tono irónico y con generosas descalificaciones, es que gobernar a México es muy fácil. Quizá no sobraría que el presidente recuerde a un predecesor suyo -Porfirio Díaz- quien, en tiempos infinitamente menos complejos, afirmaba que “gobernar a los mexicanos es más difícil que arriar guajolotes a caballo.” La paradoja mexicana de ahora es que los principales desafíos se están presentando por el lado político, no por el económico.

A pesar de los enormes obstáculos que persisten para que la economía realmente pueda descollar, limitantes auto infligidas que surgen de intereses arraigados que prefieren la pobreza bajo su control que un desarrollo acelerado, la evidencia factual es muy clara: la economía del país está funcionando. No cabe ni la menor duda que hay vastas regiones del país que siguen rezagadas o que el potencial de crecimiento es infinitamente mayor, pero, dadas las circunstancias, la economía del país está creciendo y, a pesar de la fragilidad fiscal, nada sugiere que la situación se complique en el futuro mediato. Esto último desde luego no implica que todo sea miel sobre hojuelas, sino solamente que la economía parece haberse divorciado del ciclo político: las exportaciones y las remesas le han conferido un grado de estabilidad que es en buena medida inmune a los avatares y excesos que caracterizan al gobierno.

Por otro lado, la complejidad política se eleva día a día y los rieles que le daban forma y cauce -además de límites- han sido desahuciados casi por completo, parte por su erosión natural a lo largo del tiempo, pero en mucho por la destrucción intencional de instituciones que ha llevado a cabo la actual administración. El país pasó de un sistema político muy estructurado y con el poder concentrado, fundamentado en reglas “metaconstitucionales” (es decir, lo que el señor del día quisiera) a un proceso de transición hacia la democracia, pero sin anclas, mapa o brújula más allá de lo electoral. Hoy el país padece extraordinarios desafíos en su estructura federal, en las relaciones entre los poderes públicos y en la capacidad del gobierno para conducir al país. Las crisis de justicia, seguridad, pobreza, corrupción y desigualdad no son producto de la casualidad.

Es en este contexto que es necesario ponderar las prioridades que caracterizan al gobierno y los peligros que éstas entrañan para el proceso de sucesión que se avecina, donde los riesgos inexorablemente se exacerban. En contraste con otras sucesiones a partir de los setenta, lo que hoy parece estar en orden es la economía, en tanto que la viabilidad política es por demás incierta.

El asunto es crucial. La gran constante que distinguió a México a lo largo del siglo XX fue su estructura política. Cuando sobrevenía una crisis económica, amenazando la estabilidad social, el país siempre tuvo la capacidad de restaurar el orden y estabilizar a la economía. No propongo retornar a aquel esquema porque, además de imposible por ahistórico, el país de hoy ya no guarda relación con aquella circunstancia. Pero lo anterior no resuelve el hecho de que estamos inmersos en un proceso que va a presionar y tensar las estructuras políticas, abriendo la puerta para situaciones potenciales que no hemos visto desde la era revolucionaria, o peor.

La economía avanza y muestra solidez y resiliencia no por gracia del gobierno actual, sino por las reformas de las últimas casi cuatro décadas, cuya lógica fue precisamente la de aislar a la parte moderna de la economía de los altibajos políticos. De manera absolutamente irresponsable, el gobierno actual ha intentado socavar estas fuentes de estabilidad, pero no lo ha logrado a pesar de todos sus intentos. Por otro lado, los déficit son evidentes: sólo una parte de la economía y del país goza del privilegio de funcionar: el resto vive sometido por la extorsión y la pésima gobernanza. México está lejos de haber construido una plataforma sólida y sostenible para la creación de riqueza hacia un desarrollo integral pero, comparado con las sucesiones pasadas, se encuentra en una situación benigna.

El país se gobierna hoy como si se tratara de un señorío feudal y no como la doceava economía del mundo y una población de casi 130 millones que demanda no sólo soluciones, sino claridad de rumbo y límites a los potenciales excesos de sus gobernantes. Los próximos meses demostrarán si ese tipo de gobierno es adecuado y, sobre todo, viable, para la compleja realidad que nos caracteriza. Ningún país serio debiera estar sometido a ese tipo de prueba, con los riesgos que ello entraña.

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REFORMA
27 agosto 2023

 

 

Costos

Luis Rubio

En los tempranos noventa, pasada la caída del muro de Berlín, Enrique Krauze exploraba las implicaciones de esos sucesos sobre los países latinoamericanos, llegando a la conclusión, cito de memoria, que el último stalinista no moriría en la URSS, sino en algún cubículo universitario en América Latina. En lo único que erró fue en la sede: los últimos stalinistas están en el palacio nacional de México y en sus equivalentes en otras naciones al sur del continente. El mesianismo que caracteriza a esta ola de gobernantes y sus séquitos es tardío, aberrante y nostálgico, pero no por eso menos poderoso. Y dañino.

Victor Sebestyen,* historiador originario de Hungría, escribe que “Los hombres y mujeres que hicieron la Revolución Rusa querían cambiar al mundo… La intención al principio pudo haber sido derrocar a un zar y una dinastía que había gobernado Rusia durante tres siglos como una autocracia… Pero fue mucho más allá… su fe era nada menos la de perfeccionar a la humanidad y poner fin a la explotación de un grupo de personas -una clase- por otra… El atractivo del comunismo era religioso, espiritual y el partido era la Iglesia… Trotsky escribió: ‘que las futuras generaciones de personas limpien la vida de todo el mal, la opresión y la violencia y disfrutarla al máximo.’ La escala mesiánica de la ambición de los bolcheviques hizo que la escala de su fracaso fuera tan grande e impactante.”

La Unión Soviética no se colapsó porque era una buena idea mal implementada, como muchos socialistas argumentan, sino porque era una mala idea que choca(ba) con la naturaleza humana. Peor, para llevarla a la práctica, los bolcheviques recurrieron a un régimen de terror que consistió, en palabras de Robert Conquest, otro historiador de la URSS, más en una pesadilla que en un sueño. Aunque (afortunadamente) el plan de “nuestros” mesiánicos es menos violento que el de los que los inspiran, la necedad de negar la naturaleza humana está siempre presente en su manera de actuar, como lo ilustra su política de ciencia, los libros de texto y, en general, su visión de excluir a los ciudadanos de las diversas tareas y actividades del quehacer nacional.

Ahora que comienza el ocaso de esta administración, es inexorable evaluar los costos de un proyecto que no cuajó (afortunadamente) porque no empataba con la realidad del siglo XXI, porque no contaba con la creatividad natural del mexicano (el famoso milusos), porque la economía es infinitamente más compleja, profunda y exitosa de lo que el gobierno contemplaba y, por sobre todo, porque era una pésima idea. Además, como ilustra la forma en que se construyeron los nuevos libros de texto -por gente enfocada en preservar una visión del mundo que choca con la realidad que le tocará vivir a esos niños cuando sean adultos, además del afán revanchista- el proyecto ni siquiera tenía un objetivo de desarrollo, sino un mesianismo cuyo único propósito es electoral: que todo mundo, los adultos de hoy y, a través del adoctrinamiento de los niños -los adultos del futuro-, vote por Morena.

El mesianismo del proyecto se evidencia en la expectativa de una transformación cabal sin que haya que hacer nada para construirlo, excepto, quizá, polarizar, descalificar y atacar. El anverso de esa moneda es la pequeñez del objetivo: permanecer en el poder. El contraste entre la retórica maximalista y la vileza del propósito habla por sí mismo.

Pero nada de eso reduce el daño o las consecuencias. Primero que nada, se encuentra la oportunidad perdida: todo el tiempo y recursos que se desperdiciaron en lugar de emplearse en la construcción de un futuro mejor. Luego viene la destrucción -literalmente- de activos como un aeropuerto idóneo a las necesidades de un país que aspira a crecer y disfrutar la vida y, sobre todo, a que sus hijos gocen de la prosperidad que cada vez más mexicanos otean y que demasiados gobiernos han ignorado lo imperativo de allanar el camino en esa dirección (como lidiar inteligente, pero efectivamente, con el crimen organizado, la extorsión y los cacicazgos opuestos al progreso que proliferan sobre todo en el sur del país). Finalmente, quizá el mayor de los daños, está la estulticia de pretender ir contra las probadas recetas para el desarrollo que caracterizan a naciones tan diversas como Canadá, Vietnam, China y España.

México se encuentra en un momento único de la historia de la humanidad: la tecnología ha favorecido la integración económica entre naciones, la geografía nos ha regalado el acceso al mayor mercado del mundo y la geopolítica creó la oportunidad de recibir cientos de billones de dólares de inversiones, con el consecuente potencial de creación de riqueza, empleos y, en una palabra, futuro. Todo lo que falta, como decía el anuncio, es ponernos las pilas para aprovechar el goteo del nearshoring en una cascada de inversiones.

El mesianismo de este gobierno se ha empeñado en cancelar la oportunidad con su estrategia política y su criminal debilitamiento del sector salud y educativo, su ataque al poder judicial y la destrucción de la infraestructura. Lo que no ha destruido es la aspiración a un México mejor y ahí radica la oportunidad real porque esa, en contraste con los otros elementos, no depende del gobierno.

*The Russian Revolution

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Reforma
20 agosto 2023

Gobierno ¿para qué?

Luis Rubio

“La estabilidad de una democracia depende en mucho de que la gente distinga con cuidado entre lo que el gobierno puede hacer y lo que no puede hacer,” decía el académico, diplomático y político Daniel Patrick Moynihan. Buscar lo que no puede lograr implica “crear condiciones para la frustración y la ruina.” Todas las sociedades procuran encontrar el equilibrio entre lo que es posible y lo que es deseable, lo que conduce al progreso y lo que entraña riesgos excesivos. Los equilibrios son cruciales, pero sólo hay congruencia cuando los objetivos empatan con la provisión de servicios elementales.

En México tenemos una gran confusión respecto a lo que le corresponde al gobierno y lo que concierne a la sociedad. Tendemos a mezclar la filosofía social con la práctica de gobierno, lo que ha producido enormes bandazos a lo largo del tiempo, pero a la vez ha impedido la consolidación de un sistema de gobierno funcional al servicio del desarrollo y del progreso de la población.

Una cosa es la administración de la cosa pública, otra muy distinta son los criterios de asignación de los recursos. Lo elemental para cualquier sociedad, en cualquier país y circunstancia, es que existan condiciones para que la vida funcione, lo que implica, por ejemplo, infraestructura de agua potable, drenaje, calles, seguridad, educación, salud y todo lo que hace posible que estas cosas marchen de manera normal.

Por otro lado se encuentra la filosofía de quien gobierna y que, como punto de partida, entraña la asignación de recursos. ¿Se va a privilegiar el desarrollo de una sociedad individualista o una más corporativista? ¿se invertirá en calles para la circulación de vehículos o el transporte público? ¿se privilegiará la educación centralizada o se promoverá una multiplicidad de proveedores del servicio? ¿Se enfatizará el mercado como mecanismo de decisión en materia de inversión y producción o la política industrial? y ¿Cuál será el balance entre estos dos modelos?

No hay una sola filosofía de gobierno y los votantes, al elegir a un gobernante, favorecen maneras distintas de encarar los retos del desarrollo con distintas visiones y modelos como objetivos de largo alcance. En contraste, en lo más elemental, hay una sola forma de crear condiciones para que la vida cotidiana sea posible. Eso no quiere decir que la provisión de algún servicio (como el agua) deba ser pública o privada, sino que debe existir suficiente agua a un costo competitivo para que toda la población esté satisfecha. Lo mismo con todos los demás factores indispensables para la vida cotidiana.

En un plano más elevado, uno de los elementos clave de la función gubernamental en el proceso de crear condiciones para el progreso y la prosperidad es la creación de lo que los economistas llaman “bienes púbicos,” es decir, servicios que sirvan a toda la sociedad y que son necesarios para su desarrollo, como seguridad, educación, conocimiento, infraestructura, legalidad y salud. Ningún país puede prosperar en ausencia de estos factores.

En este contexto, uno no puede más que preguntarse cuál es la lógica de suspender la provisión de información estadística sobre justicia o educación, dos obvios bienes públicos, por parte de la entidad gubernamental dedicada a ese propósito, el INEGI. La única explicación posible es que el gobierno considera que menor información permite un mayor control de la población. Si uno extiende esta lógica a los recortes presupuestales que ha experimentado el sector salud, el desarrollo científico y la infraestructura en general, uno no puede más que concluir que el cambio que encabeza la 4T no implica el desarrollo del país, sino la sumisión de la población. Si a eso se agregan los ataques sistemáticos al poder judicial, especialmente a la Suprema Corte de Justicia, al INAI y a instituciones como la UNAM, el proyecto acaba siendo transparente.

El espíritu que anima a la iniciativa de reforma administrativa que ha promovido el ejecutivo federal es revelador. Se trata de recrear, de un solo golpe, la discrecionalidad de que gozaba el gobierno mexicano en los setenta: la era de la arbitrariedad en que un funcionario podía decidir la vida o muerte de una inversión, la viabilidad de un proyecto educativo o la posibilidad de consolidar una investigación científica susceptible de transformar vastas regiones del país. La racionalidad de la iniciativa es evidente, pero sus consecuencias y costos inenarrables, no por la filosofía que los anima, sino porque falla en separar esos dos componentes cruciales de la función gubernamental: el filosófico y el administrativo.

Los gobiernos más exitosos del mundo, la mayoría de ellos en Asia, separan esos dos elementos, contratando funcionarios profesionales para la parte administrativa de tal suerte que haya continuidad en la provisión de servicios, en tanto que las decisiones políticas orientan el sentido de los proyectos de inversión de largo plazo. Al mezclar, o confundir, ambas funciones, México sacrifica su desarrollo en el altar de las obsesiones personales y de corto plazo.

Uno puede aprobar o rechazar a tal o cual político, pero nadie debiera estar en contra de la existencia de mejores servicios públicos que hagan posible la prosperidad. A menos que el objetivo sea otro.

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 REFORMA
13 agosto 2023

}

Contradicciones

 Luis Rubio

La “paradoja del mentiroso” es uno de los enigmas más divertidos de la lógica: si una persona dice que está mintiendo, probablemente expresa una verdad, lo que implica que el mentiroso acaba de mentir. En el México de hoy las mentiras se convierten en verdades, la corrupción se purifica y la impunidad florece, confundiendo tanto a quienes cuentan la historia como a quienes la viven: contradicciones interminables.

La narrativa, con todas las falsedades que por ahí transcurren, no es otra cosa que una permanente construcción de mitos, con un fuerte componente de odio orientando a crear prejuicios y lealtades. El corto plazo queda cubierto pero, en el mundo de lo concreto, los mitos son creaturas perniciosas que obscurecen más de lo que iluminan. Negar la existencia de factores de realidad –como la inseguridad, la extorsión, las pocas oportunidades económicas y la pobreza- adquiere dimensiones míticas. Excepto que no cuadran con lo que observa y vive el mexicano en su vida diaria y, más importante, tampoco cuadra con lo que el otrora candidato López Obrador denunciaba como los grandes males que aquejaban al país. Las contradicciones no pueden más que acentuarse en el periodo de sucesión.

La gran paradoja que se ha venido evidenciando en estos años es que el presidente ha podido destruir innumerables estructuras institucionales que le estorbaban a la concentración del poder en su persona, pero no ha logrado incidir mayor cosa en la economía del país ni en los factores sobre los que construyó su campaña presidencial y que siguen siendo componente de la narrativa cotidiana como la pobreza, la corrupción y la desigualdad. Sin embargo, el desempeño económico post pandemia ha sido mucho mejor al que esperaba no sólo el propio gobierno sino incluso los principales bancos y analistas nacionales y extranjeros.

Quizá no haya mejor evidencia de las contradicciones que caracterizan al país que la del tipo de cambio: éste no sólo se ha fortalecido, sino que guarda cada vez menos relación con lo que ocurre en la economía en general y, ciertamente, en el ámbito político-institucional. La violencia afecta exportaciones como las del aguacate, la corrupción no deja de estar presente en las aduanas, la extorsión altera la vida tanto de la población en general como de las empresas, las finanzas públicas están más endebles de lo aparente (ahora agraviadas por el insaciable apetito de fondos públicos por parte de PEMEX) y el embate presidencial contra la Suprema Corte de Justicia no parece tener límites. Y, sin embargo, nada de eso afecta al peso. La conclusión obvia es que los factores que afectan al tipo de cambio no son los de antes. JP Morgan acaba de publicar un estudio que argumenta exactamente eso: que factores como las exportaciones, las remesas y los intercambios comerciales que México guarda con el exterior son estructurales y, por ello, menos susceptibles a los altibajos que caracterizaron al pasado.

Un gobierno alerta y sensato concluiría de ese hecho que lo que se requiere es fortalecer los factores que podrían multiplicar la inversión y conferirle estabilidad a la economía a fin de atacar de raíz fenómenos como la pobreza y la corrupción. Sin embargo, lo que de hecho ha producido el gobierno son obstáculos al comercio y a la inversión, conflictos innecesarios en materia de energía y una total ausencia de mecanismos para atraer y afianzar el nuevo maná que cae del cielo en la forma del llamado “nearshoring,” como si el éxito económico fuese pernicioso. Lamentablemente, la percepción dentro del gobierno es precisamente esto último, como revelan los libros de texto orientados a empobrecer a la población porque no contribuyen en nada en desarrollar habilidades para hacerla en la vida sino a saturar a los educandos de prejuicios ideológicos. Lo mismo se podría decir de las instituciones, comenzando por las dedicadas a la justicia, donde lo que hay es un intento sistemático por degradarlas y subordinarlas.

Las contradicciones están presentes en todas partes y son reveladoras tanto de los objetivos gubernamentales como de la realidad económica y política del país. La economía ha probado ser más compleja, madura y fuerte de lo que suponía el gobierno, menos susceptible a sus embates. Su conexión estructural vía exportaciones con la economía estadounidense le ha conferido un enorme dinamismo y los resultados de treinta años de liberalización comercial se han traducido en un creciente ingreso disponible real. En una palabra, el gobierno se está beneficiando de lo que se decidió y construyó en las décadas previas que tanto denuesta.

En sentido contrario, estos años han demostrado que el país enfrenta un reto político de enormes dimensiones. La facilidad con que el presidente ataca y desmantela instituciones prueba que nuestra democracia es por demás frágil y que la ciudadanía todavía no ha logrado imponerse para hacer valer sus derechos. Queda en el aire la interrogante de si la problemática política acabará minando la fortaleza económica.

Hace unos meses, el gobierno polaco de corte autoritario aprobó una ley orientada a purgar al país de toda influencia rusa. No deja de ser irónico el recurso a métodos estalinistas para eliminar influencia rusa. No muy distinto a lo que ocurre en el México de hoy.

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 REFORMA
06 agosto 2023

(A)normalidad

Luis Rubio

Los radicales -de cualquier color- tienden a percibirse como avanzada de una sociedad que comparte su verdad y desea una transformación cabal y ahora. Pero eso choca con una verdad obvia: la mayoría de la gente no quiere otra cosa más que vivir de manera normal: trabajar, gozar de seguridad, educar a sus hijos y disfrutar la vida de la mejor manera posible. La noción de normalidad recurre, de manera natural, a la nostalgia por los “buenos tiempos” de antaño, pero no por eso deja de tener relevancia para la mayoría de la población y, por lo tanto, entraña consecuencias políticas.

En palabras llanas, ¿hasta dónde se puede estirar la liga en una sociedad que, si bien prefiere algo mejor, tampoco está dispuesta a romper con todo lo existente? El país -y, en muchos sentidos, el mundo- padece una serie de crisis, desajustes y contradicciones que son producto de los choques inevitables entre expectativas y realidades, promesas e incumplimientos. Las tensiones causadas por estos desencuentros son materia prima natural para la política, que además se exacerba en tiempos electorales.

“La supuesta crisis de la política, dice Daniel Innerarity, no es otra cosa que una crisis de la apoteosis moderna de las seguridades ideológicas, cuyo antiguo garante es hoy más contingente que nunca. Pienso que nos corresponde hoy desarrollar unas nuevas disposiciones para pensar y llevar a cabo otra política, sin heroísmo, pero más responsable y democrática. Tal vez lo normal no sea la confrontación ideológica en la que se han formado nuestras habituales disposiciones políticas y puede que la actual falta de ética, la desconfianza frente a la política o las dificultades de gobernabilidad constituyan la nueva normalidad, fuera de la cual no haya sino nostalgia.”

Crisis o no, nadie puede dudar de la creciente complejidad que caracteriza a la vida cotidiana, amenizada de manera habitual por la retórica política y sus repetidores. La suma de cambios en la forma de trabajar, los altibajos en la demanda de bienes y servicios a los que se dedica la población, las subidas en los precios y la incontenible verborrea que emana de políticos, influencers, youtubers, aspirantes a candidaturas y del trajín urbano crea un entorno de conflicto y angustia. Si a esto se agrega la efervescencia que producen los procesos políticos de nominación de candidatos y luego las campañas, la noción de normalidad acaba siendo claramente nostálgica. El mundo que vivimos es uno de choques y desajustes constantes.

Los precandidatos y sus partidos tienen buenas y malas ideas para lidiar con los problemas que enfrenta el país, pero en lugar de propugnar por soluciones, tienden a la descalificación porque su misión, especialmente en el grupo en el gobierno, no es la de gobernar, sino la de perpetuarse en el poder. Mientras que el país requiere una visión de desarrollo, los políticos ofrecen una propuesta de poder. Al desacreditar al contrincante como traidor y antipatriota (igual en las contiendas internas que en las constitucionales), triunfan los extremistas y pierde el ciudadano y el país. Lo que debería ser anormal acaba siendo no sólo normal, sino la realidad sistémica.

Las luchas intestinas que han confrontado al poder legislativo con la Suprema Corte no son más que manifestaciones de los desajustes que vive México, pero también del enfrentamiento de dos maneras de ver al mundo y a la ciudadanía. Unos creen que el poder que recibe el ejecutivo a través del voto ciudadano le da plenas facultades para mandar e imponer su visión del mundo; otros ven al sistema de separación de poderes, que aparece desde la primera constitución de 1824, está ahí para evitar excesos y proteger a las minorías. La presunción debiera ser que ambas maneras de entender la realidad son legítimas, pero el acontecer diario de los últimos tiempos demuestra que se trata de perspectivas irreconciliables. La pregunta es si nos encontramos ante una excepción o frente al comienzo de una nueva normalidad.

Lo que hoy tenemos en México es un conjunto de fuerzas ferozmente opuestas, todas ellas creyentes que les asiste legitimidad, seguramente por derecho divino, frente a la absoluta ilegitimidad de las demás. Para Lord Acton, ese gran estudioso y practicante del poder que acuñó la famosa frase de que el poder corrompe, la gran confrontación reside en que la libertad demanda separación de poderes en tanto que el absolutismo requiere de su concentración. Cuando la oferta política es de descalificación de los contrapesos, la libertad y, por lo tanto, la oportunidad del desarrollo, se desvanecen.

Innerarity concluye con que “hay que despedirse de los consensos absolutos, los disensos definitivos, las contraposiciones rígidas entre los nuestros y los otros. Nos hacen falta proyectos sin predeterminación, que no estén a salvo de la crítica, ni sean incontestables, que no proporcionen seguridades absolutas ni protecciones completas.”

México está en vilo, en transición hacia un nuevo estadio. La incógnita es si se tratará de una nueva normalidad, una nueva realidad cambiante pero dentro de marcos de referencia compatibles con el desarrollo y la paz, o si, por el contrario, los años recientes anuncian un proceso de destrucción permanente y sistemática. La diferencia no es menor…

 

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¿Unidad?

Luis Rubio

El brebaje es complicado en sí mismo: un electorado insatisfecho, una cultura poco propensa al acuerdo y al respeto de los derechos de terceros y una tradición dedicada a restar más que a sumar. Los últimos años han mostrado lo mejor y lo peor de nuestra primitiva cultura democrática y escasa experiencia en la búsqueda de soluciones. Aunque las encuestas muestran elevada popularidad para los presidentes en turno (todos -menos uno- desde los noventa eran tan populares o más que el actual), el voto desde 1997 ha ido mayoritariamente en contra del partido que detenta un puesto, especialmente gobernadores y presidentes. Un electorado insatisfecho.

Morena y la alianza que ha construido la oposición comparten más características de las que sus integrantes estarían dispuestos a admitir. Eso no es extraño, pues responden a factores de tradición y cultura que son de todos por igual. Morena, como movimiento, incorporó a ciudadanos de una extraordinaria diversidad de orígenes y características; la alianza de la oposición encarna contradicciones históricas por antagonismos que se remontan a la década de los treinta del siglo pasado. Forjar acuerdos y construir mecanismos duraderos, pero sobre todo eficientes para la consecución de sus objetivos (presumiblemente el poder) no resulta sencillo.

Morena lo ha logrado porque cuenta con un extraordinario factor de unidad en la figura del presidente, pero, como ilustra la contienda interna en curso, los factores que dividen son siempre más poderosos que los que unen. En Coahuila Morena fue incapaz de evitar la división y las patadas entre los aspirantes a la candidatura presidencial son más prominentes que sus atributos.

El caso de la alianza es igualmente revelador: aunque la oposición en conjunto ganó más votos en 2021 que Morena, su éxito se debió mucho más a la desilusión y al enojo de una amplia porción de la población urbana que a la habilidad (y disposición) de los partidos a sumar sus estructuras y asegurar que se maximizara su capacidad de movilización. El caso del Edomex es un ejemplo proverbial: ahí la candidata fue nominada por un partido y los otros integrantes de la supuesta alianza esencialmente se desentendieron del proceso.

La diferencia entre las dos coaliciones (porque eso es lo que es Morena) es menos grande de lo aparente. La oposición ha ido perdiendo terreno a nivel estatal por el empuje de Morena con su liderazgo y capacidad de extorsión, pero ahora que Morena es gobierno (en la presidencia y en 23 gubernaturas) sin duda comenzará a experimentar el mismo fenómeno: un electorado insatisfecho. Este proceso se agudizará en la medida en que el factor de unidad en Morena pase a segundo plano.

El punto es que nuestra cultura política no es naturalmente compatible con la democracia. El país lleva varias décadas desmontando las estructuras que hacían funcionar al sistema de partido único, pero no avanzó mayor cosa en la construcción de una nueva forma de gobernar ni en el desarrollo de una ciudadanía capaz y dispuesta a defender sus derechos y hacer valer sus preferencias. Si bien hemos experimentado una severa regresión democrática en estos años, la permanencia del grupo actual será breve, toda vez que no construyó estructuras y andamiajes susceptibles de darle continuidad. La concentración de poder en una persona no constituye una alternativa duradera.

Todo esto sugiere que el país se encuentra en la antesala de una nueva era política, más similar a la vivida en la primera era de la transición política que a la más reciente. Pero con una enorme diferencia: la frustración acumulada de décadas de promesas insatisfechas, salvadores que no lo fueron y tensiones provocadas por un estilo de gobierno efectivo para generar lealtades, pero no para avanzar el desarrollo del país. Un brebaje complicado que exigirá habilidades políticas excepcionales para volver a comenzar… una vez más.

Pero entre el hoy y el momento en que se tenga que atender ese enorme desafío se encuentra un proceso de sucesión que promete ser no sólo competido, sino potencialmente muy conflictivo. Los factores que dividen serán prominentes y la propensión al conflicto todavía más. Ahí se pondrán de manifiesto todas las deficiencias de nuestra primitiva cultura democrática: la dificultad para aceptar una derrota, la incapacidad para sumar con quien triunfe (en las internas y en la constitucional) y la indisposición a reconocer los méritos de los otros. Y, por encima de todo, la mentalidad golpista del grupo en el poder.

El reto para quien resulte nominado por parte de Morena consistirá en sumar a las bases de apoyo que sustentaban la precandidatura de sus contendientes. Se dice fácil, pero ya sin el prócer esto será extraordinariamente difícil. El reto para el candidato o candidata que surja de la oposición radicará en lograr que los partidos que sustenten su candidatura sumen sus estructuras y abandonen una larga y compleja tradición de competencia y antagonismo que se explica por la historia pero que, para triunfar, tendría que ser abandonada de una vez por todas.

El gran avance democrático de México radica en que nadie tiene el triunfo asegurado; su gran déficit reside en que persisten muchas fuerzas e intereses dedicados a erradicar la democracia como forma de gobierno.

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 REFORMA

 23 Jul. 2023 

Interpretaciones

Luis Rubio

 

La narrativa ciega más de lo que ilumina: su propósito no es el de explicar las circunstancias o argumentar a favor de tal o cual propuesta, sino controlar la conversación y fortalecer un mensaje cuya intención nada tiene que ver con el progreso o el bienestar. Cinco años de ese dogma desde el púlpito oficial han creado un mundo paralelo que hace imposible reconocer el acontecer cotidiano en el mundo de lo concreto. Lo que ocurre en el plano de la realidad -igual si se trata de la inseguridad, Ucrania o la inflación- pasa a un segundo plano y se desecha o interpreta a la luz de la narrativa oficial. Todo eso estará muy bien para fines de control político, pero impide comprender lo que ocurre en el resto del globo terráqueo. Y, desde luego, tiene consecuencias.

“Ver lo que está frente a nuestra nariz requiere una lucha constante” escribió Orwell en 1946. Aunque se refería a la política más que a la vida cotidiana, su planteamiento era muy lógico: puede ser que haya dos cosas en un mismo lugar, pero solo ver una de ellas. En el México de hoy, donde la narrativa atrae y repele, respectivamente, a dos partes de la ciudadanía, el acontecer cotidiano acaba siendo interpretado de maneras radicalmente contrastantes e incompatibles, generando una permanente desconexión, además de incomprensión.

El ejemplo obvio estos días es Xóchitl Gálvez, un fenómeno político cuya aparición fue circunstancial, no en poca medida producto de la obcecación del narrador en jefe que le negó su “derecho de réplica,” provocando el surgimiento de quien bien puede acabar siendo su némesis. Cuando la narrativa envuelve no sólo al manipulado sino también al manipulador, un pequeño error de cálculo puede adquirir dimensiones potencialmente cósmicas.

Xóchitl no es una presencia nueva en el panorama político. Lo novedoso es su súbito ascenso como factor político relevante, en este caso en la contienda por la presidencia de 2024. Igualmente significativa es la forma en que su aparición en la escena política ha sido interpretada como un advenimiento para unos y como una quimera por otros: un fenómeno casi bíblico para los primeros, una fantasía para los segundos. Lo sobresaliente es que pocos en cada uno de los lados de esa gran división narrativa que caracteriza a la sociedad mexicana actual se interesan por comprender el porqué de esa diferencia tan aguda de interpretación.

“Todo mundo tiene derecho a su opinión, pero no a sus propios datos,” escribió Moynihan, el político y diplomático estadounidense. Concepto complejo de aterrizar en el México de los otros datos, pero no por eso menos aplicable al momento actual. Nadie puede sensatamente negar que la conversación política ha dado un giro radical por el hecho de que Xóchitl Gálvez se convirtió en un factor clave en esta contienda. Cada uno puede opinar lo que guste sobre el hecho o sobre ella, pero el suceso mismo no está en disputa. La realidad ha cambiado y podría afectar la percepción que, desde la narrativa oficial, sugería que ya todo estaba resuelto, que sólo faltaba el dedazo formal.

Más allá del hecho, lo trascendente radica en la incapacidad del mundo de Morena para entender la desazón y temores que aquejan a quienes no comulgan en esa iglesia. Xóchitl se convirtió en un factor de esperanza y oportunidad para una enorme porción de la población que ve con preocupación y temor la continuación de un gobierno dedicado a dividir y descalificar, además de sacrificar el futuro del país en aras de una supuesta transformación que no es otra cosa que la concentración del poder en una sola persona. Desde luego, lo mismo ocurre del otro lado, donde no se entiende el enojo, rechazo y resentimiento que décadas -o siglos- de promesas de desarrollo no disminuyeron la pobreza o redujeron las vastas desigualdades que caracterizan al país. Son esas incomprensiones las que polarizan y crean desencuentros que abren la puerta a soluciones demagógicas, potencialmente radicales.

Lo que une a los dos Méxicos que la narrativa separa y divide es la esperanza. AMLO vende esperanza pero sólo para sus seguidores, en tanto que Xóchitl, el nuevo fenómeno político, genera esperanza entre quienes ven con desazón al gobierno actual. Las diferencias en ese plano son menores: la esperanza unifica si el liderazgo la comprende y entiende la importancia que tiene para la población. Mucho más importante, la esperanza puede reducir la brecha entre los dos Méxicos para convertirse en el gran factor transformador.

Los mexicanos somos muy dados a la búsqueda de una solución salvadora. Una y otra vez a lo largo de las últimas décadas, el voto ha favorecido a quien ofrecía el nirvana. La ilusión nunca muere, lo que explica los continuos desvaríos. Por eso es tan importante que quienes hoy se encuentran ante la posibilidad de encabezar la contienda que se avecina desarrollen planteamientos que trasciendan la retórica esperanzadora y ofrezcan un proyecto de desarrollo susceptible de avanzarla.

Orwell también escribió en el mismo texto, “todos somos capaces de creer cosas que sabemos son falsas.” Como que ya es tiempo que quienes aspiran a la más alta función gubernamental expliquen qué es lo que harían para sacar al país del hoyo en que miles de promesas y corrupciones recientes y añejas lo han dejado.

 

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REFORMA

 16 Jul. 2023 

60 / 40

Luis Rubio

 Salim, un comerciante centroafricano es un personaje que atrae y repele: su negocio prospera, ofreciendo una perspectiva a la vez optimista sobre el futuro de su país y trágica sobre la forma en que el progreso, y las viejas prácticas que nunca desaparecen, siembran las semillas de la revolución que vendrá. La novela de VS Naipul, Un recodo en el río, permite apreciar dos maneras de percibir a una misma realidad. Algo en ese relato recuerda la forma en que el México de hoy se ha partido en dos grandes bloques de personas que habitan en un mismo lugar, pero que otean el futuro de maneras muy contrastantes.

Sesenta por ciento de los mexicanos afirman estar satisfechos con sus vidas, han visto sus ingresos reales crecer y cuentan con un empleo. Ese mismo 60% apoya al presidente y considera que su gestión ha hecho posible la estabilidad y bienestar de que goza. Por su parte, el cuarenta por ciento restante desaprueba de la gestión del presidente por considerar que está dañando los cimientos del bienestar futuro y atentando contra los prospectos de crecimiento y bienestar. Uno se pregunta qué es lo que hace que dos grupos de una misma sociedad puedan tener percepciones tan radicalmente contrastantes sobre un mismo fenómeno o momento histórico.

Según la encuesta de Alejandro Moreno en El Financiero (mayo 2), la diferencia fundamental entre los dos grupos de mexicanos es el nivel de escolaridad: si bien el voto de universitarios fue crucial en la elección del presidente en 2018, hoy esa cohorte representa al segmento más crítico de su labor. Los dos contingentes más sólidos que sustentan la popularidad del presidente son los mexicanos de mayor edad y las personas con menor escolaridad. La conclusión inevitable es que las personas más desfavorecidas en sus ingresos y perspectivas de vida y empleo se han beneficiado de la estabilidad económica, el crecimiento del ingreso disponible real y de un mercado laboral que, después de la pandemia, ha ofrecido mayores oportunidades de empleo.

En términos político-electorales, estos dos contingentes proyectan su percepción de la situación en la forma en que opinan y votan: quienes se sienten beneficiados aprueban la gestión presidencial y emiten su voto a favor del partido gobernante, independientemente de pertenecer o no a Morena; por en otro lado, quienes desaprueban de la gestión presidencial votan en sentido contrario. Nada nuevo bajo el sol.

Lo que es relevante es el contraste de perspectivas. Es evidente que la mejoría en el ingreso real de las personas impacta de manera similar a toda la población y, sin embargo, las conclusiones anímicas a las que llegan estos dos segmentos de la población son radicalmente opuestas. La explicación del fenómeno es clave para entender el momento y pronosticar los prospectos del país en el futuro, incluyendo la aduana electoral de 2024.

El meollo del contraste parece radicar en la perspectiva de tiempos. Para la cohorte que se siente satisfecha, lo que cuenta es el hoy y ahora; para el restante 40% lo que importa es la percepción de futuro: hacia dónde vamos. Se trata de perspectivas que emanan de realidades económicas y de visión muy distintas y que muestran la circunstancia de un país muy dividido: el que ha tenido la oportunidad de avanzar en la escala de la educación y el que se quedó atorado en un sistema educativo que no prepara para el mercado de trabajo ni para la vida. En esta era del mundo, donde lo que agrega valor (y paga mejores salarios) ya no es la fuerza física sino la creatividad de las personas, el nivel educativo hace una diferencia abismal en los ingresos de las personas e, inexorablemente, en sus percepciones.

Quien apenas logra un empleo, muchas veces precario, lo que cuenta es preservarlo y es natural que se le atribuya su disponibilidad a quien encabeza al gobierno. Para quien ya tiene un empleo y la percepción de que podrá seguir avanzando en la escala del ingreso y de la prosperidad de su familia, sus preocupaciones se concentran en el futuro: ¿se mantendrá la estabilidad económica? ¿volverá a haber una crisis como las del final de sexenios anteriores? Para los primeros lo que cuenta es el momento en que se levanta una encuesta o se deposita el voto en la urna; para los segundos lo único que cuenta son las perspectivas futuras porque el presente está resuelto.

Dos Méxicos que reflejan el lugar en que cada individuo se encuentra en la cadena productiva, pero que, al mismo tiempo, constituyen una verdadera censura al sistema político en general que ha sido incapaz, por décadas, de resolver problemas elementales como el de la infraestructura en general y la salud, pero sobre todo de la educación. Antes, hace medio siglo, esas cosas no se notaban porque la mexicana era una economía simple y poco demandante. Hoy, el mercado de trabajo demanda cada vez mayor especialización y el sistema educativo vigente -y el gobierno que solapa cacicazgos sindicales en lugar de preparar a los niños- es incapaz de proveerlo.

El presidente puede estar muy satisfecho de la popularidad que le brindan los mexicanos más desfavorecidos, pero lo que realmente le están premiando es su indisposición para crear condiciones para que esa misma base de apoyo tenga un mejor futuro.

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https://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?__rval=1&urlredirect=https://www.reforma.com/60-40-2023-07-09/op252404?pc=102&referer=–7d616165662f3a3a6262623b6770737a6778743b767a783a–

https://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/2023/60-40.html

REFORMA
09 Jul. 2023

La negociación

Luis Rubio

Tres verdades son indisputables: el presidente López Obrador es irrepetible; las finanzas públicas son más vulnerables de lo aparente; y la elección del próximo presidente va a tener que ser el inicio de una gran negociación para construir un nuevo futuro. Gane quien gane, hombre o mujer, de cualquier partido, el país se va a encontrar en una situación mucho más delicada y precaria de lo que hoy podría parecer. La mezcla de factores estructurales y circunstancias coyunturales van a producir la imperiosa necesidad de sumar voluntades entre grupos, partidos y ciudadanos que hoy se encuentran en distintos lados de las barreras -las reales y las artificialmente impulsadas por el gobierno actual- que hoy dividen a la población.

También hay otras cosas que son evidentes y que no ameritan mayor discusión: Morena ha lanzado un proceso abierto para la nominación de su candidato(a); la oposición comienza a mostrar músculo; y la ley electoral resulta ser más flexible, y a la vez compleja, de lo que muchos suponían. Cada uno de estos elementos sigue su propia racionalidad y arrojará resultados que afectarán a los otros dos. Lo que hace unas cuantas semanas parecía ser un proceso unidireccional en Morena ha dejado de ser obvio y la posibilidad de una contienda reñida es cada vez más real.

A pesar de que los incentivos que animan a los partidos de la oposición no les llevan a competir para ganar (sino a procurar fuentes de ingreso, como el PT y el PVEM), la realidad los está obligando a construir una estrategia competitiva.

Por lo que toca a la legislación electoral, hay dos perspectivas contrastantes: por un lado, se encuentran las autoridades electorales (el INE y el Tribunal) y, por el otro, los ingresos que reciben los partidos políticos en función de su desempeño en la elección anterior. La aplicación de la ley ha resultado ser más flexible de lo que parecía: el contraste entre la severidad del consejo anterior y la volubilidad del actual es patente. Es posible que la ley permita esa maleabilidad, pero no deja de ser irónico que sea la vertiente ideológica que representa Morena, la principal demandante de restricciones en materia electoral desde los noventa, la que exhiba esa flagrante disposición a violar al menos el espíritu de la ley, ahora con el aval formal del INE.

Por otro lado, el presidente tiene razón en que hay cosas en esa misma legislación que deberían cambiarse, aunque no necesariamente los que él demanda y que son incompatibles con un régimen democrático. La falta de dinamismo de los partidos de oposición sugiere que, cuando las condiciones sean menos contenciosas, debieran ponerse a discusión los privilegios que la reforma de 1996 le confirió a los tres principales partidos, que los han convertido en negocios de facto en lugar de instituciones dedicadas a la agregación de intereses ciudadanos para la búsqueda del poder.

Puesto en blanco y negro, el próximo gobierno, venga de donde venga, va a encontrarse con las arcas vacías, con un presupuesto totalmente distorsionado (dedicado a las clientelas a costa de la salud, la educación y la inversión pública) y ante un escenario de polarización que no le va a dar mayor respiro. Sus circunstancias serán más fáciles o más difíciles dependiendo del panorama que arroje la elección misma: qué tan cercano fue el triunfo y cómo quedó la composición del poder legislativo. Ahí se condensarán los problemas estructurales, las circunstancias coyunturales y los ánimos de los responsables. La oportunidad para construir un nuevo futuro será enorme.

Regreso al inicio: el presidente es irrepetible. Aún ganando su más cercana preferencia, nadie en el panorama nacional goza de su historia, presencia o habilidad. Su personalidad ha logrado no sólo dominar la vida política, sino evitar que la realidad cotidiana, esa que afecta a la ciudadanía, cobre relevancia entre la población, algo inédito. Su sucesor o sucesora no gozará de esas circunstancias, por lo que tendrá que procurar un método que le permita gobernar y al país encontrar nuevos cimientos para un futuro mejor.

Las finanzas públicas se ven bien, pero su fragilidad es enorme, sobre todo por la desaparición de todos los fondos de contingencia, lo que arroja un panorama mucho más incierto de lo aparente.

Nadie puede predecir qué depara el futuro o el momento en que se conjunten los factores que faciliten o dificulten la función de gobernar. Será en ese momento que se presente una gran oportunidad, pero sólo si quien gane tiene visión de trascendencia y desarrollo y el resto del mundo político y de la ciudadanía prueban estar a la altura de las circunstancias.

Mucho de lo que se tendrá que negociar podría aterrizarse en unos cuantos puntos porcentuales de esto o de aquello (por ejemplo, impuestos), pero el momento también permitiría sentar las bases de un nuevo arreglo político que transforme al gobierno dedicado al control en uno dedicado al desarrollo y al bienestar, y al sistema político en un entorno de competencia respetuosa entre una sociedad que cuenta con los medios para estar bien y verazmente informada.

Algunos recordarán que los pactos de la Moncloa que dieron vida a la democracia española fueron sobre salarios y precios pero lograron mucho más. Sí es posible.

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  REFORMA

 02 Jul. 2023