Luis Rubio
Las competencias electorales son (casi) como un juego de futbol: desatan emociones, apuestas e ilusiones. La ciudadanía se vuelca hacia el proceso y (al menos una parte) participa con ánimo desbordado. Sin embargo, pasado el día de la elección comienza el verdadero desafío: gobernar. Y ninguna de las dos candidatas cuenta hoy con las condiciones para poder ejercer sus funciones de manera efectiva.
El problema no es ellas. Cada una tiene sus virtudes y defectos, fuerzas y debilidades. El problema es la naturaleza de nuestro sistema político que, por un lado, le confiere poderes extraordinarios (de hecho, excesivos) a la presidencia y, por otro, deja en el aire a todo el resto del país: sin mecanismos naturales de interacción entre los tres poderes públicos, sin una estructura de coordinación entre el presidente y los gobernadores y sin instrumentos para lograr la seguridad pública y el funcionamiento del sistema de justicia para la ciudadanía. Es decir, tenemos un sistema de gobierno primitivo que no empata con la realidad del país y del mundo en la actualidad y que no cumple sus responsabilidades más elementales.
Otra forma de decir esto es que el país entró en un proceso de democratización sin haber transformado y afianzado sus instituciones más básicas, como el gobierno, la justicia y la seguridad. La democratización comenzó desde 1968, pero fue adquiriendo forma con la creciente competencia electoral de los ochenta y noventa y, eventualmente, gracias a sendas reformas electorales hasta llegar a la más fundamental de todas, la de 1996. Sin embargo, en contraste con otras naciones -sobre todo en Asia y el sur de Europa- que se fueron transformando en esos mismos años, México aceleró su paso hacia la elección abierta y confiable de sus gobernantes sin contar con un gobierno efectivo, un sistema de justicia consolidado y un régimen de seguridad exitoso. Ahora estamos pagando el costo de esa ceguera.
Vendrá el primero de octubre del próximo año, la inauguración de un nuevo gobierno. Aún si el proceso electoral acaba siendo un modelo de probidad (como lo ha sido desde 1997) y todo mundo acata el resultado, cualquiera que sea éste, llegará una nueva presidenta para encontrarse con circunstancias en buena manera inéditas y no sólo por el hecho de ser mujer.
Primero, el personal con que contará será de muy baja calidad por las reglas que decretó el presidente saliente y que desincentivan el empleo de personal competente y experimentado; segundo, se enterará que las cuentas fiscales están en virtual bancarrota y que sólo abandonando todos los proyectos inviables e insostenibles que impulsó el actual gobierno, incluyendo las aportaciones al barril sin fondo llamado Pemex, tendrá algunos fondos para poder funcionar; tercero, tendrá un congreso dividido, pero decidido a trabajar CON el gobierno pero no PARA la presidenta, una diferencia no meramente semántica; cuarto, un desencanto generalizado por las expectativas destrozadas y la desconfianza hacia la nueva responsable del gobierno; y, quinto, una crisis de seguridad que amenaza con volverse incontenible. En una palabra, de pronto se percatará que el costo del gobierno saliente habrá sido dramático y que habrá dejado al país sin opciones fáciles.
Su gran ventaja, suponiendo que la economía estadounidense sigue en marcha a un ritmo similar al actual, radicará en que las exportaciones sigan generando una cauda de demanda para el funcionamiento general de la economía. Eso le daría un pequeño respiro, pero también marcaría los límites de lo que puede hacer. Lo fácil, porque esa es la manera que imaginan los políticos desvinculados de los dilemas que afectan a quienes están involucrados en el mundo real de la economía, sería proponer una reforma fiscal para evitar que el gobierno tenga que hacer sacrificio alguno al transferirle a la ciudadanía el costo de la improductividad e ineficiencia de juguetes como las dos bocas, el trenecito y el aeropuerto de fantasía. Muy pronto se percatará, o debiera percatarse, que la ecuación es al revés: hay que transformar al gobierno para que prospere el país.
Todo esto bajo una gran presión porque iría a contracorriente. Las promesas del gobierno actual habrán probado ser meras ilusiones y la supuesta fortaleza política, económica e institucional una mera quimera. Si la ganadora es Claudia, su dificultad será mayor porque tendría que romper no sólo con la persona de su predecesor, sino sobre todo con el hechizo que lo mantuvo navegando sin logro alguno. Si la ganadora es Xóchitl, su desafío será aprovechar la patética realidad para liberar fuerzas y recursos contenidos por tanto tiempo en la ciudadanía y en ese enorme talento empresarial que yace detrás de cada aspiracionista (AMLO dixit). Ninguna lo tendría fácil.
Pero nada de eso será suficiente mientras no se construyan y consoliden instituciones que no sean susceptibles de desmantelamiento como llevó a cabo el gobierno actual. Nadie, ni el más dogmático de los morenistas, va a aceptar un cambio si no existe claridad de rumbo y certeza de que las reglas del juego permanecerán vigentes. Y ese es el verdadero dilema del futuro de México: construir el andamiaje de un país que pueda aspirar a un futuro mejor y cuente con los elementos para lograrlo.
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