Discurso vs. realidad

Luis Rubio

¿Qué gana: el discurso o la realidad? El discurso dice “vamos bien,” “yo tengo otros datos,” “Por el bien de todos, primero los pobres.” La realidad, sin embargo, dice otra cosa: el país no está progresando, el desempleo se ha elevado, la pobreza se acentúa, la educación se deteriora todavía más, la falta de oportunidades se acrecienta y la violencia asciende de manera incesante. El discurso afecta percepciones, desvía la atención y mitiga el sentido de urgencia, pero no altera la realidad. Tarde o temprano, la realidad se va a imponer. La pregunta es qué tan tarde, porque de eso depende el devenir mediato del país.

Dos factores mantienen al país funcionando: las exportaciones y las remesas. El gobierno ha hecho prácticamente nada para promover el crecimiento de las exportaciones, el principal motor de crecimiento económico: no hay infraestructura nueva; la violencia cunde por todo el territorio y especialmente en las rutas que llevan a la frontera por donde tienen que atravesar las exportaciones; y factores clave, como la electricidad, son motivo de disputas político-ideológico que se traducen en incertidumbre respecto a su disponibilidad futura. En una palabra, se obstaculiza la principal fuente de empleo, crecimiento y oportunidades.

Por lo que toca a las remesas, el gobierno hace todo lo posible por estimular la migración hacia el norte (que ha vuelto a crecer de manera dramática) al negar oportunidades, castigar a las madres que no tienen con quien dejar a sus hijos al cerrarse las estancias infantiles y favorecer la violencia a través de su política de abrazos con los delincuentes. El crecimiento de las remesas en los últimos años, desde mediados del gobierno de Peña Nieto, ha sido extraordinario y explica al menos en parte la estabilidad de vastas zonas rurales, pero también representa un reto social monumental para familias que se fragmentan. Como política social, la migración es, por decir lo menos, una política de dudosa calidad moral, toda vez que entraña la pérdida de mucha de la ciudadanía con mayor potencial de desarrollo y creatividad.

Avanza el sexenio sin que el gobierno repare en las consecuencias de la negligencia implícita en su estrategia de “desarrollo.” El momento del sexenio es relevante porque la capacidad de administrar la multiplicidad de variables que caracterizan a un país de la complejidad de México va disminuyendo con el reloj sexenal. El discurso presidencial puede aparentar que todo marcha bien, pero su propia capacidad para incidir en los procesos sociales y económicos va desapareciendo en paralelo con el ascenso de las naturales e inevitables disputas que surgen en el contexto de la definición de candidaturas para la sucesión presidencial.

Este no es un reto novedoso para el sistema político mexicano, cuya historia es extraordinaria en dos sentidos: primero, en evitar catástrofes. Y, segundo, en contar con una insólita capacidad para reparar el daño causado por políticas y estrategias descarriadas. Desde esta perspectiva, esta no es la primera vez que México se encuentra ante una tesitura tan compleja como la actual; lo que no es evidente es que ese viejo sistema político siga contando con las condiciones y elementos para evitar una catástrofe.

Durante los setenta, la era que parece ser dorada para la actual administración, el país avanzaba de manera incontenible hacia la catástrofe, pero el discurso presidencial -infinitamente menos sofisticado y efectivo que la narrativa actual- mantenía la apariencia de estabilidad a la vez que promovía la polarización de la sociedad. Sin embargo, nada de eso pudo evitar la catástrofe que siguió. Aquella circunstancia era muy distinta a la actual porque los excesos financieros y el endeudamiento con el exterior eran evidentes, todo ello sin las fuentes de divisas que, gracias a las exportaciones, hoy alteran radicalmente la película. Por otro lado, en contraste con el momento actual, la economía venía creciendo a un ritmo inusitado que no sólo animaba el discurso triunfalista, sino que parecía justificarlo en el terreno que cuenta: el de la realidad.

Es importante situarse en aquella circunstancia para comprender el ánimo del momento y poderlo contrastar con las circunstancias actuales. La economía venía creciendo a casi 8%, el empleo era casi total, los salarios reales crecían, las becas se multiplicaban y México, como país, era visto como un ejemplo de oportunidad y potencial. Independientemente del factor que sostenía aquel sueño -los precios del petróleo- es fácil percibir la sensación del momento. Todo iba hacia arriba en el imaginario colectivo hasta que, de pronto, se colapsó, con aterradoras consecuencias sociales y económicas.

Ninguna de las variables económicas de hoy justifican escenarios catastrofistas como aquellos, pero la complejidad del México de hoy nada tiene que ver con aquel país tan primitivo en términos relativos. La economía y sociedad de hoy funcionan gracias a la existencia de instituciones como el TMEC y el INE, ambas bajo ataque, la segunda de manera explícita, la primera de facto. El México de hoy requiere fortaleza institucional, pesos y contrapesos y un gobierno efectivo. La “nueva” Suprema Corte ha mostrado su relevancia, pero podría no ser suficiente.

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 REFORMA

21 May. 202

A soñar

Luis Rubio

Soñar con arribar al nirvana en un plazo récord es siempre grandioso; convencer a los votantes de que semejante empresa es posible, al alcance de la mano, es lo que hacen los políticos, sobre todo los candidatos en campaña, en todo el orbe. Si eso se adereza con ideas atractivas como un mundo sin corrupción y sin desigualdad, el planteamiento parecería imbatible. La política es precisamente eso: impulsar mejores horizontes y sumar a la población para alcanzarlos.

Pero décadas de grandes sueños insatisfechos deberían habernos convencido que, sin estrategias sólidas y políticas idóneas, la grandiosidad resulta inasible y, con frecuencia, contraproducente porque aliena al votante y lo radicaliza. En la medida en que se acerca el 2024, sería mejor comenzar a ver las cosas al revés: en lugar de prometer lo imposible, desarrollar los escenarios menos atractivos, más aberrantes y más peligrosos para de ahí echarnos hacia atrás y comenzar un proyecto de gobierno susceptible de, efectivamente, transformar al país. O sea, comprender lo que no quisiéramos que ocurra para asegurarnos que no llegaremos ahí.

¿Cómo se verá el país en 2030, al final del próximo sexenio? ¿Se habrá logrado romper con la inercia de un país partido en regiones que corren (o se retrasan) a distintas velocidades, que niegan oportunidades a los más necesitados y purifican la corrupción en lugar de erradicarla? O sea, ¿se habrá logrado construir un basamento sostenible de concordia, paz, certidumbre y prosperidad en el que toda la población pueda participar y cuente con las condiciones que lo hagan posible? En lugar de imaginar un mundo de fantasía como hacen proclive, e inevitable, las campañas electorales, ¿por qué no mejor comprender las tendencias actuales -casi todas malas- para revertirlas, corregirlas y acabar mucho mejor de lo que se comienza?

Habría que comenzar por reconocer la necesidad de romper con los dogmas que han paralizado al país y conllevado a décadas de oportunidades perdidas, así como a los bandazos político-económicos recientes. Todo ello por la indisposición a reconocer dos factores elementales: primero, que el país ha avanzado mucho en las últimas décadas pero, de igual manera, que ese avance no ha incluido al conjunto de la población ni es susceptible de lograrlo en su estado actual. Y, segundo, que el enojo, hartazgo y reclamo de la población por contar con oportunidades para romper con las ataduras que determina el origen social, económico y regional es legítimo, de la misma manera que la pobreza, corrupción, inseguridad, violencia y desigualdad son factores inexorables no sólo en un sentido moral, sino en sentido práctico: una sociedad que enfrenta males como esos es también una nación que sabe a dónde va y está dispuesta a lograrlo.

Las promesas de los reformadores y de los transformadores -vocablos distintos que son sinónimos en la práctica- no han alcanzado su cometido porque el país no cuenta con las capacidades básicas para transformarse ni con el compromiso de los liderazgos políticos para hacer lo necesario para lograrlo. Más allá de grupos de interés creado que pululan al sistema político y que han sido exitosos en impedir el éxito de reformas y transformaciones, el país no cuenta con un gobierno susceptible de liderar hacia el futuro; un sistema educativo idóneo para conferirle las habilidades, visión y oportunidades a las poblaciones más pobres y menos favorecidas; una estructura de seguridad pública construida de abajo hacia arriba (y no al revés) para crear condiciones de seguridad y tranquilidad para la ciudadanía; y un conjunto de instituciones que garanticen contrapesos efectivos, un marco legal concebido para hacer posible un país moderno y que confiera certidumbre y claridad de rumbo. Aunque hay pequeños ejemplos de éxito en casi todos estos rubros, el país no cuenta con lo necesario para efectivamente transformarse.

Es más que evidente que ninguno de los gobernantes de las últimas décadas jamás meditó sobre los peores escenarios que podrían acontecer, pues prácticamente todos concluyeron arrojando resultados sensiblemente inferiores a los prometidos y, en algunos casos, dramáticamente peores. Sus programas, proyectos y estrategias fueron todos concebidos de manera voluntarista: porque yo lo quiero va a suceder, incurriendo en el más básico de los errores, creer que las intenciones equivalen a resultados. Ningún gobierno del último medio siglo se salva de esta circunstancia.

Los países que realmente se han transformado -en el sentido de haber logrado elevadas tasas de ingreso per cápita, eliminado (o francamente reducido) la pobreza y construido un andamiaje institucional serio, confiable y sólido -es decir, un entorno de desarrollo y concordia- comparten al menos tres factores cruciales: a) la edificación de un sistema de gobierno eficaz (casi todos tomando como ejemplo a Singapur y sus imitadores); b) una obsesión por el crecimiento económico (y su consecuente disposición a eliminar obstáculos para que esto sea posible); y c) un sistema educativo concebido para transformar a la población y conferirle las oportunidades que nunca antes habían sido posibles.

Es tiempo no de soñar, sino de construir ese futuro y el 2024 ofrece una oportunidad excepcional para lograrlo.

*Fragmento del libro ¡En sus marcas! México hacia 2024, Editorial Grijalbo, 2023

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 REFORMA

 14 May. 2023 

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Candidatos: ¿para qué?

Luis Rubio

En la versión oficial, todo lo que falta para definir los próximos seis años es el nombre de la “corcholata” preferida por el presidente. Si eso fuera tan sencillo, ¿por qué tanta intriga, tantos cambios legislativos, tantas descalificaciones y tanta verborrea? De haber certeza en el panorama, el discurso sería muy distinto, sobre todo porque muchas de las luces ámbar que hay en el horizonte no están bajo el control presidencial, comenzando por la relación con Estados Unidos en todos sus ámbitos: la economía (clave para nuestras exportaciones), la frontera, la seguridad y la migración. La versión oficial es lógica, pero el México del siglo XXI no es el de hace cincuenta años en el que el presidente y su partido tenían control casi completo de las variables clave. En este contexto, ¿es posible y viable una candidatura unitaria y competitiva de oposición?

La contienda de 2024 debe situarse en el encuentro de tres realidades contrastantes. Una es el universo que el presidente ha querido recrear, imitando al viejo sistema con su presidencia omnipresente y mecanismos de control sobre todos y para todo. Segunda realidad es el entorno en que se localiza el país: un mundo integrado donde prolifera la información (y desinformación) a las que todo mundo tiene acceso y en el que los intercambios comerciales, financieros y personales son permanentes y cruciales para el desempeño de la economía. Y luego está la ciudadanía, que lleva décadas demandando acceso, participación y oportunidades y que, a pesar de ello, sigue caracterizándose por una obvia separación entre quienes se asumen como ciudadanos y quienes viven del gobierno y esperan que de ahí venga su bienestar.

Cada uno de estos elementos del contexto en que se dará la contienda tiene su importancia e impactará su evolución, pero quizá el más relevante en este momento es el histórico, tanto porque muchas decisiones tomadas hace décadas crearon el complejo entramado que hoy vivimos, como porque el presidente tiene la mirada firmemente puesta en el espejo retrovisor.

La estructura política actual tiene dos orígenes: el viejo sistema priista que se construyó hace casi un siglo; y lo que resultó de la reforma electoral de 1996. El primero ha sufrido afectaciones, la más importante de las cuales es el de haber desaparecido el binomio PRI-presidencia con la derrota del PRI en 2000, lo cual desmanteló a la hiper presidencia de antaño, pero no alteró las enormes fuentes de poder del presidente, que son las que con extraordinaria destreza ha reconstituido y aprovechado el presidente.

La reforma electoral de 1996 creó condiciones equitativas de competencia y una estructura que garantiza la limpieza y organización impoluta y neutral de las elecciones. Pero el otro lado de aquella reforma electoral fue que encumbró al viejo sistema político, extendiendo los privilegios de que había gozado un partido (entonces el PRI) a los tres partidos más exitosos electoralmente. También creó condiciones para obstaculizar al máximo la creación de nuevos partidos. Es decir, amplió el monopolio que antes era exclusivo del PRI pero no modificó el hecho de que fuera un monopolio. En otras palabras, cambió la manera en que se accede al poder pero el manejo del poder quedó sin cambios sustantivos.

Estos elementos del contexto son clave para la contienda que viene porque explican mucho de las dificultades que enfrenta la oposición para construir alianzas, atraer candidatos viables y montar una operación susceptible de ganar la elección presidencial de 2024. Los liderazgos partidistas gozan del beneficio del monopolio, no enfrentan competencia alguna, manipulan las candidaturas a su antojo y tienen una fuente segura de ingresos que les garantiza impunidad plena. A nadie debería sorprender que surjan candidaturas “ciudadanas” en el sentido que no se asumen como partidistas.

La constitución de una candidatura sólida de oposición acaba yendo a contracorriente y enfrentando innumerables impedimentos, lo que a la fecha ha beneficiado al partido en el gobierno. La pregunta obligada es si esto cierra toda posibilidad.

La respuesta es obvia: las puertas se cierran o se abren dependiendo de la capacidad de articular alternativas. México no es el primer país con elementos autoritarios y un gobierno decidido a conducir la sucesión a su manera y sin el menor recato en materia de (in)cumplimiento de las leyes respectivas. Además, hay tres factores novedosos: la oposición ganó en 2021; ahora el partido del establishment es Morena (los votantes han ido contra quien está en el gobierno en casi todas las elecciones desde 1997); y, más importante, por más que quiera evitarlo, el presidente va perdiendo control cada minuto. La pregunta pertinente acaba siendo: cómo se puede organizar una candidatura alternativa y qué es necesario para que eso sea posible.

Aunque hay medios para construir una candidatura, los obvios no siempre son conducentes al éxito: el dedazo tiene enormes costos y aquí no hay quien lo otorgue y las primarias tienden a restar más que a sumar en México. La oposición tiene que encontrar algún mecanismo que permita que se presenten los aspirantes a fin de que crezca, de manera natural, una candidatura que le hable a todos los mexicanos y que acabe siendo imparable.

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REFORMA
 07 May. 2023

Fuera máscaras

Luis Rubio

 Una virtud que debe reconocérsele al presidente López Obrador es la transparencia: en contraste con sus predecesores recientes, hay una congruencia total entre su discurso y su visión del país y de la función de la política y su relación con la economía. Como las ve las dice. A diferencia de sus predecesores, no tiene ni a menor preocupación por pretender lo que no es, ni la menor intención de gobernar para todos. Tampoco pretende resolver los problemas del país ni mucho menos crear una plataforma para el futuro. Su agenda es nostálgica y su visión congruente con ella. La pregunta es si eso es sostenible.

En los ochenta México dio un viraje en su estrategia de desarrollo. Ese es el gran punto de contención para el presidente: su reyerta se remite a ese momento de nuestra historia bajo el argumento de que se traicionó el proyecto de desarrollo postrevolucionario. Detrás de esa concepción yace una falacia nodal: que el cambio fue voluntario, promovido por tecnócratas desnaturalizados que no conocían nuestra historia y que, en consecuencia, impusieron una visión del mundo contraria a los intereses de la nación.

El viraje que experimentó el país en aquellos años respondió a dos circunstancias inexorables: una fue la virtual quiebra del gobierno mexicano al inicio de los ochenta. La causa inmediata de la quiebra fueron los excesos fiscales de los gobiernos de Echeverría y López Portillo, que precipitaron el colapso económico en 1982, la crisis de deuda, una recesión de casi una década y niveles extraordinarios de inflación. La causa mediata fue que aquellos gobiernos recurrieron a la concentración del poder y funciones en la presidencia con el objetivo de restaurar la capacidad de crecimiento económico, lo que resultó imposible, provocando el colapso. La pretensión de que con evitar excesos fiscales se puede lograr el objetivo fallido de entonces no va a acabar de otra manera.

La otra causa de la quiebra fue que el mundo había cambiado. Lo que aquellos tecnócratas que el presidente desprecia observaron fue que el modelo de desarrollo estabilizador que tan buenos resultados había dado en las décadas previas ya no era sostenible. Si el objetivo era avanzar y acelerar el desarrollo, el país tendría que cambiar su modelo de crecimiento, en congruencia con la creciente disminución de las barreras a los intercambios financieros, comerciales, industriales y de información que la tecnología comenzaba a impulsar. En una palabra: México se sumaba al mundo o se quedaba sumido en la crisis.

El gran reto para lograr aquellos objetivos grandiosos radicaba en la incompatibilidad del viejo sistema político con una economía moderna, integrada al resto del mundo. Es decir, para poder ser exitoso, el país tenía que cambiar no sólo su economía, sino todas sus estructuras internas. Sin embargo, el “secreto” detrás del viraje en el proyecto económico iniciado en los ochenta fue que el objetivo “real” era el de reiniciar el crecimiento acelerado de la economía para evitar modificar al sistema político. Se entendía la incompatibilidad, pero se pretendió que era manejable.

En esa contradicción, en ese pecado de origen, reside la verdadera diferencia entre el gobierno actual y sus predecesores. Los gobiernos de los ochenta en adelante llevaron a cabo múltiples reformas institucionales, todas ellas concebidas para arropar a las reformas económicas y darle contenido efectivo a las regulaciones que se habían venido adoptando tanto por iniciativa interna como por consecuencia de los tratados comerciales que se fueron negociando. Así nacieron las entidades regulatorias en materia de competencia, comunicaciones, energía, etcétera. En paralelo, se reformó la Suprema Corte de Justicia y, atendiendo al creciente conflictividad, se construyeron las instituciones electorales.

El paradigma era uno de acotamiento del poder presidencial y los presidentes hicieron su parte, cumpliendo las formas. En el camino, fueron presentándose las incongruencias que producía el choque entre las demandas de una economía moderna y la realidad tangible a nivel del piso: comenzando por las vastas diferencias regionales de crecimiento, pero también el ascenso del crimen organizado, la violencia e inseguridad de la población, y la disfuncionalidad en la relación federación-estados, los incentivos perversos de las autoridades locales en materia fiscal, de seguridad y de justicia.

Son esas incoherencias y contradicciones la esencia del rompimiento que ha llevado a cabo AMLO. En contraste con sus predecesores, él actúa bajo un paradigma distinto: el no pretende construir un país moderno; al revés, su proyecto consiste exactamente en lo contrario, en cancelar la parte moderna del país para restaurar la congruencia entre lo económico y lo político.

Desde esa perspectiva, él no tiene porqué dar explicaciones sobre el espionaje que lleva a cabo el gobierno, sobre el destino del gasto público o sobre los vínculos entre su gobierno y otras naciones a las que dedica tiempo y recursos. En un sistema cerrado, introvertido (e inevitablemente autoritario) el gobierno no tiene porqué explicar nada.

Las incongruencias son reales y a la vista de todos. La nueva incongruencia radica en pretender que se puede cancelar lo que sí funciona en lugar de resolver lo que lo obstaculiza.

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  REFORMA
 30 Abr. 2023 

Dos crisis

Luis Rubio

¿Qué ocurre cuando una fuerza irresistible se topa con un objetivo inamovible? El fentanilo en Estados Unidos es un asunto no sólo electoral, sino de sobrevivencia para su sociedad. Aunque es evidente que en las circunstancias que llevan a su consumo (como el de otros tantos estupefacientes) yace la clave del enigma, es absurdo pretender que México es un actor inconsecuente en esta materia. De hecho, la crisis del fentanilo en nuestro país vecino no es distinta, en concepto, a la crisis de seguridad que vive México y, más importante, ninguna de las dos naciones puede resolver su propia crisis sin la concurrencia del otro. Se trata de la historia de dos crisis que se retroalimentan.

En su novela sobre la era del terror previo a la revolución francesa, Historia de dos ciudades, Charles Dickens se mofa de los revolucionarios que ambicionan hacer compatible la libertad con la muerte: “Libertad, igualdad y fraternidad o muerte: está última mucho más fácil de obsequiar, ¡oh guillotina!” El fentanilo no es distinto para los estadounidenses que la extorsión, el narco y la muerte que acecha a infinidad de ciudades y comunidades mexicanas. La exportación de la droga, como ocurrió con sus predecesoras, alimenta el poder (y armamento) de las mafias que acosan a los mexicanos.

Quizá no sea casualidad que el presidente rechace los dos componentes de la ecuación: ni se produce fentanilo en México, ni hay crisis de seguridad en el país. Eso que padecen los ciudadanos de ambas naciones es producto de su imaginación. Pero ambas crisis son reales y tienen efectos inexorables. Cada sociedad reacciona ante sus circunstancias de manera distinta por la naturaleza de sus respectivos sistemas políticos, pero eso en nada cambia el hecho mismo de que ambas sociedades se encuentran acosadas por factores que son irresolubles exclusivamente en su fuero interno.

El consumo de drogas no es producto de la disponibilidad de éstas, sino de los factores sociales que llevan a que exista la demanda. Ese es el reto de la sociedad estadounidense. De la misma manera, la inseguridad que padece la población mexicana no es resultado exclusivamente de la disponibilidad de armas, sino de la inexistencia de fuerzas policiacas y judiciales en México que la protejan. Como dice el refrán, lo fácil es ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

Dos de los puntos más contenciosos en la política estadounidense actual, especialmente a la luz de su próxima contienda electoral (2024), son la migración ilegal y el fentanilo. En ambos, México es actor protagónico. Esa es la fuerza irresistible que se aproxima y que va a impactar, nos guste o no. En términos analíticos es posible discutir la sensatez de culpar a terceros por el hecho de que haya demanda, respectivamente, de drogas y mano de obra, sin la cual ninguno de estos factores sería relevante. Pero eso en nada cambia el hecho mismo de que se trata de una embestida que ya está ahí y que nadie la puede parar. La gran pregunta es si el gobierno mexicano seguirá comportándose como un objeto inamovible y, en ese caso, qué consecuencias tendría.

La inseguridad en México comenzó de manera acusada con el gradual debilitamiento de las estructuras de seguridad del gobierno federal en los noventa. Fue la época en que súbitamente se incrementaron los robos y los secuestros. Hasta entonces, desde la era de la pacificación que tuvo lugar luego de la gesta revolucionaria, el gobierno federal había tenido tal fuerza y presencia a lo largo y ancho del territorio que eso permitía una relativa calma y una convivencia en concordia. Por su naturaleza centralizadora, el sistema político nunca favoreció el desarrollo de capacidades locales, en este caso de seguridad y justicia. En este contexto, no es casualidad que el gradual, y luego acelerado, debilitamiento del gobierno federal viniera acompañado de un colapso de la seguridad en todo el país. Fue ese vacío el que llenó el crimen organizado, sin duda asistido por las armas que sus utilidades tanto de actividades criminales en México como por la exportación de drogas les permitían. Pero el problema de fondo no son las armas o las drogas, sino la inexistencia de un gobierno eficaz en México.

De nada sirve pontificar contra los norteamericanos cuando los problemas de México son tan profundos y no distinguibles, o al menos no atendibles, sin la concurrencia del otro. Ahí yace la falacia del discurso político mexicano que, a su vez, alimenta al estadounidense y lo hace creíble, como han ilustrado los recientes juicios penales de personajes mexicanos en aquella nación. En lugar de actuar como objeto inamovible, México podría estar buscando formas de cooperación mutua orientadas a dos objetivos inexorablemente vinculados: las drogas allá y la violencia aquí.

“La muerte bien podría provocar la vida, pero la opresión no provoca nada más que a sí misma” concluye Dickens en la novela referida. La historia de dos crisis que sólo se pueden resolver en la medida en que ambas naciones cooperen y cada una actúe en su fuero interno. Ambas viven en la negación, una culpando a la otra de sus males cuando sus problemas son internos, pero requieren de la asistencia del otro para atacarlos.

 

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  REFORMA
23 Abr. 2023

A modo

Luis Rubio

El propósito es evidente. La pregunta es si cuadra con las necesidades de la ciudadanía, que, claramente, no son las de quienes redactaron la iniciativa de ley. La “iniciativa en materia administrativa del ejecutivo federal” es el sueño de cualquier burócrata: el gobierno decide qué se hace, cómo se paga, quién se beneficia y, si no le gusta lo que ve en el camino, puede suspender la adquisición o contrato sin indemnización. Nunca, en las décadas que he observado el proceder de los políticos mexicano, he visto algo tan perverso y sesgado como esto.

La iniciativa de ley tiene por evidente propósito quitarle toda latitud y libertad de acción al próximo gobierno: perseverar en el paraíso que hoy caracteriza al país, asegurando que la economía se mantenga en recesión, el ingreso no se incremente y el país siga respondiendo a las obsesiones de una sola persona.

La iniciativa presenta un conjunto de objetivos que, en términos retóricos, aparecen como sensatos, pero que en realidad ocultan su megalomanía: el propósito nominal es fortalecer la rectoría del Estado en la economía. Los cambios que propone se refieren a las facultades del gobierno en materia de concesiones, permisos, autorizaciones y licencias; modificación (disminución) de las potenciales indemnizaciones en el caso de expropiación; eliminación del resarcimiento de daños o perjuicios cuando se revoque un contrato; e incorporación de una cláusula de terminación anticipada (cláusula exorbitante) en todos los contratos. En el camino se deroga la preeminencia que en la actualidad se le otorga a los tratados internacionales y convenios arbitrales. En una palabra, le confiere plenas facultades al gobierno para conducir los asuntos públicos sin limitación alguna.

Se trata de un virtual sabadazo, presentado justo al inicio de semana santa, orientado a alterar el marco normativo de manera radical. De aprobarse esta legislación, desaparecería toda inversión privada pues dejaría de haber protección jurídica. A menos que la iniciativa fuese eventualmente declarada anticonstitucional por la Suprema Corte, la nueva legislación acabaría con la única fuente de inversión que ha prosperado en los últimos cuatro años: la que ingresa bajo la protección de los tratados comerciales vigentes, incluido el más importante, aprobado ya en este gobierno, el TMEC.

El objetivo expreso no es el de acabar con la inversión privada, sino sujetarla a las preferencias del gobierno en turno. Muy al estilo de la 4T, el propósito es que quien invierta le deba el favor al gobierno el cual preserva la facultad legal de quitarle la autorización cuando así lo decida. Esto es exactamente lo opuesto a lo que se había venido construyendo en las décadas pasadas, cuando el objetivo era consolidar, y darle credibilidad, a reglas generales que se aplicaban de manera neutral e imparcial. Como hemos visto en estos años en que el gobierno ha ido negociando (o intentando negociar) acuerdos particulares con cada empresa, especialmente en el ámbito eléctrico, el objetivo es extender esta práctica al conjunto de la economía, confiriéndole un halo de legitimidad jurídica. El caso de Iberdrola es ejemplificativo: dado que la empresa no estuvo dispuesta a negociar en los términos gubernamentales, acabó vendiendo sus activos. Parece obvio que el gobierno tuvo una victoria política, en tanto que México y los mexicanos empobrecieron en el camino.

Lo que los redactores de la iniciativa no entienden, o no reconocen, es que los empresarios e inversionistas, de cualquier nacionalidad, tienen el mundo como espacio para su desarrollo. Ciertamente, la vecindad con Estados Unidos ofrece un aliciente excepcional que ha servido de protección frente al embate que ha emprendido este gobierno; sin embargo, eso ha funcionado (muy por debajo de su potencial) bajo el marco normativo existente. De modificarse el contexto legal como propone esta iniciativa, la situación sería otra, muy distinta.

Un viejo axioma dice que “Cuando una entidad gubernamental no puede, o preferiría no realizar adecuadamente su función principal, o cuando siente que su función principal no es lo suficientemente grandiosa, ésta ampliará su misión, distrayendo así la atención de la incompetencia que le caracteriza.” Eso es lo que se propone lograr esta iniciativa: avanzar lo mediocre de la realidad actual para congelarlo en el tiempo y hacer imposible el desarrollo y la prosperidad del país.

Cada uno juzgará lo deseable de esta iniciativa, pero las consecuencias serían inexorables porque, además de dañar la credibilidad general del gobierno y del sistema normativo, se constituiría en una camisa de fuerza para la próxima administración, incluso si ésta es de Morena.

Hasta hoy, lo peor del actual gobierno ha sido la falta de resultados en materia de crecimiento económico, del empleo y del ingreso (como se puede apreciar en la creciente emigración hacia EUA). Es decir, no ha habido una crisis significativa. De convertirse en ley, esta iniciativa cambiaría la realidad, haciendo mucho más probable un acusado empobrecimiento de la población.

Como dijo el gran novelista Roberto Louis Stevenson, “tarde o temprano todo mundo se sienta en el banquete de las consecuencias.” Vamos corriendo hacia allá.

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 16 Abr. 2023 

14 meses

Luis Rubio

 

Al inicio del año 2000 el país enfrentaba una encrucijada. La contienda electoral cobraba forma, las instituciones electorales habían sido debidamente instaladas, y la expectativa, por demás justificada, era que los comicios serían limpios, competitivos y pacíficos. Sin embargo, nadie sabía cuál sería el resultado de la elección. Es decir,  México entraba en lo que luego se conoció como “normalidad democrática” donde hay certidumbre respecto al proceso pero no en el resultado, justo lo contrario a la historia del siglo XX en que el resultado era por todos conocido desde que salía nominado un candidato. Ahora hemos vuelto al mundo de la incertidumbre tanto del proceso como del resultado, lo que abre una infinidad de posibilidades, la mayoría de ellas mala.

 

Cuando comenzaba ese año insigne para la política mexicana, el 2000, escribí lo siguiente: “Quizá la mayor de las fuentes de riesgo reside en el recuerdo de la violencia política que se registró la última vez en que presenciamos un proceso electoral para elegir al ejecutivo federal [1994], un momento sumamente destructivo. Es en este contexto que queda por dilucidar si los próximos meses nos acercarán más al modelo shakespeariano o al modelo chejoviano. En sus tragedias, los personajes de Shakespeare siempre acaban logrando reivindicar un sentido de justicia, pero todos acaban muertos; en las tragedias de Chéjov todo mundo acaba triste, desilusionado, enojado, desencantado, peleado, amargado, pero vivo. Los conflictos inherentes a la sociedad mexicana no van a desaparecer de la noche a la mañana; pero lo que los mexicanos requerimos es que el manejo de la política nos acerque a Chéjov, porque lo otro es simplemente inaceptable.”

 

Veintitrés años después, y a catorce meses de la próxima elección, el país ha avanzado en ciertos aspectos, pero ha retrocedido en muchos otros y, gracias a las leyes promovidas por el gobierno en materia electoral (el famoso “Plan B”),  la probabilidad de un mayor deterioro tanto político como en materia de seguridad ya no puede descontarse. Para comenzar, el gran logro en materia electoral -certidumbre sobre el proceso, pero no sobre el resultado- bien podría estarse revirtiendo en aras de intentar imponer un resultado independientemente de la voluntad del electorado. Un gran triunfo ciudadano -quizá el mayor de nuestra historia- podría estar viendo sus últimos días.

 

Y esto es tanto más importante a la luz de lo poco que ha avanzado la democracia mexicana en todos los demás rubros.Aunque se avanzó en materia electoral de 1997 en adelante, el país difícilmente podría llamarse democrático cuando no más del 58% del electorado se dice ciudadano (versus el 42% que se asume como “pueblo”), apenas una mayoría dispuesta (y capacitada) para defender sus derechos. Más al punto, nadie podría argumentar con seriedad que el país goza de paz, un sistema efectivo de gobierno, justicia “pronta y expedita” y transparencia y rendición de cuentas por parte de las autoridades responsables. Claramente, las cosas han cambiado, en muchos casos mejorado, respecto a la era del PRI “duro,” pero México no califica como democrático bajo las medidas internacionales convencionales.

 

¿Hacia atrás o hacia adelante? Esa es la disyuntiva. Hacia atrás, el camino que marca el nuevo entramado electoral avanzado por el ejecutivo implicaría un grave deterioro en materia democrática, pero sobre todo un creciente riesgo de violencia. Ni los más avezados abogados del régimen podrían argüir que el país ha mejorado en materia económica, política, de justicia o de seguridad. La narrativa gubernamental es prolija, pero los avances en el mundo real son inexistentes y todo eso se va acumulando para crear un entorno incierto y crecientemente más propenso a escenarios poco deseables.

 

Catorce meses para los próximos comicios son muchos meses de alta política y bajas pasiones. Tiempo para que cobren forma las candidaturas, tanto del partido en el gobierno como de la oposición, tiempo para que se exprese la sociedad en todas sus formas y características, circunstancia de una sociedad plural que no acepta la imposición de etiquetas o cartabones falaces y descalificadores. Tiempo para que la ciudadanía asuma su papel y responsabilidad como corresponde a una sociedad libre y soberana.

 

El INE -esa entidad compleja y pesada- nació así por la enorme incertidumbre que existía, por el potencial de conflicto que cada justa electoral generaba y porque, en última instancia, la ciudadanía no había podido o querido hacer suya la responsabilidad de limitar el abuso de los partidos políticos y del gobierno. Casi tres décadas después, la ciudadanía tiene que asumir ese papel paragarantizar que el proceso sea limpio, competitivo y pacífico y que el resultado, cualquiera que sea éste, sea respetado por todos los participantes. Este es el momento de la ciudadanía: con su voto mayoritario debe garantizar que el resultado sea abrumador e indisputable.

 

Shakespeare o Chéjov, ese es el dilema. Como en toda democracia que se respeta, algunos no saldrán contentos con el resultado, pero todos deben salir vivos, respetados y debidamente reconocidos. Con INE o sin INE, más vale que los ciudadanos así lo garanticemos.

 

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 REFORMA

09 Abr. 2023

 
 

 

Híbridos

Luis Rubio

¿En qué momento se rompe el orden social? ¿Cuándo es más probable que una sociedad entre en procesos de confrontación fuera de los canales institucionales establecidos? Preguntas como éstas son materia de permanente discusión y análisis tanto en instancias académicas como gubernamentales alrededor del mundo. Unos quieren explicar potenciales estallidos, otros intentan prevenirlos. Lo interesante es que hay cada vez mayor coincidencia en los criterios que emplean estos dos sectores tan contrastantes y esa coincidencia le anuncia a México elevados riesgos.

El tema no es particularmente nuevo: el asunto se remonta a los cincuenta, etapa en la que comenzaron a darse golpes de estado, dictaduras, guerras civiles y otros fenómenos similares en diversas naciones alrededor del mundo. El momento en que esto ocurría no era producto de la casualidad: concluida la guerra (1945), tanto las Naciones Unidas como las potencias ganadoras se dedicaron a impulsar el desarrollo de naciones en Asia, África y América Latina. Algunos de esos países se habían independizado recientemente, otros habían sido derrotados en la etapa bélica y muchos más simplemente intentaban elevar las tasas de crecimiento de sus economías. Pronto resultó que estos cambios tenían efectos desestabilizadores.

Primero la academia, y luego las instancias internacionales y de inteligencia de las naciones más poderosas (de ambos lados de la barrera de la guerra fría), se abocaron a intentar entender e interpretar el fenómeno. Así nació la teoría de la modernización, cuyo objetivo inicial consistió en comprender los procesos de cambio social y político que acompañaban a la industrialización. Algunos argumentaban que había etapas en el proceso de desarrollo, otros observaban la manera en que evolucionaban las sociedades y sus sistemas políticos.

La situación cambió cuando comenzaron a darse situaciones de conflicto, rompimiento social y golpes de estado. Algunos gobiernos, especialmente el norteamericano y soviético, respectivamente, reaccionaron de manera radical, buscando imponer su ley por medio de la fuerza, frecuentemente sin éxito o, al menos, no sin consecuencias negativas de largo plazo. Por su parte, los estudiosos y analistas empezaron a buscar explicaciones para el fenómeno. La nueva era de interpretación, a lo largo de los setenta, concluyó que el problema no era el subdesarrollo ni la modernidad (o del desarrollo mismo) sino del tránsito entre uno y el otro: al inducirse procesos económicos de cambio acelerado se desequilibraba el orden social, provocando conflicto y, con frecuencia, inestabilidad.

Cincuenta años después el asunto ha vuelto a la discusión pública por una nueva ola de situaciones de inestabilidad, pero sobre todo un fenómeno novedoso. La característica de este periodo ha sido la democratización en cada vez más naciones. Algunas lograron una transición cabal, alcanzando una inusitada estabilidad (como ilustran casos como España o Corea del sur). Pero, de manera creciente, los procesos de democratización han experimentado retrocesos significativos, lo que ha llevado a la acuñación de términos como “democracia iliberal,” “anocracia,” “oclocracia” o, simplemente, autocracia. Una institución noruega, el Instituto para la Investigación Sobre la Paz se ha dedicado a codificar eventos de esta naturaleza alrededor del mundo para categorizar los conflictos.

La conclusión principal de todos estos estudios* es que lo que conduce a la inestabilidad en esta era es la falta de consolidación de las instituciones democráticas: son más propensas al conflicto las naciones que se quedaron en la etapa de la democracia electoral y/o que no llegaron a constituirse en verdaderas democracias liberales. El momento más delicado para esas democracias es aquel en que las promesas de democratización no empatan con la capacidad de sus gobiernos y economías para satisfacerlas, lo que lleva al riesgo de inestabilidad o, más frecuentemente en esta era, a líderes extremistas que llegan al poder por la vía democrática para luego dedicarse a desmantelar las instituciones que les permitieron ascender.

México vive un momento álgido en estas materias. El país logró dar un gran paso adelante en los noventa al crear instituciones electorales excepcionalmente fuertes que facilitaron la competencia equitativa entre los partidos políticos y candidatos, iniciando una nueva etapa política. Sin embargo, ese enorme avance no se tradujo en un mayor bienestar para toda la población, en buena medida porque los gobiernos que resultaron de procesos electorales democráticos no siempre tuvieron la habilidad o disposición para avanzar sus proyectos o legislaciones, pero sobre todo porque la democratización no vino acompañada de instituciones fuertes que efectivamente se constituyeran en contrapesos entre sí.

Fue en ese contexto que llegó al poder en México, por vía democrática, un presidente que, desde el día cero, se ha abocado a construir una creciente autocracia, sin que ésta haya sido un mejor conducto para la solución de los problemas del país. El riesgo de esta evolución radica en una creciente radicalización. La ciudadanía tiene que responder ante un reto tan trascendente porque la alternativa es inaceptable y mucho más costosa para todos.

*un buen resumen se encuentra en Walter, Barbara F, How Civil Wars Start, Crown, 2022

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 REFORMA
02 Abr. 2023

Confusiones

Luis Rubio

La vecindad es no sólo complicada sino extraordinariamente contrastante. Aunque la región fronteriza entre México y Estados Unidos constituye un espacio excepcional, distante tanto de la ciudad de México como de Washington, la realidad es que se trata del punto de conflagración más crítico a la luz del año 2024, momento en que coincidirán las elecciones presidenciales de México y Estados Unidos. Ahí van a converger los miedos de los estadounidenses con las fallas del obradorismo y el resultado es todo menos certero.

Octavio Paz escribió que la frontera marca una diferencia cultural más que geográfica, un encuentro de civilizaciones contrastantes. Nada ilustra esto mejor que la forma en que el gobierno mexicano ha respondido ante el creciente clamor estadounidense porque México enfrente sus problemas de seguridad, control fronterizo y migración. No hay ni la menor duda que las llamadas de legisladores y gobernadores estadounidenses tienen una evidente connotación política y electoral encaminada a atraer a sus propios votantes, pero eso no altera el hecho de que lo que impacta a los mexicanos no son los discursos de figuras prominentes estadounidenses, sino la extorsión y violencia que afectan a prácticamente toda la población. Envolverse en la bandera es muy emotivo, pero eso en nada cambia el reino de la impunidad y miedo en el que viven prácticamente todos los mexicanos.

Igual de evidente es el sesgo que el gobierno actual le ha imprimido a la estrategia hacia Estados Unidos. Reconociendo, así sea de manera implícita, que la geografía es inalterable, el gobierno ha mantenido una política un tanto esquizofrénica hacia el vecino del norte: miedo respecto a Trump, desdén hacia Biden; desinterés por las reglas del juego inherentes al TMEC vs respuestas particulares ante el riesgo de que los americanos emprendan acciones punitivas; control de la migración centroamericana, pero parálisis ante la crisis migratoria que percola a lo largo de la frontera. Si fuese posible, el gobierno habría distanciado a México de Estados Unidos; como esa no es una opción, hace lo posible por provocarlo. El riesgo radica en que, cuando las cosas se compliquen, opte por detonar el equivalente de una bomba nuclear. No es un riesgo pequeño o menor.

La solución a los problemas de México no reside en la presencia de tropas (o asesores) estadounidenses en nuestro territorio, pero igual de obvio es que muchos de los problemas centrales que caracterizan a México no pueden ser atendidos sin la concurrencia de los estadounidenses, ni se pueden divorciar de la realidad de ese país. Lo fácil es envolverse en la bandera y tirarse (metafóricamente) del castillo de Chapultepec, pero eso no cambia las circunstancias de una región en la que unos dependen de los otros.

La situación recuerda a la muy repetida frase de Marx en el sentido que la historia se repite, la primera vez como tragedia, la segunda como farsa y ahora estamos en la etapa de la farsa. Similares disquisiciones tuvieron lugar en los ochenta y la decisión final entonces fue que era imposible resolver problemas clave de México sin la concurrencia del gobierno estadounidense.

La noción de que es posible divorciar a los dos países es no sólo nostálgica, sino falaz, meramente ideológica. El verdadero problema de México, que se exacerba por el hecho de la vecindad, radica en la existencia de un gobierno que no tiene capacidad (o disposición) para resolver problemas tan elementales como los de seguridad, justicia y crecimiento económico, todos ellos críticos para salir adelante.

La respuesta visceral es siempre de ataque ante las acciones (casi siempre sólo discursivas) del lado estadounidense, pero eso no resuelve el problema que se enfrenta en México, que no es de drogadicción o fentanilo, sino de la seguridad más elemental que le ha sido negada a la población. No tengo ni la menor duda que las armas que vienen de Estados Unidos contribuyen, incluso de manera decisiva, a afianzar el poder de los narcos, pero el problema mexicano no es ese. Como en tantas otras cosas que caracterizan a la relación bilateral, sea esto de manera directa o indirecta, las armas son un factor meramente incidental.

El presidente sueña con restaurar el viejo sistema político y ha dedicado su gobierno, en su totalidad, a ese propósito. Sin embargo, en lo que toca al asunto de la relación bilateral y de seguridad, el viejo sistema es irreproducible. A mediados del siglo pasado el gobierno federal era hiper poderoso, lo que le confería la posibilidad de imponerle condiciones y límites a los narcos de aquella época, todos ellos colombianos. Hoy los narcos son mexicanos, tienen regiones enteras bajo su control y el gobierno federal es un enclenque. Peor cuando se acentúa la debilidad al limitar la capacidad de acción del ejército y la marina. Mucho peor, porque ese es el asunto de fondo, cuando no se invierte en la construcción de un sistema de seguridad de abajo hacia arriba, el único susceptible de modificar la realidad de impunidad y violencia en el largo plazo.

La vecindad es una realidad inalterable. La pregunta es si México la verá como una oportunidad o como una maldición. Como con Marx, hemos vuelto a la era de la maldición. La única que funciona es la de la oportunidad.

 

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  REFORMA
26 Mar. 2023
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Paradojas

Luis Rubio

Una de las grandes paradojas que exhiben las dictaduras militares, reflexiona Tom Stevenson,* radica en que acaban haciendo a sus propios ejércitos menos eficaces por su necesidad imperiosa de protegerse a sí mismos de un golpe que acabara removiéndolos. Las paradojas del poder son siempre obtusas porque su propia racionalidad es contraria al fortalecimiento de las condiciones y circunstancias que lo hacen posible. El poder es un enorme afrodisiaco pero, cuando no enfrenta límites y contrapesos, acaba sustentado en anclas por demás endebles. Mientras más se concentra el poder, mayores las contradicciones y fragilidades de las columnas que lo soportan.

El poder ilimitado constituye una amenaza para quienes no lo tienen, razón por la cual la evolución de las sociedades, de tradicional a moderna, incorporó un proceso paralelo de institucionalización. Los que padecen la ira de los poderosos pueden ser muy distintos entre sí, pero todos comparten un mismo común denominador. Cuando Robespierre denuncia a cada vez más personas, incluidos muchos de sus correligionarios, como traidores a la revolución en el famoso octavo día del termidor, provoca la unión de toda la convención en su contra, decapitándolo dos días después. A Francia le tomó trescientos años construir las instituciones que hoy la rigen, una de cuyas características centrales, similares a las de todo el mundo moderno y civilizado, es la institucionalización del poder.

La creación del Partido Nacional Revolucionario, el abuelo del PRI, hace casi un siglo respondió precisamente a esa lógica institucional. La revolución había concluido, pero el país carecía de una estructura gubernamental funcional; además, muchas de las disputas se seguían resolviendo de manera cruenta, periodo que terminó con la muerte de Obregón, a la sazón presidente electo para una nueva vuelta. Eso provocó la decisión de Plutarco Elías Calles de construir mecanismos que encauzaran a la política y concluyeran la era de la violencia política. El mecanismo sirvió para lo que sirvió por varias décadas, aportando dos grandes virtudes y un enorme defecto: las virtudes fueron la estabilidad y el crecimiento económico; el defecto fue su extraordinaria inflexibilidad, que llevó a las crisis de los setenta, ochenta y noventa y a su dramático final con el gobierno de Peña Nieto.

La pregunta hoy es, de nuevo, cómo institucionalizar el poder pero de una manera flexible que permita la alternancia de personas y partidos en el gobierno, todos ellos acotados en su capacidad de abuso e imposición. Mucho se fue construyendo en este sentido desde los ochenta, pero todo se ha venido cayendo como un castillo de naipes en estos años al evidenciarse la enorme fragilidad de las instituciones que se desarrollaron con el propósito de encauzar el poder y limitar sus peores atropellos.

Hoy sabemos que todo ese andamiaje era frágil y mucho de ello insostenible. Paso a paso, el presidente ha ido desmantelando cada uno de los andamios que pretendían institucionalizar al poder. Lo ha hecho por las buenas y por las malas, sin jamás perder el sentido de dirección. Desde el comienzo del sexenio, el presidente cambio las reglas del juego, ignoró las existentes e impuso las suyas, éstas muy simples: yo mando. Poco a poco eliminó la relevancia de casi todas ellas. A la Suprema Corte (casi) la nulificó por medio de nombramientos y amenazas y el Instituto Nacional Electoral está ahora en el aire, pretendiendo, de facto, reincorporar sus funciones a la Secretaría de Gobernación. Es decir, como en otros campos, avanza hacia la recreación de ese mundo de fantasía de los setenta que, no obsta recordar, acabó colapsado por su inviabilidad.

Quien observa las mañaneras dudaría de inmediato de los riesgos que se ciñen sobre el país. En ese escenario novelesco y sobrenatural el control de las percepciones es inverosímil, pero absolutamente real. El presidente llena el espacio noticioso y convierte sus obsesiones en dogmas de fe. Como cuando se asiste a un acto religioso, el mensaje es profundo y se arraiga en las conciencias de millones de conciudadanos que ahí se ven representados. La gente cree en el presidente: esa es su virtud, pero también el caldo de cultivo de lo que con facilidad podría presentarse en un futuro no muy distante.

En contraste con otros gobiernos “duros,” que si algo tienen en común es un espíritu desarrollista, el actual de México procura sólo dos objetivos: el control y la popularidad. Ambos han crecido en este gobierno, pero ninguno cuenta con una fuente de sustento que pudiese perdurar. Más bien, la característica de esos dos elementos, el control y la popularidad, es su naturaleza efímera y pasajera. Pocos mexicanos, incluidos la mayoría de quienes aprueban al presidente, quieren que se perpetúe un régimen propenso al abuso como éste. El error de muchos de quienes aspiran a gobernar es el contrario: creen que lo urgente es retornar a lo que fue contundentemente reprobado por el electorado en 2018.

En la medida en que nos acercamos a 2024 la pregunta relevante, la única trascendente, es cómo institucionalizar el poder de una manera que esos contrapesos no puedan volver a ser desmantelados y, a la vez, evitar una inflexibilidad tal que paralice o haga imposible el futuro.

 

*LRB, v44 n19

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