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Luis Rubio

En el zoológico de tigres de Guilin en China uno transita a unos metros de los animales más temibles del mundo. A diferencia de los zoológicos tradicionales, en que los animales tienden a ser pasivos, en Guilin todo está hecho para que los animales conserven, tanto como se pueda, su ambiente natural. No se les da alimento, sino que están en un espacio en el que pueden escoger, matar y comerse al animal que quieran. Uno camina al lado de un foso que, en momentos, se siente terriblemente estrecho, al grado en que parece que los tigres podrían saltar al otro lado en cualquier instante. La sensación de impotencia y miedo es impresionante. Así, exactamente así, se sienten muchos mexicanos cuando observan la forma en que el gobierno, sobre todo la burocracia impune e inmune, los acosa y acecha de manera permanente. El país tiene todo para ser un éxito rotundo, si no fuera por la burocracia que lo ahoga.

En los ochenta, cuando el país vivía uno de sus peores momentos en materia económica, las disputas al interior del gabinete y del gobierno en general se referían a cómo enfrentar la crisis. Unos querían más gobierno otros menos; unos más gasto, otros menos; unos querían cambiar la lógica del sector productivo, otros regresar a lo que había habido veinte o treinta años antes. El país iba a la deriva, pero las discusiones eran esencialmente conceptuales, filosóficas. En el contexto de ese marasmo, muchas empresas trataban de encontrar salidas para sus propios problemas. Aunque muchas se encontraban endeudadas, había muchos empresarios dedicados a encontrar maneras de salir del atorón. El mercado interno estaba por demás deprimido, pero muchos empresarios percibían extraordinarias oportunidades a través de la exportación. Sin embargo, por más que intentaban, algo les impedía actuar.

En realidad, uno de los problemas centrales de la economía mexicana es precisamente que, desde los sesenta, el mercado interno dejó de ser suficientemente grande para que las empresas pudieran fabricar productos competitivos. La exportación era una salida natural. Sin embargo, toda la estructura de la regulación estaba diseñada para el control y no para fomentar el crecimiento de la producción y mucho menos de la productividad. En lugar de hacer fácil el camino, había requerimientos de permiso para todo: para importar y para exportar. Hasta para invertir.

A pesar de la crisis y de la severa recesión que experimentaba el país, las restricciones persistían. Había una empresa que fabricaba estufas a un precio y calidad que eran competitivos. Sin embargo, los productos que salían de la planta tenían un defecto que los hacía inviables para la exportación: el esmalte con que se terminaba el mueble no resistía el calor. El esmalte representaba alrededor del 10% del valor de la estufa, pero sin ese terminado quedaba fuera del mercado de exportación. Por más que la empresa acudió a la burocracia para que le permitiera importar la pintura idónea con las divisas que la propia empresa generaría con sus exportaciones, la respuesta siempre fue no. De hecho, fueron tantas las respuestas negativas que, poco a poco, acabaron provocando que los reformadores avanzaran dentro del gabinete presidencial. La oposición a cualquier cambio fue tan abrumadora (y absurda), que la apertura resultante fue mucho mayor de lo que sus propios promotores habían imaginado factible en aquel momento.

Los obstáculos eran enormes, pero poco a poco se fue allanando el camino. Algunos temas tenían que ver con la entonces SECOFI, que era la guarida de los reguladores prohibicionistas. Pero los problemas no se limitaban a los permisos. Obtener la devolución del IVA para que los exportadores pudieran competir requirió un enorme esfuerzo por parte de Hacienda, siempre sospechosa de cualquier posibilidad de éxito. Sin embargo, al final se fueron resolviendo los escollos a la exportación de los bienes manufacturados. Aunque la apertura no fue tan amplia como los críticos suponen (porque persisten monopolios en servicios y sectores que no tienen que competir porque son regulados), la realidad es que México se convirtió en una potencia manufacturera y hoy somos un país hiper competitivo en varios sectores extraordinariamente exitosos.

La situación de los servicios hoy se parece mucho a lo que ocurría con las manufacturas en los ochenta: todo conspira en contra de la exportación, todo son obstáculos. La apertura de los ochenta se limitó a los bienes y no incluyó a los servicios, donde algunos países, particularmente India, han logrado tasas espectaculares de crecimiento. En contraste con las manufacturas, los servicios ofrecen oportunidades mucho más vastas para un enorme número de mexicanos. Mientras que las manufacturas se concentran en empresas cada vez más sofisticadas, típicamente grandes (y sus proveedores), los servicios dependen, en muchos casos, de personas organizadas. Es decir, en el ámbito de los servicios sería posible imaginar nuevas oportunidades por parte de empresas pequeñas y medianas donde no se requieren inversiones monumentales de entrada. Ahí hay una gran oportunidad para miles o millones de nuevos empresarios potenciales.

El caso de India es ilustrativo. En unos cuantos años, India ha logrado exportar los más variados servicios, empleando a millones de hindúes. Algunos, como los centros de llamadas que utilizan sobre todo bancos, empresas de tarjetas de crédito y sistemas de reservación, emplean a miles de personas, pero también hay otros más especializados: contadores, lectores de radiografías, servicios administrativos, asesoría en la instalación o manejo de aparatos, computadoras y demás. En India unas cuantas líneas de negocios han empleado a millones de personas y han transformado la balanza de pagos de ese país.

México tiene dos retos frente a sí. Uno es relativamente sencillo, aunque eso no quiere decir que la burocracia aduanal, fiscal, laboral, etc. lo hará fácil: allanar el camino para que sea posible ampliar el mundo de servicios para exportación, lo cual requerirá de cambios en regulaciones y leyes a fin de generar las condiciones necesarias de flexibilidad, sobre todo fiscal y laboral, que son anatema para la burocracia y quienes se benefician del statu quo. El otro reto consiste en liberalizar y someter a la competencia a los servicios que ya existen en el país y que son los temas que se rehúyen todos los días: telefonía, energía, electricidad y, ojalá algún día, la burocracia misma. Si queremos tener servicios competitivos, es necesario generar el entorno que les permita serlo.

La manufactura ha demostrado su potencial. Ahora es tiempo de hacer lo mismo con los servicios.

 

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Confianza

Luis Rubio

Hace no mucho se publicó en una revista que las autoridades de una población alemana se iban a abocar a realizar pruebas de ADN a todos los perros registrados para determinar cuáles de los propietarios de esos animales estaban ignorando el reglamento de recoger sus heces de la vía pública. Los alemanes tienen certeza, e instrumentos, para determinar dónde está el mal porque parten de un principio de confianza. Cuando se trata de los problemas de pobreza, empleo y crecimiento en México, las teorías abundan pero las soluciones son siempre inadecuadas. Peor, no se reconoce que sin confianza es imposible resolver el resto.

Desde el fin de la segunda guerra mundial y bajo el amparo de la CEPAL, entidad de la ONU dedicada al desarrollo de América Latina, el gobierno mexicano se dedicó a promover el crecimiento de la economía por medio de la inversión pública. La teoría era que la inversión privada seguía a la pública, de tal suerte que si el gobierno electrificaba una región o construía una carretera, las empresas comenzarían a construir fábricas y servicios que se traducirían en generación de riqueza, empleos, crecimiento y menor pobreza. El experimento fue muy exitoso y permitió que la economía mexicana creciera a niveles elevados por varias décadas. Lo que pocas veces se aprecia es que la inversión no fue lo único que aportó el gobierno. Acompañando a la inversión venía una concepción de la función pública que luego desapareció: el gobierno entendía que tenía que crear condiciones físicas (infraestructura) pero también políticas para que prosperara la inversión privada. Esas condiciones políticas, que los empresarios llaman confianza, son lo más importante para el funcionamiento de una economía.

En esa era del desarrollo económico el gobierno incorporaba a personas con experiencia empresarial o, al menos, con la sensibilidad necesaria para conferirle certidumbre al empresario. El gobierno había logrado construir un andamiaje institucional que garantizaba la estabilidad política y mantenía claridad y permanencia en las reglas del juego que hacían funcionar a la economía. Se trataba, hoy lo podemos evaluar con toda claridad, de un sistema autoritario que lograba la estabilidad no por la fortaleza de las instituciones, sino por la estructura de controles que lo caracterizaban. Sin embargo, desde la perspectiva de un empresario, el sistema garantizaba permanencia de las reglas (al menos por un sexenio) y eso generaba la confianza necesaria para invertir. El resultado era crecimiento económico y generación de empleo.

Las cosas cambiaron en los setenta por dos razones. Una, la principal, fue un relevo generacional en el gobierno. La otra fue un cambio en la estructura de la economía. El ritmo de crecimiento de la economía comenzó a disminuir porque las exportaciones de materias primas y granos dejaron de ser suficientes para importar insumos industriales, lo que exigía un cambio estructural importante. El problema fue que quienes decidieron la naturaleza del cambio estructural no entendían al empresariado, al inversionista ni al empleador: por eso minaron la base de confianza que había funcionado con tanto éxito por décadas y sentaron las bases para los grandes males que nos siguen acompañando.

Hoy, once años después de la primera alternancia política desde la Revolución, está de moda culpar a los panistas de su incompetencia en distintos ámbitos. El inicio de facto de la temporada electoral constituye una oportunidad excepcional para atacar a esos gobiernos y lanzar piedras sin ton ni son. Sin embargo, el problema no radica en los gobiernos recientes, por incompetentes que hayan sido, sino en el legado corporativista que dejaron los gobiernos anteriores y que estos no supieron desmantelar. Más allá de culpas, el problema del país reside en una estructura político-económica que arroja dos males: propicia la informalidad y desincentiva la inversión formal. La suma de los dos se traduce en una economía que crece poco, genera un nivel muy bajo de empleos formales y permanentes y deja a la población en un clima de desasosiego que retroalimenta todo lo demás.

El sistema propicia la informalidad de dos maneras. Por un lado, hace muy onerosa la formalización; por el otro, favorece la permanencia de la informalidad. Me explico: para una persona o familia que inicia un negocio –igual jugos que tortas, reparaciones o puestos de ropa, lo que sea- no tiene el tiempo ni los recursos para registrarse ante el fisco, cumplir los requisitos del IMSS, estar en orden ante las autoridades laborales y satisfacer las interminables declaraciones que exige cada una de esas burocracias, por lo que opta por hacer lo que sabe o puede hacer y nada más. Así nace una empresa informal. En lugar de hacerle la vida fácil para formalizarse, las autoridades la hostigan, haciendo imposible su crecimiento y desarrollo. Al final del día, la informalidad resuelve (mal) un problema de empleo, pero no el del crecimiento. Una vez en la informalidad, es casi imposible formalizarse y mecanismos como el del seguro popular, necesarios y encomiables, pero concebidos esencialmente para quien vive en la informalidad, propician que esas personas permanezcan como están.

Para crecer, el país requiere empresarios que generen riqueza y empleos, requisitos ambos para acabar con la pobreza. La gran pregunta es cómo lograrlo. En la actualidad, desde los setenta aunque con algunos momentos de sol, el país vive en un entorno de incertidumbre y burocratismo que hace poco propicio el ambiente para la inversión privada. Para que ésta prospere se requiere un clima de confianza y certidumbre que haga atractivo asumir el riesgo inherente a iniciar una aventura empresarial. Irónicamente, la inversión prospera más en un clima de competencia y poca, pero efectiva, regulación, que en uno burocratizado y politizado. Digo irónicamente porque muchos empresarios encumbrados prefieren los favores, protección y subsidios que otorga la burocracia, pero lo único que propicia un clima así es empresarios quejosos y perezosos que no crean empleos ni riqueza. México necesita una nueva clase empresarial: aquella que está dispuesta a asumir riesgos y a competir con el resto del mundo. En lugar de culparse, nuestros políticos deberían dedicarse a construir un clima que haga propicia la inversión privada, que atraiga a los empresarios susceptibles de crear riqueza y generar los empleos que al país le urgen. Esto es mucho más difícil de lograrse de lo que suponen quienes se abocan a la retórica maniquea que no hace sino complicar la construcción del entorno de confianza que tanta falta nos hace.

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Dónde el control

Luis Rubio

La escena lo dice todo: un grupo de chinos e hindúes discutiendo sobre el potencial de sus respectivos países para lograr y mantener elevadas tasas de crecimiento por largos periodos para transformar a sus sociedades. Dos naciones que llevan décadas creciendo con celeridad comparan notas y defienden sus formas de ser. La conferencia se acalora en momentos y a veces parece más una confrontación no sólo de dos maneras de hacer, sino de dos formas de ser. Las dos economías han crecido a más del 7% por años (y la china mucho más que eso) y, sin embargo, lo notable es la discusión sobre el potencial de continuidad. Observando el foro me sentí un poco como Cantinflas en aquella película en que, sin darse cuenta,  acaba sentado en una mesa llena de gente desconocida y sólo puede preguntarse a sí mismo «¿y qué hago yo aquí?».

La discusión entre estos estudiosos y académicos asiáticos es por demás interesante, además de reveladora. Pero, sobre todo, arroja muchas enseñanzas para nosotros. Evidentemente, la historia y circunstancias de esas naciones son diferentes a las nuestras, pero no por eso dejan de ofrecer un contraste relevante para nuestro propio proceso. China ha seguido un impulso reformador a ultranza, motivado en buena medida por el temor de su élite política a perder el poder. El crecimiento económico ha satisfecho a su población y eso le ha permitido evitar cambios políticos significativos, situación que le ha llevado a enfrentar cualquier desafío de manera desalmada. No ha habido obstáculo suficientemente grande porque la alternativa a reformar, parecen pensar, entrañaría el derrumbe del gobierno. El caso de India es muy distinto: ahí, un país democrático, la aprobación de cada cambio, por menor que sea, ha requerido discusiones y votos legislativos que en ocasiones parecen tomar una eternidad. Sin embargo, una vez aprobados, gozan de plena legitimidad.

Nuestro caso es peculiar por una razón muy diferente: aún cuando gozó de pleno control, el sistema priista nunca tuvo la disposición a reformar y ahora que vivimos en un contexto democrático no contamos con la capacidad o disposición a hacerlo. Es decir, ni fuimos exitosos cuando tuvimos un sistema similar al chino ni hemos podido serlo con un sistema semejante al hindú. ¿Dónde, me pregunto, está la diferencia medular?

China e India están cambiando a paso acelerado, siguiendo dos caminos radicalmente distintos. Fiel a su historia de control centralizado, de la cual el partido comunista no es más que la más reciente encarnación, China ha logrado construir una estrategia de desarrollo desde la cima del poder. En sentido contrario, India es una nación compleja, caracterizada por centenas de etnias, religiones, tradiciones y partidos políticos que le imprimen dinámicas sociales y políticas muy diversas que han generado un sistema político inexorablemente descentralizado. El control en China yace en el centro, en India en la legitimidad del sistema en su conjunto. En nuestro caso el control se evaporó.

La afirmación que me pareció más poderosa en la discusión fue que el común denominador en ambas sociedades yace en el proceso de descolonización mental que han experimentado. Mientras que por décadas o siglos ambas poblaciones se vieron a sí mismas como víctimas de la explotación por parte de las potencias imperiales, su verdadera transformación yace en la liberación que han logrado sus poblaciones. Los hindúes, afirmó Gurcharan Das, autor de India Liberada, “ya se quitaron de encima la mentalidad colonial y ahora sólo sueñan con ser ricos pero, más importante, están seguros que es posible lograrlo”. Otro expositor describió a Radú como un joven que no quiere aprender ningún idioma excepto “Windows” y sólo le importa saber las 400 palabras clave para poder aprobar el TOEFL, el examen de inglés para quienes quieren ir a estudiar a EUA. Lo más importante: “la generación actual ya no ve al pasado como la era de grandeza, sino al futuro como fuente de oportunidades infinitas”. Al escuchar eso pensé que el día que logremos eso “ya la hicimos”.

Lo interesante de comparar a China e India es que nos ofrecen dos caminos absolutamente distintos. China “tiene orden pero no legalidad porque las leyes siempre emanan del rey”, en tanto que India “tiene demasiadas leyes pero no mucho orden, pero las leyes siempre están por encima del emperador”. Con estas palabras uno de los estudiosos chinos diferenció a esas dos naciones: China tiene una sociedad débil pero un gobierno fuerte, en tanto que lo opuesto caracteriza a la India. El gobierno chino liberó fuerzas y recursos para lograr elevadas tasas de crecimiento, en tanto que el hindú promedio funciona con una mano atada a su espalda por el poder de la burocracia y diversos grupos de interés. Unas cuantas reformas iniciadas en los noventa abrieron oportunidades antes inexistentes que han hecho posibles tasas de crecimiento cercanas al 7% en promedio anual. Uno se pregunta qué pasará el día en que se liberen los hindúes de esas ataduras, porque al ritmo al que van arrasarán con todos los demás…

Evidentemente, México no es igual a ninguna de esas dos naciones, pero ambas ofrecen lecciones que vale la pena entender porque no sólo explican muchas de nuestras limitaciones, sino que nos podrían ayudar a comenzar a enfrentarlas. El modo chino de actuar, a rajatabla, era posible en la era priista porque existía la capacidad de acción y la concentración de poder y recursos que lo hacían teóricamente posible. Sin embargo, nada de eso ocurrió, al menos no después de los sesenta. En lugar de reformar, nuestro camino fue el de retroceder, enquistar intereses y limitar el potencial de desarrollo, exactamente al revés que los chinos. El modelo hindú, si es que así se le puede llamar a la estructura social y política de esa nación, no ha impedido la adopción de reformas o su instrumentación. Lo que ambas naciones sí han tenido es un claro sentido de dirección en la cabeza de sus respectivos gobiernos.

Si hay una lección valiosa del caso hindú esta reside en que el factor medular de cambio reside en el liderazgo: la capacidad de sumar voluntades detrás de un proyecto transformador. En India el cambio ha sido modesto pero radical en sus consecuencias. Ninguna de éstas ha sido mayor que la que ha logrado cambiar las actitudes de la población. Una población deseosa de ganar tiene mucho más probabilidad de lograrlo. Es por eso que nuestro peor enemigo no reside en la parálisis política o legislativa (o, incluso, en las reforma mismas) sino en el pesimismo que ha sobrecogido a la población. En eso los chinos e hindúes tienen mucho que enseñarnos.

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Lección de Japón

Luis Rubio

En La Quinta Montaña, Paulo Coelho afirma que «todas las batallas en la vida sirven para enseñarnos algo, inclusive aquellas que perdemos». Si hay un país del que todo el mundo podría aprender es Japón. Luego de décadas de crecer de manera sistemática, desarrollar tecnologías extraordinarias y enseñarle al mundo nuevas maneras de producir, hace veinte años Japón enfrentó una crisis similar a la que recientemente golpeó al resto del orbe y no parece haber poder podido salir del bache. Durante ese tiempo, el gobierno japonés ha intentado toda clase de estratagemas sin éxito: los japoneses viven muy bien pero su economía sigue deprimida. ¿Habrá ahí lecciones útiles para nosotros? Según Robert Samuelson, el pobre desempeño de la economía japonesa tiene dos causas. Una es el envejecimiento de su población, situación que tiene causas tanto sociales como económicas, ninguna de las cuales es aplicable a nuestras circunstancias. La segunda causa a la que apunta el estudioso es la existencia de una «economía dual»: un sector exportador altamente eficiente (como Toyota y Toshiba) y un mercado interno poco competitivo. Hasta los ochenta, la economía japonesa crecía gracias al impulso de las exportaciones de productos industriales, sobre todo automóviles y aparatos eléctricos y electrónicos: «el 20% de la economía jalaba al restante 80%». La revaluación del yen en los ochenta encareció las exportaciones y propició que muchas de sus fábricas se trasladaran a otros lugares, entre ellos EUA y México. En ausencia del jalón que ejercía la exportación, la economía interna se paralizó. «El sector doméstico permanece artrítico… Japón tiene una de las tasas más bajas de creación de empresas de todos los países industriales. En realidad, los únicos buenos años que ha tenido el sector ocurrieron cuando un yen más débil estimuló a las exportaciones». El gobierno japonés ha elevado el gasto público, invertido en infraestructura, mantenido tasas de interés muy bajas y desarrollado los proyectos de estímulo económico más impresionantes sin resultado alguno. La conclusión a la que llega Samuelson es que para que una economía crezca y genere empleos se requiere de un vigoroso sector privado y eso no se ha dado en Japón. La semejanza con nuestra propia realidad es impactante. En nuestra economía perviven dos mundos contrastantes: el de un sector hiper competitivo y exitoso que exporta, compite con importaciones y se desarrolla como los mejores del mundo, y una economía vieja y anquilosada que a duras penas sobrevive. Los primeros generan riqueza, los segundos viven de las migajas que sobran. La existencia de estos dos mundos en buena medida explica nuestra realidad económica: cuando las exportaciones crecen, como este año, el resto de la economía comienza a funcionar; cuándo las exportaciones declinan, como ocurrió en el 2009, la demanda interna se colapsa. Como en Japón, el 20% jala al 80% restante. Pero ese 20% produce mucho más, a menor precio y de mejor calidad que todo el resto. Las semejanzas con Japón no paran ahí. La razón por la que existen estos dos mundos contratantes tiene que ver con la protección, explícita o implícita, de facto o de jure, que caracteriza al mercado interno. Algunos de los mecanismos de protección son obvios: aranceles, normas o subsidios que permiten que determinados productos no puedan ser importados o que su costo de importación resulte prohibitivo. Los beneficiarios de estos mecanismos están de plácemes, pero lo interesante es que no hay un reconocimiento, ni siquiera entre los propios empresarios, de que la protección a unos implica la desprotección a otros: si un empresario en el mundo del zapato goza de una protección en la fabricación de suelas, sus productos serán más caros que la alternativa, sacando del mercado a todos los demás zapateros. La protección que tanto desean muchos empresarios tiene el efecto de reducir la competitividad de toda la economía. Las empresas y sectores que son exitosos no gozan de protección alguna: por eso son exitosos. Hay otros mecanismos de protección que son quizá más culturales. Cuando yo era niño tenía una responsabilidad en mi casa: con el calor de su uso, algunos focos se pegaban al recipiente de aluminio empotrado en el techo porque el spot estaba mal diseñado. Cada cierto número de meses tenía yo la tarea de romper el foco fundido, remover la rosca con una pinza e instalar uno nuevo. Cuarenta años después me mudé a una casa en la que había los mismos spots y sigo haciendo la misma tarea: la ausencia de competencia hizo que el producto siguiera siendo deficiente. Cuando le pregunté al electricista porqué había instalado esos spots su respuesta fue que eran los que siempre había instalado. El fabricante de esos spots ha visto disminuir sus ventas poco a poco pero, gracias a electricistas como el mío, no enfrenta una competencia mortal. El problema es que las ventas del fabricante disminuyen día a día: en unos cuantos años ya no va a vender nada. En lugar de invertir en nuevos procesos productivos, se quedó atrás. Así está buena parte de la planta productiva nacional. Por supuesto, la gran diferencia entre Japón y México es que los japoneses tienen un extraordinario nivel de vida, su población no crece y tienen todos los satisfactores que pudieran querer. En contraste, nosotros tenemos una población joven, una elevada tasa de desempleo y una economía que produce bienes con frecuencia inferiores a los que se pueden adquirir de importación. Lo impactante de la economía mexicana es que no faltan personas con un extraordinario espíritu emprendedor: la economía informal es prueba contundente de que el mexicano es sumamente «entrón», dispuesto, creativo y «movido». Lo triste es que la economía informal no puede resolver los problemas de desarrollo del país a pesar de emplear a cerca de dos terceras partes de la población económicamente activa. En un estudio reciente* Gordon Hanson concluye que a pesar de que el país ha avanzado en muchos frentes de reforma, algunos factores siguen impidiendo que la economía crezca. Para Hanson, la clave del estancamiento reside en: la persistencia de la informalidad y de los incentivos que la fortalecen; la disfuncionalidad del mercado de crédito; la distorsión en la oferta de bienes no comerciables (como electricidad o comunicaciones); la falta de efectividad de la educación y la vulnerabilidad del sector externo (es decir, las crisis cambiarias). El hecho relevante es que tenemos dos economías y la que es exitosa produce el 80% pero solo emplea al 20%. Imposible progresar si no se resuelve la economía interna. *Why Isn’t Mexico Rich? NBER Working paper 16470, www.cidac.org a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Pacto y democracia

Luis Rubio

En algunos círculos filosóficos hay un viejo debate sobre la eficacia de una antigua forma de ejecución china llamada ling chi, muerte por cientos de pequeños cortes. Cualquiera que sea el efecto del ling chi sobre la política mexicana, nuestro sistema democrático padece de innumerables problemas. Pasamos de un régimen centralizado y semi autoritario a un proceso de formas democráticas pero sin el contenido de una democracia. Hay miles de opiniones sobre la transición mexicana y su devenir: desde los que afirman que la transición concluyó hasta quienes consideran que ésta ni siquiera ha comenzado. Algunas son perspectivas interesadas, motivadas por un mero cálculo político, pero otras, en ambos lados del espectro, reflejan visiones contrastantes que son igualmente respetables. Más que la democracia, las manifestaciones en las naciones árabes de los últimos meses han permitido que florezca una interesante discusión: las preguntas que se hacen quienes opinan, discuten y proponen se refieren a cómo aterrizar un movimiento ciudadano en una democracia consolidada; cómo darle funcionalidad a un sistema político en el que ya no operan los mecanismos históricos de centralización del poder y control de la población; cómo construir el andamiaje institucional que permita la participación de la población y haga efectivas las demandas que precedieron al cambio de régimen. En una palabra, la discusión –tanto en los medios árabes como en los occidentales- se ha concentrado precisamente en el tipo de preguntas que nosotros llevamos décadas discutiendo. Decía Churchill que “la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás”. Lo que Churchill no explicó fue el misterio de cómo se llega al punto en que la democracia efectivamente funcione como sistema de gobierno y mecanismo de representación. Por ejemplo, las elecciones han logrado que las diversas fuerzas políticas estén representadas en los órganos legislativos, lo que no necesariamente implica que la población se sienta representada ni que tengamos un sistema funcional de gobierno. La tensión entre estos dos factores –representatividad y efectividad- yace en el corazón de la democracia. De los muchos textos que leí respecto a los cambios en el mundo árabe, me encontré uno que llamó mi atención porque ofrecía un punto de vista distinto sobre la complejidad democrática. La cita, anónima, es de un diplomático egipcio radicado en una capital occidental que relata su aprendizaje luego de años de vivir fuera de su país. La democracia, dice la cita, “es de hecho una dictadura estricta donde cada ciudadano es su propio dictador. El ciudadano en una democracia se impone a sí mismo una etiqueta estricta: no empujar; no robar; no hostigar a las mujeres; no insultar o hacerle daño a otros; pararse en los semáforos, incluso a las tres de la mañana; no estafar en los negocios; mantener la puerta abierta para la persona que viene detrás de uno; pararse en una cola y no intentar saltarse lugares; no comportarse en formas socialmente inaceptables; y todas las reglas que un ciudadano en una democracia se siente obligado a cumplir sin más. Ese ciudadano cumple las reglas no por temor al régimen, sino por su propia disciplina y la convicción de que cada quien tiene la responsabilidad de hacer su parte para que la sociedad funcione tersamente”*. Desde esta perspectiva, una sociedad democrática se fundamenta no en la coerción sino del auto control de cada ciudadano que, al ser practicado por la sociedad en su conjunto, permite que ésta viva una vida de libertad y confort. Se trata, dice el diplomático, de un pacto no escrito entre todos los ciudadanos de aceptar las reglas de comportamiento en todos los aspectos de la vida: en la calle, al manejar, en la economía, en la política y en la familia. El diplomático afirma que en su país no hay un contrato social: “cada persona hace lo que quiere en cada momento, sin auto control o consideración por los demás, sin sentirse atado ni a las reglas más básicas de conducta. La luz roja en un semáforo es una mera recomendación; la corrupción es la norma; cada quien puede construir lo que quiera y donde quiera; cualquier persona se siente libre de nombrar a sus hijos o familiares para cualquier posición, independientemente de sus habilidades; y el recurso a la violencia contra el débil es ampliamente prevalente. El individuo se siente libre de actuar de acuerdo a sus impulsos y no tiene que rendir cuentas de sus acciones o faltas a nadie”. ¿Suena conocido? La diferencia entre un sistema democrático y participativo y un sistema centralizado y autoritario es evidente. Pero la diferencia crucial, lo que me atrajo al argumento de este diplomático, reside en la forma contrastante en que se comporta el ciudadano. En un entorno democrático, el ciudadano asume su responsabilidad como factor central de funcionamiento del conjunto social, en tanto que en un sistema autoritario o, simplemente, no democrático, el ciudadano no asume responsabilidad alguna. Los ciudadanos responden a las reglas del juego. Cuando las reglas premian la legalidad y penalizan cualquier comportamiento que la viole, la ciudadanía se adapta y las adopta como suyas. En el momento en que hace eso, se consolida eso que el diplomático egipcio llama “dictadura estricta donde cada ciudadano es su propio dictador”. Mientras no existan reglas claras que se cumplen y se hacen cumplir, nos pareceremos más a Egipto que a un país moderno y democrático. Para quienes afirman que la transición mexicana ya se concluyó, queda pendiente el pequeño asunto de la ciudadanía. En alguna medida, esto es análogo a la discusión del huevo y la gallina, pero quizá el fondo sea más simple: mientras la ciudadanía no perciba un cambio fundamental en la naturaleza del gobierno y del sistema en su conjunto, la única diferencia, que no es menor, entre el viejo sistema y el actual es que hay grados mucho más amplios de libertad individual. Lo que falta es un régimen de legalidad. México padece conflictos abiertos y latentes. La ausencia de reglas democráticas que todos los ciudadanos (incluyendo, obviamente, a los partidos y políticos) hagan suyas, como una dictadura auto impuesta, explica en buena medida por qué los conflictos se profundizan en vez de resolverse. La incompleta democracia mexicana se encuentra asediada por quienes demandan efectividad y por quienes están desesperados por soluciones. La buena noticia es que es imposible reconstruir al viejo sistema; la mala es que no hay garantía de que se avance hacia una democracia integral, la dictadura de que hablaba el diplomático egipcio. *Besa Paper No 131   www.cidac.org a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Nuestros vecinos

Luis Rubio

Carl Friedrich, uno de los teóricos políticos más importantes del siglo XX, decía que «ser un americano es un ideal, mientras que ser un francés es un hecho». De acuerdo a Friedrich, la identidad estadounidense se define en términos normativos, mientras que la francesa en términos existenciales. Estas diferencias se traducen en cosmogonías muy distintas que tienen impacto no sólo sobre su propia estructura y organización política y gubernamental, sino también sobre su forma de actuar. Nuestro caso no es distinto. Mucho de lo que hoy caracteriza al debate político norteamericano, tanto respecto a la economía como a su seguridad y fronteras, se deriva de esa perspectiva. La pregunta es cómo podemos beneficiarnos más de la relación bilateral a pesar de estas diferencias.

Como bien observaba Octavio Paz, las diferencias entre los estadounidenses y los mexicanos trascienden lo específico. En sus palabras, «la frontera entre México y EUA es política e histórica, no geográfica». No son las barreras geográficas las que importan, continuaba, sino el cambio de civilización. «Los americanos son hijos de la Reforma y sus orígenes son los del mundo moderno; nosotros somos hijos del imperio español, el campeón de la Contra Reforma, un movimiento que se opuso a la modernidad y fracasó… los americanos sobre valoran el futuro y veneran el cambio; los mexicanos se aferran a la imagen de nuestras pirámides y catedrales, a los valores que percibimos como inmutables y a los símbolos que, como la Virgen de Guadalupe, personifican la permanencia». Como con la observación de Friedrich, el contraste difícilmente podría ser mayor.

Los contrastes no se limitan a los aspectos culturales y filosóficos. La cosmogonía azteca y maya había cuajado siglos antes de que existiera la Unión Americana, incluso en concepto, y eso explica muchas de nuestras desavenencias, pero nada de eso ha impedido que profundicemos la relación ni que hayamos buscado apalancar nuestro desarrollo en una mayor cercanía con aquellos. Lo que no hemos logrado es comprenderlos mejor como principio para una integración más exitosa y benéfica. Nuestro desconocimiento de sus procesos no sólo en el plano comercial y económico, sino sobre todo en la forma de evolucionar de su política interna y, en estos días, en materia presupuestal, es costoso.

En su estudio sobre la política interna de Estados Unidos*, Samuel Huntington afirma que existe un «credo americano»: «en contraste con la mayoría de las sociedades europeas, en Estados Unidos existe y ha existido un amplio consenso respecto a unos valores y creencias políticos básicos». Ese consenso básico permite remontar las diferencias que cotidianamente caracterizan a su frecuentemente agrio proceso político. Es decir, para Huntington la polarización política en EUA es una característica permanente que no debilita su estabilidad porque es producto de su origen y de un sistema político que premia la competencia y la activa participación de todos los intereses particulares. Desde esta perspectiva, la polarización mediática y discursiva que se observa en las contiendas políticas y en las discusiones sobre asuntos de enorme trascendencia, para ellos y para nosotros, como el TLC, o su estrategia presupuestal frente a la crisis económica, es real y profunda, pero no entraña el riesgo de un rompimiento. Eso, decía Seymour Martin Lipset, es una característica medular de la «excepcionalidad americana».

Si uno sigue las controversias respecto a estos temas (y otros estrictamente políticos como aquél de si Obama nació en EU o no), las diferencias no son menores y las posturas por demás ácidas. En el tema comercial, que hoy se puede apreciar en debates relativos a los tratados comerciales con Colombia, Panamá y Corea, el asunto es mucho más mundano y, en casi todos los casos, refleja intereses específicos en terrenos como el sindical y empresarial que suponen saldrían beneficiados o perjudicados de darse una mayor apertura comercial. El tema presupuestal es particularmente llamativo porque su poderío le ha permitido evadir un ajuste fiscal profundo, a la vez que ha mostrado una extraordinaria incapacidad para reconocer sus dilemas y actuar en consecuencia.

El tema fiscal es particularmente preocupante no sólo porque la salud de la economía estadounidense es clave para nuestro crecimiento, sino porque su actitud tiende a fortalecer a los críticos de nuestra estabilidad, de la cual depende la viabilidad de la clase media mexicana. En el terreno fiscal EUA enfrenta déficits de más del 10% de su PIB, cifra que, con la sola excepción de 1982, nunca rebasamos nosotros, ni en la peor de nuestras crisis.

Aquellos desequilibrios fiscales se tradujeron en un colapso instantáneo de la actividad económica y en un inevitable ajuste fiscal para restituir la salud financiera de la economía. Luego de varias crisis, los mexicanos finalmente aprendimos en 1995 que un desequilibrio fiscal no produce nada más que pobreza. No es casualidad que la clase media mexicana haya crecido justo en los momentos de estabilidad económica: en los cincuenta y sesenta y a partir de 1995. Para los estadounidenses su actual crisis no tiene precedente en tiempos modernos, lo que les ha llevado a desvariar, en los dos extremos: tanto por parte de quienes quieren revivir la economía con un gasto exacerbado, como por aquellos que quieren un ajuste fiscal sin impuestos adicionales. Si observaran nuestra experiencia verían que el ajuste es inevitable y que los impuestos no tienen remedio. El problema es que su economía es tan importante para el mundo que han podido transferir muchos de sus costos a otros países (por ejemplo en la forma de un fortalecimiento del peso o del real brasileño) aunque me parece evidente que tarde o temprano pagarán las consecuencias.

No hay nada que nosotros podamos hacer en esas materias y menos porque están tan divididos al respecto. Sin embargo, donde sí hay mucho que podríamos hacer es en cultivar a las poblaciones locales en donde mayor oposición hay a los temas que son vitales para nosotros, sobre todo los comerciales, migratorios y fronterizos en general. Los tiempos de debilidad son tiempos de oportunidad y mucho se puede ganar con un gran despliegue territorial. Eso es exactamente lo que hizo la Secretaría de Economía cuando identificó los productos que serían motivo de sanción por el asunto camionero. Actuar en torno a los principios del «credo americano» y su esencia liberal, individualista, igualitaria y democrática a nivel local podría transformar la relación y los temas centrales para nuestro desarrollo.

*The promise of Disharmony

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Costos y cuentas

Luis Rubio

Myshkin, el héroe de la novela “El Idiota” de Dostoyevsky -erudito, tosco, ingenuo- arriba a una importante fiesta, obsesionado por no romper el jarrón chino a la mitad del salón. Trata de mantener su distancia pero, por más que lo intenta, acaba destrozándolo. El episodio parece una fotografía de la transición política que hemos experimentado. El objetivo era construir una democracia idílica que fomentara el desarrollo del país y la civilidad en la sociedad mexicana. El resultado ha sido la parálisis política, un nivel ascendiente de conflictividad social, encono, pésimo desempeño económico y, para colmo, un pesimismo generalizado. El asunto no es de culpas, sino de la imperiosa necesidad de reconocer que ha habido consecuencias no anticipadas, muchas de ellas graves, con las que hay que lidiar.

Más allá de objetivos o buenas intenciones, el cambio político que hemos experimentado se ha manifestado principalmente en la descentralización del poder. De la otrora poderosísima presidencia pasamos a una nueva realidad política: la de actores, tanto formales como informales, acaparando poder y recursos sin responsabilidad alguna y sin la menor rendición de cuentas. La característica principal de la transición ha sido la transferencia de poder y recursos del gobierno federal y de la presidencia hacia los gobernadores, poderes fácticos y actores de la más diversa índole, todos unidos por el hecho de encontrarse aislados de la ciudadanía, carentes de obligación de rendir cuentas y, para todo fin práctico, sin contrapeso alguno.

Las consecuencias de esta nueva realidad se pueden apreciar en todos los ámbitos, pero son patentes en el patético desempeño económico, la inseguridad pública y la conflictividad que experimentamos de manera permanente. El país ganó con la transición porque desaparecieron las fuentes de abuso sistemático que eran inherentes al gobierno centralizado de antaño y por la pluralidad que ganamos. Sin embargo, los costos no han sido menores y los riesgos incrementales.

Los costos en el ámbito económico han sido extraordinarios. La descentralización del poder, circunstancia que ocurrió de manera creciente a lo largo de las últimas tres décadas y que se precipitó con la derrota del PRI, vino acompañada de la desconcentración de los recursos públicos. En concepto, nadie puede disputar el hecho de que en un sistema democrático los recursos sean ejercidos por los representantes populares y, sin duda, los gobernadores y presidentes municipales son los funcionarios públicos más cercanos a la ciudadanía. El problema es que el concepto no empata con nuestra realidad. Para comenzar, la abrumadora mayoría de los recursos son recaudados por el gobierno federal, no por los gobiernos estatales y municipales; segundo, no existen mecanismos reales, efectivos, de rendición de cuentas sobre el uso de los recursos a nivel de los estados y municipios: ese siempre fue un problema a nivel federal, pero ahora se ha multiplicado. Finalmente, la dispersión de recursos se ha traducido en un gasto mucho menos eficiente e impactante y, por lo tanto, en una menor tasa de crecimiento económico.

Antes, en la era de oro de la centralización de los recursos fiscales, la Secretaría de Hacienda disponía de enormes recursos que aplicaba a proyectos de desarrollo de manera abrumadora. Las llamadas “bolsas”, los recursos que quedaban luego después del gasto corriente (sueldos, rentas, gastos de administración), constituían una enorme porción del erario público y se empleaban para promover el desarrollo regional, esencialmente a través de la construcción de infraestructura. Un año se decidía electrificar el sureste, otro se construía la carretera a Querétaro y otro más se desarrollaba Cancún. El gobierno federal realizaba estudios que comparaban el costo y el beneficio de cada proyecto y generalmente decidía por los que ofrecían el mayor potencial de elevar la tasa general de crecimiento de la economía. La dispersión de recursos, que es la norma en la actualidad, tiene características muy distintas: hoy son muy pocos los gobernadores que realizan estudios de costo y beneficio económico. Más bien, su criterio es el del beneficio personal, electoral y político, usualmente en ese orden. El resultado ha sido mucha mayor corrupción y opacidad (que beneficia a los gobernadores), y un mucho menor crecimiento económico (que es la única forma en que se pueden lograr más empleos para los mexicanos de a pie). Es decir, la población ha perdido en tanto que los políticos han ganado.

La crisis de seguridad es una segunda consecuencia de la descentralización del poder y de los recursos. Con la desconcentración se transfirieron recursos, funciones y responsabilidades que los gobernadores nunca hicieron suyos. Esto no quiere decir que el esquema de seguridad que existía con anterioridad funcionara bien, pero la descentralización tuvo el efecto de destruir lo existente sin que nada lo substituyera, con algunas excepciones menores. El resultado es el caos de seguridad que vivimos, cuya esencia no tiene que ver con el narco propiamente, sino con el hecho de que el crimen organizado pulula por todo el país sin que medie institución policiaca o judicial alguna. De centralismo pasamos a la ausencia de responsabilidad.

No existe mayor acuerdo respecto a cuándo comenzó o en qué consistió la transición política, pero es evidente que las sucesivas reformas electorales entre 1978 y 1996 tuvieron el efecto de favorecer una competencia electoral cada vez más equitativa, hasta que el PRI fue derrotado en las urnas. Si el objetivo de la transición era derrotar al PRI, la transición se cumplió. Si por transición queremos decir el inicio de un país moderno, más igualitario y civilizado, la transición ha sido un desastre. Basta leer los diarios o escuchar los noticieros para observar un país cada vez más enconado y en conflicto consigo mismo. El problema yace precisamente en que la transición se limitó a lo electoral, dejando todo lo demás al azar.

La gran pregunta es cómo corregir la situación actual. Si uno observa a países similares que han sido exitosos, como Sudáfrica y Brasil, lo que nos urge es proyecto y liderazgo. La transición debió ser una apuesta institucional pero no fue más que una colección de buenas intenciones y mucha arrogancia. Ahora hay que lidiar con las consecuencias. En alguna ocasión Montesquieu afirmó que “no hay tiranía mas cruel que la que se perpetúa en nombre de la ley y de la justicia”. En México tenemos que comenzar por erradicar la tiranía del exceso, el abuso y la no rendición de cuentas para que pueda comenzar el reino de la ley.

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Interés público

Luis Rubio

En la mitología griega, Pandora, la primera mujer de la tierra, le fue presentada a Epimeteo como venganza porque su hermano Prometeo se había robado el fuego. Pandora encontró en su nueva casa una ánfora en la que se alojaban todos los males y las desgracias humanas. Llena de curiosidad, Pandora abrió la ánfora dejando salir todas las maldades. Lo único que quedó fue la esperanza. En días recientes, con su resolución en materia de la interconexión y COFETEL, la Suprema Corte dejó salir muchos males, condenándonos a confiar, porque no hay más, en que la Corte sabía lo que hacía y en que no se habrá creado un fatídico precedente.

Aunque, como ha sido su costumbre reciente, la Corte no entró en el fondo del asunto, en su resolución sobre las tarifas de interconexión emitidas por la COFETEL abrió una verdadera caja de Pandora no sobre el tema inmediatamente relevante, sino respecto a lo que es el interés público. Voy por partes.

El voto reciente de la SCJN niega la posibilidad de obtener la suspensión en un amparo tratándose de resoluciones sobre tarifas de interconexión emitidas por la COFETEL. La Corte decidió que no procede la suspensión en amparos relacionados con resoluciones del ente regulador, lo cual tiene enormes implicaciones para las empresas directamente involucradas, pero sobre todo para el consumidor. El razonamiento que llevó a los ministros a concluir de esta manera es el siguiente: primero, las tarifas de interconexión son «de interés público»; y, segundo, las empresas involucradas son concesionarias, es decir, usufructúan un bien público.

A primera vista, tal como se ha interpretado en la prensa, la resolución tuvo el efecto benigno de cancelarle a TELMEX la oportunidad de impedir el funcionamiento de la COFETEL como entidad reguladora a través de una estrategia fundamentada en la interposición sistemática e infinita de amparos. Protegiendo su interés, TELMEX lleva años haciendo precisamente eso, lo que ha evitado que el órgano regulador imponga sus regulaciones (algunas buenas, otras malas) sobre los actores en el mercado de las telecomunicaciones. En el tema específico, si la COFETEL efectivamente reduce el costo de interconexión, el mercado adquiriría un enorme dinamismo. Hasta aquí todo bien.

Sin embargo, una revisión más cuidadosa del contenido de la resolución revela un profundo descuido por parte de algunos de los ministros respecto a las implicaciones y trascendencia de su fallo. En primer lugar, como apuntó la ministra Margarita Luna Ramos (quien no estuvo de acuerdo con el contenido de la resolución y votó contra la mayoría), todas las leyes contienen una expresión de «interés público» que los legisladores incluyen como ingrediente rutinario. Desde esta perspectiva, negar las suspensiones en juicios de amparo en todos los temas y materias en que se arguye el interés público implicaría destruir la protección que a los particulares otorga el derecho de amparo ¡en todas las leyes! En otras palabras, al no entrar en el fondo del asunto, la Corte se limitó a una resolución que no sólo atañe al tema específico, sino que creó un precedente de dimensiones galácticas para cualquier otro tema que llegase a presentarse.

El otro elemento esgrimido por la Corte es igualmente preocupante. Dada nuestra estructura constitucional y la forma en que concibe a la propiedad privada, un sinnúmero de actividades económicas se administran no como propiedad de particulares sino como concesiones del gobierno a los particulares. Hay concesiones en puertos, aeropuertos, carreteras, telecomunicaciones, radio, televisión y minas. Con su resolución, la Corte estableció el precedente de que se puede llegar a negar la suspensión ante actos de autoridad para cualquier empresa privada concesionaria. Este principio cambia toda la concepción de la relación entre los particulares y el Estado. Nada menos.

El propósito del Estado de derecho es el de proteger al ciudadano en lo individual de la acción arbitraria del Estado. Según Hayek, en su esencia, el Estado de derecho implica «que el gobierno en todas sus acciones se encuentra sujeto a reglas fijas y anunciadas de antemano -reglas que hacen posible prever con suficiente certeza la forma como la autoridad usará sus poderes coercibles en determinadas circunstancias». Esta resolución de la Corte le confiere al Estado herramientas para poder cancelar cualquier concesión. Eso es precisamente lo que ha hecho Hugo Chávez en Venezuela en los últimos años.

Un gobierno con inclinación como la del venezolano podría, gracias a esta jurisprudencia, llevar a la quiebra a cualquier empresa concesionaria para luego nacionalizarla. El mecanismo no sería muy difícil de imaginar: primero establece una tarifa exageradamente elevada, lo que correspondería a un costo incremental para la empresa respectiva, o una tarifa ridículamente baja, que corresponda a un ingreso tan bajo que acaba matando a la empresa. Por supuesto, el concesionario afectado podría ampararse y, con el tiempo, ganar el juicio de amparo y demostrar que la resolución administrativa fue injusta o que no se apegó a los términos de la concesión. Pero, como hemos podido ver en el caso de Venezuela, el triunfo en muchos de estos casos sería pírrico porque estos asuntos llevan años y, para cuando llegan a la Corte, la mayoría de las empresas ya habría quebrado. Cuando un gobierno se empeña (recordemos a los setenta en nuestro país), el potencial destructor es interminable.

Lo evidente es lo flagrante de la contradicción inherente entre el tema inmediato (conceder o no la suspensión) y el asunto de fondo (¿qué es el interés público?). En la medida en que la Corte se limitó a deliberar sobre el asunto inmediato, abrió una enorme caja de Pandora sobre asuntos de mucha mayor trascendencia. En una palabra, le otorgó al gobierno un poder expropiatorio por la puerta de atrás.

Los asuntos directamente relacionados con la idoneidad de las tarifas de interconexión se resolverán por sus propios caminos. Sin embargo, esta manía de los miembros de la SCJN de no entrar al fondo de los asuntos quizá les facilite la vida y evite resoluciones muy controvertidas. Sin embargo, el costo para la sociedad y para el desarrollo de la economía puede acabar siendo prohibitivo por el precedente que sientan. Más importante, no entrar al fondo de los asuntos implica que la Corte abdica su función como corte constitucional, dejando que el conflicto, o la ley del más fuerte, resuelva por sí solo.

John Locke, un filósofo inglés del siglo XVII, afirmó que «donde quiera que acaba la ley, allí comienza la tiranía». La Corte nos acaba de poner un poco más cerca de esa posibilidad.

 

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Entrones

Luis Rubio

Se respira un aire de éxito y de oportunidad y hasta el más modesto de los ciudadanos habla del futuro. La pregunta es qué sustenta ese optimismo tan flagrante. Brasil impresiona por la actitud de su población y porque se han creído la posibilidad del desarrollo a pesar de los obstáculos que le impone su impenetrable burocracia, la deteriorada infraestructura y la existencia de oligopolios en un mercado tras otro. Lo que más me impresionó en una reciente visita fue lo “entrones” que son y la forma en que no se dejan intimidar por las condiciones adversas: en lugar de quejarse, ven cómo le hacen para ser exitosos. El contraste con México es impactante, pero no por su estrategia de desarrollo sino por la actitud de su gente.

La explicación más obvia de su éxito reciente reside en dos circunstancias: un entorno predecible, producto de un conjunto de reformas serias aunque relativamente modestas, pero sobre todo de la continuidad en la política económica. El presidente Cardoso llevó a cabo las reformas en los noventa y el presidente Lula las continuó sin alterar el curso: la retórica cambió pero el camino se mantuvo. Por otro lado, los brasileños han contado con el excepcional liderazgo de dos presidentes, sobre todo del segundo. Lula transformó a Brasil no sólo por su decisión de mantener el rumbo sino porque, al no cambiarlo ni implantar medidas radicales, consolidó las instituciones democráticas. Además, privilegió el futuro sobre los problemas cotidianos y convenció a la población. Actitud y liderazgo hicieron magia.

País interesante, grande y diverso, con distancias enormes, carece de una infraestructura ferroviaria, lo que satura a las carreteras de camiones de carga. El comercio exterior padece de pésimos puertos y conexiones al interior. Las exportaciones más exitosas –carne, granos y minerales- funcionan porque su producción se encuentra cerca de la costa.

La pregunta obvia para un visitante mexicano es qué han hecho ellos que sea distinto, que les ha dado la fortaleza que hoy presumen. Sin duda, la diferencia reside en su actitud y el liderazgo, pues en términos estructurales hay más mito que realización. El gobierno brasileño recauda mucho más que el mexicano (la mayoría de la diferencia son impuestos locales) pero su gasto no es muy encomiable: más dinero no ha hecho sino promover y hacer posibles proyectos faraónicos como su capital y su política industrial.

El gran proyecto de Lula fue financiar a las familias más pobres con un programa similar a Oportunidades que contribuyó (igual que aquí) a que varios millones de personas se incorporaran a los circuitos de consumo: su objetivo explícito fue crear una sociedad de clase media. Lo que Lula no abandonó fue la promoción de la industria local: el gobierno ha financiado la expansión de muchas empresas por el sólo hecho de ser brasileñas. El gran tema es quién y cómo se ha pagado esto. La respuesta es muy simple: los impuestos tan elevados le generan fondos suficientes para toda clase de proyectos pero lo hace a costa de la población. Un automóvil Corolla, que en México cuesta $256 mil, para los brasileños tiene un costo de $524 mil. No hay comida gratuita.

Ahí yace la diferencia principal: en los ochenta México optó por colocar al consumidor como el beneficiario y objetivo de la política económica mientras que el brasileño privilegia al empresario. De ese enfoque  estratégico se deriva todo el resto: el gobierno de ese país hace todo lo posible por fortalecer la capitalización de sus empresas, elevar su rentabilidad y protegerlas de la competencia. Eso no implica que el país esté cerrado a las importaciones, sino que su objetivo central reside en la construcción de una economía dirigida desde el gobierno. El resultado es que los consumidores tienen acceso a productos mucho más costosos y de menor calidad que los mexicanos. Algún día Brasil liberalizará su mercado y eso entrañará un severo ajuste por el que nosotros ya pasamos. Mucho de la historia está todavía por escribirse.

En contraste con Brasil, que ha sido consistente en su estrategia económica, nosotros hemos ido dando tumbos: una cosa se abre, otra se cierra. No hay consistencia, no hay sentido de dirección: no nos hemos atrevido a llevar el modelo ciudadano a la política, los monopolios y los privilegios. La ausencia de estrategia y de liderazgo explica en buena medida las diferentes percepciones que tenemos respecto al futuro.

Hay otra diferencia sustantiva. Aunque los números de homicidios como porcentaje de la población son peores en Brasil, la realidad es que se trata de dos fenómenos distintos. Brasil enfrenta un enorme problema de criminalidad en algunas ciudades, comenzando por Río de Janeiro, pero no es un problema que se extiende día a día como ocurre en nuestro país. Más importante los brasileños se han empeñado en construir capacidad policiaca y han optado por formas «creativas» de enfrentar sus males, como el hecho de llevar el mundial de futbol y las olimpiadas precisamente a Río, ambos proyectos concebidos, al menos en parte, como medios para limpiar zonas saturadas de delincuentes y transformar a la región.

Quizá la pregunta importante sea si México podría hacer algo similar, es decir, fortalecer al gobierno como factor de desarrollo y proteger y subsidiar a la planta productiva. El mercado interno de Brasil es mucho mayor al mexicano, lo que le da una relativa ventaja; sin embargo, la verdadera diferencia reside en que Brasil ha tenido una enorme fuente de financiamiento -sus exportaciones a China- que le ha permitido toda clase de proyectos (y excesos) a través del gasto. Además, los fondos que lograron obtener para el desarrollo de los nuevos campos petroleros le procurará enormes flujos de dinero que, empleados inteligentemente, podrían hacer maravillas. Nosotros también hemos estado ahí: muchos recursos petroleros pero poca realización de largo plazo. El problema, allá y aquí, reside en la forma en que se emplea el dinero. Cuando cambien las condiciones externas, Brasil tendrá que realizar un gran ajuste fiscal: aunque tienen gran claridad de rumbo, no es obvio que vayan a ser más exitosos que nosotros.

México y Brasil optaron por distintos modos de interacción con el resto del mundo; sin embargo, nada garantiza que su modelo sea superior al nuestro. Lo que es claro es que el éxito reside en qué tan idónea es la estrategia para lograr el desarrollo: ninguno ha encontrado la piedra filosofal. Por todo ello, la diferencia fundamental es de enfoque y de visión: allá tienen optimismo de sobra. Un poco de buen liderazgo con claridad de rumbo aquí también podría hacer magia.

 

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Dialogar ¿qué?

Luis Rubio

La de Sicilia comenzó como una marcha de padres dolidos, víctimas justificadamente indignadas por la violencia que acosa a la sociedad. No había más agenda que la de expresar y testimoniar la angustia y el sufrimiento ante el peor dolor que un padre puede padecer. Buscaba exigir respuestas de la autoridad: la instancia responsable en un país civilizado. Pero ahí no ha quedado. Diversos factores han convertido a esa marcha en un nuevo factor político que igual podría morirse que transformar la realidad política nacional.

Dos circunstancias explican el viraje. La primera es que, poco a poco, la marcha se convirtió en un imán que ha ido atrayendo toda clase de grupos, intereses y causas cuyo único común denominador es su oposición al gobierno de Felipe Calderón. Entre las organizaciones presentes había miembros del SME, macheteros de Atenco, huelguistas de la UNAM y otras organizaciones, grupos y partidos. La dispersión de peticiones lo dice todo: cambio de política económica, democratización de los medios, remoción del Secretario de Seguridad Pública, legalización de las drogas, alto a la guerra, reconstrucción de las instituciones públicas y reforma política. Cada una de estos planteamientos tiene su lógica y base de apoyo, pero el conjunto sugiere al menos dos cosas: que la sociedad efectivamente está harta del desquiciamiento de la vida cotidiana y de la violencia; y que hay organizaciones que siempre están prestas para aprovechar cualquier oportunidad para hacer leña de árbol caído. Importante notar que para los marchistas los narcos y los criminales no son problema.

La otra circunstancia que explica el viraje es que, seguramente sin proponérselo, el presidente convirtió a la marcha en un interlocutor válido: al dirigir su mensaje a sus reclamos le dio vida a un potencial movimiento, cambiando su naturaleza. La marcha dejó de ser una de las miles de manifestaciones que pululan las calles para adquirir, al menos en potencia, las dimensiones de un movimiento político. Lo que queda ahora es anticipar y especular sobre las posibles consecuencias.

Este no es el primer movimiento espontáneo que adquiere fuerza y potencia. Tampoco será el último. Lo que lo hace concebiblemente distinto es la combinación de factores que lo impulsan. Es interesante notar cómo se asemeja a la marcha blanca de 2004 que, si no otra cosa, tuvo el efecto de perderle a López Obrador millones de votos por su arrogancia al tildarla de «complot». En lugar de mostrar comprensión ante la esencia del reclamo -el dolor de quienes han perdido lo más querido-, la autoridad, entonces y ahora, responde con tecnicismos y desprecio. El río revuelto siempre es riesgoso para el statu quo.

¿Será ésta una oportunidad para el gobierno? Según Fukuyama en su nuevo libro*, las guerras que experimentó China en su historia fueron obligando a conformar un sistema de gobierno sumando a los distintos estados, monarcas y líderes para darle forma a lo que acabó siendo un Estado nacional. Las necesidades de la guerra impusieron el imperativo de la unidad, en tanto que las de la paz exigieron atención a los asuntos mundanos como el del cobro de impuestos, el registro de la población y la creación de estructuras administrativas para responder a los compromisos adquiridos. Me pregunto si será ésta la oportunidad para que el gobierno comience a tejer una estructura de seguridad a nivel de todo el país, privilegiando lo conspicuamente ausente en los reclamos de la marcha (y en las acciones del gobierno federal en estos cinco años): gobiernos y policías locales competentes, capaces de darle la seguridad a la población que el viejo sistema (que todo lo centralizaba) no le daba y que los narcos (que todo lo controlan) le han robado.

¿Será ésta una oportunidad para la ciudadanía? Muchas voces, en la marcha y en la prensa, han ido avanzando la idea de la oportunidad que esta circunstancia representa para la construcción de un gran pacto ciudadano susceptible de exigirle al gobierno, y a quienes compitan en la próxima elección, un plan para el fin de la impunidad y el esclarecimiento de los asesinatos y secuestros. Es una gran oportunidad de retar a los tres niveles de gobierno y a los legisladores: ¿cuál es su propuesta para salir del hoyo?

Una marcha como ésta aglutina a mucha gente y a muchas causas. Su atractivo reside en dos cosas muy evidentes: la desesperación de la población y la incapacidad o indisposición del gobierno por explicar, mucho menos convencer, de la lógica de su estrategia contra el narco. Después de cuarenta mil muertos, la afirmación de García Luna en el sentido en que el gobierno ganaría en siete años quizá se convirtió en el detonador de la desazón ciudadana. Otros siete años sin explicación alguna. Lo que siga dependerá de la habilidad del gobierno por desarticular el potencial movimiento que sin darse cuenta activó.

Como en todos los movimientos, la pureza no es lo que conduce al triunfo. Javier Sicilia era claramente un hombre pacífico dedicado a sus quehaceres y causas hasta que la violencia tocó su puerta. Ahora se encuentra al frente de una marcha que igual adquiere fuerza que se desintegra. Su devenir dependerá, por una parte, de la capacidad que tengan los activistas que se han incrustado en su seno por manipular el proceso sin perder la aureola de la esencia original: el dolor de las víctimas y el agravio generalizado de la sociedad, sin lo cual sería imposible atraer ciudadanos y organizaciones de la sociedad civil susceptibles de darle estructura y capacidad de permanencia. Su devenir también dependerá de los aciertos o torpezas que cometa el gobierno y que son los factores que igual le dan oxígeno o una salida a quienes están «hasta la madre» y exigen «ya basta» como a quienes ya encontraron burro y se les antojó el viaje. No me queda duda de que en las próximas semanas esto crecerá o desaparecerá. Lo paradójico es que los profesionales están del lado de los marchistas.

El hartazgo de la sociedad es real y el temor a un colapso por la violencia peor. Lo sorprendente es la incapacidad del gobierno por comprender el brete en que ha colocado a la sociedad: en lugar de encabezar la protesta como parte de su estrategia por la seguridad, se siente agraviado y despechado. Lo que la marcha evidencia es ausencia de soluciones, falta de liderazgo y total incomprensión. La ciudadanía merece una explicación. Es posible que la estrategia gubernamental sea la correcta dadas las circunstancias, pero si no lo entiende así la población el malo de la película será el gobierno. Por eso prendió esta marcha.

*The origins of political order

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