Seguridad ´moderna´

Luis Rubio

En los setenta, cuando los países anglosajones se sentían acosados por los productos japoneses, Charles Tilly publicó un artículo sobre el efecto paradójico de la segunda guerra mundial sobre los países industrializados. El corazón de su argumento era que los países que habían sido devastados al final de la guerra no habían tenido más alternativa que construir una nueva planta industrial. Por su parte, naciones como Inglaterra y Estados Unidos habían experimentado continuidad en su base industrial misma que, veinte años después, evidenciaba rasgos de vejez. La devastación había obligado a construir lo más moderno en tanto que la continuidad había acelerado el envejecimiento económico. Algo así me parece que podría estar ocurriendo en el panorama de la seguridad pública en el país.

Por décadas, la seguridad en el país se procuró por medios informales desde un Estado autoritario que administraba, más que impedía, la criminalidad. En los últimos lustros, las apariencias han cambiado pero las realidades se tornan cada vez más agudas. El caso de la ciudad de México es paradigmático: desde el inicio de los noventa el DF comenzó a experimentar una acusada descomposición en el ámbito de la seguridad. El secuestro cobró dimensiones industriales, el asalto una forma de vida. Las manifestaciones y plantones se convirtieron en el instrumento predilecto del régimen local y la inseguridad crecía sin cesar. Muchos chilangos emigraron a Puebla, Monterrey y otras latitudes en busca de tranquilidad. En los últimos dos o tres años este patrón se ha invertido: ahora la migración interna ha sido hacia la ciudad de México, percibida como más segura que lugares como ciudad Juárez, Tampico, Chihuahua o Monterrey.

La pregunta es si hubo un cambio cualitativo o uno meramente de percepciones: ¿se comenzó a construir un nuevo aparato de seguridad, sujeto a controles democráticos o simplemente se hizo mejor lo que por algunos años se había hecho mal? Mientras los índices de delitos graves en el DF han disminuido, el ascenso de la violencia abierta en diversas zonas del país ha aumentado de manera dramática. Muchos norteños han migrado a la ciudad de México simplemente huyendo de la violencia. Sin embargo, es necesario preguntar si la seguridad en la ciudad de México realmente ha mejorado y, si sí, si es sostenible o meramente producto circunstancial de una administración más eficaz.

El colapso de las instituciones de seguridad en diversas regiones del país es absoluto. En algunos casos, la delincuencia organizada tomó control total; en otros (en ocasiones los mismos) la llegada del ejército liberó a la ciudadanía de autoridades corruptas y policías subordinadas al narco, pero también barrió con mecanismos informales que contribuían a la seguridad en diversos ámbitos de la vida cotidiana, así se tratara de lacras sociales: hay estudios que sugieren que los franeleros evitan el robo de autos y partes, función que debería corresponder a la policía, pero ese es otro asunto. Cuando el ejército ha barrido con todo, incluidos los franeleros, se eleva la criminalidad.

El hecho tangible es que en muchas regiones y ciudades del país desaparecieron los viejos mecanismos de control y seguridad, quedando como tierra de nadie. En cambio, esa discontinuidad no se ha dado en la ciudad de México. Según algunos expertos, en el DF la mera presencia de amplios contingentes policiacos sirve como mecanismos disuasivo de ciertos delitos. No importa, dicen, que se trate de policías ignorantes, mal formados y mal pagados: el sólo hecho de estar ahí satisface una función importante.

Igual de cierto es que en el DF persisten muchos mecanismos del viejo estilo de control social, utilización de la intervención telefónica, cooptación y manipulación de la criminalidad. El conjunto arroja un resultado palpable: la percepción de menor inseguridad en el DF podría ser extraordinariamente precaria porque se sustenta en mecanismos incompatibles con un régimen de participación democrática. No es casual que la democracia siga tan acotada…

En un excelente artículo en Nexos de enero, Joaquín Villalobos argumenta que el viejo modelo de seguridad se ha colapsado y que se requiere una transformación radical. Lo que antes funcionó para administrar una criminalidad modesta y poco amenazante, dice Villalobos, se ha colapsado porque se sustentaba en pilares enclenques que no son sostenibles frente al crimen organizado y su enorme poder corruptor y de violencia. «Muchas de las tesis que se oponen a confrontar al crimen organizado intentan encontrar caminos para volver pacíficos a los criminales, en vez de fortalecer al Estado para que controle a los delincuentes».

Esto me retrotrae al planteamiento inicial. En lugares como Tamaulipas o ciudad Juárez no hay nada que preservar de los antiguos mecanismos dedicados a la seguridad. En esos lugares, como en Alemania o Japón al final de la guerra, hay que comenzar de cero. Si sus autoridades tienen visión y capacidad, harían bien en abocarse a construir sistemas modernos de seguridad, compatibles con un régimen democrático de control ciudadano y sustentados en una policía educada, bien pagada y que se gana el respeto de la ciudadanía en su actuar cotidiano. Esto no es algo imposible o inconcebible. Aunque modesto, el programa que Querétaro ha construido en ese sentido es muestra de que es posible cambiar y desarrollar algo muy distinto.

La ciudad de México corre el riesgo de asemejarse a Inglaterra y EU en el ejemplo de Tilly. Como las cosas no están tan mal, para qué moverle. Algo funciona, mejor dejémoslo en paz. Aprovechemos los activos existentes (muchos policías, mucho espionaje ilegal y algo de eficiencia judicial) y con eso ya la hicimos. Preservar el modelo de seguridad del DF simplemente porque es menos malo que el del resto del país constituiría no sólo una enorme oportunidad perdida, sino la posibilidad de que el sistema de seguridad acabe igualmente colapsado.

La vieja estrategia de cooptación, control y administración del crimen empataba perfectamente con un sistema político vertical en cuyo corazón se encontraba el cacique mayor. Aun con todas las imperfecciones del régimen político actual, ese sistema es incompatible y contraproducente y será incrementalmente disfuncional. El gran reto consiste en construir un Estado moderno que le rinda cuentas al ciudadano. En el ámbito de la seguridad eso implicaría una transformación cabal de las policías, del sistema de procuración de justicia y de la manera de entender la relación gobierno-ciudadano. Poner la casa en orden es tarea central e indispensable.

 

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Contradicciones

Luis Rubio

La Biblioteca de Babel, una de las obras más provocadoras de Borges, no es una historia racional. El universo que construye, la biblioteca misma, no es algo lógico: saturado de contradicciones e inconsistencias, en el que hay vida sin comida y niños que nacen sin que haya mujeres. Sin embargo, hay una cierta lógica en el panorama aunque no sea la que un Aristóteles o un Bertrand Russell hubierandeseado: todos los libros se encuentra en alguno de los estantes, aunque no sea claro dónde. Es decir, aunque parezca una locura, hay un cierto método en el esquema que construye el gran autor argentino. Yo quisiera pensar que algo parecido ocurre con la estructura de regulaciones con la que se pretende gobernar a la economía mexicana.

El problema es que se requiere más fe que evidencia para creerlo. Sólo para ilustrar, en los últimos meses se procesaron dos iniciativas de ley que conducen a dos modelos de país absolutamente opuestos: en uno, en la ley de competencia, se propone combatir la colusión y las prácticas monopólicas. En el otro, la iniciativa relativa a asociaciones público-privadas, se proponen esquemas de colaboración entre empresas y el sector público para desarrollar proyectos sobre todo de infraestructura. Por un lado se combate la colaboración, por otra se propicia. Muchos dirán que no necesariamente hay contradicción entre un concepto y el otro, y quizá tendrían razón, pero no hay duda que existe una confusión conceptual en la conducción de la política económica. Si uno ve hacia atrás, muchos de los problemas de competencia se remontan a la forma en que el gobierno conducía la política industrial hasta los setenta y a los pactos para derrotar la inflación de los ochenta. En ambas instancias, el gobierno promovió la activa comunicación entre empresas para lograr sus cambiantes objetivos.

El tema de fondo no es el modelo que existe o que se adopte, sino el hecho de que vivimos en un mar de contradicciones que inexorablemente tiene el efecto de generar confusión, abrir espacios para la violación de algunas regulaciones y, al final del día, de disminuir la inversión total. En un sentido, las regulaciones que existen entrañan contradicciones que hacen imposible que una empresa o inversionista tenga certeza del marco regulatorio que es relevante para su proyecto, lo que disuade la inversión. Por el lado negativo, una empresa puede aprovechar las diferencias, contradicciones y rendijas que quedan entre una regulación y otra para hacer su agosto.

Además, un esquema de regulación saturado de contradicciones abre oportunidades para que las comisiones responsables de hacer cumplir cada una de ellas abuse o sea excesivamente cauta: en un caso porque facilita las cruzadas personales, producto de intereses, ignorancia o motivaciones diversas; y, en el otro, porque las contradicciones la paralizan.Es decir, por donde uno le busque, lo que hoy tenemos no contribuye a un nivel mayor de inversión, una economía con más competencia interna o una mayor claridad de rumbo respecto al desarrollo del país.

En adición a las regulaciones que emanan de las leyes y decretos presidenciales, cada una de las comisiones encargadas de regulación –telecomunicaciones, COFETEL; competencia, COFECO, y energía, CRE-sigue su propia lógica, en parte derivada de la ley que la vio nacer, pero también producto de las personas que, como presidentes o miembros de sus consejos, le han ido dando forma. Si uno se sale del entorno estrictamente económico, lo mismo es cierto de otras instancias de regulación como el IFE (elecciones) o el IFAI (transparencia). En todos los casos, la lógica que llevó a la creación y desarrollo de estos instrumentos siguió una dinámica legislativa propia: en algunos casos saturada de disputas, pero en otros siguiendo la lógica de un funcionario que pensó a su manera, distinta a la de otros que también estaban desarrollando mecanismos de regulación. El hecho es que el entorno legal y de regulación no es consistente y está lleno de incoherencias y contradicciones.

Cada uno de los comisionados o integrantes de los consejos de estas entidades está convencido de la bondad del instrumento que representa. Cada uno de ellos cree que su función es la de cumplir con el mandato -explícito o implícito, o como lo entienda cada uno de ellos- que norma la existencia de la entidad, independientemente de lo que pudiera ocurrir en otras instancias. Esa lógica borgiana quizá tenga algún sentido, pero constituye una enorme y permanente fuente de incertidumbre para los empresarios e inversionistas potenciales.

El caso me recuerda un poco lo que ocurría con el gasto público hace unos treinta o cuarenta años. A lo largo de los setenta, los gobiernos de la docena trágica se dedicaron a incrementar el gasto (y las regulaciones) como si no hubiera restricción alguna. Se crearon programas y fideicomisos, nuevas secretarías y entidades gubernamentales, todos ellos respondiendo a alguna brillante (y cambiante) idea del presidente en turno. Poco tiempo después el gasto público se había exacerbado, el desorden era mayúsculo, el déficit se había disparado y la inflación crecía sin cesar. Todo esto disuadía la inversión hasta que acabó paralizando a la economía.

La solución terminó siendo un esfuerzo multifacético dentro del gobierno dedicado a racionalizar lo que existía, recortar lo innecesario y reforzar lo básico. Es decir, al amparo de lo que se conoció como la “comisión gasto financiamiento”, representantes de las diversas secretarías e instancias gubernamentales se abocaron a (implícitamente) definir las funciones gubernamentales y enfocar sus esfuerzos y recursos hacia las prioridades que se identificaron. El instrumento permitió retornar a la estabilidad financiera, acabar con la inflación y, a la larga, sentar las bases para el crecimiento de la economía y del desarrollo de la clase media.

Algo similar urge en el ámbito regulatorio: ver el bosque en lugar de cada uno de los árboles, definir prioridades y un sentido de dirección y dejar de ver los detalles de cada cosa para que las diversas instancias de regulación permitan, en conjunto, una mayor racionalidad gubernamental. En el camino, sería igualmente deseable fortalecer la institucionalidad de estas entidades con mecanismos tanto internos como externos de contrapeso y supervisión.

Las contradicciones son una fuente interminable de oportunidades para los escritores de ficción como Borges, pero una pesadilla para quienes no aspiran a más que crear una empresa y abrirse oportunidades en la vida. Los primeros nos deleitan, pero son los segundos los que nos dan de comer.

 

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Muchas apuestas

  Luis Rubio

En “Los Hermanos Caradura”, luego de que Jake (Belushi) la dejó vestida y alborotada frente al altar y con una comida para 300 invitados, su ex prometida le grita “¡me traicionaste!”. “No”, dice él, ahora acorralado junto a Elwood (Akroyd). “De verdad. Se me acabó la gasolina, se me poncho la llanta, no tuve suficiente dinero para el taxi. Mi smoking no regresó de la tintorería. Un viejo amigo me vino a visitar de fuera. Alguien se robó mi coche.  Hubo un terremoto. Una terrible inundación. Langostas. NO FUE MI CULPA, TE LO JURO”. Así parece este inicio de año electoral. Puras excusas para lo que no se ha hecho.

Los años de elecciones son siempre el punto más vulnerable de cualquier sistema político. La transmisión de las riendas del gobierno entraña todo un conjunto de procesos, actores y decisiones, cada uno de los cuales puede generar conflicto a la menor provocación. Así, por ejemplo, no es casualidad que prácticamente todas nuestras crisis recientes –políticas o financieras, del 68 al 2006- hayan ocurrido precisamente en esos tiempos. Se trata de un momento (de meses) en el que la administración saliente ya no controla todas las instancias del gobierno y la nueva todavía no entra en funciones.

El fenómeno es prácticamente universal, aunque se agudiza en naciones con estructuras institucionales débiles, donde todo el personal clave cambia de la noche a la mañana, es decir, donde no hay un servicio profesional de carrera que hace funcionar al gobierno en las buenas y en las malas, con los políticos o sin ellos. En algunos casos, como ocurrió en Argentina hace unos años, un nuevo gobierno entró en funciones antes de su fecha legal para evitar un deterioro todavía mayor.

Los riesgos de discontinuidad son enormes porque todo el personal del aparato político ya está en otra cosa. Los legisladores -que en un sistema político más representativo estarían cerca de los electores, buscando la reelección- desde abril ya estarán concentrados en su siguiente chamba. Los funcionarios federales estarán en lo suyo cuando mucho hasta la elección y luego comenzarán a ver qué otras posibilidades existen. El hecho es que el país estará concentrado, en el mejor de los casos, en el futuro. La pregunta es quién estará en la cocina asegurándose que no falte lo esencial.

En un país institucionalizado no habría necesidad de preocuparse por estos asuntos, pero ese no es nuestro caso. En Inglaterra puede haber gobierno en funciones o no, pero la burocracia funciona sin cesar: los profesionales son permanentes y lo único que cambia es el ministro cuya responsabilidad es de línea estratégica, no de operación cotidiana. Lo mismo sucede en Francia: país más ruidoso que el anterior pero con una burocracia que funciona como reloj.

En nuestro caso, prácticamente ninguna de las últimas sucesiones recientes ha sido libre de conflicto. A pesar del levantamiento zapatista y los asesinatos políticos, en 1994 apenas la libramos y, con todo, acabamos en una profunda crisis financiera. En 2000 la libramos sólo porque ganó el candidato políticamente correcto o, de otra forma, porque perdió el PRI. En 2006 experimentamos el conflicto político más agudo desde 1968. La gran pregunta es cuál será el devenir de este año.

Los procesos políticos dependen de las reglas del juego, de la capacidad de los actores gubernamentales de hacerlas valer y del comportamiento de los actores en lo individual. Cuando todo juega en la dirección de la estabilidad (reglas del juego claras y percibidas como legítimas; un gobierno eficaz y razonablemente imparcial; y actores serios y comprometidos que no perciben alternativa más que la legal), tenemos un escenario como el que ocurrió en EUA en 2000 cuando la disputa por los votos se limitó a lo legal y todo mundo se cuadró en el instante en que la Suprema Corte de ese país rindió su veredicto. El extremo contrario serían casos como el de Costa de Marfil, donde por meses coexistieron dos gobernantes en un entorno de violencia permanente. Cada quien decidirá dónde estamos en relación a ese continuo, pero es evidente que nuestras debilidades son enormes.

Para comenzar, las reglas del juego son nuevas, han sido disputadas por todos los involucrados y la autoridad electoral no siempre tiene claro cómo proceder y no goza de un respeto amplio por parte de los contendientes. En segundo lugar, la presidencia de la República se ha distinguido más por su actitud partidista que por el ejercicio de la función elemental de mantener el orden, garantizar la paz y ejercer sus facultades de manera imparcial. Finalmente, entre los actores clave de esta contienda hay de todo: desde la institucionalidad más íntegra hasta la irreverencia más consumada. Con esos burros habrá que arar.

El devenir de este año seguramente dependerá, además del comportamiento de los candidatos y sus partidos, de tres factores centrales: la forma en que se conduzca el presidente y su equipo cercano, la manera en que se administren los indicadores macroeconómicos clave y el actuar de las autoridades electorales. Cada uno de estos factores podría igual garantizar la tersura del proceso que hacerlo explotar.

Los candidatos seguirán su lógica y no se le puede pedir peras al olmo. Pero los dos factores cruciales serán el gobierno y las autoridades electorales. El gobierno se ha distinguido más por su preocupación de quién gana que por el funcionamiento óptimo del país y ha permitido que su equipo, en lugar de concentrarse en su responsabilidad, intente sesgar los resultados. Quedan las mermadas autoridades electorales, en cuyos hombros queda una administración inteligente de un proceso complejo que requiere la flexibilidad que la ley no aporta pero que la realidad exige.

Todos los presidentes, de antes y de ahora, creen que tienen las riendas del país en sus manos. Cincuenta años de evidencia muestran lo contrario: nadie puede imponer un resultado electoral en la actualidad y el potencial de conflicto es infinito. Los presidentes también creen que pueden manipular los procesos políticos a su antojo. Esto último es parcialmente cierto al inicio de un sexenio, cuando se comienza la construcción de un proyecto. Cinco años después la situación es muy distinta: todo está enfocado al futuro y los instrumentos y capacidades de la administración saliente se erosionan cada segundo. A estas alturas lo único que queda es intentar un final feliz.  Los mexicanos sabemos que los riesgos son enormes y lo único que podemos esperar es que cada uno de los responsables del proceso contribuya a un final lo menos infeliz posible…

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Sociedad ¿abierta?

Luis Rubio

Desde Platón, la idea de una sociedad abierta entraña transparencia, capacidad de respuesta y un gobierno tolerante y respetuoso de la ciudadanía. Karl Popper amplió, desarrolló y acotó el concepto con sus observaciones a lo largo del siglo XX. Para él lo crucial no era la calidad del gobierno sino la capacidad de la ciudadanía de impedir que éste abusara de ella o se perpetuara en el poder. Así, la pretensión de establecer una sociedad abierta, con transparencia y rendición de cuentas,parecería mucho más optimista de lo que Popper creía posible. En un país que todavía no ha logrado acercarse a ese nivel de civilización, quizá la pregunta relevante sea qué pasa cuando, a pesar de las apariencias, todo conspira contra la apertura y la transparencia, incluso por muchos de quienes la demandan de manera constante y sistemática.

El atractivo de vivir en una sociedad abierta es enorme. Pero elprimer obstáculo que México enfrenta en este sentido es que el nuestro es un país en buena medida insular y ensimismado, sobre todo entre sus élites. El contraste entre la clase política, los altos empresarios y la intelectualidad con el ciudadano común y corriente se puede apreciar de manera tajante en la migración, factor que evidencia contundentemente como la ciudadanía “de a pie” es infinitamente más cosmopolita que su contraparte más ilustrada. Mientras que un mexicano de Oaxaca que emigró en los últimos años a Nueva York sin papeles y viviendo en un entorno de incertidumbre laboral, económica y jurídica entiende el funcionamiento del mercado porque lo vive de manera cotidiana, mucho del empresariado, la intelectualidad y los políticos rechazan sus virtudes de entrada. La contraposición difícilmente podría ser mayor.

Pero esa es nuestra realidad. La mexicana es una sociedad menos abierta y transparente de lo que con frecuencia se presume y muchos de los mecanismos de interacción social se definen más por su naturaleza de estancos que por su funcionamiento institucional. Recojo algunos ejemplos de naturaleza diversa.

En un insigne, provocador, inteligente e ingenioso artículo intitulado “Kafkacyt”, publicado hace más de treinta años, Ruy Pérez Tamayo argumentaba que la institución creada para la promoción de la ciencia y el aprendizaje era no más que un bodrio burocrático dedicado a patrocinar grupos de interés para el sistema político o proyectos cuyo valor científico lo evaluaban personas ignorantes del tema. Décadas después, en regulaciones de adopción reciente, Conacytsigue sin patrocinar estudios de maestría en el exterior para diversas disciplinas bajo el criterio de que en México ya las hay. Todos los que hemos estudiado fuera sabemos que el mayor valor de hacerlo reside no en los grandes aprendizajes científicos, técnicos o teóricos, sino en la experiencia de vivir bajo otro esquema educativo, cultural y social. El mayor valor que adquiere un estudiante que sale de su país es la perspectiva cosmopolita que, por definición, nunca podría adquirir si se quedara. Esa es la razón por la que gobiernos como el coreano, chino y brasileño se desviven por encontrar espacios -en las decenas de miles- para sus jóvenes en Europa o EUA. Nosotros queremos que estudien en Tuxtla. No deberían sorprendernos los resultados.

Otro ejemplo: cientos de instituciones públicas anualmente patrocinan diversas encuestas, sobre todo en el sector salud. Aunque utilizan recursos públicos, tratan las encuestas como si fueran privadas: sólo ellos tienen acceso. En una sociedad abierta, todo lo que es patrocinado en el ámbito científico por quienes pagamos impuestos es público. Pero la lógica patrimonialista es implacable: los fondos públicos se consideran privados y se utilizan para beneficio no del país sino de los individuos involucrados. No muy abierto, transparente o cosmopolita.

En el ámbito de la administración urbana el fenómeno es ubicuo: el gobierno no es responsable de nada. Un vehículo puede sufrir un grave percance por la existencia de hoyos en las calles, ausencia de alumbrado o señalamiento. Si se tratara de una situación excepcional, nadie se preocuparía. Pero tratándose de un país que a veces parece más una colección de baches unidos por pavimento que de calles debidamente cuidadas, el tema es serio. ¿Cuántos vehículos han sufrido desperfectos, roturas de la suspensión o de sus llantas en las calles de las principales ciudades? Seguro miles. Sin embargo, nadie es responsable. Al no haber responsabilidad, no hay incentivo alguno para evitar percances, cuidar las obras o administrar debidamente. Si extendiéramos el tema hacia los cambios berrinchudos de regulaciones y otros mecanismos burocráticos, el tema se ampliaría a toda la administración pública, a todos niveles. No hay transparencia y la capacidad de respuesta, o interés por tenerla, es por demás escasa.

Las leyes y regulaciones están diseñadas para beneficio particular, lo que niega la calidad de sociedad abierta. La ley electoral es uno de esos ejemplos que ilustran todo lo que no debe ser porque no puede ser. La noción de legislar la apertura y civilidad es una belleza, pero una imposibilidad política. Aunque sus promotores la defienden a capa y espada, la ley no ha hecho sino esconder lo que realmente ocurre: se ha convertido en un incentivo, en un mecanismo promotor de la simulación y la violación sistemática de la propia ley. Además, la noción de que se puede decretar el buen y civilizado comportamiento de los políticos en campaña es de una ingenuidad que ni siquiera merece comentario. Lo que seguro no logra es hacer más abierta, transparente o civilizada a la sociedad mexicana. Para eso habría que ir en sentido contrario: liberalizar, darle poder a la ciudadanía (y no a la burocracia) y forzar a los políticos a rendir cuentas efectivas.

El asunto de fondo reside en que el país no ha experimentado lo que técnicamente se llama un cambio de régimen o, al menos, un cambio de paradigma. Además de llevar décadas administrando los problemas en lugar de resolverlos, el objetivo esencial de nuestro sistema de gobierno (de cualquier color o partido) es el de preservar a los herederos de la revolución y sus socios en los otros partidos en el poder.

Lo que México requiere es la consolidación de una sociedad abierta que sólo es posible a través de un cambio de régimen. Cualquier partido lo puede promover, pero no lo podrá lograr quien busque el poder simplemente para seguir gozándolo: se requiere un nuevo sistema de gobierno. Ese es el verdadero desafío para el país en los próximos años. De otra forma, más de lo mismo (con cualquier partido) no es solución.

 

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Huevo y gallina

Luis Rubio

La perspectiva que uno toma sobre los asuntos públicos determina la forma de actuar. Joseph de Maistre, un estratega y crítico de la Revolución Francesa al final del siglo XVIII, escribió que «la opinión es tan poderosa que puede alterar la naturaleza de un mismo evento e incluso darle dos nombres distintos, sin mayor razón o justificación que un capricho. Un general comanda a sus tropas entre dos ejércitos enemigos y le escribe a su rey: ‘Dividí al enemigo, él ha perdido’. Su contrincante le escribe a su rey: ‘Se puso entre dos fuegos, está perdido’. ¿Cuál de los dos está en lo cierto? El que sea atrapado por la fría diosa del miedo: Es la imaginación, no la realidad, la que pierde batallas».

En México vivimos una guerra de perspectivas, visiones y opiniones. Todo se combina para complicar la toma de decisiones y confundir a la sociedad, como si fuera un objetivo expreso. En la medida en que nos acercamos a la justa electoral, el nivel de confusión no podrá sino elevarse. Y hay buenas razones para ello.

Cuando las instituciones son fuertes y limitan el ámbito de acción -es decir, restringen el poder efectivo- de quien ocupa la presidencia, la persona del presidente se torna importante pero no crucial. De esta forma, independientemente de las diferencias naturales entre partidos y candidatos, ningún inglés o canadiense percibe que su país va a morir o vivir como resultado de una elección.

Lo contrario es cierto en naciones con instituciones débiles, donde la persona que ocupa la presidencia tiene un impacto descomunal sobre el devenir de su país. Basta contrastar el resultado de la gestión de Hugo Chávez en Venezuela con la de Luis Ignacio Lula da Silva en Brasil para hacer evidente el resultado. La persona importa.

El país enfrenta desafíos fundamentales que tendrán que ser atendidos en los próximos años. Los problemas de seguridad, crecimiento y estabilidad política requerirán respuestas que ya no admiten mayor evasión. Quien ocupe la presidencia tendrá que actuar innovando. La pregunta evidente es quién logrará la transformación necesaria sin afectar, más bien consolidando, los derechos de la ciudadanía. Todo esto sin provocar una crisis financiera en el camino. La fortaleza intrínseca y claridad de rumbo de quien resulte presidente será trascendental.

En 2010, en el momento en que Inglaterra se acercaba a su elección de primer ministro, la revista TheEconomistplanteaba una interrogante sobre los contendientes: ¿quién tendrá las habilidades para resolver y eliminar los obstáculos que impiden el desarrollo de la economía? Su conclusión: algunos candidatos entendían el reto pero no tenían las habilidades o tenían un planteamiento inadecuado de solución, y viceversa: algunos contaban con la visión o las habilidades pero no tenían el diagnóstico correcto.

Tomando esa perspectiva, en los últimos años se ha afianzado la noción de que México está sobre diagnosticado, que se conocen todos los problemas y que bastaría que el congreso se pusiera de acuerdo para salir del hoyo sin más. Yo discrepo. Si bien es evidente que los problemas que enfrenta el país son bastante claros, no me parece obvio que exista un consenso sobre las causas de los mismos y, por lo tanto, es imposible que las propuestas de solución sean todas idóneas. Además, somos muy dados a mezclar causas con síntomas.

En términos nominales, los problemas que enfrenta el país son bastante evidentes y se refieren, en buena medida, a impedimentos al crecimiento de la economía y a la disfuncionalidad del sistema político. La combinación ha creado el espacio en el cual hemos experimentado un pobre desempeño económico, una abultada economía informal, la crisis de seguridad y el permanente golpeteo político.

Las propuestas de solución para estos males son muchas y muy diversas, pero no todas responden a las causas y no todas son igualmente susceptibles de resolver el problema de fondo. Sólo para ilustrar, entre las propuesta para enfrentar el problema del crecimiento que están en la mesa sobresalen dos que ilustran formas contrastantes de concebir el problema. Unos proponen mayor rectoría del Estado y una participación activa de éste por vía del gasto público como fuente de estímulo para el crecimiento. Otros proponen atacar las causas del problema en el plano microeconómico, es decir, procurando elevar el contenido nacional de las exportaciones para hacer crecer el mercado interno o resolviendo problemas de regulación para formalizar a la economía que hoy vive fuera del marco legal. Se trata de dos perspectivas radicalmente distintas tanto del diagnóstico como del papel del gobierno en la economía.

Un diagnóstico errado puede conducir a estrategias contraproducentes, como vimos tantas veces con las crisis financieras del las décadas pasadas. Por su parte, un diagnóstico acertado puede llevar a la resolución del problema sin aspavientos. ¿Cuál es la diferencia? La diferencia se remite a la solidez de quien toma las decisiones, a su disposición para comprender la complejidad inherente a los problemas que enfrentamos y a su seriedad para separar preferencias e ideologías del análisis relevante.

Es en el entorno político donde quizá se concentra el problema mayor y la principal fuente de contradicciones que, tarde o temprano, se manifiestan en decisiones y acciones que impactan a la economía y otros ámbitos del actuar gubernamental. Para que un sistema político funcione se requiere que todos los actores se sientan partícipes y vean beneficios de participar. El sistema priista resolvió ese problema del poder en los treinta del siglo pasado con una combinación de zanahoria y chicotito: la promesa de acceso al poder y/o a la riqueza para quien se mantuviera leal al sistema y al presidente. Ese sistema se colapsó, dando pie a la era de desencuentros y conflictos que hoy vivimos.

Hoy se requiere construir un arreglo político compatible con una ciudadanía activa, competencia política y democracia. El sistema forjado hace ochenta años dio de sí y tiene que ser reemplazado por un nuevo acuerdo de poder que permita la toma de decisiones y disminuya el incentivo para el conflicto. La paradoja es que, para lograr eso, se requiere gran claridad de visión y capacidad de operación que conduzca a la institucionalización del poder. Es decir, los acuerdos del poder no se dan por ósmosis, sino que son resultado de un liderazgo efectivo que se traduce en capacidad de operación política. Esto no ocurre al revés: la institucionalización es producto de la articulación de acuerdos.

La persona que gane la presidencia importa y más por lo delicado del momento que vivimos.

 

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Víctimas

Luis Rubio

Uno pensaría que las víctimas serían las primeras interesadas en lo que en derecho se llama el «debido proceso». En su esencia, elconcepto implica que los procedimientos que sigue la autoridad judicial en sus pesquisas e investigaciones deben apegarse estrictamente a lo establecido en la ley y no pueden ser injustos, arbitrarios o poco razonables para el individuo que está siendo acusado o investigado. Se trata de una garantía elemental concebida para proteger a una persona que, aunque esté siendo acusada, pudiera ser inocente.

El asunto en cuestión es el tan debatido caso Cassez. En su proyecto de resolución, preparado para su discusión en la Suprema Corte, el ministro Arturo Zaldívar argumenta que las violaciones a los derechos de la inculpada fueron tan vastos que no pueden ser pasados por alto. El planteamiento ha generado un enorme escándalo por parte de las víctimas que, con toda razón, esgrimen que, de aprobarse el planteamiento del ministro, se estarían ignorando sus derechos como víctimas.

En un país caracterizado por tanta violencia e impunidad, es lógico que las víctimas y sus deudos se organicen para exigir atención a sus derechos, asegurar que los culpables paguen por sus delitos y que el Estado responda ante la ola de criminalidad que padece el país. Las víctimas obviamente tienen derechos, comenzando por el de hacer valer su voz en el debate público. Lo que no me parece evidente es que su oposición al proyecto de Zaldívar sea racional o que empate con sus propios objetivos y causas.

Oponerse al debido proceso implica oponerse a la profesionalización del Ministerio Público y de las policías, es decir, a la consolidación del Estado, ente responsable de lo que las víctimas demandan: la seguridad de los ciudadanos. La consolidación del Estado es el prerrequisito para la seguridad pública, el fin de la impunidad, la corrupción y la violencia.

Es la debilidad del Estado -y su naturaleza pre moderna- lo que explica la criminalidad y la impunidad que yacen detrás de la existencia de las víctimas. Un Estado que viola las garantías y derechos de la ciudadanía no es un Estado digno de ese nombre y no es presentable en un contexto internacional del que depende nuestra economía y, en general, nuestra autoestima y prestigio como nación. ¿Con qué cara se puede impugnar la justicia estadounidense en casos como los de mexicanos inculpados allá cuando aquí no se respeta el debido proceso y otros principios elementales de cualquier sistema judicial que se respete?

Desde luego, la perspectiva de las víctimas es que un fallo favorable para el proyecto mencionado implicaría dejar en libertad a la persona en cuestión y, potencialmente, abrir un río de amparos por parte de otros delincuentes que hoy están en prisión. Las víctimas legítimamente se oponen a la liberación de quienes secuestraron, mataron y vejaron a sus parientes o a sí mismos. Nadie puede reprocharles su furia.

La principal objeción de las víctimas es que el proyecto de Zaldívar las ignora. Mi impresión es que, en su enfoque, el ministro no las ignora sino que se dirige hacia la causa del problema de criminalidad que generó esas víctimas: la debilidad del Estado, en este caso del Ministerio Público. La falta de respeto a los procedimientos -al debido proceso- dice implícitamente el postulante, es una de las causas de nuestra situación actual. Es por esta razón que me parece que la oposición al planteamiento es producto más de la furia -¿o ánimo de venganza?- que de una reflexión más fría.

Sin embargo lo que está de por medio es fundamental. El debido proceso es uno de los componentes centrales de la civilidad, baluarte del Estado de derecho y de la democracia. Todos los mexicanos sabemos que las violaciones a los procedimientos son cotidianas por parte los Ministerios Públicos y las policías. Ningún país puede llamarse moderno si no se respetan los derechos de los ciudadanos, incluyendo los de los acusados. Un fallo en contra de este principio nos retrotraería a la era neolítica. Un fallo a favor implicaría un cambio radical en los incentivos de las policías y ministerios públicos y abriría la puerta a una nueva era en materia judicial en el país. El asunto no es menor.

La paradoja es que el punto de partida de los activistas y de las víctimas está en que no tienen confianza en las autoridades pero, por otra parte, defienden a muerte los procedimientos a los que éstas llegan. El tema sería risible de no estar involucrado algo tan fundamental.

La falta de confianza en las autoridades es producto de la experiencia. En teoría, las autoridades son responsables de erradicar males endémicos como la corrupción, impunidad, criminalidad y violencia. Históricamente, más allá del ascenso en la criminalidad y violencia en las últimas décadas, nuestros gobiernos, a los tres niveles, jamás han sido especialmente hábiles para combatir estos males. En realidad, los incentivos que nuestro sistema político profería no eran los de un país moderno sino los de un sistema autoritario en el que la autoridad no tenía razón alguna para interesarse en los ciudadanos, excepto cuando protestaban. En otras palabras, las autoridades y gobiernos se ganaron a pulso la desconfianza de la ciudadanía.

Una resolución a favor del debido proceso tendría enormes consecuencias porque generaría incentivos tanto positivos como negativos. Por el lado positivo, forzaría al Ministerio Público y a las policías a reformarse de manera radical. Esa es la razón por la que el proyecto es tan importante. Por otro lado, un fallo en ese sentido generaría incentivos, en el corto plazo, para que todos los malhechores iniciaran procesos de amparo. Es decir, se correría el riesgo de que secuestradores, asesinos, narcotraficantes y otros delincuentes reclamaran el mismo derecho. El costo de haber abandonado la ilegalidad es alto, pero el de seguir por la misma senda sería intolerable.

La pregunta importante es qué queremos como país. Una posibilidad sería persistir en la estrategia del avestruz: pretender que se puede terminar con el mal gobierno y la pésima administración y procuración de la justicia quedándonos donde estamos. La alternativa sería encarar los problemas que se presenten en aras de comenzar a construir un país moderno, civilizado y democrático. El proyecto del ministro Zaldívar constituye un enorme desafío para una nación -tanto la ciudadanía como sus políticos y jueces- que no se ha distinguido por su disposición a enfrentar los problemas que entraña la construcción de un futuro digno. No es poco lo que está de por medio, así sean grandes las consecuencias con las que después habría que lidiar.

 

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¿México vs. Brasil?

Luis Rubio

«El primer principio es que uno no debe engañarse a sí mismo, decía el físico Richard Feynman, y uno es la persona más fácil de engañar». Así parece ser nuestra percepción de Brasil estos días: es más fácil inventar barreras sobre las semejanzas y diferencias que identificar lo relevante y adoptar una estrategia para lidiar con ello.

Sobre Brasil hay muchos mitos y al menos dos dinámicas encontradas. El primero, y más prominente en los medios, es el asunto del comercio bilateral. Ahí se reúnen todos los miedos y falacias que caracterizan a buena parte del sector industrial del país. El otro tiene que ver con la naturaleza de su política económica y sus supuestas virtudes. Engañarse a uno mismo es siempre pernicioso.

Los brasileños hace décadas adoptaron una estrategia económica dedicada a promover un cierto tipo de desarrollo industrial. Desde la era de la CEPAL en la postguerra, promovieron industria pesada, alta tecnología y una base manufacturera local. El modelo entonces adoptado no era radicalmente distinto al nuestro, excepto que ellos, en buena medida por el peso político de su ejército, dedicaron enormes recursos a proyectos como aviación y maquinaria pesada que no eran rentables pero seguían otra lógica. Algunas de sus exportaciones señeras reflejan esa prioridad, pero el costo para llegar ahí ha sido monumental.

Las principales exportaciones brasileñas, muchas de ellas de alta tecnología, tienen que ver con la agricultura y la minería. Su gran éxito de los últimos años se refiere esencialmente al enorme apetito chino por productos minerales, granos y carne. Así como nosotros tenemos una acusada dependencia de la economía estadounidense, ellos la tienen respecto a China. El tiempo dirá si alguna de las dos fue tanto mejor que la otra.

Pero la principal diferencia entre las dos naciones poco tiene que ver con sus exportaciones y mucho que ver con la estrategia. En los ochenta, México decidió abandonar el modelo de desarrollo fundamentado en el subsidio y protección de los productores para privilegiar al consumidor. Esa decisión se fundamentó en la experiencia: en lugar de que las décadas de protección se hubieran traducido en una industria fuerte, pujante y competitiva, la planta productiva mexicana -con muchas excepciones notables- se había anquilosado.

Se puede discutir por qué ocurrió eso o si la apertura fue la respuesta idónea, pero el hecho es que el favoritismo al productor acabó siendo extraordinariamente oneroso para los consumidores que pagábamoselevadísimos precios por productos mediocres.Mucho de la mejoría en el bienestar de la población en estos años tiene que ver con la competencia que introdujeron las importaciones. Hoy tenemos una planta productiva híper competitiva, en conjunto mucho más exitosa que la brasileña. El resultado para el país –no para todas las empresas- ha sido extraordinariamente positivo.

Los brasileños optaron por otro camino. Aunque en años recientes han comenzado a liberalizar las importaciones, su modelo base sigue siendo el mismo: protección, subsidio y privilegio del productor. Así lo muestra el conflicto comercial en materia automotriz que se ha exacerbado recientemente. La decisión de imponerle cuotas a las importaciones de productos mexicanos denota una estrategia industrial menos exitosa de lo aparente y una obvia indisposición a competir.No es casualidad que el producto per cápita de México sea superior al de Brasil.

¿Cuál ha sido la respuesta mexicana? Por parte del gobierno, la propuesta ha sido negociar un tratado comercial bilateral que impida cambios en las reglas del juego. Por parte del sector privado un rechazo absoluto a cualquier negociación. Las razones son conocidas: porque los brasileños abusan, porque hay problemas de seguridad, porque la infraestructura, porque los costos de los insumos… porque no nos da la gana.

Más allá de la retórica, la postura del sector privado mexicano es contradictoria. El argumento principal para rechazar una negociación es que los productos brasileños entran a México sin restricciones en tanto que los mexicanos están vedados en Brasil. Uno pensaría que este argumento sería, o debería ser, la principal razón para procurar un tratado que garantice el acceso de las exportaciones mexicanas a ese país. Si los brasileños cuentan con mecanismos caprichudos de control al comercio, la mejor manera de eliminar ese capricho es negociando un acceso certero y garantizado. En las últimas décadas, los tratados comerciales se han convertido en un instrumento para romper impedimentos al acceso de productos a otros mercados. Si los productos brasileños ya entran al mercado mexicano, nuestro sector privado debería estar ansioso de la consumación de un tratado con Brasil.

El aprendizaje que yo derivo de estas observaciones es que lo que nos hace falta es un gobierno capaz de hacer valer el interés general. En el país hemos acabado confundiendo la democracia con la parálisis. En el ámbito comercial, el interés colectivo y del país debería ser el del consumidor mexicano y el de los exportadores. Para los primeros debe facilitar el comercio y para los segundos debe crear condiciones para que puedan penetrar otros mercados. Paralizar las negociaciones comerciales porque uno o dos productores se oponen (por ejemplo los de chile seco, seguro un producto básico para el funcionamiento de la economía,como ocurrió con Perú) es equivalente a sacrificar a todo el resto de los mexicanos.

Nada de esto niega el derecho de los productores a proteger sus intereses, pero la función del gobierno es la de velar por el interés colectivo. Uno de los principales problemas del país es que el «viejo» sector industrial, ese que se niega a todo, está desvinculado de las exportaciones, lo que lo hace vulnerable a cualquier cambio. Un gobierno en forma debería estar viendo la manera de asegurar que ese sector se someta a la competencia y cuente con las condiciones generales que le permitan funcionar.

Paradójicamente, para que prospere la industria mexicana es necesario dejarla volar, lo que implica desregular, reducir aranceles a la importación y, por supuesto, resolver temas como el de los costos de insumos provistos por el gobierno federal o por oferentes de servicios cuyos precios son superiores alos de otros países. Dicho esto, esos industriales que tanto se quejan deberían estudiar cómo funciona el paraíso brasileño. Si creen que la burocracia mexicana es compleja o que los precios de los insumos y los impuestos son elevados, deberían ver a Brasil: todo lo que aquí ocurre es peccata minuta comparado con lo que hay allá. Tiempo de competir.

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Falsas soluciones

Luis Rubio

¿Será posible que una solución que parece perfecta en concepto no sea más que una quimera? Einstein afirmó que “no podemos resolver un problema empleando la misma manera de pensar que se usó para crear elproblema”. Me parece que en las discusiones sobre cómo enfrentar al narco y al crimen organizado hemos caído en el terreno de las soluciones que parecen perfectas, excepto que ignoran el contexto en el que los problemas existen.

La legalización de las drogas resuelve todos los problemas y lo hace de una manera elegante. Con un acto legislativo se elimina la violencia, se legaliza un negocio que hoy es ilegal y, si tenemos suerte, hasta se eleva la recaudación fiscal. Por sobre todas las cosas, la noción de legalizar permite imaginar un mundo más tranquilo, menos violento y más amable. Imposible combatir tantas virtudes.

El problema, como hubiera dicho Einstein, es que la legalización constituye una forma lineal de pensar: ignora la realidad concreta en que ocurre el fenómeno. Más que nada, ignora las condiciones que serían necesarias para que la legalización pudiera funcionar.

Yo veo dos problemas centrales con la propuesta de legalización: el primero se refiere a la naturaleza del mercado de las drogas; el segundo a nuestra realidad objetiva. Respecto a lo primero, el mercado relevante no es el mexicano sino el estadounidense. Para que la legalización tuviera la posibilidad de surtir el efecto deseado, serían los americanos quienes tendrían que legalizar, pues ese es el mercado que cuenta por tamaño y dinámica regional. Aún así, no es obvio que la legalización como hoy se discute tuviera posibilidad de rendir el resultado que se anticipa, pues la mayoría de quienes propugnan por ella se limitan a la mariguana, es decir, no incluyen otras drogas como la cocaína y las metanfetaminas que son la parte gruesa del negocio que se relaciona con México.

El otro tema es el verdaderamente relevante: nuestro problema no es de drogas sino de falta de Estado. Antes de que la violencia creciera a los niveles actuales, el problema principal no era de narcos sino de crimen organizado (que incluía desde secuestro hasta robo de coches y piratería). El gobierno, a todos los niveles, ha sido incapaz de contenerlo o someterlo. El narco no hizo sino complicar y hacer mucho más grande el reto. Nuestro problema es de falta de capacidad policiaca y judicial. El Estado se quedó chico frente al problema de la seguridad pública.

México nunca ha tenido un sistema policiaco y judicial profesional. Lo que sí tuvo, en buena parte del siglo XX, fue un sistema político autoritario que todo lo controlaba, incluyendo a la criminalidad. En lugar de construir un país moderno, el sistema priista construyó un sistema autoritario que empataba los retos de su tiempo y le confirió al país la estabilidad necesaria para lograr el crecimiento de la economía y la consolidación de una incipiente clase media. No fueron logros menores si comparamos al México de los cuarenta o cincuenta con otras naciones, pero tampoco constituyó la fundación de un país moderno.

Algunos recordarán Los Supermachos, historieta que reflejaba esa época. El jefe de la policía y el presidente municipal eran personajes campechanos que resolvían los problemas como la vida les habían enseñado. Nadie podía acusarlos de ser poco creativos, pero su habilidad se derivaba de la experiencia, no de la existencia de un aparato profesional. Era un mundo rústico y primitivo. Así, exactamente así, era la policía y el poder judicial. No tanto ha cambiado…

Cuando los problemas eran locales y menores, el aparato estatal resultaba adecuado y suficiente para lidiar con ellos. Como con los Supermachos, no es que hubiera una capacidad moderna y ampliamente desarrollada; más bien, ésta era la suficiente para mantener la paz en el país. No era un Estado moderno, sólo uno que funcionaba para lo mínimo requerido.

La gradual erosión del sistema de control político y la eventual derrota del PRI en la presidencia acabaron con la era de administración del crimen y, en una fatídica coincidencia, nos pusieron directamente frente a un conjunto de desafíos –el crimen organizado- para los cuales el país jamás se preparó y, es necesario decirlo, todavía ni siquiera comienza a prepararse. Esto no es de culpas sino de enfrentar la realidad.

El crecimiento de la criminalidad y del narco ocurrió por circunstancias diversas, pero fundamentalmente ajenas a la dinámica interna del país. El crimen organizado fue una respuesta a la demanda reprimida de bienes, en gran medida por parte de las clases medias emergentes, que demandaban satisfactores como los que consumían los más pudientesperosin la capacidad adquisitiva de estos.El crimen organizado, de escala transnacional, empató esa demanda primero con el robo de automóviles y autopartes y luego con productos como dvds y cds, principalmente de origen chino.

El crecimiento del narco respondió en buena medida a cambios ocurridos en otras latitudes: la estructura del mercado estadounidense; el éxito del gobierno colombiano en retomar control de su país; y el cierre que lograron los americanos sobre las rutas caribeñas. Estos tres factores concentraron al narco en México, consolidaron a las mafias mexicanas en el negocio y se convirtieron en un factor de brutal trascendencia en el territorio nacional. A esto vino a sumarse el endurecimiento de la frontera norte luego de septiembre 11, con lo que, súbitamente, el fenómeno adquirió características cada vez más territoriales y menos estrictamente logísticas.

El punto de fondo es que el gobierno no tenía instrumentos ni capacidades para responder ante estos retos. De pronto, a partir del inicio de los noventa, el país comenzó a vivir cambios profundos en su estructura de seguridad que resultaron fatídicos. Primero, un sistema de seguridad primitivo e incompetente, totalmente politizado; segundo, la erosión de los controles tradicionales; y, para colmar el plato, el rápido crecimiento de organizaciones criminales con poderío económico, armamento y disposición a usarlos a cualquier precio.

Legalizar (o «regular») sería una respuesta concebible en un país que cuenta con estructuras policiacas y judiciales fuertes y capaces de establecer y hacer cumplir las reglas. Eso es lo que nos urge a nosotros y ese debe ser el asunto al que se aboque el gobierno en cuerpo y alma. Mientras eso no ocurra, la idea de legalizar continuará limitada a un tema de café, sin ningún viso de realidad. El problema de México es de ausencia de capacidad de Estado: la inseguridad y la violencia son consecuencia de esa carencia, no su causa.

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Excepcionales

Luis Rubio

Alexis de Tocqueville, el famoso pensador y político francés, acuñó la idea de que algunos países podían ser excepcionales, es decir, cualitativamente distintos a todos los demás.  De esa apreciación se han construido grandes mitos. Lo que hace distintiva a una sociedad es la naturaleza de su población, su historia y cultura y su manera de ser. En esta dimensión no existen dos sociedades iguales en el mundo. Pero esto no significa que los seres humanos estemos condenados a ser como fueron nuestros predecesores o que no haya poder en esta tierra capaz de hacernos cambiar.

La democracia, tema que apasionó a de Tocqueville, es un perfecto ejemplo. Por décadas, si no es que siglos, sólo un puñado de naciones podían llamarse democrática; sin embargo, hoy podemos ver cómo la democracia ha logrado arraigo en sociedades tan distintas como la coreana y japonesa, chilena y española, la hindú y la mexicana. Una vez que esas otras sociedades hicieron suyas las estructuras institucionales que son necesarias para que funcione la democracia, ésta comenzó a florecer. Personas que hace algunas décadas rechazaban la posibilidad de que el mexicano pudiera discernir entre candidatos y ejercer su derecho al voto se han visto rebasadas por la devoción con la que la población ha respondido en los comicios.

Somos distintos a otras nacionalidades por los atributos culinarios, culturales, arquitectónicos e históricos que conforman la mexicanidad. Estas características con frecuencia nos hacen sentirnos excepcionales. Sin embargo, el mal entendimiento de estos atributos se ha convertido en un dogma que nos impide mejorar, desarrollar nuestra economía y ser exitosos. Muchos de los intereses más recalcitrantes en el país se han adueñado de la idea de excepcionalidad no porque la crean sino porque su objetivo es el mantenimiento del statu quo y mientras más gente lo acepte como dogma, mejor para ellos. Sentirnos excepcionales es muy bueno para la autoestima, pero pésimo para el desarrollo porque implica que medidas que funcionan en otras sociedades no serían aplicables a México, como el libre comercio, la competencia en el mercado, un buen gobierno, la ausencia de corrupción, un sistema policiaco efectivo o una sociedad más rica.

No somos únicos y excepcionales en el sentido en que no podemos duplicar los éxitos de otros países o adoptar las mejores formas de hacer las cosas. Aceptar lo contrario implicaría negar la libertad que tenemos los seres humanos de transformarnos y desarrollarnos, así como la responsabilidad sobre nuestro propio devenir. Una nación que no se adapta es una nación que acepta que otros –sus políticos, grupos de interés o, como aquí les llamamos, los poderes fácticos- decidan por los ciudadanos. Algunos ven a un partido como la causa de nuestros males, otros culpan a personas en lo individual. La verdad es que somos nosotros, los ciudadanos, quienes hemos cedido nuestro derecho, nuestra libertad, para que otros decidan por nosotros.

El cambio político de los últimos años ha sido enorme y, sin embargo, insuficiente. En la discusión pública, los mexicanos soñamos con una transición “de terciopelo” hacia la democracia, tal y como ocurrió en algunas naciones del este europeo, o por la vía del consenso, como en España. Hoy sabemos, pero quizá no hemos logrado asimilarlo, que esas soluciones elegantes ya no se dieron en nuestro país. Nuestra realidad es la de una sociedad que transitó hacia la democracia pero sin las anclas institucionales y sin la decidida participación de todas las fuerzas políticas, lo que acabó traduciéndose en un gran desencuentro que no permite avanzar: no existen las condiciones necesarias para propiciar entendidos de gran calado entre los actores políticos. Sin embargo, en lugar de procurar el mejor arreglo posible, como han hecho tantas otras sociedades, nos hemos quedado atorados por la nostalgia de la solución ideal. La alternativa sería que en lugar de buscar un acuerdo entre todos los actores, nos enfocáramos en una sola meta: crear riqueza.

Lo que México requiere es una nueva manera de entender su desarrollo, aceptando nuestras características y circunstancias. El camino en el que estamos entrampados hace por demás riesgoso el futuro toda vez que no se están satisfaciendo los requerimientos mínimos de empleo, oportunidades e ingreso que justamente exige la población. Esta realidad nos exige pensar distinto, enfocar nuestros problemas de maneras novedosas. En una palabra: dejar de pretender la perfección que legítimamente anima a muchas de las propuestas de transformación grandiosa para abocarnos a resolver los problemas inmediatos que son urgentes y necesarios. Nada quita que, una vez avanzando, el país encuentre mejores condiciones para construir el andamiaje de una ambiciosa transformación como las que se discuten pero no son factibles en el momento y circunstancias actuales.

El primer apartado que tenemos que resolver no es el de las reformas institucionales que se discuten sino el de la reactivación de la economía. Nuestra economía lleva décadas sin crecer al ritmo de que es capaz, pero sobre todo al que demanda nuestra realidad demográfica y social. Una economía creciente permite atenuar la conflictividad social y contribuye a resolver problemas ancestrales. Esto sólo se puede lograr en la medida en que todos los mexicanos adoptemos el crecimiento económico como el objetivo central de la administración pública y, en función de eso, se dediquen todos los recursos políticos y legales para que éste se acelere. Así, en lugar de dispersar esfuerzos en un sinnúmero de temas y reformas, abocarnos casi exclusivamente a hacer posible la generación de riqueza, resolviendo problemas que directamente la afecten en los ámbitos político, laboral y regulatorio.

La manera de articular este objetivo es crítica. En una nación plenamente desarrollada e institucionalizada, la discusión se llevaría a cabo esencialmente en el foro legislativo y se tomarían las decisiones pertinentes. En nuestro caso, la situación es muy distinta. México necesita un liderazgo fuerte y efectivo cuyo único interés y objetivo sea el del desarrollo del país. Ese líder se abocaría a forjar los entendidos necesarios, a imponer los acuerdos relevantes y a sumar a la población detrás de una estrategia dedicada enteramente a la transformación económica del país. Nuestra experiencia con liderazgos fuertes en las últimas décadas no es muy buena pero no veo otra manera de lograrlo. Quizá depende de que los ciudadanos estemos dispuestos a permitir que emerja un líder con esas características pero luego supervisarlo como halcones.

Presentación del libro Ganarle a la mediocridad: concentrémonos en crecer.  M.A.Porrua 2012

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Suertudos

Luis Rubio

En ocasiones los mexicanos no nos damos cuenta de lo suertudos que hemos sido. Preocupados por los problemas del entorno y pesimistas de todo, muchas veces no alcanzamos a reconocer que los cambios políticos y económicos de las últimas décadas han sido extraordinariamente tersos.
Cuando uno observa y analiza la lógica de supervivencia de regímenes como el cubano, chino, norcoreano o iraní, es impactante la facilidad con la que se transitó de un régimen con mentalidad de sitio y rechazo del resto del mundo hacia uno integrado en las corrientes mundiales. Tanto así que este año ostentamos la presidencia del G20, las principales naciones del mundo. Pasamos de un mundo de cerrazón casi autárquica a una integración no perfecta pero evidente. Y todo eso sin demasiados aspavientos.

Lamentablemente esa transición no vino acompañada de un cambio de régimen. El PRI perdió el poder en 2000 y no se dio un rompimiento con las viejas estructuras. La separación o divorcio del PRI y la presidencia cambió al país para siempre, pero no se transformaron las instituciones políticas ni se crearon condiciones para que los partidos, comenzando por el propio PRI, se modernizaran y transformaran. Dos sexenios después seguimos enfrentando riesgos de ruptura, poderes fácticos, instituciones disfuncionales y el riesgo de restauración.

La tesitura actual inevitablemente nos retrotrae a los dilemas que se enfrentaron pasada la elección en 2000 y que no acabaron resolviéndose bien. Hoy nos encontramos ante una coyuntura compleja en la que se juega la posibilidad de intentar restaurar el viejo régimen (en dos vertientes, la de los setenta para un partido, la de los sesenta para el otro) o la continuación de una transición que no acaba por cuajar. La verdad, el país no resiste una restauración y ya no funciona con la orientación actual.

Lo que el país requiere es un cambio de régimen. En palabras llanas, un cambio de régimen entraña la reorganización de las instituciones de gobierno a fin de, primero, asegurar que representen al mosaico de agrupaciones y fuerzas políticas que hoy conforman al firmamento y, segundo, ser capaces de tomar decisiones respecto a los desafíos fundamentales que enfrenta el país en todos los ámbitos. Los últimos quince años son testamento de que el arreglo institucional prevaleciente es disfuncional y no responde a las necesidades del país, en tanto que los últimos cincuenta demuestran que no es ni siquiera lógico, ya no digo realista, pensar en la restauración de un gobierno fuerte, centralizado donde el presidente puede imponerle sus preferencias a la sociedad sin transparencia ni rendición de cuentas.

La gran pregunta es quién encabezaría un cambio de régimen y/o que condiciones lo harían posible. Desafortunadamente, hoy ya no existe el factor de unidad, sorpresa y oportunidad que marcó la derrota del PRI en 2000. Las circunstancias y condiciones que hacían del 2000 una oportunidad excepcional para reconformar al sistema político fueron únicas y momentáneas. Desperdiciada la oportunidad, el gran reto ahora es construir condiciones que hagan propicia la transformación que no se logró entonces. En contraste con 2000, hoy domina el encono y la polarización, condiciones que hacen tanto más difícil la consecución de un proceso tan fundamental. Peor, en la medida en que el país no avance aumenta la posibilidad de que experimentemos ese “coletazo” de dinosaurio (o de poder fáctico) del que hasta hoy nos hemos salvado.

El cambio de régimen es crucial porque nuestro país está atorado por la ausencia del dúo clave de una democracia: los pesos y contrapesos. Ya no tenemos el sistema de imposición con el que el país funcionó por tanto tiempo y todavía no hemos logrado consolidar un nuevo sistema que funcione en la realidad nacional e internacional actual. Ese es el reto.

Cada una de las fuerzas políticas ha interpretado la situación actual a su manera y ha concluido con su propio diagnóstico. Tanto el PRI como el PRD nos plantean como solución al problema la reconstrucción del factor central del viejo sistema: la presidencia dominante. Uno, el PRI, lo propone como mecanismo para recobrar la capacidad de tomar decisiones y avanzar en el proceso de desarrollo, en tanto que el otro, el PRD, lo propone como medio para alterar el rumbo de la política económica, reconstruir la capacidad del Estado de conducir la política económica y convertirlo en el factótum del desarrollo. Por lo que toca al PAN, la propuesta consiste en un acuerdo entre las fuerzas políticas para, a partir de ahí, construir nuevas instituciones. Cada partido y candidato responde ante su visión, historia y combinación de fuerzas y debilidades.

Podemos especular sobre lo que haría el candidato que resulte ganador. Sin embargo, el calor de una contienda hace poco redituable semejante ejercicio porque lo que se presenta y argumenta no es, principalmente, una propuesta integral de gobierno, sino lo que el contexto favorece, que no es sino una mezcla de personalidad, ideología y equipos, haciendo muy difícil escudriñar el fondo de las ideas que yacen detrás. Si es que hay ideas a estas alturas.

Más útil en este momento sería discutir la importancia de un cambio de régimen como condición sine qua non para el futuro del país. Pocos países logran acceder a la democracia con un acuerdo político vasto que permita la continuidad en las actividades cotidianas del gobierno mientras se transforman las instituciones. El atractivo de España en este sentido es por ello enorme. Sin embargo, lo común es que se llegue sin plan, sin liderazgo y sin visión. En esa tesitura se encuentran muchas naciones y nosotros no somos excepción.

Pero, como va el dicho, mal de muchos, consuelo de tontos. La única salida de donde estamos es construir la capacidad de Estado que permita renovar al aparato institucional, construir pesos y contrapesos (no sirve sólo uno de los dos componentes: nuestra parálisis es en buena medida producto de que hay sólo funciona la mitad de la ecuación, generándole incertidumbre permanente a todos los participantes, igual ciudadanos que funcionarios, gobernadores y secretarios). La gran pregunta es cómo.

Siempre es posible que un gran liderazgo se ilumine y produzca la unificación que se requiere. Un gran liderazgo –como los de Suárez o Mandela- puede hacer maravillas, pero no es substituto de la construcción de pesos y contrapesos. Es decir, la apuesta de México tiene que ser institucional. El gran tema que tendrán que definir el actual proceso electoral es quién tiene la visión y capacidad para conducir en esa dirección.

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