Reglas y raptores

Qué es primero, leyes adecuadas para que funcione una sociedad o una ciudadanía que las cumpla? El tema no es ocioso; los países exitosos tienen una cosa en común: el hecho de que existen reglas del juego claras para todos los actores sociales, económicos y políticos. En algunas de esas naciones las reglas son autoritarias, en otras liberales, pero existen reglas y se hacen cumplir: en eso da igual si se trata de China o de Inglaterra.

Parte de nuestro legado priista entraña un absoluto desprecio a cualquier regla. Peor, nos acostumbramos a que las reglas existentes sólo se hacen cumplir de manera sesgada y que siempre son susceptibles de cambiar, cuando así le conviene al burócrata del momento o mediante una mordida. Quizá fue esa lógica la que originó la pregunta de Cantinflas al sentarse a jugar dominó: «¿vamos a jugar como caballeros o como lo que somos?».

Lo que no es evidente es si nuestro desprecio por las reglas se deriva de las características de las reglas, del desprecio casi congénito que los ciudadanos parecemos tener por ellas o por la forma en que actúa el gobierno. El asunto no es nuevo, pues la frase famosa de la era colonial -obedezco pero no cumplo- muestra que se trata de un legado ancestral. Sin embargo, dada la importancia crucial que tienen las reglas para el desarrollo, es imperativo dilucidar la naturaleza del fenómeno.

En Polanco hace décadas se debate sobre el tema de los estacionamientos. Gracias al sismo de 1985, la otrora colonia residencial súbitamente se convirtió en una zona comercial. En lugar de casas, en muy pocos años se llenó de edificios multifamiliares. Por más que peleaban las organizaciones de colonos, las autoridades delegacionales autorizaban cada vez más tiendas, restaurantes, hoteles y comercios de todo tipo. Muy pocos de estos contaban con el número de cajones de estacionamiento requeridos. Desde que recuerdo, la solución mágica en cada discusión era: hacer un gran estacionamiento subterráneo debajo del parque. La idea es lógica y tiene todo el sentido del mundo y más porque varios delegados ofrecían construirlo y ya no autorizar más edificios o comercios. A pesar de ello, la oposición de los colonos ha sido sistemática, como si fueran una bola de reaccionarios intolerantes. La lógica del que ahí vive es muy simple y contrasta radicalmente con la de quien «visita» el lugar por tres años como ocurre con los delegados: para el colono la palabra del delegado se la lleva el viento porque no ha habido uno solo que no autorice cada vez más actividad comercial: no hay acuerdo que valga. De construirse el estacionamiento, dicen los colonos, habría justificación para nuevos permisos. En una palabra: no existen reglas confiables que le confieran certidumbre al ciudadano y nadie le cree a la autoridad.

Hace tiempo conocí a un empresario inmobiliario que decidió desarrollar un centro comercial en EUA. Compró el terreno, contrató al arquitecto, obtuvo los permisos respectivos y construyó el proyecto en tiempo record. Acostumbrado a operar un negocio similar en México, sus comentarios eran siempre de lo eficiente que era todo, de la claridad de las reglas y, sobre todo, del hecho que la mayor parte de los trámites se hacían por correo: no perdía el tiempo y no había mordidas. Un par de años después, uno de sus inquilinos le propuso duplicar su espacio, para lo cual llamó al arquitecto, quien diseñó el proyecto respectivo. Tan pronto se completaron los planos se enviaron al gobierno de la ciudad para su aprobación. A la semana recibieron una notificación de rechazo porque no cumplían con la regla relativa al número de estacionamientos respecto a los metros de construcción. El empresario corrió a esa oficina y se encontró con una pared. «Pero son sólo dos espacios de estacionamiento los que faltan de un total de más de cien» reviró el empresario. La respuesta fue igualmente clara: si cumple usted la regla se le autoriza, si no se le rechaza. Punto.

Cuando se discutía la reforma electoral al inicio de los noventa, mi amigo Federico Reyes Heroles emprendió un estudio de las diversas modalidades de legislación existente y de las instituciones relevantes. Como parte de ello visitó las oficinas de la autoridad electoral en Alemania. Resulta que le costó trabajo conseguir una cita para que lo recibieran y, cuando llegó, entendió porqué: se trataba de una oficina administrativa que nunca recibía visitas ni entendía su personal la necesidad de explicar lo que para ellos era obvio: existe una legislación y nosotros no hacemos otra cosa más que instrumentarla. Las reglas son claras y no requieren de un consejo (como el IFE) ni de mayor discusión.

Los tres ejemplos retratan circunstancias que explican la importancia de contar con reglas claras que le confieran certidumbre al ciudadano, al empresario, al partido político y al país en general. Luego de observar a Brasil por algún tiempo, me parece claro que su éxito relativo no tiene tanto que ver con grandes reformas sino con la continuidad de su gobierno que, a pesar de las personalidades contrastantes de sus últimos dos presidentes, Cardoso y Lula, fue casi perfecta. Es decir, 16 años de certidumbre. La claridad y la certeza hacen milagros.

Lo que hace funcionar a un país es la certidumbre de sus procesos. March y Olsen, dos especialistas, dicen que lo que hace funcionar a las instituciones es la manera rutinaria en que la población hace lo que «supuestamente debe hacer». La autoridad, dicen, debe abocarse a provocar patrones estandarizados de acción que no requieran un análisis profundo o decisiones discrecionales. Es decir, se trata de procedimientos definidos de antemano y conocidos por todos y que están diseñados para provocar claridad y certidumbre. Cuando se incorporan poderes discrecionales desaparece la certidumbre porque un burócrata puede cambiar las reglas en cualquier momento. Es en este sentido que, dice Oscar Arias, ex presidente de Costa Rica, «respetar la institucionalidad democrática significa mucho más que votar cada cuatro, cinco o seis años. Significa comprender que hay unas reglas del juego que no admiten excepciones».

Volviendo al inicio, ¿qué es lo primero? Quizá nuestro problema es que llevamos siglos dependiendo de autoridades cambiantes que tienen excesivos poderes y, por lo tanto, son incapaces de conferirle certidumbre a la ciudadanía. Aquí, como en tantos otros ámbitos, el problema es que no ha habido cambio de régimen: seguimos viviendo bajo el esquema del centralismo cuando todo se ha descentralizado. El centralismo murió por inoperante. Ahora tenemos que darle institucionalidad a la realidad.

 

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El abuso de La Moncloa

El gran ausente en la política mexicana es un acuerdo sobre el cómo. A pesar de ello, todo mundo está enfocado en el qué. El Pacto firmando la semana pasada tiene un enorme simbolismo político por tantos años de polarización y no pretendo minimizar su trascendencia. Pero el desencuentro central de la política mexicana reside en el cómo, porque esta carencia impide conducir los asuntos públicos de una manera sana, sensata y para beneficio del desarrollo y de la ciudadanía. Por necesidad, un pacto sobre el qué acaba siendo vago y general, algo inevitable porque no es posible, ni lógico o deseable, pretender un acuerdo detallado sobre objetivos.

La elección presidencial de hace unos meses decidió quien gobernaría al país y con qué programa. El proyecto presentado por el candidato ganador es distinto al de los otros partidos y ese es el que presumiblemente servirá de base para el nuevo gobierno. No tiene por qué haber disputa respecto al hecho de que los objetivos que perseguirá Peña Nieto sean distintos a los que preferirían otros partidos: eso es lo que los electores decidieron. A los otros partidos o a muchos mexicanos nos podrá gustar o no lo que propone, pero la regla del juego -el voto en las elecciones- decidió el programa a seguirse. Es decir, el procedimiento para optar fue el electoral; una vez que los electores tomaron una decisión, lo que sigue es apegarse al resultado y consensar los objetivos tanto como el entorno lo permita y las necesidades de legislación lo requieran.

En una democracia, los procedimientos constituyen la clave de la convivencia pacífica. Los procedimientos sirven para escoger a quien nos gobernará, a quien servirá de contrapeso en el congreso y cómo se vigilará al gobierno para que no abuse. Las reglas del juego que conforman la operación del sistema político son la clave del funcionamiento del país y es ahí donde estamos atorados. Es ahí donde debemos enfocarnos.

Los objetivos comunes siempre son inevitablemente abstractos. Por eso es indispensable acordar procedimientos. De por si, no existe acuerdo respecto a cosas tan elementales como que las elecciones deciden quién nos gobernará o sobre la forma en que se supervisará al gobierno en funciones. En una democracia madura, los actores -partidos, funcionarios, políticos, legisladores- aceptan los procedimientos como sacrosantos y se dedican a competir por sus objetivos y programasen el plano electoral. Pasadas las elecciones, cada quien se apega a la función que le corresponde: unos como gobernantes, otros como contrapeso. Pero en el México de hoy todo mundo quiere gobernar y el gobierno no quiere ser vigilado. Así no es posible avanzar.

Para resolver estos entuertos, es frecuente la invocación de los pactos de La Moncloa como modelo a seguir. El planteamiento es un tanto enigmático porque se le atribuyen características que no fueron las relevantes.

Los pactos de La Moncloa no acordaron «el qué». El tema en la agenda en aquel momento era relativo a precios y salarios, asuntos cruciales pero de menor trascendencia política. La trascendencia de aquella reunión en particular tuvo que ver precisamente con lo que en México no hemos logrado: acuerdos de procedimiento.

En un contexto complejo luego de la muerte del dictador, Adolfo Suárez enfrentaba severos problemas económicos. Además, aunque Franco había dejado una estructura de sucesión de su preferencia, España vivía una enorme efervescencia y expectación política. El resto de Europa avanzaba en su proyecto unificador y España languidecía. En teoría, Adolfo Suárez pudo haber intentado navegar el momento económico y salir adelante con los instrumentos que tenía a su alcance. Sin embargo, su genialidad y grandeza política residió en el hecho de que optó por convocar a todas las fuerzas políticas para unificar al país y establecer un acuerdo sobre los procedimientos que servirían para conducir el futuro de su nación.

Más allá de los temas específicos que se acordaron en aquél día en 1977 (muchos económicos), los dos temas trascendentes fueron, primero, el hecho de que ahí estaban presentes todas las fuerzas políticas y económicas relevantes, desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, los empresarios y los sindicatos. Luego de décadas de exclusión, la presencia de todas esas fuerzas, comenzando por figuras icónicas venidas del exilio como Dolores IbárruriLa Pasionaria y Santiago Carrillo, cambió el contexto nacional. La presencia hablaba por sí misma.

Segundo, de haber pretendido Suárez imponer su visión del mundo, todo el entramado que condujo a esa reunión se habría venido al suelo. Suárez propuso la adopción de un conjunto de temas específicos relativos al momento español (y que fueron aprobados por Las Cortes en los días sucesivos). Pero la clave de los Pactos fue la aceptación implícita de la legalidad franquista mientras se redactaba y adoptaba una nueva constitución. Es decir, se acordó el procedimiento por medio del cual la España heredera del franquismo transitaría hacia una democracia plena. Nadie acordó el contenido de la nueva constitución ni la forma en que se administrarían las empresas del Estado o la forma de concesionar los medios. Esos asuntos serían decisión de un futuro gobierno. Los acuerdos fueron sobre cómo se decidiría y no sobre qué se decidiría. Esa fue la clave de su éxito.

El “Pacto por México” reunió a las principales fuerzas políticas y ese es su enorme valor político. En lo personal, coincido con el contenido y reconozco su trascendencia. Sin embargo, el hecho de que, para lograr el consenso, se tuvieran que eliminar detalles que se encontraban en la propuesta inicial habla por sí mismo. Esto era inevitable porque es lógico que no todos los partidos o sus facciones estén dispuestos a suscribir un pacto. La razón es doble: por una parte, es natural y legítimo que existan diferencias sustantivas entre los partidos y entre los políticos respecto a las políticas públicas y a las reformas. Seria absurdo suponer lo contrario. Por otra parte, en ausencia de un consenso respecto a los procedimientos (la esencia de los Pactos de la Moncloa), cualquier excusa sirve para que afloren pugnas y diferencias que nada tienen que ver con el asunto inmediato.

Los mexicanos elegimos al gobierno que hoy está a cargo y, como ya lo hace, ahora es su responsabilidad negociar sus prioridades con las diversas fuerzas políticas. El conjunto decidirá lo que transita. Mi impresión es que su éxito –y su legado y rentabilidad social y política- serán mucho mayores y perdurables si logra un acuerdo de procedimientos que si pretende una inasible unanimidad de objetivos.

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Hacia dónde

En la novela El cero y el infinito, de Arthur Koestler, el burócrata leal y abnegado Ivanov interroga a Rubachov, un viejo líder revolucionario, arrestado por dudar sobre el destino que ha tomado su país luego del fin de la Revolución. Envalentonado, Rubachov le impugna a Ivanov con una frase lapidaria: «nosotros hicimos historia, ustedes sólo hacen política». Los revolucionarios habían peleado para cambiar la historia y ahora, en la voz de Rubachov, lamentaban el abandono del pueblo. Para Rubachov, la mano de hierro del “Número Uno” sólo se dedicaba a conservar el poder.

¿Qué hacer? La eterna disyuntiva del gobernante.

Nuevo gobierno, ¿nueva realidad? Claramente no. La terca realidad sigue ahí y los problemas no cambian por el hecho de que haya un nuevo gobierno. Una de las cosas que el tiempo enseña es que la realidad es más obstinada que la voluntad de un nuevo gobernante. Un nuevo gobierno puede cambiar las formas, el estilo, los proyectos y sus deseos, pero el contexto –la realidad- permanece.

Al mismo tiempo, un nuevo gobierno siempre tiene la oportunidad de imprimir un nuevo sentido a la política nacional, ejercer un liderazgo efectivo y, con ello, forzar un cambio de actitudes y, eventualmente, de realidad. Parece evidente que en las últimas décadas ha sido mucho más nuestra actitud pesimista y derrotista la que ha congelado el avance que la falta de acción por parte del gobierno. Pero igual de clave es que la acción de gobierno sea la idónea.

Para ejemplificar, parece evidente que la única diferencia relevante entre Brasil y México en las últimas dos décadas ha sido la calidad de su liderazgo. En términos de reformas, cada uno de los dos países avanzó de distintas maneras, en unos temas vamos adelante y en otros atrás, pero en lo sustantivo vamos muy adelante: hay temas centrales de viabilidad económica, por citar lo más relevante, en los que hemos avanzado mucho más. Donde nos dejaron atrás es en la calidad de su liderazgo, que se expresó de dos formas: primero, en la continuidad de políticas públicas a pesar del cambio de personas y partidos en el gobierno. Y, segundo, en la existencia de un liderazgo convincente que hizo posible que Brasil viera el futuro con un optimismo que aquí nos es ajeno. Un liderazgo ilustrado, que no es lo mismo que iluminado (de esos hemos tenido un exceso), hace una enorme diferencia.

Un cambio inteligente hacia adentro puede hacer maravillas, pero no altera el contexto en el que el país tendrá que funcionar y ese contexto no es particularmente benigno en la actualidad. La economía estadounidense comienza a levantar, pero no a un ritmo suficiente como para verla como un factor transformador. La economía europea sigue en problemas y le falta mucho para convertirse en un motor de crecimiento. Sudamérica comienza a vivir los avatares del boom asiático y responde a la vieja usanza: cerrándose y, como avestruz, metiendo la cabeza en la arena. Cuando el motor del crecimiento está fuera del control de un país, como le pasó a Argentina y a Brasil en estos años, las limitaciones internas se magnifican y lo que antes eran ventajas súbitamente se convierten en fardos.

Dado el contexto, ¿qué podemos hacer nosotros? Lo fácil, a la sudamericana, sería cerrarnos y pretender que todo se resolverá sin hacer nada. Muchos empresarios verían con gusto que el gobierno actuara como lo han hecho los brasileños en el caso automotriz o los argentinos en el petrolero. El problema es que el statu quo ni es benigno ni es atractivo. El país tiene que moverse hacia adelante y tiene que romper con los impedimentos –los reales y los auto impuestos- que nos han mantenido casi paralizados por tanto tiempo.

El gran tema hacia adelante tendrá que ser el de vincular a la economía interna con la exportadora. Es decir, elevar radicalmente el contenido nacional de las exportaciones, tal y como hizo Corea a partir de los sesenta y que le permitió acelerar el paso de su desarrollo de manera prodigiosa. La separación entre ambas, producto del proteccionismo que prevalece a pesar de, supuestamente, tener abierta la economía, no ha hecho sino empobrecer a la industria nacional y limitar el crecimiento del empleo y de los ingresos de quienes sí están empleados. Urge crear una industria de proveedores –con empresarios nacionales y extranjeros- que modernice y transforme a la industria nacional, que la saque de su parálisis y que le dé un horizonte de crecimiento y desarrollo que ha estado ausente por tanto tiempo.

Una manera de acelerar ese proceso sería promover la convergencia de intereses entre las tres naciones norteamericanas. La suma y diversidad de capacidades, recursos y ventajas comparativas que existe en la región nos permitiría lograr índices de competitividad frente a Asia y Europa que ninguna de las tres naciones podría lograr por sí misma. Si los estadounidenses no ven la oportunidad, nosotros deberíamos crearla y convencerlos. El potencial de desarrollo económico regional –nuestro principal motor de crecimiento- es infinitamente superior sumando fuerzas que siendo meramente exportadores hacia nuestros vecinos.

A la fecha, el sector exportador –el que paga mejores salarios y sostiene al resto de la economía- emplea solamente a algo así como el 20% de la fuerza laboral industrial. El restante 80% depende de una industria vieja, anquilosada y no competitiva. Inevitablemente, los salarios que produce son también mucho menores y menos permanentes. La pregunta esencial es si el país debe apostar a lo primero o a lo segundo. Los sudamericanos claramente han optado por lo segundo. En consecuencia, su devenir es tan promisorio como el que México veía en 1982.

Es tiempo de pensar en grande, ver hacia adelante y dar los pasos que la realidad exige. Un nuevo gobierno tiene siempre la oportunidad de cambiar la tónica, abrir espacios y convocar a la sociedad a sumarse en una nueva dirección. Eso es lo que convierte a un gobernante en un líder. Pero el tiempo para lograrlo no es infinito.

En su Testamento político, escrito hacia 1640, el cardenal Richelieu sostiene que los problemas del Estado son de dos clases: fáciles o insolubles. Son fáciles cuando han sido previstos. Cuando estallan en la cara, ya son insolubles. El desafío hoy es evitar que los temas clave para el desarrollo se conviertan en insolubles. El problema es que el país ha venido postergando las reformas medulares que impiden romper la parálisis en buena medida porque éstas afectan intereses cercanos al PRI. El verdadero reto del nuevo gobierno será mostrar que tiene la capacidad que todos sus predecesores en los 70 años de gobierno previo no tuvieron.

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Percepción y realidad

En la política dicen que “percepción es realidad”, que no es muy distinto a la aseveración de Reyes Heroles en el sentido de que en política “la forma es fondo”. En este contexto, ¿qué pasa cuando la realidad cambia pero las percepciones quedan inamovibles? Es posible que estemos ante un enorme cambio de paradigma en el tema migratorio pero que las percepciones, en EUA y en México, no se estén ajustando.

Cada quien tiene su propia manera de ver al mundo, su forma de entender por qué “las cosas son como son”. Las percepciones se construyen a partir de aprendizajes, conocimientos y experiencias, pero con frecuencia eso tiene el efecto de impedirnos observar cuándo se da un cambio. A este tipo de disquisiciones es que un filósofo al inicio de los sesenta respondió con un libro que transformó la forma de entender los cambios en el mundo. En La Estructura de las Revoluciones Científicas, Thomas Kuhn desarrolló el concepto de “cambio de paradigma”, cuyo argumento central es que el avance científico no es evolutivo sino que es producto de “una serie de interludios pacíficos salpicados de revoluciones intelectuales violentas” y que en esas revoluciones, “una visión del mundo es remplazada por otra”. Algo así podría estar pasando en el mundo de la migración mexicana hacia EUA, pero nadie en ese entorno político tan cargado parece estarlo notando.

El asunto migratorio desata pasiones. Por un lado, la migración es producto de la demanda: en ausencia de redes de protección, los migrantes van a “la segura” o tan segura como es posible. Típicamente, se enteran de un empleo disponible por parte de un pariente o amigo y eso les lleva a emprender el penoso via crucis a través de terrenos inhóspitos y mafias dedicadas al tráfico humano, además de los riesgos de ser detenidos por la migra. Sin una certeza razonable de que habrá empleo, ninguno tomaría la decisión de abandonar su familia y terruño.

También está el lado de los estadounidenses que ven crecer enormes asentamientos de gente extraña y hacinada en los rincones de sus ciudades. Muchos de quienes ven a centenas de miles de migrantes cruzar la frontera y luego pasar por sus propiedades, particularmente en Arizona, se han organizado y adoptado medidas extremas que incluyen a milicias armadas dispuestas incluso a matar a los migrantes. Pero lo relevante es que las pasiones son altas y han creado una dinámica política que ha impedido una discusión seria dentro de ese país sobre qué hacer con el fenómeno.

El tema migratorio tiene dos lados: el de la gente que ya está allá y el de quienes responden a nuevas oportunidades (creadas por la demanda de mano de obra por parte deempresas)para migrar. Los inmigrantes que ya están allá viven en un mundo de incertidumbre legal y, en la medida en que se han ido cerrando espacios, enfrentan problemas elementales respecto a la educación de sus hijos, acceso a los servicios de salud y posibilidad de obtener una licencia para manejar. El mundo de la ilegalidad es duro en una sociedad que valora el reino de la ley y que no sabe qué hacer con una población a la que no se le reconoce legalmente. Muchos quieren resolver el tema de los que viven allá pero no quieren que esa solución se torne en un aliciente para nuevos demandantes, como ocurrió con la ley Simpson-Rodino en los ochenta.

Desde la perspectiva política mexicana, hemos pasado por tres facetas que son reveladores de la complejidad. Fox se jugó su presidencia en una decisión sobre la que no tenía influencia alguna: por más que Bush estuvo dispuesto a empujar una iniciativa, ésta nunca se materializó. Calderón optó por “desmigratizar” la agenda bilateral, abandonando el tema. Ninguno atendió el problema real que ningún político puede ignorar: baste decir que es imposible para muchos gobernadores cegarse ante el hecho de que más del 50% de la población adulta de sus estados, como ocurre en Zacatecas, Michoacán y Guanajuato, (y 10% de la población total del país) se encuentra en otra nación.

La elección presidencial estadounidense de noviembre pasado, en que una abrumadora mayoría de hispanos y asiáticos votaron por Obama, ha creado una nueva oportunidad que, muchos creen, llevará a una discusión seria respecto a la política migratoria de ese país. Los debates que a la fecha han tenido lugar no se limitan al asunto de los flujos migratorios ilegales, sino que muchos se centran en cosas como visas para ingenieros, permanencia de graduados extranjeros y una revisión (quizá rechazo) de una política histórica de reunificación de familias. En todo ese debate, los mexicanos son los malos de la película.

Lo paradójico, pero políticamente ineludible, es que la potencial revisión a la política migratoria estadounidense llega en un momento en que los flujos de migrantes mexicanos son negativos, es decir, que hay más personas retornando que las que emprenden el camino hacia el norte. La crisis económica disminuyó drásticamente las oportunidades de empleo, sobre todo en la industria de la construcción, lo que ha reducido los flujos. Sin embargo, el tema más fundamental es que la curva demográfica mexicana está cambiando con celeridad y eso implica que el número de migrantes potenciales también está disminuyendo. Este es un cambio de paradigma que no ha penetrado la discusión política.

Las personas que consideran la posibilidad de migrar hacen un cálculo muy simple: disponibilidad de empleos donde se encuentran, diferencia de salarios entre los dos países y los costos de emprender el camino. Ese cálculo era sumamente favorable a la migración en los noventa por el rápido crecimiento de la economía americana, nuestra incapacidad para generar tasas elevadas de crecimiento y el enorme crecimiento de la población en las décadas anteriores.

Mi impresión es que todas esas premisas podrían estarse haciendo añicos: primero, es altamente probable que el nuevo gobierno logre crear condiciones para que la economía crezca con celeridad. Segundo, parece improbable que la economía americana logre una recuperación acelerada. Finalmente, ese “exceso” de mexicanos está desapareciendo en la medida en que la tasa de natalidad lleva años en números que no son sensiblemente mayores al nivel de remplazo. Es decir, es posible que estemos ante el fin de la era de grandes flujos migratorios.

El problema ahora es de percepciones. Es necesario resolver el problema de ilegalidad de los connacionales radicados allá y la nueva realidad lo hace infinitamente más simple, pero siempre y cuando todo mundo entienda que, de los migrantes futuros, muy pocos serán de aquí. Cambiar percepciones es un imperativo político.

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Otra Revolución

A 102 años de la Revolución Mexicana, el PRI se apresta a retornar a la presidencia. Las circunstancias del país de hoy y su realidad cotidiana en nada se parecen al tiempo en que Madero conminó al levantamiento contra Porfirio Díaz, pero el momento es igualmente trascendente. No sólo regresa un presidente emanado del PRI, sino que será la primera ocasión en muchos lustros en que retornan los políticos al poder. La esperanza es que los que regresan hayan aprendido la lección de sus correligionarios anteriores que salieron derrotados, primero por su desempeño y luego en las urnas.

La ciudadanía está ansiosa de un cambio y temerosa de sus implicaciones; muchos mexicanos creen que hubo fraude en la elección y algunos demostraron una preocupante propensión a rechazar los conductos institucionales para dirimir diferendos e, incluso, una disposición a adoptar vías violentas para salirse con la suya. A pesar de la estabilidad de que goza el país y la situación económica relativamente benigna (sobre todo comparada con otras latitudes), el hecho ineludible es que la insatisfacción es ubicua y generalizada.

Ante este panorama, el gobierno que iniciará su sexenio en unos días evidentemente ha estado ponderando sus prioridades y objetivos. Los distintos integrantes de su equipo han estado estudiando opciones, proponiendo alternativas -algunas en público, así sea de manera indirecta- y compitiendo por el oído del presidente electo. A diferencia de los gobiernos amateurs de los últimos tiempos, es notorio el control del escenario: a pesar de que se le ha estado demandando al próximo presidente que muestre sus cartas (en agenda legislativa, gabinete, programas y prioridades), la disciplina habla por sí misma. Ningún político muestra sus cartas o abre espacios hasta que no se encuentra en funciones y con la posibilidad de administrar los procesos.

Lo que ningún presidente en ciernes puede eludir es la realidad a la que se enfrenta y la complejidad que ésta entraña. En alguna ocasión Kissinger afirmó que «las diversas presiones pueden tentar al decisor a creer que un problema pospuesto es un problema evitado; más frecuentemente resulta ser la invitación a una crisis». La diversidad de problemas y temas que requieren atención multiplican la complejidad y abonan a un entorno como el que elocuentemente describe el diplomático estadounidense. Al mismo tiempo, no hay que olvidar que fue justamente en este mismo fin de semana hace tres sexenios que se discutieron problemas fundamentales y la falta de decisión al respecto condujo a la peor crisis económica que el país había experimentado desde la Revolución.

El gran éxito del viejo sistema priista residió en su capacidad para diferir problemas. Luego de pacificar al país, los priistas, que sin duda por muchos años guardaron una estrecha cercanía con la población en todos sus estratos y propiciaron una extraordinaria movilidad social, se acomodaron y se dedicaron a evitar problemas, posponerlos y administrar el conflicto. En algunas instancias no lo lograron, pero en algún momento su mantra acabó siendo, en palabras de un personaje de entonces,  «mejor no le muevas». El PRI de antaño estaba todo dedicado al poder: la ideología era un instrumento, no su razón de ser. Por su parte, el desarrollo era un objetivo relevante, pero siempre y cuando no alterara el orden establecido o los intereses de los beneficiarios de la «pax priista».

Los tecnócratas que llegaron al poder en los ochenta introdujeron orden y disciplina a la función gubernamental, así como un sentido de propósito más contundente y una lógica de futuro. Sabedores de que se había vuelto imposible mantener el poder sin desarrollo y crecimiento económico sistemático, iniciaron reformas que tuvieron el enorme beneficio de darle oxígeno a la economía, pero claramente no una solución perdurable. El contraste con el Partido Comunista Chino es palpable: aunque su propósito es, exactamente igual que el del PRI de entonces, preservarse en el poder a cualquier precio, su actuar revela la comprensión de que eso sólo es posible en la medida en que se logre una transformación permanentemente tanto del partido como del país, pues sin ello es imposible generar satisfactores para toda la población.

La realidad de hoy exige una regeneración así del propio PRI y de la actividad gubernamental. Lo que las reformas de las últimas décadas lograron es la existencia de una planta productiva hiper moderna y competitiva, sólo limitada por la pésima calidad del gobierno, a todos los niveles. Peor, como ironizan los hindúes respecto a su país, muchas vecesparece que la economía funciona en las noches cuando la burocracia duerme. Un país con sentido de futuro requiere un entorno que favorezca el progreso y  la prosperidad. Excepto para los más avezados o con mayores ventajas de entrada, hoy eso no es cierto para la abrumadora mayoría de los mexicanos.

Aunque es injusto el reclamo al gobierno que todavía no inicia funciones que abra sus cartas, lo que esa urgencia revela es una aguda incertidumbre sobre lo que viene y la preocupación porque las prioridades que decida impulsar se traduzcan en una mejoría perceptible en un futuro muy cercano. En lugar de apaciguar a los quejosos, las iniciativas en materia de transparencia, corrupción y rendición de cuentas (independientemente de su importancia), han tenido el efecto de generar escepticismo sobre la claridad de la complejidad del momento que caracteriza al equipo que se apresta a gobernar.

Claramente, el país requiere elevar drásticamente sus tasas de crecimiento económico y eso sólo es posible en un entorno de seguridad física, regulación que propicia la inversión y estabilidad política y económica. Todo lo que contribuya al logro de estas condiciones debe acelerarse, todo lo que atente contra ello debe anularse.

Tomó muchas décadas recobrar la estabilidad financiera y el hecho de que un candidato emanado del partido que causó todas esas crisis haya retornado al poder es muestra de todo lo que ha cambiado la realidad nacional. Perdió el partido que prometió centrar el desarrollo en el ciudadano y no cumplió. Ahora el PRI, que prometió un gobierno eficaz, tiene la inusual oportunidad de lograr la agenda de reforma que sacó al país del hoyo hace tres décadas pero que nunca se consolidó.

La diferencia entre el éxito y el fracaso es enorme en los resultados, pero es muy pequeña -en ocasiones imperceptible- en el momento de tomar decisiones sobre prioridades, cambios de secretarías y nombramiento de funcionarios. Más nos vale que el presidente electo tenga la sabiduría de entender la diferencia.

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Capacidad para gobernar

Según una vieja idea, el problema del país radica en que las leyes no se cumplen, que si sólo se hicieran cumplir, todo funcionaría bien. Detrás de esa percepción yace la noción de que tenemos buenas leyes pero un mal sistema de gobierno. Otros piensan que el problema reside en algo distinto: algo así como el mundo de Luigi Pirandello, cuya esposa era esquizofrénica y él escribía obras de teatro que intentaban conciliar múltiples grados de realidad. O sea, que hay tantas reglas, tan complicadas, tan discrecionales y tan contradictorias entre distintos niveles de gobierno que es imposible cumplir con las leyes o que éstas se hagan cumplir. Sea cual fuere, la población acaba acomodándose, sobreviviendo de la mejor manera posible. Me pregunto si no habría una mejor manera de resolver nuestros diferendos y, por lo tanto, de gobernar al país.

Parte del problema es el conflicto subyacente. Otra parte es la complejidad que nos auto imponemos. Una fuente esencial de lo mismo en las últimas décadas reside en ese desencuentro que Roger Bartra describe con precisión: “no toda la gente vive en el mismo ahora y, por lo tanto, no todos imaginan el mismo futuro… Uno de los aspectos fundamentales de la política democrática radica en…el hábito de contemporizar, en el sentido de saber vivir en la misma época…en el mismo tiempo… y por lo tanto adaptarse, transigir y avenirse”. Si ni siquiera vivimos todos los mexicanos en el mismo tiempo, ¿cómo es posible establecer reglas susceptibles de ser cumplidas y que los gobernantes hagan cumplir?

Puesto en otros términos, tenemos un problema elemental de desacuerdo político que se ha intentado corregir o subsanar adoptando infinidad de reglas, leyes y niveles de autoridad que no han hecho sino complicarlo todo e impedir que funcione la vida productiva cotidiana. Peor, todo esto ha ocurrido en el contexto de un sistema gubernamental disfuncional donde choca la estructura federal con la concentración del poder y los incentivos de los gobernantes (hacerse ricos y mantener el poder) con las necesidades de desarrollo del país. Se requiere un mejor gobierno pero éste no es asequible sólo por quererlo.

El problema no es asunto de abstracción. La realidad cotidiana, tanto para la población como en el mundo de los gobernantes, ofrece innumerables instancias que ilustran dilemas frecuentemente irresolubles. Algunos gobernadores, como recientemente ilustró el de Michoacán, han intentado el camino estricto de la legalidad, solo para encontrarse con que aplicarla no es tan simple y los riesgos de hacerlo enormes, al grado en que la precaria estabilidad social y política se puede perder en un santiamén. Otros han optado por no exacerbar las tensiones, abdicando a su responsabilidad esencial de gobernar, como ocurre con las manifestaciones, marchas y plantones en la Ciudad de México, donde no hacer nada –o, incluso, proteger a los protestantes de la población afectada- resulta menos costoso políticamente que hacer cumplir la ley.

La corrupción es la otra cara de la misma moneda. La corrupción es consecuencia, síntoma y solución, todo a una misma vez, dependiendo del lugar de la “cadena de valor” del poder en que uno se encuentre. Para el ciudadano común y corriente la corrupción es una solución al excesivo poder discrecional de la autoridad: una mordida -pequeña o grande, según sea el caso- permite quitarse de encima a un inspector, agente de tránsito o burócrata cuyas facultades son tan vastas que ésta acaba siendo una solución funcional. La corrupción es sintomática de un sistema político podrido que se caracteriza por la existencia de tantas leyes y reglas que le confieren facultades tan amplias a la autoridad que el potencial de abuso es inmenso y permanente. La corrupción no se resuelve con una mayor supervisión o con un mayor número de fiscalías de cualquier color, porque el problema es de exceso de autoridad: lo que urge es quitarle facultades discrecionales a las autoridades y sus empleados de tal suerte que no tengan posibilidad de abusar en sus diversos ámbitos de competencia, a la vez que se fortalecen las instituciones responsables del orden y la justicia.

Ante la complejidad de gobernar un país tan disímbolo como lo es México, la propensión natural es, y ha sido históricamente, la de centralizar el poder e incrementar las facultades de la autoridad. La solución, como propone Luis de la Calle en una conferencia reciente*, reside exactamente en lo contrario: en abrir la competencia, eliminar espacios protegidos y cambiar los incentivos que hoy propician la ilegalidad, la violencia y los comportamientos antisociales. Aunque parezca sorprendente, sólo con los incentivos adecuados se tendrá un Estado más fuerte que propicie el respeto al derecho ajeno.

La corrupción y el abuso existen porque hay espacios que generan lo que los economistas llaman “rentas”, es decir, utilidades exageradas producto de circunstancias que le confieren ventajas excepcionales a unos jugadores. Esas ventajas pueden derivarse del marco regulatorio (cuando, por ejemplo, le otorgan facultades excesivas a un inspector, mismo que las emplea para extorsionar; o a una empresa, cuando le regalan control sobre un recurso o sector de la economía, facilitando el abuso a los consumidores) o del control de puntos nodales para el funcionamiento de una determinada actividad (como pueden ser ciertos cruces de carretera o los puntos de acceso a EUA en el caso de las drogas). En ambas instancias, es el hecho de que alguien tiene demasiado control, o facultades enormes que permiten decidir quién vive y quién muere, lo que determina la existencia de ilegalidad, conflicto y violencia.

El planteamiento es muy simple: el control de procesos y decisiones genera rentas para unos cuantos y eso, a su vez, crea incentivos y enormes montos de dinero para protegerlas. Si se quitan las protecciones y los subsidios y se reducen las facultades discrecionales que son casi ubicuas en nuestro país, los incentivos cambian radicalmente. Con incentivos distintos es posible comenzar a construir un sistema efectivo y eficaz de gobierno apuntalado en instituciones sólidas.

Se trata de un asunto complejo que requiere mucho análisis, pero parece evidente que el camino de más controles es contrario al de un mejor y más eficiente sistema de gobierno. En tiempos de replanteamiento de paradigmas es necesario pensar distinto porque simplemente hacer más, incluso más eficientemente, de lo mismo implica acabar en el mismo lugar. Un país moderno requiere un sistema de gobierno moderno. No hay reto más grande, pero también oportunidad más grande aún.

* http://youtu.be/HziMXveQJto

 

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Contrapesos

Una sociedad madura, democrática y funcional –el sine qua non del crecimiento económico y la convivencia pacífica- sólo puede existir cuando se han construido pesos y contrapesos efectivos. Los problemas que hoy enfrentamos, y que sin duda confrontará el próximo gobierno, se derivan de esa ausencia fundamental.

El presidente electo ofreció algo que los mexicanos añoran: un gobierno eficaz. Esa oferta responde a una de las mayores carencias de las últimas décadas: ha habido gobiernos de distintas características, pero con muy poca capacidad de ejecución, es decir, poco eficaces. El problema es que la eficacia no sólo depende del talento ejecutivo de una administración: igual de trascendente es el contexto institucional en el que opera.

Visto desde la óptica del equipo que se apresta a gobernar, lo último que desea es restricciones a su capacidad de acción: su mejor escenario hubiera sido uno de control absoluto del poder legislativo para poder dedicarse a “lo relevante”, a decidir y actuar, dejando a un lado la discusión y el blablabla (como los priistas solían referirse al congreso) para hacer todo eso que al país le urge. Afortunadamente, tanto los resultados electorales como la evidencia reciente hacen imposible avanzar un proyecto de gobierno sin concertar, sumar y construir.

El gobierno en ciernes tiene la oportunidad de cambiar la realidad: construir eso que eludió a los priistas a lo largo del siglo XX, un país de instituciones. La ironía es que será un gobierno priista al que le tocará realizar eso que hubiera sido más natural y lógico para un gobierno históricamente de oposición.

Construir contrapesos no debe verse como una concesión a la sociedad o a los partidos. Todo gobierno enfrenta las vicisitudes de diversos grupos de poder que intentan limitarsu marco de acción, algo inevitable en una sociedad caracterizada por diversidad y dispersión (política, geográfica, económica). Poco a poco, cada uno de esos poderes comenzará a mostrar su músculo e intentará imponer sus preferencias, forzando al nuevo presidente a responder. En ese momento el presidente se percatará de un hecho fundamental: a todo mundo le conviene la existencia de contrapesos.

En su esencia, una sociedad con contrapesos implica que nadie puede imponer su voluntad sobre los demás: el presidente no la puede imponer, las televisoras no la pueden imponer, los sindicatos y sus líderes no la pueden imponer, los empresarios no la pueden imponer, los partidos políticos y sus perennes candidatos no la pueden imponer. En suma, nadie, desde el gobierno hasta el más modesto de los ciudadanos  -incluyendo a los (con frecuencia brutales) poderes fácticos- puede imponer su voluntad. La existencia de contrapesos implica que la sociedad se institucionaliza, circunstancia que limita a todos por igual.

El gran reto de la sociedad mexicana es la institucionalización y eso no es otra cosa que el desarrollo de pesos y contrapesos. Cuando existe un sistema efectivo de pesos y contrapesos, cada uno de los actores y poderes de la sociedad sabe a qué atenerse y, más importante, acaba por reconocer que sólo el conjunto puede lograr el progreso. El sistema gana cuando todos ganan, no cuando uno puede imponer sus términos a los demás. Suena a cuento de hadas, pero esa es la esencia de la democracia: sólo funciona cuando existen instituciones sólidas que le dan funcionalidad.

Cuando existe un equilibrio, las partes se convierten en engranes de una gran maquinaria que hace funcionar a la sociedad. Ese equilibrio no resulta de una imposición desde el poder central, sino que es producto de una negociación por medio de la cual todos acaban construyendo el mejor arreglo posible. Lamentablemente, a pesar de que hubo momentos (sobre todo con Fox) en que pudo haberse construido un arreglo de esta naturaleza, éste nunca se concretó. Ahora ese arreglo se torna no sólo crucial, sino necesario. Necesario para que el próximo gobierno pueda ser tanto eficaz como exitoso.

El gran reto de institucionalizar al país consiste en construir pesos y contrapesos que, respetando los derechos de las partes, éstas sean acotadas de tal suerte que ninguna pueda abusar de las demás. Es decir, se requiere una negociación política que arroje el mejor arreglo posible donde todos quepan pero con derechos y poder acotados.

Un arreglo de esa naturaleza no implica conculcación de derechos ni imposición pero sí negociaciones, cesiones e intercambios: eso que el presidente electo ha comenzado a construir. Implica una implacable y despiadada dedicación a la construcción institucional, donde el objetivo es un arreglo político que le dé funcionalidad al sistema de gobierno. Se trata de eso que no hemos tenido desde los ochenta, década en que se colapsó el viejo y para entonces agotado pacto callista-priista.

La eficacia de un gobierno se puede medir en la velocidad de su respuesta, algo que el hoy presidente electo Enrique Peña demostró con creces como gobernador. Sin embargo, desde la óptica de la presidencia, la eficacia adquiere una dimensión muy distinta porque la fortaleza de un país no sólo se mide por la eficacia cotidiana de su  gobierno sino por la capacidad de resolver los problemas de largo plazo, así como por la solidez de sus instituciones. Para llevarlo al ejemplo más elemental, mientras que a nivel estatal la aprobación de un gobernador puede ser garantía suficiente para que se lleve a cabo una determinada inversión que comenzará y concluirá durante su mandato, a nivel federal lo que cuenta es la confiabilidad de los procesos judiciales, el cumplimiento de los contratos y, muy en particular, la imposibilidad de que una empresa, sindicato, grupo político o poder público pueda abusar de los otros. Cualquiera que recuerde la forma en que algunos de estos poderes fácticos respondieron ante la mera posibilidad de que el gobierno otorgara una concesión para una “tercera cadena” sabe bien que el sistema político mexicano no será confiable mientras no existan los contrapesos necesarios que aseguren que nadie puede abusar o imponer sus preferencias.

Lo que el país requiere se resume en la construcción de un entramado político cuya esencia reside no en la aprobación o modificación de más leyes (aunque pudiera incluirlo) sino en la construcción de acuerdos políticos que conduzcan hacia la transformación del gobierno (para que sea de verdad eficaz), a la legitimación del ganador en la elección y, como contraparte, a la legitimidad de la oposición y a la creación de un régimen efectivo de rendición de cuentas. Cuando México tenga eso, la inversión, el empleo y la riqueza no dejarán de crecer.

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Obama Romney y Mexico

La comentocracia nacional tiene una natural inclinación hacia los candidatos demócratas y más en esta ocasión. El presidente Obama irradia un enorme atractivo, casi un magnetismo, y tiene una personalidad que inspira tanto por su historia como por ser el primer presidente negro de su país. Romney, por otra parte, ha sido presentado en los medios, de allá y de acá, como un extremista radical de derecha. Las últimas semanas han demostrado que ninguna de las dos percepciones es muy cierta. Más allá preferencias ideológicas o de personalidad, mi preocupación y perspectiva es más sobre el potencial impacto de cada una de las dos opciones sobre la economía mexicana.

Nunca he entendido la propensión mexicana a preferir a los candidatos demócratas sobre los republicanos, sobre todo porque, más allá de la retórica, no hay evidencia alguna de que unos sean mejores para nuestros intereses. En lo que toca a temas políticos y legislativos (como los asuntos migratorios, de narcóticos y de armas), la influencia de un presidente americano es relativamente menor. Tanto Bush W como Obama prometieron una reforma migratoria, pero ninguno logró su aprobación en el congreso. En contraste, el impacto de la economía estadounidense sobre la nuestra puede ser dramático y eso no depende de benevolencia alguna hacia México sino de la conjunción de acciones institucionales y presidenciales orientadas a su propio desarrollo y bienestar.

Como en tantas otras cosas, quizá nadie explica mejor la forma en que funciona la política estadounidense que Alexis de Toqueville, el estudioso francés que visitó EUA en el siglo XIX y  escribió observaciones de enorme clarividencia: “Tiempo antes de que llegue el momento, la elección se convierte en el único tema de preocupación… La nación entera entra en un estado de fiebre, es asunto cotidiano en los medios y de conversaciones, el tema de todo pensamiento… Tan pronto se decide el ganador, el ardor se disipa, todo retorna a la calma, y el río, antes desbordado, regresa a su lecho”. La elección concluirá el próximo 6 de noviembre y lo que sigue será lo relevante: cómo nos va en la feria de la política económica del próximo gobierno.

La dinámica electoral cambió radicalmente en las últimas semanas por dos razones. Primero, la más importante, porque Obama perdió el aura que lo protegía. Por cuatro años –de hecho, por toda su (relativamente) corta carrera política-,Obama vivió de su capacidad para irradiar ese carisma que le caracteriza y que le evitó tener que defender o abogar por acciones y decisiones específicas. Quizá nada lo muestre mejor que su forma de conducir el paquete de estímulo al inicio de su gobierno: en lugar de avanzar sus prioridades o las que su equipo considerara más propensas a generar un impacto mayor en menos tiempo (el objetivo de cualquier estímulo), Obama dejó que fueran los integrantes de su partido en el congreso quienes determinaran la agenda, circunstancia que se tradujo en una enorme dispersión de proyectos, muchos de ellos sin impacto significativo. Pero nada de eso parecía afectar a Obama hasta que fue incapaz de defenderse en el primer debate. Aunque se recuperó parcialmente en los siguientes, el aura había desaparecido.

La segunda razón por la que la dinámica presidencial ha cambiado es, simple y llanamente, que Romney abandonó la farsa de radical que construyó para ganar la contienda interna de su partido y ahora se ha presentado como el hombre de negocios pragmático, flexible y adaptable que es. Yo no se qué tan bueno podría ser un hombre de negocios en un puesto tan trascendente de decisión política, pero lo que me parece evidente es que su experiencia es, al menos a nivel conceptual, absolutamente relevante para el momento actual. Suponiendo que Romney no repitiera los excesos de gasto de sus predecesores republicanos, su pragmatismo podría permitirle los acuerdos bipartidistas que le urgen a su sociedad.

Lo que la economía estadounidense requiere es el tipo de restructuración que la mexicana llevó a cabo, sobre todo en materia de gasto público, en los ochenta y noventa. La tendencia ascendente de los pasivos sociales es de tal magnitud que, de no resolverse pronto, ese país entrará en una depresión permanente, tipo Japón, arrastrándonos con ello. Romney no parece un genio, pero su experiencia profesional consistió en realizar restructuraciones de empresas, transformando entidades quebradas en proyectos rentables y exitosos. En contraste con Obama –que poco a poco ha ido minando eso que hizo tan exitosa a la economía de su país-, Romney ofrece al menos la posibilidad de enfocarse en lo que es trascendente y susceptible de darle un impulso al crecimiento de nuestra economía.

La experiencia de Obama tanto en la presidencia como antes es totalmente superficial y ajena a estos asuntos. Si uno lee sus libros, su agenda es social y política más que económica. Pero la mejor evidencia de que representa la opción menos atractiva para nosotros es el desempeño económico en los últimos años. Es evidente que recibió una situación caótica, pero su actuar no la ha mejorado. Ha logrado estabilizar a la economía pero no ha convencido a su propia sociedad, comenzando por sus empresarios, de sus políticas y prioridades. El desempleo se mantiene a niveles estratosféricos, el déficit sigue en ascenso y no existe programa alguno diseñado para enfrentar ese tema o el de la deuda, así sea en un periodo de décadas.

La defensa que esgrime Obama de su desempeño es que las cosas hubieran estado peor de no haber actuado como lo hizo. Aunque no es un mal argumento electoral, es imposible de probar en términos lógicos. Lo que sí es evidente a partir de la experiencia mexicana de crisis financieras es que los desequilibrios tarde o temprano (temprano en nuestro caso) acaban desquiciando a la economía. Eso no le ha pasado a EUA por su tamaño, pero también por una situación mundial en que no hay alternativas: Europa y Japón están peor. Sin embargo, de no atenderse, cuando los desequilibrios los alcancen, el costo será dramático.

Por esto último es tan importante cuándo y cómo comiencen ellos a enfrentar sus problemas estructurales. Si algo ha probado Obama es que no tiene una propuesta viable. Romney no ha sido convincente al respecto, pero sin duda entiende perfectamente que la realidad actual es insostenible y eso, en estas circunstancias, es mucho mejor para nosotros que proseguir hacia el precipicio. Lo que no tiene vuelta de hoja es que nuestro futuro depende de cómo y cuándo comiencen ellos a actuar, así que la elección es tan transcendente para ellos como lo es para nosotros.

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Alicia y Kafka

La discusión sobre la ley laboral nos ofrece una excepcional ventana al mundo de irrealidad en que vive el conjunto de nuestra clase política. Aunque sin duda hay muchos intereses y valores de por medio, nada del debate se ha concentrado en las únicas tres cosas que importan en materia económica: la creación de fuentes de empleo, el crecimiento de la productividad y la vinculación del sector manufacturero nacional con el de exportación. Esos son los tres ejes que importan y en los cuales debería centrarse la atención del congreso y del próximo gobierno.

Desafortunadamente, la discusión parece más una combinación de Alicia en el país de las maravillas con un dejo kafkiano de irrealismo burocrático. Como en Alicia, se parte de supuestos que nada tienen que ver con la realidad. Como con Kafka, se asume que el statu quo funciona y arroja tasas elevadas de crecimiento y mantiene satisfecha a toda la sociedad.

Tendemos a preferir soluciones grandiosas y complejas cuando mucho de lo que nos diferencia de las economías que crecen con celeridad se refiere más a regulaciones y obstáculos cotidianos que a grandes reformas constitucionales. Puesto en términos de economistas, los problemas de crecimiento del país tienen mucho más que ver con asuntos de la microeconomía (la abrumadora mayoría de los cuales están bajo el control del ejecutivo y de los gobiernos estatales y municipales) que con el poder legislativo.

Si se acepta que el objetivo último es elevar la tasa de crecimiento como medio para crear fuentes de empleo e incrementar los satisfactores a la población, entonces todo el actuar del gobierno (en el sentido más amplio y comprensivo del término) debería abocarse a crear condiciones para que eso ocurra. Ciertamente, hay muchas vertientes de acción que pueden emprenderse para lograrlo. Entre éstas está el propio gasto público y los proyectos de infraestructura, así como el conjunto de reformas de que se habla comúnmente (como las referentes a energía y asuntos hacendarios). Sin embargo, aunque indispensables, esas reformas e instrumentos no siempre conducen a una mayor tasa de crecimiento.

Mucho más relevante para el crecimiento es el conjunto de obstáculos que enfrentan las empresas y potenciales inversionistas para desarrollar nuevos proyectos o hacer exitosos los existentes. La economía es la suma de millones de decisiones que realizan los consumidores y los creadores de bienes y servicios todos los días. Todo lo que impida o afecte esas decisiones impacta el nivel de actividad general de la economía.

El proyecto de ley aprobado por el congreso en materia laboral es un buen ejemplo de lo que funciona y de lo que no funciona: por una parte, la minuta que salió de la Cámara de Diputados abre espacios para nuevas formas de contratación de personal que, en el tiempo, favorecería un mayor dinamismo en las relaciones laborales. Sin embargo, me parece que la pregunta pertinente es si esos cambios harían más atractiva la formalización de las empresas que han optado por ese otro mundo de la economía. Hay evidencia abrumadora de que la mayor parte de los empleos en el mundo se crean en empresas chicas o medianas, la gran mayoría de las cuales son informales en nuestro país. ¿En qué medida contribuye esta legislación a atraer a esas empresas a la formalidad? Esa debería ser la medida del éxito y de la relevancia de una nueva ley en esta materia.

Como decía al inicio, los temas cruciales para el crecimiento de la economía son la productividad, el empleo y la vinculación del sector manufacturero «tradicional» con el de exportación. Se trata de tres asuntos de muy distintas dinámicas y características, pero en el conjunto reside la llave del crecimiento.

La productividad es el resultado del conjunto de esfuerzos que realizan los productores y de los obstáculos que les impone el medio. Al emplear sus instrumentos -como la tecnología, metodología de producción y relaciones laborales- el empresario produce bienes y servicios. Cualquier cambio u obstáculo en estos elementos eleva o disminuye sus costos y, por lo tanto, su capacidad para producir mejores bienes, a un menor costo y de mayor calidad. El entorno en que operan las empresas determina su capacidad para competir en el mercado. Mientras más terso es el entorno, menores los costos y mayor el potencial de elevar la productividad, factor crucial en la creación de fuentes de empleo y en la compensación que reciben los empleados y trabajadores.

Cuando comparamos el entorno en que opera una empresa mexicana con la de sus competidores, el panorama comienza a nublarse. No es necesario hurgar muy profundo para identificar las fuentes de problema: dispersión arancelaria, protección selectiva (importaciones), subsidios discriminatorios, inseguridad, trámites, contrabando, costo de los servicios, tráfico, burocratismo, etc. Si uno observa esos factores en países como China, Corea, Chile y otros con quienes las empresas mexicanas compiten, el problema se torna evidente de inmediato. Y la solución a todos estos depende no de grandes reformas macroeconómicas sino de pequeños cambios regulatorios, transformación de la forma de operar de los gobiernos locales y estatales y una mucho mayor competencia en los mercados internos. Nada legislativo en todo esto.

Quizá no haya asunto de mayor relevancia para el crecimiento en el corto plazo que el de la vinculación del sector manufacturero con el de exportación. La economía mexicana se caracteriza por la existencia de dos sectores manufactureros distintos, casi divorciados entre sí. En lugar de que la industria nacional se convierta en proveedora de la de exportación, ésta se ha anquilosado y quedado dependiente, en buena medida, de mecanismos formales e informales de protección. Una buena estrategia microeconómica llevaría a la liberalización y desregulación del sector manufacturero y a la creación de mecanismos que incentiven la conformación de una formidable industria de proveedores, por parte de empresas nacionales y extranjeras. Quizá no haya oportunidad mayor de crecimiento tanto del empleo como del producto en el corto plazo.

El empleo depende de que existan condiciones propicias para que las empresas contraten. Los mejores empleos son los formales que, además, son los que con mayor fuerza inciden sobre el desarrollo de largo plazo de la economía. De ahí que sea tan importante simplificar el entorno regulatorio y fiscal, además de laboral, para incentivar la creación acelerada de empresas formales. No hay nada como simplificar, liberalizar y abrir para generar crecimiento. Nada como acabar con los sueños de Alicia y las realidades de Kafka.

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Pintar una raya

Después del huracán viene la calma. El país lleva años experimentando una escalada de violencia que es intolerable para la población. El gobierno saliente respondió con responsabilidad y convicción pero no contó con una estrategia susceptible de llevar al país a buen puerto. La población lo apoyópor sentirse amenazada y vejada, pero no porque percibiera mejoría ahora o en un futuro razonable. Peor, en la medida en que las bandas de criminales se han ido fragmentando y multiplicando, el impacto sobre la ciudadanía ha sido cada vez peor, toda vez que muchos de los perdedores en las guerras entre narcos acaban moviéndose a mercados criminales, esos que van directamente contra la ciudadanía más vulnerable: la extorsión, el secuestro y la venta de protección.

Desde esta perspectiva, no tiene sentido alguno exigirle a la administración entrante que continúe con una estrategia que no arroja los resultados deseados. La noción de que un embate constante va a recrear un pasado idílico parece no más que una remembranza de cuando don Quijote recordaba los tiempos pasados, el esplendor de los caballeros luciendo en su máximo apogeo, reconfortando su espíritu con la memoria de las antiguas gestas y hazañas de los caballeros medievales. Lo valioso de la estrategia residió en el hecho mismo de confrontar un problema que no hacía sino mermar la vida de los ciudadanos y la viabilidad del Estado. Partiendo del aprendizaje, el futuro requerirá otras formas.

El planteamiento de la estrategia a la fecha ha sido claro: tomar control de las regiones que acabaron en manos del narco y debilitar a las bandas criminales. Aunque ambos propósitos han avanzado, los resultados no son encomiables: primero, por las consecuencias no anticipadas y, segundo, las pocas victorias que se han alcanzado no han sido sostenibles. Entre las consecuencias no anticipadas la más evidente tiene que ver con la fragmentación de las bandas criminales: cada que se mata a la cabeza de una banda se inicia una lucha interna por el poder que, en muchos casos, se traduce en una multiplicación de bandas. La estrategia tendría sentido en un país con autoridades municipales o estatales fuertes que, con la fragmentación, podrían combatirlas con éxito. En México, donde no ha habido gobierno local funcional desde la colonia, la fragmentación de las bandas ha elevado la violencia y eliminado la regla histórica de no afectar a la ciudadanía. En este sentido, el éxito inicial de algunas campañas se ha traducido en un infierno para la población.

En el camino se han afianzado tres mitos sobre los narcos, el crimen organizado y las estrategias potenciales para combatirlos. Primero está el mito de la prevención. Es evidente que, para prosperar, una sociedad requiere mecanismos que prevengan el delito y la criminalidad en general, así como estrategias orientadas a acelerar el desarrollo económico y social. Sin embargo, la prevención tiene sentido y viabilidad antes de que exista el fenómeno: no se puede prevenir lo que ya está ocurriendo. Lo urgente es construir la capacidad del Estado para hacer efectiva la seguridad de los ciudadanos y, una vez logrado eso, prevenir la criminalidad futura.

El segundo mito es el de la negociación. La idea es que, en lugar de combatir a un enemigo demasiado poderoso o que afecta a la población de manera sistemática (tanto narcotráfico como extorsión), el gobierno debería negociar un armisticio con los criminales y pacificar a la región específica. El planteamiento en abstracto suena razonable, sobre todo para políticos cuya función es, o debería ser, llegar a acuerdos, pactos y arreglos entre partes disímbolas. Sin embargo, una negociación con delincuentes tiene problemas evidentes: ¿con quién negociar? ¿a cambio de qué? ¿cómo se hace valer lo pactado? ¿cómo se sanciona el incumplimiento?

El tercer mito es el de la legalización. La idea de legalizar las drogas es elegante y por demás atractiva porque hace parecer que todo el problema de la violencia se puede evaporar con el plumazo de una decisión presidencial. No es casualidad que tantos ex presidentes nostálgicos así lo propongan. Al igual que con la idea de negociar, los problemas prácticos hacen absurdo el planteamiento: ¿cómo se distribuirían? ¿quién es responsable? ¿cómo se hacen cumplir las reglas? La clave reside en esta última interrogante.

Aunque con implicaciones absolutamente opuestas, planteamientos como el de negociar o legalizar son impracticables en el México de hoy. Para funcionar, cualquiera de las dos estrategias requeriría la presenciade un gobierno fuerte, capaz de establecer reglas y de hacerlas cumplir. Si aceptamos que el problema de hoy es la debilidad del Estado, entonces no hay manera de hacer cumplir acuerdos a los que se pudiera llegar en caso de negociar o el funcionamiento del mercado en el caso de la legalización. Desde esta perspectiva, las drogas en México son legales (en el sentido de que circulan sin ninguna dificultad) porque no hay autoridad alguna que las controle o regule.

Lo mismo sería cierto en el caso hipotético de que los estadounidenses legalizaran las drogas: lo único que cambiaría sería la capacidad financiera de los criminales (asunto no menor) pero en nada afectaría la criminalidad que azota a la población como el secuestro y la extorsión. Estos son problemas que reflejan inexistencia de Estado, policías mediocres e incapaces y un poder judicial enclenque y corrupto. La paradoja es que, para poder contemplar estrategias como la de legalizar o negociar habría que transformar al Estado mexicano. De lograrse eso, esas estrategias se tornarían irrelevantes por innecesarias. El asunto de fondo es la capacidad y autoridad del gobierno. Para eso es indispensable construir esas instituciones de manera deliberada y con mucha mayor celeridad.

La estrategia futura debe contemplar como objetivo fortalecer al Estado para que sea capaz de imponer las reglas del juego, es decir, pintar una raya. El negocio de las drogas, a diferencia de la criminalidad local, no desaparecería, pero enfrentaría a un gobierno capaz de imponer la ley (es decir, la fuerza) a la primera de cambios. En esto, la diferencia con el actual gobierno sería enorme porque el objetivo no sería erradicar al narco sino forzarlo a vivir en un entorno enteramente controlado por el Estado.Como ocurre en otras latitudes.

El verdadero reto del próximo sexenio reside en fortalecer al Estado sin intentar regresar al control centralizado, sino en el contexto de descentralización y de unaincipientedemocracia que caracterizan al país. Es, de hecho, la oportunidad de construir un país moderno y civilizado.

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