Naturaleza y política

REFORMA- Luis Rubio

¿Será posible que la naturaleza sea benigna para algunas naciones e implacable con otras? A juzgar por la forma en que un huracán devastó Haití hace unos años, la respuesta parecería ser obvia. Pero no es la que dan Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith en un libro que no sólo trata los asuntos profundos del poder, sino que se intitula “Manual para el dictador: Por qué la mala conducta es casi siempre buena política”. Para ellos todo se remite a las estructuras políticas de una sociedad y no a la madre naturaleza. Huracanes, temblores, erupciones volcánicas y otros fenómenos naturales son eventos cotidianos en todo el mundo. Lo que no es evidente, dicen estos autores, es que los desastres naturales –el efecto del fenómeno físico- golpeen desproporcionadamente a los países más pobres y subdesarrollados.

Esta pregunta siempre me había intrigado. En 1978, cuando estudiaba en Boston, hubo una brutal tormenta de nieve que paralizó a la ciudad por casi una semana y devastó centenas de casas en el borde del mar. Sin embargo, la capacidad de respuesta gubernamental fue impactante: la velocidad con la que limpiaron las calles, atendieron a las víctimas y reconstruyeron las casas -ahora con un nuevo reglamento de construcción para que no volviera a suceder lo mismo-, y regularizaron el funcionamiento de la ciudad. La devastación fue enorme, pero el actuar del gobierno espectacular. El contraste con la forma en que se condujo el gobierno mexicano cuando la terrible explosión de San Juanico (San Juan Ixhuatepec) o el sismo de 1985 en la ciudad de México fue brutal. Nadie puede evitar los fenómenos naturales o los accidentes, pero la naturaleza de la estructura gubernamental y su relación con la sociedad hacen una enorme diferencia una vez que estos ocurren.

El argumento de estos estudiosos parte del principio de que la estructura y fortaleza de las instituciones con que cuenta una sociedad tiene un impacto desmedido sobre el resultado. Por supuesto que ocurren incidentes; lo que cambia es la forma (y capacidad) de la respuesta. El tema volvió a mi mente con la explosión reciente de una pipa de gas en San Pedro Xalostoc. Si bien uno podría extrapolar el argumento de estos autores a las regulaciones que norman, permiten o impiden que se transporte ese tipo de combustible, los accidentes de esta índole no son novedad en Europa, Japón o EUA. Hace poco explotó una fábrica de fertilizantes en Waco, Texas, matando a decenas de personas. Hace tres años hubo un accidente nuclear en una planta en Japón, pero un año después todos los habitantes de la región tenían resuelta su vida de manera integral.

Sucesos trágicos, igual los causados por la naturaleza que los que son resultado de  accidentes industriales, son parte de la vida. Lo que diferencia a unas naciones de otras es la capacidad del gobierno para responder y, sobre todo, la funcionalidad de la gestión gubernamental cotidiana, que es la que hace posible que los impactos o consecuencias de este tipo de eventos sean de magnitud tan diferente. Y eso, dicen los autores, tiene todo que ver con la naturaleza de su sistema político.

Para quienes recuerdan el sismo de 1985, el gobierno fue sorprendido casi como el proverbial conejo frente a las luces de un automóvil. No existían procedimientos establecidos, el rescate más importante fue realizado por voluntarios, destacaron los contingentes de especialistas venidos de lugares como Italia con sus perros entrenados para ese tipo de circunstancias y hubo esfuerzos notables por parte de personajes como Plácido Domingo buscando a sus familiares en Tlatelolco. Lo que no existió fue el gobierno. Peor: el sismo evidenció la virtual inexistencia de gobierno: no había estado presente cuando se expidieron las licencias de construcción o cuando se autorizó la conclusión de esas obras, cuando vino el siniestro o cuando tenía que actuar tanto para atender a las víctimas como para restablecer una semblanza de orden en el funcionamiento de la ciudad.

El sismo de 1985 en el DF es un buen parangón del antes y del después porque, en retrospectiva, ahí se dio un parteaguas político quizá todavía mayor que el de 1968. El gobierno respondió ante los sucesos de Tlatelolco con una estrategia que resultó desastrosa para la economía pero su lógica política era impecable: se procuraba incluir a una población que había quedado excluida del proceso político sin perder el control del sistema. En contraste, el sismo marcó el inicio del colapso del viejo sistema: no sólo había quebrado el gobierno (1982) sino que ahora mostraba que no contaba con la capacidad para actuar y responder. Fue a partir de ahí que nació lo que acabó siendo una parte clave del PRD.

Pero, sobre todo, fue ahí donde comenzó todo un proceso de reforma política y económica que cambió (transformó sería una caracterización excesiva) al país. No cabe la menor duda de que el país ha mejorado notablemente desde 1985, como ilustra la espectacular capacidad de respuesta que se ha construido para casos de huracanes que, hay que recordar, hasta hizo posible que un contingente militar mexicano fuese a EUA cuando Katrina golpeó a Nueva Orleans.

El argumento de Bueno de Mesquita y Smith se puede resumir en una idea: un gobierno o un gobernante va a ejercer todo el poder con que cuenta y lo va a emplear para auto preservarse. Si ese poder no está acotado por medio de mecanismos institucionales (mencionan en particular a la transparencia, la rendición de cuentas y los contrapesos al poder), su propensión al abuso es infinita. De ahí que afirmen cosas como: que países como Haití son mucho más vulnerables a los huracanes que otras islas aledañas; que la existencia de vastos recursos naturales (como el petróleo) propician regímenes autocráticos; que los sueldos de autoridades menores tienden a ser extraordinariamente elevados en países subdesarrollados; y que mientras mayor sea el poder unipersonal, mayor la tentación a impedir que se desarrollen mecanismos de equilibrio que, dicen los autores, es lo que diferencia la forma en que responde el gobierno alemán ante un siniestro de como lo hace el de Bangladesh.

Puesto en términos coloquiales, los gobiernos y los gobernantes actúan dentro del marco de poder que los acota, es decir, cuando abusan lo hacen porque pueden. La experiencia de México a partir de 1985 es de un claro fortalecimiento institucional pero, como ilustra la criminalidad rampante, falta mucho más de lo que se ha avanzado. Con todo, de lo que no hay duda, como muestra recientemente Ecatepec, es que la capacidad de respuesta crece y mejora. Ahora siguen las policías y el poder judicial…

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Criar cuervos

REFORMA

Luis Rubio

 

“Cría cuervos y te sacarán los ojos” dice el refrán que Carlos Saura utilizó con gran acierto. Lo mismo se puede decir de los sindicatos, grupos radicales, disidentes y organizaciones paralelas que crearon los priistas y sus acólitos con la idea de que les servirían como contrapeso o alternativa frente a los excesos de sus propias bases. Cincuenta años después, la realidad es muy distinta: los sectores originales (obreros, campesinos y sector popular) languidecen (aunque sus líderes sigan depredando) mientras que los grupos creados como supuestos contrapesos ponen en jaque al gobierno en Guerrero, Oaxaca y en diversos sectores de la economía. Un gobierno que aspira a hacer valer su autoridad no podrá alcanzarlo en la medida en que no logre restablecer orden en su propia casa.

En las tragedias griegas se sabe de antemano que el asunto acabará en desastre. Los únicos que parecen impávidos son los funcionarios y políticos que imaginan, como si se creyeran Sófocles, que pueden evitar el horror que está por venir. La tragedia se desenvuelve y avanza hasta su inevitable conclusión, pero los actores aparecen impasibles, ignorantes de lo que sigue. Ellos crearon el fenómeno, lo financiaron e impulsaron, pero no son responsables de nada. La tragedia se desarrolla como si se tratara de un proceso inexorable, en el que nadie puede interferir.  Lo único que queda es la arrogancia, el orgullo y la decepción de los políticos que, aun siendo culpables, viven en la desmemoria, adoptando posturas maximalistas, como si sus acciones de antes no tuvieran consecuencias. Marcada queda la historia por políticos que cambiaron de partido, adquirieron nuevas lealtades o siguen, en el fondo, con las mismas, pero que son incapaces de aceptar un mea culpa. Lo que queda son los liderazgos sindicales que ahora todo mundo quiere olvidar, las guerrillas creadas ex profeso, las disidencias financiadas desde el gobierno federal y los manifestantes a sueldo. Lo que no se puede ignorar son las consecuencias para la paz del país y para la vida cotidiana de la ciudadanía.

Si no se acepta el origen del desorden reinante es imposible responder o, más al punto, aspirar a recuperar la legitimidad de la autoridad. Lo fácil es culpar a tal o cual expresidente o partido, pero la realidad es que el desorden en el país comenzó desde 1968 y nada ha alterado la tendencia. Con esto no quiero sugerir que todos los gobiernos posteriores a esa fecha fueron deshonestos, ignorantes o irresponsables. El punto no es calificarlos sino establecer la realidad que hoy vivimos.

El desorden surgió de dos factores en cierta forma contradictorios. Uno fue la decisión (explícita o implícita) de los gobiernos de abdicar a su responsabilidad de gobernar, entendiendo esto como mantener la paz, crear condiciones para el desarrollo del país, penalizar comportamientos claramente ilegales y apegarse al mandato de ley y del marco institucional. La parálisis gubernamental comenzó por el peso de la sensación de ilegitimidad que caracterizó a los priistas y siguió por la incompetencia de los panistas. Este factor ya no sigue siendo real.

El otro factor que condujo al desorden actual tiene que ver con el choque de percepciones, realidades y acciones que ha caracterizado a la política pública en estas décadas y que yace en la parálisis que en esta materia se encuentra el gobierno actual. Primero está el hecho de la apertura económica. Aunque muchos siguen disputando y reprobando el hecho, la realidad es que la economía mexicana ha estado fundamentalmente abierta desde mediados de los ochenta; se pueden discutir las contradicciones en el seno de esa apertura y los absurdos que su inequidad ha generado, pero el hecho es que el principal motor de la economía mexicana son las exportaciones. Esto puede gustar o disgustar, pero en nada cambia los hechos. El gobierno puede aceptar o rechazar esta realidad, pero le sería útil aceptarlo pronto.

En segundo lugar se encuentra el pasado inmaculado, como si se tratara de un condicionante absoluto. Del pasado emanan todos nuestros mitos, los viejos y los nuevos. Ahí está una política petrolera obsoleta, la desidia sobre el gas, los mitos sobre EUA, la falta de reconocimiento del caos que crearon priistas específicos buscando el poder sin reparar en los costos y riesgos que ese actuar entrañaba y la pretensión de que se puede diferenciar al inversionista nacional del extranjero. En una economía global lo único que existe es un mercado en el que los inversionistas requieren certidumbre jurídica, patrimonial y física, servicios públicos, energéticos e interlocución funcional con el gobierno. Si se busca el orden, hay que comenzar por resolver los problemas y mitos creados en la casa priista, la de hoy y la de antes.

Finalmente, quizá el gran reto del país se puede resumir en una contraposición muy simple: modernidad vs tradición. La modernidad implica construir un país en forma: con todas las estructuras de autoridad, pero también con los pesos y contrapesos que son cruciales para garantizarle certidumbre a la población, a los inversionistas y a nuestros socios en el exterior. La modernidad implica un gobierno capaz de actuar (y el actual ha mostrado sobrada capacidad para ello) pero también un proyecto de desarrollo viable y realista, algo que no parece presente en la visión actual.

Lo que importa a los ciudadanos es un gobierno funcional que no abusa de ellos y una economía creciente. Esa es una definición de modernidad que, me parece, toda la población aceptaría. El problema es que mientas el gobierno no haga suya la modernidad, ésta nunca llegará.

En este contexto es lógico que la población suscriba más el escepticismo que el optimismo que manifiestan las editoras internacionales. Las encuestas muestran un agudo abismo en la opinión de la población respecto a la de los opinadores. La experiencia de los últimos sexenios sugiere que en la medida en que haya divorcio entre ambos contingentes, el gobierno saldrá perdiendo.  Como dijera Will Rogers, un actor estadounidense del inicio del siglo XX, “es fácil ser un humorista porque todo el gobierno trabaja para mí”.

Lo último que el gobierno del presidente Peña quiere es que la población acabe en el cinismo tradicional del mexicano, pero la única forma de evitarlo es garantizando sus derechos y libertades y logrando un crecimiento económico sostenible. Irónicamente, en contraste con la era priista de antaño, ambos serán coincidentes cuando el gobierno asuma la legitimidad de su triunfo en las urnas y cumpla con su responsabilidad de hacer valer la ley y construir instituciones sólidas y permanentes.

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¿Por qué fallan?

REFORMA

Luis Rubio

Los gobiernos mexicanos llevan décadas hablando de reformas. El tema se ha convertido en mantra: sin reformas, nos dicen, es imposible lograr tasas elevadas de crecimiento. Acto seguido, desde los ochenta, se han propuesto y procesado un número nada despreciable de reformas, la mayoría de las cuales ha tenido efectos benignos. En términos objetivos, el país se ha transformado en estos años y muchas cosas han mejorado de manera impactante. Y, sin embargo, ocurren dos cosas paradójicas: por un lado, el mantra de las reformas sigue vivo y es fuente de controversia y conflicto político permanente. Por el otro, nadie parece muy satisfecho con los resultados.

David Konzevik, excepcional observador de este mundo cambiante, hace años desarrolló una tesis sobre la “Revolución de las Expectativas” con la que explica como, en un mundo globalizado, no importa cuánto haya mejorado la realidad, si la percepción –entendida ésta como la comparación que hace la gente con lo que ocurre en otras latitudes- es que falta mucho para alcanzar a otros. De esta relatividad, afirma, emanan muchos de los problemas de gobernabilidad de los países emergentes. La tesis explica el lado de las expectativas y percepciones y, por lo tanto, de un fuente clave de conflicto. Lo que deja para analizar es por qué las reformas, supuestamente concebidas y diseñadas para mejorar la realidad y hacer posible una comparación favorable con otras naciones, no logran su cometido.

La respuesta sin duda yace en el problema de fondo de las reformas: para ser exitosas, éstas entrañan la afectación de intereses, que son precisamente quienes se benefician del statu quo. Si uno acepta la noción de que reformar implica afectar intereses, entonces el conflicto que yace detrás de las reformas –igual en materia fiscal que laboral, energética o educativa- tiene muy poco de ideológico y mucho de sustantivo. La ideología y el discurso son instrumentos para sumar adeptos y crear una sensación de caos y conflagración épica. Lo relevante son los intereses.

Muchas de las reformas que llegan a ser formalmente propuestas ya de por sí adolecen de innumerables limitaciones. En los ochenta, el principal problema era la contradicción inherente en el proyecto de reforma: el gobierno quería reactivar la economía pero no quería minar la estructura de intereses priistas. Esa racionalidad entrañó consecuencias evidentes: la economía avanzó en algunos frentes pero siguió paralizada en otros. La pregunta relevante es si algo cambió entre entonces y ahora. En aquella época el gobierno entendía la necesidad de reformar, pero su objetivo ulterior era mantener el poder. Ahora que ya ha habido dos alternancias de partidos en el poder, es razonable preguntar si la lógica ha cambiado. Una posibilidad es que, dado que el PRI nunca tuvo que reformarse, la lógica sigue intocada. Otra indicaría que, precisamente para conservar el poder en un entorno político competitivo, el gobierno tiene todos los incentivos para reformar de manera cabal y acelerada. El tiempo dirá cuál es la buena.

En su dimensión pública, las reformas tienen dos momentos de disputa y mucho de su limitado alcance se explica por la excesiva concentración del debate en el primero de ellos. La disputa inicial es siempre en el congreso, pues es ahí donde se debate el contenido de lo que se  propone reformar. Ahí se concentra la defensa y el ataque –así como la mirada de los analistas y políticos- y donde se confrontan los intereses creados con quienes promueven las reformas. Sin embargo, más allá de las disputas, la historia demuestra que -mediatizadas y diluidas- muchas de las iniciativas acaban siendo adoptadas pero la realidad prácticamente no cambia. La pregunta es por qué.

La respuesta yace en el segundo momento de las reformas: lo realmente trascendente de una reforma es su proceso de instrumentación. Todos sabemos que en México existe una enorme distancia entre la letra de la ley y la realidad; en el asunto de las reformas el momento relevante es cuando una ley tiene que ser hecha efectiva. La ejecución de lo que se propone reformar es donde reside la verdadera prueba de la capacidad de transformación, pues es ahí, en la vida real, donde se confrontan los intereses con quienes tienen la encomienda de convertir la reforma en realidad. Ese en ese segundo momento donde, en muchos casos, hemos fallado miserablemente.

Algunas de las fallas tienen que ver directamente con la forma en que se decidió la reforma misma y no hay mejor ejemplo que el de las privatizaciones, donde el criterio fue de ingreso fiscal y no de organización industrial, es decir, de la forma en que funcionaría el mercado respectivo después de llevada a cabo la transferencia de la entidad privatizada a un empresario privado. Otras fallan por su mala o incompleta instrumentación. Por ejemplo, algunas empresas internacionales afirman que, en el caso de la explotación de los recursos petroleros en aguas profundas, la ley es suficiente para que ellas pudieran competir por un contrato, pero también que anticipan un enorme conflicto político el día en que se convocara a ese concurso. Es decir, la ley ha sido reformada pero no así la realidad.

Por conflictivo que sea el proceso de aprobación de una reforma en materia de educación o energía, el momento crucial es el de la instrumentación. Una reforma al sistema educativo implica un cambio en la relación con más de un millón de maestros y toda la estructura de liderazgo sindical y administración burocrática. Reformar a PEMEX implicaría, primero, hacer de PEMEX una empresa y no un ente político-burocrático dedicado a dispendiar favores, corrupción y fondos para uso político-electoral. Una reforma en cualquiera de esos ámbitos implica una operación política de enormes alcances y riesgos. El punto es que la ejecución de un proceso de reforma es mucho más complejo que el debate sobre la reforma legal que le precede. Es ahí donde se aterriza la reforma: donde triunfa o fracasa. Donde se logra un resultado positivo o uno mediocre.

En su magna historia sobre el fin del imperio romano, Edward Gibbon escribió que, para cambiar, se requiere “la determinación del corazón, la cabeza para ingeniarse el cómo y una mano fuerte para la ejecución”. Eso que Gibbon sabía en el siglo XVIII sigue siendo válido ahora: una reforma es irrelevante si no se instrumenta a cabalidad y eso exige una gran capacidad de operación política. Esa capacidad es inherente al gobierno actual. Falta ver la calidad de las reformas que promueva y su disposición a afectar intereses, muchos de ellos cercanos al PRI.

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La CNTE y los ciudadanos

REFORMA

Luis Rubio

El país sigue dividido, pero no sólo en posturas sino sobre todo en la concepción de dónde nos encontramos como sociedad. Para unos bloquear una carretera es algo natural y aceptable: en la guerra todo se vale. Para otros el bloqueo de una vía de comunicación constituye una violación constitucional. Para los primeros el uso de la fuerza implica represión y nunca se debe emplear; para otros la fuerza es un componente central del Estado de derecho. Se trata de visiones contrapuestas: para unos “mientras peor mejor”, para los otros “ahí la vamos llevando”. Al final, nunca se acaba enfrentando el asunto de fondo: la división que paraliza al país y le impide construir una plataforma de desarrollo en la que todos quepamos. Nada de esto es nuevo, pero lo terrible es que llevamos cincuenta años –por lo menos desde 1968- en este enredo y no hay nada que sugiera que hayamos avanzado ni un ápice.

Lo fácil es asignar culpas, insultos o epítetos, como ha ocurrido en torno a los bloqueos organizados por la CNTE, pero eso no nos lleva muy lejos. En la medida en que esos grupos vivan en un entorno o en una lógica de poder distinta a la que vivimos quienes aceptamos las reglas formales del juego (así sean éstas malas o insuficientes), las reglas son inaplicables. De nada sirve condenar un comportamiento cuando el objetivo mismo de quien se comporta de determinada manera es hacer sentir su oposición o reprobación del marco normativo que los “otros” consideran válido. Esa contradicción es la que yace en el corazón de la conflictividad que vive el país (sin incluir al crimen organizado) y para la cual, desde hace décadas, no ha habido ni siquiera un intento de respuesta.

Peor todavía, la existencia de visiones, posturas y estrategias contrapuestas ha propiciado el desarrollo de toda una industria de la manipulación política, propiciada desde el poder, mucha de ella inspirada menos en grandes principios o ideales filosóficos que en el pragmatismo más terrenal, lo que en el diccionario se conoce como chantaje y extorsión. Es así como la ciudad de México se convirtió en el oasis de las manifestaciones o como, en lugar de procurar soluciones trascendentes, han depredado algunos sindicatos, se han apuntalado en el resentimiento candidaturas presidenciales o se han refugiado algunos políticos tras bardas cada vez más altas, como ilustra la casa presidencial en la última década.

La industria del chantaje hoy abarca a todos: desde el gobernador que hace su propia manifestación frente a Palacio Nacional hasta los que llevan (o traen) conflictos del lugar más recóndito hacia el DF no para resolver el problema del grupo específico sino para avanzar su propia causa personal. Entre una cosa y la otra se esconden disidentes, negociantes y chantajistas. Pero el punto de fondo no es la industria del chantaje sino el hecho de que efectivamente existe una contraposición de esencia en el corazón del país y del Estado mexicano.

En la época vieja del PRI el país padecía de movilizaciones cotidianas de esta naturaleza, pero el sistema gozaba de la capacidad, y generalmente de la disposición, para actuar y evitar llegar a situaciones extremas. Aunque casi nunca se resolvía el problema, al menos los conflictos raramente llegaban a excesos inmanejables. El deterioro gradual de la autoridad del gobierno y la indisposición a emplear la fuerza pública acabaron por convertir al gobierno mismo en presa del chantaje. El desorden generalizado que siguió fue producto de la desidia: dejaron de aplicarse las viejas reglas autoritarias por temor a las consecuencias mediáticas y no se desarrolló un nuevo concepto de política que atacara el corazón del problema. Los dos gobiernos panistas no cambiaron la lógica ni la tendencia. Por ello su deuda con la sociedad es tan grande: en sentido contrario a su origen, abandonaron a la ciudadanía y no hicieron más esfuerzo que el de seguir pavimentando el camino a la perdición.

Frente a esta realidad, el nuevo gobierno ha respondido de dos maneras: ha reorganizado las estructuras reales de poder para recobrar la autoridad perdida y, como ocurrió en la carretera de Acapulco, actuó para someter a los revoltosos a reglas mínimas de civilidad. Se trata de dos lados de una misma moneda: ser autoridad y ejercerla frente a quien la rete. El resultado inmediato fue encomiable: el gobierno logró atenuar el asunto inmediato; sin embargo, como evidencia la situación actual, esto no constituye una solución al tema de fondo.

Un chantaje sólo se termina cuando se elimina al extorsionador o cuando se resuelve el móvil del mismo. En los años mozos del viejo sistema se hacía lo primero pero luego ya no se hizo nada: ni se eliminaba a los chantajistas ni se atacaban las causas del problema, lo que propició la proliferación de chantajistas. El ejercicio de la autoridad ataca el primer frente pero nada más. La pregunta es qué sí se puede hacer.

La cita siguiente captura la esencia del problema y, como no tiene nada que ver con México,  permite tomar una perspectiva menos cáustica y más desapasionada de la naturaleza del reto: “La tragedia del reino de la familia Assad, dice Robert Kaplan, no es que haya producido una tiranía: esa tiranía… permitió una paz sostenida luego de 21 cambios de gobierno en  los 24 años que precedieron al primer Assad… La tragedia es que los Assad no hicieron nada útil con la paz que establecieron. No emplearon el orden que lograron para construir una sociedad civil que hubiera evitado la guerra actual. Nunca avanzaron hacia una conversión de una población de súbditos a una de ciudadanos: los ciudadanos se colocan por encima de los conflictos sectarios en tanto que los súbditos no tienen más que el sectarismo como refugio”.

Guerrero exhibe lo peor del viejo sistema junto con los riesgos que entrañan las peligrosas alianzas con el crimen organizado. Por ello la solución reside en un replanteamiento político, con disposición a emplear la fuerza pública para hacerlo valer. El bloqueo de la carretera de Acapulco y la movilización que ha seguido no son sino respuestas sectarias a un sistema con el que no se identifican. No ven que éste los beneficie o que puedan avanzar en sus legítimos intereses por la vía de la negociación porque no son, ni se sienten, ciudadanos. Se sienten súbditos y, como tales, desafían al gobierno. El mecanismo del chantaje funcionó muy bien por décadas, pero hoy el gobierno se equivoca si cree que va a disuadirlos con un par de muestras de autoridad. Se requiere un cambio en la concepción básica de lo que es el gobierno y la ciudadanía, y luego hacerlo valer con autoridad.

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El problema económico

Luis Rubio

Todas las evaluaciones internas sobre los problemas de la economía suelen incluir: la falta de crédito, la competitividad de la planta industrial y la competencia por parte de productos chinos. Cada uno de estos síntomas tiene su propia dinámica y estructura de causalidad; lo que los tres tienen en común es que, en el fondo, se trata del mismo problema.

Primero el crédito. Una queja perenne y permanente del lado empresarial, y de no pocos políticos, es la que se refiere a la relativamente baja “bancarización” de la economía mexicana y, sobre todo, la participación del crédito como porcentaje del PIB. La participación del sistema bancario en la economía es menor que en otras economías similares pero hay razones que explican la diferencia. En Brasil, el crédito total otorgado a personas y empresas representó aproximadamente 60% del PIB en 2012, comparado con 27% en México. De ese 60% en Brasil, el banco de desarrollo BNDES representó 21% del PIB, o sea, la tercera parte del crédito total. Visto en conjunto, todo indicaría que una explicación de los problemas del crecimiento en México yace en la ausencia de crédito.

Un análisis más cuidadoso revela factores trascendentes. Por un lado, en contraste con los bancos privados, el BNDES ha tomado enormes riesgos crediticios y ha asumido ingentes pasivos empresariales. Muchos analistas anticipan que mucha de su cartera acabará siendo incobrable. El tiempo dirá. Con eso, las cifras que sí son comparables son 49 vs 27, es decir, una diferencia de 22 puntos porcentuales, que no son pocos, y quizá se explique fundamentalmente por la crisis bancaria de los noventa en México, que generó una cultura financiera mucho menos tolerante al riesgo de lo que existía antes. Pero hay otro factor que es mucho más revelador: las cifras de crédito a empresas grandes y al consumo en México no son significativamente distintas a las brasileñas. La gran diferencia reside en el sector industrial pequeño y mediano, donde casi no se extiende crédito en México.

En la baja competitividad de la planta productiva yace quizá el principal problema de la industria nacional. Si uno escucha a esos empresarios, la explicación se remite al asunto del crédito, la ausencia de apoyos y protección por parte del gobierno y el contrabando, es decir, el tercer factor. El problema del crédito es real pero circular: no hay crédito por la falta de competitividad y no hay competitividad por la falta de crédito. Los bancos afirman, con razón desde mi perspectiva, que no es posible extenderle crédito a empresas que no tienen un proyecto viable y competitivo de inversión, susceptible de tornarlas exitosas en una economía globalizada. La demanda por subsidios y protección arancelaria y no arancelaria (demanda cada vez más exitosa en esta administración) confirma lo que dicen los bancos: que estas empresas pretenden vivir no por su capacidad para producir bienes que el mercado demanda a buenos precios y de buena calidad sino por la protección que les confiere el gobierno respecto a sus competidores. Incrementar el crédito vía NAFINSA no va a resolver el problema.

En su esencia, el problema industrial del país se remite a un desempate que ha ocurrido entre la teoría y la realidad. Hasta los ochenta, la estructura de la economía mexicana no era muy distinta a la brasileña. El modelo de desarrollo que se había adoptado después de la segunda guerra mundial se orientaba a promover el crecimiento de la industria por medio de subsidios y protección de importaciones. Se buscaba, a través de la substitución de importaciones, el crecimiento de una poderosa industria. El modelo privilegiaba al productor por encima del consumidor y acabó creando una industria poco competitiva que típicamente producía bienes de baja calidad a altos precios. En los ochenta, el gobierno mexicano optó por la liberalización comercial con el objetivo de elevar la competitividad de la economía y, con ello, mejorar tanto la calidad como el precio de los bienes, pero sobre todo favorecer un rápido crecimiento de la productividad que se tradujera en mejores empleos con salarios más elevados.

Detrás de la decisión de liberalizar reside un principio bien conocido entre los estudiosos de la economía: el de la ventaja comparativa. En una ocasión, el matemático Stanislaw Ulam le preguntó al decano de los economistas de su época, Paul Samuelson, si había un ejemplo de un principio económico que fuese, a una misma vez, verídico de manera universal y no evidente. Samuelson respondió de inmediato con el principio de la ventaja comparativa de David Ricardo, elaborado en 1817. Bajo este principio, lo que importa para una economía no es su capacidad y habilidad absoluta de producir bienes sino esa capacidad y habilidad relativa, respecto a otros.

Aunque en un país se produzcan muchas cosas, cada economía es más eficiente en la producción de unos bienes que en otros. Bajo esta premisa, el comercio internacional permite que un país se especialice en algún tipo de bienes que además exportará, mientras importa otros en que es menos eficiente, logrando con ello un nivel de bienestar mayor. El principio está bien establecido y no hay la menor duda que funciona. El problema es cómo aplicarlo en una economía que ya opera bajo la premisa de la virtual inexistencia de comercio internacional, como era nuestro caso hasta los ochenta.

De acuerdo a la teoría económica, al liberalizarse la economía mexicana, el país se habría especializado en cierto tipo de bienes (como electrónicos, automóviles, motores, aviación, frutas y verduras, carne, etcétera, es decir, todos los sectores en que somos brutalmente competitivos como exportadores) y habría abandonado otros sectores en que no tenemos ventajas comparativas y que sólo existieron como resultado de la estrategia de protección y subsidio de antaño. Algo de esto ocurrió, lo que explica la desaparición de muchas empresas en sectores como juguetes y textiles pero, gracias a la persistencia de mecanismos directos e indirectos de protección, muchas empresas que normalmente habrían tenido que transformarse o fenecer permanecen funcionando. Unos cuantos se benefician a costa de un menor crecimiento general de la economía.

El país enfrenta un dilema que no se ha resuelto desde la apertura comercial hace casi treinta años: entrar de lleno a la construcción de una planta productiva moderna o persistir en la protección de un sector que, como está, no tiene futuro. Se puede persistir, pero el costo es creciente y se mide en malos empleos, bajo crecimiento y, sobre todo, empleos poco productivos que, inevitablemente, pagan mal.

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¿DEMOCRACIA Y CONFLICTO?

FORBES

OPINIÓN
LUIS RUBIO — EN PERSPECTIVA

UNA DE LAS VIRTUDES QUE MUCHOS estudiosos le atribuyen a la democracia es que las naciones que la adoptan tienden a ser menos violentas y mucho menos propensas a entrar en conflictos con otras. Según esto, la democracia obliga a los gobiernos a resolver sus problemas mediante la negociación, lo que normalmente excluye el conflicto abierto.

 

La lógica teórica es Impecable: a) los líderes políticos en una democracia tienen que responder a sus electores y,  si pierden una guerra, pierden las elecciones; b) las democracias tienen una inclinación natural a evitar ver a otros actores como hostiles: todos son potenciales aliados; c) las democracias típicamente desarrollan estrategias económicas más sólidas, que usualmente no son compatibles con conflictos militares. En una palabra, los líderes democráticos no tienen incentivos para pelearse.

La primavera árabe fue muy aplaudida por el fin de gobiernos autoritarios, pero también por la presunción de que eso disminuiría el conflicto regional. Me pregunto si hay lecciones en México de esa experiencia democrática, tanto por el entusiasmo inicial como por el desencanto posterior.

En México hemos tenido el privilegio de no vivir en un vecindario propenso a las guerras, circunstancia que nos ha permitido el lujo de sentirnos inmunes. Frente a conflictos, los mexicanos tendemos a apoyar a quien identificamos como la víctima pero sin mucha conciencia de lo que significa una guerra. Según algunos historiadores, la noción misma de la mexicanidad nació con la invasión norteamericana de 1947, pero el sentido de víctima, como dijo Octavio Paz, tiene raíces precoloniales. La historia y la vecindad nos han dado una perspectiva sui generis de las guerras.

De lo que no hemos estado exentos es del conflicto interno. Más allá del crimen organizado, el país vive un sinnúmero de conflictos que revelan un estado pre-democrático de política. Conflictos como los de Oaxaca y sus supuestos maestros, la toma de edificios y universidades en la Ciudad de Mexico, los plantones, las manifestaciones diseñadas para afectar a la ciudadanía o el bloqueo de carreteras, no son sino ejemplos palpables de un sistema político pre-democrático.

Los conflictos no se resuelven en las instancias políticas (como el Congreso) o las judiciales. En lugar de la negociación, se emplean instrumentos de fuerza y de presión orientados a imponer soluciones. Algunos políticos y partidos son más propensos a emplear este tipo de medios pero, en el conjunto, las diferencias no son dramáticas. Cuando un partido está fuera del poder utiliza instrumentos antiinstitucionales de presión que jamás toleraría estando en el gobierno.

“MÁS ALLÁ DEL CRIMEN ORGANIZADO, EL PAÍS VIVE UN SINNÚMERO DE CONFLICTOS QUE REVELAN UN ESTADO PRE-DEMOCRÁTICO DE POLÍTICA”.

Desde esta perspectiva, aunque no conocemos a la guerra como instrumento político, la política nacional sigue evidenciando facetas no democráticas y métodos de resolución de conflictos típicos de sistemas políticos corporativistas, cuando no autoritarios. Manifestaciones de esta naturaleza son sólo posibles cuando su empleo rinde resultados. Es decir, mientras la autoridad siga privilegiando la resolución de conflictos en las calles por encima de las instancias institucionales, el conflicto seguirá. Todos son actores racionales.

Lo anterior no debe entenderse como una llamada al uso de la mano dura. Un gobierno decidido a privilegiar la institucionalización de los procesos políticos tendría que ir forzando -sin violencia pero con autoridad— a los actores políticos a incorporarse en esos circuitos.
Como ejemplifican los líderes sindicales que se alinearon con el gobierno luego de la detención de la líder magisterial Elba Esther Gordillo, o los empresarios del sector de las telecomunicaciones aplaudiendo una acción que afectó severamente el valor de sus empresas, todos los actores son racionales; todos saben leer los movimientos políticos y se ajustan a una nueva realidad.

Un gobierno decidido a establecer nuevas reglas de] juego tendría que ir constituyendo una nueva estructura institucional susceptible de contribuir a lograr esos objetivos. Para perdurar, un proceso de cambio político no puede depender del actuar de una persona o de un gobierno, sino de la existencia de reglas permanentes que sólo garantizan tas instituciones.

La democracia, dijo Joseph Schumpeter, no es más que un método para tomar decisiones que obliga a los actores políticos a someterse al marco normativo y no se toleran comportamientos fuera del mismo. En Holanda, el Iíder del partido liberal alguna vez afirmó que jamás ofendería a ningún otro parlamentario porque “uno nunca sabe con quién tendrá que construir  una coalición en el futuro”.

Ese es el espíritu de una sociedad institucionalizada.

 

Luis Rubio es Presidente del Centro de Investigación  para el Desarrollo A.C.

 

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Credibilidad e impacto

Luis Rubio

“Muchos son los andantes,» dijo Sancho. «Muchos,» respondió don Quijote, «pero pocos los que merecen nombre de caballeros.”  Las instituciones no nacen siendo fuertes: van ganando fortaleza -o perdiéndola- en la medida en que avanzan en su cometido y se ganan el respeto de la ciudadanía. No basta con que existan las instituciones (producto de un acto político, usualmente en la forma de una decisión legislativa); las instituciones se vuelven parte de la fibra social si la sociedad las abraza y acepta como suyas. Cuando esto no ocurre, las instituciones se tornan en edificios vacíos sin credibilidad. La mayoría de nuestras entidades «autónomas» y regulatorias (pero ciertamente no todas) ha fallado en lograr el reconocimiento y legitimidad popular porque no han comprendido el momento, su función o las circunstancias por las que atraviesa el país. Un ejemplo de ello es la Comisión Federal de Competencia, COFECO.

La monarquía española a partir de la muerte de Franco es un buen ejemplo de cómo se constituye y afianza una institución. Aunque el dictador organizó su sucesión utilizando al hoy rey Juan Carlos como medio de continuidad, la monarquía se consolidó y fue aceptada por la sociedad sólo cuando se dio la intentona de golpe de Estado por parte de Tejero, un lustro después. Fue en ese momento, cuando el rey se convirtió en el factor clave de estabilidad y retorno a la normalidad democrática, que la monarquía demostró su trascendencia y la importancia de su función.

La viabilidad y credibilidad de una institución depende de la forma en que se conducen quienes la encabezan. El IFE se ganó su lugar en parte por la labor de su consejo, pero no es posible ignorar que la suerte jugó un papel estelar: de no haber ganado en 2000 el candidato políticamente correcto, su credibilidad habría sido ínfima. No por casualidad sufrió un embate brutal y visceral en 2006, tan grande que hizo factible la remoción de su consejo, como si éste no tuviera valía. Nunca logró consolidar su legitimidad.

Cuando es joven, una institución tiene que ganarse la credibilidad en su ámbito de acción. En países con instituciones fuertes y bien desarrolladas, la creación de una nueva entidad no constituye un desafío mayúsculo y, aunque también tiene que ganar su espacio, el ambiente tiende a facilitarlo. La situación es muy distinta en un país como el nuestro, donde la concentración de poder ha sido tan vasta, la vida política dominada por un solo partido y la separación de poderes tan endeble. En un contexto de opacidad, corrupción, cacicazgos, líderes «fueres» y «morales», no es fácil la incorporación de entidades diseñadas para profesionalizar el ejercicio del poder, arbitrar disputas, garantizar el acceso a la información, regular la actividad económica o la transparencia de la actividad pública y política. Se trata de un choque de conceptos, principios, prácticas, tradiciones y, no menos importante, intereses. Es, por decir lo menos, una enorme contradicción.

En un contexto así, una nueva entidad tiene que desarrollar una estrategia para acreditar su viabilidad, ganar la aceptación de la población y construir su legitimidad. La COFECO nació en el momento en que comenzaba la liberalización económica: el gobierno abandonaba una forma de control y supervisión directa y comenzaba a construir un nuevo esquema, fundamentado en una economía abierta, procesos de privatización de empresas y una desregulación generalizada. La nueva comisión nació con el mandato crucial de asegurar que los mercados en la economía mexicana fuesen competitivos, es decir, que no hubiera prácticas monopólicas, que las regulaciones no favorecieran a unos jugadores sobre otros, todo para el beneficio del consumidor.

No era un mandato fácil, dada la naturaleza ya de por sí oligopólica de la economía. Tampoco era sencillo por la existencia de enormes empresas, algunas recién privatizadas, controlando sectores enteros y concentrando la atención de los consumidores, analistas y críticos. La Comisión tenía dos opciones: irse contra los grandes asuntos o contra otros menos visibles pero igualmente importantes. No hay que perder de vista que el fenómeno de concentración se reproduce en todos los niveles, regiones y sectores. Ir contra los grandes implicaba irse contra entidades con mucho dinero y mucho poder; irse contra las menos grandes habría implicado golpes quizá menos efectistas pero tal vez más certeros. La relación de poder ciertamente habría sido distinta.

La COFECO optó por lo visible sin reconocer el riesgo en que incurría. Al irse contra los grandes, también se fue contra los poderosos: con bolsas grandes para contratar abogados y procurar amparos, relaciones políticas por todos lados y una infinita capacidad de corromper. No por casualidad, luego de años de intentos fallidos, tiene muy poco que mostrar como resultados tangibles. Abrió procesos contra la mayoría de las empresas y sectores que, correctamente o no, más se asocian con prácticas monopólicas o abusos al consumidor. Sin embargo, las pocas batallas que ganó acabaron siendo pírricas. Algunas todavía están en veremos. Dos décadas después de su creación tiene muy poco o nada que mostrar como beneficio al consumidor que es, supuestamente, su mandato. No es casual que su credibilidad sea tan endeble y que, por lo tanto, los políticos anden viendo cómo la modifican una vez más. El caso del IFE es sugerente.

Por supuesto, no hay nada de malo de concentrarse en los asuntos más grandes y visibles, excepto que, tratándose de asuntos de poder -una institución endeble frente a unos monstruos perfectamente establecidos- la probabilidad de ganar es poca. Quizá la nueva ley de amparo abra espacios hasta ahora imposibles, pero incluso en esa circunstancia no es posible ignorar la obviedad y la ironía para una entidad que se cree autónoma: ese cambio sólo fue posible gracias a la imposición presidencial.

Quizá el resultado hubiera sido otro de concentrarse la comisión en mercados más limitados pero con mayor probabilidad de éxito. Algunas obvias para mí, pero claramente no exclusivas, son: la industria de gases industriales, dominada por dos entidades que, según parece, se comunican entre sí; la del transporte de carga y de pasajeros, que se dividen el mercado; la de los famosos «tags» para las carreteras, que permiten monopolios individuales. No faltan ejemplos de abuso al consumidor y de inoperancia de la COFECO.

 

Unos cuantos triunfos perceptibles para el consumidor habrían creado una comisión efectivamente autónoma, no una siempre dependiente de la venia gubernamental. Habrá que comenzar de nuevo, una vez más.

 

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La verdadera urgencia

Luis Rubio

En una de sus famosas arengas, el presidente Lincoln lanzó una pregunta retórica que se aplica a nuestro pseudo debate en materia energética. “¿Cuántas patas tiene un perro si se incluye la cola? Cuatro”, se respondió a sí mismo. “El hecho de que se llame pata a una cola no la hace una pata”. El mundo de la energía ha cambiado radicalmente pero nosotros seguimos atorados en 1938. El problema es que si no rompemos la inercia, nos arriesgamos a un colapso económico.

Hasta hace algunos años la discusión sobre el petróleo y, en general sobre la energía, era una combinación de deseos, beneficios reales o potenciales e historia. Dependiendo de la perspectiva económica, política o burocrática, algunos ven al petróleo como una palanca para el desarrollo hoy, otros como una reserva de riqueza para un futuro indeterminado. Aunque el tiempo no es el único factor que juega en este debate, sí constituye un factor determinante de la dinámica política al respecto porque entraña toda la maraña de mitos, ideologías, intereses, historia y  objetivos que se engarzan en esta materia. El tema es complejo por la mezcla de asuntos: quienes no quieren cambiar porque un cambio afectaría sus intereses, quienes ven al cambio como una oportunidad y quienes se oponen al cambio por ideología. Es decir, es casi como una discusión religiosa donde se contraponen asuntos del César y asuntos de Dios y la combinación nunca es feliz.

Independientemente de la perspectiva específica, nadie duda de la importancia fiscal de los recursos petroleros. El gobierno mexicano se ha vuelto adicto al ingreso que genera el monopolio petrolero y eso lo convierte en un actor tan interesado en el debate como todos los demás. De esta manera, lo que se discute no es algo objetivo sino producto de choques entre partes interesadas. Esta circunstancia ha paralizado una reforma tras otra a lo largo de los últimos lustros.

El debate energético mexicano ha tenido una peculiaridad adicional: es totalmente introvertido. Se concibe a México como un ente excepcional, aislado del resto del mundo. Buenas razones había para ello: PEMEX es una fuente de recursos y mientras más exporta mayor el ingreso. La ecuación era tan obvia y simple que todo mundo se enfocaba esencialmente a intentar resolver problemas relacionados con producción. Cuando la plataforma petrolera comenzó a disminuir, la discusión se orientó hacia dónde y cómo explotar nuevos recursos y a las condiciones necesarias para que eso sea posible. Por ejemplo, en el caso de la extracción de recursos presuntamente localizados a grandes profundidades en el Golfo de México, la participación de terceros fue vista como necesaria, sea por carencia de la tecnología idónea o por el riesgo financiero inherente. Con avances o sin ellos, por muchos años la discusión se ha limitado a la explotación del petróleo.

La realidad ha cambiado y la vieja discusión se ha tornado absolutamente irrelevante. Aunque asuntos como la eficiencia de PEMEX, sus procesos productivos o su estructura de costos siguen siendo relevantes en lo que a PEMEX atañe, hoy estamos presenciando un cambio radical en la industria de la energía, de la cual PEMEX es solo un actor más. Y ese es el problema: el asunto energético ya no es sobre PEMEX sino sobre el desarrollo del país en el contexto de la revolución energética que está viviendo el mundo, pero sobre todo nuestra trastienda: el panorama energético en Estados Unidos y Canadá ha cambiado radicalmente, al grado en que pone en jaque la viabilidad de nuestra economía.

Por veinte años, el país ha vivido gracias al TLC. Este instrumento le ha permitido a la economía mexicana contar con una enorme fuente de demanda e inversión, asegurando el éxito, así sea insuficiente, de la planta productiva. El país se ha convertido en un formidable exportador de bienes industriales y eso ha generado empleos y crecimiento. Sin el TLC el país habría seguido en crisis. Por otro lado, el TLC no es más que un instrumento y no puede ser el equivalente de la “piedra filosofal” que buscaban los alquimistas medievales para solucionar todos los problemas. Hay muchas cosas que deberían hacerse para elevar la productividad de la economía, mejorar el capital humano de la población e igualar el terreno para las empresas e inversionistas a fin de introducir competencia en el mercado. Todo eso permitiría avanzar, pero no resolvería el nuevo panorama energético que, de hecho, puede poner a la economía del país en jaque.

Una revolución ha sobrecogido al mundo de la energía, primero en Canadá y más recientemente en Estados Unidos. Se trata de una revolución originada esencialmente en cambios tecnológicos que han permitido elevar de manera dramática la producción de gas y petróleo. Comenzó como un proceso casi sotto voce que, al inicio de manera pausada y más recientemente de manera definitiva, ha tenido el efecto doble de inundar al mercado de energéticos y tumbar sus precios, sobre todo del gas. Estados Unidos, el mayor importador de petróleo del mundo, está a tiro de piedra de ser autosuficiente. Un escenario con el que nunca antes habíamos tenido que lidiar.

De esta manera, la dinámica política que enmarca el contexto de la discusión sobre una potencial reforma al sector energético ha cambiado de manera radical. Lo que no parece claro es que exista conciencia alguna entre quienes son responsables de la discusión sobre la naturaleza de la revolución que se está gestando o de sus implicaciones para México.

Tres factores caracterizan a esta revolución: primero, el hecho de que EUA podría ser autosuficiente en petróleo. Segundo, los precios del gas en ese país son ahora una fracción de los que caracterizan a sus competidores en el resto del mundo (menos de 3 dólares por BTU contra más de 20 en Europa o China). Y, tercero, los costos de la energía están llevando al renacimiento de la industria manufacturera en EUA. Si no resolvemos el abasto para la industria mexicana a precios competitivos, el riesgo es mayúsculo.

Los desafíos son obvios: el petróleo que producen EUA y Canadá es mucho más ligero que el mexicano, lo que lo hace mucho más atractivo para la refinación;  nuestra ventaja en términos del costo de la mano de obra palidece frente a la diferencia de precios del gas: o sea, urge gas barato en México. En una palabra, quizá exagerando, pero no mucho, de no actuar decisivamente, México podría quedarse con su petróleo y sin industria. Se trata de un escenario que sugiere que la urgencia por reformar al sector energético es infinitamente mayor de la que nuestros políticos entienden. Más vale que se actualicen pronto.

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Algunas lecturas

Luis Rubio

La semana santa es un buen momento para reflexionar sobre mis lecturas recientes. Aquí van algunas de las que me hicieron pensar y cambiar puntos de vista.

Conrad Black es un magnate de la prensa escrita a nivel mundial que acabó en una cárcel de EUA. En A Matter of Principle hace un inteligente -y rudo- análisis de las acusaciones y condena que sufrió con especial énfasis en el sistema penal estadounidense donde, en aras de acelerar los procesos, una persona que se considera inocente con la mayor de las frecuencias tiene que aceptar algún cargo menor para evitar los costos punitivos de un juicio. El extraordinario valor del libro reside en la forma en que desnuda las prácticas del sistema criminal de ese país, que se considera ejemplo para el mundo. Es uno de esos libros que lo dejan a uno por demás preocupado.

En Locavore’s Dilemma, Pierre Desrochers y Hiroko Shimizu critican lo que consideran como modas: «comer local» y «agricultura sustentable», dos medios que supuestamente permiten resolver problemas de la industria de los alimentos a través de una alimentación saludable. Su argumento es que no son los productores pequeños los que pueden abatir el costo de los alimentos o asegurar su disponibilidad o higiene, sino que eso requiere una industria profesional apegada a estándares rigurosos de calidad.

 

Luigi Zingales es un caso peculiar. Profesor de finanzas en la Universidad de Chicago, escribió un libro  seminal. En A Capitalism for the People, Zingales argumenta que el capitalismo fue diseñado para beneficiar al ciudadano y al consumidor, pero que el crecimiento de la industria de los lobistas o abogados de intereses particulares ha acabado distorsionando todo: desde impuestos hasta gasto, pasando por empresarios y causas favoritas del gobierno. Aunque el libro se refiere a EUA, el mensaje no podía ser más oportuno: cuando las oportunidades de desarrollo individual, que son la esencia del capitalismo, dejan de estar disponibles porque la cancha no es pareja, el capitalismo deja de ser funcional.

 

Anne Applebaum describe la forma en que el régimen soviético fue sometiendo a las población del este de Europa. Al inicio, los comunistas rusos, creyentes en su sistema, supusieron que los europeos que habían quedado bajo su yugo al final de la guerra se sumarían al comunismo sin chistar. Aunque el proceso en cada país fue distinto, el Estado pronto controló todos los aspectos de la economía, la policía, la prensa y el aparato estatal. Para la autora de Iron Curtain, el error soviético residió en querer controlarlo todo: las escuelas, las organizaciones sociales, los sindicatos, las iglesias. Con ello, cualquier conflicto o dificultad se tradujo en una fuente de ilegitimidad para el sistema en su conjunto. La represión acabó siendo inevitable y, con ello, desapareció cualquier pretensión de democracia o popularidad. El libro es particularmente interesante cuando uno contrasta con el sistema priista. Aunque duro, el PRI nunca llegó a dominar toda la sociedad ni lo pretendió. Esa quizá sea una parte de la explicación de su capacidad de adaptación y sobrevivencia.

 

The Dictator’s Handbook es un libro fascinante dedicado a explicar cómo un líder (en cualquier actividad o sector) hará lo necesario para mantenerse en el poder. Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith se hacen preguntas cruciales como ¿por qué presidentes que arruinan a sus países se quedan tanto tiempo en el poder? o ¿por qué los desastres naturales afectan más a los países pobres? Su análisis concluye en que un líder es líder porque siempre está dedicado a satisfacer la coalición que lo mantiene en el poder.

 

El ser humano es, de acuerdo a Aristóteles, un «animal político». Muchos dirían que en los últimos años de crisis en todo el mundo ha dominado la primera parte sobre la segunda. En una gran historia sobre política, On Politics: A History of Political Philosophy from Herodotus to the Present, Alan Ryan afirma que la política es fundamentalmente un asunto filosófico y se aboca a dilucidar preguntas torales como el fundamento de la autoridad del Estado sobre los ciudadanos, los derechos individuales y el orden de la colectividad, los límites tanto de los individuos como del Estado. Buen libro que está escrito para pensar sobre los asuntos del hoy y ahora.

El libro más fascinante que leí este año trata sobre una nueva revolución industrial. En Makers, Chris Anderson dice que la próxima etapa del desarrollo industrial vendrá de la conjunción de modelos abiertos de diseño que permiten, vía Internet, mejorar los productos, todo ello desde un escritorio. Su argumento es que la nueva revolución será tan importante como la de las computadoras personales y cambiará toda la concepción de la producción porque permitirá una flexibilidad y capacidad de adaptación a las necesidades del cliente y del mercado que son inconcebibles para  el modelo actual de fabricación. Empleando impresoras de tercera dimensión y acceso a financiamiento, la nueva revolución permitirá que surja un nuevo empresariado basado en la micro manufactura que acabará con el monopolio de la manufactura masiva, de la misma manera que Internet acabó con el de los medios masivos tradicionales.

Dos libros contrastantes presentan el panorama de opciones que enfrentan los países occidentales. En When Markets Collide, Mohamed El-Erian habla del colapso de las economías occidentales luego de la crisis de deuda de 2007, el inicio de una era de «nueva normalidad» que, a menos que los gobiernos reduzcan masivamente sus déficit y deudas, será distinta a lo que antes existía, más parecida a las últimas dos décadas de Japón, con míseros niveles de crecimiento económico. Por su parte, en Capitalism 4.0, Anatole Kaletsky toma la línea opuesta: para este autor el futuro es promisorio y una buena combinación de estímulo económico y conducción gubernamental podría crear una nueva era de generación de riqueza. Ambos argumentos son persuasivos y quien tenga razón determinará lo que ocurra con la economía mundial por años por venir.

Para cerrar, Plutocrats, de Chrystia Freeland,  es un libro interesante porque explica un fenómeno poco entendido en los últimos años. En lugar de enfocarse al famoso 1% más rico del mundo, su enfoque es hacia el 1% del 1%. Para esta autora, el verdadero fenómeno de nuestra era reside en la concentración de nueva riqueza sobre todo originada en el desarrollo de tecnologías y en el sector financiero. El libro presagia tiempos difíciles de adaptación tanto por los desajustes que genera la nueva riqueza como por el impacto de esas nuevas fuentes de riqueza sobre los mercados de trabajo.

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