REFORMA
Luis Rubio
Los gobiernos mexicanos llevan décadas hablando de reformas. El tema se ha convertido en mantra: sin reformas, nos dicen, es imposible lograr tasas elevadas de crecimiento. Acto seguido, desde los ochenta, se han propuesto y procesado un número nada despreciable de reformas, la mayoría de las cuales ha tenido efectos benignos. En términos objetivos, el país se ha transformado en estos años y muchas cosas han mejorado de manera impactante. Y, sin embargo, ocurren dos cosas paradójicas: por un lado, el mantra de las reformas sigue vivo y es fuente de controversia y conflicto político permanente. Por el otro, nadie parece muy satisfecho con los resultados.
David Konzevik, excepcional observador de este mundo cambiante, hace años desarrolló una tesis sobre la “Revolución de las Expectativas” con la que explica como, en un mundo globalizado, no importa cuánto haya mejorado la realidad, si la percepción –entendida ésta como la comparación que hace la gente con lo que ocurre en otras latitudes- es que falta mucho para alcanzar a otros. De esta relatividad, afirma, emanan muchos de los problemas de gobernabilidad de los países emergentes. La tesis explica el lado de las expectativas y percepciones y, por lo tanto, de un fuente clave de conflicto. Lo que deja para analizar es por qué las reformas, supuestamente concebidas y diseñadas para mejorar la realidad y hacer posible una comparación favorable con otras naciones, no logran su cometido.
La respuesta sin duda yace en el problema de fondo de las reformas: para ser exitosas, éstas entrañan la afectación de intereses, que son precisamente quienes se benefician del statu quo. Si uno acepta la noción de que reformar implica afectar intereses, entonces el conflicto que yace detrás de las reformas –igual en materia fiscal que laboral, energética o educativa- tiene muy poco de ideológico y mucho de sustantivo. La ideología y el discurso son instrumentos para sumar adeptos y crear una sensación de caos y conflagración épica. Lo relevante son los intereses.
Muchas de las reformas que llegan a ser formalmente propuestas ya de por sí adolecen de innumerables limitaciones. En los ochenta, el principal problema era la contradicción inherente en el proyecto de reforma: el gobierno quería reactivar la economía pero no quería minar la estructura de intereses priistas. Esa racionalidad entrañó consecuencias evidentes: la economía avanzó en algunos frentes pero siguió paralizada en otros. La pregunta relevante es si algo cambió entre entonces y ahora. En aquella época el gobierno entendía la necesidad de reformar, pero su objetivo ulterior era mantener el poder. Ahora que ya ha habido dos alternancias de partidos en el poder, es razonable preguntar si la lógica ha cambiado. Una posibilidad es que, dado que el PRI nunca tuvo que reformarse, la lógica sigue intocada. Otra indicaría que, precisamente para conservar el poder en un entorno político competitivo, el gobierno tiene todos los incentivos para reformar de manera cabal y acelerada. El tiempo dirá cuál es la buena.
En su dimensión pública, las reformas tienen dos momentos de disputa y mucho de su limitado alcance se explica por la excesiva concentración del debate en el primero de ellos. La disputa inicial es siempre en el congreso, pues es ahí donde se debate el contenido de lo que se propone reformar. Ahí se concentra la defensa y el ataque –así como la mirada de los analistas y políticos- y donde se confrontan los intereses creados con quienes promueven las reformas. Sin embargo, más allá de las disputas, la historia demuestra que -mediatizadas y diluidas- muchas de las iniciativas acaban siendo adoptadas pero la realidad prácticamente no cambia. La pregunta es por qué.
La respuesta yace en el segundo momento de las reformas: lo realmente trascendente de una reforma es su proceso de instrumentación. Todos sabemos que en México existe una enorme distancia entre la letra de la ley y la realidad; en el asunto de las reformas el momento relevante es cuando una ley tiene que ser hecha efectiva. La ejecución de lo que se propone reformar es donde reside la verdadera prueba de la capacidad de transformación, pues es ahí, en la vida real, donde se confrontan los intereses con quienes tienen la encomienda de convertir la reforma en realidad. Ese en ese segundo momento donde, en muchos casos, hemos fallado miserablemente.
Algunas de las fallas tienen que ver directamente con la forma en que se decidió la reforma misma y no hay mejor ejemplo que el de las privatizaciones, donde el criterio fue de ingreso fiscal y no de organización industrial, es decir, de la forma en que funcionaría el mercado respectivo después de llevada a cabo la transferencia de la entidad privatizada a un empresario privado. Otras fallan por su mala o incompleta instrumentación. Por ejemplo, algunas empresas internacionales afirman que, en el caso de la explotación de los recursos petroleros en aguas profundas, la ley es suficiente para que ellas pudieran competir por un contrato, pero también que anticipan un enorme conflicto político el día en que se convocara a ese concurso. Es decir, la ley ha sido reformada pero no así la realidad.
Por conflictivo que sea el proceso de aprobación de una reforma en materia de educación o energía, el momento crucial es el de la instrumentación. Una reforma al sistema educativo implica un cambio en la relación con más de un millón de maestros y toda la estructura de liderazgo sindical y administración burocrática. Reformar a PEMEX implicaría, primero, hacer de PEMEX una empresa y no un ente político-burocrático dedicado a dispendiar favores, corrupción y fondos para uso político-electoral. Una reforma en cualquiera de esos ámbitos implica una operación política de enormes alcances y riesgos. El punto es que la ejecución de un proceso de reforma es mucho más complejo que el debate sobre la reforma legal que le precede. Es ahí donde se aterriza la reforma: donde triunfa o fracasa. Donde se logra un resultado positivo o uno mediocre.
En su magna historia sobre el fin del imperio romano, Edward Gibbon escribió que, para cambiar, se requiere “la determinación del corazón, la cabeza para ingeniarse el cómo y una mano fuerte para la ejecución”. Eso que Gibbon sabía en el siglo XVIII sigue siendo válido ahora: una reforma es irrelevante si no se instrumenta a cabalidad y eso exige una gran capacidad de operación política. Esa capacidad es inherente al gobierno actual. Falta ver la calidad de las reformas que promueva y su disposición a afectar intereses, muchos de ellos cercanos al PRI.
@lrubiof
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