El costo de las vacas

Luis Rubio

¿Cuántos empleos, y puntos de crecimiento, está dispuesta a perder la sociedad mexicana -y su gobierno- por el prurito de preservar entelequias como Pemex y CFE? El gobierno ha anunciado que va a guiarse por criterios de productividad y que se va a dedicar a crear condiciones para que ésta crezca de manera acelerada. El concepto es correcto: existe una correlación absoluta entre el crecimiento de la productividad y el de la economía. Sin embargo, más allá de otros factores (algunos no pequeños) los dos monstruos que más productividad le restan a la economía mexicana son las paraestatales de la energía. Si esas empresas no son transformadas, el argumento de la productividad acaba siendo, como dicen los chavos, puro rollo.

En el corazón de la economía mexicana yace una enorme contradicción: una parte es extremadamente productiva y competitiva, en tanto que la otra vive por milagro: el milagro de la protección gubernamental. Esto es cierto tanto del sector manufacturero que sobrevive gracias a subsidios y aranceles como de las empresas paraestatales que subsisten gracias a que no enfrentan competencia alguna. La enorme productividad que genera el primer grupo acaba siendo eliminada –derruida- por la productividad negativa que arroja el resto. El resultado es muchos menos empleos y menor crecimiento del que sería posible. Es decir, al preservar esos monstruos burocráticos y corruptos, el país está sacrificando su futuro y su prosperidad. No hay otra lectura posible.

Hay dos maneras de analizar la necedad política. Una es remitiéndonos a la historia, a los intereses que depredan en y de esas empresas y a la narrativa que el régimen de la revolución construyó para preservar (y ordeñar) esos nichos de poder y corrupción y riqueza. Los precedentes históricos explican el régimen petrolero pero también son causa de su improductividad por los incentivos que crea un régimen de monopolio. La historia se ha explotado y abusado a más no poder. Por otro lado, es evidente que, en ausencia de contrapesos efectivos, una privatización del recurso sería inimaginable. Simple y llanamente, si otros actores, mucho más pequeños, se saltan todas las trancas regulatorias y se burlan de las autoridades sin el menor rubor, ¿qué sería necesario construir en términos institucionales para asegurar que eso no ocurriera bajo un régimen nuevo en materia petrolera y eléctrica?

La otra manera de entender la perseverancia del régimen de monopolio estatal en esta materia llevaría a evaluar el costo que ha implicado la existencia de esos monopolios para la economía nacional. A diferencia de la primera perspectiva, ésta permite determinar el precio que ha pagado la sociedad mexicana por el prurito de hacer rico al sindicato, a su burocracia y a los funcionarios que, dentro y fuera, depredan. Pemex tiene 6.6 veces más empleados que Statoil, la empresa estatal noruega y 1.8 veces más que Petrobras, la brasileña, y, por lo tanto, sus ventas por trabajador son una fracción que las de aquellas. Mientras que Statoil produce 78 barriles por trabajador, Pemex apenas alcanza la cifra de 25. En algunos casos el derroche de recursos es inenarrable (ej. Chicontepec), donde quizá el problema sea tecnológico, pero en otros, como en refinación, negocio de margen, las ineficiencias endémicas explican el 100% del problema. Algo similar ocurre en el caso de CFE: las tarifas que cobra fueron 41% superiores a la OECD en 2011 y eso sin contar los apagones, cambios de voltaje, etc.* El costo de los monopolios es monumental y eso sin contar lo que los economistas llaman costo de oportunidad: lo que se podría hacer con esos recursos en otras áreas como pobreza o educación.

Estas cifras sugieren lo obvio, lo que todos sabemos: lejos de contribuir al desarrollo, los monstruos paraestatales le restan productividad a la economía del país. Desde esta perspectiva, lo procedente sería analizar qué ocurriría si se desmantelaran esos monopolios y se liberalizara la inversión tanto en energía como en otros sectores para crear un verdadero mercado de energía.

Aunque fuera a nivel meramente especulativo, parecería evidente que el resultado de acciones en esa dirección permitirían vislumbrar oleadas de inversión en energía e infraestructura. Lo que hoy son viejos monstruos empleando tecnologías obsoletas, poca inversión en el desarrollo de los recursos, pésima infraestructura de distribución (pienso en las redes urbanas de cableado que garantizan mal servicio eléctrico) y oleoductos y gasoductos insuficientes y mal mantenidos (y, por lo tanto, peligrosos) llevaría a una explosión de inversiones nuevas en redes, puertos, gasoductos y distribución. También está el costo de oportunidad por lo que no hace Pemex, por ejemplo con pozos viejos con mucho potencial –pero chicos- que requieren mucha inversión y administración que Pemex no puede atender. Más al punto, forzarían al crecimiento de la productividad en sectores clave de la economía nacional y, por lo tanto, a la modernización del país. Los empleos que pudieran perderse serían compensados con otros creados por nuevos negocios e inversiones que hoy son inconcebibles porque la estructura hace imposible el desarrollo de la industria, su capitalización y acceso a tecnología de punta.

Un ex director de Pemex decía que el problema de la entidad no reside en la corrupción o el número de empleados sino en la dislocación que entraña su régimen de gobierno porque todo está organizado para quitarle recursos a la empresa en lugar de permitir su desarrollo. A Hacienda, decía, sólo le interesa la recaudación y Energía vive intentando subvertir al director, en tanto que la presidencia la usa para premiar a sus cuates con puestos y “oportunidades”. Su conclusión era que cuando el barril cuesta 18 dólares y se vende a 100, realmente no importa que el costo neto sea de 22 o 23 por todos los que se llevan su tajada en el camino. No es un argumento tonto, sino profundamente realista en el contexto político que vivimos. Sin embargo, la implicación real de dejar al monstruo como está o, como sugería el comentario, de crear una mejor estructura de gobierno interno pero sin cambiar su esencia, implicaría no más que producir más petróleo para que el fisco esté satisfecho sin dejar de restarle productividad a la economía en su conjunto.

Los monopolios energéticos no son tan benignos como muchos creen: además de expoliar, sus funcionarios se dedican a impedir que prosperen otras iniciativas, como el parque eólico de Oaxaca, que lleva dos años parado. Se requiere una verdadera revolución energética, no una pintadita de fachada: de esas llevamos varias.

*Datos derivados de los reportes de Pemex y CFE a la SEC.

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¡A gastar!

Luis Rubio

La obsesión por elevar la recaudación fiscal me recuerda la película Los millones de Brewster, de Richard Pryor. Brewster recibiría una enorme herencia pero sólo si se gastaba 30 millones en un mes; si no, la perdería. El objetivo de quien le heredaba era enseñarle el valor del dinero. Parece fácil pero, como ilustra la película, es tremendamente difícil gastar tanto dinero en tan poco tiempo, al menos para gente normal. Pero para los gobiernos y políticos jamás hay límite a lo que pueden imaginarse poder gastar. Por eso les es mucho más fácil buscar formas de elevar la recaudación que justificar la racionalidad del gasto que dan por natural.

No hay nada de natural en gastar tanto dinero. Por supuesto que un gobierno tiene innumerables responsabilidades y funciones que requieren ser sufragadas y para eso son los impuestos. Ahí está lo elemental, como la seguridad física de la población, la justicia, la salud y la educación, además de asuntos como la representación del país en el exterior y la creación de condiciones materiales para que la población pueda prosperar, como infraestructura, reglamentos de tránsito y otros similares.

Dicho eso, la primera pregunta que uno debe hacerse es ¿en cuál de esos rubros tenemos algo que remotamente refleje capacidad, por no decir excelencia? No hay un solo rubro en el que nuestro gobierno se guie por criterios de eficiencia, logro de objetivos o calidad. Tampoco de productividad. La noción de que más gasto mejora el resultado es, como dicen de los segundos matrimonios, el triunfo de la esperanza sobre la experiencia.

Pero en nuestro caso lo anterior es apenas un punto de partida. El derroche de recursos es legendario en el gobierno federal, pero ejemplar cuando se le compara con la forma en que despilfarran recursos los gobernadores y presidentes municipales. Todavía peor es la permanente obsesión por «despetrolizar» las finanzas públicas. Yo me pregunto por qué.

Primero, todos sabemos la clase de cueva de Alibabá que es PEMEX. La entidad que podría ser uno de nuestros grandes motores de crecimiento no es más que un espacio de interminable corrupción, ineficiencia, propiedad de su burocracia y sindicato y fuente de fondos para la consecución de obscuros objetivos políticos. En una palabra, PEMEX es un barril sin fondo que jamás rendirá cuentas o aportará a la economía nacional más de lo que hace hoy: pagar por la explotación del recurso que, según dice nuestra Constitución, es de todos los mexicanos y no sólo de sus intereses internos.

A pesar de lo anterior, es no sólo ubicua sino, me atrevería a decir, universal, la noción de que en lugar de que los fondos que hoy recibe el gobierno federal por concepto de explotación del recurso natural deberían quedarse con la entidad y que el gobierno recaude la diferencia por otros medios. Es decir, darle más dinero al corrupto monstruo para que todavía haya menos oportunidades de promover el desarrollo del país.

Detrás de todo esto yace la concepción que David Mammet hace años resumió con claridad en su libro El Conocimiento Secreto: «Nuestros políticos, igual de izquierda y de derecha, son perezosos: se sienten libres para gastar, perseguir fantasías y dispendiar recursos, recursos que no son suyos y para cuyo mal uso o desperdicio no hay castigo».

Ahora que estamos entrando en un nuevo round de reforma fiscal, valdría la pena recordar que existen sobradas razones para que el gobierno recaude más y gaste en la promoción del desarrollo del país. El problema es que estas cosas deben estar conectadas. De nada sirve recaudar más si todo lo que vamos a lograr con ello es retirar recursos de la población que podrían ser mejor empleados por la ciudadanía, generando crecimiento por vía de la inversión privada o el consumo. Tampoco sirve de nada que el gobierno tenga más recursos si todos van a acabar desaparecidos por su mal uso o por ser sustraídos o distraídos vía corrupción.

En el corazón del asunto fiscal se encuentra otro más de los desencuentros que ha vivido el país en las últimas décadas. Aunque para muchos mexicanos, comenzando por los políticos, no sea obvio, la apertura de la economía cambió toda la lógica del funcionamiento del país. A partir del momento en que el gobierno dejó de controlarlo todo -igual las importaciones que la libertad de expresión- el país comenzó a girar en torno al funcionamiento de la economía. En este contexto, no es casualidad que Gobernación haya dejado de ser el pivote alrededor del cual giran los asuntos nacionales: la clave dejó de ser el control represivo. A partir de ese momento, la clave del funcionamiento del país pasó al eje Hacienda-Economía. Pero esto no parece haberse asimilado en el mundo político y de la prensa cotidiana.

El gran problema del país es que no ha cambiado el sistema de gobierno: éste sigue operando bajo premisas que eran válidas en los años cincuenta del siglo pasado pero que dejaron de serlo y hoy son totalmente irrelevantes. En aquella época, por medio del gasto centralizado y el férreo control del comercio exterior, el gobierno era el corazón del funcionamiento de la economía. De la misma forma, se ejercía total control sobre los gobernadores, medios, partidos políticos, empresarios y sindicatos. En adición a lo anterior, todo estaba organizado para beneficiar a la burocracia política en términos de puestos y enriquecimiento personal. Lo que esa clase política nunca perdió de vista es que la clave de su permanencia residía en que hubiera progreso económico. Pero éste casi desapareció del mapa a partir de 1970.

La liberalización económica alteró todas estas relaciones pero no se creó una estructura nueva ni se reformó la existente. Peor, los cambios fueron abruptos y sin estrategia tanto en lo relativo a la economía como a la política. Desaparecieron los controles, los gobernadores se apropiaron del erario, los empresarios respondieron como mejor pudieron (unos ganando como tiburones, otros languideciendo, algunos convirtiéndose en éxitos impactantes), los sindicatos se independizaron y el país dejó de ser un ente organizado. El desorden burocrático, la inseguridad pública y la violencia no son producto de la casualidad.

Volviendo a la reforma fiscal: lo que el país requiere es una reforma del gobierno en su conjunto, desde el «pacto federal» hasta la rendición de cuentas. La reforma fiscal es un componente ineludible de una reorganización radical del gobierno, pero no es substituto de ésta. México no necesita recaudar más. México necesita un gobierno que funcione y no solo porque tiene políticos competentes ahora, sino porque tiene estructuras que le obligan a hacerlo.

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Paradojas electorales

INFOLATAM – Luis Rubio

 Al final, todos ganaron algo que permitirá que la vida política siga adelante. Lo que si sufrió fueron las excesivas expectativas de algunos de los contendientes, estuvieran en las boletas electorales o no. O sea, México sigue viviendo la normalidad.

Este primer grupo de elecciones locales en el sexenio de Enrique Peña Nieto era binario: su importancia sería dramática o irrelevante. No habría medios. La relevancia de los comicios del pasado domingo nada tenía que ver con las elecciones mismas, las localidades específicas o los candidatos involucrados. Su trascendencia se derivaba del mecanismo ideado por el presidente Peña Nieto para coordinar a los tres principales partidos políticos y avanzar una agenda de reformas: el llamado “Pacto por México”. El instrumento se ha convertido en un mecanismo que ha permitido romper el impasse legislativo y político de los últimos quince años pero que no goza de consenso entre las fuerzas políticas, donde yace su debilidad. De ahí que este conjunto de votos se hubiera convertido en una prueba de fuego para todos los involucrados.

Un “carro completo”, la forma en la que los priistas históricamente describían sus resultados abrumadores, habría dado un golpe mortal al Pacto. Como era de esperarse, el resultado no fue tan dramático y cada uno de los partidos puede afirmar que logró suficientes triunfos como para salir más o menos bien librado. Estos comicios acabaron siendo no tan importantes, pero si muestran la fragilidad institucional que caracteriza a México.

En ausencia de poderes públicos debidamente institucionalizados y separados, sobre todo el poder legislativo y el ejecutivo, el pacto resultó ser un instrumento que ha probado ser formidable para su propósito específico, aunque igualmente generador de controversias, animadversiones y conflictos al interior de los partidos políticos. La forma en que ha operado el pacto lo dice todo: sus integrantes -representantes de los tres partidos grandes (PAN, PRI y PRD) y del gobierno- negocian los términos de cada una de las reformas, lo turnan al congreso, donde sus acólitos lo han procesado en cuestión de horas, transfiriéndolo luego al senado, donde se ha atorado cada vez. La razón de esto último poco tiene que ver con el contenido mismo de las iniciativas propuestas (aunque es necesario reconocer que tanto la reforma educativa como la de telecomunicaciones salieron enriquecidas del senado), sino con la contraposición -crisis sería mejor término- interna que experimentan tanto el PAN como el PRD. Pero el punto de fondo no se puede perder de vista: por útil que sea, el pacto pretende suplantar las funciones del poder legislativo, factor que inexorablemente genera conflicto.

Los tres partidos enfrentan problemas internos. Aunque el PRI gobierna y ha logrado encubrir sus fisuras, las circunstancias de los últimos lustros le permitieron recobrar el poder sin reformarse y es de anticiparse que las divisiones aflorarán en la medida en que el gobierno intente afectar intereses, precondición para cualquier reforma. Las elecciones de ayer sugieren que, aunque algunos priistas ganaron, no todos esos triunfos abonan al poder presidencial y a su proyecto de concentración del poder.

El caso del PRD es distinto: producto de la fusión de dos historias, la izquierda histórica y la izquierda del PRI, ahora experimenta el reto de construir una social democracia moderna y, a la vez, recuperar a esa base de votantes que ha apoyado un proyecto estatista y reaccionario que encabeza López Obrador que ya no cabe en el PRI y que es incompatible con una izquierda moderna y cosmopolita. Para el PRD era crucial lograr suficientes triunfos que justificaran la apuesta por el pacto, circunstancia que logró con creces.

El PAN enfrenta una división y una crisis de legitimidad. La división refleja una pugna profunda entre las fuerzas del calderonismo que no supo emplear el poder para construir al partido y los panistas más tradicionales que son producto de la ciudadanía. Su crisis de legitimidad tiene que ver con su poca destreza política como gobierno y, sobre todo, la corrupción de la que cayeron presa estando en el poder. El (aparente) triunfo del PAN en Baja California fortalece a Gustavo Madero, presidente del PAN y disminuye el poder de los calderonistas en el senado.

Los líderes de los partidos necesitaban triunfos creíbles para derrotar a sus oposiciones internas, en tanto que el gobierno federal tenía la imperiosa necesidad de mantenerse al margen para no ser causa de una nueva crisis al interior de los partidos de oposición.

El resultado final refleja tres cosas: una democracia activa pero inmadura y sin fuentes institucionales de apoyo; gobernadores convencidos de que su vida, y su futuro, se jugaba en las urnas y, por lo tanto, dispuestos a cualquier tropelía; y un electorado imposible de arrinconar en categorías analíticas o ideológicas preestablecidas. Es decir, las elecciones reflejaron un país que se mueve, si bien en ocasiones a regañadientes, a pesar de la debilidad de sus instituciones.

De confirmarse los primeros resultados, todos los partidos ganaron suficiente para no perder cara. El PAN retuvo Baja California, recuperó la ciudad de Aguascalientes, Oaxaca, Puebla y municipios importantes en Tamaulipas y Veracruz. El PRI ganó Tijuana, la ciudad de Veracruz, Chihuahua, Hidalgo y Quintana Roo. El PRD, que fue en alianza con el PAN en varios lugares, ganó porque le funcionó su estrategia y porque no retrocedió. Quizá el mensaje principal del electorado es que las cosas retornaron a la normalidad con el PRI como primera fuerza, el PAN como segunda y el PRD como tercera. Nada nuevo bajo el sol.

La gran paradoja es que la gente vota, sobre todo en comicios locales, en función de sus circunstancias particulares y no con la perspectiva que los políticos y los analistas anticipaban y a la que le asignaban un significado cósmico. No cabe duda que mucho se jugaba en estas elecciones por las pugnas internas que viven los partidos pero no por los procesos electorales propiamente dichos. La gran derrotada fue la violencia que muchos suponían sería la nota del día. El gran triunfo es para quienes se proponen avanzar una agenda de reforma fuera de los canales tradicionales. Paradojas de ida y vuelta.

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Liderazgo y oportunidad para impulsar a México

AMERICA ECONOMIA – Luis Rubio

«Cuando hay paz bajo los cielos, reza un proverbio chino, los grandes problemas parecen pequeños». Cuando las cosas funcionan bien, de manera normal, los defectos o deficiencias pasan a un segundo plano y a nadie le preocupan mayormente. Paradójicamente, el statu quo impide corregir problemas a la vez que hace casi imposible aprovechar oportunidades. México ha vivido muchos ejemplos de ambas situaciones.

Por lo que toca a los problemas, en muchas ocasiones, éstos se van resolviendo con el tiempo, haciendo irrelevantes las quejas o críticas de los Casandras que siempre existimos en todas las sociedades: aquellos a quienes nos preocupan problemas o situaciones que, de no atenderse, podrían conllevar enormes riesgos hacia adelante. La cosa cambia cuando se presenta una crisis.

Al país no le han faltado buenas decisiones, pero sí ha adolecido de poca claridad en su liderazgo sobre las oportunidades que podrían acelerar su transformación.

Las crisis exigen respuesta y conducción. Son momentos en que las variables que previamente funcionaban de una manera conocida dejan de ser previsibles y la capacidad de resolver el problema depende en buena medida de la calidad del liderazgo con que cuenta una sociedad. Un líder tiene que tener claro el objetivo que se persigue para enfrentar la crisis, pero también una capacidad de comprender las causas profundas de la misma, así como la solidez para tomar las decisiones -muchas de ellas terriblemente costosas- que la derrota de una crisis requiere.

Si vemos hacia atrás, a los años setenta a noventa en que proliferaron las crisis financieras, aunque no todas se manejaron con la misma destreza, los ciudadanos tuvimos la ventaja de haber contado con la capacidad y competencia en el gobierno para salir de ellas. Por supuesto que no a todo mundo le gustaron los recortes en el gasto público o decisiones respecto a la deuda, los bancos o el manejo del tipo de cambio, pero esa afirmación se torna tanto más relevante cuando uno compara la capacidad y disposición de responder ante las crisis que se desplegó en el país en aquellos momentos con lo que ha ocurrido en otras sociedades -desde Argentina hasta Grecia e incluyendo a EUA- en estos últimos años.

Es evidente que las circunstancias de cada país condicionan y determinan la latitud con que cuenta un gobierno para responder y eso establece el margen de maniobra dentro del que se puede actuar. De esta forma, un país como Argentina, que cuenta con una enorme producción de alimentos, ha podido darse el lujo de correr riesgos que casi ningún otro país del mundo podría manejar.

Por su parte, Grecia contó con el apoyo decidido del resto de Europa no porque esas naciones estuviesen contentas con el desempeño griego o con la capacidad de respuesta de su gobierno, sino porque todas veían en riesgo a su propia moneda común. Estados Unidos ha tenido el privilegio de poder posponer su inevitable ajuste fiscal -sobre todo en lo relativo a programas sociales, de salud y de pensiones- en buena medida porque cuenta con una moneda de reserva. Robert Samuelson, un analista económico del Washington Post, ha criticado mucho al presidente Obama por no asumir el liderazgo que la crisis exige. Según Samuelson, «solo el dueño del púlpito puede obligar a la opinión pública a enfrentar la realidad» porque su función ejecutiva le da la posibilidad de hacerlo, de hecho lo convierte en el único actor político que lo puede hacer. Sólo el presidente, insiste el estudioso, tiene la capacidad de ejercer el liderazgo que la situación reclama. El resultado de no hacerlo, y que afecta severamente a la economía mexicana, es que Estados Unidos enfrenta una crisis de confianza que se refleja en bajos niveles de inversión y, por lo tanto, en la prolongación de la crisis.

Más allá de una situación crítica, otra forma de desperdiciar tiempo y recursos es no aprovechando las oportunidades. Quizá la principal diferencia entre el éxito de buena parte de los países del sudeste asiático y el relativamente pobre desempeño de nuestra economía en las últimas décadas yace menos en lo que se hizo que en lo que dejó de hacerse. Por ejemplo, con la liberalización de las importaciones, en los ochenta se dio un giro radical en la dirección de la economía mexicana. Sin embargo, tomó veinte años para que esa decisión comenzara a tener un impacto notable en la tasa de crecimiento de la economía.

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Escenarios

REFORMA – Luis Rubio

“En un disturbio, como en un una novela”, escribió Tocqueville, “lo más difícil de inventar es el final”. En ese mismo libro, Recuerdos, el astuto observador francés apuntó que las cosas no ocurren como resultado del azar, sino que “los hechos que preceden, la naturaleza de las instituciones, la forma de concebir las cosas y las costumbres y creencias son la base sobre la cual surgen esos sucesos espontáneos que nos sorprenden y aterran”. De la misma forma, el futuro de la política mexicana, y del país, se irá conformando como resultado de los ingredientes existentes y de los que se vayan sumando.

El primer ingrediente es sin duda la compleja historia que nos precede y que establece marcos de referencia inescapables. Por ejemplo, una peculiaridad del tipo de autoritarismo que existió en el país es que prácticamente nadie en el mundo político lo reconoce o acepta. Los priistas siempre se creyeron el mito de que México era una democracia, lo que les hace inertes a muchos de los cambios que han acontecido. El autoritarismo no ha sido desacreditado en muchos sectores de la política y muchos de quienes lo ejercieron (y, que, en muchas instancias, siguen siendo instrumento de sus resabios) no lo asumen. La otra cara de esta moneda es que la democracia se ha convertido en otro mito al que se le hacen caravanas a la vez que se le intenta socavar. Los mecanismos para este objetivo varían, pero la esencia no cambia: el intento por recentralizar el poder, los múltiples y renovados mecanismos de control, la manipulación que ejercen las televisoras, la indisposición a someter a los poderes fácticos, el embate contra las entidades supuestamente autónomas.

Un segundo ingrediente es la forma en que se llevaron a cabo los procesos de transición tanto en la economía como en la política. El país pasó de una era de controles a una de fragmentación pero sin un proyecto prestablecido, sobre todo en el ámbito político. Las reformas electorales fueron reactivas; con pocas excepciones, no hubo la construcción de instituciones apropiadas a una sociedad abierta; la liberalización propició la consolidación de poderes fácticos que desafían a la sociedad y al gobierno de manera sistemática; y todo esto ocurrió sin un acuerdo sobre el puerto de arribo. Eso es lo que ha llevado a que una parte importante de la sociedad considere que la mexicana todavía no es una sociedad democrática mientras que otra considera que siempre lo fue. El contraste con España o Chile es extraordinario: ahí hubo un proyecto claro, un consenso sobre el proceso y una dedicación a construir un futuro distinto. Este sigue siendo el reto de México.

La fragilidad de nuestras instituciones es el tercer ingrediente: no sólo no se han construido instituciones idóneas a un esquema democrático para hacer posible la consolidación de una sociedad moderna, sino que se socavan las existentes. Muchos de los esfuerzos que han cobrado forma en la sociedad civil han acabado mediatizados por esos poderes fácticos que los amenazan y apabullan. El gobierno ha actuado en esta dimensión pero, de manera reveladora, ha procurando fortalecerse a sí mismo, no creando pesos y contrapesos.

El pacto, como cuarto ingrediente, es una gran idea sobre todo porque atiende a la enorme frustración que caracteriza a la ciudadanía frente a la parálisis e inmovilidad de los políticos, pero su naturaleza entraña riesgos para los partidos que ahí participan y que, en buena medida, han apostado su futuro. De convertirse en camisa de fuerza, el pacto acabaría impidiendo que los partidos de oposición sirvan de representantes de la ciudadanía y acaben siendo cómplices del silencio, a la vieja usanza del PRI. Por otra parte, si el pacto se convierte en una instancia de negociación donde se avanzan otras agendas, el país podría salir enormemente fortalecido: con instituciones nuevas y con un desempeño mejor.

Quinto, nadie puede dudar que todo el sistema de partidos está en crisis. Aunque el PRI gobierna y ha logrado encubrir sus fisuras, las circunstancias de los últimos lustros le permitieron recobrar el poder sin reformarse y es de anticiparse que las divisiones aflorarán en la medida en que el gobierno intente afectar intereses, precondición para cualquier reforma. El caso del PRD es distinto: producto de la fusión de dos historias, la izquierda histórica y la izquierda del PRI, ahora experimenta el reto de construir una social democracia moderna y, a la vez, recuperar a esa base de votantes que ha apoyado un proyecto estatista y reaccionario que ya no cabe en el PRI y que es incompatible con una izquierda moderna y cosmopolita. El PAN enfrenta una división y una crisis de legitimidad. La división refleja una pugna profunda entre las fuerzas del calderonismo que no supo emplear el poder para construir al partido y los panistas más tradicionales que son producto de la ciudadanía. Su crisis de legitimidad tiene que ver con su poca destreza política como gobierno y, sobre todo, la corrupción de la que cayeron presa estando en el poder.

Por razones distintas, ninguno de los tres partidos grandes la tiene fácil y ninguno tiene razones para regocijarse. No es casualidad que el presidente del propio PRI sea el más crítico respecto a lo necesario para poder retener el poder.

Estos ingredientes conforman el entorno. Lo que ocurra en los próximos años dependerá de la forma en que cada uno de sus componentes actúe. En términos conceptuales, hay dos posibles escenarios: uno, producto del acomodo o la resignación, llevaría a renunciar a los cambios profundos que el país requiere para ser exitoso. El otro, implicaría convertir al pacto (y a otros mecanismos) en instrumentos de transformación institucional. Inevitablemente, en un sistema presidencial, la voz cantante la llevará el gobierno. Los partidos de oposición, y la sociedad en general, podrán cooperar (para bien o para mal) o construir alternativas, pero la oportunidad está en manos del gobierno.

El futuro será resultado de las acciones e incentivos que se construyan para crear una nueva plataforma de desarrollo. Una posibilidad sería sin duda abdicar y hay muchos elementos que sugieren intentos por recrear el pasado. La alternativa sería que el PRI se asuma como el proyecto reformador y encabece una nueva era. La ironía es que un escenario como este haría mucho más probable su permanencia que la del camino de la mediocridad que nos han legado sus poderes fácticos o su indisposición a acabar con ellos.

El asunto no es nuevo. En su campaña para la presidencia, una señora le dijo a Carlos Salinas: “mejor tapar la barranca que sacar al buey cada seis años”. El reto sigue igual.

 

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Los dilemas de la productividad

REFORMA – Luis Rubio

En el libro «El poder de la productividad», William Lewis compara la industria de la construcción en Brasil, EUA y México. Su conclusión es muy simple: un trabajador mexicano sin mayor educación o habilidades puede ser tan productivo como el obrero alemán más calificado. Lo que diferencia a países como México y Brasil de EUA y otros países ricos, dice Lewis, es el contexto en que operan las empresas y que crea condiciones para que la economía prospere poco o mucho. La clave del crecimiento reside en la productividad y todo lo que contribuye a incrementarla favorece el crecimiento y, viceversa, todo lo que la impide lo reduce.

Es por esta razón que la decisión del gobierno de convertir a la productividad en el eje de su estrategia económica es tan trascendente. «La productividad, dice Krugman, no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo. La capacidad de un país de mejorar sus niveles de vida depende, casi enteramente, de su capacidad para elevar su producción por trabajador». La productividad es la resultante de todo lo que ocurre en la economía y por eso se constituye en una medida crucial del desempeño de la misma. Cuando el gobierno adopta este indicador como eje está diciéndonos con toda claridad que está dispuesto a atacar las causas de los niveles tan pobres de crecimiento de la productividad que ha evidenciado el país en las últimas décadas.

Si uno observa a la economía mexicana, lo primero que resultará obvio es que existen enormes diferencias en niveles de productividad entre las millones de empresas que la integran. Así como hay empresas que compiten exitosamente con las mejores del mundo, hay otras que no podrían competir ni con las más improductivas de su colonia. Esas diferencias en desempeño ilustran la complejidad del reto que enfrenta el gobierno y el país. ¿Por qué las diferencias? El argumento de Lewis es que parte del reto de la productividad yace dentro de las empresas, pero un enorme componente se encuentra en el entorno en que operan.

El ejemplo citado arriba, referente a la industria de la vivienda, revela que una empresa que cuenta con buenas técnicas de producción, uso inteligente de la tecnología y una estrategia de administración de proyectos puede lograr que el trabajador con menos calificación acabe siendo tan productivo como el más calificado y experimentado. Lo que hace la empresa en términos de calidad y técnicas de producción constituye la esencia del incremento en la productividad. En esto el gobierno tiene relativamente poca incidencia.

Donde la intervención del gobierno es crucial es en el entorno en que operan las empresas y esa incidencia, dice Lewis, es casi siempre negativa. Un gobierno muy pesado y poco eficiente implica costos adicionales para las empresas (más impuestos) sin el beneficio de mejores servicios. Peor, las empresas más productivas pagan más impuestos que las menos productivas, factor que distorsiona el mercado. La protección de intereses particulares -sindicatos, monopolios gubernamentales, empresas y empresarios favoritos, prácticas monopólicas privadas, inseguridad, disfuncionalidad del poder judicial, aranceles elevados, subsidios- implica la desprotección de los demás pero, particularmente, la distorsión permanente de los mercados en que las empresas operan. En una palabra, las acciones gubernamentales impactan directamente a la productividad, por lo que el reto del gobierno es monumental y, fundamentalmente, interno: todos esos intereses que se benefician de las distorsiones que causa el gobierno están en su seno, dentro de su partido o son cercanos a estos.

El dilema no es difícil de visualizar. Imaginemos una empresa productiva que compite exitosamente en su mercado. Recibe materias primas y otros insumos en la mañana y despacha productos terminados en la tarde. Para fines del ejemplo, eso que está bajo su responsabilidad funciona bien. Sus dolores de cabeza (usualmente) no están en esa parte sino en todo lo demás: la inconstancia y precio de la electricidad, gas y otros energéticos; la infraestructura (las calles, el tráfico, el drenaje, el suministro de agua); el costo de las comunicaciones; los asaltos a sus camiones; los años que toma resolver un incumplimiento de contrato; la complejidad y costo de obtener crédito; y los precios monopólicos que innumerables proveedores -grandes y chicos- le imponen. Todos estos factores son responsabilidad del gobierno. No hay de otra.

El gobierno enfrenta dos enormes desafíos. Por un lado está el medular, que consiste en atacar las fuentes y causas de todas estas distorsiones. Algunas de ellas tienen que ver con prioridades que, históricamente, los gobiernos mexicanos abandonaron y que ahora se han convertido en retos monumentales: entre estos los más obvios son todo el sistema de justicia (desde los ministerios públicos y las procuradurías hasta los tribunales), la (in)seguridad pública y la tolerancia al abuso que los monopolios energéticos le imponen a la sociedad y economía. Otras son producto de reformas incompletas, de nuevas realidades y de problemas desatendidos. Por donde lo vea uno, el reto es mayúsculo.

El otro desafío es quizá más simple en concepto, pero igual de oneroso en la práctica. El sector industrial del país se divide en dos grupos: uno que es hiper competitivo y el otro que depende de la protección gubernamental. En números gruesos, el primero representa al 80% de la producción y emplea al 20% de la mano de obra; el segundo representa al 80% de las empresas y a la misma proporción de la mano de obra pero produce menos del 20% del total. El problema no son las proporciones sino, volviendo al tema de fondo, que esas empresas no competitivas (igual grandes que chicas) le restan productividad a la economía y, por lo tanto, castigan al crecimiento. En lugar de contribuir al desarrollo del país, lo limitan. Nadie en el gobierno ignora esto y su dilema es obvio: eliminar la protección contribuiría a acelerar el crecimiento pero generaría un problema de quiebras y desempleo. La contradicción es obvia: el mismo gobierno que hace suya la productividad acaba de elevar la protección y subsidios a ese sector industrial.

La única solución posible reside en resolver los problemas causados por el gobierno -seguridad, infraestructura, contratos, competencia, eficiencia en el gasto e impuestos más racionales y los monstruos energéticos- a fin de que muchas más empresas quieran invertir en el país y esto permita absorber la mano de obra que resultaría de la eliminación de la protección. En esto no hay de dos sopas ni hay solución sin riesgo: el gobierno da el paso o seguimos atorados.

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Liderazgo y oportunidad

 

 REFORMA – Luis Rubio

«Cuando hay paz bajo los cielos, reza un proverbio chino, los grandes problemas parecen pequeños». Cuando  las cosas funcionan bien, de manera normal, los defectos o deficiencias pasan a un segundo plano y a nadie le preocupan mayormente. Paradójicamente, el statu quo impide corregir problemas a la vez que hace casi imposible aprovechar oportunidades. México ha vivido muchos ejemplos de ambas situaciones.

Por lo que toca a los problemas, en muchas ocasiones, éstos se van resolviendo con el tiempo, haciendo irrelevantes las quejas o críticas de los Casandras que siempre existimos en todas las sociedades: aquellos a quienes nos preocupan problemas o situaciones que, de no atenderse, podrían conllevar enormes riesgos hacia adelante. La cosa cambia cuando se presenta una crisis.

Las crisis exigen respuesta y conducción. Son momentos en que las variables que previamente funcionaban de una manera conocida dejan de ser previsibles y la capacidad de resolver el problema depende en buena medida de la calidad del liderazgo con que cuenta una sociedad. Un líder tiene que tener claro el objetivo que se persigue para enfrentar la crisis, pero también una capacidad de comprender las causas profundas de la misma, así como la solidez para tomar las decisiones -muchas de ellas terriblemente costosas- que la derrota de una crisis requiere.

Si vemos hacia atrás, a los años setenta a noventa en que proliferaron las crisis financieras, aunque no todas se manejaron con la misma destreza, los ciudadanos tuvimos la ventaja de haber contado con la capacidad y competencia en el gobierno para salir de ellas. Por supuesto que no a todo mundo le gustaron los recortes en el gasto público o decisiones respecto a la deuda, los bancos o el manejo del tipo de cambio, pero esa afirmación se torna tanto más relevante cuando uno compara la capacidad y disposición de responder ante las crisis que se desplegó en el país en aquellos momentos con lo que ha ocurrido en otras sociedades -desde Argentina hasta Grecia e incluyendo a EUA- en estos últimos años.

Es evidente que las circunstancias de cada país condicionan y determinan la latitud con que cuenta un gobierno para responder y eso establece el margen de maniobra dentro del que se puede actuar. De esta forma, un país como Argentina, que cuenta con una enorme producción de alimentos, ha podido darse el lujo de correr riesgos que casi ningún otro país del mundo podría manejar. Por su parte, Grecia contó con el apoyo decidido del resto de Europa no porque esas naciones estuviesen contentas con el desempeño griego o con la capacidad de respuesta de su gobierno, sino porque todas veían en riesgo a su propia moneda común. Estados Unidos ha tenido el privilegio de poder posponer su inevitable ajuste fiscal -sobre todo en lo relativo a programas sociales, de salud y de pensiones- en buena medida porque cuenta con una moneda de reserva.

Robert Samuelson, un analista económico del Washington Post, ha criticado mucho al presidente Obama por no asumir el liderazgo que la crisis exige. Según Samuelson, «solo el dueño del púlpito puede obligar a la opinión pública a enfrentar la realidad» porque su función ejecutiva le da la posibilidad de hacerlo, de hecho lo convierte en el único actor político que lo puede hacer. Sólo el presidente, insiste el estudioso, tiene la capacidad de ejercer el liderazgo que la situación reclama. El resultado de no hacerlo, y que afecta severamente a la economía mexicana, es que Estados Unidos enfrenta una crisis de confianza que se refleja en bajos niveles de inversión y, por lo tanto, en la prolongación de la crisis.

Más allá de una situación crítica, otra forma de desperdiciar tiempo y recursos es no aprovechando las oportunidades. Quizá la principal diferencia entre el éxito de buena parte de los países del sudeste asiático y el relativamente pobre desempeño de nuestra economía en las últimas décadas yace menos en lo que se hizo que en lo que dejó de hacerse. Por ejemplo, con la liberalización de las importaciones, en los ochenta se dio un giro radical en la dirección de la economía mexicana. Sin embargo, tomó veinte años para que esa decisión comenzara a tener un impacto notable en la tasa de crecimiento de la economía. Como dice Andrés Velasco, un ex-secretario de hacienda de Chile, tuvo que primero lograrse una masa crítica de exportadores para que el beneficio fuese perceptible. Sin embargo, dice él, como en Chile una década antes, una vez que las empresas llevan a cabo el ajuste a las nuevas circunstancias, la economía se torna mucho más flexible y su capacidad de adaptación a un mundo cambiante crece.

Aunque es explicable que el proceso de adaptación sea dilatado, no lo es la ausencia total de políticas públicas diseñadas para acelerarlo. Quizá el mejor ejemplo positivo al respecto es la impresionante industria aeronáutica que nació, prácticamente de la nada, en Querétaro. Aunque menos visible que su contraparte brasileña (que tiene aviones con su propio nombre) según algunos estudios esa industria agrega hoy más valor en México que en aquel país. Lo interesante es que su nacimiento está directamente relacionado con la decisión del gobierno estatal de crear una carrera universitaria en ingeniería aeronáutica, generando con ello al personal que ha hecho posible el surgimiento de la industria. Por supuesto, no hay garantía de que el establecimiento de una carrera se vaya a traducir en el desarrollo de una industria tan importante, pero no sobra la pregunta de cuántas oportunidades se han perdido por falta de visión, previsión y conciencia gubernamental a todos los niveles.

Lo impactante del ejemplo queretano es que el costo incurrido en el desarrollo de la industria no fue extraordinario: se aprovechó un vehículo existente (la universidad) y se construyó una carrera que, aún de no haber cuajado en la localidad, habría provisto mano de obra calificada para otras latitudes. En otras palabras, se trató de una apuesta moderada que ha tenido un beneficio extraordinario. Desafortunadamente, lo común -sobre lo que desafortunadamente hay muchos ejemplos- es de enormes apuestas sin beneficio alguno.

Al país no le han faltado buenas decisiones, pero sí ha adolecido de poca claridad en su liderazgo sobre las oportunidades que podrían acelerar su transformación. Así como las crisis obligaron a la cautela fiscal, la gradual reconfiguración de la economía nacional y la de la región norteamericana abre oportunidades que no deberíamos dejar pasar, una vez más. La clave no reside en más gasto sino en una promoción inteligente, aunque sea sólo desde el púlpito.

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DÉFICIT Y OPORTUNIDAD

FORBES – Junio, 2013

Luis Rubio

DOS COSAS SON IMPRESCINDIBLES para que la cirugía sea exitosa, solía decir mi papá: que el cirujano sepa qué hacer y cómo hacerlo. Como el dedicado y cuidadoso cirujano que era mi padre, jamás le entraba, como él decía a un paciente, si no estaban presentes ambas condiciones, ni permitía que sus colaboradores actuaran sin conocimiento y habilidad. Lo mismo es cierto para el desarrollo del país. Para gobernar y sacar del hoyo a México se requiere capacidad política y una gran claridad sobre lo que se tiene que hacer. Desde 1994 no han estado presentes esas dos condiciones.

 

Es importante recordar la historia porque explica mucho del dilema actual. Con el movimiento estudiantil de 1968 se abandonó el llamado “desarrollo estabilizador’ y se inició una década de crecimiento fundamentado en el gasto público deficitario, financiado con deuda externa. Esa era concluyó estrepitosamente cuando la combinación de inflación, endeudamiento y recesión prácticamente quebró al país. Lo peor fue que dejó una estela de consecuencias y desconfianzas que no han acabado de borrar en la mente de los ciudadanos y de los inversionistas. En los ochenta comenzó un proceso de reformas que empezaron a darle viabilidad a la economía del país.

 

Lamentablemente, ese ímpetu se perdió una vez más con el levantamiento zapatista, el descontrol gubernamental, los asesinatos políticos y la crisis financiera de 1994. Al comienzo de ese año se perdió el rumbo que se había adoptado y, aunque se ha mantenido la estabilidad, el país no ha logrado una transformación integral.

 

En estas décadas, el país ha vivido y prosperado gracias a dos circunstancias: por un lado, la estabilidad financiera que ha permitido tasas muy bajas de interés, el crecimiento del crédito al consumo y la gradual consolidación de una clase media que se ha convertido en el principal factor de estabilidad tanto económica como política con que cuenta el país.

 

Por otro lado, la espina dorsal de todo esto ha sido el TLCAN que ha convertido a las exportaciones en el motor de La economía mexicana y ha tumbado los precios de los bienes de consumo, permitiendo la adquisición de artículos de primera necesidad con un porcentaje decreciente del ingreso disponible de las familias, todo lo cual redunda en mejores niveles: de vida. Lo que falta es que toda la economía se sume a ese proceso de transformación para magnificar el beneficio hacia toda la población.

 

“ESA COMBINACIÓN DE APALANCARSE EN LO EXITOSO E IMPULSAR EL CRECIMIENTO DE LA PRODUCTIVIDAD HACIA ADELANTE, PUEDE SER  EL FACTOR DETERMINANTE DEL. FUTURO DE LA ECONOMÍA DEL PAÍS

 

Para lograr esa transformación se requieren dos ingredientes: una estrategia de desarrollo y la capacidad para llevarla a la práctica. Ambos son necesarios y cada uno de ellos entraña sus propias características. La estrategia tiene que ser compatible con el entorno en el que se habrá de instrumentar (él TLCAN, la estabilidad financiera, las exportaciones, él “viejo” sector manufacturero que languidece), a la vez que maximiza el potencial de incrementar la productividad en la economía en general.

 

Esa combinación de apalancarse en lo exitoso e impulsar el crecimiento de la productividad hacia adelante puede ser el factor determinante del futuro de la economía del país. Por su parte, la capacidad de operación política es un requisito sine qua non para instrumentar la estrategia que se decida adoptar.

 

En las últimas dos décadas hubo muchas ideas concebidas para acelerar el crecimiento de la economía, pero nunca se consolidó una estrategia de crecimiento. En cualquier caso, en toda ese tiempo la gran ausente fue la capacidad de operación política, es decir, aunque hubiera existido una estrategia viable, la incapacidad política la hubiera hecho irrelevante. En presencia de condiciones necesarias y de expertos y asesores idóneos, la estrategia podría construirse con relativa celeridad. Sin embargo, si falta la capacidad de operación política, la estrategia puede ser extraordinaria pero no puede ser implementada. En otras palabras, la estrategia es necesaria pero no es factor suficiente: requiere de la capacidad de instrumentación política.

 

La gran oportunidad que tiene el país frente a sí es precisamente eso: como lo ha venido demostrando en los últimos meses, hoy el gobierno cuenta con capacidad de operación política, algo no visto desde 1994. Lo que le falta es una estrategia de desarrollo económico que trascienda los lugares comunes, la lista de reformas en ocasiones inconexas y los renovados mecanismos de control político. EI gobierno sabe cómo hacerlo. Ahora falta que defina qué es lo que hay que hacer.  Y que lo haga.

 

 

Luis Rubio es Presidente del Centro de Investigación  para el Desarrollo A.C.

 

 

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Políticos e incentivos

REFORMA – Luis Rubio

Un profesor en una universidad canadiense era famoso porque nunca reprobaba a nadie. Un día, algunos de sus alumnos argumentaron en un debate que las políticas del gobierno eliminarían la pobreza y se convertirían en el gran factor igualador de la sociedad. Escéptico, el profesor les propuso hacer un experimento: a partir de ese momento él promediaría las calificaciones de todo el grupo y nadie obtendría una A (un diez para nosotros) y nadie reprobaría. Vino el primer examen, el profesor promedió y todo mundo obtuvo una B. Los que habían estudiado duro estaban molestos, en tanto que los que habían estudiado poco estaban contentos. Luego vino el segundo examen: los alumnos que habían estudiado mucho en la primera ocasión estudiaron menos y los que habían estudiado poco no estudiaron. La calificación promedio fue una D. En el tercer examen el promedio fue F, que equivale a reprobado. El experimento mostró una faceta de la naturaleza humana que los políticos en el mundo en general no acaban de entender: no se puede legislar un resultado.

Los políticos pueden legislar un conjunto de reglas (leyes) y regulaciones que, ellos confían, arrojarán el resultado deseado, pero jamás podrán determinar la forma en que reaccionarán millones de ciudadanos ante sus preferencias u objetivos. No se puede legislar la prosperidad ni menor pobreza; tampoco que un sistema financiero sea saludable o que haya menos tráfico en una ciudad o que se multiplique la riqueza cuando ésta se divide. La naturaleza humana no es inerte: las personas siempre responden para sobrevivir a pesar de las malas ideas de los políticos y preservar lo que les importa: harán cosas que ni el más avezado de los políticos jamás podrá predecir cuando sueña.

En las décadas pasadas, los políticos estadounidenses, empleando mecanismos fiscales, obligaron a los bancos a realizar préstamos hipotecarios en forma masiva a personas de bajos ingresos que no tenían posibilidad alguna de pagarlos. Así nació la crisis de los últimos años: ni tardos ni perezosos, pero a sabiendas de que no había posibilidad de utilizar una hipoteca de corte tradicional para ese segmento de la población, los banqueros idearon un tipo de crédito, el llamado «subprime loan» especialmente diseñado para personas de bajos ingresos: el pago mensual por los primeros años era muy bajo y fácil de pagar, pero éste se incrementaba súbitamente un tiempo después. Millones de personas adquirieron casas de esa manera que luego, cuando ascendió el pago, acabaron abandonando. Mientras eso sucedía, los banqueros habían convertido esos créditos en valores que revendieron por todo el mundo. Eventualmente explotó la crisis con las consecuencias que todos conocemos.

La lección me parece muy evidente: cuando los políticos utilizan subsidios, impuestos, preferencias o protección para beneficiar a ciertos grupos sociales o para avanzar sus agendas acaban distorsionando la racionalidad económica que todo mundo entraña en su ser -la naturaleza humana- y produciendo resultados no siempre deseables. El punto es que, en su actuar, los políticos crean incentivos que no siempre (o casi nunca) comprenden a cabalidad.

En la ciudad de México, en los ochenta, al gobierno se le ocurrió la brillante idea de limitar el uso de automóviles a través del programa conocido como «un día no circula». El programa se anunció por tres meses y tuvo un efecto notable en unas cuantas semanas, pues una quinta parte de la planta vehicular desapareció de las calles. Sin embargo, al final del trimestre, el gobierno local lo hizo permanente, con lo que cambió el esquema de incentivos: la población había respondido tal y como el gobierno había deseado mientras el programa fue temporal porque todo mundo entendía las consecuencias en términos de contaminación de los automóviles. Sin embargo, al hacerse permanente el programa, la población respondió de una manera lógica: comprando un vehículo adicional. El efecto sobre la contaminación fue fatal no sólo porque retornó el número original de vehículos a la circulación, sino también porque la mayoría de los vehículos que se adicionaron eran carcachas y, por lo tanto, contaminaba más. El resultado fue que aumentó la planta vehicular y la contaminación.

El asunto no acabó ahí. Entre el final de los ochenta y el presente se ha hecho todo lo posible por aumentar el número de vehículos en circulación: se han construido segundos pisos, los proyectos inmobiliarios son cada vez más distantes, el precio de los automóviles nuevos disminuye en términos reales, el transporte público no ha crecido de manera significativa y las gasolinas están sumamente subsidiadas. Es decir, se han creado todos los incentivos imaginables para que la población adquiera más coches. ¿Cuál es la respuesta del gobierno? Usted lo puede imaginar: quieren volver a limitar el número de vehículos en circulación de manera coercitiva. No es difícil anticipar el desenlace, excepto si uno es el político a cargo de la decisión.

La legislación financiera que ha propuesto el gobierno va por la misma línea. Su objetivo es loable: quiere que aumente el crédito como porcentaje del PIB y está intentando crear incentivos para que eso ocurra. La legislación propone dos mecanismos, uno positivo y otro negativo. El positivo, que toma como modelo al banco de desarrollo brasileño, consiste en dotar a los bancos de desarrollo nacionales de mecanismos para que puedan apoyar a la planta productiva. Nada de malo en ello, excepto por lo que el propio ejemplo brasileño muestra de los riesgos de prestarle a empresas que no tienen viabilidad pues, si la tuvieran, los bancos comerciales les estarían prestando. Por el lado negativo, la iniciativa propone impedir que los bancos comerciales compren bonos gubernamentales con los recursos que no están prestando. El objetivo es incentivar a que incrementen el crédito con esos recursos. Al igual que con el tráfico en la ciudad de México, no es difícil anticipar que, antes de extender créditos riesgosos, los bancos buscarán otras cosas en que colocar sus recursos, como bienes raíces o en instrumentos que mentes creativas desarrollarán para proteger sus propios intereses. Nuevamente, no se puede legislar un resultado.

«La política pública, escribió Thomas Sowell, tiene que ser entendida en términos de la estructura de incentivos que produce y no de la retórica esperanzadora de quienes la concibieron». El mexicano es tan inteligente y competente como todos los demás seres humanos. Apostar a su estupidez o a su disposición a plegarse a los deseos de los burócratas no hace sino arrojar dudas sobre el carácter del apostador.

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