El atorón

 Luis Rubio

Todos los gobiernos, en México y en el mundo, se atoran en algún momento. Lo crucial no es el hecho sino si cuentan con la capacidad para salir del hoyo en que se metieron. El triunfo electoral le hace creer al equipo ganador que todo es posible, que no hay límite a su activismo y, sobre todo, que los gobiernos anteriores acabaron en la lona por incompetentes. La dinámica del triunfo, y los prejuicios, hacen difícil contemplar la posibilidad de que las causas de la crisis residan en la realidad y no exclusivamente en el equipo que se aprestan a reemplazar. El atorón es inevitable y mientras mayor la arrogancia, peor el desenlace porque el otro lado de la moneda también es cierto: los pocos gobiernos que reconocen que hay un problema (la mitad de la solución) acaban transformándose, lanzando iniciativas susceptibles de lograr su objetivo.

El triunfo electoral del hoy presidente Peña fue claro e indisputable, pero es posible que su equipo haya derivado una lectura errada de la dinámica de la elección: que el desencuentro entre las encuestas y el resultado final se haya debido a que el voto decisivo fue producto de la división entre dos negativos, los anti PRI vs los anti AMLO. Esa dinámica implicó que triunfó Peña Nieto porque más mexicanos le temieron a López Obrador, muchos de ellos panistas que abandonaron a su candidata, que por una preferencia real por el PRI.  Una hipótesis así explicaría los errores en el manejo económico, el costo de ignorar o subestimar la inseguridad, el desperdicio de la buena voluntad generada por la detención de la líder magisterial y la resaca popular contra de reformas, los aumentos de impuestos, así como el renacimiento de la corrupción. El gobierno no llegó con mano libre para hacer cualquier cosa: las formas y capacidad de ejecución son insuficientes; la sustancia importa.

Los sucesos de las semanas pasadas son sugerentes: aunque nadie en el país condona el comportamiento de la CNTE al paralizar al DF, la población no ha mostrado apoyo al gobierno o confianza en su devenir. Como el proverbial conejo frente a las luces del automóvil, el gobierno fue tomado por sorpresa y ha sido incapaz de abogar, defender y convencer sobre la racionalidad de su propuesta educativa y está perdiendo el liderazgo en la energética. La única persona que está salivando es López Obrador, que ve en la forma de conducirse del gobierno y del congreso carta blanca para su propio proyecto de sobrevivencia.

Lo evidente a la fecha es que la conducción económica ha sido atroz y peor dada la mejoría que experimenta la estadounidense: no hay forma de esconder el mal desempeño. La extraordinaria comunicación -vía la prensa extranjera- con que inició resultó precoz y, por lo tanto, contraproducente. Los pocos avances que había en materia de transparencia están desapareciendo y el retorno del PRI ha servido de excusa para el resurgimiento de la corrupción en todos los rincones del país, sin que al gobierno parezca hacerle mella alguna. Estos meses han demostrado que se puede aprobar legislación de toda índole y, sin embargo, no cambiar nada. Hubo un momento en que Fox, cuan vendedor, imploraba por una reforma fiscal, cualquiera que ésta fuera. Así comienza a parecer el gobierno actual: como si el contenido fuese irrelevante. El problema es que en el contenido de las reformas y, sobre todo, en su implementación, reside su trascendencia. La noción de que se puede cambiar a un monstruo como Pemex por el solo hecho de cambiar la ley lo dice todo.

Todos los gobiernos inician su mandato seguros de que cuentan con el apoyo popular y de que con su sola presencia transformarán al país. La historia y la perspectiva muestran algo distinto, aquello que diferencia a los gobiernos grandes de los pequeños. En los últimos veinte años, tres gobiernos fueron absolutamente incapaces de lograr nada porque adolecieron de un proyecto viable y susceptible de ganar el apoyo de al menos los sectores y grupos clave de la sociedad, pero también –y particularmente- porque carecían de la capacidad de operación política que el presidente Peña ha mostrado con creces. En contraste con aquellos, el presidente cuenta con el activo clave: el cómo hacerlo. Lo que no tiene es un proyecto idóneo, capaz de lograr el apoyo popular, al menos un apoyo suficiente para claramente marginar a los grupos de interés –político o ideológico- que en estos días paralizaron al gobierno y al país.

Tony Blair escribió en sus memorias que el peor momento de un proceso de reforma llega cuando todo parece estar colapsándose, cuando la oposición lo paraliza todo y los días parecen negros de principio a fin. La cosa, dice Blair, mejora cuando la tormenta comienza a amainar y las circunstancias empiezan a adquirir su dimensión real. Es en ese momento que el gobernante se percata de que hubiera sido igual de fácil o difícil aprobar una reforma ambiciosa que una mediocre: el costo y el proceso es igual, pero el resultado puede ser radicalmente distinto. Justo ahí está atorado el gobierno: cambiar lo necesario o una nueva pintadita de fachada.

El asunto hoy es qué clase de gobierno tendrá el país y cuál será su relación con la sociedad. Históricamente, los gobiernos priistas dominaron y controlaron todo, hasta que acabaron provocando crisis interminables. El PAN intentó administrar sin cambiar nada en tanto que AMLO proponía restaurar el viejo orden. El gobierno actual ha obviado estas consideraciones y se apresuró a intentar recrear un sistema de gobierno caduco y sin viabilidad porque en esta era no funcionan los controles, la corrupción ya no ayuda a limar asperezas y el exceso de gobierno genera crisis. Rectoría no es igual a control. La realidad exige un nuevo proyecto, uno compatible con las complejidades de la era de la globalización y las expectativas de una población demandante.

El país requiere un gobierno en forma y un presidente por encima de las disputas cotidianas. El presidente Peña Nieto ha desempeñado esa función con extraordinaria habilidad, pero no es suficiente restablecer la autoridad presidencial: lo crucial es convertirla en el factor que hace posible la transformación del país con visión de futuro.

Blair explica las vicisitudes con que tiene que vivir el gobernante y la fragilidad de los procesos políticos de los que depende, incluyendo a las personas responsables para conducirlos. Es eso lo que definirá si se doblega ante los impedimentos o los convierte en oportunidades. El presidente tiene que optar entre aceptar la imposición de la CNTE (y las que sigan) o redefinir su gobierno en lo sustantivo en aras de construir un proyecto verdaderamente transformador.

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