Impunidad y violencia

Luis Rubio

En el corazón de la criminalidad, dice Mark Kleiman, yace la impunidad. Cuando el crimen no es castigado, acaba siendo recurrente. Por otra parte, si el castigo es desproporcionado o, simplemente, no es creíble, su poder disuasivo es irrelevante, si no es que negativo. Lo que se requiere, dice este especialista que tuvo una larga carrera en la procuración de justicia, es una estrategia inteligente fundamentada en la existencia de reglas muy claras para el comportamiento social, pero reglas que el Estado esté en posibilidad de hacer cumplir. En esto último reside la clave.

Aunque enfocado hacia el fenómeno criminal estadounidense*, los planteamientos conceptuales de Kleiman son tan válidos allá como aquí, además de que antes ya había enfocado sus baterías a nuestro caso**. En esencia, su planteamiento es que tiene que aceptarse que el crimen es un problema real, que hay demasiados mitos y prejuicios en la forma en que el mundo político lo enfoca y que las soluciones, que yo resumiría con el título de “mano dura”, no son susceptibles de resolverlo. Lo que se requiere es una estrategia integral. Lo que sigue son las partes medulares de su argumento:

  • La izquierda tiene que reconocer que la criminalidad no es un problema imaginario, exagerado por la derecha y que su origen no es la desigualdad o la injusticia social o que su combate se debe acotar a perseguir la corrupción de los políticos, los poderosos o los ricos.
  • Por su parte, la derecha tiene que aceptar que las víctimas y los autores materiales de un crimen con frecuencia son las mismas personas, que el contexto en que crecen y se desarrollan produce mucho de la criminalidad y que imponer castigos cada vez más severos no ataca la naturaleza del problema.
  • Se requiere una estrategia de combate a la criminalidad que emplee al castigo de manera inteligente, usándolo con moderación pero tanto como sea necesario.
  • Un mejor sistema policiaco y de procuración de justicia debe ser el corazón de una estrategia contra el crimen.
  • Cuando se emplean medios ilegales o ilegítimos en el combate al crimen se agudiza el problema, se deja en orfandad a la víctima, se abre la puerta para que se desprecie su sufrimiento y se manda el mensaje de que se vale no respetarla. Es decir, la impunidad debe ser combatida tanto como causa del crimen y como estrategia para combatirlo.
  • El castigo –el hecho y su forma- es importante porque ese es el principal mecanismo disuasivo del crimen, pero también porque evita que las víctimas respondan con una demanda de castigar a quien sea, independientemente de si se trata del verdadero criminal, a cualquier precio (vgr. Cassez).
  • La ausencia de respuesta por parte de la autoridad –la impunidad- genera su propia dinámica. La gente se encierra, abandona los espacios públicos y evita ir a zonas de alta criminalidad. Aunque explicables, todas estas actitudes y acciones tienen consecuencias: concentran las zonas de criminalidad, éstas se convierten en zonas caóticas donde desaparece el cálculo de riesgo como factor en la decisión de delinquir (esencialmente porque quien está en esa situación no tiene nada que perder) y crea o agudiza divisiones sociales que luego son casi imposibles de moderar. Quienes provienen de colonias o grupos de alta criminalidad y acaban en la cárcel no enfrentan estigma alguno de acabar ahí y, por lo tanto, el castigo se torna en un rito de iniciación: justo lo contrario de lo que busca.
  • La concepción económica del crimen (el potencial delincuente hace un cálculo sobre el riesgo de delinquir) reside en la construcción de incentivos que lo disuadan. Sin embargo, la evidencia sugiere que los delincuentes no son actores racionales en este sentido económico. La causa de fondo de la criminalidad es un mal cálculo por parte del delincuente y la solución tiene que ser una combinación de estrategias que mejoren su proceso de toma de decisiones a la vez que se desarrolla una amenaza creíble que efectivamente sirva como factor disuasivo. Esto no se logra con el sistema actual de penas severas o impunidad.
  • Para cumplir su cometido, el castigo tiene que ser certero e inmediato. Lo fundamental no es que sea severo sino que sea eficaz. Lo crucial es que el potencial delincuente tenga certeza de que va a recibir un castigo inmediato y sin misericordia, que la autoridad va a actuar y que no va a titubear.
  • La clave para que la autoridad pueda ser exitosa es que exista una policía eficaz y un poder judicial que cumpla su función. Hay un sinnúmero de experimentos exitosos en diversas ciudades (se refiere a EUA) que ilustran distintas formas en que la policía puede ser eficaz y, en la mayoría de los casos, el éxito no reside en la agresividad sino en el uso inteligente de la fuerza y de la tecnología, además de la cercanía con la población.
  • La forma más efectiva de disminuir la criminalidad es estableciendo un pequeño conjunto de reglas que todo mundo conozca: que se entienda qué se vale y qué no se vale y que se sepa qué ocurrirá si éstas se violan. Las reglas deben venir acompañadas de un sistema de monitoreo eficaz y las sanciones a cualquier transgresión deben ser inmediatas y certeras.

El concepto de Kleiman es claro: no se puede permitir que la criminalidad y la violencia prosperen, pero para atacarlas es necesario construir una estrategia inteligente que parta del principio elemental de que la gente responde cuanto tiene claro el costo de delinquir.

Mi lectura de su planteamiento en cuanto a la potencial aplicación del concepto a México es la siguiente:

  • El factor clave reside en la construcción de capacidad estatal, es decir, el desarrollo de sistemas policiacos y de un poder judicial competentes y susceptibles de controlar la criminalidad y mantener el orden.
  • Mientras se construye esa capacidad, se tiene que actuar con los recursos existentes en este momento.
  • El primer paso consistiría en establecer reglas: qué se vale y qué no se vale y qué castigo se impondrá ante una trasgresión. Las reglas y los castigos tienen que empatar la capacidad estatal existente en este momento, es decir, no se puede proponer una regla que no se pueda hacer cumplir. En la medida en que se fortalezca la capacidad estatal, las reglas se van apretando hasta, eventualmente, llegar al objetivo: mantener la paz a través de una amenaza creíble.
  • Desarrollar sistemas policiacos modernos que acerquen a la policía con la población y la relación se constituya en un factor disuasivo.

No hay recetas mágicas, pero la condición sine qua non es la de comenzar a actuar. El problema no desaparece por dejarse de mencionar.

 

*Smart on Crime,  http://www.democracyjournal.org/28/smart-on-crime.php?page=all y

**Smarter Policies for Both Sides of the Border, Foreign Affairs, September/October 2011

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Legalización y legalidad

Luis Rubio

En 1904, Stanley, un periodista anglo-estadounidense, fue a África en busca de un científico y misionario escocés del que hacía tiempo no se sabía nada. La leyenda dice que, al encontrarlo y sin siquiera preguntar, afirmó  “Dr. Livingstone, I presume”, a lo que siguió el té de las cinco, tan característico de la cultura inglesa. Lo interesante es esto último: no importa donde se encuentren dos ingleses, a las cinco están tomando el té. La cultura va en la sangre y, más importante, todo lo que ésta conlleva: costumbres, prácticas, conceptos, comportamientos. Es en ese contexto que habría que analizar el asunto de la legalización de las drogas en México.

La idea de la legalización como mecanismo para erradicar la violencia es elegante, atractivo y analíticamente sostenible. Como liberal que soy, rechazo la noción de que el gobierno deba ser una nana decidiendo qué puede una persona comer, fumar o consumir: cada quien es responsable de sus acciones y decisiones y el gobierno no tiene por qué inmiscuirse en esos asuntos, todo ello siempre y cuando no afecte a terceros. Y ese es el problema de la legalización: más allá del legítimo placer individual de la mariguana, si no queremos acabar con otra de las muchas desilusiones y promesas incumplidas, tenemos primero que entender los factores que harían viable la legalización como medio para abatir la violencia porque no hay nada más poderoso que una idea pero también nada más riesgoso que una idea sin el andamiaje necesario para que sea exitosa.

Más allá de preferencias ideológicas, la noción de legalizar tiene todo el sentido del mundo como medio para reducir la rentabilidad de las mafias, eliminando con ello el principal incentivo que conduce al negocio. Si la droga es legal (y si se han resuelto los problemas prácticos de cómo se produce, distribuye y regula), las mafias que proliferan por el hecho de tratarse de un mercado prohibido dejan de existir. El argumento económico es impecable y poderoso.

Sin embargo, para que pudiese ser exitosa una estrategia de legalización en nuestro contexto (y aquí sí, la geografía nos hace distintos respecto a lugares remotos como Uruguay o Portugal), tendrían que resolverse al menos tres asuntos clave. Primero, que la legalización involucre al mercado relevante. Segundo, que incluya a todos los productos significativos. Y, tercero, que exista la capacidad real y efectiva de regulación de los mercados respectivos para que todo el circuito que va de la producción al consumo quede perfectamente establecido, regulado y seguro; es decir, que no haya fugas y que los niños no tengan acceso a la droga. Si uno observa los casos que existen en el mundo, típicamente es en estos últimos asuntos donde se atoran.

Según la Encuesta Nacional de Adicciones, el consumo de drogas en México es sumamente pequeño, se concentra en algunas localidades bastante específicas y, aunque crece con celeridad, la base es tan pequeña que, fuera de algunas colonias o grupos sociales, todavía no puede hablarse de un problema grave de drogadicción. Siendo así, es obvio que la violencia en el país no puede explicarse por el consumo de drogas. La violencia ocurre por dos circunstancias: una, la principal, nuestra localización geográfica que nos coloca como medio de acceso al mercado estadounidense, el mayor consumidor del mundo. El otro factor, que no es menor, es que México es el lugar favorito de tránsito de mucha de esa droga porque no existen barreras reales y efectivas a su producción o transporte, es decir, porque no tenemos instituciones policiacas y judiciales dedicadas a hacer valer la ley y mantener el orden (la esencia y responsabilidad mínima de cualquier Estado). Las drogas pasan por México porque nada les impide -o, en todo caso, regula- el paso.

En este sentido, el primer asunto clave que tendría que ser resuelto para que la legalización fuese efectiva tendría que ser que comprenda al mercado relevante. Ese mercado no es el mexicano sino el estadounidense. Puesto de otra manera: nada cambiaría si se legaliza íntegramente el consumo de drogas en el país mientras no ocurra lo mismo en EUA, que es de donde salen las utilidades que le dan relevancia. Para que la legalización tuviera el efecto deseado en México, el país tendría que mudarse al Atlántico, o sea separarse de la frontera, o convencer a los estadounidenses que ellos también legalicen para que México deje de ser el conducto de acceso a su mercado. Si México liberaliza el consumo pero los americanos siguen igual todo quedaría igual.

El segundo asunto clave es que la legalización abarque a todas las drogas relevantes. Suponiendo que EUA, por un milagro, abandona su estrategia prohibicionista, la pregunta es si son todos los que están y están todos los que son. En términos de rentabilidad e impacto, la droga realmente significativa no es la mariguana (que aquí se produce), sino la cocaína y las metanfetaminas. Si éstas no se incluyen en el paquete de legalización, el esfuerzo quedaría incompleto y sería, en buena medida, infructuoso, y yo no conozco una sola propuesta de legalización de esas drogas. En esto un poco de avance implica ningún avance.

Finalmente, la idea de legalizar parte del supuesto de que un mercado legal se puede regular y que no va a afectar negativamente a la población, sobre todo a aquella que opta por no consumir drogas ni participar en el mercado. Este es el punto crucial y el que desde hace tiempo me lleva a ser renuente respecto a la legalización. Dado que el problema de México no es de consumo sino de ausencia de Estado, o sea, de “ley y orden”, eso que Stanley y Livingstone daban por hecho, la legalización de las drogas sin instituciones fuertes no reduciría la violencia: aumentarían las actividades criminales de narcos desempleados que se irían a otros negocios delictivos. Eliminar la ilegalidad aumentaría la disponibilidad y su aceptación social, elevando los costos de salud.  Como en Guatemala, el gobierno podría ignorar al narco, pero su situación no mejoraría porque el problema no es de drogas sino de debilidad del propio sistema de gobierno. La realidad de extorsión, secuestros y narcotráfico no habría cambiado ni un ápice.

En resumen, el mercado relevante para que la legalización pudiese rendir frutos es el estadounidense. Si ellos liberalizan su mercado, las cosas podrían cambiar con celeridad. Sin embargo, legalicen ellos o no, la criminalidad, abuso, extorsión y secuestro en México seguiría exactamente igual con legalización o sin ella porque ese no es el problema. Lo que México urgentemente requiere es un gobierno que funciona y cumple su cometido.

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CONFLICTO Y LIDERAZGO


FORBES – OPINIÓN

LUIS RUBIO – EN PERSPECTIVA

 

 

UNA ENCUESTA QUE LA UNAM levantó varios años seguidos durante las décadas de 1980 y1990, concluía que los mexicanos aborrecían al gobierno, no veían muchas alternativas y tenían un gran temor a la violencia. La historia  de las últimas décadas parece justificar  las tres conclusiones: no hemos logrado  mejorar la calidad del gobierno, la oposición no ha sido particularmente buena gobernando y la violencia se ha apoderado de vastas regiones del país.

De haber consenso social, quizá sería posible atacar las causas de estos fenómenos; sin embargo, la persistencia del conflicto político impide incluso comenzar a definir el problema.

Hay al menos tres fuentes de conflicto  político. Una se deriva de la combinación  de descentralización política (y del presupuesto), junto con la concentración del  poder del crimen organizado: el poder se  descentralizó pero los gobernadores no construyeron policías, ministerios públicos y, en general, capacidad de Estado que sustituyera el control vertical que ejercía el gobierno federal y que, por mucho  tiempo, permitió mantener una apariencia  de orden.

Esto ocurrió justo cuando los americanos habían cerrado las vías de acceso de las drogas por el Caribe, los colombianos  habían recuperado el control de su país  y, después de 2001, los estadounidenses habían fortificado la frontera. Todo esto  creo una mezcla letal: un fortalecimiento brutal de las mafias criminales frente a un  sistema de gobierno enclenque. El reto es  fenomenal y no se resuelve meramente con un gobierno federal en forma, aunque  sin ello sería imposible lograrlo.

La segunda fuente de choque tiene su  origen en conflictos comunitarios (tierras,  control regional, cacicazgos) que siempre  han existido, pero que por mucho tiempo  fueron controlados y  maniatados por un  sistema político fuerte que nunca se ocupó de resolver las fuentes de conflicto, sino  meramente de evitar que éstas explotaran. Desaparece la capacidad de control y los conflictos afloran.

En muchos casos, se trata de movimientos sociales con raíces profundas que no se pueden resolver par medio de la represión, sino que exigen nuevas formas de participación política. Inevitablemente, sobre todo cuando se trata de las rutas de la droga, no es inusual encontrar que se entrelazan los movimientos de origen comunitario con el crimen organizado, sembrando las semillas de lo que eventualmente conduce al colapso de todo vestigio de orden y gobierno funcional.

 

«HAY AL MENOS TRES FUENTES  DE CONFLICTO POLITICO. UNA SE DERIVA DE LA COMBINACION DE DESCENTRALIZACION POLITICA (Y DEL PRESUPUESTO), JUNTO CON LA CONCENTRACION DEL PODER DEL CRIMEN».

 

Finalmente, la tercera fuente de conflicto es resultado de los desencuentros que son producto de un sistema político viejo que se rehúsa a transformarse: un sistema político pre-moderno, justicia medieval y formas no democráticas de acción política. Los legisladores protestan por lo que ven en el Pacto por México como usurpación de sus funciones y responsabilidades. Los gobernadores ejercen el gasto sin ninguna rendición de cuentas. Los poderes públicos no tienen bien definidos sus límites y mecanismos de contrapeso. En una palabra, perviven instituciones y formas viejas que son incompatibles con una realidad transformada.

Los problemas estructurales del país no le han impedido que progrese su economía, pero inevitablemente se han convertido en un fardo que impide que  crezca la productividad, se instalen nuevas fuentes de riqueza y que el desarrollo sea menos inequitativo. Es decir, el conflicto y la peculiar manera de lidiar con el —no enfrentándolo sino esquivándolo— no hacen sino posponer las soluciones, sedimentar el cinismo tradicional del mexicano y, sobre todo, impedir que se aprovechen las oportunidades que se van presentando.

¿Cómo romper el círculo vicioso? Hay  muchas teorías y propuestas al respecto.

Mis observaciones a lo largo de más  de tres décadas me dicen que las ideas y  propuestas son indispensables, pero el factor crucial es un liderazgo dispuesto a  encabezar una gran transformación. Ahí está Felipe González, Nelson Mandela,  Ricardo Lagos, Margaret Thatcher como  ejemplos. Muy distintos, pero con un común denominador: un deseo de construir y la claridad de que su mandato era finito. Así  de simple.

 

LUIS RUBIO ES PRES1DENTE DEL CENTRO DE 1NVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, A.C.

 

¿Otra reforma?

INFOLATAM/CIDAC
México, 12 agosto 2013
Por LUIS RUBIO

(Infolatam).- El problema de las propuestas de reforma político-electoral que, a partir de la de 1977, pululan el ambiente después de cada elección es que su motivación no es constructiva sino que surge de un ánimo de venganza e impotencia. Venganza por no haber ganado, impotencia por no poder ganar. De ahí que el contenido de las iniciativas que ahora se discuten tenga poco que ver con los problemas que enfrenta el país, los que requieren solución para poder avanzar tanto en la política como en la economía: responden exclusivamente a las posiciones relativas de los actores en este momento específico. No es casualidad que cada reforma que ha habido en estas décadas haya acabado complicando la gobernabilidad del país en lugar de facilitarla.

La reforma de 1977 se proponía ampliar el espacio legal y legítimo de la contienda (o, al menos, de la representación) política. De ahí en adelante, las reformas, todas, han estado orientadas a sesgar los resultados, debilitar a la presidencia o hacer más complejo el proceso electoral y legislativo, respectivamente. Ninguna se aboca a lo único que es importante: construir un sistema político funcional que le rinda cuentas al ciudadano y propicie la prosperidad. Así de simple.

El problema de México es de esencia: cómo se va a gobernar. Ese es el tema que tiene que ser atendido, independientemente de las recetas que flotan en el ambiente. En su más mínima expresión, las acciones necesarias tendrían que versar sobre la forma de la presidencia y sus instrumentos, la construcción de mayorías legislativas y el equilibrio entre los dos poderes. Sin embargo, las propuestas de reforma en la palestra se abocan a la coyuntura inmediata: cómo debilitar al contrario y fortalecerse a uno mismo. Cuando el PAN estaba en la presidencia, el PRI proponía fortalecer al legislativo; hoy es el PAN quien avanza esa misma propuesta. Todo es coyuntura. No hay visión.

Implícitamente, todos los partidos reconocen que el problema esencial es de gobernabilidad. Si no fuera así, ninguno habría suscrito el Pacto por México. El Pacto es un artificio que responde a la inexistencia de mecanismos que faciliten la construcción de mayorías legislativas, condición necesaria para la aprobación de reformas relevantes, así como para darle estabilidad al gobierno en turno. Hay sociedades que, desde su cultura e historia, facilitan esa vereda, pero la nuestra no sólo la rechaza, sino que la estigmatiza: así es como surgió el neologismo “concertacesionar”. Negociar, pactar y acordar no es algo muy mexicano: cualquier acuerdo es visto como una capitulación y, por lo tanto, inaceptable. Por eso, paradójicamente, en lugar de llevar a cabo reformas susceptibles de mejorar la realidad, todos prefieren un absurdo consenso que permite que los costos se compartan. Pero también ahí hay una lección: a falta de una estructura institucional funcional, el consenso es una forma de reconocer que lo existente es inadecuado, que se requieren otros mecanismos para gobernar de manera efectiva.

En este contexto, el Pacto es una nueva suerte de consenso: si bien no es perfecto ni resuelve los conflictos internos de los partidos, permite una funcionalidad parcial. No es sorprendente que los asuntos espinosos, como el energético, se hayan decidido procesar fuera del Pacto, otra indicación de que el problema es de gobernabilidad y de ausencia de instituciones para lograrla.

La política mexicana enfrenta dos desafíos: la gobernabilidad y la rendición de cuentas. Ninguno se resuelve con segunda vuelta ni, por sí mismo, con reelección. La gobernabilidad requiere tanto un gobierno fuerte como un gobierno acotado y, por tanto, la reforma tiene que responder a ese imperativo o acabará, como tantas otras, “tropicalizada”, descremada y consensada al punto de no afectar a ningún interés creado ni tener más efecto en la realidad que el de enaltecer la vanidad de sus proponentes (pero, eso sí, complicar la vida política todavía más). La alternativa es que la reforma, una verdadera reforma, provenga del poder que todos los demás quieren debilitar, es decir, desde la presidencia.

En el corazón del problema de gobernabilidad yace el sistema de gobierno que fue construido para una era que en nada se asemeja a la actual. Al fin de la Revolución, Calles estructuró un sistema que concentró el poder en una persona que, en el contexto de una población relativamente pequeña, muy controlada y aislada del resto del mundo, permitió algunas décadas de paz y prosperidad. Hoy, la mexicana es una sociedad diversa, dispersa, muy grande y totalmente integrada a los circuitos comerciales, tecnológicos, productivos y criminales del mundo: desde el modesto indígena chiapaneco que vive en Chicago hasta el proveedor queretano de partes para el auto más moderno que está por salir de una línea de ensamble en Yokohama e incluyendo al comerciante que vive asediado por la extorsión en Torreón. El país requiere un sistema de gobierno apropiado para nuevas realidades, distintas a las de antaño.

El problema de propuestas como las del PAN-PRD es que no atienden el asunto central. Se limitan a sus propios intereses sin reconocer lo esencial. En sentido contrario al corazón de su propuesta, México requiere una presidencia fuerte, pero ésta tiene que estar limitada por mecanismos de rendición de cuentas efectivos. Uno de esos mecanismos, el más importante, tiene que ser el propio poder legislativo, que también tiene que ser reformado para facilitar la construcción de mayorías (que hagan innecesario al Pacto) pero no por medios artificiales como el de modificar la “cláusula de gobernabilidad” sino a través de incentivos que satisfagan otro de los requisitos de un sistema político funcional: que los políticos le rindan cuentas al ciudadano y no a sus jefes políticos. Una forma de lograrlo sería la reelección.

Una verdadera reforma sólo será efectiva el día en que el país viva bajo el reino de la ley, lo que implica una cosa muy simple: en palabras de Fukuyama, “que el individuo en el poder se sienta limitado por la ley”, es decir, que no pueda hacer “lo que le dé la gana”, sino que su poder esté acotado, lo que no quiere decir que no lo tenga o que no pueda emplearlo para gobernar con eficacia para generar prosperidad. Una reforma originada en un ánimo de revancha o de impotencia jamás podrá lograrlo.

Los partidos de la oposición parecen decididos a condicionar su apoyo legislativo a la aprobación de otra reforma electoral. Sería mucho más trascendente que sea el presidente quien proponga una de verdad, una que le dé al país viabilidad por décadas y no sólo hasta la próxima revancha, digo elección.

http://www.infolatam.com/2013/08/12/%C2%BFotra-reforma/

 

¿Otra reforma?

Luis Rubio

El problema de las propuestas de reforma político-electoral que, a partir de la de 1977, pululan el ambiente después de cada elección es que su motivación no es constructiva sino que surge de un ánimo de venganza e impotencia. Venganza por no haber ganado, impotencia por no poder ganar. De ahí que el contenido de las iniciativas que ahora se discuten tenga poco que ver con los problemas que enfrenta el país, los que requieren solución para poder avanzar tanto en la política como en la economía: responden exclusivamente a las posiciones relativas de los actores en este momento específico. No es casualidad que cada reforma que ha habido en estas décadas haya acabado complicando la gobernabilidad del país en lugar de facilitarla.

La reforma de 1977 se proponía ampliar el espacio legal y legítimo de la contienda (o, al menos, de la representación) política. De ahí en adelante, las reformas, todas, han estado orientadas a sesgar los resultados, debilitar a la presidencia o hacer más complejo el proceso electoral y legislativo, respectivamente. Ninguna se aboca a lo único que es importante: construir un sistema político funcional que le rinda cuentas al ciudadano y propicie la prosperidad. Así de simple.

El problema de México es de esencia: cómo se va a gobernar. Ese es el tema que tiene que ser atendido, independientemente de las recetas que flotan en el ambiente. En su más mínima expresión, las acciones necesarias tendrían que versar sobre la forma de la presidencia y sus instrumentos, la construcción de mayorías legislativas y el equilibrio entre los dos poderes. Sin embargo, las propuestas de reforma en la palestra se abocan a la coyuntura inmediata: cómo debilitar al contrario y fortalecerse a uno mismo. Cuando el PAN estaba en la presidencia, el PRI proponía fortalecer al legislativo; hoy es el PAN quien avanza esa misma propuesta. Todo es coyuntura. No hay visión.

Implícitamente, todos los partidos reconocen que el problema esencial es de gobernabilidad. Si no fuera así, ninguno habría suscrito el Pacto por México. El Pacto es un artificio que responde a la inexistencia de mecanismos que faciliten la construcción de mayorías legislativas, condición necesaria para la aprobación de reformas relevantes, así como para darle estabilidad al gobierno en turno. Hay sociedades que, desde su cultura e historia, facilitan esa vereda, pero la nuestra no sólo la rechaza, sino que la estigmatiza: así es como surgió el neologismo “concertacesionar”. Negociar, pactar y acordar no es algo muy mexicano: cualquier acuerdo es visto como una capitulación y, por lo tanto, inaceptable. Por eso, paradójicamente, en lugar de llevar a cabo reformas susceptibles de mejorar la realidad, todos prefieren un absurdo consenso que permite que los costos se compartan. Pero también ahí hay una lección: a falta de una estructura institucional funcional, el consenso es una forma de reconocer que lo existente es inadecuado, que se requieren otros mecanismos para gobernar de manera efectiva.

En este contexto, el Pacto es una nueva suerte de consenso: si bien no es perfecto ni resuelve los conflictos internos de los partidos, permite una funcionalidad parcial. No es sorprendente que los asuntos espinosos, como el energético, se hayan decidido procesar fuera del Pacto, otra indicación de que el problema es de gobernabilidad y de ausencia de instituciones para lograrla.

La política mexicana enfrenta dos desafíos: la gobernabilidad y la rendición de cuentas. Ninguno se resuelve con segunda vuelta ni, por sí mismo, con reelección. La gobernabilidad requiere tanto un gobierno fuerte como un gobierno acotado y, por tanto, la reforma tiene que responder a ese imperativo o acabará, como tantas otras, “tropicalizada”, descremada y consensada al punto de no afectar a ningún interés creado ni tener más efecto en la realidad que el de enaltecer la vanidad de sus proponentes (pero, eso sí, complicar la vida política todavía más).  La alternativa es que la reforma, una verdadera reforma, provenga del poder que todos los demás quieren debilitar, es decir, desde la presidencia.

En el corazón del problema de gobernabilidad yace el sistema de gobierno que fue construido para una era que en nada se asemeja a la actual. Al fin de la Revolución, Calles estructuró un sistema que concentró el poder en una persona que, en el contexto de una población relativamente pequeña, muy controlada y aislada del resto del mundo, permitió algunas décadas de paz y prosperidad. Hoy, la mexicana es una sociedad  diversa, dispersa, muy grande y totalmente integrada a los circuitos comerciales, tecnológicos, productivos y criminales del mundo: desde el modesto indígena chiapaneco que vive en Chicago hasta el proveedor queretano de partes para el auto más moderno que está por salir de una línea de ensamble en Yokohama e incluyendo al comerciante que vive asediado por la extorsión en Torreón. El país requiere un sistema de gobierno apropiado para nuevas realidades, distintas a las de antaño.

El problema de propuestas como las del PAN-PRD es que no atienden el asunto central. Se limitan a sus propios intereses sin reconocer lo esencial. En sentido contrario al corazón de su propuesta, México requiere una presidencia fuerte, pero ésta tiene que estar limitada por mecanismos de rendición de cuentas efectivos. Uno de esos mecanismos, el más importante, tiene que ser el propio poder legislativo, que también tiene que ser reformado para facilitar la construcción de mayorías (que hagan innecesario al Pacto) pero no por medios artificiales como el de modificar la “cláusula de gobernabilidad” sino a través de incentivos que satisfagan otro de los requisitos de un sistema político funcional: que los políticos le rindan cuentas al ciudadano y no a sus jefes políticos. Una forma de lograrlo sería la reelección.

Una verdadera reforma sólo será efectiva el día en que el país viva bajo el reino de la ley, lo que implica una cosa muy simple: en palabras de Fukuyama, “que el individuo en el poder se sienta limitado por la ley”, es decir, que no pueda hacer “lo que le dé la gana”, sino que su poder esté acotado, lo que no quiere decir que no lo tenga o que no pueda emplearlo para gobernar con eficacia para generar prosperidad. Una reforma originada en un ánimo de revancha o de impotencia jamás podrá lograrlo.

Los partidos de la oposición parecen decididos a condicionar su apoyo legislativo a la aprobación de otra reforma electoral. Sería mucho más trascendente que sea el presidente quien proponga una de verdad, una que le dé al país viabilidad por décadas y no sólo hasta la próxima revancha, digo elección.

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Segunda llamada

LA OPINON – Luis Rubio

 ¿Qué ocurre cuando una fuerza irresistible se topa con un objetivo inamovible? Cuando se iniciaron las reformas económicas y se negoció el TLC norteamericano a finales de los ochenta, la fuerza irresistible era la urgencia de lograr una tasa elevada de crecimiento económico. El objetivo inamovible era la imperiosa necesidad de no alterar el statu quo político.

Pocas veces se aprecia la dimensión política del TLC o del contexto en el que se emprendió la primera racha de reformas económicas hace casi tres décadas. Ese contexto fue clave para la definición de la naturaleza y contenido de las reformas y también de sus limitaciones.

Las reformas se inician cuando la economía del país experimentaba turbulencias sin precedente. El viejo modelo económico (el desarrollo estabilizador) se había colapsado; el gobierno había extendido sus tentáculos por toda la economía, paralizándola en muchos sectores e impidiendo el crecimiento de la inversión; la enorme deuda imposibilitaba cualquier movimiento y buena parte del sector privado estaba quebrado. Las reformas y privatizaciones se proponían reactivar la economía pero sin amenazar el monopolio priista del poder. Esa condición llevó a decisiones contradictorias, una apertura económica insuficiente pero sobre todo incoherente, notorios favoritismos y, en el conjunto, una indisposición a crear condiciones para que las propias reformas pudiesen ser exitosas.

Ahora, en un contexto político radicalmente distinto, el país enfrenta desafíos nuevos (algunos viejos y rezagados) y decisiones fundamentales, cada uno de las cuales entraña definiciones. La negociación del TPP (sociedad transpacífica) y la posibilidad de que EE.UU. negocie un tratado comercial con la Unión Europea nos obliga a definir qué estamos dispuestos a hacer para avanzar nuestro desarrollo y enfrentar los desafíos –y riesgos— que yacen implícitos en ambos proyectos.

Las contradicciones inherentes a las reformas de los ochenta y noventa explican buena parte de su limitado resultado: se buscaba abrir pero sin abrir, institucionalizar pero sin instituciones, crecer pero sin costo.

En contraste con Canadá, que vio al TLC como el principio –como un instrumento— de transformación interna, en México se le vio como el final de un proceso de reforma. Mientras que los canadienses se dedicaron a construir infraestructura, apoyar el ajuste de su economía y darle facilidades a sus ciudadanos para que lograran una transición exitosa, el gobierno mexicano se durmió en sus laureles. Con no perder el poder era suficiente.

El costo de esa visión truncada es patente de muchas maneras: no hubo un reconocimiento de la urgencia de adaptar la economía y las percepciones de la población, comenzando por los empresarios; no se cambió la forma de organizar la actividad económica ni se modificó la relación entre el gobierno y la actividad productiva.

Todo quedó en manos de cada empresa en lo individual. A pesar de que la economía cambió de manera radical, nunca hubo una estrategia diseñada para aprovechar el acceso al mercado norteamericano o para que las empresas se ajustaran a la competencia. En todo caso, hubo lo contrario: tan pronto se pudo, se restablecieron diversos mecanismos de protección y subsidio que no han tenido más efecto que el de empobrecer al país y evitar el ajuste que tendrá que venir tarde o temprano.

Un cuarto de siglo después el país vuelve a enfrentar la urgencia de definirse. Hay tres razones para ello. La primera es que la tasa de crecimiento de la economía sigue siendo patética. Podrá ser mejor que la de otros países en este momento, pero ese no es consuelo. La segunda reside en la transformación del horizonte energético de la región norteamericana. Finalmente, EE.UU. sigue y seguirá siendo nuestro factótum económico y tenemos que encontrar la forma de aumentar (y evitar el riesgo de perder o ver diluidas) las ventajas del TLC que es, a final de cuentas, el factor que explica prácticamente la totalidad del crecimiento económico en las últimas décadas porque es la única institución creíble para empresarios e inversionistas.

El crecimiento es mucho más bajo de lo que podría ser porque, fuera del TLC, no hay certeza para la inversión; porque hay sectores clave en la economía mexicana –sobre todo energía— que no son parte del mercado de inversión; y porque seguimos viviendo un entorno político sexenal en el que las cosas dependen de la decisión y humor del ejecutivo en turno.

La ironía de esto último es que el éxito que ha logrado el presidente Peña en unos cuantos meses refuerza la noción que todo depende de la decisión de una persona y, por lo tanto, no hay certezas duraderas, esas que sólo las garantiza la permanencia de instituciones sólidas, no sujetas a vaivenes políticos.

La revolución energética que experimentan nuestros vecinos norteños está cambiando la historia.

EE.UU. está a punto de convertirse en el mayor productor de petróleo del mundo y podría lograr autosuficiencia energética en los próximos años. Canadá, otro gigante en ese ámbito, experimenta una transformación radical. La caída en los precios del gas está revitalizando a la industria manufacturera estadounidense y en un plazo breve nos podría quitar las ventajas de la vecindad. Si no transformamos a la industria de energía mexicana, podríamos quedarnos con mucho petróleo que nadie quiere y sin la industria de la que depende el bienestar general –e ingreso y empleo— de la población. No es cosa menor. Seguir privilegiando a los intereses que depredan de los dos monstruos energéticos podría llevarnos al cadalso.

 

Cuando México le propuso a EEUU. la negociación del TLC, Canadá se encontró entre la piedra y la pared. Venía saliendo de un proceso muy difícil de ajuste a su propio TLC con EE.UU. y el instrumento no era popular. Por otro lado, no podía darse el lujo de quedarse fuera de una negociación tan importante en su propia región. Con su incorporación a las negociaciones, Canadá aseguró el avance de sus intereses. México se encuentra hoy en la misma tesitura: tenemos que ser parte de esas negociaciones.

El problema, el verdadero desafío, no es que nos acepten en el proceso (aunque tampoco es obvio), sino que para poder participar nos veríamos obligados a hacer todo lo que no se hizo hace veinticinco años. México tiene instituciones que no lo son: no son permanentes, no son independientes de los vientos políticos y, en el caso de las regulatorias, no están enfocadas hacia la productividad. Si queremos ser parte de las grandes ligas, tenemos que dedicarnos a construir el andamiaje que es condición sine qua non para serlo. En esto no hay atajos que valgan.

http://www.laopinion.com/article/20130804/IMPORT01/308049945

Segunda llamada

Luis Rubio

¿Qué ocurre cuando una fuerza irresistible se topa con un objetivo inamovible? Cuando se iniciaron las reformas económicas y se negoció el TLC norteamericano a finales de los ochenta, la fuerza irresistible era la urgencia de lograr una tasa elevada de crecimiento económico. El objetivo inamovible era la imperiosa necesidad de no alterar el statu quo político.

Pocas veces se aprecia la dimensión política del TLC o del contexto en el que se emprendió la primera racha de reformas económicas hace casi tres décadas. Ese contexto fue clave para la definición de la naturaleza y contenido de las reformas y también de sus limitaciones. Las reformas se inician cuando la economía del país experimentaba turbulencias sin precedente. El viejo modelo económico (el desarrollo estabilizador) se había colapsado;  el gobierno había extendido sus tentáculos por toda la economía, paralizándola en muchos sectores e impidiendo el crecimiento de la inversión; la enorme deuda imposibilitaba cualquier movimiento y buena parte del sector privado estaba quebrado. Las reformas y privatizaciones se proponían reactivar la economía pero sin amenazar el monopolio priista del poder. Esa condición llevó a decisiones contradictorias, una apertura económica insuficiente pero sobre todo incoherente, notorios favoritismos y, en el conjunto, una indisposición a crear condiciones para que las propias reformas pudiesen ser exitosas.

Ahora, en un contexto político radicalmente distinto, el país enfrenta desafíos nuevos (algunos viejos y rezagados) y decisiones fundamentales, cada uno de las cuales entraña definiciones. La negociación del TPP (sociedad transpacífica) y la posibilidad de que EUA negocie un tratado comercial con la Unión Europea nos obliga a definir qué estamos dispuestos a hacer para avanzar nuestro desarrollo y enfrentar los desafíos –y riesgos- que yacen implícitos en ambos proyectos.

Las contradicciones inherentes a las reformas de los ochenta y noventa explican buena parte de su limitado resultado: se buscaba abrir pero sin abrir, institucionalizar pero sin instituciones, crecer pero sin costo. En contraste con Canadá, que vio al TLC como el principio –como un instrumento- de transformación interna, en México se le vio como el final de un proceso de reforma. Mientras que los canadienses se dedicaron a construir infraestructura, apoyar el ajuste de su economía y darle facilidades a sus ciudadanos para que lograran una transición exitosa, el gobierno mexicano se durmió en sus laureles. Con no perder el poder era suficiente.

El costo de esa visión truncada es patente de muchas maneras: no hubo un reconocimiento de la urgencia de adaptar la economía y las percepciones de la población, comenzando por los empresarios; no se cambió la forma de organizar la actividad económica ni se modificó la relación entre el gobierno y la actividad productiva. Todo quedó en manos de cada empresa en lo individual. A pesar de que la economía cambió de manera radical, nunca hubo una estrategia diseñada para aprovechar el acceso al mercado norteamericano o para que las empresas se ajustaran a la competencia. En todo caso, hubo lo contrario: tan pronto se pudo, se restablecieron diversos mecanismos de protección y subsidio que no han tenido más efecto que el de empobrecer al país y evitar el ajuste que tendrá que venir tarde o temprano.

Un cuarto de siglo después el país vuelve a enfrentar la urgencia de definirse. Hay tres razones para ello. La primera es que la tasa de crecimiento de la economía sigue siendo patética. Podrá ser mejor que la de otros países en este momento, pero ese no es consuelo. La segunda reside en la transformación del horizonte energético de la región norteamericana. Finalmente, EUA sigue y seguirá siendo nuestro factótum económico y tenemos que encontrar la forma de aumentar (y evitar el riesgo de perder o ver diluidas) las ventajas del TLC que es, a final de cuentas, el factor que explica prácticamente la totalidad del crecimiento económico en las últimas décadas porque es la única institución creíble para empresarios e inversionistas.

El crecimiento es mucho más bajo de lo que podría ser porque, fuera del TLC, no hay certeza para la inversión; porque hay sectores clave en la economía mexicana –sobre todo energía- que no son parte del mercado de inversión; y porque seguimos viviendo un entorno político sexenal en el que las cosas dependen de la decisión y humor del ejecutivo en turno. La ironía de esto último es que el éxito que ha logrado el presidente Peña en unos cuantos meses refuerza la noción que todo depende de la decisión de una persona y, por lo tanto, no hay certezas duraderas, esas que sólo las garantiza la permanencia de instituciones sólidas, no sujetas a vaivenes políticos.

La revolución energética que experimentan nuestros vecinos norteños está cambiando la historia. EUA está a punto de convertirse en el mayor productor de petróleo del mundo y podría lograr autosuficiencia energética en los próximos años. Canadá, otro gigante en ese ámbito, experimenta una transformación radical. La caída en los precios del gas está revitalizando a la industria manufacturera estadounidense y en un plazo breve nos podría quitar las ventajas de la vecindad. Si no transformamos a la industria de energía mexicana, podríamos quedarnos con mucho petróleo que nadie quiere y sin la industria de la que depende el bienestar general –e ingreso y empleo- de la población. No es cosa menor. Seguir privilegiando a los intereses que depredan de los dos monstruos energéticos podría llevarnos al cadalso.

Cuando México le propuso a EUA la negociación del TLC, Canadá se encontró entre la piedra y la pared. Venía saliendo de un proceso muy difícil de ajuste a su propio TLC con EUA y el instrumento no era popular. Por otro lado, no podía darse el lujo de quedarse fuera de una negociación tan importante en su propia región. Con su incorporación a las negociaciones, Canadá aseguró el avance de sus intereses. México se encuentra hoy en la misma tesitura: tenemos que ser parte de esas negociaciones.

El problema, el verdadero desafío, no es que nos acepten en el proceso (aunque tampoco es obvio), sino que para poder participar nos veríamos obligados a hacer todo lo que no se hizo hace veinticinco años. México tiene instituciones que no lo son: no son permanentes, no son independientes de los vientos políticos y, en el caso de las regulatorias, no están enfocadas hacia la productividad. Si queremos ser parte de las grandes ligas, tenemos que dedicarnos a construir el andamiaje que es condición sine qua non para serlo. En esto no hay atajos que valgan.

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

La guerra contra las pymes en México

 

Luis Rubio

  • Lun, 07/29/2013 –

 

En su libro From Beirut to Jerusalem Thomas Friedman describe sus experiencias como corresponsal en la capital libanesa a la mitad de su guerra civil. En una escena especialmente vívida, mientras se escuchan explosiones de obuses y balazos a través de la ventana, la anfitriona en una cena pregunta sin el menor reparo si ¿cenamos ahora o esperamos a que cese el fuego? Lamentablemente para millones de empresarios y changarros mexicanos, el cese al fuego de los presidentes municipales parece nunca llegar.

Las empresas, sobre todo las pequeñas, viven una guerra de aniquilación y extorsión y no solo por parte de criminales; dadas las circunstancias, sería un alivio que la fuente del embate fuera solo del crimen organizado. Al menos así se podría esperar que, algún día, cuando la enésima estrategia gubernamental finalmente lograra un éxito, el abuso llegara a su fin. Lamentablemente, la gran mafia que enfrentan las tiendas, restaurantes, empresas y changarros en todo el país proviene de los municipios y delegaciones. Es ahí donde se gesta una verdadera guerra contra el empresariado.

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La guerra es real y va matando al principal medio de sobrevivencia de la abrumadora mayoría de la población. En este contexto, no es casual que, cuando uno platica con migrantes mexicanos en EUA, lo primero que dicen es que se sienten liberados del abuso de las autoridades.

Las empresas, tiendas y changarros son el blanco favorito de los presidentes municipales y delegados, quienes ahí ven una fuente inagotable de ingresos y mordidas. Como entidades soberanas tal y como lo establece el artículo 115 constitucional, los municipios cobran impuestos cada vez más creativos, envían inspectores para extorsionar a los propietarios y demandan contribuciones legales e ilegales de manera sistemática. El acoso es permanente e interminable. Parafraseando la Winston Churchill, nuestras autoridades locales ven a los empresarios, talleres y changarros como «un tigre depredador al que hay que matar o como la vaca a la que hay que ordeñar».

La guerra contra las pymes es patética no sólo por el hecho de que merma, si no es que acaba con la economía de las familias que crean empleos y riqueza en cada localidad, sino porque impide que se logre la otra mitad de lo que Churchill dijo en esa frase: que esas autoridades no reconocen que se trata del caballo que jala la carreta del desarrollo. El sistema está diseñado para depredar, no para el crecimiento de la economía.

Según cálculos del INEGI y de entidades dedicadas a empresas pequeñas y medianas en la ONU, las empresas pequeñas representan la abrumadora mayoría de los empleadores (más del 90%) y más del 50% de la creación de empleos en el país, además de que han creado más del 65% de todos los nuevos empleos en las últimas décadas. Mientras que muchas empresas grandes elevan sus niveles de productividad de manera sistemática y desemplean gente, las empresas chicas -formales e informales- tienden a ser la principal fuente de nuevos empleos.

Con esto no pretendo argumentar que sea buena la baja productividad que caracteriza a una gran parte de las empresas pequeñas o que sea deseable la constante expansión del sector informal. Sin embargo, si uno se atiene a los hechos, lo que es indisputable es que sin este sector de la economía la mitad de la población del país estaría desempleada. En este sentido, es imposible ignorar su trascendencia política y social. De ahí que sea tanto más preocupante la guerra que han desatado los delegados y presidentes municipales contra estos empresarios.

La guerra cobra distintas formas. Comienza con la famosa «permisología», el interminable número de trámites que tiene que seguir una persona para establecer un taller, restaurante o empresa. Cada trámite viene acompañado de sus respectivas trampas, todas ellas diseñadas para obtener mordidas. Muchos establecimientos abandonan el proceso en el camino y muchos otros ni siquiera se molestan en intentarlo. La informalidad acaba siendo una opción pero sólo de manera temporal, pues, desde la perspectiva del delegado o presidente municipal, da igual si existe el permiso o no. Ambos son blancos legítimos.

La extorsión cobra muchas formas pero todas tienen el mismo objetivo: explotar al empresario. El instrumento del que se valen las llamadas autoridades es la amenaza de clausura. Como si fueran calculistas, los inspectores gubernamentales saben que un changarro no puede sobrevivir más que un mínimo número de días de cierre, por lo que aprietan lo suficiente para que funcione la extorsión, pero no tanto que mate a la gallina que pone los huevos de oro.

La guerra es real y va matando al principal medio de sobrevivencia de la abrumadora mayoría de la población. En este contexto, no es casual que, cuando uno platica con migrantes mexicanos en EUA, lo primero que dicen es que se sienten liberados del abuso de las autoridades. Quienes ya han logrado iniciar un negocio propio se ufanan del hecho que allá todo está diseñado para que sean exitosos. Las autoridades municipales ayudan, primero, no estorbando; luego, facilitando los trámites de tal forma que cualquiera que sea el permiso requerido, las reglas son claras y fáciles de cumplir. Cuando uno observa el contraste en el desempeño de los pequeños negocios de mexicanos en el exterior con el de los de aquí, lo destacable es la diferencia en el sistema de gobierno. En ambos casos la persona -el mexicano- es el mismo; lo que cambia es el gobierno, la calidad del gobierno. Aquí está diseñado para expoliar, allá para ayudar. La diferencia no es menor. Ahora que se está tramando una nueva estructura fiscal para el país -tanto en lo que atañe a la recaudación como a la relación entre los niveles de gobierno- sería bueno contemplar los costos de la forma de operar de nuestro sistema de gobierno.

Si al final de cuentas, como dicen en las películas de detectives, todo se explica por el dinero, el gobierno federal tiene en sus manos una poderosísima arma para forzar a los gobiernos locales a desregular, transformarse y convertirse en fuentes de oportunidades para el desarrollo del país.

Si bien a cualquier estado y municipio le encantaría atraer la nueva inversión de una gran empresa automotriz, por citar el ejemplo prototípico, la mayoría de los empleos seguirá viniendo de empresas pequeñas y medianas. Matarlas de a poquito como hacen nuestras diligentes autoridades no es una buena forma de asegurar el desarrollo.

Cuando se discuten las causas del pobre desempeño de la economía se suele apuntar a los grandes problemas de infraestructura, la competencia por la inversión del exterior o la confianza de los extranjeros en el país. Sin embargo, muchas veces el problema reside, incómodamente, mucho más cerca de casa. Como escribió Hemmingway en Por quien doblan las campanas, «Nunca hubo una población cuyos líderes fueran tan claramente sus enemigos como ésta».

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-guerra-contra-las-pymes-en-mexico10.

 

 

 

 

 

 

 

Guerra contra pymes

 Luis Rubio

En su libro From Beirut to Jerusalem Thomas Friedman describe sus experiencias como corresponsal en la capital libanesa a la mitad de su guerra civil. En una escena especialmente vívida, mientras se escuchan explosiones de obuses y balazos a través de la ventana,  la anfitriona en una cena pregunta sin el menor reparo si ¿cenamos ahora o esperamos a que cese el fuego? Lamentablemente para millones de empresarios y changarros mexicanos, el cese al fuego de los presidentes municipales parece nunca llegar.

Las empresas, sobre todo las pequeñas, viven una guerra de aniquilación y extorsión y no solo por parte de criminales; dadas las circunstancias, sería un alivio que la fuente del embate fuera solo del crimen organizado. Al menos así se podría esperar que, algún día, cuando la enésima estrategia gubernamental finalmente lograra un éxito, el abuso llegara a su fin. Lamentablemente, la gran mafia que enfrentan las tiendas, restaurantes, empresas y changarros en todo el país proviene de los municipios y delegaciones. Es ahí donde se gesta una verdadera guerra contra el empresariado.

Las empresas, tiendas y changarros son el blanco favorito de los presidentes municipales y delegados, quienes ahí ven una fuente inagotable de ingresos y mordidas. Como entidades soberanas tal y como lo establece el artículo 115 constitucional, los municipios cobran impuestos cada vez más creativos, envían inspectores para extorsionar a los propietarios y demandan contribuciones legales e ilegales de manera sistemática. El acoso es permanente e interminable. Parafraseando a Winston Churchill, nuestras autoridades locales ven a los empresarios, talleres y changarros como «un tigre depredador al que hay que matar o como la vaca a la que hay que ordeñar».

La guerra contra las pymes es patética no sólo por el hecho de que merma, si no es que acaba con la economía de las familias que crean empleos y riqueza en cada localidad, sino porque impide que se logre la otra mitad de lo que Churchill dijo en esa frase: que esas autoridades no reconocen que se trata del caballo que jala la carreta del desarrollo. El sistema está diseñado para depredar, no para el crecimiento de la economía.

Según cálculos del INEGI y de entidades dedicadas a empresas pequeñas y medianas en la ONU, las empresas pequeñas representan la abrumadora mayoría de los empleadores (más del 90%) y más del 50% de la  creación de empleos en el país, además de que han creado más del 65% de todos los nuevos empleos en las últimas décadas. Mientras que muchas empresas grandes elevan sus niveles de productividad de manera sistemática y desemplean gente, las empresas chicas -formales e informales- tienden a ser la principal fuente de nuevos empleos.

Con esto no pretendo argumentar que sea buena la baja productividad que caracteriza a una gran parte de las empresas pequeñas o que sea deseable la constante expansión del sector informal. Sin embargo, si uno se atiene a los hechos, lo que es indisputable es que sin este sector de la economía la mitad de la población del país estaría desempleada. En este sentido, es imposible ignorar su trascendencia política y social. De ahí que sea tanto más preocupante la guerra que han desatado los delegados y presidentes municipales contra estos empresarios.

La guerra cobra distintas formas. Comienza con la famosa «permisología», el interminable número de trámites que tiene que seguir una persona para establecer un taller, restaurante o empresa. Cada trámite viene acompañado de sus respectivas trampas, todas ellas diseñadas para obtener mordidas. Muchos establecimientos abandonan el proceso en el camino y muchos otros ni siquiera se molestan en intentarlo. La informalidad acaba siendo una opción pero sólo de manera temporal, pues, desde la perspectiva del delegado o presidente municipal, da igual si existe el permiso o no. Ambos son blancos legítimos.

La extorsión cobra muchas formas pero todas tienen el mismo objetivo: explotar al empresario. El instrumento del que se valen las llamadas autoridades es la amenaza de clausura. Como si fueran calculistas, los inspectores gubernamentales saben que un changarro no puede sobrevivir más que un mínimo número de días de cierre, por lo que aprietan lo suficiente para que funcione la extorsión, pero no tanto que mate a la gallina que pone los huevos de oro.

La guerra es real y va matando al principal medio de sobrevivencia de la abrumadora mayoría de la población. En este contexto, no es casual que, cuando uno platica con migrantes mexicanos en EUA, lo primero que dicen es que se sienten liberados del abuso de las autoridades. Quienes ya han logrado iniciar un negocio propio se ufanan del hecho que allá todo está diseñado para que sean exitosos. Las autoridades municipales ayudan, primero, no estorbando; luego, facilitando los trámites de tal forma que cualquiera que sea el permiso requerido, las reglas son claras y fáciles de cumplir. Cuando uno observa el contraste en el desempeño de los pequeños negocios de mexicanos en el exterior con el de los de aquí, lo destacable es la diferencia en el sistema de gobierno. En ambos casos la persona -el mexicano- es el mismo; lo que cambia es el gobierno, la calidad del gobierno. Aquí está diseñado para expoliar, allá para ayudar. La diferencia no es menor.

Ahora que se está tramando una nueva estructura fiscal para el país -tanto en lo que atañe a la recaudación como a la relación entre los niveles de gobierno- sería bueno contemplar los costos de la forma de operar de nuestro sistema de gobierno. Si al final de cuentas, como dicen en las películas de detectives, todo se explica por el dinero, el gobierno federal tiene en sus manos una poderosísima arma para  forzar a los gobiernos locales a desregular, transformarse y convertirse en fuentes de oportunidades para el desarrollo del país.

Si bien a cualquier estado y municipio le encantaría atraer la nueva inversión de una gran empresa automotriz, por citar el ejemplo prototípico, la mayoría de los empleos seguirá viniendo de empresas pequeñas y medianas. Matarlas de a poquito como hacen nuestras diligentes autoridades no es una buena forma de asegurar el desarrollo.

Cuando se discuten las causas del pobre desempeño de la economía se suele apuntar a los grandes problemas de infraestructura, la competencia por la inversión del exterior o la confianza de los extranjeros en el país. Sin embargo, muchas veces el problema reside, incómodamente, mucho más cerca de casa. Como escribió Hemmingway en Por quien doblan las campanas, «Nunca hubo una población cuyos líderes fueran tan claramente sus enemigos como ésta».

www.cidac.org

@lrubiof

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