América Economía – Luis Rubio
Cuenta una historia que Mark Twain, el gran autor estadounidense, y el novelista William Dean Howells, salieron a caminar una mañana sólo para encontrarse en la mitad de un chubasco. «¿Crees que parará?», preguntó Howells. «Siempre pasa», respondió Twain. Gobiernos van y gobiernos vienen, pero la constante en nuestro país parece ser un mal sistema de gobierno que, a diferencia de la lluvia, no termina de manera natural. Luego de muchos años de gobiernos incompetentes e insuficientes, ahora tenemos uno que cuenta con atributos clave para poder gobernar de manera efectiva por lo que éste es un momento propicio para preguntar cuál es la función del gobierno en el desarrollo del país.
La interrogante no es especialmente mexicana en naturaleza. Innumerables naciones experimentan problemas que podemos reconocer como nuestros, desde el abuso burocrático hasta la naturaleza cambiante de los ordenamientos legales. Algunos países comienzan a avanzar intentos para enfrentar el problema y hay mucho que podríamos aprender de ellos.
Es evidente que se requieren reformas en diversos ámbitos, pero lo que más se requiere es un gobierno con claridad de miras y comprensión de que su obligación principal es gobernar. Parecería obvio, pero esto es algo que no ocurre en México desde hace por lo menos 40 años.
Aunque el debate público es prolijo en respuestas explícitas e implícitas a la interrogante sobre las responsabilidades del gobierno, lo primero que es evidente es que la función de un gobierno es, ante todo, gobernar. Podría parecer redundante, pero México es un país que hace mucho no ha sido gobernado. Más allá de acciones específicas que, bien o mal, el gobierno –el actual y los anteriores- satisface de manera normal, como la política exterior, defensa y administración tributaria, por citar algunas obvias, la función de gobernar hace mucho que prácticamente no existe en el país. Ejemplos sobran: el pobre desempeño económico, la persistente entrada (ilegal) y tránsito de migrantes, la inseguridad pública, la violencia, el mal uso de los dineros públicos a todos los niveles de gobierno, el sistema de justicia y, en particular, la propensión a cambiar las reglas del juego cada rato, igual en materia comercial que electoral, en el déficit fiscal y en los impuestos. ¿Cómo se puede esperar que un país funcione cuando el entorno legal y regulatorio cambia con frecuencia y sin mayor razón que las preferencias de los políticos del momento?
Hace algunos años caminaba yo por una calle de enorme circulación en Seúl, la capital de Corea; una calle ancha, llena de camiones y coches. De pronto, al llegar a una esquina de una calle menor vi a un niño que seguramente no tenía más de tres o cuatro años salir destapado en su mini bicicleta hacia la gran avenida, cruzarla y dar la vuelta para incorporarse en el tráfico. Me quedé estupefacto de lo que acababa de ver y mientras más lo pensé más me impresionó el hecho de que ni el niño ni sus padres tenían la menor duda de que todos los coches respetarían las reglas del juego, en este caso la del semáforo. Luz verde es equivalente a avanzar, luz roja es equivalente a parar. La implicación es obvia: hay reglas claras que todo mundo entiende y cumple y un gobierno que las hace cumplir. No hay cuentos.
La cuestión en México no es filosófica. Podemos debatir si más gobierno o menos gobierno, pero la primera premisa tiene que ser la de que exista un gobierno en forma, capaz de hacer cumplir las leyes y las reglas del juego. Eso que el niño coreano daba por hecho y, al dejarlo solo en una calle tan inmensamente compleja, sus padres asumían como válido, es algo imposible en México por inexistente. La violación sistemática de las reglas de tránsito no es más que un síntoma de toda una forma de ser. Un buen gobierno es aquel que muestra liderazgo, se gana la confianza de la población, manda sobre todas las instancias burocráticas y, como resultado, logra credibilidad frente a los causantes fiscales no sólo de su competencia, sino de su legitimidad para perseguir a quienes violen las leyes, sean estos evasores fiscales o grupos dedicados a bloquear la circulación en las calles. Un buen gobierno se gana la confianza de la ciudadanía y, con esa legitimidad, pues, gobierna. Como dice Stein Ringen en un interesante libro*, el gobierno debería preocuparse menos por grandes cambios legales que por gobernar bien y, con ello, ganarse la obediencia de la población.
El problema de la incertidumbre sobre las reglas del juego no es novedoso. Hace veinte años el gobierno de entonces encontró una forma de resolverlo que resultó prodigiosa: el TLC norteamericano. Más que un tratado comercial, el verdadero propósito del TLC fue conferirle certidumbre a los inversionistas porque se creó un marco legal y regulatorio que no puede ser modificado cada que el burócrata se levante de mal humor. El TLC logró resolver un problema fundamental para empresas grandes, tanto mexicanas como extranjeras, que tienen la escala y el tamaño para poder utilizar sus mecanismos para lograr esa certidumbre, pero no así para la abrumadora mayoría de las empresas y changarros que viven al acecho de burócratas e inspectores porque no tienen alternativa. En una palabra, se creó un mecanismo de certidumbre pero sólo para una parte de la economía.
Enfrentando una situación similar, el gobierno chino está experimentando con una nueva zona de libre comercio en Shanghai, cuyo principal objetivo es el de establecer un marco regulatorio al que el gobierno de la ciudad y del país se compromete a no modificar, de tal suerte que los inversionistas y empresarios cuenten con la certeza de que hay predictibilidad en las reglas del juego. Hace unos días un empresario me decía que, de haber imaginado que el gobierno modificaría el marco fiscal de manera tan agresiva como lo ha propuesto, su compañía no se habría lanzado a una inversión de casi mil millones de dólares. Ese tipo de incertidumbre que padecen las empresas grandes y chicas en el país es a lo que el gobierno chino está intentando responder.
El gobierno tiene una función medular en el desarrollo del país y ésta trasciende las políticas sectoriales específicas. Su principal responsabilidad es la de crear un marco político y económico de certidumbre que tranquilice a la población, le genere confianza y predictibilidad. El éxito de los gobiernos de la era del desarrollo estabilizador -1940 a 1970- residió en que nunca perdieron claridad de la naturaleza de su función y responsabilidad. En una sociedad democrática, dice Ringen, los ciudadanos “controlan a los gobernantes y estos nos gobiernan”. Es evidente que se requieren reformas en diversos ámbitos, pero lo que más se requiere es un gobierno con claridad de miras y comprensión de que su obligación principal es gobernar. Parecería obvio, pero esto es algo que no ocurre en México desde hace por lo menos 40 años.